LAS IDEAS. SU POLÍTICA Y SU HISTORIA
Segunda carta de Foción a los prudentes ciudadanos de Nueva York [Abril de 1784]1
Second Letter from Phocion, [April 1784]
La apresurada obrita firmada por Foción ha tenido por parte del público una recepción más favorable de lo esperado. La fuerza de la llana verdad la ha transportado en contra de la corriente de los prejuicios, y los principios que sostiene han ganado terreno a pesar de la oposición de aquellos que estaban demasiado enfurecidos o demasiado interesados como para ser convencidos. Hasta hace poco, tales hombres se daban por satisfechos atacando al escritor con virulentas invectivas sin intentar responder a sus argumentos; pero alarmados por el éxito de las opiniones que defiende, uno de ellos ha ofrecido por fin una respuesta. Con qué grado de éxito, dejemos que los más proclives a su opinión lo determinen2.
Decir que la respuesta de Mentor es un pobre intento no sería una descalificación de sus habilidades, porque de hecho la causa que él abraza no admite nada sólido, y como partidario de la misma, antes se le puede culpar de no conocer mejor sus puntos débiles que de haberla expuesto al experimento de una defensa.
Pero antes de ahondar más en el asunto aprovecharé la ocasión para reconocer, con pesar, la imprudente exhibición de exaltación que existe en mi anterior carta, aprovechada por muchos para generar prejuicios en contra de las verdades que contiene y expuesta a ser malentendida como una censura general a esa parte de la comunidad cuyo celo, sacrificios y sufrimientos deben hacerla siempre respetable para los verdaderos amigos de la revolución. Sólo señalaré a modo disculpa (pues es realmente el caso) que, cualquiera que fuera la gravedad de la hostilidad consentida, ésta estaba completamente dirigida contra un número muy reducido de hombres que manifiestamente no aspiran sino a adquirir poder y beneficio para sí mismos, y que con tal de satisfacer tal ansia pisotearían todo lo sagrado en la sociedad y derribarían los cimientos de la seguridad pública y privada. Es difícil para alguien tan ligado por una pura devoción a la vida pública, cuando la ve invadida y en peligro bajo las pretensiones especiosas pero falsas de tales hombres, poder reflexionar o hablar de su conducta sin indignación. Es igualmente difícil para quien en los asuntos que afectan a la comunidad considera sólo los principios y no a los hombres, mirar con indiferencia los intentos de convertir los grandes principios del derecho social, la justicia y el honor en víctimas de la animosidad personal o de las intrigas partidistas.
Más amabilidad merecen, en efecto, los errores de aquellos que han sufrido demasiado como para razonar con imparcialidad, cuyos honestos prejuicios, convertidos en hábitos por los efectos de ocho años de guerra, no pueden acomodarse con inmediatez a ese sistema que el bien público requiere, y cuyas circunstancias favorecen en menor medida la distinción entre las doctrinas creadas para apoyar el curso de una revolución y las que han de otorgar una prosperidad permanente al estado.
Para ser justo con mis propias intenciones, he considerado apropiado establecer como premisas estas observaciones, y ahora procederé, de manera tan concisa como me sea posible, a examinar las sugerencias del Mentor, intercalando a medida que avance algunas observaciones sobre otras objeciones, omitidas por él pero instadas en otros lugares contra los principios de Foción.
El Mentor propone que se consideren las opiniones de Foción como una novedad política, pero si está hablando en serio ello es prueba de que ni siquiera está “medianamente bien informado”. Tales opiniones son tan antiguas como las habituales ideas acerca del gobierno libre en la humanidad, y pueden encontrarse no sólo en todos los escritores que especulen sobre estos temas, sino entretejidas en la teoría y práctica del código que constituye la ley de la tierra. Hablan el idioma común de este país en los albores de la revolución y son fundamentales para su felicidad y respetabilidad futuras.
Los principios de todos los argumentos que he usado o usaré descansan sobre unas pocas proposiciones simples que para ser acordadas sólo necesitan ser enunciadas:
Primero, que ningún hombre puede perder o ser justamente privado, sin su consentimiento, de ningún derecho que tenga conferido como miembro de la comunidad, salvo por algún delito que provoque la pérdida.
Segundo, que ningún hombre debe ser condenado sin ser oído, ni castigado por supuestas ofensas sin tener la oportunidad de defenderse.
En tercer lugar, que un delito es un acto cometido u omitido en violación de una ley pública que o lo prohíba o lo ordene.
En cuarto lugar, que un procesamiento es, en su sentido más preciso, una investigación o modo de determinar si una persona en particular ha cometido u omitido tal acto.
Quinto, que los deberes y los derechos que se aplican a los sujetos son recíprocos o, dicho de otro modo, que un hombre no puede ser considerado ciudadano en relación con un castigo y no ciudadano en relación con un privilegio.
Estas proposiciones difícilmente serán refutadas por quien se considere amigo de la libertad civil. Más adelante se verá la plena aplicación de las mismas.
A raíz de la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, a la que se adhirió nuestra Convención el día 9, la hasta entonces colonia de Nueva York se convirtió en un estado independiente. Todos los habitantes sometidos al gobierno anterior y que no se retiraron tras el cambio que tuvo lugar habían de ser considerados ciudadanos, debiendo lealtad al nuevo gobierno. Esa es, al menos, la presunción legal y ese fue, de hecho, el principio sobre el cual se han fundamentado todas las medidas de nuestros consejos públicos. Se han exigido impuestos y se han infligido castigos de acuerdo con esta regla. Si se tuviera que permitir alguna excepción, esta sólo podría derivar de la indulgencia del estado hacia aquellos individuos que por circunstancias particulares solicitaran un trato diferenciado.
Antes de caer bajo el poder del ejército británico, los habitantes del distrito sur eran tan ciudadanos del estado como los habitantes de otras partes del mismo. Deben, por tanto, continuar siéndolo a menos que hayan sido despojados de esa cualidad por alguna circunstancia posterior. Tal circunstancia debe ser cualquiera de las siguientes:
El haber caído bajo el poder del ejército británico a causa de la guerra.
El haber perdido su derecho a causa de su mala conducta.
El haber sido excluidos del pacto por una ulterior asociación del cuerpo del estado, o
El haber perdido la condición de miembros mediante un tratado.
De acuerdo con los principios fundamentales del gobierno y la práctica constante de las naciones, la primera de estas circunstancias en absoluto tendría como resultado la pérdida de la ciudadanía. Permitir tal resultado sería transformar la desgracia en culpa; en muchos casos sería hacer de la negligencia de la sociedad, al no proporcionar medios de defensa adecuados a las distintas partes, el crimen de aquellas partes que fueron las víctimas inmediatas de esa negligencia. Fomentaría la disolución de la sociedad al aflojar los lazos que unen a las diferentes partes y excusaría a aquellos que momentáneamente cayeran ante el poder de un conquistador, no sólo sometiéndose de la manera que se le exija, sino participando de forma voluntaria, interesada y decisiva junto a él.
Era la política de la revolución inculcar a cada ciudadano la obligación de renunciar a su residencia, a la propiedad y a todo asunto privado por el servicio de su país, y muchos de nosotros apenas si hemos aprendido a considerar menos que traición el haber obrado de manera diferente. Pero es hora de que corrijamos la superabundancia de opiniones propagadas a través de la política y adoptadas por el entusiasmo; y mientras admitimos que aquellos que actuaron de manera tan desinteresada y noble merecen el aplauso y que en todas partes se les conceda las recompensas apropiadas de su país, debemos dejar de atribuir una culpa indiscriminada a aquellos que, sometidos a las vicisitudes de la guerra, mantuvieron sus residencias y bienes. Debemos aprender que la tendencia habitual de la humanidad permite esta conducta y que, de acuerdo con ella, cada vez que el estado recupera la posesión de las partes que durante un tiempo estuvieron sometidas, los ciudadanos recuperan de inmediato todos los derechos que anteriormente tenían concedidos.
