LAS IDEAS. SU POLÍTICA Y SU HISTORIA
Carta de Foción a los prudentes ciudadanos de Nueva York[1]
A Letter from Phocion to the Considerate Citizens of New York
Carta de Foción a los prudentes ciudadanos de Nueva York[1]
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 21, núm. 42, pp. 11-22, 2019
Universidad de Sevilla
1-27 de enero de 1784[2]
Mientras algunos espíritus exaltados y ofensivos no sólo emplean cualquier ardid personal a su alcance para manipular las pasiones de la gente, sino que además convierten a la prensa pública en transmisora de las doctrinas más inflamatorias y perniciosas, buscando subvertir la seguridad personal y la libertad verdadera, sería deplorable que aquellos que entienden y valoran los verdaderos intereses de la comunidad permanecieran como espectadores silenciosos. Sin embargo, es bien sabido que los empeñados en hacer daño son más activos en la persecución de su objetivo que quienes buscan hacer el bien. Por ello, vemos que actualmente se realizan grandes esfuerzos por violar la Constitución de este estado,[3] pisotear los derechos individuales y cuestionar o infringir las obligaciones más solemnes del tratado, mientras hombres imparciales y rectos apenas reparan en los medios para contrarrestar esos peligrosos intentos. De ahí que por puro sentido del deber se sometan al buen juicio del pueblo las siguientes observaciones, escritas por alguien que tiene más predisposición a atenderlas que ocasión de hacerlo, y cuya participación en los esfuerzos comunes de esta revolución ha sido demasiado profunda como para estar dispuesto a ver sus frutos destrozados por la violencia de hombres temerarios o sin principios, sin al menos manifestarse en contra de sus planes.
Esos a los que me refiero fingen apelar al espíritu liberal[4*] mientras se esfuerzan por poner en marcha las más violentas y oscuras pasiones de la mente humana. El espíritu liberal es generoso, compasivo, caritativo y justo, mientras que estas personas inculcan venganza, crueldad, persecución y perfidia. El espíritu liberal aprecia la libertad legal, considera sagrados los derechos de cada individuo, no condena ni castiga a ningún hombre sin un juicio ordinario o sin la certeza de que el delito fue declarado como tal por leyes preexistentes, e igualmente reprueba que se castigue al ciudadano tanto mediante actos arbitrarios de la asamblea legislativa como mediante acuerdos ilícitos de individuos sin autoridad; en cambio, tales personas defienden la expulsión de un gran número de conciudadanos sin ser escuchados o juzgados, o en su defecto que se les prive de sus derechos civiles sin el juicio de sus iguales, todo ello a pesar de la Constitución y en contra de la ley del país.
El artículo 13º de la Constitución declara que “ningún miembro de este estado quedará privado o desaforado de ninguno de los derechos o privilegios sagrados para los súbditos de este estado y otorgados por la Constitución, salvo por la ley del país o el juicio de sus pares”. Si investigamos qué se entiende por ley del país, los mejores comentaristas nos dirán que significa el debido proceso legal, es decir, imputación o acusación por parte de hombres buenos y justos, y el juicio y la condena consiguientes.
Es cierto que en Inglaterra, en ocasiones extraordinarias, el parlamento ha castigado la alta traición con la muerte civil, pero muchos de los más entendidos defensores de la libertad civil han condenado esta práctica, y comúnmente se ha ejercido con gran cautela sobre individuos concretos, nunca en contra de categorías generales de personas. La postura de nuestra Constitución sobre esta práctica se puede deducir del artículo 41º, que establece que la privación de derechos civiles está prohibida en todos los casos excepto para los crímenes cometidos durante la última guerra.
Si no existiera un tratado, la cámara legislativa podría haber acusado a individuos particulares de alta traición por los crímenes cometidos durante la guerra, pero con independencia del tratado no podría ni puede, sin incurrir en tiranía, privar de derechos o castigar a clases enteras de ciudadanos según descripciones generales, sin juicio o condena por delitos conocidos por leyes previamente establecidas que tipifican el delito y prescriben la pena.
