LAS IDEAS. SU POLÍTICA Y SU HISTORIA
Descontentos y “cisnes negros”: las elecciones en Uruguay en 2019
Discontents and “Black Swans”: Elections in Uruguay in 2019
Descontentos y “cisnes negros”: las elecciones en Uruguay en 2019
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 21, núm. 42, pp. 277-311, 2019
Universidad de Sevilla
Recepción: 06 Julio 2019
Aprobación: 24 Agosto 2019
Resumen: En la actual campaña electoral uruguaya de 2019, se perfila un cuadro de descontentos generalizados que desborda claramente los estándares tradicionales de la política del país. Muchos de estos descontentos se articulan con diversos factores que los autores han venido destacando en trabajos anteriores, como señales de una mutación gradual pero efectiva de la política uruguaya. En continuidad con ese abordaje de investigación, en el artículo se indagará acerca de las posibilidades efectivas de que esta mutación política adquiera proporciones realmente significativas en las actuales circunstancias, con la posibilidad de confirmación de “cisnes negros” que parecen atisbarse en la campaña electoral en curso. Para ello, luego de algunos discernimientos teóricos y metodológicos, se trabajará el itinerario de distintos indicadores de opinión pública a nivel nacional durante el período 1995-2017, vinculados con el objeto de estudio planteado. A partir de esos insumos, se realizarán algunas breves consideraciones de proyección analítica.
Palabras clave: Elecciones, Uruguay, Descontentos, Opinión Pública, Mutación.
Abstract: In 2019, during the current Uruguayan electoral campaign, public opinion shows widespread and atypical discontent. Citizens’ discontent exceeds the traditional standards of high political support in this county, and it is related to several factors that have been pointed out by the authors in previous studies, as signs of a gradual but effective mutation of Uruguayan politics. In this vein, the article inquiries about the prospects that those transformations acquires truly significant proportions, given the unusual emergence of “Black Swans” in the current electoral contest. The article begins discussing some theoretical and methodological arguments, then presents the evolution of the main public opinion trends during 1995-2017 period. Finally, it presents some brief considerations of analytical projections.
Keywords: Elections, Uruguay, Discontent, Public Opinion, Mutation.
1. El asunto
Los autores de este texto vienen sosteniendo desde hace tiempo que “la democracia uruguaya está mutando, en sus tiempos y con sus pautas singulares,” en una correspondencia lenta pero firme con otros procesos que se dan de modo más acelerado e incierto en América Latina. (Caetano-Selios 2016: 237) ¿Pero a qué puede llamarse una mutación? Refiere básicamente a un proceso de cambio, de transformación de aspectos de un proceso u objeto específico. El concepto de mutación se inscribe en un proceso de reflexión y de análisis de la política que se viene desarrollando desde hace algunos años y por diferentes autores. Es que como ha venido ocurriendo desde hace mucho, la Democracia de manera persistente se ha debido apoyar en otras palabras y conceptos (desde adjetivos o categorías nuevas), para complementar su definición o para y habilitar un enfoque de análisis diferente. En esa perspectiva, diferentes autores han usado y usan adjetivaciones para señalar los aspectos más salientes. Así mientras que para unos es “continua” (Schnaper, que luego es continuada en la actualidad por Cheresky en estas latitudes), para otros es “poselectoral”, de “auto representación” y afianzada en una nueva cultura política “impolítica” (Rosanvallon).
Intentemos analizar brevemente algunos de estos cambios (mutaciones) señalados por estos diversos autores. Dice Rosanvallon que en A. Latina crece la auto representación, (Rosanvallon 2007) mientras que Manin señala que en realidad lo que crecen son las formas de participación no institucionalizadas; (Manin 2015) complementando esta visión, Urdinatti afirma que “los ciudadanos ya no presionan a sus representantes en nombre de la democracia, sino que buscan tener a las instituciones bajo los reflectores, es decir, bajo la mirada pública que de alguna manera quiere vigilar lo que acontece”. (Urbinati 2013) Y todo esto es posible porque hay un cambio profundo en la idea de la representación entendida como fue planteada durante buena parte de la historia política de la democracia, a la que precisamente llamamos “representativa”. Pero además se afirma que
“El sistema de partidos se ha debilitado o ha desaparecido, como resultado de la desarticulación de las organizaciones históricas y de la emergencia de movimientos políticos inorgánicos, como es frecuentemente el caso en América Latina; o aun con persistencia de partidos históricos mutantes a la par de la emergencia de nuevos ecologistas, extrema derecha, regionalistas; constituyéndose escenarios de fragmentación, como en varios países europeos, tanto en las elecciones como en la actividad parlamentaria. De modo que en vísperas de las elecciones aparecen otros actores con nuevas etiquetas y una centralidad creciente de los liderazgos personales. Incluso los actores institucionales y los líderes se posicionan de un modo diferente”. (Cheresky 2015)
Podemos sintetizar que muchas de las mutaciones señaladas por diferentes autores se asientan en tres niveles diferentes pero complementarios: el rol de los partidos políticos y los liderazgos que de ellos se derivan, la emergencia de formas de participación no tradicionales en el espacio público y las transformaciones del rol del Estado.
Siguiendo esta serie de mutaciones señaladas para América Latina y en referencia específica al caso uruguayo, los autores de este texto hemos afirmado además que las mismas se encuentran asentadas en un malestar social extendido por el que viene transitando la sociedad uruguaya en los últimos tiempos, en consonancia con muchos procesos similares que ocurren en la región y en el mundo, en tanto rasgo de época.
Se trata de un malestar específico, de carácter netamente ciudadano. Los actuales gobernantes se quejan de que la evolución de los indicadores económicos y sociales de los últimos quince años de gobierno del Frente Amplio no justifica esa sensación ambiente de los uruguayos. (Caetano 2017) Sin embargo, como lo indican estas sociedades enojadas del siglo XXI, los descontentos ciudadanos no siempre responden a situaciones críticas o adversas; con frecuencia emergen de la desmemoria y de expectativas desmesuradas, también del desgaste del ejercicio del gobierno o de claudicaciones de otro tipo. Y ese malestar ciudadano, cuando se instala, afecta a todos los escenarios que conforman nuestra Polis. Sin embargo, resulta particularmente relevante el malestar hacia la política cuando este se da en una sociedad tan institucionalista como la uruguaya, en un escenario de bastante normalidad en comparación con sus vecinos, con una centralidad tradicional de lo público y en especial de los partidos como agentes mediadores del conflicto social. En los actuales contextos, esos tradicionales “amortiguadores” (Real de Azúa 1984) de la política uruguaya parecen convertirse en las principales víctimas de ese malestar.