En cuanto a la segunda circunstancia, la pérdida por mala conducta, no hay duda de que todos los que permanecieron dentro de las fronteras británicas y no se limitaron a rendir una obediencia que no podían rechazar sin ruina, sino que participaron voluntaria e interesadamente con el enemigo, alargando así la guerra, quedaron sujetos a las penas por traición. No podían, sin embargo, hacerse a sí mismos extranjeros por esa conducta, porque aunque estaban obligados a prestar una obediencia temporal y limitada al conquistador, no podían transferir su futura lealtad del estado a una potencia extranjera. De haber devenido también en extranjeros, habrían dejado de ser traidores, y todas las leyes del estado aprobadas durante la revolución, por las cuales se les considera y castiga como a súbditos, se habrían vuelto, de esa forma, ininteligibles e injustas. De hecho, la idea de ciudadanos que se convierten a sí mismos en extranjeros al actuar en contra del estado al que pertenecen es totalmente nueva, desconocida e inadmisible en la ley y contraria a la naturaleza del pacto social.
Pero si este no fuera el caso aún persistiría una dificultad insuperable, pues ¿cómo determinar quiénes son los extranjeros o traidores? (Llamémosles de la forma que queramos). Se ha visto que los límites de las fronteras británicas no pueden dilucidar la cuestión, porque esto sería como decir que el mero hecho de caer bajo el poder del ejército británico hizo de cada hombre un traidor o un extranjero. Sería arruinar a un tercio de los ciudadanos del estado con una culpabilidad y un envilecimiento indiscriminados, sin evidencia o indagación. Sería convertir los delitos, que por su naturaleza son personales e individuales, en colectivos y territoriales. ¿Debemos llevar a cabo una investigación para determinar el crimen de cada persona? Esto sería entonces un proceso judicial, y el tratado prohíbe todos los procesos futuros. ¿Deberá la legislatura coger el mapa y realizar una delineación geográfica de los derechos y las inhabilitaciones de sus ciudadanos? Esto sería calibrar la inocencia y la culpa por latitud y longitud. Sería condenar y castigar no a un hombre sino a miles por supuestos delitos sin darles la oportunidad de defenderse. ¡Que Dios no permita que semejante acto de descarada tiranía deshonre nuestra historia! ¡Que Dios no permita que el conjunto del pueblo se corrompa lo suficiente como para desearlo o incluso entregarse a él!
Pero aquí el Mentor nos informa de que el tratado, en lugar de poner obstáculos a las opiniones de aquellos que desean transformar a sus conciudadanos en extranjeros, es precisamente lo que elimina la dificultad. El Mentor está totalmente en lo cierto en que, si son por completo extranjeros, se deberá a que así lo establece alguna estipulación en el tratado, si bien se requiere no poca destreza para demostrar que tal estipulación existe. Y de existir, debería recogerse en los artículos 5º y 6º. Veamos si, analizando estos artículos, podemos intentar averiguarlo.
El artículo 5º se refiere en la primera cláusula a los verdaderos súbditos británicos cuyas propiedades fueron confiscadas, y estipula que el Congreso recomendará una devolución de las mismas. La segunda cláusula se refiere a los residentes en los distritos ocupados por las fuerzas británicas que no lucharon contra los Estados Unidos, cuyas propiedades, también confiscadas, el Congreso recomendará su devolución. La tercera cláusula comprende a todas las personas que tengan una situación distinta de las anteriores, y estipula que se les debe permitir permanecer en cualquiera de los estados sin ser perseguidas durante doce meses, con el fin de solicitar la devolución de sus propiedades confiscadas, recomendando el Congreso, incluso con respecto a ellos, la devolución a condición de que, donde se hubiera producido una venta, reintegren el precio de buena fe que los poseedores actuales abonaron por dichas propiedades.
Como se desprende del análisis de este artículo, a los habitantes del distrito sur bajo el poder del ejército británico no se les incluye dentro del conjunto general de extranjeros, como se ha afirmado. Vemos que el texto distingue expresamente a los “verdaderos súbditos británicos” de los “residentes en los distritos ocupados por las fuerzas británicas”. Estos últimos, tanto por la letra como por el espíritu del artículo, no se consideran súbditos británicos.
No existe un punto medio entre ser un verdadero súbdito británico y no ser un súbdito británico en absoluto. Un hombre es o no es súbdito de un país. La palabra “verdadero”, aplicado en sentido afirmativo, es redundante, y su inherente contraste es falso o fingido. Si denominamos súbditos británicos falsos o fingidos al resto de personas descritas en el artículo, en lugar de validar la interpretación del Mentor, la estamos suprimiendo, porque si sólo son falsos o fingidos súbditos británicos, deben ser entonces verdaderos súbditos estadounidenses; o en otras palabras, si no son verdaderos súbditos británicos, como por implicación necesaria así se les ha declarado, deben ser necesariamente súbditos estadounidenses.
La expresión verdaderos súbditos británicos, estrictamente hablando, es imprecisa, pero con algo de imparcialidad su alcance práctico se puede establecer fácilmente. Es bien sabido que en muchos casos, tanto en este como en otros estados, se han confiscado las propiedades de personas que nunca habían sido súbditos de este país, ni antes ni después de la revolución, pero que verdaderamente eran súbditos de Gran Bretaña. De entre nosotros, Sir Henry Clinton, el fallecido gobernador Tryon, Lord Dunmore, son ejemplos de verdaderos súbditos británicos, según contempla el tratado. Todos los demás son, desde luego, súbditos norteamericanos.
Para entender relativamente los artículos 5º y 6º, es necesario señalar que los diferentes tipos descritos en el artículo 5º tienen una cualidad común: a todos ellos se les había confiscado sus bienes. He resaltado este hecho de forma intencionada porque demuestra indiscutiblemente que las personas referidas en el artículo 5º y las referidas en el artículo 6º son totalmente diferentes. El primero se refiere a las personas cuyos bienes han sido confiscados, y tiene por objeto la restitución de los mismos, mientras que el otro está relacionado con aquellos cuyos bienes aún no han sido confiscados y que realmente no estaban padeciendo la aplicación de la ley, y tiene por objeto evitar futuros juicios, confiscaciones o perjuicios a personas por culpa de su conducta durante la guerra.
Esta distinción resuelve la aparente contradicción entre los artículos 5º y 6º, con el primero contemplando la futura residencia dentro del estado de un tipo particular de personas por un período de doce meses, y el otro prohibiendo cualquier perjuicio o daño futuro a personas, libertad o propiedad. A primera vista, los amplios términos de la última disposición parecen reemplazar y hacer absurda a la primera, pero los dos artículos se reconcilian si se considera a aquellos que ya habían sufrido la aplicación de la ley fuera del ámbito del artículo 6º (*), mientras que todos los demás contra quienes la ley no se había aplicado están dentro de la protección del artículo 6º. No opera de forma retrospectiva ni restitutiva, sino que busca prevenir y detener la futura oleada de enjuiciamientos y castigos.
Para ilustrar, de una manera más sorprendente, la falacia del comentario del Mentor acerca del tratado, proporcionaré una serie de ejemplos acompañados de algunas aclaraciones cuya imparcialidad no creo que se ponga en entredicho.
