RESEÑAS Y DEBATES
Frieze D–L. y González Ibáñez, J. (eds.). Totalmente extraoficial. Autobiografía de Raphael Lemkin
Frieze D–L. y González Ibáñez, J. (eds.). Totalmente extraoficial. Autobiografía de Raphael Lemkin
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 21, núm. 41, pp. 579-581, 2019
Universidad de Sevilla
La lectura de todo libro, de entrada, crea expectativas en el lector. Hay libros que consiguen despertar el interés a sabiendas de que han sido publicados gracias a la confluencia de diversos factores que prometen algo novedoso y de calidad. Este es el caso de la obra que nos ocupa, publicada por un Instituto que trabaja incansablemente por los Derechos Humanos, y que ha tenido a bien reconocer la obra y el compromiso humano de Raphael Lemkin, la persona que dio su vida por dar nombre y luchar contra el infame delito del genocidio. A su vez, la edición corre a cargo de Donna–Lee Frieze, una profesora de la Universidad de Deakin (Australia), editora de la edición original en lengua inglesa de Totally Unoficial. The Autobiography of Raphael Lemkin y del profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Alfonso X el Sabio de Madrid, impecable traductor y editor de esta obra en español Por su parte, el prólogo de esta Autobiografía ha salido de la pluma de un Académico de la RAE, Antonio Muñoz Molina y lleva por título: «El dueño de una sola palabra».
Desde el punto de vista meramente descriptivo, el libro consta de doce capítulos y seis apéndices que dan cuenta de la planificación de una obra de tal envergadura, dado que exige recogida de notas y una labor de síntesis que sin unos buenos esquemas y resúmenes, como los que Lemkin elaboró previamente a la redacción de su texto, no hubiera sido tan minuciosa y específica. Los nombres de los capítulos nos marcan el eje conceptual de esta autobiografía: Los primeros años – La huida, 1939 – La huida 1939-1940 – Un refugiado en Lituania, Letonia y Suecia – De suecia a Estados Unidos – Primeras Impresiones e América. Abril– junio 1941 – Alertando al Mundo del Genocidio– El nacimiento de la convención– Ginebra, 1948 – París, 1948 – Escalando nuevamente una montaña – Llegando al final. Por otra parte, de suma importancia son los anexos documentales que se adjuntan en la segunda parte de la obra, unos textos jurídicos y una declaración institucional de carácter político, presentados por orden cronológico, que reflejan los avatares a los que se enfrentó Raphael Lemkin en el proceso de negociación, aprobación y ratificación de la Convención sobre Genocidio.
Con todo, estas son unas pinceladas respecto al libro que estamos presentando, ya que tras la lectura del mismo hemos descubierto una persona que tuvo la desgracia y la fortuna de haber nacido en Polonia, a saber, desgracia porque su estirpe y su familia fue perseguida de por vida, y fortuna, puesto que fue capaz de acuñar, en 1943, ni más ni menos que el término «genocidio». Raphael Lemkin llegó a un mundo en el que polacos, rusos –rutenos– y judíos habían convivido durante siglos. Y si bien vivían enfrentados entre sí, compartían un sentimiento común: el amor a sus ciudades y a la naturaleza que les acogió al nacer. Bosques, granjas, lagos, abedules, conformaban el entorno. Niños que crecían en los huertos y que por arrancar alguna pera o manzana habían aprendido que robar está prohibido por Dios y que ese hecho conlleva un castigo. Esos niños jugaban en las granjas, pero también ayudaban en las tareas. Nuestro protagonista, uno de esos niños creció y estudió Derecho en la Universidad de Leópolis, donde se doctoró en 1926. Lemkin había obtenido su titulo académico, pero su trayectoria vital empezó a dar tumbos a merced de los alemanes. Llegó la guerra y con ella la ocupación alemana y las ejecuciones en masa en Dubno, en 1942. Caos y persecución. Los judíos que se salvaron de los nazis se convirtieron en refugiados. Lituania, Letonia y Suecia fueron sus países de acogida. La mente de Lemkin no paraba de idear un mundo más justo, en el que la convivencia entre los pueblos fuese posible y en el que cesaran las luchas encarnizadas entre los seres humanos. Lemkin fraguó su personalidad en una Europa que sufrió la Segunda Guerra Mundial y se convirtió en ciudadano del mundo, tras haber sido refugiado en Lituania, Letonia y Suecia, viajó a EEUU. Allí, desde varias cátedras universitarias concienció a los estudiantes de la barbarie que se estaba produciendo en Europa y sensibilizó a la sociedad entera para luchar contra ella. Raphael Lemkin no cesó en su empeño y entregó su vida por su ideal. Así, se desplazó a Ginebra y posteriormente a París para conseguir la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, así como la ratificación internacional de la misma.