Se trata de un precepto de justicia natural y un principio fundamental de la ley y la libertad.
Nada es más común para un pueblo libre, en tiempos de agitación y violencia, que satisfacer pasiones momentáneas introduciendo en el gobierno principios y precedentes que luego resultan ser fatales para ellos mismos. De este tipo es el principio de inhabilitación, privación de derechos civiles y destierro mediante leyes parlamentarias. Las peligrosas consecuencias de este poder son evidentes. Si la asamblea legislativa pudiera privar de derechos a cualquier número de ciudadanos a voluntad y siguiendo descripciones generales, pronto podrá concentrar todos los votos en un pequeño número de partisanos y establecer una aristocracia o una oligarquía. Si pudiera desterrar a discreción a todos aquellos cuyas circunstancias personales vuelven odiosos, sin audiencia ni juicio, entonces nadie podría estar a salvo ni saber cuándo puede convertirse en la inocente víctima de la facción dominante en el momento. Asociar la palabra libertad a tal gobierno sería un insulto al sentido común.
Después de la revolución, los liberales (whigs) ingleses, a consecuencia de un desmesurado temor hacia el papismo y el Pretendiente, votaron incrementar la duración de los parlamentos de tres a siete años. Desde entonces están intentando deshacer esa medida en vano y ahora se lamentan al ver los efectos de su sinsentido en el excesivo poder de la nueva familia[5]. De entre nosotros, algunos liberales temerarios, movidos por el rencor hacia aquellos que se unieron al bando opuesto (y muchos también por motivos aún peores), no dudarían en corromper los principios de nuestro gobierno y sentar precedentes para futuras vulneraciones de los derechos de la comunidad.
Que la gente se cuide de tales consejeros. Por mucho que unos pocos intrigantes logren prosperar y promover sus intereses privados con tales tácticas, será irremediablemente el pueblo en general el que salga perdiendo cada vez que se permitan desviarse de las reglas de la justicia general e imparcial, o de los verdaderos principios de la libertad universal.
Esos hombres no solo se saltan los límites de la Constitución sin remordimientos, sino que también nos aconsejan convertirnos en el desprecio de las naciones al violar los solemnes compromisos de los Estados Unidos. Se esfuerzan por moldear el tratado con Gran Bretaña a su antojo, de modo que pueda significar cualquier cosa o no significar nada, a tenor de sus necesidades. Nos dicen que todos los artículos establecidos con respecto a los lealistas (tories) son meramente recomendaciones dadas por el Congreso, y que los estados pueden cumplir o no, según les plazca.
Pero que cualquier hombre sensato y honesto lea el tratado y lo verá por sí mismo. El artículo 5º es en realidad de carácter recomendatorio, pero el artículo 6º es todo lo positivo que la redacción lo permite: “No se realizarán confiscaciones futuras, ni se iniciarán acciones judiciales contra ninguna persona o personas por mor de la parte que él o ellos hayan tomado en la guerra actual, y ninguna persona sufrirá, por ello, ninguna pérdida o daño futuro, ya sea en su persona, su libertad o su propiedad”.
En cuanto a la restauración de los bienes confiscados, que es el tema del artículo 5º, los estados pueden restaurar o no lo que consideren apropiado, porque el Congreso sólo se encarga de recomendar, pero en el artículo 6º no se dice nada de recomendar.
Las citas se toman a partir de los debates en el Parlamento para demostrar que el conjunto se entiende como una recomendación, pero las expresiones en esas citas se refieren completamente a aquellas personas que han sido proscritas y sus propiedades confiscadas; nada tienen que ver con aquellos a los que se refiere el artículo 6º, o con quienes podrían ser objeto de futuros juicios o sanciones. Y a esto se puede agregar que pensándolo bien es absurdo e inadmisible combatir el lenguaje claro y auténtico del solemne tratado con trozos sueltos de debates publicados en periódicos.
