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Émancipation difficile1 Alicia García Ruiz, Impedir que el mundo se deshaga. Por una emancipación ilustrada. Madrid, Los libros de la Catarata, 2016, 120 pp.
Miguel Alirangues
Miguel Alirangues
Émancipation difficile1 Alicia García Ruiz, Impedir que el mundo se deshaga. Por una emancipación ilustrada. Madrid, Los libros de la Catarata, 2016, 120 pp.
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 21, núm. 41, pp. 553-559, 2019
Universidad de Sevilla
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RESEÑAS Y DEBATES

Émancipation difficile1 Alicia García Ruiz, Impedir que el mundo se deshaga. Por una emancipación ilustrada. Madrid, Los libros de la Catarata, 2016, 120 pp.

Miguel Alirangues
Universidad Carlos III de MadridEspaña
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 21, núm. 41, pp. 553-559, 2019
Universidad de Sevilla

En el trabajo que Alicia García presenta bajo el título Impedir que el mundo se deshaga se desarrolla —como la autora admite pronto, pues el subtítulo reza “Por una emancipación ilustrada”— una reivindicación del programa político moderno que se condensó en las Revoluciones americana y francesa. Sin embargo, no se trata de una reconstrucción historicista de dicho programa, sino del tanteo y la prueba de su vigencia a través del siglo XX y hasta nuestro presente compartido mediante la reconstrucción teórica de un número de teorías políticas emancipatorias hasta la fecha. Es precisamente una reflexión sobre los límites de un programa, y la posibilidad de conciliar la afirmación de esos límites sin renunciar a su espíritu emancipatorio. Dicha emancipación, como la libertad (el ideal ilustrado considerado tradicionalmente más importante) de Lévinas, no es por ello ya la optimista emancipación ilustrada, sino la difícil emancipación en un contexto de crisis política como el actual. Por ello, la reconstrucción que se lleva a cabo en el libro se funda en una premisa negativa, la de reformular el impulso político revolucionario en un mundo en descomposición, y este quizás sea el nexo que explique la aparición de autores pertenecientes a tradiciones dispares, cuando no diversas del pensamiento político del pasado siglo y del actual. Para ello, García aboga desde las primeras páginas de su ensayo por ofrecer una perspectiva extrañada, que comparte con la nómina de autores a los que dedica su estudio, la de quien mira su presente con la distancia íntima del compromiso. Así, la estrategia de crítica del presente que empleará a lo largo del texto, ubicar y fundamentar los puntos de encuentro entre algunas concepciones críticas de la teoría política del siglo XX y sus raíces ilustradas, ya se presenta en la introducción, en este caso mediante los dos célebres textos homónimos de Kant y Foucault. La estrategia, entonces, no es distinta a la del segundo; se trata, de aquí en adelante, de saber discriminar la radicalidad de la Ilustración de su característico optimismo antropológico, que habría de demostrarse amargamente ingenuo en los siglos que siguieron y que se vieron abocados a formular teorías políticas desde la resistencia al deshacimiento del mundo.

