El materialismo de Hobbes. Prolegómenos para una figuración americana de la soberanía

The materialism of Hobbes. Prolegomena for an American Representation of Sovereignty

Diego A. Fernández Peychaux 1
Universidad de Buenos Aires, Argentina

El materialismo de Hobbes. Prolegómenos para una figuración americana de la soberanía

Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 20, núm. 39, 2018

Universidad de Sevilla

Resumen: El artículo se propone, en primer término, analizar la figura del soberano en Thomas Hobbes partiendo del vínculo que este autor establece entre la teología y su ontología materialista. Para ello, discute la interpretación, según la cual, el soberano representa y sustituye a la multitud dispersa de ciudadanos despolitizados. En segundo término, parte de esta complejización de la imaginación moderna para individualizar ciertos elementos (como la teoría de la causalidad y la definición de la voluntad) mucho más productivos para interrogar la figuración americana de la soberanía.

Palabras clave: democracia, ciudadanía, representación, causalidad.

Abstract: This article aims, firstly, to analyse the figure of the sovereign according to Thomas Hobbes based on the link between theology and his materialistic ontology. Thus, will be discussed the interpretation according to which the sovereign represents and replaces the dispersed multitude of depoliticized citizens. Secondly, it is based on the added complexity of modern imagination so as to individualize certain elements, such as the theory of causality and the definition of will, which are much more productive to question the American representation of sovereignty.

Keywords: democracy, citizenship, representation, causality.

El intento de crítica o recuperación de los conceptos jurídico-políticos modernos ha de vérselas con la complejidad que implica que éstos no permanecen disponibles de forma inerte en los respectivos soportes textuales. Como si para comprenderlos sólo bastara despojarlos del polvo que el tiempo ha depositado. Al contrario, se llega a ellos a través de una diversidad de líneas de interpretación sedimentadas en lecturas canónicas que operan tanto sobre el pasado como sobre el presente al expandir o clausurar los límites de esa modernidad bajo estudio. Efecto aún más nítido si dicha lectura se opera desde un tiempo y un lugar diversos a los de su forja ―e.g. el siglo xxi en nuestra América―. El caso particular de Hobbes y su figuración de la soberanía resulta prototípico de tal encrucijada teórico-política. Quienes llevan a cabo una aproximación a la modernidad, sea crítica o apologética, sea eurocéntrica o transterrada en nuestra América, más temprano que tarde, se topan con Hobbes y su Leviatán. Tanto es así que cabría afirmar que éste se ha convertido en una especie de nombre, junto con otros como Descartes, de una modernidad cuya imaginación política resulta incapaz de ir más allá de la tendencia hacia el absolutismo.

Para poner en discusión esta conclusión, en una primera perspectiva de lectura, se propone analizar la figura del soberano en Thomas Hobbes partiendo del vínculo que este autor establece entre la teología y su ontología materialista.2 Sostendré que con esa perspectiva se evidencia que su pensamiento político se dirige más a figurarse relaciones (causales, de movimiento, lingüísticas) que a describir al sujeto de la volición. Esto es, sugiero como hipótesis de lectura que el modo en el que Hobbes se aleja y refuta las diversas modulaciones del dualismo (i.e. entre sustancias inmateriales y corpóreas, trascendencia e inmanencia, facultad y acto, y sobre todo, entre acción y pasividad) permite concebir el carácter complejo de cualquier unidad. De ese modo, lo que evoca con la figura de soberano consiste en la común implicación de las voluntades de muchos en la de muchos. Tal constitución intersubjetiva, según sus premisas epistemológicas, no invoca reducciones dualistas, porque la relación figurada no es aquella entre un sujeto que actúa y otro u otros que reciben la acción y simplemente reaccionan. Al contrario, su noción de causa íntegra nos invita a pensar las relaciones sin presuponer ni a un sujeto soberano ya constituido ni a súbditos símiles a la arcilla bruta, que recibe instantáneamente su forma de un molde prefijado.

Esta hipótesis de lectura se distancia, claramente, de quienes ubican a Hobbes en la génesis de una modernidad cuya imaginación política resulta incapaz de concebir un fundamento que incluya a la vez la unidad y la pluralidad. A fin de explicitar estos matices, en el primer apartado (“Figuraciones modernas: límites e inversiones”) repongo el lúcido análisis propuesto por Giuseppe Duso sobre la representación y la soberanía en Thomas Hobbes3. Su descripción del pensamiento hobbesiano resulta de particular interés en este texto porque, coincidentemente, busca establecer el vínculo de la teología con la política pero sin restituir una trascendencia que exceda el plano del mismo pensamiento. A partir de allí, Duso (pero también otros; por ejemplo, Pierre Ronsanvallon en El pueblo inalcanzable, Roberto Esposito en Communitas: origen y destino de la comunidad) señala que la filosofía política moderna, así como la de Hobbes, al ceñirse a buscar un principio autosuficiente de legitimación del dominio a través de un sujeto político soberano, reproduce sin cesar una dificultad estructural: la despolitización de la ciudadanía.

Sin embargo, en el apartado “Imaginaciones revisitadas” sostendré que dicha imposibilidad estructural de la imaginación moderna no proviene, como afirma Duso, del lastre que implica la figuración del sujeto colectivo según los cánones expresados en el Leviatán de Hobbes ni de la noción de racionalidad que se desprende de la filosofía política hobbesiana, sino de los resabios dualistas propios del racionalismo de los siglos xvii y xix. O, como aducen Bartomeu Forteza, Samantha Frost o Jürgen Overhoff, dicha imposibilidad estructural emerge en la obra de Hobbes sólo si se disimula, oculta o descarta el modo en el que su pensamiento refuta, precisamente, las ficciones dualistas mencionadas4. En especial, y allí radica el mayor interés de repensar la figura de la soberanía desde Hobbes, el modo en el que refuta al dualismo que subyace tras el concepto de absoluto. Sólo así ―i.e. ocultando esa refutación― pareciera que Hobbes sostiene que existe un plano en el que lo dado se origina y otro, en el que se efectúa.

Al señalar tales puntos ciegos en los abordajes a su obra no se busca, según lo apuntado en el primer párrafo de esta introducción, rescatar del ostracismo al monstruoso filósofo de Malmesbury ni a su soberano, más propio de la demonología bíblica que de la imaginería democrática. El propósito se ciñe a sugerir una lectura que atienda dos perspectivas inherentes al problema de la figuración del sujeto soberano. Si la primera de esas perspectivas consiste, según ya se ha dicho, en reponer la epistemología hobbesiana según la cual resulta imposible concebir al ocupante de la sede soberana de manera homogénea y omnipotente, la segunda complejiza los conceptos modernos como punto de partida de una figuración americana de la soberanía. Es decir, una vez clarificadas las premisas metodológicas hobbesianas, se hace posible individualizar ciertos elementos (como la teoría de la causalidad y la definición de la voluntad) mucho más productivos para pensar la constitución compleja de las imágenes de la democracia en América, que se han figurado a través de la imagen del caput leviatánico. Sobre este segundo aspecto volveré en el apartado final: “Conclusiones posibles desde un horizonte americano”.

1. Figuraciones modernas: límites e inversiones

En este primer apartado se repone el lúcido análisis que realiza Giuseppe Duso de la representación y la soberanía en el pensamiento moderno a través de la obra de Thomas Hobbes. Interesa, tal como se ha señalado en la introducción, retomar su análisis para explicitar, a partir de éste, ciertos matices fundamentales. Especialmente, la centralidad que tiene la crítica a los dualismos en el modo en el que Hobbes concibe y se figura el poder soberano absoluto.