El malestar puede ser entendido a partir de cambios graduales en la cultura política que sustenta la praxis de nuestras instituciones y que su vez es conformada por ella. En el actual proceso electoral 2019-2020 parecen confluir varios fenómenos novedosos que exacerban estos perfiles y que podrían traducirse en auténticos “cisnes negros” en la política uruguaya: protagonistas y procesos raros, de fuertes efectos disruptivos, difíciles de predecir. Este tipo de fenómenos han sido muy excepcionales en la historia política uruguaya. ¿Qué fenómenos novedosos de ese porte están ocurriendo en el actual proceso electoral? Citemos algunos de entre los más destacados: la participación de un precandidato presidencial completamente outsider, el empresario Juan Sartori, en la interna de uno de los partidos históricos del país como es el P. Nacional; [4] el ingreso meteórico a la política electoral de quien ocupara hasta marzo del presente año la comandancia en jefe del ejército, Guido Manini Ríos, cesado luego por el gobierno de Tabaré Vázquez e investido casi inmediatamente como precandidato presidencial por un partido de perfil militar denominado “Cabildo Abierto”; [5] la postulación presidencial del empresario Edgardo Novick, que fuera candidato a la Intendencia de Montevideo en 2015, en acuerdo con los partidos Colorado y Nacional bajo el lema “Partido de la Concertación”, que constituyó luego un nuevo “Partido de la Gente” de fuertes perfiles populistas de derecha; [6] entre otros de similar tenor.
Contribuyen a estimular la percepción sobre la posibilidad de cambios más profundos en la política uruguaya otros fenómenos y procesos, tal vez menos imprevistos y extraños pero de fuerte impacto, que sin configurar “cisnes negros” parecen ayudarlos a emerger con fuerza: la casi certeza de que ni el Frente Amplio actualmente gobernante ni la suma de blancos y colorados obtendrán mayorías legislativas en los comicios de octubre, con lo que ambos bloques se verán muy probablemente forzados a buscar acuerdos con partidos menores, dentro de una franja que se muestra tan dispersa como diversa desde el punto de vista ideológico; [7] la renovación total de la grilla de candidatos dentro del Frente Amplio, a partir de la imposibilidad constitucional de reelección de Vázquez y del desistimiento de José Mujica y Danilo Astori; el inesperado retorno a la política electoral competitiva como precandidato presidencial de Julio María Sanguinetti, de 83 años y dos veces presidente de la República, quien hacía una década se había retirado formalmente de la política partidaria activa; entre otros.
Como se verá en el artículo, este cuadro muy novedoso para los estándares tradicionales de la política uruguaya tiende a coincidir con un marco de descontentos generalizados, muchos de los cuales se focalizan contra el actual gobierno frenteamplista, aunque otros refieren claves más genéricas y diversas de distanciamiento con la política, sus instituciones y actores. Muchos de estos descontentos, cuya desagregación teórica y metodológica se abordará a continuación, sintonizan y en algunos casos se articulan con aquellos factores que hemos venido destacando en trabajos anteriores como señales de una mutación gradual pero efectiva de la política uruguaya. En continuidad con ese abordaje de investigación y de cara a estos perfiles “exóticos” que para la media de la política uruguaya tradicional presenta el actual proceso electoral en el país, en el texto que sigue se indagará acerca de las posibilidades efectivas de que la mutación política uruguaya adquiera proporciones realmente significativas en las actuales circunstancias, así como que pueda darse la eventualidad de que se confirmen algunos de esos “cisnes negros” cuya oportunidad parece atisbarse -al menos como hipótesis- en la campaña electoral en curso. Para ello, luego de algunos discernimientos indispensables en los planos teórico y metodológico, se trabajará el itinerario de distintos indicadores de opinión pública a nivel nacional durante el período 1995-2017. A partir de esos insumos, se realizarán algunas breves consideraciones de proyección analítica a propósito del objeto de estudio propuesto.
2. Descontento, desafección, cinismo, desconfianza y otras yerbas
Resulta visible que en el mundo entero se encuentran cada vez más ciudadanos desconformes, desilusionados, cínicos, apáticos, desconfiados de la política. Muchos de ellos incurren en algunos casos en actitudes extremistas e intolerantes, con rechazo a lo político y a sus protagonistas, perfilando a menudo una creciente desvalorización de la democracia. Esta coyuntura se traduce en ciudadanos que ni apoyan ni se sienten parte de la organización política en la que viven (Aarts et al 2014). Para varios analistas, estas actitudes son en parte producto de una cultura globalizada, hiperindividualista, mediada por redes sociales invasivas, cuyos algoritmos refuerzan las opiniones primarias de las personas e impiden llegar a registrar siquiera opiniones discordantes (Calvo 2015, Cruz et al 2017), mucho menos a tolerarlas. Las características de esa sociedad global y líquida, junto a las propias fallas de los sistemas políticos, como la incapacidad de colmar expectativas o la profusión de actos de corrupción, entre otros, han provocado una escalada de abstencionismo electoral, amplio apoyo a partidos antisistema, reestructuración de los viejos sistemas de partidos y a la aparición de líderes populistas-autoritarios.
Debe recordarse que la preocupación de la academia por las actitudes democráticas de los ciudadanos ha estado presente desde el inicio de la disciplina (Almond y Verba 1963, Easton 1965, Rosenberg 1954, entre otros). Este último se preocupó por estudiar la apatía política, Easton por entender el rol de retroalimentación imprescindible para la sustentabilidad del sistema político, mientras que Almond y Verba pusieron el foco en el conjunto de actitudes que hacían a la cultura política cívica, normativamente adecuada al sistema democrático norteamericano, y por lo tanto, siempre desde su perspectiva de análisis, al del mundo occidental en su conjunto.