El sólido y verdadero mensaje de los dos artículos tomados de forma conjunta, es este: que donde la propiedad de cualquier persona, distinta de las que se levantaron en armas contra los Estados Unidos, hubiera sido confiscada y esa misma persona proscrita, el Congreso sólo recomienda la restauración de bienes inmuebles, derechos y propiedades; y con respecto a los que se levantaron en armas, recomienda que se les otorgue permiso para permanecer un año en el país con el fin de solicitar una restauración similar. Pero con respecto a todos aquellos que no se encontraban en esa situación y que aún no habían sido objeto de confiscación y destierro, obliga a que permanezcan absolutamente protegidas de cualquier daño futuro a su persona, libertad, o propiedades.
Decir que tal exención de todo daño positivo no implica el derecho a vivir entre nosotros en calidad de ciudadanos es un lamentable sofisma, pues es como decir que desterrar una persona de su país, y privarle de sus vínculos y recursos -uno de los mayores castigos que puede sufrir un hombre- no es castigarle en absoluto.
El significado de la palabra libertad ha sido cuestionado. Su verdadero sentido debe ser el disfrute de los privilegios comunes como individuos bajo el mismo gobierno. ¡No existe ningún punto intermedio justo entre dicho sentido y el de una mera exención del encarcelamiento individual! Si ese último sentido fuera adoptado, lo estipulado carecería de valor, y privar a quienes están sometidos de la protección del gobierno equivaldría a una confiscación y un destierro virtuales, porque no contarían con el beneficio de las leyes contra sus agresores.
Que se diga que pueden recibir protección sin disfrutar plenamente de los privilegios como ciudadanos, debiera ser o una cuestión de derecho por medio de un tratado o un acto de gracia del gobierno. En este último caso, el gobierno podría rechazarlo, por lo que se presentaría el inconveniente evidente de que el tratado quedaría virtualmente anulado. Si es una cuestión de derecho, entonces se deduce que la palabra libertad significa algo más que una mera exención del encarcelamiento, y entonces, ¿dónde ha de trazarse la línea, no una línea caprichosa y arbitraria, sino una garantizada por un sentido racional y legal?
Decir que al defender la causa de Gran Bretaña se convirtieron en extranjeros, y que el tratado permite otorgarles la misma protección a la que tienen derecho los extranjeros, es admitir que los sujetos pueden según les convenga renunciar a su lealtad al estado del que son miembros y abrazar una jurisdicción extranjera, lo cual es un principio contrario a derecho y subversivo para el gobierno. Pero incluso eso incumpliría el tratado, porque los extranjeros no pueden poseer bienes inmuebles bajo nuestro gobierno, y sus bienes inmuebles pasarían a ser propiedad del estado, lo cual a todos los efectos sería una confiscación de la propiedad. Pero esto no es todo, pues ¿cómo ha de atestiguarse que esas personas a las que se pretende despojar de su ciudadanía han sido culpables de adherirse al enemigo, lo cual legalmente se considera delito? El mero hecho de permanecer en los territorios bajo poder del conquistador no implica tal cosa, sino que por el contrario debe ser acreditado según las leyes y las prácticas de las naciones civilizadas. Así, para declararlos culpables, primero deben ser juzgados y condenados, lo cual el propio tratado lo prohíbe. Tales son los problemas que plantea el recurrir a una interpretación taimada y ambigua en lugar de una clara y sencilla, la cual nos indica que los artículos del tratado equivalen a una amnistía y a una ley del olvido.
Existe un simple y concluyente punto de vista bajo el que este asunto puede situarse. Ningún ciudadano puede ser privado de ningún derecho para el que está titulado en calidad de ciudadano, salvo como castigo por algún delito. Ha quedado claro que el procedimiento ordinario y constitucional para determinar si se ha cometido delito es el proceso legal: juicio y condena. Esto, ex vi termini[6] supone un enjuiciamiento. Ahora bien, según el tratado no puede haber enjuiciamiento futuro por actos realizados con motivo de la guerra. ¿Podemos entonces llevar a cabo mediante acto legislativo lo que el tratado nos impide hacer mediante el procedimiento legal ordinario? Eso sería hacer como el general romano que, tras haber prometido a Antíoco la devolución de la mitad de sus embarcaciones, hizo que fueran partidos en dos antes de entregárselas. O como los habitantes de Platea, que tras prometer a los tebanos la devolución de sus prisioneros primero los mataron para devolverlos muertos.