1.1. Trascendencia o la presencia de lo ausente

En la modernidad, en cuya génesis Duso ubica la obra de Hobbes, el concepto de fundamento no sobrepasa la dimensión del pensamiento. Esto significa, por un lado, que aun cuando se construya un discurso teológico referido a la política, de ello no se deriva el carácter trascendente del poder absoluto del soberano en el sentido de que recibiría su cifra secreta de un ámbito exterior a la vida política5. Por ejemplo, cuando Hobbes se pregunta por el fundamento de la autoridad que Moisés ejercía sobre los israelitas, señala que éste no provenía de la manifestación o del vínculo con lo divino. Ni Dios ha hablado con los israelitas directamente ni Moisés podría dar testimonio de sí mismo en ese sentido. Al contrario, reitera Hobbes, “su autoridad tuvo que estar basada, como la de todos los demás príncipes, en el consentimiento del pueblo y en su promesa de obedecerlo”6. Recuérdese, a su vez, que, para Hobbes, el lenguaje procede de una invención con la que la humanidad se imagina y entiende los fenómenos de las cosas del mundo. Asumida esta premisa, si Dios hubiese querido dirigirse a los hombres mediante su palabra natural, se vería obligado a emplear un lenguaje producto de la invención humana7. Por ejemplo, a hablar con Adán según las palabras que este mismo se hubiese dado para designar la imagen que se ha formado de un “árbol”, una “manzana”, el “conocimiento”, el “bien” y el “mal”. O, como concede Hobbes, a emplear algún medio sobrenatural para darse a entender. Ahora bien, dicho conducto sobrenatural no pertenecería ya a la dimensión del conocimiento, sino a la de la creencia, que no participa del ámbito del discurso científico. Por tanto, como otros argumentos de autoridad, como en el caso de Moisés, se fundaría en opiniones. Lo cual devuelve el análisis al mismo punto: el fundamento humano de la autoridad.

En suma, la trascendencia que aparece en la teología política moderna no descubre el fundamento de lo absoluto secularizable, sino “la conciencia de la excedencia de la realidad trascendente con relación al mismo lenguaje que intenta decirla”. De lo cual se sigue que en la representación (política o teológica) se hace presente aquello que está ausente, incluso “en el momento en que es representado”8. Esta doble implicación resulta fundamental para comprender en qué medida “dios” y “pueblo” son el nombre de dos ausencias estructurales que el pensamiento ―mediante el ídolo o la representación política― necesita hacer presentes, pero que, de hecho, nunca adquieren existencia empírica. O, en otros términos, el sujeto colectivo no tiene otra realidad, afirma Duso, que la persona singular del representante9. Simbolización ficcional que agudiza su insuficiencia en el pasaje desde la monarquía al imperativo democrático, en tanto la mayoría resulta aún más incorpórea que la persona natural del monarca. El discurso teológico-político, por consiguiente, no afirma una realidad trascendente del poder, sino “la innegabilidad de un movimiento de trascendencia propio del pensamiento y de la praxis del hombre”10. Pero dicha trascendencia no sería ya más que “una referencia hacia” que permanece dentro “de la dimensión intrascendible del pensamiento”11. O, como señala James Martel, el hecho de reducir a Dios a un nombre de una ausencia traslada, necesariamente, el peso de su significación a la lectura e interpretación que de él se haga12. En efecto, si, por un lado, la teología en la obra de Hobbes no forma parte del cuadro de las ciencias debido a que resulta imposible realizar un cálculo sobre aquello de lo que se desconocen sus causas13, por el otro, esa exclusión no le quita centralidad. Se contraría, así, una larga tradición que lo considera un oportunista cuyas aberraciones teológicas no hacen sistema con el resto de su filosofía14. En el modo hobbesiano de emplear la teología se da un movimiento del pensamiento que discurre en paralelo con su nominalismo. Lo cual implica más un intento por trasladar a la teología la revolución que estaba produciéndose, no sólo por Hobbes, en otros campos del pensamiento15, que un velado intento por fundar un Estado deísta, calvinista, anglicano, judío, sociano o cualquier otra pretensión de adscripción señalada. En esta línea también avanzan, por ejemplo, Arrigo Pacchi o Yves C. Zarka, al ubicar al dios hobbesiano en el lugar de la totalización del entramado causal16; Emilia Giancotti, haciendo lo propio en relación con el movimiento17; o Duso, James Martel y Giorgio Agamben, al evidenciar la necesidad del pensamiento de referirse retóricamente hacia el exceso de lo dado18.

En la causalidad, en el movimiento o en la figuración, esa totalización se resuelve en un nombre que, aunque nada dice de la cosa, habilita el pensamiento sin restituir los fundamentos autosuficientes de la teología o de la metafísica abstractas, que Hobbes denuncia sistemáticamente. Es decir, habiendo negado la posibilidad ontológica de recuperar una totalidad más allá de cada singularidad19, y habiendo afirmado: “los nombres abstractos denotan la causa del nombre concreto, no de la cosa misma”20, Hobbes concluye que los sustantivos y adjetivos con los que la humanidad se dirige, por ejemplo, a Dios nada dicen de sus atributos, sino que constituyen atribuciones humanas con las que se pretende rendirle honor21. En definitiva, el vínculo con lo sagrado, a través de sus diversas nominaciones, expresa más una relación que una propiedad de la cosa, el lugar o las personas. En un plano político, por ejemplo, lo “absoluto” que se predica del poder soberano tampoco dice nada de la cosa misma, sino de la causa por la cual “quisimos que la cosa así concebida fuese llamada” de ese modo. Si las partes del Estado no son lo que compone su masa, sino los accidentes que, unidos, constituyen su naturaleza22, tampoco resulta inconcebible ese vínculo figurativo entre el deseo de honrar y la nominación de absoluto que, dentro del corporeísmo hobbesiano, carecería de sentido literal. Recuérdese que si en Leviatán se dice “el poder soberano […] es tan grande como quepa imaginar”23, también se sostiene: “todo lo que imaginamos es finito” y, en consecuencia, “cuando decimos que algo es infinito, lo único que queremos decir es que no somos capaces de concebir la terminación […] de las cosas que nombramos”24.

En definitiva, lo que interesa destacar aquí es que la teología política hobbesiana se da, al igual que en otros ámbitos de su filosofía, en ese movimiento de abstracción a través de nombres que habilitan el pensamiento. ¿Qué se infiere de esta aclaración? Como nos advierte Leibniz, el supernominalismo hobbesiano no se ha satisfecho con la conversión de los universales en nombres, sino que la misma verdad está en las proposiciones y no en las cosas25. De esta suerte de voluntarismo extremo, concluye Duso, la modernidad extrae la clave para resolver la falta de un fundamento autosuficiente y trascendente en una formalidad que restituya dicha autosuficiencia pero de modo inmanente. Analicemos a continuación este segundo aspecto.

1.2. Inmanencia y formalización autosuficiente

A fin de comprender de qué forma la modernidad cierra esa tendencia del pensamiento en la inmanencia de la racionalidad absoluta del sujeto político soberano, hay que advertir dos elementos del argumento.

