RESEÑAS Y DEBATES
Democracia versus populismo. Entre el mito y el dogma. A. Galindo & E. Ujaldón, Diez mitos de la democracia. Contra la demagogia y el populismo. Editorial Almuzara, Córdoba, 2016, 155 pp.
Democracia versus populismo. Entre el mito y el dogma. A. Galindo & E. Ujaldón, Diez mitos de la democracia. Contra la demagogia y el populismo. Editorial Almuzara, Córdoba, 2016, 155 pp.
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 21, núm. 42, pp. 647-652, 2019
Universidad de Sevilla
Ya sea comprendida como sistema de gobierno, como concepto político o, incluso, como forma de vida, durante los últimos años la democracia ha sido objeto de un persistente debate tanto en el ámbito académico como fuera de él. Ya se trate de destacar sus virtudes y ensalzar sus bondades o de examinar sus límites y denunciar sus desviaciones en el contexto del capitalismo desregulado, la democracia ha sido el centro de los más variados análisis críticos. Sin embargo, como destacan Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón (reconocidos catedráticos y especialistas en filosofía política contemporánea), ello no ha impedido que la democracia haya sido naturalizada. Es decir, concebida como algo “definitivo, imperdible e incuestionable” y, en consecuencia, no necesitado de revisión permanente. Es por ello que en el ensayo Diez mitos de la democracia. Contra la demagogia y el populismo aparecido en España a fines de 2016, los autores nos invitan a realizar una reflexión crítica sobre la democracia desde una perspectiva que resulta a la vez audaz y atractiva – dirigida tanto a los especialistas en la materia como al público en general–, centrada en la consideración y el examen de lo que presentan como diez mitos de la democracia.
El punto de partida del ensayo es el reconocimiento del carácter histórico, contingente y finito, en suma, precario, de la democracia; al carecer de un fundamento sustancial y estable, aquella es constitutivamente abierta o, si se prefiere, inacabada e inacabable. En base a este carácter abierto e inestable, los autores entienden que los mitos resultan pilares fundamentales en los que se asienta la estructura democrática, puesto que funcionan como fuente de sentido y estabilización; reforzando la sensación de seguridad y contribuyendo a crear comunidad. De este modo, los fundamentos de toda sociedad democrática –tanto en lo referente a la identidad individual como colectiva– pueden ser concebidos como míticos. Por lo tanto, el ensayo no aboga por la eliminación de los mitos (recursos necesarios y casi imprescindibles en la fundación del orden social), sino por su periódica renovación y resignificación, lo cual entienden como condición de posibilidad para que puedan cumplir adecuadamente su función.
Esta matriz sobre la que se configura el ensayo pareciera colocarlo dentro de la corriente del denominado “pensamiento político posfundacional” (que fuera oportunamente caracterizada por O. Marchart[1]); puesto que a pesar de señalar la contingencia e historicidad de todo acto de fundar, desestimando así la posibilidad de un fundamento último, se reconoce la necesidad de la instauración mítica de un fundamento. Otro punto a favor de la afinidad del ensayo con el pensamiento político posfundacional estribaría en la apelación, en una veta cuasi-nietzscheana afín a los postulados de este último (aunque sintomáticamente la referencia no es Nietzsche sino Vargas Llosa), “a la verdad de la mentiras” que sostiene toda fundación mítica. Dicho en otros términos, el mito puede ser considerado como mentira verdadera, como ficción útil que apuntala el orden social.
Sin embargo, las apariencias engañan. En un libro reciente el propio A. Galindo Hervás ha señalado que la experiencia de la contingencia y precariedad del fundamento de las instituciones políticas no es nueva, sino que es un fenómeno genuinamente moderno: es, de hecho, criterio de lo modern[2]. Al mismo tiempo, el autor sostiene la tesis de que los filósofos descritos por Marchart como posfundacionalistas (quizás con excepción de Ernesto Laclau) en verdad pueden caracterizarse “más persuasiva y legítimamente como impolíticos”, en tanto sus desarrollos teóricos presentan una tendencia más bien anti-fundacionalista basada en una crítica sistemática y profunda de la representación y la mediación, que aspira a desactivar las praxis, procedimientos e instituciones políticas vigentes[3]. Es a partir de este pathos que podrían caracterizarse de manera más adecuada como para-modernas (o impolíticas).