Tales falsos subterfugios se consideran más odiosos que una violación abierta y declarada del tratado, y con razón.
Estos manipuladores de la lógica, una vez derrotados en la cuestión del significado del tratado, se ven obligados a atacar el derecho que tiene el Congreso a establecer tal articulado, y acusan de insolencia a Gran Bretaña por intentar establecer términos para nuestros propios ciudadanos. Pero aquí, como en todas partes, solo consiguen poner de relieve su opacidad e ignorancia. ¿Acaso la ley de la confederación no otorga el derecho exclusivo para declarar la guerra y la paz al Congreso de los Estados Unidos? ¿No tiene el Congreso la potestad exclusiva para establecer tratados con naciones extranjeras? ¿No se encuentran estos entre los primeros derechos de soberanía? Y la delegación de esos mismos derechos de soberanía a la confederación general, ¿no comprende la soberanía de cada estado en particular? Una doctrina diferente, ¿no implicaría la contradicción del imperium in imperio? ¿Qué límites razonables se le deben asignar a estas prerrogativas de la unión, si no los de la seguridad general y los fundamentos de la Constitución? ¿Puede afirmarse que un tratado para detener la puesta en marcha de ciertos actos legislativos positivos en el futuro, y que de hecho no tiene otro efecto que el de un perdón para delitos pasados cometidos contra esos mismos actos, es un ataque a los fundamentos de las constituciones de los estados? ¿Puede negarse que, considerada en su conjunto, la paz lograda ha redundado claramente en pro del bien general, y ha sido incluso favorable para los verdaderos intereses de este país más allá de las expectativas más optimistas? Y si esto no puede negarse -y nadie que conozca el valor de lo obtenido por el tratado o las necesidades de los estados durante la negociación de la paz puede negarlo- resulta evidente que el Congreso y sus representantes actuaron sabiamente al lograr el tratado, e igualmente resulta evidente que los estados están obligados a cumplir el tratado y observarlo escrupulosamente.
El uti possiedetis -cada parte ha de mantener lo que ya posee- es el punto desde el cual las naciones comienzan a elaborar un tratado de paz. Si una parte renuncia a una porción de sus adquisiciones, la otra parte ha de entregar un equivalente en algún otro modo. ¿Cuál es el equivalente dado a Gran Bretaña a cambio de las importantes concesiones que ha hecho? Gran Bretaña ha renunciado a la capital de este estado y a sus amplios territorios adyacentes, va a renunciar a nuestros puestos fronterizos, de inmenso valor, y entregarnos una vasta extensión del territorio occidental, que incluye la mitad de los Grandes Lagos, a través de los cuales controlaremos casi todo el comercio de pieles; igualmente renuncia a sus reivindicaciones de navegación por el río Mississippi y nos concede una participación en los mercados de pescado, incluso en mejores condiciones de las que antes disfrutábamos. Puesto que, por derecho de guerra, se encontraba en posesión de todo ello, cualesquiera que fueran nuestras pretensiones originales, según las leyes de las naciones se consideran concesiones por su parte. ¿Y qué damos nosotros a cambio? Estipulamos que aquellos de nuestros ciudadanos que los apoyaron no sufrirán daños futuros. ¡Qué insignificante en comparación con lo que hemos ganado! Un hombre sensato hasta se avergonzaría de compararlos. Un hombre honesto que no estuviera cegado por la pasión se sonrojaría antes que cuestionar la obligación de cumplir con lo estipulado por nuestra parte.