En primer lugar, que mediante la representación ya no se busca reflejar a los grupos preexistentes, sino a la unidad del Estado, dando a la voluntad propia del representante la forma de la totalidad del cuerpo político26. El corazón de la teología, como hemos dicho, está en ese movimiento falto de un fundamento autosuficiente y, por tanto, incapaz de fijarse de manera definitiva. Esto significa que la unidad no existe antes ni después de su figuración. Por lo cual, ser representado no implica una renuncia efectiva de derechos, sino que expresa cómo el núcleo central de la legitimidad el poder se basa en la identificación entre el autor y el actor ―n.b. este es el argumento central del capítulo 28 de Leviatán sobre el derecho soberano al castigo27―. Las relaciones de poder modernas, entonces, ya no se basan en el mandato de unos sobre otros, sino en esa identificación entre quien manda y quien obedece28. En este marco, Duso observa el modo en el que Hobbes se ocupa de darle forma a la siguiente secuencia: i) la sociedad política no puede pensarse sin ser figurada por la unidad de la soberanía ―argumento central del capítulo 17―; ii) para que el soberano exista debe ser “autorizado” mediante la identificación entre actores y autores ―capítulo 16―. Una vez operado ese pasaje, ese lugar universal de enunciación de la razón adquiere la cualidad de lo absoluto.

En segundo lugar, Duso hace notar cómo, según su parecer, la lógica de la secuencia representación-soberanía-sociedad funciona en tanto se acepte que el único modo de concebir la unidad radica en la negación de las diferencias y los sujetos portadores de éstas. Es decir, que se ha aceptado que la unidad no puede ser pensada sin una operación de abstracción con respecto a la experiencia. De ello se sigue, finalmente, que el carácter absoluto procede no sólo de haber roto las referencias trascendentes del juicio soberano, sino también de una formalización de la razón que restituye de forma inmanente la autosuficiencia divina. Así, el efecto despolitizador que tiene sobre los ciudadanos interrumpe el movimiento del pensamiento, fijándolo de una vez y para siempre a la “voluntad” empírica del representante, que aparece, ahora, como la de todos.

En síntesis, la descripción de Duso sobre la imaginación moderna coloca de forma precisa y clara dos términos sumamente complejos como “trascendencia” o “inmanencia”. Si la primera consiste en la referencia a la insuficiencia de lo dado, la segunda implica la absolutización mediante la formalización de lo existente. En este esquema, el límite tanto de la figuración moderna de la soberanía como de su inversión simple mediante la captura democrática del caput estribaría en permanecer dentro de un dualismo que impediría concebir la coimplicación de lo uno y lo múltiple. Alternándose entre ambos polos, el pensamiento político moderno busca restituir el carácter autosuficiente de un fundamento que resuelva de una vez por todas una figuración que resulta, cuanto menos, problemática. En el esquema argumental de Duso, dicha problematicidad se origina en pretender hallar el modo de concluir la praxis y fijar el sentido, ya sea en lo absoluto divino como en lo absoluto formal. Así, la cabeza unitaria del soberano, pero también la imagen de múltiples cuerpos que la asaltan, funcionan del mismo modo. Ambas figuras se conciben para resolver de una vez y para siempre esa totalidad ausente de la legitimación del poder: el sujeto colectivo.

1.3. El dualismo persistente

La respuesta sugerida por Duso frente a la inmanencia y la formalización de la razón que limitan la imaginación moderna consiste en avanzar, como mínimo, hacia otra forma de la imaginación alejada de la división excluyente entre lo uno y lo múltiple. Para ello, sugiere que cada acción está guiada por una intención que Duso, evocando a Platón, llama “idea” y luego, para “evitar equívocos”, denomina “cuestión”29. En términos políticos, esa cuestión que guía el accionar se refiere a la pregunta por lo justo. O, en otros palabras, la distinción entre acción y cuestión remite a la distancia que media entre las relaciones entre actores políticos y una interrogación común por la justicia de las mismas que nunca queda del todo saldada. De allí, Duso infiere las condiciones de posibilidad para desplegar una imaginación que, renunciando a hacer presente la unidad del sujeto, se concentre en hacer lo propio con la unidad de la “cuestión pendiente”. La unidad de la cuestión no resulta incompatible con la pluralidad que la subyace, en cuanto existe una inadecuación insalvable entre lo que guía la acción y la acción misma. Dicho de un modo más concreto: en tanto existe una inadecuación insalvable entre ideas nunca arrancadas del mundo de las utopías, pero que, sin embargo, en ese no agotarse en sus realizaciones se mantienen activas en la praxis. En la medida en que esta distancia nunca se salva, la praxis no adquiere un carácter resolutivo de una vez y para siempre. Es decir, precisa Duso, afirmar la necesidad de la decisión pero sin referencia a una norma objetiva y, dada la pluralidad de voluntades que participan de su praxis, imposibilita concebirla como la clausura de esa “cuestión”. En este nuevo horizonte de pensamiento no hay, tal como se ha afirmado de la teología, una “trascendencia de la idea”, sino un “movimiento hacia la idea”. Esto quiere decir que “la idea aparece implicada pero no reducida a nuestra posesión”30. En síntesis, la resolución (siempre parcial) de la pregunta por la justicia no se formaliza sustentando una ciencia normativa. O, lo que es lo mismo, una ciencia que explicite de un modo unívoco la materialización de la idea de lo justo.

Desde esta perspectiva, y dado el sistema descripto de Leviatán, pierde centralidad no sólo el concepto de soberanía, sino también el de representación, anclado en el sujeto colectivo. En la modernidad, como dijimos, la representación resuelve, al tiempo que lo oculta, ese movimiento de referencia hacia “el sujeto colectivo”, que por su naturaleza está ausente pero se insiste en pensar. En la actualidad, aquello que se hace presente pero “excede nuestro saber y nuestra posesión” radica, según Duso, en la cuestión de la justicia31. Quien gobierne, por lo tanto, ya no representa a la unidad sino a una parte, habilitando, por consiguiente, la presencia política de los gobernados. En conclusión, para Duso, no hay salida del paradigma moderno de la soberanía sin apartar, al mismo tiempo, la objetividad de la norma y la formalización inmanente de la filosofía política propias del paradigma de la soberanía (con representación). Ambas alternativas portan in nuce una traducción del absolutismo en autoritarismo.

Dicho esto, sugiero notar en qué modo, y a pesar de los recaudos que toma Duso, su escisión entre la idea que orienta la praxis y la praxis misma retiene un dualismo desde el cual reponer un conocimiento normativo. Reducir la nominación del “resto” formal de lo dado a la “cuestión” y no a la “idea” no alcanza para detener ese movimiento de referencia hacia el lugar en el que las cosas existen de forma más plena. Más aún cuando ese exterior excesivo de lo dado en el que se ubica a la “cuestión de la justica” no configura un vacío sobre el que no puede hacerse filosofía, como decía Hobbes de la teología. Pensemos, por caso, en los múltiples modos en los que cabría restituir una imagen institucional prototípica del destino de las democracias en las que la cuestión de la justicia aparezca mejor saldada. Por ejemplo: la renuncia a la figuración del sujeto político como medida de la permanencia, o no, en el paradigma moderno autoritario. Desde una perspectiva nuestroamericana, dicha premisa constituye el sustrato común de las críticas posibles a las prácticas políticas de la historia del continente. En ella se evidencia que, dada la persistencia de una imaginación anclada en torno a figuras prominentes de la vida política, se reproduce la falencia descripta en el proceso de democratización. En otras palabras, estos resabios modernos por medio de los cuales en América el pueblo soberano encuentra su nombre en el de sus líderes suponen un límite infranqueable, salvo mediante una modificación de dicha práctica política.