Nos enfrentamos así a los tres capítulos de que consta el libro. Su estructura es tan simple como perspicaz, pues se basa en el lema de Francia —y de la República de Haití, el casi siempre gran olvidado resultado revolucionario de los años inmediatamente posteriores a la Revolución francesa—, “Liberté, Egalité, Fraternité”, y condensa los tres grandes ideales ilustrados de ordenación política y ciudadana. Los tres conceptos vienen sin embargo determinados, en los dos primeros casos —pues en el argumento se mostrará una relación de reciprocidad entre la libertad y la igualdad— por la idea de comunidad, y en el tercero por la de fragilidad. El primero de los capítulos se basa en la obra de Hannah Arendt y se realiza en él un recorrido por su obra que supone en sí mismo una buena introducción al pensamiento político de la autora (sin ahorrar la sobresaliente comparativa que realiza de la evolución de Arendt hacia posturas más pesimistas en obras como Crisis de la república). Con voluntad polémica, García Ruiz se propone comparar algunas ideas de esta pensadora con las de Antonio Gramsci, en base a su compartido problema, “cómo pensar el presente en tanto crisis” (16) y a una pregunta central, ¿qué significa hacer historia?, y sus corolarios, ¿cómo sabemos que algo es nuevo?, o bien, ¿podemos sustraernos a un fetichismo del origen revolucionario? Frente a la ruptura revolucionaria que propugnó Gramsci, Arendt se ofrece como modelo de diálogo con el pasado, cuyo mejor ejemplo para el argumento encuentra García Ruiz en su tratamiento de las Revoluciones francesa y americana, como dos modos experimentales de refundación. La preferencia de Arendt caía del lado de la Revolución americana, si bien consideraba que esta tenía promesas democráticas todavía por cumplir. Así, apoyada en Lefort, García señala que la novedad institucional que pueda adscribirse a un proceso revolucionario debe ser adscrita de forma retrospectiva, como un “revelador histórico”.

La idea central que García extrae de Arendt es la de la libertad como un acto de afirmación colectiva (el concepto arendtiano de poder), siendo este el verdadero novum de la experimentación revolucionaria. El aprendizaje ilustrado que debe salvarse en Arendt es su voluntad de rescatar toda una gama de posibilidades que fueron hechas posibles por los procesos revolucionarios, y en este sentido Arendt confluye con su buen amigo Benjamin, en su atención a “lo que pudo llegar a haber sido” (23). García propone así que el problema del “origen” tiene una solución si se entiende dicho origen como una apertura de posibilidades, con lo que regresar al origen no es una postura inmovilista toda vez que volver a él consiste en reactualizar dicha apertura. Si poder es actuar en común, preservarlo es no perder la acción colectiva que afirma la libertad y que Arendt encontraba en el modelo de la estructura de consejos de la Revolución húngara. Sobre ello, y por la necesaria institucionalización de los procesos revolucionarios, el derecho y el poder deben ser separados, y la autoridad del poder ser respetada porque emana de la participación en la comunidad política. Claro que dicho proceso constituyente entra en una cierta contradicción con la preservación del origen y los problemas derivados de este conflicto entre los que García destaca la progresiva separación de las instituciones de los problemas locales y la profesionalización de la figura del revolucionario. La contradicción que aquí se pone de relieve es la que se establece entre la representación y la participación, que ha derivado históricamente en una imposición de la administración y la positivación y reificación de instituciones ajenas a la participación política. Así García Ruiz puede pasar a analizar la crisis en la que entra la República al reservar para los pocos (oligoi) la participación y la felicidad. Con Arendt, García afirma que la crisis es el olvido del origen como apertura de posibilidades, que deriva de y en la retirada de la acción por parte del pueblo, y en una distancia cada vez mayor entre la política y la realidad.

En este punto García introduce una defensa de la desobediencia civil a partir de Arendt como parte del proceso constituyente, como uno de los conceptos clave que el pasado siglo vio surgir como un correctivo necesario a los excesos optimistas de la ilustración, o como una autorreflexión del programa ilustrado, forzado a ello y al reconocimiento de sus límites. La aparente paradoja de una desobediencia que forma parte del proceso constituyente se resuelve si se comprende que la desobediencia civil es aquello que es capaz de recuperar el origen, la apertura de las posibilidades de la comunidad política. Ello solo es posible a través de una “dignificación” y “resemantización” del disentimiento: “La desobediencia civil habría de ser incorporada en la vida institucional como un correctivo. Pero esta posibilidad está obstaculizada por nociones erradas de asentimiento que orillan la discrepancia (…)” (43). No cabe duda que una de las preguntas que recorre todo el libro es precisamente la referida a la posibilidad de encontrar un lugar a la desobediencia civil, que presenta sin embargo una resistencia necesaria a su institucionalización.