A los que dicen que Gran Bretaña solo nos ha devuelto lo que nos quitó injustamente y que, por lo tanto, no estamos obligados a compensarles, se les puede responder de varias formas. Primero, que el hecho no es cierto, ya que nos había cedido una gran parte del país sobre la que ni siquiera teníamos reivindicaciones plausibles. En segundo lugar, que aun si el motivo de la objeción frente a cualquier compromiso nuestro pudiera haber sido válido para prevenir nuestra promesa de algo equivalente, la objeción en sí llega demasiado tarde una vez que ya nos hemos comprometido. En tercer lugar, que en cuanto a los efectos externos de la guerra, el Derecho voluntario de las naciones no conoce distinción alguna entre la justicia o la injusticia de la disputa, pero en el tratado de paz sitúa a las partes firmantes en pie de igualdad, lo cual es consecuencia necesaria de la independencia de las naciones, porque como no reconocen a un juez común, si al concluir la paz ambas partes no se encuentran en el mismo plano de derecho, nunca podría llegarse a un arreglo de las diferencias o al fin de la guerra. Este es un principio establecido.
Examinemos el pretexto sobre el que discute. El Congreso, dicen nuestros malabaristas políticos, no tiene derecho a entrometerse en nuestra política interna, si bien ellos mismos no sabrían explicar lo que quieren decir con la expresión. La verdad es que no tiene un significado definido, porque es imposible que el Congreso haga nada que no afecte directa o indirectamente a la política interna de cada estado. Cuando para otorgar a los ciudadanos de estos estados privilegios comerciales con países extranjeros establecen aquí una reciprocidad de derechos, ¿no afecta inmediatamente a la política interna de los estados esa concesión de derechos estatales a sujetos extranjeros? Y si esto no fuera así, ¿no sería inútil la potestad del Congreso para hacer tratados comerciales? En resumen, si el Congreso no pudiera hacer nada que afectara a nuestra política interna, en el sentido general en que se ha entendido, ¿no quedarían anuladas todas las potestades de la confederación y disuelta la unión?
También afirman que nunca se ha conocido tal cosa como garantizar la indemnidad de los rebeldes en un tratado de paz; sin embargo, la historia prueba que es una estipulación hecha a menudo. Citemos dos ejemplos: el tratado de Münster, que puso fin a las hostilidades entre España y las Provincias Unidas después de la rebelión de esas provincias[7], y el tratado celebrado en 1738 entre el Imperio, Francia, España, Polonia y otras potencias, llamado la Paz Cristiana[8]. La guerra que precedió a este tratado fue una de las más complicadas en las que se había visto envuelta Europa. El conflicto incluía la sucesión monárquica española y el derecho al trono de Polonia, una vez que Estanislao se vio obligado a abdicar de la corona. Diferentes partes de las naciones implicadas tomaron bandos opuestos, y muchos de los príncipes alemanes habían luchado contra el Imperio al que debían obediencia. El tratado de paz no solo estipula, recíprocamente, indemnidad para los súbditos de las respectivas potencias, sino también la restitución de sus bienes y cargos. El Emperador, quien firmó en nombre del Imperio, tiene poderes mucho menos extensos como cabeza del Imperio que el Congreso como representante de los Estados Unidos.
Pero incluso concedamos que el Congreso no tenía derecho a incorporar ese punto. ¿Es que acaso la justicia y la prudencia no exigen encarecidamente a los distintos estados que lo cumplan? Hemos disfrutado en parte de los beneficios del tratado y, por tanto, los habitantes de este estado estamos ahora de nuevo en posesión de nuestra capital, lo cual en conciencia nos obliga a cumplir lo que debe ser cumplido por nuestra parte. Pero además hay un motivo que quizás tenga más fuerza con aquellos que parecen estar por encima de cualquier estricta obligación, y es que los británicos todavía controlan nuestros puestos fronterizos, que podrían seguir controlando a pesar nuestro, y también podrían básicamente excluirnos de los mercados de pescado si se sienten inclinados a ello. La ruptura de un tratado por nuestra parte les dará un motivo justo para romperlo por la suya. El tratado ha de permanecer como tal o romperse en su totalidad. La violación intencional de un solo artículo anula el conjunto.