Pensemos en dos casos bien concretos. Se ha señalado, por ejemplo, no sólo que el bonapartismo de figuras como la de Simón Bolívar32, sino también que los populismos del siglo pasado, al totalizar la construcción de identidades políticas a través del nombre del líder33, incurren en una declarada verticalización en la que la tensión entre pluralismo y homogenización se resuelve en favor de este último; o en la que, tomando prestado el concepto gramsciano de revolución pasiva, las elites logran desmovilizar la potencia creadora de las masas populares restándoles autonomía política34. Críticas, todas estas, que, cuanto menos, más atentas a las figuras que a las relaciones concretas que evocan, minimizan la complejidad de lo que se denomina como “pueblo”. Nótese que no sólo estamos diciendo que desatienden los pormenores de la situación concreta en la que se realiza cada figura, sino que, en un plano teórico, recurren a un concepto soslayando la complejidad teórica que lo atraviesa. Antes de profundizar en esta alternativa, como se hace en la conclusión, veamos si existe otra resolución posible de la disyuntiva.

2. Imaginaciones revisitadas

A continuación quisiera mostrar cómo la reposición de los argumentos modernos que emprende Duso evita considerar la complejidad que resulta de la imaginería de Hobbes cuando se la aborda en relación con su ontología materialista. De hecho, sin necesidad de extremar las inferencias de la epistemología hobbesiana, la misma distinción entre acción e intención que anima su argumento resultaría cuestionable, sin por ello recaer, como él señala, en una inmanencia de la acción que cierre, sea por mecanicismo, sea por determinismo, toda posibilidad de innovación y continuidad de la praxis. En efecto, coincido con los trabajos ya citados de Mintz, Overhoff, Frost y Forteza, quienes argumentan, aunque con diferencias, que además de la lectura propuesta por quienes leen a Hobbes como expresión del racionalismo cartesiano moderno, resulta plausible restituir el argumento hobbesiano atendiendo al hecho de que escribe tanto antes (o al mismo tiempo) como en contra del dualismo racionalista que se le adscribe. De hecho, agregan, de ese modo fue leído por sus contemporáneos. Más aún cuando, como se sostiene en los apartados anteriores, la refutación hobbesiana al dualismo de los teólogos ―i.e. entre sustancias incorpóreas y corpóreas― intenta impugnar su traducción en otro dualismo: el que existiría entre el sujeto que actúa y aquel que recibe la acción y reacciona, o entre la acción y un resto formal o final. En suma, propongo revisitar algunos aspectos clave de la obra de Hobbes para evidenciar en qué medida la voluntad unitaria supone en su constitución e iteración la activa participación de la multitud.

2.1. Voluntades complejas

A fin de intentar resolver de modo alternativo los límites identificados por Duso en la imaginación moderna, propongo, en primer lugar, una lectura en paralelo del concepto de voluntad de Hobbes y del tratamiento que éste brinda a la voluntad unitaria del representante.

En los párrafos finales del capítulo 17 de Leviatán, Hobbes aclara una posible ambigüedad expuesta en Elementos 35. En ese texto afirma, a propósito de la diferencia entre lo múltiple y lo uno del acto voluntario, que el consentimiento se produce por una concurrencia de voluntades. Así, entiende por unión a la implicación o inclusión de las voluntades de muchos en la de uno. En Leviatán, y tras haber descripto esa implicación en términos de una “autorización” en el capítulo 16, Hobbes afirma que la reducción de voluntades múltiples a la unidad es más que consentimiento, es una unidad “de todos en una y la misma persona”36. Todo lo actuado por esta voluntad unitaria, o por otros a causa de ésta (cause to be acted), deberá considerarse expresión de la autoría de cada miembro de la multitud. Esto es, las acciones del soberano representante, directas o indirectas, expresan en acto los apetitos de los autores. De este modo queda explicitado el desdoblamiento entre soberanía y representación al que hace alusión Duso. Sin embargo, hay que notar cómo la función de la concurrencia de voluntades de la multitud expresada en la autorización del representante no es idéntica a la ejercida por el soberano. Éste, al igual que el “enemigo exterior” que durante la guerra hace posible el empeño común de una multitud, no participa directamente de este empeño sino que forma parte, entre otras partes, de su causa37.

Nótese que esa posición de exterioridad en relación con el consentimiento, por lo dicho en los apartados anteriores, no provee un fundamento trascendente. Por ello, tampoco puede afirmarse que esa causa externa se autonomice de la concurrencia de voluntades. De hacerlo, se disolvería la misma relación causal. Es para comprender estos matices ―i.e. no identidad entre causas ni eminencia de unas sobre otras― que propongo la lectura en paralelo de la teoría de la voluntad y de la soberanía en Hobbes.

Recordemos la distinción que Hobbes elabora entre la voluntad y los apetitos intermedios al final del capítulo 6 de Leviatán. En el marco de su disputa con el aristotelismo del siglo xvii, en la que reduce las causas formal y final a la implicación de la eficiente y la material, que se llama “íntegra”, afirma que la voluntad misma es un apetito (el último), pero a diferencia de los apetitos intermedios, su irrupción produce el fin de la deliberación. Allí radica la diferencia que origina la confusión de la voluntad con un apetito libre. El desconocimiento de sus causas, en especial las de segundo orden, produce la ficción de la contingencia. A su vez, se produce otra confusión en cuanto se traduce el fin de la deliberación concreta en un cese definitivo de los prolegómenos de voliciones futuras. Sin embargo, aclara Hobbes, la deliberación que se concluye versa sobre las cosas pasadas “porque, como es obvio, es imposible cambiarlas”38. Esto significa que, una vez producido el acto, por mínimos que sean sus efectos, la deliberación continúa —no podría no hacerlo—, pero sobre circunstancias necesariamente otras.

Hemos dicho que el último apetito no causa el efecto, sino que hay que contemplar cómo ese último apetito resulta necesariamente de los precedentes. Empero, la causa íntegra incluye también a los accidentes de la causa material sobre la que se aplica la causa eficiente. En Sobre la libertad y la necesidad, Hobbes presenta el siguiente ejemplo: si se colocasen sucesivamente sobre el lomo de un caballo las plumas en la cantidad suficiente para que su peso quebrase su espinazo, éste finalmente se rompería39. La simultaneidad del acto de colocar la última pluma con la ruptura efectiva confunde a los hombres, haciéndoles pensar que esa última acción es la que produce el efecto. Sin embargo, insiste Hobbes, la causa íntegra no la compone ni esa última acción, ni la sumatoria de las anteriores, sino las plumas más las características del lomo de ese caballo y la acción concurrente de quien allí las apila40. La voluntad, siguiendo con el ejemplo, representa sólo esa última acción de colocar la última pluma del proceso de deliberación que precede al acto. En De homine, Hobbes explicita que, para comprender la causa íntegra de las disposiciones de los hombres en la vida en común, hay que considerar: la constitución del cuerpo, el hábito, la fortuna, la opinión que se tiene de uno mismo y, finalmente, a la autoridad41. Es decir, que ninguna por separado sirve para explicar, pero tampoco para producir, tales disposiciones.