Durante los años setenta y en un clima enrarecido por el repudio que entre la juventud norteamericana generaban procesos como la guerra de Vietnam, los escándalos políticos como el caso Watergate del Presidente Nixon, las reinvindicaciones por derechos civiles de los afroamericanos, las dictaduras de la Seguridad Nacional y el terrorismo de Estado respaldados en forma directa por los EEUU, se produjeron cambios en las actitudes políticas, por lo que toda una nueva literatura disciplinar avanzó sobre el estudio de cambios actitudinales hacia la democracia (Di Palma 1970, Easton 1975, Citrin et al 1975 , Nie y Andersen 1974)
Por los años ochenta, Europa debió enfrentar procesos de recesión económica que, en forma inesperada, luego de las décadas “doradas” del Estado de Bienestar y de la economía social de mercado, hacían retornar la exclusión, el desempleo y el hambre, fantasmas que se creían distantes en el viejo continente luego de la posguerra. En ese contexto, los ciudadanos europeos comenzaron también a tener actitudes refractarias hacia sus gobiernos y sus sistemas políticos. Un reciente estudio muestra cómo desde 1965 a la fecha, en Gran Bretaña el vigor de los sustentos democráticos ha venido bajando de manera alarmante (Jennings et al 2018). Hacia fines del siglo XX, la literatura retoma con preocupación este conjunto de nuevos valores “antipolíticos” y sus consecuencias. En particular, el eje principal de preocupación ha sido precisamente el descontento, sus causas y consecuencias (Dalton 1998, 2004, McAllister 1999, Miller y Listhaug 1999, Klingemann 1999, Montero, Gunter y Torcal 1996, 1997), entre otros.
En la tercera ola de democratización en América Latina, el estudio de las transiciones jerarquizaba entre sus preocupaciones la capacidad que los nuevos regímenes demostrarían para generar legitimidad y apoyo político de sus ciudadanos, hecho crucial para proyectar la estabilidad de las incipientes democracias (Linz 1978, Linz y Stepan 1996). En esta perspectiva y con preocupaciones similares, otros estudios también se centraron en las nuevas democracias post soviéticas (Mishler y Rose 1999; Pharr y Putnam 2000, entre otros). Debido a la falta de datos de opinión pública durante las transiciones en América Latina, los trabajos sobre descontento y desafección aparecieron recién en el presente siglo. Centrados en la legitimidad y sustentabilidad de las políticas emergentes, esos estudios han explorado la confianza institucional (Córdova y Seligson 2009, Seligson 2002), las actitudes generales hacia el sistema, su performance y las respuestas de los ciudadanos (Torcal 2006, Torcal y Montero 2006).
Más allá de las circunstancias en que se fueron elaborando las teorías y demarcando los conceptos, el problema del descontento ciudadano ha sido problematizado por muchas décadas (Thomassen 2015), casi siempre con el mismo común denominador: la preocupación por la forma en que este malestar pone en jaque la legitimidad y la representación, el desafío que interpone al mismo ideal de la democracia representativa. El apoyo ciudadano[8] es fundamental para que la legitimidad racional-legal (Weber 1993) impere sobre otras, lo que hace que el ciudadano apoye y se sienta parte de la democracia en la que vive. Ese “sentirse parte” implica que se sienta bien representado, ya que el sistema exige que los gobernantes se orienten por las preferencias de los representados, que “sigan los preceptos del pueblo” (Dahl 1993), no para actuar como ellos, con mandatos estrictos y rígidos, sino para velar de manera eficaz y transparente por sus intereses (Pitkin 1985, Manin, Przeworski y Stokes 1999).
Los problemas de descontento, desafección, cinismo, desconfianza y alienación pueden erosionar la idea misma de la democracia liberal basada en la representación. Por cierto que los ciudadanos pueden estar descontentos por muchas razones (Maldonado 2013:120), desde la desilusión con los actores como por su rechazo a las políticas que se llevan a cabo, sobre todo ante crisis económicas (McAllister 1999) Pero también puede ser producto de un conjunto de actitudes más permanentes, ya sea por la cultura política trasmitida en sus etapas de socialización (Inglerhart 1997, Inglerhart y Welzer 2006), o como consecuencia de repetidas desilusiones sobre las instituciones y actores (Holmberg 1999). Todas estas circunstancias generan a la larga que se pierda la “cadena de representación” (Powell 2005), bajo la que se sustenta la democracia.
Las consecuencias de todas estas actitudes pueden ser muy diferentes, según la definición conceptual que se adopte del descontento y de sus circunstancias. Por ejemplo, Moisés (2011) ha señalado que en las viejas democracias las consecuencias del descontento produjeron la aparición de nuevas formas de participación, mientras que en las nuevas democracias, Brasil en particular, esto ha generado alejamiento de la política, abstencionismo, alienación. Dalton (2004), por su parte, ha señalado la necesidad del estudio del peso de estas problemáticas en las “nuevas” democracias. Definitivamente, estos rápidos cambios que se operan y la escasa literatura que existe sobre el tema en América Latina ameritan mayor investigación.
En particular, la literatura sobre descontento ciudadano es realmente escasa en el Uruguay. Sólo cuatro trabajos la abordan específicamente: [9]Moreira 2000, que problematiza a los demócratas descontentos a través de su cultura política y sus actitudes democráticas; Canzani 1999, que muestra las tendencias del apoyo a la democracia y sus instituciones; Rossel 2002, que descubre la tipología latente en base al sustento y la confianza institucional, reafirmando el concepto de los “demócratas insatisfechos” y su vínculo con la izquierda política; y finalmente Chasquetti 2017, que hace lo propio pero combinando las actitudes hacia el gobierno, así como el apoyo, confianza y vínculo con los partidos.
En definitiva, el problema de las actitudes de descontento con la democracia y sus procesos constituye un tema que se ha venido profundizando y está vigente. Al respecto ha señalado Torcal:
“…las democracias representativas se han extendido por casi todos los países del Sur de Europa, Asia, América Latina y los países de Europa occidental, pero todas estas ‘nuevas democracias’ tienen síntomas de desafección política: falta de interés en la política, cinismo hacia la política, los políticos y las instituciones, así como un sentido de alienación respecto a la política” (2006:157).
