John Locke: La razonabilidad del cristianismo. Estudio introductorio de Leopoldo José Prieto López. Traducción y anotación crítica de Leonardo Rodríguez Duplá y Leopoldo José Prieto López. Madrid: Tecnos, 2017, CXXXII + 235 pp
John Locke: La razonabilidad del cristianismo. Estudio introductorio de Leopoldo José Prieto López. Traducción y anotación crítica de Leonardo Rodríguez Duplá y Leopoldo José Prieto López. Madrid: Tecnos, 2017, CXXXII + 235 pp
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 20, núm. 39, pp. 581-586, 2018
Universidad de Sevilla
Una nueva edición en castellano de una obra de John Locke (1632- 1704), La razonabilidad del cristianismo tal como es presentado en las Escrituras, sirve no solo para confirmar en el primer plano del pensamiento a un autor cuya influencia hasta nuestros días es innegable, sino también para advertir la amplitud de sus preocupaciones y el atractivo interés con el que se desenvolvió al ocuparse de las mismas. Aunque para muchos comentadores del pensamiento del filósofo inglés, su mayor mérito –a veces, algunos incluso parece que acaben convirtiéndolo en su mayor defecto–, era haber dado origen y fundamento al liberalismo, hubo un tiempo en el que sus aportaciones más reconocidas fueron las que tenían que ver con el empirismo, el contractualismo, la tolerancia o la educación. No obstante, en los últimos treinta o cuarenta años, una profunda discusión sobre el papel del pensamiento lockeano a la hora de legitimar el colonialismo y el imperialismo británicos, ha puesto de relieve las múltiples caras de un pensador cuya trayectoria intelectual se consideraba casi definitivamente establecida. Estas cuestiones, a pesar de sus numerosas lecturas de textos y crónicas de viajes, de las referencias a América y los indios en sus escritos, a sus casi permanentes ocupaciones relacionadas con las colonias y el comercio trasatlántico, apenas habían sido objeto de atención con anterioridad y, sin embargo, se han revelado decisivas a la hora de valorar su influjo en el mundo que le tocó vivir y en el inmediatamente posterior. Ahora, de la mano de la traducción y notas críticas de Leonardo Rodríguez Duplá y Leopoldo José Prieto López, y con una amplia e informada introducción de este último, que tiene en su haber varios artículos sobre la obra del filósofo inglés, sale a la luz en castellano este texto, que echa luz sobre las preocupaciones religiosas y teológicas del autor, presentes, por otra parte y no en pequeña escala, en muchos otros de sus escritos.
Se contribuye de esta forma a completar otra faceta del pensamiento de este clásico, que también se ha visto revitalizada en los últimos años. La recuperación de la materia empieza por la del propio texto; esta edición se basa en la edición crítica de La razonabilidad realizada por John C. Higgins-Biddle (Oxford. Clarendon Press, 1999), que sigue el ejemplar de Harvard, esto es, el texto de la primera edición de La razonabilidad (1695) acompañado de las modificaciones y añadidos que Locke dejó preparados, incluso encuadernados, pero que no llegó a publicar. Con anterioridad, la obra ya fue objeto de una edición en castellano con el título de La racionalidad del cristianismo (Madrid. Ediciones Paulinas, 1977, introducción de Leandro González Puertas e introducción de Cirilo Flórez Miguel). A su editor actual le parece que el título original lockeano, The Reasonableness of Christianity, queda mejor reflejado hablando de razonabilidad y no de racionalidad, pues lo que Locke quiere expresar es “la conformidad de la revelación con la razón, en el sentido de que, aunque algunas de sus enseñanzas sean superiores a la razón, ninguna le es contraria” (LV). Con estas premisas, la obra de Locke, que no es la primera en hablar de razonabilidad en materias teológicas, se sitúa en el punto de partida de lo que será el deísmo de los principales pensadores ilustrados, a los que influye, aunque mantenga una posición sobre la relación entre fe y razón que todavía no puede considerarse deísta puesto que acepta la existencia de proposiciones que están por encima de la razón. De esta forma, La razonabilidad no solo no mantiene sino que quiere desmentir lo que será un presupuesto de la mayor parte de los pensadores del Siglo de las Luces: que la razón no necesita de la religión. Para confirmarlo, bastaría pensar en la importancia que concede Locke a los milagros (192), verdadera piedra de toque del valor de la racionalidad en el siglo XVIII