“En el artículo 6º,” dice el Mentor, “se establece que nadie sufrirá en su persona, su libertad o sus bienes, a causa del partido que pudiera haber tomado en la guerra,” y si bien, de conformidad con el tratado, en lo sucesivo nadie podrá sufrir en cualquiera de estos aspectos, sin embargo muchos, de manera consistente con el tratado, sí pueden ser declarados extranjeros, pueden ser despojados de los derechos más valiosos de la ciudadanía y pueden ser expulsados del estado, pero todo ello sin daño a la persona, la libertad o la propiedad. “El artículo 5º,” aunque sólo se refiere a aquellos a quienes ya se les han confiscado sus propiedades, “describe a las personas a las que se refiere el 6º”, que de hecho estipula que no habrá futuros enjuiciamientos, ni confiscaciones, ni daño a la persona, la libertad o la propiedad. Sin embargo, esto sólo significa que no habrá futuros juicios contra aquellos que ya han sido condenados y desterrados, ni se confiscarán las propiedades de aquellos cuyas propiedades ya han sido confiscadas, ni perjuicio contra las personas, la libertad y las propiedades de aquellos que ya han de ser tenidos como muertos según la ley tras arrebatarles sus derechos civiles y forzarles al exilio; pero con respecto a todos aquellos que aún no han sido ni condenados, ni desterrados y ni sometidos a confiscación, es decir, las únicas personas comprendidas en el artículo 5º y previstas en el 6º, sí podemos enjuiciar, desterrar, confiscar, arrebatar el derecho al voto, y cualquier otra cosa que consideremos oportuna. El artículo 5º prefija los buenos oficios del Congreso para aquellos que ya se han arruinado, y el artículo 6º cuida bondadosamente de que no se arruinen una segunda vez, pero abandona a todos los demás a su destino y nuestra misericordia. “El artículo 5º separa a las personas a las que se refiere en tres clases: primero, aquellos que son verdaderos súbditos británicos; segundo, aquellos que no tomaron las armas en contra del país” (es decir, súbditos británicos que por tanto no eran verdaderos súbditos británicos, y a los que se describen como residentes en los distritos ocupados por las fuerzas británicas); “y una tercera clase definida por la disposición que se establece con ellos, a saber, que gozarán de libertad para ir a cualquier parte de los Estados Unidos durante doce meses y para solicitar la restitución de aquellos bienes que pudieran haber sido confiscados. Esta clase la deben comprender aquellos que, perteneciendo a los Estados Unidos, han tomado las armas en contra de su país. Con respecto a la primera y segunda clases, se acuerda que el Congreso recomiende a los estados la restitución de sus bienes. Con respecto a los de la tercera clase, parece que el ministro inglés consideró demasiado innoble solicitar alguna consideración, salvo el miserable privilegio de que pudieran solicitarla por ellos mismos”, aunque de hecho está expresamente estipulado que, incluso para ellos, el Congreso recomendará una restitución de sus propiedades, derechos y bienes, siempre que, en los casos en que hubiera habido una venta real, se reintegre a los propietarios actuales el precio de buena fe que abonaron. “Sin embargo”, continúa el Mentor, “no encuentro por ninguna parte donde se solicite, ni siquiera de manera tácita, que cualquiera de las tres clases pueda habitar entre nosotros y disfrutar de las exenciones y privilegios de los ciudadanos, puesto que la primera clase incluye a los que fueron súbditos anteriormente, mientras que como miembros de la segunda y tercera clases se consideran los súbditos adquiridos de Inglaterra”. Adquiridos, pero no verdaderos.
Así, tomando las líneas generales de la interpretación que hace el Mentor, vemos que todo es un conjunto de absurdos, o dicho de otro modo, al establecer la conexión entre las consecuencias y los fundamentos de su comentario sobre el tratado, la conclusión es tan ridícula que asombra a cualquiera.
A estas alturas ya ha de ser evidente que no existe nada en los términos del tratado que respalde la suposición de que aquellos que han estado en los territorios ocupados por los británicos sean considerados como extranjeros, y de que así se haya acordado mutuamente. Una razón por la cual se aceptó originalmente esa idea fue la de que, de haber sido extranjeros, habría sido improcedente que ellos acordaran nada, pero he demostrado en mi carta anterior que existe más de un precedente de acuerdos para súbditos en circunstancias similares.
Un buen criterio para precisar el significado del tratado en este punto es recurrir a las impresiones que causó nada más conocerse, antes de que hubiera habido tiempo para planear y falsificar el sentido natural y obvio de las palabras. Cada cual recordará, si lo hace con sinceridad, que al principio se sintió sorprendido ante la idea de que los desafectos estuvieran protegidos de cualquier privación y perjuicio futuros y que, por más que a muchos desagradara la idea de que debían de compartir derechos con aquellos que habían apoyado la revolución, nadie dudó de que ese era el significado del tratado. De hecho, la duda principal parecía ser en principio si el artículo 6º no era tan amplio como para proteger de perjuicios personales incluso a aquellos que ya habían sido condenados, en caso de que regresaran al estado.
No reavivaré aquí la cuestión acerca de la prerrogativa del Congreso para hacer esta estipulación, no sólo porque Mentor parece haber aceptado este punto y reconocer nuestra obligación a la fiel observancia del tratado, sino porque lo que se dijo en mi carta anterior acerca de este asunto me ha de seguir pareciendo absolutamente concluyente, hasta que se puedan asignar unos límites satisfactorios a las prerrogativas de la guerra, la paz, y el establecimiento de tratados otorgadas al Congreso, distintos de los que he mencionado: la seguridad pública y la organización fundamental de la sociedad.
Si en algún momento se establece un nuevo límite, diferente e inteligible, renunciaré a la cuestión si no puedo demostrar su imposibilidad práctica.
Los intereses compartidos de la humanidad y la tranquilidad general del mundo hacen necesario que el poder de hacer la paz, dondequiera que resida, se interprete y ejerza con liberalidad, e incluso en los casos en que su alcance pueda ser dudoso, es la política de todas las naciones sabias darle libertad en lugar de limitarla. En tiempos de guerra las exigencias de una comunidad son tan diversas y a menudo tan críticas que sería extremadamente peligroso establecedor unos límites estrechos a ese poder mediante el cual dicha comunidad podrá recobrarse. La consecuencia que a menudo puede traeres la falta de confianza en nuestros compromisos y la prolongación de los horrores de la guerra.
Puede que este lugar no sea el inapropiado para responder a una objeción hecha a una afirmación incluida en mi anterior carta. Allí se establece, como regla general, que la violación de un sólo artículo de un tratado anula la totalidad del mismo. La razón de esta regla es que cada artículo debe observarse como la compensación de algún otro artículo.
Esto ha dado ocasión a que algunos consideren que, siguiendo mis principios, la violación del tratado por parte de los británicos al llevarse un gran número de esclavos, ha anulado desde entonces el tratado y nos ha otorgado plena libertad para abandonar lo acordado por nuestra parte3.
Esto tiene una respuesta fácil y concluyente. La violación de un artículo anula la totalidad del mismo, siempre que la parte perjudicada elija aprovecharse de ello para disolver el tratado, pero si su interés dicta una conducta diferente, puede ignorar el incumplimiento y dejar que la obligación del tratado continúe. La potestad para determinar si el tratado ha sido violado pertenece propiamente a la instancia que lo redactó. El Congreso ha tomado sabiamente un rumbo diferente y, en lugar de reanudar las hostilidades declarando nulo el tratado, ha actuado bajo la presunción de que este continúa vigente y le ha dado mayor validez y fuerza mediante actos posteriores. Desde entonces el tratado definitivo ha sido concluido y proclamado con notable solemnidad y energía para su cumplimiento por parte de los ciudadanos de los Estados Unidos.