Esta composición de la voluntad a partir de relaciones que trascienden a un sujeto le permite a Hobbes, finalmente, eliminar la dimensión de un “resto” formal del movimiento efectivo de los cuerpos desde la cual fundar principios normativos. Esto es, le permite desarmar el dualismo entre facultad y acto. La voluntad soberana, al igual que la de los sujetos, expresa un acto del querer. Esto implica que si la voluntad ni es el único ni el último acto, no cabe concebir que pueda autodeterminarse en el futuro. En efecto, la clave del argumento hobbesiano sobre la voluntad, señala Daniel Eggers, radica en que ésta no puede autodeterminarse bajo la forma de un “querer querer”, fundamentando, de ese modo, una obligación virtual futura. La voluntad, por lo tanto, significa un apetito derivado de una relación intersubjetiva y dinámica temporalmente42. Así, aun cuando se pueda conjeturar dónde se encuentra ese afecto liminar de la deliberación llamado voluntad, éste siempre permanece indeterminable en términos humanos. Por ejemplo, desde la perspectiva del sujeto singular, Hobbes reconoce que aun conjeturando que huirá al enfrentarse con la muerte violenta, esto no excluye el caso de quien prefiera morir a verse humillado o renunciar a sus ideales43. Nótese, entonces, cómo el argumento político de Hobbes y su apelación al culto civil apuntan, sin duda, a brindar certeza a esa conjetura sobre dónde se encuentra la voluntad soberana, reiterando en el tiempo la expresión de los símbolos que señalen qué es lo que se quiere a cada instante bajo la forma del honor al soberano44. Pero, por eso mismo, le resulta imposible afirmar de una vez y para siempre, en todo tiempo y lugar, un fundamento autosuficiente del poder soberano absoluto.

En suma, la voluntad unitaria del soberano, hemos dicho, interviene en las relaciones de las que procede la unidad de los empeños comunes. Sin embargo, mantener esa referencia hacia la causa de la unidad dentro de la dimensión de lo pensable implica que el soberano no constituye la causa íntegra del orden, ni se substrae de las relaciones causales en las cuales se encuentra inserto y, finalmente, tampoco restablece el dualismo entre facultad y acto. Hay que notar, entonces, la distancia insalvable entre componer un poder político, disponer de lo compuesto y, por otro lado, sustituirlo. En tanto Hobbes describe la causa íntegra para comprender la dinámica entre lo necesario y lo posible, le resulta impensable, salvo mediante la muerte, un acto que liquide al movimiento45. De modo que, podríamos concluir, la imaginación hobbesiana está arrojada hacia el dilema de pensar el continuo implicarse de lo uno en lo múltiple y de lo múltiple en lo uno. O, dicho de otro modo, la identificación entre el empeño común y el soberano no se da de un modo estático sino dinámico e inagotable, para asegurar en el tiempo la continuidad de la voluntad del cuerpo político.

2.2. ¿Nosotros? hemos hecho

El segundo paso de esta propuesta para resolver de otro modo la descripción de la imaginación política modera consiste en preguntarse qué legitimidad aporta la unidad a la gestión de los empeños comunes, cuando aquella vendría dada, como sugiere Duso, por referencia al mismo empeño común. La respuesta que aporta Yves C. Zarka, con quien coincidimos, resulta sumamente interesante. Marca que la teoría de la autorización de Leviatán encuentra el modo de diferenciar la teoría del poder de la teoría de la propiedad haciendo posible “pensar a la vez la constitución de la voluntad política y el mantenimiento de los derechos naturales de los individuos”46. ¿Por qué? Pues porque mediante la autorización se rebasa la imagen de pacto político en términos de transferencia real de propiedades. En efecto, en Elementos del derecho natural y político, Hobbes reconoce: “es imposible que alguien le transfiera realmente a otro su propia fuerza, o que otro la reciba”47. En Leviatán, al concebir el pacto a través de la autorización, éste ya no toma la forma de la sumisión en tanto no incluye ―no podría hacerlo, si quiera conjeturalmente, insiste reiteradamente Hobbes― el ius resistendi, que se sigue de la continua disponibilidad del “poder que le quede”48.

Con todo, concluye Zarka, la ausencia de límites definidos a la voluntad soberana abre la puerta a quien subraye, como efectivamente hace Duso, que la voluntad de todos se ha degradado en voluntad privada49. Más aún, la crítica de Duso que venimos comentando al paradigma moderno de la soberanía, en particular al de Thomas Hobbes, consiste en que dicha posibilidad no es una “puerta abierta”, sino su misma naturaleza. Para Duso, la legitimidad del mando en Hobbes se reduce “a una racionalidad formal y autosuficiente que pretende sustituir aquella trascendencia de la idea de justicia que aparece peligrosa y fuente de diversas interpretaciones y, por consiguiente, de conflicto”50. Sólo mediante esa abstracción el pensamiento moderno europeo repone la autosuficiencia perdida del fundamento trascendente. Esto implica que, según Duso, la voluntad del representante que dispone del poder soberano absoluto resuelve por sí misma el interrogante sobre el porqué de lo justo.

Efectivamente, el argumento de la filosofía política hobbesiana consiste en que el Estado existe a causa de la necesidad de un poder que reprima a los hombres para evitar que se hagan la guerra unos a otros. En la medida en que todos adquieren conciencia de la brutalidad, futilidad y miseria del tiempo de guerra, aceptan motivados por la razón y las pasiones la institución de un dios mortal (i.e. el Estado) que disponga del poder humano más ilimitado que pueda imaginarse. Ahora bien, el argumento de Duso es que esa distancia entre la voluntad empírica de quien ocupa la sede soberana y la voluntad de todos a la que se refiere Zarka queda definitivamente ofuscada por la filosofía civil. ¿Cómo? Pues asumiendo que si somos “nosotros” quienes hacemos los principios de la filosofía civil51, también somos nosotros quienes aceptamos dicha disposición en la que uno resuelve por todos la pregunta por lo justo. Si no queremos resolver cada disputa a los puñetazos, dice Hobbes en Leviatán, la constitución política de la recta razón consiste, sencillamente, en “apelar de común acuerdo […] a la razón de un árbitro o juez a cuya sentencia habrán de someterse ambas partes”52. Aceptada esta premisa, y sin refutar que “nosotros hacemos los Estados”53, concluye Duso, nos resultaría imposible imaginar el cómo de ese hacerse en común sin concebir, a la vez, la despolitización necesaria de todos menos del soberano.

Sin embargo, habría que considerar el carácter problemático de ese “nosotros” que define a priori los principios de la justicia y la equidad, notando que la crítica se sostiene si, y sólo si, la dinámica entre autorización e identificación, que habilita a pensar lo público como el “a la vez” de lo uno y lo múltiple, queda fosilizada en un acontecimiento arcaico que cierra el futuro al cristalizar la recta razón una vez constituida, tal como sugieren Duso y Zarka. Lo cual, ya dijimos, contradice la concepción de la obligación en Hobbes, en cuanto repone el dualismo entre facultad y acto con el que sería posible imaginar un “querer querer”. Y, siguiendo a Eggers, señalamos que la obligación se sigue de un acto del “querer”, siempre en tiempo presente y de modo continuo.

En consecuencia, sugerimos, en el marco de los trabajos de James Martel54, Samantha Frost55 o Mikko Jakonnen56, que el plus de legitimidad que aporta la unidad no radica en esclarecer el pasaje de la multipolaridad a la unipolaridad de la acción, ni de la heterogeneidad a la homogeneidad del movimiento, sino en abrir retóricamente una ventana temporal que religue desde el presente el pasado con el futuro. Es decir, que el fundamento ya no procede del acto autofundado de la voluntad sino de que, a posteriori, sea posible vincularlo con la experiencia colectiva. Esto significa que la imaginación de la unidad produzca, proyectando desde el presente las acciones pasadas en el futuro, la continuidad de los empeños comunes57. Si, para Hobbes, “el futuro no es otra cosa que una ficción que fabrica la mente atribuyendo a las acciones presentes las consecuencias que se siguieron de acciones pasadas”58, la función del soberano en esa religación retrospectiva consiste, al igual que los demonios de la Antigüedad59, en proveer las imágenes a las que adorar ―i.e. rendir honores― y, por tanto, establecer a partir de ellas la certeza de dónde y cómo procede el “hacerse en común” de la unidad del Estado. La metáfora hobbesiana del soberano, por tanto, no cumple una función meramente referencial, sino cabalmente pragmática, proveyendo una referencia orientativa de la estructura del mundo. Aunque al construirse de forma retrospectiva no admite una formalización absoluta y autónoma de la multiplicidad de causas que contribuyen a darle potencia.