El segundo capítulo del libro plantea, desde su tesis básica, una continuidad evidente con el primero, pues la determinación principal del concepto rector de igualdad es la de ser en común. En este capítulo García Ruiz se apoya en un autor que ya aparecía insinuado en el capítulo anterior a través de la noción de desacuerdo, Jacques Rancière, y su idea de que la igualdad es la condición de posibilidad de la política. La política es para Rancière siempre una polémica con un estado del reparto de lo sensible dado, y en este sentido es siempre fidelidad al origen como apertura de posibilidades nuevas. En ese reparto dado hay quienes quedan sin parte, y esos que quedan sin parte formarían precisamente “el pueblo”, que en su falta de determinación específica obtiene la posibilidad de dar forma a sus determinaciones propias, de autodeterminarse.

Decíamos que la determinación es de nuevo la de comunidad, como señala García Ruiz: “Como se habrá podido adivinar, el asunto en cuestión aquí es entre quiénes se juega y se admite la igualdad, siendo como es que la condición de posibilidad de que haya desigualdades es la existencia de un espacio compartido entre pares, pero no reconocido como común”. Ese espacio en común que es ocultado es la condición de posibilidad del reparto, y así puede afirmarse que la igualdad es anterior al reparto mismo. De ello se extrae que la desigualdad es ante todo una cuestión política inducida en el reparto. García despliega la sutileza conceptual que encuentra en Rancière al señalar que la negación del tomar parte exige como condición la inteligibilidad de un discurso que expulsa, por lo que existe un común previo, y los que no tienen parte sin embargo comparten la “capacidad de ser hablante”, si bien se trata de un habla sin propiedad. De esta suerte que sacar a la luz la igualdad de los seres capaces de habla se convierte en el gesto revolucionario por antonomasia. La determinación de la igualdad es por lo tanto la de la comunidad de los hablantes, y el sujeto político, el que forma parte de los sin parte y hace notar esa situación, “desidentificándose” con el no-lugar que le ha sido asignado en el reparto, precisamente con la ausencia de parte.

Y esta misma determinación de los conceptos de libertad e igualdad, a diferencia de la de fraternidad, se hace plenamente evidente en la reivindicación que García Ruiz hace del concepto de egaliberté de Étienne Balibar, desarrollado a partir de su lectura de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano y en concreto de su célebre primer artículo. La declaración, en esta interpretación, plantearía no una disyuntiva sino una equivalencia entre los conceptos de libertad e igualdad, y la imposibilidad de que ellos sean actualizados separadamente. Esta relación de identidad, como la que se establece entre “hombre” y “ciudadano” debe entenderse como un proyecto, como una tensión. Como sostiene García a través de Balibar, las situaciones donde se verifican la igualdad y la libertad son las mismas de forma necesaria. El hecho de que la egaliberté se defina como algo no universal sino universalizable tiene consecuencias para el argumento, pues esta idea no casa del todo con el más que evidente carácter trascendental de la igualdad en Rancière. Si pueden, y cómo, compatibilizarse el trascendental de la igualdad de Rancière con la idea de la universalidad de la egaliberté como una tarea es algo que no se desarrolla en el texto y que exigiría una aclaración ulterior. No obstante, la idea con la que García quiere quedarse es con el componente negativo e inmanente del concepto de Balibar, por cuánto es allí donde no se cumple donde cabe hacer a él referencia. Al tratarse de un ideal negativo es permanente dinámico y de eso se deriva que su universalidad esté basada en “la contingencia (…) de una continua insurrección contra el statu quo de ese momento” (71), que no se trata sin embargo de una continua integración de los derechos de los excluidos sino de la “reclamación incesante de un derecho universal a la política” (72).