Separando la paja del trigo: definiciones dimensiones e indicadores para el análisis del caso
Cuando se abordan los temas del descontento o la insatisfacción de la ciudadanía respecto a la democracia, sus instituciones, su performance y actores, el tema general abordado se denomina de diferentes formas, tanto debido a su uso cotidiano, como a las diversas definiciones que los estudios han utilizado para delimitar esos conceptos y medir los fenómenos consiguientes. El análisis requiere entonces algo de orden antes de continuar.
A partir de las teorías procedimentales de la democracia (Dahl 1993, Pitkin 1985), la problemática se vincula de modo fundamental a la legitimidad que ella requiere (Linz 1988). En este marco, el descontento se ve como un producto, que implica tanto resultados como juicios específicos sobre la performance de las instituciones y actores en relación a las expectativas de los ciudadanos. De hecho, Di Palma define el descontento politico[10] como “la molestia resultante de la creencia que la actuación del gobierno se queda corta respecto a los deseos o expectativas de los ciudadanos”. (1970:30) Por su parte, el descontento también se asocia a la idea de desconfianza en las instituciones y actores, la que se produce tanto por sus malos desempeños como por los actos de corrupción y otros escándalos políticos. [“Fundamentalmente, la confianza política puede ser entendida como el apoyo ciudadano a las instituciones tales como el gobierno, el parlamento, ante la incertidumbre o la vulnerabilidad a las acciones de estas instituciones”].[11] (Van Der Meer 2017:1). Finalmente, la alienación (Citrin et al 1972) hace referencia a la desafección o sea a actitudes refractarias que los individuos tienen respecto a su involucramiento político, cuya existencia resulta esencial para el sustento democrático (Almond y Verba 1963).
Tal como señala Norris (2011), es imprescindible entender cómo la legitimidad puede ser afectada por las actitudes ciudadanas, en tanto producto de los desempeños institucionales. En coincidencia con varios autores, puede sostenerse que la teoría sistémica planteada por Easton, en particular los conceptos de apoyo específico y difuso, ofrecen un marco analítico apropiado para el análisis de causas y consecuencias del descontento político. A diferencia de los enfoques que se centran en los diseños institucionales, o aquellos que se limitan a los impactos de las crisis económicas, estos otros estudios se enfocan en la cultura política trasmitida en las etapas de socialización. El marco analítico propuesto permite considerar todos estos aspectos así como los procesos cognitivos-evaluativos de los ciudadanos. De igual manera, habilita una mirada integrada del fenómeno del descontento, los comportamientos políticos, el sistema de partidos y el funcionamiento cotidiano de la democracia.
Legitimidad, descontento, desconfianza y desafección son cuatro importantes dimensiones de análisis del malestar político. A partir de ellas se seleccionaron algunos indicadores a fin de describir la actual coyuntura política uruguaya, signada por la campaña electoral en curso y sus novedades. La legitimidad se analiza a través del indicador de apoyo al sistema democrático: de existir un deterioro indicaría un grado preocupante de erosión del sistema. En cuanto el descontento se utiliza el concepto de la satisfacción con la democracia, percepción de la marcha del país y del principal problema que identifican los ciudadanos. De encontrar cambios en estas variables, se considera que puede estar justificando esa búsqueda de nuevas propuestas electorales y abriendo una puerta de cambio en el sistema de partidos. Por su parte, para la desconfianza se utilizan indicadores de confianza institucional, social e interpersonal. La desconfianza puede generar varios problemas, entre ellos atraer votantes a líderes poco democráticos o con discursos antipolíticos. Finalmente, la desafección la miramos a través de la evolución electoral y de los grados de indecisos y no voto en las series de intención de voto. En un marco de voto obligatorio como en el caso de nuestro país, la desafección se puede ver en estos niveles de indecisión o de opciones de voto en blanco o anulado.
3. La opinión pública uruguaya actual en una perspectiva nacional
En un país de escala geográfica pero sobre todo demográfica pequeña, la dimensión nacional de las tendencias de opinión pública no oculta diferencias relevantes por subregiones, pero de todos modos su consideración permite reconstruir un cuadro general apreciable en su identidad global. En esta perspectiva se registrarán los siguientes indicadores: apoyo y satisfacción con la democracia, percepción de progreso del país, cuál es el principal problema del país, confianza institucional e interpersonal, aprobación presidencial, interés en la política e intención de voto. Asimismo se contrastarán algunos datos de la situación de la ciudadanía en los últimos años. A partir de estos registros se explorará la vigencia en el actual contexto uruguayo de las categorías que se han trabajado anteriormente en relación al descontento y sus nociones conexas.
De acuerdo con lo que se registra en el cuadro anterior, en algo más de dos décadas, la legitimidad del sistema político uruguayo ha sufrido un lento pero sostenido proceso de deterioro de su legitimidad. Según las encuestas del Latinobarómetro, entre 1995 y 2017 el porcentaje de uruguayos que afirmaba que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno cayó 10 puntos, pasando de 80% en 1995 a 70% en 2017. En otras palabras, en 1995 cuatro de cada cinco uruguayos prefería la democracia mientras que en 2017, esa valoración pasó a ser compartida por dos de cada tres. Si bien es cierto que en los períodos electorales o en momentos de plebiscitos, el apoyo a la democracia sube levemente, la tendencia de larga duración es a la baja. En forma concomitante, la opción por un gobierno autoritario crece, muy lentamente pero crece, a lo largo del período de referencia. De hecho, a partir del año 2002, asociado a una de las peores crisis económicas del país, esta opción supera los dos dígitos. Dicho de otra forma, uno de cada diez uruguayos prefería en ese momento un sistema autoritario. Para el año 2017 el porcentaje llega al 13%. Si sumamos a esta opinión anti sistémica, la de aquellos a los que le da igual la forma de gobierno, tenemos que quienes no apoyan a la democracia, ya sea por convicción o desidia, pasaron de un 14% en 1995 a un 26% en 2017, o sea que estas opciones crecieron más de lo que cayó el apoyo a la democracia. Es por ello que se puede inferir de manera hipotética que ciudadanos que antes no optaban por ninguna de esas tres opiniones, se han decantado por posicionarse en lugares no democráticos.