En síntesis, al igual que en la teología, la política hobbesiana necesita de una referencia hacia un punto que detenga la regresión infinita de la pregunta por el porqué. Si la teología lo encuentra en el nombre “dios”, la política lo hace con el de “poder soberano”. Ahora bien, coincido con Zarka cuando recuerda que para Hobbes, a diferencia de Descartes, Dios no inscribe en nosotros el código de la naturaleza60. De allí proviene el carácter conjetural de la filosofía. O, como concluye Zarka, que al “descansar” en una voluntad divina sobre la que no cabe hacer filosofía, el fundamento permanezca siempre abierto61. En relación con la política, la unidad, al individualizar una totalidad singular, provee ese punto de detención. Con todo, intentamos señalar que responder a ese porqué afirmando “porque lo hacemos nosotros” no alcanza para desdibujar el carácter retrospectivo en el que Hobbes ubica a ese sujeto colectivo en relación con la comprensión de su movimiento. En los términos de la crítica que Hobbes le realiza a Descartes mismo, una formalización absoluta inmanente, como la que sugiere Duso, supone afirmar nosotros hacemos o nosotros haremos. Y, lo que allí critica Hobbes estriba, precisamente, en la imposibilidad de trasponer el nosotros hemos hecho62.

En resumen, abandonar una imaginación dualista con la que abordar la política implica analizar las figuraciones del sujeto colectivo prescindiendo de la idea de resto formal. La ambivalencia que así aparece no impide presentar criterios con los que evaluar dichas relaciones. Sin embargo, al superar ese esquema dualista desde el cual resulta inconcebible el “a la vez” de lo uno y lo múltiple, se eluden esos “cuentos de hadas” que, como fustigaba Hobbes a sus contemporáneos, sirven sólo para encubrir que tales criterios traducen en términos normativos las relaciones de poder que se encuentran en la base de la sociedad. Metodológica y teóricamente, la ganancia no es menor, ya que, como afirma Cecilia Abdo Ferez, permite afirmar, constantemente, “la necesidad de un análisis histórico, de un análisis situado, para ver cómo se produce in situ esta relación”63

Conclusiones posibles desde un horizonte americano

En este apartado final, lejos de cerrar el argumento sobre sí mismo, se busca hacer explícitas las líneas de investigación que son abiertas por la hipótesis de lectura propuesta sobre la soberanía en Thomas Hobbes.

En efecto, desde una primera perspectiva de lectura de la obra de Hobbes se ha puesto en el centro el modo en el que su concepto de soberanía se orienta más a intentar figurarse relaciones (causales, de movimiento, lingüísticas) que a describir al sujeto de la volición. Lo cual abre, en correlato, un análisis que precisa (y completa) la crítica de Duso a la modernidad. Desde esta primera aproximación se puede concluir que si la modernidad, pero también las democracias contemporáneas, se encuentran ancladas en la polaridad pueblo-multitud, ello no se debe a su apego persistente al paradigma de la soberanía propuesto por Hobbes ―i.e. a la imagen del caput para hacer presente al nosotros que actúa políticamente―. Del análisis esgrimido en los apartados anteriores se deduce que tal dificultad estructural proviene, más bien, de un presupuesto metodológico según el cual el nosotros existe antes, y con independencia, de la acción común. Sería esta formulación apriorística del sujeto político ―n.b. ya sea por un fundamento trascendente o inmanente― lo que habilitaría una concepción estática, y tendencialmente autoritaria, de la unidad política.

Se ha demostrado, en cambio, que Hobbes provee una teoría de la causalidad y una definición de la voluntad (en las que juega un función determinante su clasificación de nombres concretos y abstractos) que ubican al sujeto individual o colectivo en una posición retrospectiva con respecto a sus acciones. De modo tal que su filosofía política se inclina a pensar constantemente la complejidad interna y fluida de cualquier acción o nominación. De hecho, la distancia insalvable entre el mundo y la imaginación con la que se racionalizan sus fenómenos impide, según Hobbes, soslayar que la figura del soberano evoca la común implicación de las voluntades de muchos en la de muchos. Se comprende, entonces, que sostenga, casi a modo de advertencia, que el soberano determina la justicia y que tal función tiene, sin embargo, como componente necesario de su causa íntegra lo que llama maneras o estilos de vida en común64. Esto significa que cada definición de lo justo se legitima aludiendo al “nosotros lo hemos hecho”. Con todo, hay que notar que de esa premisa Hobbes infiere un entramado causal que excede en su reproducción a la acción autosuficiente de quien sea nominado como el ocupante de la sede soberana. De modo que, el derecho que ampara cada definición singular de lo justo no se fundamenta ya en la referencia a una ley civil o al terror a un castigo legal, sino en procesos de identificación entre soberano y ciudadanos que evitan que se tome al castigo como motivo de indignación65.

Expuestas estas conclusiones se abre una segunda perspectiva de lectura. Emprender un análisis teórico-político de la figuración del soberano en Thomas Hobbes conlleva afrontar, también, el vínculo entre dos supuestos básicos. El primero, al que nos hemos referido a lo largo del texto, sostiene conceptualmente la imposibilidad de la imaginación política moderna europea para afirmar el carácter plural, internamente complejo, de la figuración del sujeto político. El segundo supuesto, esta vez de carácter histórico, estriba en una confirmación irrefutable de lo dicho en cuanto la lógica vertical del caput propia de la soberanía ha producido, y lo sigue haciendo, un tangible autoritarismo. Es decir, una vez aceptada la pendiente autoritaria de la figuración de un sujeto soberano, la historia, más temprano que tarde, provee ejemplos diáfanos de su operatoria. Una vez más, admitido el supuesto teórico-conceptual, pareciera imposible reconocer una modulación diversa en cualquier experiencia histórica (europea o americana) que presente caracteres similares.

A lo largo de los apartados precedentes la hipótesis de lectura sobre los textos hobbesianos ha puesto en tensión el primer elemento de dicho par de supuestos. El espacio de una conclusión no alcanza para hacer lo mismo con el segundo. No obstante, sí basta para esbozar cómo ambos producen una suerte de intervención ideológico-metodológica en la que la disposición de los conceptos oculta las especificidades de los procesos históricos y la posibilidad misma de una teoría política alternativa. O, lo que es lo mismo, para proponer ciertos prolegómenos para pensar la figuración americana de la soberanía.