La tercera forma apuntada por la cual los habitantes de los distritos del sur podrían haber perdido sus derechos de ciudadanía es el habérseles excluido del pacto mediante una asociación ulterior del cuerpo del estado. Sin embargo, la realidad es justo la contraria, porque no solo la Constitución prevé la representación de los habitantes del sur en la cámara legislativa, sino que durante toda la guerra, a raíz de un decreto de la Convención que formuló la Constitución, de alguna forma se ha mantenido una verdadera representación, si bien su regularidad (fuera cual fuera la conveniencia de aquello) fue más que cuestionable, dado que todas las elecciones fueron suspendidas en esa parte del estado. El hecho de que durante la guerra existiera una representación constante de los habitantes del distrito sur en el Congreso viene a refutar de forma concluyente tanto a nivel racional como legal la pretendida consideración como extranjeros de esos habitantes a causa de la guerra, o por cualquier otra causa colectiva anterior al tratado de paz. A esto se podría añadir que, en el transcurso de la guerra, diversas leyes estatales reconocen y tratan como súbditos a los habitantes del distrito sur, quienes deben lealtad al estado y en consecuencia tienen los derechos que en general los súbditos disfrutan al amparo del gobierno.
Este argumento resulta aún más sólido si prestamos atención a las labores que ha realizado el gobierno desde que se restauró su jurisdicción en el distrito sur. No esperamos a que se aprobara ninguna ley de nacionalidad (Bill of naturalization) para eliminar los impedimentos de los habitantes antes de proceder a convocar elecciones. No limitamos la participación en esas elecciones solo a aquellas personas que habían residido fuera del territorio ocupado por los británicos, sino que la abrimos a cualquier persona que decidiera prestar el juramento establecido por el Consejo4. Ciertamente pocos en esta ciudad, aparte de los que estaban ausentes, votaron en las elecciones, pero sí lo hicieron bastantes en los condados. Y si aceptáramos la opinión de que los habitantes en general del distrito sur eran considerados extranjeros, ya fuera antes del tratado de paz o como consecuencia del mismo, surgiría una curiosa cuestión de difícil respuesta en cuanto a la validez de la elección de muchos que ahora ocupan escaños en el Senado y el Congreso. En la medida en que un acto de gobierno puede dirimir el fondo de una controversia, la cuestión queda zanjada. El Consejo para el gobierno provisional del distrito sur al designar el modo de elección, el proceder del Congreso, considerando que los miembros elegidos de ese modo son inconstitucionales, o que los habitantes del distrito sur en general, ya sea por el tratado o por cualquier circunstancia anterior, no son extranjeros.
Me he centrado mucho más en este tema, no solo porque la idea de considerar extranjeros a los habitantes del distrito sur de manera generalizada es la base sobre la que Mentor se ha apoyado, sino porque algunas personas con poder para hacer un uso malicioso de la misma se esfuerzan en difundirla, lo cual, de prevalecer, traería dañinas consecuencias. Apremiadas por la dificultad para distinguir entre los que pudieran haber renunciado a los derechos de ciudadanía y los que no lo hicieron, y de hacerlo sin violar de manera flagrante tanto la Constitución como el tratado de paz, esas personas están dispuestas a idear algún subterfugio para evadir a ambos, y lo que se les ha ocurrido ha sido declarar extranjeros a todos los habitantes del distrito sur que vivieron dentro de las líneas británicas durante la guerra, con el miserable pretexto de que es el tratado el que los ha declarado así.
Por lo tanto, he aquí otro ejemplo de lo fácil que es para los hombres mudar de principios según sus circunstancias: son fervientes defensores de los derechos de los ciudadanos cuando son invadidos por otros, pero se convierten ellos mismos en invasores en cuanto pueden, y combaten la expansión del poder en manos de otros, pero en el momento de conseguirlo avanzan con más atrevimiento que aquellos a los que combatieron. ¿Deben ser esos hombres santificados con el sagrado apelativo de patriotas? ¿No deberían más bien ser considerados como hombres que hacen de sus pasiones, prejuicios, e intereses la única medida de los derechos propios y ajenos?
La historia de la humanidad está llena de estos tristes ejemplos de la contradicción humana.
Tras haber mencionado el juramento establecido por el Consejo para los electores en el distrito sur, aprovecharé la ocasión, en este lugar, con libertad pero con respeto, para examinar la idoneidad de esa medida.
Esta medida se basó en una ley estatal aprobada en 1778 que establecía que las personas que fueran culpables de ciertos delitos tipificados en esa misma ley debían de ser inhabilitadas para votar de por vida en cualquier elección pública (me limito a exponer brevemente la idea general de la ley). Pero el Consejo sin duda pasó apuros a la hora de probar quiénes habían incurrido en la inhabilitación. Dado que los delitos castigados con la inhabilitación eran de un tipo concreto, era necesario que se probaran taxativamente antes de que la ley pudiera aplicarse.
El Consejo, por lo tanto, no podía cumplir los requerimientos de esa ley al declarar inhabilitados a todos los que habían residido dentro del territorio ocupado por los británicos durante la guerra. El Consejo no dejaría que el funcionamiento de esa ley dependiera del rumbo de ninguna investigación o decisiones judiciales, porque esto habría supuesto un claro incumplimiento del tratado, y había que mantener las apariencias. Además, existía otro motivo adicional. Las actuaciones legales habrían sido necesariamente dilatorias y las elecciones estaban a punto de celebrarse. Se consideró inadecuado que la voz del público en general dominara esas elecciones, como tal habría sido el caso si la ley en cuestión hubiera seguido su curso natural. Algunos temían que se produjeran tumultos si no se complacía a los ciudadanos que por entonces regresaban.
El juramento fue una medida popular, y por ello más peligrosa. Si lo examinamos objetivamente, debemos admitir no solo que fue una forma de eludir el tratado, sino una subversión de un gran principio de la seguridad pública, a saber, que todo hombre debe ser considerado inocente hasta que se demuestre su culpabilidad. La medida suponía invertir el orden de las cosas y, en lugar de obligar al estado a probar la culpabilidad para poder imponer la condena, obligaba al ciudadano a demostrar su propia inocencia para evitar la condena. Suponía generar recelos en los ciudadanos honestos y escrupulosos, e incitar al perjurio.
Que esto era una evasiva para no cumplir el tratado queda ilustrado por la cuarta proposición, enunciada anteriormente. Fue un método de investigación para saber quién había cometido algunos de esos delitos asociados a la pena de inhabilitación, lo que, con semejante agravante, privaba al ciudadano del beneficio de una ventaja de la que habría disfrutado si, como en el resto de casos, la carga de la prueba residiera sobre el fiscal.
Para dejar más claro este asunto, supongamos que, en lugar del procedimiento de acusación y juicio con jurado, la cámara legislativa se propusiera declarar que todo ciudadano que no jurara no haber estado nunca del lado del rey de Gran Bretaña, incurriera en todas las penas que prescriben nuestras leyes de traición. ¿No sería esto una elusión palpable del tratado y una violación directa de la Constitución? El principio es el mismo en ambos casos, con la única diferencia de que en el caso sobre el que ya se ha legislado el ciudadano pierde una parte de sus derechos, mientras que en el caso supuesto, los perdería todos. El grado de castigo es todo lo que distingue a cada caso. Debidamente tomados en cuenta, en cada caso nos encontraríamos con que una nueva y arbitraria forma de enjuiciamiento viene a sustituir a otra antigua y altamente estimada –el juicio con jurado– que contemplan tanto las leyes como la Constitución del estado.