Satisfacción con la democracia
Si se observa el grado de satisfacción con la democracia, según la misma fuente y para el mismo período, los valores en las puntas cronológicas del registro son iguales (57% satisfechos, 39% insatisfechos). Sin embargo, la satisfacción con la democracia tuvo su momento más bajo en los años de la crisis económica ya mencionada, llegando a un mínimo de 44%. Solamente en ese período es que el porcentaje de personas insatisfechas con la democracia supera al de las satisfechas (54 a 44 para 2003 y 51 a 45 para 2004). A partir de ese momento, la satisfacción con la democracia comienza un período de crecimiento que llega a un máximo de 82% para el año 2013. Luego se registran dos años de rápida caída, llegando a 51 % en 2016, mientras que la insatisfacción pasa de 13 a 46% en esos años. Para el 2017, ambos guarismos retornan a los valores de 1995, pero si se observa al interior de cada categoría aparecen diferencias importantes entre ambos extremos. Para 1995, quienes decían estar muy satisfechos configuraban el 18% y quienes estaban más bien satisfechos, el 39%. Por otra parte, los que decían estar no muy satisfechos eran el 33%, mientras que quienes se mostraban nada satisfechos apenas llegaban al 6%. Para 2017, esos cuatro valores son de 12, 45, 29 y 10% respectivamente, por lo que por el lado de la satisfacción caen aquellos muy satisfechos, mientras que por el lado de la insatisfacción, crecen los nada satisfechos.
Visión del progreso del país
En relación a cómo ven los uruguayos el progreso del país, es notable que la idea de que éste progresa sólo es la más importante entre 2005 y 2015 (comienzo del primer gobierno de FA y fin del segundo).
En general, los uruguayos parecen ser más bien pesimistas: en 1995, sólo uno de cada tres opinaba que el país estaba progresando, esto se altera en el período 2005 – 2015, en el que más de la mitad de los uruguayos opinaban eso. Sin embargo, al final del período de análisis y durante el tercer gobierno frenteamplista, esta cifra se derrumba y sólo uno de cada cuatro creía que el país mejoraba. Para el final del período, por primera vez en todos estos años, esta opción es la menor de todas.
Resulta interesante analizar qué percepción tienen los uruguayos acerca de cuál es el principal problema que aqueja al país. Como se observa en el gráfico anterior (en el que sólo se muestran los problemas más relevantes definidos como aquellos mencionados por al menos 10% de la muestra en promedio de la serie), para el año 2004 (último año de gobierno de Jorge Batlle) el problema más relevante era la desocupación. Este era el principal problema para la mitad de los uruguayos, seguido por la preocupación por la inflación y el aumento de precios. Esta percepción devenía sin duda del fuerte impacto de los años de crisis económica (1999-2003), en que el desempleo alcanzó cifras récord para el país. Dado que uno de los factores que desató el pico de la crisis en 2002 fue el mecanismo de anclar precios y salarios a partir de un régimen de cambio semi rígido (que el país adoptó durante el gobierno de Lacalle como forma de controlar la inflación), luego de una década de inflación controlada y roto aquel mecanismo, este tema se volvió un problema central para el 13% de los uruguayos en 2004.
A partir de 2005 la inflación prácticamente desaparece como problema y la desocupación comienza a retroceder llegando a un mínimo de 12 % en 2015. Por entonces, el problema que comienzan a percibir los uruguayos como prioritario es el de la seguridad pública, el que para el año 2009 pasa a ser el principal problema con un 29%, llegando a un máximo de 37% en 2015. Es interesante señalar que este problema no se ajusta de manera rígida a indicadores objetivos de cambios dramáticos en la seguridad pública sino que refiere una sensación más bien subjetiva, asentada en efecto en un incremento delictivo, pero también proveniente del lugar central otorgado a la seguridad en el imaginario nacional y a los altos índices de envejecimiento de la población.
El otro problema que comienza a cobrar fuerza a partir de 2006 es el de la educación. Esto probablemente se justifica porque en esos años se comenzó a discutir la Ley de Educación y cobró fuerzas el planteo de llegar a un 4.5% del PIB como presupuesto para el área (de hecho este objetivo era parte del plan de gobierno del FA que ganó las elecciones de 2004) Este problema llegó a su máximo en 2015 (13%) y para 2017 se ubicaba en el 10%.
Confianza institucional
Por su parte, la confianza que los uruguayos tienen en las instituciones que representan los tres poderes republicanos presenta cuatro ciclos entre 1995 y 2017. En la década de los 90 el poder mejor evaluado es el Judicial y el peor es el Ejecutivo, mientras que el Parlamento oscila entre los dos. Con el nuevo siglo llegó la crisis y la confianza en estas instituciones se derrumbó. Para el año 2003, sólo el 37% de los uruguayos confiaba en el Poder Judicial y un 21 % en el Parlamento. En el año 2004, la confianza en el Presidente cayó a 16%. Estos son los mínimos de toda la serie. A partir de 2005 comienza un período de crecimiento en la confianza hacia las instituciones, junto con el primer período de gobierno del FA. En este ciclo la confianza en el Presidente será la mayor de las tres instituciones, llegando a un máximo de 71% en 2010, año de cambio de presidente pero no de partido de gobierno. En este año Tabaré Vázquez deja el gobierno con cifras récord de popularidad y asume José Mujica. Por su parte, durante este período el Parlamento es mejor evaluado que el Poder Judicial.
Finalmente, en los últimos años, la confianza en estas instituciones comienza a caer rápidamente. Para 2017 sólo el 34% de los uruguayos confiaba en el Parlamento. Este valor es el peor luego de los años de la crisis. Lo mismo sucede con el Presidente (40%) y el Poder Judicial (41%). A lo largo del período, la confianza en el Poder Judicial se muestra como la más estable (la que presenta menor oscilación o ancho de banda), mientras que la actitud ante el Presidente es la que más varía en el período, ya que tiene el mínimo y el máximo de las tres instituciones.
Si se le agrega ahora el análisis de la confianza en otras instituciones, hay datos que resultan preocupantes. Por ejemplo, que los tres Poderes Públicos que sostienen el orden republicano sean menos confiables para los uruguayos que las FFAA, la Policía y aún que la Iglesia Católica (59, 59 y 40% para 2017 respectivamente), no deja de llamar la atención. Para agregar elementos de preocupación, los partidos políticos (actores por excelencia del sistema democrático uruguayo) se encuentran muy por debajo en los niveles de confianza llegando a un 25 % en 2017.