El tercer capítulo, dedicado a la fraternidad, ya no tiene como determinación más importante la comunidad, sino la fragilidad, la vulnerabilidad. Se trata quizás del capítulo más imaginativo a nivel teórico, pues García debe reconstruir un nexo no suficientemente explorado, el que une la fraternidad con la vulnerabilidad, y no deducir la primera de la solidaridad, como ha hecho toda la tradición marxista, sin por ello dejar de incorporar en su exploración argumentos de esta tradición. Por ejemplo, la fraternidad no se concibe aquí como una opción personal y privada, sino como un “principio político”, lo que la vincula con los otros dos capítulos del libro. En este pasa una nómina de autores que van de Mozi a Fénelon, pasando por de La Boétie. Es evidente que no es nueva la metáfora de la sociedad como una familia, pero García recuerda que la familia es algo que ha sido y debe seguir siendo reconceptualizado en forma horizontal como una comunidad de hermanos (en este punto es imposible no recordar el clásico ensayo de Deleuze sobre Melville, que termina precisamente con una vindicación de esta forma-metáfora política). De ahí que García suscriba que de lo que se trata es de pasar “de un paradigma de la dependencia a un paradigma de la interdependencia” (79), mientras que el problema vuelve a ser el mismo que ha atravesado todo el libro: ¿existe la posibilidad de institucionalizar lo que a primera vista es más una actitud?.

García conceptualiza de la forma más adecuada posible el problemático vínculo que une la vulnerabilidad con la política, a través de la idea de que la vulnerabilidad nos recuerda el límite de lo humano, el hecho de que no lo podemos todo. Esto es, si antes se reconocía la igualdad como un trascendental de mano de Rancière, ahora es la vulnerabilidad lo que debe ser apreciado como un rasgo compartido, lo que nos permite darnos cuenta de una imposibilidad de autosuficiencia o de pura autonomía. Eso significa entender que privadamente todo sujeto es dependiente, y que todos necesitamos necesariamente a los demás. No hay otra forma de entender la política: como un espacio de interdependencias que deben tratarse y ser tratadas con reciprocidad. La fraternidad además, propone García, debe ubicarse en tensión con el concepto de libertad (y romper así la vinculación de este último con el concepto de propiedad) y con el de igualdad, lo que permitiría conceptualizar una igualdad compleja (en otra jerga, la fraternidad permitiría sustraer el concepto de igualdad al principio de equivalencia e intercambio y ubicarlo más bien en la idea de negación determinada). Como ya se ha dicho, el centro de este capítulo se encuentra sin duda en la constelación que forman los conceptos de vulnerabilidad, cuidado e interdependencia. Para ello García propone resemantizar la idea de sostenibilidad, sacarla del esquema de sentido economicista en el que ha sido encerrada y plantearla en términos relacionales en una lógica del don. Ello se explica por la mencionada necesidad de los otros, que exige una sustentación recíproca enmarcada en una ética de los cuidados que permite, ahora sí, hablar de sostenibilidad de otro modo al habitual. Lo que ha hecho a este enfoque relevante (es evidente que estas ideas de vulnerabilidad e interdependencia se han hecho cada vez más recurrentes de un tiempo a esta parte y ya comienzan a desprender un cierto sabor de época) es precisamente, para García, una etapa histórica en la que el mundo se deshace mediante la progresiva vulnerabilización de grupos importantes de personas. Bien es cierto que esta nueva idea habría de forzar a una distinción conceptual entre la vulnerabilidad como pseudotrascendental y la vulnerabilidad entendida como un estado inducido por factores políticos, que es algo que sí puede encontrarse desarrollado en algunas consideraciones de Judith Butler, la autora central de este capítulo.

El punto clave entre una ontología ética de la vulnerabilidad y una precariedad inducida políticamente se encuentra evidenciado en el dilema que trata García de las divergencias funcionales y cognitivas que constituyen las así llamadas “discapacidades profundas”. García propone que, lejos de ser considerados como casos excepcionales sobre los que no se puede fundar una normatividad universalista de lo que se trata es precisamente de tratar estos casos como paradigmáticos y aquellos sobre los que se fundamente y verifique la normativa social, pues plantean un desafío (un disentimiento, también, de alguna forma) al no responder “ni al ideal de autonomía ni al de la reciprocidad” (87), que se demuestran claramente insuficientes.