No olvidemos que la Constitución declara que el juicio con jurado debe permanecer inalterado para siempre en todos los casos en los que se haya utilizado anteriormente, y que la cámara legislativa no puede establecer en ningún momento ninguna jurisdicción nueva que no rija su proceder según el curso de la ley común. Nada puede ser más aberrante para el verdadero espíritu de la ley común que indagar en la conciencia de los hombres.
La participación en la soberanía del estado, que es ejercida por el conjunto de los ciudadanos, mediante el voto en las elecciones, es uno de los derechos más importantes del individuo, y en una república la ley debería valorarla por delante de todo. Es gracias a ese derecho que continuamos siendo un pueblo libre; y por lo tanto nunca aceptaremos que despojar a cualquier ciudadano de ese derecho sea un acto menos solemne que privarlo de sus bienes. Tal doctrina no sería adecuada para los principios de la revolución, la cual enseñó a los habitantes de este país a arriesgar sus vidas y su prosperidad para reivindicar su libertad o, en otras palabras, su derecho a participar en el gobierno. Esa parte de la soberanía, a la que cada individuo tiene derecho, es lo más valioso. Es por lo que hemos luchado y sangrado; y debemos ser prudentes y cuidarnos de establecer cualquier precedente –por mucho que ahora vaya dirigido contra aquellos a quienes odiamos– que acabe por hacer algo precario de nuestro derecho a este gran privilegio. Aquí podemos encontrar el criterio para distinguir al liberal genuino del fingido. El hombre que ataque ese derecho, de cualquier forma, es un enemigo del liberalismo5.
Si cualquier juramento que refiera a conductas pasadas llegara a convertirse en la condición bajo la cual los individuos que residieron en territorio ocupado británicos deben mantener sus propiedades, veríamos de inmediato que este procedimiento es tiránico y que supone una violación del tratado; y sin embargo, cuando se emplea el mismo modo para despojar ese derecho, que debería considerarse aún más sagrado, muchos de nosotros estamos tan encandilados que no reparamos en el daño.
Supone una petición de principio decir que aquellas personas que se verán afectadas han renunciado previamente a ese derecho y que, por lo tanto, no se les quita nada. ¿Cómo sabemos quiénes son las personas que están en esta situación? Si la respuesta es que esa es la manera que se ha elegido para averiguarlo, entonces la objeción a ello es que esa es una manera impropia, porque sitúa los intereses más esenciales del ciudadano en circunstancias peores de las que deberíamos estar dispuestos a tolerar cuando se trata de intereses inferiores, y porque, para eludir el tratado, sustituye al procedimiento legal establecido para investigar delitos e imponer incautaciones, algo que contrario a la Constitución y aberrante para el espíritu de nuestra ley.
Se ha hecho mucho hincapié en un par de palabras sin trascendencia incluidas en la ley, cuyas penas debía hacer cumplir el juramento que crearon. El texto de la ley declara que las personas que hayan cometido todo aquello que ahí se enumera, serán descalificadas ipso facto. A esta expresión, en apariencia contundente pero de poca sustancia, se le han atribuido efectos maravillosos, pero veamos si podemos fijar su significado. Si un hombre comete un asesinato, por eso mismo ipso facto incurre en la pena de muerte, pero antes de que pueda ser ahorcado debemos averiguar si ciertamente ha cometido el hecho. Si un hombre hace algo que le inhabilita para votar, si bien por el mismo acto incurre ipso facto en la pena prevista para el delito, antes de que pueda ser realmente inhabilitado debemos averiguar si realmente lo ha hecho. De todo lo cual deducimos que las palabras ipso facto son meros expletivos que no añaden nada a la fuerza o efectividad de la ley.
También se ha dicho que generalmente los gobiernos libres toman la precaución de establecer un juramento en el que se determinan los requisitos de los electores, si bien podemos retar a quienes afirman tal cosa a que demuestren si alguna vez se han tomado juramentos retrospectivos que obligaran a los electores a jurar que no han sido culpables de anteriores delitos. En ninguno de los episodios de violencia partidista que ha sufrido Gran Bretaña en diferentes épocas jamás se ha adoptado nada de este tipo. Ni siquiera allá donde el fanatismo religioso ha exacerbado la confrontación política, y en medio de una indecisa lucha por la corona nunca ha ido más allá de prescribir juramentos para comprobar en términos generales el apoyo existente hacia el gobierno, sin consideración de faltas concretas anteriores. Las nociones prácticas sobre la libertad legal establecidas con el tiempo en ese país harían que tal experimento fuera demasiado impopular como para que ningún gobierno lo intentara. Los entendidos piensan que incluso allí se ha llevado demasiado lejos el asunto de los juramentos, pero nosotros, que pretendemos tener un celo por la libertad más puro, y en una contienda ya decidida tras la renuncia formal de la parte contraria a sus exigencias, ansiamos llevar el asunto a un extremo todavía más censurable.
Los promotores de la medida que ha provocado esta digresión han sido hombres cuyas opiniones e intenciones respeto. Algunos se contagiaron de la opinión popular, otros de las impresiones demasiado fuertes del interés momentáneo, y una tercera clase de la insensata inclinación de alguna aspiración especial.
En cuanto al cuarto motivo por el que los habitantes del distrito sur pudieran haber perdido sus derechos de ciudadanía, la pérdida de la condición de miembros establecida mediante tratado, esto efectivamente lo he tratado dentro del tercer punto, y confío en haber demostrado, para la absoluta satisfacción de todas las personas sencillas, que no hay base alguna para suponer que dicha pérdida está contemplada en el tratado. Concluiré lo que pretendo decir sobre este asunto con unos breves apuntes.
No hay precedentes para el caso en el que un país, al rendir sus adquisiciones en guerra al estado del cual las obtuvo, debiera dictaminar acerca de los habitantes del territorio devuelto como si de sus propios súbditos se trataran. Hacerlo sería inútil y absurdo. Inútil porque al tener que rendir el territorio, retener la lealtad de sus habitantes no otorgaría ninguna ventaja real; y absurdo porque al devolver el territorio rendido como parte del estado ante el que ocurre la rendición, sería contradictorio que en el mismo acto se reconociera el derecho de ese estado sobre la parte devuelta y que sin embargo se siguiera reclamando la lealtad de sus habitantes.
Puesto que la cuestión no trata de las cesiones originales, la rendición conlleva una implicación decisiva, esto es, que los habitantes del territorio rendido son los súbditos del poder ante el que ocurre la rendición, y en este caso la presunción es tan evidente que nada salvo unas excepciones rotundas e inequívocas en el tratado sería suficiente para tumbarla. Las enrevesadas interpretaciones que dan al tratado ese cariz son inadmisibles, puesto que, si hubiera lugar a alguna duda, siendo objetivos esta debería interpretarse en contra de la idea de que los habitantes del territorio rendido eran súbditos del poder que ha llevado a cabo la rendición.
El único comentario adicional que haré sobre este tema es el siguiente. Si bien estamos profundamente agradecidos a nuestros ministros por la esencia del tratado, que abarca todos los intereses esenciales de este país, hemos de reconocer que el lenguaje empleado es, en muchos aspectos, imperfecto y oscuro. La única regla en este caso es no recurrir a interpretaciones artificiosas e inverosímiles, sino aceptar el significado transmitido por el sentido sencillo y apropiado de las palabras. Cuando el 6º artículo dice que “no se iniciarán procesos judiciales futuros, ni confiscaciones, ni daños a la persona, la libertad o la propiedad de ninguna persona o personas, a causa de la parte que hayan tomado en la guerra”, dado que el sentido natural y evidente de las palabras refiere a una completa amnistía e indemnidad para el futuro, no deberíamos torturar nuestra imaginación para tergiversarlas en sentido distinto.