Si como se registra en el cuadro anterior, se analizan estas cuatro instituciones en particular, surgen algunas conclusiones interesantes. La Iglesia ha experimentado una pérdida constante de confianza. Salvo alguno momentos puntuales, la tendencia es de caída persistente de confianza. Entre 1995 y 2017 pierde 15 puntos. El impacto global de los numerosísimos casos de pedofilia a nivel mundial puede configurar una razón general para esta caída. La Policía muestra niveles de confianza bastante estables, aunque tuvo un máximo de 64% en 2016. Las FFAA son la institución que más crece pasando de 44% en 1995 a 59% en 2017. El cambio más radical se da a partir de 2011. Es de suponer que la participación de los militares en tareas de crisis civil (inundaciones, fenómenos climáticos con amplia afectación de poblaciones en el interior del país, etc.) fueron factores que han contribuido al escenario positivo de esa evaluación. Finalmente, los partidos políticos, son por lejos, los actores que presentan menores niveles de confianza entre los uruguayos, con todas las implicaciones de diversa índole que proyecta este registro en un país con la tradicional centralidad partidista del Uruguay.
Confianza interpersonal
Para finalizar, si se sigue la trayectoria en el período considerado de la confianza que los uruguayos tienen entre sí, vemos que para el año 2017, sólo uno de cada cinco señala que se puede confiar en la mayoría de sus conciudadanos. O sea, cuatro de cada cinco uruguayos no confía en el otro.
Si se combinan los tres gráficos de confianza, se pueden observar nuevamente algunos síntomas preocupantes. Dificilmente puede haber convivencia ciudadana si no hay confianza entre los ciudadanos. Si además, quienes articulan la vida política del país, los partidos políticos, no resultan confiables, y las instituciones republicanas se encuentran en la misma dirección de franco retroceso, se genera una situación de debilidad del sistema. Falta de legitimidad del sistema y desconfianza en los actores, constituye una mezcla que ya ha demostrado en otros países (Brasil por ejemplo) que puede ayudar al surgimiento de planteos autoritarios o directamente anti democráticos, con líderes mesiánicos o empresarios exitosos. Por cierto que Uruguay tiene otros elementos más consistentes de cultura democrática que sus vecinos y que ello se ha revelado varias veces a lo largo de su historia. Pero insistir una vez más en el excepcionalismo uruguayo y en su vieja vocación isleña dentro de América Latina, con las derivas de opinión pública que se han registrado y dentro del contexto de época que se advierte en el continente y a nivel más global, puede resultar una opción equivocada desde el punto de vista analítico e imprudente en términos institucionales.
Como explicaciones posibles a esta situación, además de que por la forma de elección (“ley de lemas vigente”, con multiplicidad de candidaturas presidenciales por lema) eran presidentes que llegaban con escaso apoyo electoral directo; el Partido Colorado de Julio M Sanguinetti, ganador de las elecciones, obtuvo en 1994 en conjunto menos de la tercera parte de los votos totales a modo de ejemplo. Fueron también gobiernos que debieron adoptar medidas fuertemente cuestionadas por la ciudadanía. En el primer gobierno de Sanguinetti, se pueden señalar al respecto la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, así como su particular uso del veto presidencial, que realzaba aún más su condición de gobierno en situación de minoría parlamentaria.
Lacalle por su parte modificó la forma de ajuste de las jubilaciones, que había sido fruto de una reforma constitucinal plebiscitada junto con las elecciones que lo llevaron a la presidencia. Además dejó de convocar sin cambio legal a los tradicionales Consejos de Salarios (con su larga tradición de negociación colectiva tripartita) e intentó privatizar algunas empresas públicas, lo que obtuvo en el Parlamento aprobando una ley al respecto, que sin embargo fue luego rechazada en forma contundente en un referéndum contra la ley desarrollado el 13 de diciembre de 1992. El segundo gobierno de Sanguinetti tuvo como polémicas más fuertes, la reforma de la educación y la reforma constitucional.
Sin embargo, los gobiernos del siglo XXI sí se ajustaron a las expectativas teóricas antes reseñadas. Ellos comprenden al gobierno de Jorge Batlle (2000-2005) del Partido Colorado y a los siguientes del Frente Amplio con el presidente Tabaré Vázquez (2005-2010), José Mujica (2010-2015) y nuevamente el inicio de la administración de Tabaré Vázquez (a partir de 2015 y hasta 2020). Todos ellos registraron una “luna de miel” al comienzo, luego una caída y ciertos niveles de aprobación hacia el final del mandato, salvo este último que viene liderando Tabaré Vázquez. Es posible que esto se deba a los efectos de la reforma constitucional de 1996, ya que con ella se introdujeron cambios fundamentalmente electorales que modificaron la lógica política y de gobierno.
Sin embargo, en su último año de gobierno el malestar con la presente administración de Vázquez resulta por demás evidente. Resulta llamativo que este gobierno ostente en la recta final niveles tan bajos de aprobación como los que tenían los presidentes anteriores a la reforma (que eran electos con mucho menos respaldo electoral), y que incluso llegue a un nivel de aprobación cercano al que se registró en la dramática coyuntura de crisis económica y social del año 2002, durante el gobierno de Jorge Batlle.
Interés en la política y simpatía en los partidos
Si a lo anterior, le agregamos el interés que los uruguayos dicen tener en la política, tenemos más datos preocupantes. Según el Latinobarómetro, la mayoría de los uruguayos no muestra interés en la política a lo largo de todo el período considerado, con la sola excepción de 2007, año en el que por única vez, la mitad de los uruguayos dijo estar interesado en la política.
Resulta claro, además, que el interés en la política acompaña los ciclos electorales, ya que crece próximo a ellos o a la realización de plebiscitos, y cae en los períodos intermedios. Según la encuesta Ágora, en el año 2018 los uruguayos que declaraban estar interesados en la política alcanzaban el 42% del total.
Total | Montevideo | Interior | |
Le interesa | 42 | 46 | 53 |
No le interesa | 40 | 51 | 54 |
Regular | 17 | 1 | 26 |
NS/NC | 1 | 2 | 0 |
Total | 100 | 100 | 100 |
No obstante lo anterior, más de la mitad de los uruguayos dice tener simpatía por algún partido político. Según la encuesta LAPOP, para 2016 el 56% de los uruguayos simpatizaban con algún partido. Este indicador tiene su mínimo en 2008 (50%) y su máximo en 2010 (66%). O sea que más allá de que, como se ha advertido, los uruguayos contemporáneos tienden a desconfíar de los partidos políticos (solo el 25 % en 2017 confiaba en ellos), esto no les impide tener simpatía por alguno de los mismos.