En el caso del mismo Hobbes, dicha cristalización del vínculo entre soberanía y autoritarismo impide comprender cómo intervienen sus textos en la Inglaterra del siglo xvii. Ignora, por caso, que no fueron sólo los republicanos, sino también los monárquicos defensores del derecho divino de los reyes y de prerrogativas absolutas quienes fustigaron, o salieron a la caza, del Leviatán. Como señala Samuel Mintz, la reacción frente al Leviatán fue primero destruirlo y luego comprenderlo66. La indignación ante los elementos repuestos en este texto ―en especial, aquellos que permiten integrar su teoría política con una perspectiva materialista— se produce porque habilitan inscribir a Hobbes en una tradición que piensa al poder en términos democráticos67. De ahí que, por ejemplo, James Harrington ―i.e. quien introduce a Maquiavelo en el debate inglés sobre la libertad― tome la filosofía natural hobbesiana, en particular el vínculo entre la necesidad y la libertad, para fundamentar reformas que den potencia material a un gobierno popular68. Todo lo cual se oculta tras la reiteración de supuestos más propios de una tradición de lectura triunfante ―i.e. el subjetivismo cartesiano― que de los límites propios de la obra hobbesiana. Ahora bien, si se traslada el horizonte de interrogación a las prácticas políticas en América Latina, podemos observar los mismos efectos. La aplicación mecánica de la lógica del caput, tal como la presenta Duso, para el estudio, por ejemplo, de la emancipación americana en el siglo xix, conduce a una conclusión sesgada. Esto es, a que los liderazgos de personajes como Simón Bolívar aparecen restringiendo necesariamente la base de lo posible en tanto llevan a cabo en América el reflujo que la restauración monárquica (bonapartista primero y borbónica después) supuso para los principios de la Revolución Francesa. Se esconde así, no ya su legitimidad democrática, sino más bien, que el proyecto constitucional bolivariano presentado en Angostura en 1819 ―i.e. en plena guerra de independencia― se sustenta en la continuidad de la abolición de la esclavitud decretada en 181669. En efecto, se nos oculta que la distancia entre Francisco de Miranda —“Precursor de la Independencia”— y Bolívar ―quien recibe el título de Libertador― estriba, como señala Alberto Filippi, en que el segundo comprende que en América no hay liberación posible sin incluir bases populares mestizas, negras y criollas. Es decir, mientras Miranda busca alejarse de los peligrosos “principios haitianos”70, Bolívar no sólo los equipara con la experiencia espartana y romana, sino que le informa a Alexander Pétion, presidente de la República de Haití, que tras su arribo a Carúpano en 1816 ha cumplido con su palabra de decretar la liberación absoluta de todos los ciudadanos de Venezuela.

Al observar, entonces, dichos acontecimientos desde la apertura teórica propuesta por la hipótesis de lectura aquí desarrollada, se hace visible que Bolívar completa la causa íntegra del nuevo orden americano en la medida en la que su nombre (al mismo tiempo que el enemigo extranjero) se convierte en parte de la causa de un empeño común. Por ejemplo, en cuanto la figuración de la totalidad ausente de “los americanos” encuentra en su nombre la religación entre su pasado y su futuro. Religación que permite a la pluralidad de sujetos que participan de los acontecimientos concebirse retrospectivamente como ese “nosotros” que está llevando adelante la gesta emancipadora. Pero, por lo dicho, de allí no se infiere ni manipulación ni minorización; desdibujándose, en correlato, la figura de un ocupante omnipotente de la sede soberana. Desde esta perspectiva aparece, en cambio, que la declinación autoritaria o democrática de un proceso histórico no depende de la función ontológica que cumple la figuración del sujeto colectivo, sino de las relaciones concretas que cada circunstancia histórica actúa. De nuevo, no es la materialización de la autoridad en el nombre “Bolívar” lo que abre o cierra la base de lo posible, sino la pluralidad de fuerzas que actúan o resisten, por ejemplo, la abolición de la esclavitud (entre otras grandes cuestiones de la nación americana), que encuentra en la voz del personaje histórico el momento liminar, pero no único ni definitivo, del pasaje a la acción. Volviendo sobre el ejemplo del caballo, cabría decir que problematizar el concepto hobbesiano de soberanía, ubicando sus alternativas, contribuye luego, una vez arrojados al análisis de los procesos políticos en América Latina, a pensar cómo los afectos de las “masas brutas”

―empleando la imagen propuesta por Francisco de Bilbao en América en peligro (1862)―, al igual que las plumas del ejemplo hobbesiano, empujan hacia la emancipación tanto como la voluntad colectiva figurada en la voz de sus libertadores.

En síntesis, complejizar qué se entiende por soberano a través de la reposición de las implicaciones que opera la ontología materialista del mismo Hobbes no resuelve todos los problemas que tal concepto porta consigo. No obstante, desbloquea una crítica a la modernidad sin descartar un paradigma, como el de la soberanía, tan caro para la figuración americana del hacerse en común.