En apoyo a las doctrinas que estamos tratando, se ha insistido en que todo gobierno tiene derecho a tomar precauciones por su propia seguridad y a prescribir los términos en los que podrán disfrutarse sus derechos. Todo lo cual es verdad, entendido con unas limitaciones apropiadas, pero correctamente entendido no justifica las conclusiones que se han extraído de las premisas.
Cuando se forma un gobierno por vez primera, la sociedad puede tomar tantas precauciones e incorporar tantas condiciones al disfrute de sus derechos como juzgue oportuno; pero una vez que ha adoptado una constitución, esa constitución debe ser el límite de su poder a la hora de asegurarse su propia seguridad y de establecer las condiciones bajo las cuales se han de disfrutar sus privilegios. Si la Constitución declara que a aquellas personas que cumplan ciertos requisitos les serán atribuidos ciertos derechos, mientras esa constitución se mantenga vigente el gobierno, que es fruto de la Constitución, no puede despojar a ningún ciudadano que cumpla con los requisitos exigidos de sus correspondientes derechos. Es cierto que puede promulgar leyes y añadir a su incumplimiento la pena de decomiso, pero antes de que dicha pena pueda aplicarse, se habrá de determinar la existencia del hecho sobre el que recae según el método que la Constitución y las leyes fundamentales han previsto. Si el juicio con jurado es por tanto el sistema reconocido y establecido por esa constitución y esas leyes, los gobernantes que se desvíen de ese proceder serán culpables de prevaricación. Si la Constitución declara que el poder legislativo del estado se otorgará a un conjunto de hombres y el poder judicial a otro distinto; y aquellos nombrados para actuar como legisladores asumen la función de jueces; si, en lugar de limitarse a aprobar leyes con castigos adecuados para hacerlas cumplir, rebasan su ámbito con el fin de decidir quiénes son los infractores de esas leyes, subvertirían la Constitución y erigirían una tiranía. Si la Constitución guardara silencio sobre puntos concretos, aquellos a quienes se les ha confiado su poder, estarían obligados a hacer uso de su discreción para buscar consejo y aspirar al espíritu del texto, y ajustarse a los dictados de la razón y la justicia; pero si, en vez de ello, comenzaran a declarar a grupos enteros de ciudadanos sin derecho al voto y excluidos de los derechos comunes de la sociedad, sin audiencia, juicio, interrogatorio o prueba; si, en lugar de esperar a arrebatarles los derechos de ciudadanía a individuos ante el tribunal regular y ordinario (hasta que el estado los hubiera condenado por delitos por los que acabarían perdiendo esos derechos), establecieran una indagación sobre las conciencias de los hombres y les obligaran a renunciar a sus privilegios, o se dispusieran a interpretar la ley bajo riesgo de perjurio, se expondrían a ser acusados de arbitrariedad y de opresión.
El derecho de un gobierno a establecer las condiciones en que se habrán de disfrutarse sus privilegios está limitado, con respecto a aquellos que ya están incluidos en el pacto, por sus condiciones originales. Al admitir a nuevos miembros puede agregar condiciones nuevas, pero no puede, sin incurrir en una violación del pacto social, privar a quienes ya les fueron concedidos sus derechos, salvo por alguna causa reconocida de pérdida de derechos y confirmada según las formalidades requeridas en el pacto vigente.
También los derechos de un gobierno republicano se han de modificar y regular siguiendo los principios de ese gobierno. Estos principios dictan que ningún hombre perderá sus derechos sin juicio y condena ante el tribunal competente, que antes de ser privado de sus derechos civiles tendrá el beneficio pleno de las leyes para elaborar su defensa, y que se presumirá su inocencia hasta que se haya demostrado su culpabilidad. Estas y otras muchas máximas, que ningún gobierno olvidará jamás salvo los tiránicos, se oponen a los objetivos de quienes están en desacuerdo con los principios de Foción.
En efecto, los casos de extrema necesidad son excepciones a todas las reglas generales, pero estos solo existen cuando es evidente que la seguridad de la comunidad está en peligro inminente. Las especulaciones acerca de posibles peligros no deben ser nunca causas que justifiquen desviaciones de principios sobre los que, en la vida diaria, descansa la seguridad privada, de principios que constituyen la distinción esencial entre gobiernos libres y arbitrarios.
Una vez que los defensores de las discriminaciones legislativas han agotado todos sus subterfugios, su último recurso es argumentar que este caso es un caso nuevo: el de una revolución. “Tus principios están bien”, dicen, “para el devenir ordinario de la sociedad, pero no pueden aplicarse a una situación como la nuestra”. Esto es como entrar en territorio salvaje, a través de cuyos laberintos es imposible perseguirlos. La respuesta a esto es que existen principios que son siempre verdaderos y que son relevantes en cualquier situación, tales como los que ya se han enumerado: que ahora no estamos en mitad de una revolución, sino que la hemos concluido con éxito; que tenemos una constitución escrita como norma de conducta; que se ha fijado el marco de nuestro gobierno y su principio general ha sido establecido; que hemos ocupado nuestro lugar entre el resto de países; que hemos defendido los beneficios de las leyes que los regulan y que a su vez por tanto debemos estar obligados por las mismas leyes; que esos principios eternos de justicia social prohíben castigar a los ciudadanos mediante una reducción de sus derechos, o de cualquier otra manera, sin que exista condena de cierto delito concreto impuesta mediante el proceso legal de juicio y condena; que la Constitución que hemos configurado hace del juicio con jurado el único procedimiento adecuado para verificar los delitos cometidos por individuos; que las discriminaciones legislativas pensadas para reemplazar la necesidad de investigación y prueba serían una usurpación del poder judicial por parte del gobierno y una renuncia a todas las máximas de la libertad civil; que según el Derecho voluntario de las naciones y las reglas de justicia, estamos obligados a respetar los compromisos asumidos en nuestro nombre por ese poder investido con la prerrogativa constitucional para establecer tratados; y que el tratado que hemos redactado, en su sentido legítimo, ata las manos del gobierno con respecto a cualquier futuro procedimiento judicial o castigo por culpa del bando en el que participaron durante la guerra.
Entre los disparates que tanto abundan en estos tiempos prolíficos, a menudo se oye decir que, puesto que la Constitución es obra del pueblo, la opinión de este con respecto a cualquier medida, incluso si es opuesta a la Constitución, la consagrará y la validará.
Con suerte para nosotros, en este país no se discute que la Constitución es la criatura del pueblo, pero de eso no se sigue que no estén obligados por ella mientras esté vigente, como tampoco se sigue que el Congreso, que además es fruto de la Constitución, pueda apartarse de ella, por mucho que crean que el pueblo opina lo contrario.
La Constitución es el pacto establecido entre la sociedad en general y cada individuo. La sociedad, por tanto, no puede negar a ningún individuo ni uno sólo de los privilegios que se derivan del pacto sin traicionar su confianza y cometer una injusticia, de la misma forma que un hombre no puede negarse a cumplir lo acordado con otro. Si la comunidad tiene buenas razones para derogar el antiguo pacto y establecer uno nuevo, sin duda tiene derecho a hacerlo, pero hasta que el pacto sea disuelto con la misma solemnidad y seguridad con que fue establecido, tanto la sociedad como los individuos están obligados por él.
Toda la autoridad del Congreso está conferida a sus miembros en virtud de la Constitución, donde están definidos sus derechos y poderes; sobrepasarlos sería apoderarse traidoramente del poder y la dignidad del pueblo, y del mismo modo en que podrían arrebatarle a una sola persona los derechos que reivindica en virtud de la Constitución, también podrían erigirse en dictadores perpetuos. La opinión de la gente, si se la invoca para justificar tal medida, ha de ser considerada como un mero pretexto, porque esa opinión no puede presentárseles de forma tan explícita y acreditada como la Constitución bajo la cual actúan; y, si pudiera presentarse con igual autenticidad, solo podría ser vinculable tras producirse un cambio declarado en la forma de gobierno.