Esta concepción sitúa al filósofo británico en un lugar intermedio entre una religión que se siente superior a la razón y la quiere tener a su servicio y una religión que se concibe exclusivamente dentro de los límites de la mera razón hasta confundirse con ella. A la vez, Locke está alejándose de un calvinismo cuyo rigor resulta excesivo y adhiriéndose a muchas de las ideas de los teólogos liberales arminianos, con las que se había familiarizado durante su estancia en Holanda, y de los latitudinarios británicos, que eran partidarios de reducir al mínimo los dogmas religiosos a los que debían adherirse los puritanos. A la explicación de las características de ambos movimientos y su influencia sobre La razonabilidad del cristianismo dedica acertadas páginas Leopoldo Prieto. Estas simpatías convierten a Locke en un filósofo mediador entre un pasado que agoniza y del que se aleja el pensamiento moderno, y un futuro que todavía no tiene la fuerza suficiente para imponerse, pero que rechaza cada vez más límites y controles que no sean los de la propia conciencia. Como consecuencia de ello, facilitará el tránsito de una fe que aprisiona la totalidad de la vida del individuo a una creencia que deja a su libre desempeño la vida civil de los sujetos. Por otra parte, en la época de Locke hacía ya más de siglo y medio que la religión cristiana se había escindido en diversas iglesias y sectas, y la monarquía británica se veía obligada a gobernar sobre súbditos de múltiples creencias, lo que dificultaba la búsqueda del bien común. Solo una propuesta que separara todo lo tajantemente que fuera posible los asuntos civiles de los eclesiásticos, pero garantizará a la vez el libre ejercicio de estos sin interferir en los primeros, podía estar en condiciones de ser aceptada por las elites gobernantes de uno y otro signo. Locke todavía no puede suscribir en voz alta la afirmación de Montesquieu de que el comercio une a los pueblos y evita o al menos limita las guerras, pero al sentar las bases de la tradición liberal convirtiendo la búsqueda de ese bien común en un ejercicio de protección de las propiedades de cada uno (vida, libertad y posesiones materiales), Locke estaba garantizando que el estado se situara por encima de los enfrentamientos entre iglesias cuya actividad, no obstante, debía proteger.
Esta situación refleja la compleja encrucijada personal en la que se movió el pensador británico, que siempre prestó atención al papel de la religión en un mundo como el suyo, que parecía haber dejado atrás los peores momentos de las luchas en nombre de Dios, pero que todavía no había consolidado en grado suficiente que la fe no se puede imponer por la fuerza. Su aportación a la causa de la tolerancia religiosa, a la que dedicó su Ensayo sobre la tolerancia y las varias versiones de la Carta sobre la tolerancia, se considera fundamental, por más que –de nuevo su papel a la par intermedio y mediador- no le corresponda una defensa plena de la misma, pues es sabido que en su argumentación dejaba fuera a los católicos, por considerarles una especie de posibles quintacolumnistas al servicio del gobierno de los pontífices, y a los ateos, cuya falta de compromiso con la divinidad invalidaba –a su juicio– sus promesas, pactos y juramentos frente al resto de la sociedad. Si la actitud de Locke hacia los católicos, a los que también critica –en la mejor tradición protestante– la doctrina de la transustanciación (78), cuestiona la validez última de su tolerancia, la que mantiene hacia los ateos parece además estar en contradicción con el individualismo de su teoría política, pues convierte esa misma tolerancia en un principio que afecta más a las iglesias y grupos religiosos, donde se inscribían la práctica totalidad de los creyentes en su época, que a las personas que vivían su ateísmo individualmente. Otra vez hay que sospechar que tras esta idea de la libertad religiosa se situaba la situación política de Gran Bretaña y sus teorías sobre el alcance del poder del monarca y el modo de ejercerlo en busca del bien común, que siempre tuvieron prioridad entre sus preocupaciones. Lo cierto es que, a pesar de ejercer una influencia mayor que la de ningún otro escritor de su época, la teoría