Ante este desafío, García acude precisamente al pensamiento de Judith Butler y la idea desarrollada por esta de una falta inducida de inteligibilidad de la vida como tal vida. La necesidad de una nueva ontología política, un sintagma sin sentido para cualquier pensador clásico, cobra sentido en el contexto en el que se pregunta por los marcos de inteligibilidad de lo que sea una vida vivible. Ningún marco de inteligibilidad agota lo que enmarca y de lo que se trata es de resensibilizarnos ante lo que ha sido deliberadamente excluido de ese marco. Resuena dentro de este argumento la idea de sensorio avanzada por Rancière (una de las virtudes del libro es precisamente este tejido conceptual subyacente). Así, García se alinea con las propuestas de Butler (y Lévinas) de una ontología saturada de normatividad mientras que confluye en una crítica de clara ascendencia francfortiana al subrayar que el incremento de la violencia económica se explica por la fungibilidad como determinación del individuo en las sociedades capitalistas. Esa fungibilidad cabe entenderla como una negación de la particularidad y de la relacionalidad y de la interdependencia, mientras que el cuidado de la vulnerabilidad pasa por una radical atención a la particularidad del otro. De ahí el regreso al concepto de igualdad en este capítulo, que es un concepto de “igualdad compleja” a través de un replantamiento del ideal de justicia. Para ello continúa, de la mano de Martha Nussbaum y Eva Feder Kittay, con una crítica al modelo contractualista que no es capaz de ser sensible a toda una variedad de vidas que no son capaces de establecer un contrato que presupone la igual autonomía y libertad de los contratantes. La crítica se dirige por lo tanto a un reconocimiento meramente formal de la igualdad cuando el acceso a su ejercicio no está garantizado. La vía de salida pasa por repensar la participación, y los distintos grados y formas de participación de los individuos profundamente dependientes.

Hasta aquí la recapitulación de los argumentos centrales del libro. Como puede deducirse de lo hasta aquí expuesto, este libro es una reconstrucción de los más importantes debates de la filosofía política del siglo XX, planteando en la determinación de los conceptos y en su propia estructura una propuesta altamente personal. Se trata de una posible encrucijada de una variedad sorprendente de tradiciones, en el campo cuyo horizonte se inscribe en el conflicto entre la representación y la participación y afirma a ambas como presupuestos necesarios de una emancipación que es siempre un proceso incancelable. Su perspectiva negativa —impedir— lo es sobre algo —mundo— que está en la actualidad viviendo un momento de peligro —deshacerse—, lo que hace que este libro se convierta, en la mejor tradición del pensamiento del pasado siglo, en un aviso de incendio. Esto hace que el libro tenga varios niveles de lectura, y esa es una de sus mayores virtudes: siendo un mapa preciso de algunas de las discusiones más relevantes de la teoría política del pasado siglo y lo que va de este, puede entenderse como una introducción inmejorable para el lector no avezado. Por otra parte, y como he defendido, aquel que quiera encontrar en el texto una fuente de reflexión sobre dicho mapa y la propuesta de vías para seguir pensando lo político, no se verá defraudado. Su doble cualidad de libro pedagógico con una propuesta teórica genuina (la reivindicación de una emancipación que es siempre resistencia, la reivindicación de aquello que en algún lugar escuché llamar a Daniel J. García López “cuidadanía”), sumado a su defensa de la vigencia de un programa ilustrado consciente de sus límites hace del libro de Alicia García una aportación del máximo interés en el contexto de un mundo que se deshace.

Material suplementario
Notas
Notas
[1] Esta reseña se enmarca en los proyectos de investigación “Sujetos-emociones-estructuras: Para un proyecto de teoría social crítica” (FFI 2016-75073-R) y “Procesos de subjetivación. Biopolítica y política de la literatura. La herencia del último Foucault” (FFI2015-64217-P). Ha sido redactada en el contexto de una beca de investigación del Ministerio de Economía, Industria y Competitividad en la Residencia de Estudiantes de Madrid.
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