La doctrina contraria sirve para socavar todas esas reglas mediante las cuales los individuos pueden conocer sus deberes y sus derechos, y para convertir al gobierno en un gobierno de hombres y no de leyes.
Solo queda un punto de vista desde el cual debamos examinar el plan de Mentor: el peligro para el gobierno que entrañan las personas que viven entre nosotros y aborrecen nuestra Constitución, ya sea por su posible auxilio a los futuros intentos de la nación británica por recuperar su autoridad perdida, o por su contribución a corromper los principios de nuestro gobierno y cambiar la forma del mismo.
Considero que las observaciones que hice en mi anterior carta sobre este tema no se han visto alteradas por nada de lo que Mentor ha argüido. Sin embargo, voy a añadir algunas otras.
La restauración de la autoridad británica en este país es demasiado quimérica como para ser creída incluso por el propio Mentor, aunque intente débilmente alentar dicha suposición6.
¿Por qué Gran Bretaña firmó la paz con los Estados Unidos? Porque la precariedad de su situación la obligó a ello. ¿En qué consistía esa precariedad? En todo tipo de dificultades y desorden que una nación podría experimentar. Su deuda pública casi había llegado al punto en el que los costes de un acuerdo de paz prácticamente igualaban a todos los ingresos que podían obtener agotando las fuentes de impuestos. Si hubieran continuado la guerra hasta superar ese punto, la consecuencia inevitable habría sido la quiebra. Somos conscientes, en efecto, de los grandes problemas que reconoce tener ministro tras ministro al idear maneras de enmendar los asuntos de la nación.
Los desbarajustes del gobierno que ocasionan tales dificultades no tienen equivalente en ningún otro período de la historia británica. Prácticamente cada sesión parlamentaria es un llamamiento para cambiar de gabinete. El rey, en litigio con sus ministros; los ministros, sin apoyos parlamentarios; los lores, en desacuerdo con los comunes; la nación, execrando al rey, ministros, lores y comunes; y todo ello, síntomas de una enfermedad vital en el estado actual de la nación.
Fuera de sus fronteras la situación no está mucho mejor. Con respecto a las colonias de la India británica reina un caos impresionante, mientras que Irlanda parece estar a punto de independizarse del imperio británico.
Cabría decir que se trata de infortunios pasajeros, que pueden ser seguidos de una mayor estabilidad, prosperidad y poder. El futuro de Gran Bretaña es un problema que ni el más sabio puede resolver. Por lo que parece, pasará bastante tiempo antes de que llegue a recuperarse de la presión de los males que ahora la abruman, y estar en condiciones de tomar iniciativas contra otros. Para cuando pueda llegar ese momento, nuestra fuerza y nuestros recursos habrán aumentado notablemente, la predilección de aquellos vinculados a ella se habrá debilitado, y es ilusorio suponer que para entonces albergue el deseo de renovar sus tentativas contra un país que ha incrementado su potencia y sus recursos y emplea sus fuerzas según una constitución establecida, fortalecida mediante alianzas extranjeras y gobernada en todo momento por su reconocida independencia, cuando recuerde que ese país, en medio del tumulto de una revolución y en un estado de relativa impotencia, frustró todos sus esfuerzos en la cima de su poder.
Para una mente ilustrada bastará con decir al respecto que, con independencia de nuestros propios medios para repeler iniciativas en nuestra contra, esta revolución ha enseñado a Europa a estimar el peligro para sí misma de la unión de ambos países bajo el mismo gobierno, de una manera demasiado llamativa como para permitir la sola reunificación o incluso tolerar las iniciativas de Gran Bretaña para lograrlo.
El peligro de una corrupción de los principios de nuestro gobierno es más plausible, pero no mejor argumentado. Es un axioma que los gobiernos conforman hábitos, así como que los hábitos conforman gobiernos. En su conjunto, los habitantes de este estado están demasiado ligados a la democracia, como para permitir que los principios de unos pocos modifiquen el tono de ese espíritu. La actual ley de sucesiones, al dividir la propiedad de los padres de forma equitativa entre los hijos, pronto diluirá esos grandes patrimonios que, de continuar, podrían favorecer el poder de unos pocos. Son pocos los desafectos surgidos de ideas teóricas acerca del gobierno; la gran mayoría de los que lucharon contra nosotros, lo hicieron por accidente, por temor al poder británico o por la influencia de aquellos a los que se les había habituado a admirar. La mayoría de los hombres con esa clase de influencia ya no está entre nosotros. Los restantes y sus partidarios serán arrastrados por el torrente, y salvo contadas excepciones, si el gobierno es moderado y justo, pronto lo verán con aprobación y estima.
El número de descontentos en el estado o bien puede ser pequeño o bien puede ser elevado. Si es pequeño, no hay motivo para temer nada; si es elevado, entonces la oposición al gobierno solo puede vencerse haciendo que sea de su interés llevarse bien con él, o extirpándolos de la comunidad. Cualquier punto medio que delate un ánimo hostigador en el gobierno, pero que solo afecte a unos pocos, no logrará otro propósito salvo el de incapacitar a unos pocos e inflamar y remachar los prejuicios del resto, al mostrar una actitud dura y poco conciliadora por parte del gobierno. En tal caso sí que verdaderamente tendremos una significativa facción dentro del estado predispuesta a cualquier cambio.
Por otra parte, la impracticabilidad de llevar a cabo una extirpación general sugiere que la actuación contraria es la única adecuada.
Existe un fanatismo en la política, así como en la religión, igualmente pernicioso en ambas. Los radicales, en cualquiera de los casos, ignoran las ventajas de un espíritu tolerante. Pasó mucho tiempo antes de que los reinos de Europa se convencieran de la estupidez que suponía perseguir a los cismáticos de la iglesia establecida. Clamaban que esos hombres perturbarían por igual la jerarquía eclesiástica y el estado. Mientras algunos reinos se empobrecían y despoblaban a causa de su intolerancia con los inconformistas, sus vecinos más sabios cosechaban los frutos de su locura y aumentaban en número, industria y riqueza al recibir con los brazos abiertos a los refugiados perseguidos. El tiempo y la experiencia han enseñado una lección diferente, y no hay nación ilustrada que no reconozca ahora la fuerza de esta verdad, a saber, que con independencia de las ideas teóricas sobre la religión, nadie será por ese motivo enemigo del gobierno que les ofrezca protección y seguridad. En política, el mismo espíritu de tolerancia, y por las mismas razones, ha cosechado grandes avances en la humanidad, de los cuales es prueba el curso de las más recientes revoluciones. Lamentablemente para este estado, hay algunos de entre nosotros muy influyentes, que por motivos de ambición e interés personales se cierran a esa moderación manifestada en el verdadero bienestar de la comunidad.
Nuestros vecinos parecen estar en disposición de beneficiarse de nuestros errores, y no pasará mucho tiempo, si las maquinaciones de algunos llegan a prevalecer, antes de que nos avergoncemos de nuestra propia ceguera y colmemos de infamia a sus promotores.