de la tolerancia de Locke hubiera ganado considerablemente si su autor hubiera sido capaz de saltar por encima de las circunstancias concretas de su país y de los prejuicios contra los católicos y ateos que otros teóricos de su tiempo habían dejado atrás. Estas limitaciones en la concepción de la tolerancia de Locke no impiden reconocer que en casi todas sus obras se muestra, desde diversos puntos de vista, una permanente reflexión sobre algún aspecto de la religión, las ideas que origina, las conductas que inspira, las dificultades de interpretación que provoca y los problemas de convivencia que genera. Alguno de estos asuntos aparece siempre entre los contenidos de las obras más relevantes de Locke, y a su tratamiento mezclado con otros temas hay que añadir otros muchos escritos que se ocupan exclusivamente de teología o religión. Aunque su autor haya pasado a la historia del pensamiento como uno de los principales artífices de la autonomía del pensamiento, su búsqueda de respuestas a cuestiones tales como la validez de las Escrituras, el alcance de la fe, su relación con la razón, el ateísmo, la idolatría, la superstición, los milagros, etc., permiten dejar bien sentado que la religión no fue nunca un asunto secundario en sus reflexiones. Esto no quita para que parezca excesivo calificar a Locke de “teólogo protestante” (XII). Le aleja de esa identificación su presencia en un mundo donde la especialización, como demuestra la diversidad de sus obras y sus actividades como médico, secretario, funcionario, docente, etc., todavía no se había adueñado de las mejores mentes, pero también su interés y dedicación a tantas otras empresas, sin que ninguna de ellas acabara de apropiarse enteramente de sus desvelos. Probablemente, la preocupación personal por las cuestiones de fe se juntaba en la mente de Locke con la trascendencia social de la religión hasta convertirse en un objeto imposible de eludir para quien mostraba claro interés por sentar las bases individuales y políticas de su sociedad. Lo delicado de estos asuntos, por otra parte, le llevó en numerosas ocasiones a manifestarse sobre ellos solo en privado o de forma anónima, como fue el caso de la edición de La razonabilidad del cristianismo, su aportación más completa y de mayor interés entre las que se ocupan exclusivamente de lo religioso.
Al no poder ocuparse de la presencia de la religión en todas las obras lockeanas, el introductor de este texto opta por mostrar el contenido teológico que está presente en los Ensayos sobre la ley natural, el Ensayo sobre el entendimiento humano, la Conducta del entendimiento y la Carta sobre la tolerancia. Cabría añadir que también son fundamentales estos asuntos en los Dos ensayos sobre el gobierno civil. No hay que olvidar, a este respecto, que La razonabilidad comienza con la caída de Adán y las diferencias entre la situación de perfección en la que se encontraba y la que deben afrontar en lo sucesivo tanto él como sus descendientes; este mismo momento es el punto de partida del primer Ensayo, donde la mezcla de hermenéutica de los textos sagrados y política es decisiva para desmantelar la construcción legitimadora del absolutismo regio del Patriarca de Robert Filmer. Por otra parte, tanto en el primero como en el segundo Ensayo, se suscita una cuestión que también aparece en La razonabilidad y que Leopoldo Prieto no duda en abordar en su introducción (CXIX-CXXII) solo para esta obra: la influencia de Hobbes. Locke, tal vez por temor a la fama que le precedía, siempre quiso mantener alejado de sus escritos el nombre de su antecesor, pero una y otra vez algunas de sus ideas y varias de las cuestiones que trata en los Dos ensayos y en La razonabilidad remiten de una u otra forma a su pensamiento. Varios siglos de discusiones no han hecho posible establecer una respuesta indiscutible a las evidentes semejanzas, pero es difícil rechazar que la dependencia temática sea una cuestión de casualidad.
Lo importante, en cualquier caso, es que el introductor pone en relación las principales obras de Locke que se han citado con La razonabilidad del cristianismo, lo que permite apreciar cómo en esta se presenta, en una fecha tardía de la vida de Locke, lo que pudiera ser considerado una síntesis de las cuestiones más importantes sobre la religión que el filósofo fue tratando durante toda su vida.