Con todo, el hecho más llamativo no es que este intelectual escribiera artículos en los que iba analizando la situación socio-política en un plano internacional, sino el cariz de programa vital, marcado por convicciones éticas y morales, que son las que debían sostener un mundo en destrucción. Y es que Lemkin reivindicaba que el siglo XX debía ser un siglo de transición hacia un tipo de cultura diferente, de todas las formas de pensamiento y sentimientos. Ese debía ser el gran cambio cultural del siglo XX. Así las cosas, los refugiados deben luchar por su estado mental, más que por el físico, porque si no están activos mentalmente se arriesgan a perder los elementos de vinculación territorial y el contexto humano que son la fuente de su inspiración. Podrían ser los desplazamientos geográficos impuestos, pero jamás un refugiado debe renunciar a sus principios. De ahí que, cuando ya no era seguro quedarse en Europa, Lemkin escapó de Suecia y se refugió en los Estados Unidos, aun a su pesar, dado que dejaba a sus padres en el viejo continente. Lo que estaba claro es que llegado el momento, en 1941, a los mayores les dejaban morir en su tierra, pero los jóvenes y los adultos tenían que salvar la memoria de sus mayores. La América con la que se topó Lemkin era una América industrial, pero el destino del profesor era la universidad Durham, un entorno apacible que nada tenía que ver con el ambiente de preocupación que se respiraba en las universidades europeas. Estupefacto se quedó Lemkin cuando, a su llegada, le propusieron que pronunciara unas palabras ante los comensales con los que compartía mesa. Sintió cómo el código lingüístico que le imponían era el inglés, una lengua con la que había entrado en contacto exclusivamente a través de los textos escritos. Es entonces cuando encontramos una reflexión muy interesante: «Un hombre posee dos lenguas como parte de su idioma materno: el lenguaje de su infancia y de la vida diaria y sus objetos, y el lenguaje que requiere para su profesión u oficio. Estos lenguajes no son solo diferentes en sus palabras o expresiones, sino sobre todo en su estado de ánimo y en sus emociones». Estas palabras denotan el peso que confiere el bagaje personal en la percepción última de la realidad que nos rodea. Lemkin apela a la inteligencia emocional como base del entramado lingüístico. Una visión enriquecedora para el acercamiento y adquisición de las segundas lenguas.
En las universidades americanas Lemkin trabajó incansablemente y sirvió de puente intelectual entre Europa y América. Como profesor, plantea las diferencias entre el alumnado europeo y el americano, más pasivo el primero y más activo el segundo, dado que el sistema educativo americano era más participativo y los alumnos se veían obligados a preparar diariamente sus clases para poder comentar sobre el supuesto que se les iba a plantear. Así, el estudiante americano tenía que trabajar más duro que el europeo y es ahí donde radica el hecho de que los estudiantes europeos hayan tenido tiempo para estar al frente de muchos movimientos políticos, mientras que en América eso se dejaba para los políticos profesionales. Estas explicaciones permiten marcar las diferencias del perfil académico de los estudiantes en las universidades europeas y americanas y de ahí la diferencia de formación del alumnado.