Es notable, aunque no extraordinario, que en todos los estados, aquellos individuos que han sido en gran medida instrumentales para la revolución sean los que más se oponen a las medidas de persecución. De ser apropiado, podría trazar la veracidad de tal afirmación partiendo del primero en notoriedad a través de los distintos grados de todos aquellos que, salvo raras excepciones, han tenido un papel destacado en el campo civil o militar. Por otro lado, podría señalar a hombres que fueron arrastrados a participar en la revolución a regañadientes; a otros que comenzaron la contienda siendo furiosos radicales y de los que no se oyó que realizaran ninguna contribución pública durante el progreso de la misma, y a otros que oscilaban según las vicisitudes, todos los cuales se unen ahora en el reclamo junto con una tercera clase, más imprudente pero mucho más respetable, y se afanan con el volumen de sus clamores para expiar sus crímenes de antaño.
En cuanto a las ensoñaciones comerciales de Mentor, rehúso a comentarlas en detalle no solo por no estar directamente conectadas con el tema general, sino por el escaso riesgo que existe de que haga muchos adeptos, siempre que los hombres estén convencidos de que la prosperidad del comercio nacional depende tanto del alcance de su capital como del de un individuo, de que limitar el comercio a una categoría particular de hombres, excluyendo a otros que disponen de mejores medios para llevarlo a cabo, equivaldría, de ser posible, a convertir a la gente en general en tributaria de la avaricia de unos pocos, que habrían de obtener los beneficios del monopolio; de que, tal y como están ahora las cosas, una proporción muy pequeña de los destinados a beneficiarse, aquellos con los medios para aprovechar la ventaja, cosecharía todos sus frutos incluso a expensas y en perjuicio de la mayor parte de los que debían ser favorecidos; de que el comercio en cuantas menos manos esté confinado, menor actividad generará, y menor será el empleo al resto de clases de la comunidad; y, en suma, de que todos los monopolios, exclusiones y discriminaciones, en materia de intercambios, son perniciosos y absurdos7.
Desde que escribí lo anterior he sabido que un proyecto de ley está pendiente de tramitación en la Asamblea, para excluir a ciertas personas de la protección del gobierno8. Siento demasiado respeto por la sabiduría y la virtud de esa institución como para creer que una medida de esa naturaleza pueda obtener la sanción de la mayoría. ¿Qué dice claramente la propuesta? Que existen ciertas personas que están expuestas a la animadversión pública. El tratado nos prohíbe proceder contra ellas de manera legal. Por tanto, hagámoslo mediante un ejercicio inconstitucional del poder para evadir el tratado, por peligroso que sea el precedente para la libertad del sujeto y despectivo para el honor de la nación. Según el tratado, estipulamos que nadie sufrirá, sea cual fuere su papel en la guerra, daño alguno en la persona, la libertad o la propiedad; y, sin embargo, al eliminar la protección del gobierno que disfrutarían bajo las leyes vigentes, los exponemos a las injusticias de cualquier daño que la temeridad de individuos que son súbditos del estado, pueden considerar apropiado infligir. ¿Qué sería esto, sino imitar la conducta de aquel general que habiendo prometido que no derramaría la sangre de algunos prisioneros que estaban a punto de capitular, después de tenerlos en su poder, los hizo estrangular a todos? En todo contrato las palabras deben interpretarse para darles un efecto razonable. Cuando se estipula que un hombre no debe sufrir en su persona, libertad o propiedad, no significa simplemente que el estado no le infligirá ningún castigo positivo, sino también que le brindará protección y seguridad contra los perjuicios. La misma letra, así como el espíritu de la estipulación, establecen que aquél no sufrirá ningún daño: he ahí las palabras del tratado.
El ardid de retirar a los hombres la protección de la ley está pensada para transferir el cetro de las manos del gobierno a las de los individuos: es armar a una parte de la comunidad contra la otra; es promulgar una guerra civil. Si por desgracia para el estado dicho plan llegara a tener éxito, nadie podrá prever dónde acabará. Mas, con total certeza, los guardianes de los derechos de la comunidad lo rechazarán tras una sensata deliberación.
Temiendo por el honor del estado, si las expulsiones debieran ocurrir, si la Constitución y la fe de los Estados Unidos debieran ser sacrificadas a una supuesta conveniencia política, antes preferiría ver una declaración abierta de los principios bajo los que actuamos, que revestir el plan con un velo de artificio y disimulo, demasiado fino para ver a través de él a simple vista.
Concluyo con unas breves reflexiones generales.
Aquellos que en este momento tienen confiado el poder en estas repúblicas recién nacidas poseen lo más sagrado que jamás se haya confiado a manos humanas. Tanto con los gobiernos como con los particulares ocurre que las primeras impresiones y hábitos imprimen un sesgo duradero en el temperamento y el carácter. Nuestros gobiernos hasta ahora no tienen hábitos. ¡Qué importante para la felicidad, no solo de América, sino de la humanidad, que adquieran unos buenos!
Si partimos con justicia, moderación, generosidad y un respeto escrupuloso a la Constitución el gobierno adquirirá tal espíritu y un carácter que colmará de bendición esa la comunidad. Si, por el contrario, en los consejos públicos predominan el capricho, la pasión y el prejuicio; si por culpa del resentimiento hacia algunos individuos o el miedo a pequeños inconvenientes la Constitución se ve menospreciada o ha de ser justificada con cada frívolo pretexto, el futuro espíritu de gobierno será débil, ausente y arbitrario. Los derechos individuales serán la broma de las vicisitudes partidistas. No habrá ninguna norma de conducta establecida, sino que todo oscilará según cambie la preponderancia de las facciones rivales.
El mundo tiene su mirada puesta en Norteamérica. La noble lucha que hemos sostenido en defensa de la libertad ha ocasionado una especie de revolución en el espíritu de la humanidad. La influencia de nuestro ejemplo ha penetrado en las sombrías regiones del despotismo y ha señalado el camino a preguntas que pueden llegar a sacudirlo en sus más profundos cimientos. Por todas partes los hombres comienzan a preguntar, ¿quién es este tirano que se atreve a levantar su grandeza a costa de nuestra miseria y humillación? ¿Qué autoridad tiene para sacrificar millones a los desenfrenados apetitos suyos y de los pocos esbirros que rodean su trono?
Para hacer que las preguntas maduren hasta convertirse en acción nos toca a nosotros justificar la revolución por sus frutos.
Si las consecuencias demuestran que realmente hemos defendido la causa de la felicidad humana, ¿qué no se puede esperar de un ejemplo tan ilustre? En mayor o menor medida, ¡el mundo nos alabará e imitará!
Pero si la experiencia, en este caso, confirma la enseñanza que han impartido durante mucho tiempo los enemigos de la libertad, esto es, que la mayor parte de la humanidad no es apta para gobernarse a sí misma, que necesitan un maestro y que está hecha solo para la rienda y la espuela, veremos entonces el triunfo final del despotismo sobre la libertad. Los defensores de esta última tendrán que reconocer que se trata de un fuego fatuo y abandonar la búsqueda. Con las mayores ventajas para promocionarla que nunca tuvo pueblo alguno, habremos traicionado la causa de la naturaleza humana.
Dejemos a aquellos que la tienen en sus manos que hagan una breve pausa y observen con reverencia la gran confianza que se ha puesto en ellos. Que miren dentro de sí mismos y examinen los motivos que prevalecen allí. Dejemos que se hagan a sí mismos esta solemne pregunta: ¿es el sacrificio de unos pocos equivocados, o criminales, merecedor de los cambios a los que estamos reducidos para evadir la Constitución y los compromisos nacionales? Luego, permitámosles revisar los argumentos que aquí se han ofrecido con honestidad ecuánime, y si incluso entonces dudan de la conveniencia de las medidas que están a punto de adoptar, que recuerden que, en un caso dudoso, la Constitución nunca debe ser puesta en riesgo si no hay una necesidad acuciante.
Foción.