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Notas

2. Un primer avance de esta lectura se encuentra en Diego Fernández Peychaux, “Multitud”, en Figuras del discurso: exclusión, filosofía y política, ed. Armando Villegas Contreras (Cuernavaca: Bonilla Artigas, 2017), 253-78.
3. Giuseppe Duso, La representación política: génesis y crisis de un concepto (Buenos Aires: Universidad Nacional de General San Martín, 2016).
4. Bartomeu Forteza, “Introducción”, en El cuerpo: primera sección de los elementos de filosofía (Valencia: Pre-textos, 2010), 7-152; Samantha Frost, Lessons from a Materialist Thinker: Hobbesian Reflections on Ethics and Politics (Stanford: Stanford University Press, 2008); Jürgen Overhoff, Hobbes’s Theory of the Will: Ideological Reasons and Historical Circumstances (Boston: Rowman & Littlefield, 2000).
5. Duso, La representación política, 248.
6. Thomas Hobbes, Leviatán: la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, trad. Carlos Mellizo (Madrid: Alianza Editorial, 1999), 40.6. Para facilitar la identificación de los pasajes referenciados de Leviatán, se identifica el número de capítulo y el número de párrafo según la edición de Molesworth de 1839. En este caso, “40.6” corresponde al párrafo sexto del capítulo 40.
7. Thomas Hobbes, “On Man”, en Man and Citizen: De Homine and De Cive, ed. Bernard Gert, trad. Charles T. Wood, T.S.K. Scott-Craig, y Bernard Gert (Hackett Publishing, 1972), 2.10.2.
8. Duso, La representación política, 250.
9. Duso, 243.
10. Duso, La representación política, 251.
11. Duso, 249.
12. James R. Martel, Subverting the Leviathan: Reading Thomas Hobbes as a Radical Democrat
13. Thomas Hobbes, El cuerpo: Primera sección de los elementos de filosofía, trad. Bartomeu Forteza (Valencia: Editorial Pre-Textos, 2010), 1.1.8.
14. Al respecto, ver Arrigo Pacchi, “Some Guidelines into Hobbes’s Theology”, Hobbes Studies 2, n.o 1 (1 de enero de 1989): 87-103, https://doi.org/10.1163/187502589X00078; Samuel I. Mintz, The Hunting of Leviathan: Seventeenth-Century Reactions to the Materialism and Moral Philosophy of Thomas Hobbes (Cambridge: Cambridge University Press, 1962), 45-46.
15. Pierre-François Moreau, Hobbes: filosofía, ciencia, religión, trad. Pedro Lomba Falcón (Madrid: Escolar y Mayo, 2012).
16. Arrigo Pacchi, Scritti hobbesiani (1978-1990), ed. Agostino Lupoli, 7ma. (Milano: Franco Angeli, 2007), 61; Yves C. Zarka, Filosofía y política en la época moderna, trad. Alejandro García Mayo (Madrid: Escolar y Mayo, 2008), 17-38.
17. Emilia Giancotti, “La funzione dell’idea di Dio nel sistema naturale e politico di Hobbes”, en Thomas Hobbes, le ragioni del moderno tra teologia e politica, ed. Gianfranco Borelli (Napoli: Morano, 1990), 15-33.
18. Además del texto de Duso que venimos comentando, ver: Giorgio Agamben, Stasis: la guerra civile come paradigma politico : Homo sacer, II, 2 (Torino: Bollati Boringhieri, 2015); Martel, Subverting the Leviathan: Reading Thomas Hobbes as a Radical Democrat.
19. Hobbes, “On Man”, 2.10.5.
20. Hobbes, El cuerpo, 2.8.3-5; 1.3.3.
21. Hobbes, Leviatán, 34.4. (New York: Columbia University Press, 2013), 84-94.
22. Hobbes, El cuerpo, 1.6.2.
23. Hobbes, Leviatán, 20.18.
24. Hobbes, 3.12.
25. Gottfried Wilhelm Leibniz, “Preface to an Edition of Nizolius”, en Philosophical Papers and Letters, ed. Leroy Earl Loemker, (Springer Netherlands, 1989), vol. 2, 128.
26. Duso, La representación política, 239
27. Ver Diego Fernández Peychaux, “Castigar y hostilizar. Corolarios del derecho al castigo en Leviatán de Thomas Hobbes.”, Anacronismo e irrupción 5, n.o 9 (17 de febrero de 2016): 54-78.
28. Duso, La representación política, 240.
29. Duso, La representación política, 266.
30. Duso, 194-5, 255.
31. Duso, 265-6732 Alberto Filippi, Instituciones e ideologías en la independencia hispanoamericana (Buenos Aires: Alianza, 1988).
32. Alberto Filippi, Instituciones e ideologías en la independencia hispanoamericana (Buenos Aires: Alianza, 1988).
33. Ernesto Laclau, On Populist Reason (Verso, 2005), 130.
34. Para una reposición crítica de este debate en torno al populismo, ver Pablo Pizzorno, “Populismo y revolución pasiva. Sobre “los usos de Gramsci” en América Latina.”, Las Torres de Lucca, Revista Internacional de Filosofía Política 6, n.° 11 (2017): 97-130.
35. Thomas Hobbes, Elementos de derecho natural y político, trad. Dalmacio Negro Pavón (Madrid: Alianza, 1979), 2.12.7-8.
36. Hobbes, Leviatán, 17.13.
37. Hobbes, 17.5, 17.13.
38. Hobbes, 6.50.
39. Thomas Hobbes, “Of Liberty and Necessity […]”, en The English Works of Thomas Hobbes of Malmesbury, ed. William Molesworth, vol. 4 (London: J. Bohn, 1840), 247.
40. Ver Hobbes, El cuerpo, 2.9.1-3, 2.10.2-3.
41. Hobbes, “On Man”, 1.13.1.
42. Daniel Eggers, “Liberty and Contractual Obligation in Hobbes”, Hobbes Studies 22, n.o 1 (2009): 70–103.
43. Thomas Hobbes, Tratado sobre el ciudadano, trad. Joaquín Rodríguez Feo, (Madrid: UNED Varia, 2008), 3.12, 6.13. Ver también Thomas Hobbes, “A Dialogue between a Philosopher & a Student of the Common Laws of England”, en The English Works of Thomas Hobbes of Malmesbury, vol. VI (London: J. Bohn, 1840), 88.
44. Hobbes, Leviatán, 45.13.
45. Hobbes, 11.2.
46. Zarka, Filosofía y política en la época moderna, 118. Las cursivas no están en el original.
47. Hobbes, Elementos de derecho natural y político, 1.19.10.
48. Hobbes, Leviatán, 14.2; ver también 14.8; 21.10; 27.26.
49. Zarka, Filosofía y política en la época moderna, 121.
50. Duso, La representación política, 252.
51 “We ourselves make the principles ―that is, the causes of justice (namely laws and covenants)―whereby it is known what justice and equity, and their opposites injustice and inequity, are”. Hobbes,“On Man”, 10.5.
52. Hobbes, Leviatán, 5.3.
53. Thomas Hobbes, “Six Lessons to the Professors of the Mathematics”, en The English Works of Thomas Hobbes of Malmesbury, ed. William Molesworth, vol. 7 (London: J. Bohn, 1845), 183–84
54. Martel, Subverting the Leviathan: Reading Thomas Hobbes as a Radical Democrat, 169 y ss.
55. Samantha Frost, “El miedo y la ilusión de la autonomía”, trad. Juan A. Fernández Manzano y Gustavo Castel de Lucas, Las Torres de Lucca. Revista Internacional de Filosofía Política 5, n.o 9 (20 de diciembre de 2016): 175-200.
56. Mikko Jakonen, Multitude in Motion : Re-Readings on the Political Philosophy of Thomas Hobbes (Jyväskylä: University of Jyväskylä, 2013), 88 y ss.
57. Para un análisis de esta función recursiva en Hobbes, ver Frost, “El miedo y la ilusión de la autonomía”.
58. Hobbes, Leviatán, 3.7.
59. Hobbes, 45.2.
60. Zarka, Filosofía y política en la época moderna, 59.
61. Zarka, 38.
62. René Descartes, The Philosophical Writings of Descartes, trad. John Cottingham, Robert Stoothoff y Dugald Murdoch, vol. 2 (Cambridge: Cambridge University Press, 1984), 122–23.
63. Cecilia Abdo Ferez, Crimen y sí mismo. La conformación del individuo en la temprana modernidad occidental (Buenos Aires: Gorla, 2013), 225.
64. Hobbes, Leviatán, 11.1-2.
65. Hobbes, 11.9, 30.4, 30.16, 30.23. Al respecto ver Diego Fernández Peychaux, “Juego de cartas la lucha por el poder en Leviatán y Behemoth de Thomas Hobbes”, Revista Argentina de Ciencia Política, 2018, en prensa.
66. Mintz, The Hunting of Leviathan, 45.
67. Ver, además de otras obras ya citadas, los trabajos de Richard Tuck, “Hobbes and Democracy”, en Rethinking The Foundations of Modern Political Thought, (Cambridge University Press, 2007), 171-90; Philip Pettit, Made with Words: Hobbes on Language, Mind, and Politics (Princeton University Press, 2009); Ingrid Creppell, “The democratic element in Hobbes’s “Behemoth””, en Hobbes’s Behemoth. Religion and democracy, (Exeter: Exeter Imprint Academic, 2009), 241-68; Jakonen, Multitude in Motion; James R. Martel, “The Radical Promise of Thomas Hobbes: The Road not Taken in Liberal Theory”, Theory & Event 4, n.o 2 (2000), https://0-muse.jhu.edu.cisne.sim.ucm. es/journals/theory_and_event/v004/4.2martel.html.
68. James Harrington, Oceana and Other Works of James Harrington, ed. John Toland, 3ra. (London: Millar, 1747), 257-59, 303.
69. Al respecto, ver Simón Bolívar et. al., Doctrina del libertador (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1976), 105.
70. Los proyectos constitucionales de Francisco de Miranda de 1790 y 1808 mantienen el etnocentrismo como principio estabilizador de sus deseos de “libertad e independencia”. Ver Alberto Filippi, Constituciones, dictaduras y democracias: los derechos y su configuración política (Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Infojus, 2015), 144-56

Notas de autor

1 (dfernandezpeychaux@gmail.com). Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid con una tesis sobre John Locke y Thomas Hobbes. Docentre de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de José C. Paz. Es investigador adjunto del CONICET y del Instituto de Investigaciones “Gino Germani” de la UBA. Ha publicado La resistencia, formas de la libertad en John Locke (Buenos Aires, Prometeo, 2015). Coautor con Blanca Rodríguez López de la edición crítica del Ensayo sobre la tolerancia y otros textos inéditos en castellano de John Locke (Madrid, Biblioteca Nueva, 2011), y con Hugo E. Biagini de El neuroliberalismo y la ética del más fuerte (editado en Buenos Aires, Heredia, Costa Rica, y Nova Petropolis, Brasil).
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