La Constitución designa al Congreso para administrar nuestros asuntos extranjeros. Las naciones con las que establece acuerdos suponen que el Congreso entiende cuáles son sus potestades y que no se excederá en las mismas. Pero si en cualquier caso ocurriera en algún momento, y nosotros considerásemos apropiado renunciar a cumplir lo acordado, a ninguna nación valdría como disculpa que el Congreso se excediera en su autoridad. Una parte no puede ser obligada a menos que la obligación sea recíproca.
Supongamos entonces que Gran Bretaña se ve inducida a rechazar un mayor cumplimiento del tratado como consecuencia de nuestro incumplimiento. ¿En qué situación estaríamos? ¿Podemos retomar la guerra para obligar a un cumplimiento que, nosotros sabemos, y todo el mundo sabe, que está fuera de nuestro alcance? Quienes nos han ayudado hasta ahora, ¿estarán de nuestro lado? Sus asuntos necesitan de la paz tanto como los nuestros, y no se considerarán obligados a emprender una guerra injusta para que recuperemos derechos que hemos perdido por una frivolidad infantil y un desprecio gratuito hacia la confianza pública.
En tal caso estaríamos sacrificando intereses importantes a los arrebatos egoístas y vengativos de unos pocos. Por no hablar de la pérdida de territorio, del deterioro de todo el comercio de la unión a consecuencia de los impedimentos sufridos en los mercados de pescado, además de las pérdidas anuales en el comercio de pieles que sufriría este estado por más de 50.000 libras esterlinas.
Pero dejando de lado los inconvenientes posibles, ya hay un mal seguro que acompaña a nuestra intemperancia: una pérdida de prestigio en Europa. Nuestros delegados escriben que hasta ahora nuestra conducta a este respecto nos ha causado un daño infinito, exponiéndonos como un pueblo desprovisto de gobierno en cuyos compromisos claramente no se puede confiar.
Quienes están a la cabeza del partido que aboga por la inhabilitación y la expulsión intentaron convencer a muchos apelando a supuestos beneficios de índole privada. Al comerciante le dicen: “te verás superado por el enorme capital de los comerciantes lealistas”. Al artesano: “tu negocio será menos rentable y tu salario menos alto por culpa de los trabajadores lealistas”. Sin embargo, cualquiera, incluso el menos familiarizado con el comercio, se reirá ante tales observaciones. Él sabe que el comerciante o mercader se beneficia del monto agregado de capital o recursos, que lo que a él mismo le falta de capital debe compensarlo en crédito; que, a menos que unos posean grandes capitales, este crédito no se puede obtener, y que si el capital general del estado disminuye, el comercio disminuirá, y sus propias perspectivas de ganancias igualmente disminuirán.
Por otra parte, los siguientes argumentos, bien entendidos, valdrían para el artesano: “Ya hay suficiente empleo para todos los trabajadores de la ciudad y los salarios son lo suficientemente altos. Si aun así pudieras incrementarlos expulsando a los que se quedaron en la ciudad y a quienes consideras rivales, el exagerado coste de los salarios tendría dos efectos: atraería otros a establecerse aquí, no solo de otras partes de este estado, sino de los estados vecinos. Las clases sociales de la comunidad que fueran a emplearte recurrirían a cualquier estratagema antes que pagar los altos precios que exiges: el hombre llevará sus desgastadas ropas durante mucho más tiempo antes de comprarse un traje nuevo, comprará zapatos importados a buen precio en lugar de los que se fabrican aquí a tan alto coste; el propietario de una casa aplazará las reparaciones el mayor tiempo posible y solo realizará las absolutamente necesarias, sin atender a realizar mejoras sofisticadas, y lo mismo ocurrirá en otros sectores. Estas circunstancias redundarán en menos empleos para ti, y en muy poco tiempo tus salarios volverán al nivel de ahora, e incluso caerán por debajo. Pero esto no es todo. No solo se te exigirá que expulses a tus artesanos rivales, sino también a los comerciantes ricos y a cualquiera al que llamen lealista para complacer a tus líderes, quienes tratarán de convencerte de que son peligrosos para tu libertad, aunque en realidad solo lo sean para sus propios asuntos. Por todo ello, ahuyentarás a aquellos que precisamente tienen los medios para convertirse en grandes empresarios. En concreto, los carpinteros y albañiles deberán contentarse con arreglar casas ya construidas y construir pequeñas cabañas en los solares vacíos, en lugar de gozar de empleos rentables y duraderos levantando grandes y refinados edificios”.