La razonabilidad del cristianismo otorga a los Evangelios y a los Hechos de los Apóstoles el contenido esencial de la revelación, a la vez que quiere reducir las verdades fundamentales para los cristianos a su expresión mínima: Jesús es el Mesías (24). La primera idea aleja a su autor del deísmo mientras que la segunda le sitúa en la línea de reducir a lo indispensable la religión para evitar enfrentamientos y discusiones estériles. Si todos los creyentes son capaces de ponerse de acuerdo en torno a la validez de esos contenidos mínimos, el resto de los dogmas pasan a ser específicos de cada iglesia y pierde su razón de ser la lucha por imponerlos al resto. Hacer de la Biblia la fuente de la revelación y reducir su mensaje esencial a su más sencillo principio, a la vez que pone las bases de la convivencia entre fieles, permite a Locke rechazar formulaciones mucho más sutiles del cristianismo; tal y como lo enuncia, estas escolásticas no son solo católicas pero coinciden por igual sea cual sea su signo en alejar el mensaje divino de la mayoría de los creyentes, para depositarlo en manos de unas minorías que pretenden administrarlo como si fuera suyo y no de la totalidad de los cristianos. Asumiendo una tesis que le debería haber dado más que pensar, Locke concibe el Evangelio como el mensaje de Cristo a los pobres, luego debe ofrecerse de manera simple y comprensible para ellos. La sencillez de los mensajes evangélicos es, por otra parte, la vía más segura para que los obedezcan y practiquen (213) todos aquellos que tienen dificultades para conocer un sistema elaborado de moral. La religión como sistema ético para la sujeción de los no letrados, al que apelarán hombres como Voltaire, también tiene aquí un antecedente.
Con estas ideas, Locke se acerca al empeño que casi dos siglos antes asumió un pensador como Erasmo, cuya persona y escritos siempre fueron bien recibidos en Gran Bretaña. El acceso a la Escritura por parte de todos los fieles, la interiorización del mensaje cristiano, la crítica de las formas suntuosas e ininteligibles de culto, el rechazo de ritos y ceremonias convertidos en formas de comportamiento supersticiosas, la importancia del libre obrar del creyente y la reducción del número de dogmas al mínimo (pero no a uno solo como propone Locke) fueron sus propuestas para conseguir una fe auténtica y la paz entre cristianos, aunque le separaría del inglés, como le alejó de los protestantes de su tiempo, la aceptación de la tradición como fuente válida de interpretación del mensaje cristiano.
Locke, por otra parte, se aleja también de la teología protestante al reivindicar, junto con el valor fundamental de la fe, la no menor trascendencia de las obras. Incluso hay que mantener la superior importancia concedida a estas sobre la fe cuando Locke afirma (20): “si no hubiera ley de las obras, no podría haber ley de la fe. Pues no podría haber necesidad de una fe que pudiera serles computada a los hombres por justicia, si no hubiera una ley que fuera la norma y medida de la justicia, la cual no fue obedecida por los hombres”. Desde su perspectiva, en una línea que parece alejarlo más de Calvino y aproximarlo más a la concepción católica de la gracia, la justicia y caridad son instrumentos irrenunciables para la salvación de los cristianos. Locke, comprometido con el sentido ético de las Escrituras, rechazaba así la interpretación luterana y calvinista más tradicional, que introducía el fantasma de la arbitrariedad al mantener que la salvación depende exclusivamente de la libre decisión divina. Dios provee con su gracia a aquellos que obran de acuerdo con la ley moral, actuando la fe como el suplemento a su obediencia imperfecta e insuficiente. La gracia no se otorga en el vacío, sino que requiere de la voluntad y de las acciones bondadosas del sujeto.
Debo cerrar estas líneas añadiendo sobre este libro que merece ser leído por todos aquellos interesados en la filosofía moderna y en la filosofía de la religión, que, junto con la introducción que sitúa La razonabilidad en su tiempo y conecta el libro con el resto de la obra lockeana a la vez que explica sus contenidos, los editores han añadido a las notas de Locke y las del ejemplar de Harvard, una serie de notas propias que contribuyen a que la lectura del texto sea más accesible. No son excesivas, de manera que ahoguen la iniciativa del lector para interpretar lo leído, ni tan pocas como para echarlas de menos, aunque en todos los casos se agradece su oportunidad.