Este pequeño rodeo permite esclarecer de forma precisa la matriz teórica moderna en la que se inserta el ensayo, desmarcándolo así del posfundacionalismo. Esta matriz moderna se pone de manifiesto de manera inequívoca en el momento en que los autores analizan uno de los mitos de la democracia: las manifestaciones. Frente a la sobreestimación e inflación de legitimidad que estas prácticas adquieren en la actualidad, los autores afirman –en un gesto típicamente moderno– el estatus de la Ley y el Estado, con sus mecanismos y procedimientos neutrales, como real fuente de legitimidad política. En el agudo análisis del fenómeno de las manifestaciones realizado se patentiza, además, una virtud que recorre todo el ensayo: el de no ceder a la corrección política. De este modo, sin rechazar la necesidad de las manifestaciones en todo régimen democrático –pues éstas son índice de la aporeticidad y perfectibilidad de todo sistema político así como de la imposibilidad de resolución técnico-jurídica de todos los problemas inherentes al mismo– rechazan la idea de que la “voluntad del pueblo” se haga presente sin mediaciones en las mismas, cuestionan su “eficacia” y previenen contra su idealización y banalización (su trasmutación en dogma), que termina por convertirlas en “fast thuth” servida por los periódicos y noticieros televisivos en el informe diario del tránsito (que detallan las calles que serán cortadas cada día).
Esto nos devuelve al objetivo central del trabajo: advertir sobre los riesgos que implica la conversión en dogmas de los mitos que sostienen la democracia. Pues cuando ello ocurre los mitos refuerzan la naturalización de estructuras de poder y dominación de espíritu antidemocrático. En este sentido, el mayor peligro que parecen tener en mente los autores –de ahí el subtítulo de la obra– es que la vida pública/política quede a merced de la demagogia y la retórica populista, cuya finalidad sería la formación y consolidación de homogeneidades políticas. De este modo, el ensayo hace patente su veta anti- populista, colocando al populismo en la posición de enemigo de las democracias liberales y sus instituciones. Aunque, dicho sea de paso, sin profundizar en el análisis del populismo como fenómeno o lógica política, al que caracterizan indistintamente –y de manera acrítica– en base a lo que denominan “la utilización de una retórica demagógica”. De esta forma, la caracterización negativa del populismo se sostiene desde el comienzo del trabajo a pesar del reconocimiento circunstancial de su “potencialidad política constituyente”, la cual no es desarrollada en el ensayo.
Este carácter anti-populista puede observarse con claridad en dos momentos centrales del ensayo, que corresponden al primero y al último de los mitos analizados: el pueblo y la política, respectivamente. El examen del primero de los mitos intenta sustraer al pueblo de sus distintas versiones dogmáticas. Una de ellas pretende domesticar su potencia reduciéndolo bajo el concepto de “ciudadanía”. La ciudadanía en tanto sujeto de derechos y obligaciones reduciría el potencial indefinido del pueblo bajo procedimientos jurídicos reglados. A pesar de la supuesta racionalidad involucrada en el pasaje del pueblo a la ciudadanía, los autores afirman que el concepto de pueblo no puede ser absorbido por entero en el ámbito jurídico, al que no pertenece y al que desborda. En el extremo opuesto, se advierte sobre el peligro irracionalista de la identificación biologicista del pueblo producida a través de la idea de raza.
Sin embargo, el cogollo de la cuestión se cifra en el rechazo de la dogmatización marxista (economicista) del pueblo, que reduciría este último a una parte del todo de la comunidad: los pobres o desposeídos. Pues de este modo se estaría poniendo el foco sobre un aspecto medular de las propuestas de algunos de los teóricos contemporáneos más lúcidos del populismo, como Jacques Rancière o Ernesto Laclau. Paradójicamente, la definición de pueblo brindada por Galindo y Ujaldón –“un significante cuya polisemia y apertura lo convierte en un lugar vacío permanente y renovadamente re-ocupable” (p. 26)– se acerca mucho más de lo que podría esperarse a la proporcionada por el discurso populista de Laclau. Cabría entonces preguntarse, ¿si el pueblo es un lugar vacío a ser ocupado y re-ocupado constantemente, por qué no podría ser ocupado –provisional y contingentemente, es decir, hegemónicamente– por una parte del todo de la comunidad como los podres o desposeídos? En este punto, un debate más profundo con la teoría laclausiana del populismo y de la hegemonía hubiese enriquecido la perspectiva del ensayo, haciendo del populismo algo más que un muñeco de paja fácil de desarmar[4]. Todavía más, en tanto Laclau también ha teorizado sobre el carácter mítico (metafórico) tanto del sujeto político como de los fundamentos del orden social, los cuales deben ser considerados siempre como precarios, históricos y revisables[5].