Existe una cierta proporción o nivel en todas las ramas de la industria, y es absurdo pensar en elevar cualquiera de ellas y mantenerlas por encima de su tamaño natural, ya que, al intentar hacerlo, la economía de la máquina política se ve perturbada y, hasta que las cosas vuelven a su estado adecuado, la sociedad en general sufre. Como tal, lo único que debe preocupar al artesano trabajador es que haya gran cantidad de dinero en la comunidad y un comercio vigoroso que lo haga circular y estar en movimiento. Cualquier intento de lucrarse mediante el monopolio o la violencia es tan erróneo como criminal.
Pero algunos dicen que será peligroso para nuestras libertades tolerar la presencia entre nosotros de esos desafectos hombres pudientes, que al ser enemigos del gobierno siempre tratarán de socavarlo y restablecer el yugo de Gran Bretaña. La confianza más segura de cualquier gobierno reside en los intereses de los hombres. Este es un principio de la naturaleza humana, sobre el cual debe basarse toda especulación política que pretenda ser honesta. Haga que aquellos ciudadanos que durante la revolución se opusieron a nosotros tengan interés en ser amigos del nuevo gobierno, ofreciéndoles no solo protección sino participación en sus privilegios, y sin duda se convertirán en sus amigos. El miedo de que vuelva el dominio de Gran Bretaña es quimérico. Si alguna forma hay de lograrlo, las medidas propuestas por aquellos contra cuya conducta están dirigidas estas observaciones conducen directamente a ello, dado que un gobierno caótico o violento puede disgustar a los mejores ciudadanos y hacer que el pueblo se canse de la independencia.
El abochornado y exhausto estado de Gran Bretaña y el sistema político de Europa hacen imposible la restauración del dominio británico. Sus ex partidarios deben convencerse de ello y dar su causa como perdida. Nunca estarán lo suficientemente locos como para arriesgar su fortuna por segunda vez en el intento desesperado de restaurar la autoridad británica, ni tampoco tendrán ningún interés en hacerlo si se les permite ser felices bajo el gobierno de la sociedad en que viven. Para que tal intento fuera factible, si es que estuvieran dispuestos a llevarlo a cabo, tendrían que controlar no solo el gobierno de este estado sino también el de los Estados Unidos. Suponer que esto es posible es suponer que la mayor parte de la población, propiedades y capacidades de los Estados Unidos han sido y son contrarios a la revolución, pero el éxito de la misma es prueba suficiente de que no ha sido el caso, además de que cualquier persona mínimamente informada sabe quiénes son los que se han opuesto. La suposición misma demuestra lo absurdo que sería expulsar a un pequeño número de personas de la ciudad, apenas una proporción insignificante del conjunto, ya que sin disminuir su influencia sí aumentaría su disposición a crear problemas. La política que habría que seguir en este caso es evidente: apelar a sus intereses más que a sus miedos.
Nada es más ridículo que la idea de expulsar a unos pocos de esta ciudad y los alrededores, cuando hay otros tantos en diferentes partes de este y otros estados, que necesariamente deben participar en nuestros gobiernos y que nunca deben esperar ser objetos de animadversión o exclusión. Satisfacer la enemistad y los prejuicios contra unos pocos sólo hace reforzar la enemistad y los prejuicios de muchos contra el estado.