En síntesis, el sistema democrático uruguayo presenta problemas de legitimidad en tanto sus principales instituciones republicanas presentan problemas de confianza, así como también se confirman síntomas de desconfianza en cuanto a los principales actores del sistema: los partidos políticos ya no son tan confiables para los uruguayos, a lo que se agregan problemas de integración ciudadana, en tanto los niveles de confianza interpersonal han caído en forma considerable. Sólo el hecho de que aún en estas circunstancias, la mayoría de los uruguayos siga mostrando simpatía por algún partido va en sentido contrario al resto de los indicadores referidos.
Intención de Voto
Por su parte, al analizar la intención de voto de los uruguayos, se pueden observar diferentes evoluciones en el respaldo indicado hacia los diferentes partidos, pero también se verifican algunas características generales. En relación a estas últimas, el electorado uruguayo se ha caracterizado por tener altos niveles de indecisión en los años inmediatos a las elecciones (en los que se registran los máximos de cada quinquenio). Estos niveles descienden hasta encontrar sus mínimos en años electorales. Sin embargo, en el último quinquenio los indecisos registran para el año 2015 un máximo histórico desde 1989, llegando casi a un 30%. Ello significa que para ese año, uno de cada tres uruguayos no se manifestaba a favor de votar ningún partido. Y si bien ese valor ha ido cayendo, aún hoy en plena carrera electoral, si bien es el mínimo del quinquenio, se encuentra en valores próximos a los máximos registrados en los dos quinquenios anteriores.
En lo que refiere a la evolución de la intención de voto por partido vemos que, para el año 1994, el país estaba dividido prácticamente en tercios entre los tres partidos principales (Colorado, Nacional y Frente Amplio). Ese es el último año en que el Partido Colorado reúne la mayor cantidad de intención de voto. A partir de allí comienza a caer y a partir de 2002, deja de ser la segunda opción siendo superado con claridad por el Partido Nacional. Este partido, a su vez, salvo excepciones se mantuvo como tercera opción desde 1990 hasta 2002. A partir de allí se convierte en la segunda fuerza política, y la única con posibilidades reales de disputarle el gobierno al Frente Amplio. Este fue el único partido con crecimiento sostenido hasta el año 2005, cuando llega al gobierno por primera vez. En esa oportunidad, uno de cada dos uruguayos se inclinaba por esta opción. De allí en adelante, cae levemente oscilando en el entorno de los 45 puntos. Pero a partir de 2015 registra una abrupta caída que puede asociarse principalmente –entre otros temas- con la mala evaluación presidencial que hacen los uruguayos de la actual gestión de Tabaré Vázquez.
Recién en 2017, el FA parece haber detenido su caída y ha logrado mejorar su intención de voto levemente en los últimos dos años.
Para finalizar, hay que señalar que la opción por otros partidos menores se encuentra en su máximo nivel luego de la reforma constitucional de 1996. Pasaron de casi ser una opción imperceptible a comienzo de los 2000 a marcar en este quinquenio por encima de los 10 puntos, llegando en algunos años a superar en conjunto al Partido Colorado.
Otros indicadores de la situación ciudadana en el país.
Para tener una idea más acabada de la situación de malestar y pérdida de confianza es importante advertir que en un contexto de desaceleración económica la ciudadanía no sólo opina sino que es reactiva a determinadas situaciones. En particular observando el Índice de Conflictividad Laboral, [12] agrupando los promedios por período de gobierno se observa que entre 1995 y 1999 (gobierno del partido Colorado encabezado por el Dr. Sanguinetti en su segundo mandato) la conflictividad era muy alta (77,7 puntos). Fue algo menor, a pesar de la crisis económica de 2002, durante el período del también colorado Dr. Jorge Batlle. Con el advenimiento del gobierno del Frente Amplio y la recuperación económica, el índice promedio para el primer período de gobierno del Dr. Vázquez disminuye significativamente de 66.1 (2000-2005) en el período anterior a 48.6 puntos (2005-2010). Sin embargo, conforme fueron transcurriendo los períodos de gobiernos frenteamplistas, el índice promedio ha venido incrementándose, pasando a 51.5 puntos promedio en el gobierno de Mujica (2010-2015) y en 55 puntos en lo que va del período del segundo mandato del Dr.Vázquez (2015-2019).
Otro dato que impacta en la perspectiva de los últimos años ha sido el crecimiento de las personas que viven en situación de calle, sobre todo en la capital del país. Entre el censo de 2016 al de 2019, la población en esta situación aumentó en 18,4%, pero además bajó la proporción de estas personas que pernoctan en refugios, de 66 a 51%. En otras palabras, en 2019 “de 2038 personas en situación de calle de las cuales 1043 se encontraban a la intemperie y 995 en refugios del MIDES”. Ellos además se concentran en zonas importante y altamente transitadas en el día cuando funcionan muchas oficinas públicas, centros educativos y comercios.
En síntesis, además del descontento reflejado en las series de opinión, la ciudadanía muestra una problemática moderada pero creciente de conflictos en los ámbitos laborales, así como de disminución de respuesta en algunas políticas públicas dirigidas a la situación de ciudadanos vulnerables.