Con el paso del tiempo la trayectoria profesional de Lemkin fue variando y en 1942 aceptó el puesto de consultor jefe del Consejo de Economía de Guerra en Washington, pero su foco personal no variaba. Quería que alguien fuese capaz de desplegar una mirada humana al otro lado del océano y que se diera cuenta de los millones de seres humanos a los que les esperaba la muerte. Día y noche trabaja sin aliento para concienciar a la gente, ya que no paraban las ejecuciones en Europa. Escribe en sus memorias que su trabajo era una mezcla de sangre y lágrimas, pero su grito contra el genocidio era más fuerte. Así las cosas, en julio de 1948, en Ginebra, se abrió una puerta a la esperanza ya que se iba a contemplar la aprobación de la Convención sobre el Genocidio, con ayuda de la diplomacia. Lemkin era capaz de concienciar a los dirigentes de que el genocidio es una parte esencial de la Historia y que persigue a la Humanidad desde la Antigüedad. Su cultura le permitió contarle al Embajador delegado de Naciones Unidas en Ginebra cómo los reyes asirios habían cometido genocidios a gran escala, tan solo porque sus víctimas se negaron a pagar impuestos. Con todo, en la Grecia clásica, los perpetradores de casos de genocidio se abstuvieron de cometerlo dado que percibieron su maldad. Es el caso de Mitilene, en el siglo V a.C., en el que el pueblo se rebeló contra los atenienses, pero venció el grado de cultura de los atenienses y Mitilene escapó del crudo destino del genocidio gracias a la voz de la conciencia fortalecida por la razón. Un final feliz para los isleños, pero más feliz sin duda fue para Lemkin, exhausto y enfermo por todo el desgaste que había llevado, el momento en el que en París de 1948 veintiún naciones firmaron la Convención contra el Genocidio: Australia, Bolivia, Brasil, Chile, República Dominicana, Ecuador, Egipto, Etiopía, Francia, Haití, Liberia, México, el Reino de Noruega, Pakistán, Panamá, Paraguay, Perú, la República de Filipinas, Estados Unidos de América, Uruguay y Yugoslavia.
En esta Convención sobre el Genocidio uno de los aspectos más decisivos es la inclusión de varios aspectos de genocidio cultural, ya que la destrucción de un grupo social supone la destrucción de la herencia cultural o las aportaciones culturales del mismo. Está claro que la Humanidad entera no puede permitir acabar con aspectos culturales de individuos que pertenecen a diferentes grupos sociales y que enriquecen con su acervo cultural el destino de las naciones.
A pocas personas debe la humanidad rendir tributo como a este intelectual que, siendo profesor universitario, a la vez que fiscal, supo ejercer su profesión sin renunciar a sus principios. El ser humano tiene derechos y si estos se ven afectados o dañados debemos velar por ellos. No deja de ser significativo que esta persona fuera un refugiado del siglo XX y que las páginas escritas por él tiendan puentes de reflexión ante la realidad que nos está tocando vivir en el siglo XXI.
Lemkin gozó de una inteligencia emocional –tan de boga en los últimos tiempos– que nos enseña cómo se debe tratar a los enemigos, a los embajadores o a los generales, con el mismo temple si es que tenemos un objetivo claro. Y es que no le tembló la palabra, cuando tuvo que pasar desapercibido si no quería ser aniquilado, o se vio en la obligación de pronunciar algún discurso, para convencer a sus interlocutores, ni tampoco el pulso, cuando de lo que se trataba era de dejar por escrito el testimonio escrito con la sangre de tantos inocentes. Sin duda, esta Autobiografía mereció ser escrita, pero afirmo que merece la pena ser leída puesto que atesora infinidad de detalles sociológicos –Lemkin es capaz de caracterizar a los habitantes de diferentes pueblos de una manera magistral–, literarios –las descripciones, especialmente de la naturaleza, con las que adereza la narración, denotan la sensibilidad literaria del autor–, políticos –un sinfín de personalidades del mundo de la política y encuentros que tuvieron lugar a escala internacional–, económicos –no se le pasa el cálculo matemático de las pérdidas que se originaron como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial–.
Además, si el lector ávido de conocimiento, requiere más información sobre este crucial tema del genocidio, dispone de una vasta bibliografía con la que podrá constatar los múltiples aspectos que se han abordado en el ámbito de la investigación y aquellos que todavía están por investigar.
Por último, el índice de materias que cierra el libro nos demuestra el celo con el que se ha realizado la edición, pues todo aquel que ha elaborado un índice es consciente del trabajo ímprobo que supone, y por lo tanto, no podemos menos que agradecerlo.
Sea extensible el agradecimiento de esta maravillosa obra a los editores, Donna–Lee Frieze y Joaquín González Ibáñez quienes, junto con el Instituto Berg, haciendo honor a su promesa, han inculcado al lector su máxima: «Lee, piensa y transforma».