La idea de permitir que los lealistas vivan inhabilitados entre nosotros es igualmente perversa y absurda, pues implica mantener a un conjunto considerable de ciudadanos en perpetua enemistad con el gobierno y siempre listos para aprovechar un momento de tumulto y lanzar todo su peso en esa balanza que determina los cambios, tanto favorables como desfavorables, en la libertad pública.
Visto el asunto desde todas las perspectivas posibles, es evidente que el interés de la comunidad dicta moderación en lugar de violencia. Que la honestidad sigue siendo la mejor política y que la justicia y la moderación son los apoyos más seguros de cualquier gobierno, son máximas que, si bien parecen triviales, son verdaderas en todo momento, y aunque rara vez sean tenidas en cuenta, casi nunca pueden descuidarse impunemente. Si los habitantes de los Estados Unidos preguntaran al unísono, “¿Qué debemos hacer para perpetuar nuestras libertades y asegurar nuestra felicidad?”, la respuesta sería “gobernar bien”, y entonces no habría nada que temer, ya fuera por desafección interna u hostilidad externa. No abuses del poder que ostentas y nunca temerás su disminución o pérdida. Pero si lo usas de manera indiscriminada, si ofreces otro ejemplo de que el despotismo puede corromper al gobierno de la mayoría tanto como el de unos pocos, entonces al igual que todos los que han actuado de la misma manera, comprobarás que el libertinaje es la antesala de la esclavitud.
Qué sabia fue la política de Augusto, que después de conquistar a sus enemigos, cuando le trajeron los papeles de Bruto, donde aparecían los nombres de los implicados, inmediatamente ordenó que los quemaran. No quiso ni saber quiénes eran sus enemigos, con tal de que dejaran de odiarle al no tener nada que temer.
Qué loable fue el ejemplo de Isabel[9], que tras ser trasladada de la prisión al trono, se arrodilló y agradeció al Cielo por haber sido liberada de sus sangrientos perseguidores, y acto seguido desechó todo resentimiento. Este acto de piadosa gratitud, dice el historiador, parece haber sido el último momento en que rememoró las heridas y penurias del pasado. Con una prudencia y una magnanimidad verdaderamente loables, enterró todas las ofensas en el olvido y recibió con amabilidad incluso a aquellos que con mayor furia habían actuado en su contra. Hizo aún más, y mantuvo en sus consejos a muchos del partido contrario.
Los reinados de estos dos soberanos se encuentran entre los más ilustres de la historia. Su moderación otorgó una estabilidad a sus gobiernos mayor que la que habrían obtenido de otro modo. Ese fue el secreto en la unión de todas las partes.
Estos consideraciones se entregan con la franqueza de la integridad consciente por alguien que siente la necesidad del bien de la comunidad que profesan los fanáticos cuyas opiniones él combate; por alguien que no busca, como ellos, ni honor ni emolumentos patrios; por alguien que, aunque ha tenido en el curso de la Revolución una reservada participación en los consejos públicos, civiles y militares, y ha defendido la causa común de peligros al menos con la misma frecuencia que cualquiera de los que ahora se proclaman guardianes de la libertad pública, no pide otro reconocimiento a sus compatriotas que ser escuchado sin prejuicios en aras de su propio interés.
Foción.
PD.: Aunque el escritor espera que las observaciones de esta carta encuentren aprobación entre los hombres honestos y discretos, cree necesario disculparse por las prisas y los errores. Quizás también se hayan empleado expresiones de excesiva aspereza contra quienes lideran las iniciativas aquí combatidas, y la indignación expresada contra la tendencia perniciosa de tales medidas no haya tenido en cuenta suficientemente lo que, en algunos casos, es un celo honesto, si bien equivocado. Aunque el escritor tiene una nefasta opinión acerca de los motivos de muchos de ellos, igualmente cree que algunos sí actúan por principios.
Notas