4. Reflexiones hacia el corto plazo
En mayo de 2019, el director de uno de los semanarios políticos de mayor influencia en el Uruguay, Andrés Danza de “Búsqueda”, a partir del análisis sobre las posibilidades ascendentes del candidato Juan Sartori en la interna del P. Nacional, especulaba sobre algunos escenarios que podrían generar transformaciones de una radicalidad impensable hace poco tiempo en la política uruguaya. El título de su editorial anticipaba con claridad sus temores: “Alerta de tsunami”. [13]Luego de referir distintas posibilidades en el desempeño de este candidato “sorpresa” concluía su texto de la siguiente forma:
“Si en julio todo se calma, Sartori quedará como una simple anécdota, pero si permanece fuerte después de las internas o si finalmente se forma el tsunami, cambiará la historia. Vendrá la Convención para definir la fórmula presidencial, que será un campo de batalla, y luego el sinuoso camino a octubre, probablemente con muchas nuevas sorpresas. Pero, más allá de eso, lo que habrá que pensar y discutir es por qué en Uruguay también pasan las mismas cosas que en otros países de la región, que parecían tan ajenas”. [14]
En referencia a las cuatro dimensiones definidas y anunciadas como claves de interpretación del análisis, a partir incluso de las señales emergentes del actual proceso electoral, pueden fundarse las siguientes consideraciones, sostenidas en torno a la evolución de la opinión pública en el país en relación a varios de los principales indicadores de fortaleza de la democracia y de los partidos: i) no parece advertirse un grado de ilegitimidad por parte de los ciudadanos que justifique hablar de un desgaste amenazante sobre la credibilidad de la democracia y de la política; ii) se advierten sin embargo señales nítidas de descontento ciudadano generalizado, con foco en el actual gobierno pero también referidos al conjunto de actores e instituciones del sistema político, con especial impacto sobre la visión de los partidos políticos; iii) los niveles de desconfianza institucional e interpersonal revelan tendencias consistentes de erosión manifiesta en el tiempo, lo que resulta especialmente preocupante por sus consecuencias en el mediano plazo; iv) finalmente, la desafección ciudadana también se ha incrementado en forma visible, aunque todavía no muestra perfiles de quiebre.
Lo que venimos calificando desde hace algún tiempo como mutación parece ser un proceso que sigue adelante, esta vez mostrando algunos de sus rasgos menos explorados y por primera vez impactando en una campaña electoral. No parece demasiado arriesgado sostener que algunos de los aspectos de dicha mutación hayan llegado para quedarse, al menos en el mediano plazo. Como bien sabemos, procesos como el descontento y la desconfianza interpersonal tienen efectos directos sobre el sistema político y marcan transiciones hacia modelos que por lo general son menos plurales, tolerantes, democráticos en definitiva. La campaña electoral por otra parte determinará el rol que tendrán los “cisnes negros”: si habrán sido una aparición breve y puntual en una primera ronda de elecciones no obligatorias, o si por el contrario se instalarán como una pieza definitoria en las elecciones presidenciales y legislativas. Pero los cisnes, tal como hemos adelantado, no son la única dimensión que estaremos observando. ¿Cuál será el rol del dinero en el inminente futuro de la democracia en Uruguay? ¿Pueden casi que de la nada instalarse candidatos y estructuras en el seno de los partidos y competir por cargos contra la tradicional estructura de liderazgos de este Uruguay del Siglo XXI? ¿Cuál será la reacción del electorado?
Algunos de los escenarios que parecen anunciarse con claridad tienen que ver al menos con las siguientes dimensiones: en un régimen de gobierno presidencialista como lo es el de Uruguay, la obtención del ejecutivo determina la continuidad de políticas, la supresión de las mismas o la creación de nuevos diseños. En Uruguay aparece con claridad que un triunfo de la oposición traerá cambios importantes en algunas de las principales políticas macroeconómicas implementadas en los últimos años y, en forma colateral, una revisión e implementación de nuevos modelos de gestión de las políticas sociales y laborales, como mínimo. En otro plano, pero no menos importante, es muy probable que un triunfo de la oposición traiga el desembarco de cambios en las políticas de seguridad interna así como en el diseño de las políticas de áreas claves como la educación y la salud pública. Recordemos que Uruguay es un país donde lo público es preeminente y cambios en estas políticas implican redistribuciones importantes entre los diferentes sectores de la sociedad. En cambio, si pese al descontento creciente el partido gobernante de izquierda logra mantener el control del Ejecutivo, es esperable una continuidad importante en muchas de estas áreas y un proceso gradual de cambios en aspectos donde la situación muestra un deterioro claro: la seguridad pública y el manejo de las políticas vinculadas al empleo así como el manejo del déficit fiscal aparecen como algunos de los más destacables. Si la izquierda mantiene el Ejecutivo tendrá una mayoría relativa en el Parlamento que no será suficiente para aprobar leyes claves como el Presupuesto. Asimismo, tendrá una oposición más fragmentada que la que tiene hoy, pero seguramente más polarizada. En cambio, si el ejecutivo cae en manos del centro derecha hoy opositor, conformar el gobierno de coalición implicará una compleja tarea de equilibrios de poder y de cargos. Este difícil equilibrio tendría que sustentarse desde complejas mayorías en el parlamento.
El futuro escenario parlamentario del Uruguay post elecciones tendrá algunos cambios que hoy se pueden afirmar como altamente probables: habrá más partidos con representación que hoy y seguramente en el mismo tendremos partidos que hoy no lo integran. La versión del siglo XXI de un partido militar en Uruguay se llama “Cabildo Abierto”, es altamente probable que integre el futuro parlamento junto a los partidos tradicionales y que estos tres partidos sean la base del apoyo legislativo para un posible ejecutivo en manos del Partido Nacional. Pero ese no se avizora como el único cambio; hay otros que pueden resultar importantes y que aún no se pueden determinar con precisión. Es probable que el hoy partido gobernante, el Frente Amplio, tenga una importante reestructuración de sus sectores con presencia parlamentaria. Durante los últimos diez años el sector ampliamente mayoritario del FA, el Movimiento de Participación Popular, liderado por el expresidente José Mujica, se enfrenta a la posibilidad de disminuir su presencia mayoritaria en las cámaras; por otro lado, en los sectores más asociados a la socialdemocracia también parece avizorarse un cambio en la redistribución de poder.
Los distintos registros en torno a los indicadores que hacen a nuestro foco temático en el Uruguay del último cuarto de siglo, en términos generales invitan a abandonar esa autocomplacencia tan uruguaya cuando de calificar las fortalezas de su democracia se trata, tendencia por otra parte fuertemente respaldada por las mediciones que se le adjudican al país en los principales ránquines internacionales. [15] Aunque con sus reservas todavía enhiestas y una realidad económica y social que pese a presentar problemas no perfila los desarrollos críticos de otros países de la región, el Uruguay ya no resulta una “isla” de tranquilidad dentro de la convulsionada política de este momento dramático de América Latina. Los resultados finales de este año electoral nos indicarán hasta qué punto ha llegado la profundidad de estos cambios.
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Notas
Notas de autor