Junto al mito del pueblo, que puede convertirse siempre en una amenaza a las instituciones democráticas, y como su complemento, aparece la tematización del mito de la política. Ambos resultan pilares fundamentales del populismo (junto con otros dos mitos que pueden devenir fácilmente, para los autores, en dogmas populistas: la libertad y la igualdad). Ya que si bien en nuestros días asistimos a cierta declinación y estigmatización de la política, paralelamente se produce un proceso de signo contrario, que conduce a la idealización mítica de la misma. Esta mitificación dogmática de la política sería a la vez causa y consecuencia del populismo –de ahí la palmaria actualidad de este último–. La inflación de la política sobre la que se sostiene el populismo, y que a la vez contribuye a producir, se patentizaría en un hecho de carácter fantasmagórico –es decir, que como tal no se manifiesta nunca como plenamente presente–: la promesa de encarnar una política “verdadera” o “auténtica”. De este modo, los mitos de la política verdadera y el pueblo (en tanto sujeto capaz de encarnarla y llevarla adelante) funcionarían como motivos principales de la acción política populista que se alzaría en contra de la mera gestión tecnocrática de las democracias liberales; lo cual desemboca, más pronto que tarde, en su desprecio por las instituciones de gobierno realmente existentes. El divorcio entre el populismo y la matriz institucional-representativa moderna de la república democrática queda así consagrado.
Más allá de la justicia que este cuadro pueda hacer o no a cierto populismo, lo que merecería, a nuestro entender, un examen más riguroso, el núcleo de la cuestión radica en el rechazo de los mitos (convertidos en dogmas) como fundamento de la acción política. Pero del mismo modo que el rechazo de la idealización populista de la política no debe conducir, para los autores, a la aceptación del mito de la administración técnica de la cosa pública forjado por la tradición liberal (anarcocapitalista), la impugnación de los mitos –deberíamos en verdad decir “dogmas”– como motivo de acción política no redunda, aunque por momentos pueda parecerlo, en la afirmación incondicional del fundamento racional de dicho accionar. La caracterización (¿dogmática?) implícita del populismo –el mal a erradicar o prevenir– como irracionalismo, puede inducir por momentos a esa confusión.
Sin embargo, el mérito y la apuesta del ensayo radican en realizar una defensa de las prácticas, instrumentos e instituciones democráticas apelando a elementos aparentemente heterogéneos, como son los mitos y la razón crítica. La democracia solo puede robustecerse a través de la reactivación crítica de los mitos que la sostienen y fundan. En suma, el ensayo es concebido por los autores como “una acción política” que encuentra como contraparte de su rechazo del populismo una “defensa no idealizada de la política y de la democracia… liberal” (p. 142). Ahora bien, antes de finalizar, podríamos preguntarnos si a lo largo del ensayo no permanece como impensado quizás el mayor de los mitos convertidos en dogma en nuestros días: el capitalismo. Puesto que, como ha señalado Slavoj Žižek, es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo. ¿Y no es el capitalismo, como sistema naturalizado, el mito que en cierta forma sostiene, a la vez que socava, la democracia liberal y sus instituciones? Por otro lado, la oposición simple entre populismo e instituciones democráticas, ¿no corre el riesgo, en nuestros días, de convertirse ella misma en un mito naturalizado que impide advertir el potencial transformador y emancipador, a fin de cuentas dinamizador de la democracia, de ciertos populismos?
Una mirada más profunda del ensayo tal vez sea una invitación a discutir esta y otras cuestiones. Dado que nadie puede imponer su versión “verdadera” de la democracia. Ello en virtud, precisamente, de que los conceptos políticos son herramientas políticas y, por lo tanto, se hace política en la lucha por el significado de los mismos, ya que estos no son sólo instrumentos de comprensión teórica, sino también factores de cambio. El trabajo de Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón es, por entero, una muestra de ello.
Notas