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Antonio Hermosa: El hombre tras los hechos. Naturaleza humana y política en la historiografía clásica
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 22, núm. 43, pp. 579-586, 2020
Universidad de Sevilla

RESEÑAS Y DEBATES

. 2019. Sevilla. Athenaica. 243pp.

Heródoto en las primeras líneas de sus Historiasdecía que las escribía para que “el tiempo no abatiera el recuerdo de las acciones humanas”. Antonio Hermosa, catedrático de filosofía en la universidad de Sevilla, quiere traernos a la mente algunos de los hechos principales que narraron los historiadores antiguos (de algún modo también se les considera así a Hesíodo -que “historió” mitológicamente la aparición del mundo de los hombres- y a Homero -que “historió” épicamente la guerra legendaria de Troya-). Frente a una historia positivista de datos y fechas, quiere promover una historia reflexiva y que el tiempo no abata los pensamientos de los historiadores clásicos ni los que a partir de ellos podemos formar.

El lector se sorprenderá al descubrir que este libro habla de él. Esta obra le muestra que el ser humano que está tras esos hechos es él mismo. De ahí el título de la obra: El hombre tras los hechos. Hermosa piensa que el hombre ha ido aprendiendo quién es a través de esos hechos: al hacerlos, sacando lo mejor y lo peor de la humanidad, se fue modelando a sí mismo, como naturaleza mudable, plástica y ambigua que es. La historia le ayuda a descubrirse quién es. Quizá la principal consideración que Hermosa saca de la lectura de los historiadores clásicos es que el ser humano habita en la región intermedia entre las dos orillas del bien y del mal. Y en ese difícil territorio en el que vive necesita la política para liberarse de las férreas construcciones metafísicas del Bien, que sacrifican al hombre real en aras de una entelequia ideal.

Es una obra que, de alguna manera, ya ha sido testada y valorada muy positivamente, pues casi todos sus capítulos han sido ya publicados en diversas revistas, excepto los dos sobre Tácito, que son nuevos.

En el primer capítulo, que titula “Hesíodo y el mito de Prometeo. El mal y el problema de la justicia”, analiza lo que dice Hesíodo en la Teogonía (vv. 535- 617) y en Los Trabajos y los días (vv. 42-195). Para Antonio Hermosa, el mito de Prometeo constituye la primera y más acabada alegoría de la condición humana: el hombre como aprendiz de brujo (pues su conducta libera consecuencias que no puede controlar); el hombre como chivo expiatorio (Zeus castiga a los hombres por un mal que no han cometido); el hombre como terreno del mal (que es ineliminable del mundo); el hombre como ser adaptable a las circunstancias y remodelador de las mismas; el hombre como ser ambiguo en lo moral (pues se generan a veces bienes a partir de males, y viceversa); el hombre como ser trágico (pues a causa de su libertad alcanza el dolor); el hombre como ser social (con la necesidad del orden de la justicia para que el mal no lo invada todo). De acuerdo con su lectura, el mito de Prometeo también es un intento de explicar la necesidad de una nueva justicia para la convivencia: la sentencia ya no será el resultado del éxito del héroe que impone su decisión a una sociedad guerrera, sino de los valores de la igualdad y la paz de una sociedad que ha convertido la maldición del trabajo (castigo de Zeus) en una virtud social.

El segundo capítulo, que se titula “Homero y la emancipación de la justicia”, tiene en mente toda la Ilíada, que, como dicen sus versos iniciales, canta la cólera de Aquiles, pero especialmente los cantos XXI, XXII y XIII, en donde se ve, en primer lugar, que la justicia de Aquiles por la muerte de su amigo Patroclo es solo venganza; pero, en segundo lugar, aparece un nuevo concepto de justicia en los funerales de Patroclo, donde las disputas en los juegos funerarios se resuelven con jueces imparciales.

Tras la muerte de su amigo Patroclo, Aquiles dicta sentencia: todos los troyanos devienen culpables (de un hecho que no es un crimen: una muerte en batalla sin trampas). Hay sentenciados sin haber hecho nada, castigos sin culpa y un juez que es parte y juzga los hechos con una mente enloquecida por la pasión. En la justicia de Aquiles, señala Antonio Hermosa, hay una deshumanización total: la del juez y ejecutor, Aquiles; la de la víctima, Licaón, que muere de miedo y sin honor; e incluso la de los espectadores, que parecen aprobar ese proceder. Y aunque Héctor le propone humanizar la muerte, siguiendo la tradición de actuación con quien muera en el combate, Aquiles lo rechaza. Realmente la justicia de Aquiles es una venganza contra la cultura y la humanidad. Le dice a Héctor que entre leones y hombres o entre lobos y corderos no hay pactos, invocando una desigualdad absoluta entre ellos como seres humanos. ¿Qué justicia puede haber entre seres tan desiguales? Aquiles no reconoce a los hombres, ni sabe del miedo, ni obedece reglas, ni acepta pactos, ni teme a los dioses: devuelve al hombre a la animalidad.

Pero enseguida, remarca Hermosa, en el episodio siguiente, el de los juegos fúnebres en honor a Patroclo, la sentencia que dictamine quién ha sido el ganador ya no será decidida individualmente por el héroe, sino que Menelao deja de lado su linaje y sus intereses y pide un veredicto de pares, ajenos a los hechos, que sea válido para la opinión pública: es el fin de la subjetividad de la justicia y el inicio de su sustitución por una nueva forma más imparcial y objetiva, desvinculada del afectado y dirigida por unas prácticas sociales que con el tiempo darán lugar a su institucionalización.

En el tercer capítulo, “La antropología de la democracia. El demócrata en la Oración fúnebre de Pericles” (cfr. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, II, §§ 35-46), el autor advierte que en la oración fúnebre de Pericles aparece un nuevo tipo humano, el demócrata ateniense, un ser que vive la isegoría (la radical igualdad legal de los libres, de modo que la única desigualdad que se reconoce es la del mérito), que tolera la diferencia en la vida privada de los otros, que evita sufrimientos ociosos con su cultura del esfuerzo y del realismo, que propaga el placer por la vida, que tiene confianza en sí mismo, que practica la cooperación, que no renuncia a su responsabilidad, que es capaz de armonizar potencias diversas constitutivas de lo humano (principalmente la belleza y el saber)… Y así puede regir su destino personal tanto como la suerte común. Pericles pronuncia las palabras, piensa el autor, con una viva emoción y con el orgullo de quien es consciente del significado de esta novedad democrática en la historia, de la irrupción de un nuevo sujeto histórico, el hombre común.

El capítulo 4º, “¿Civilización o barbarie? La peste de Atenas o el retorno de la historia a la naturaleza” (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, II, §§ 47-54), narra, como indica su título, el episodio de la peste de Atenas. En la descripción de los hechos que hace Tucídides se revela, como muestra Antonio Hermosa, que también el nuevo ser humano demócrata puede ser tan bárbaro como los demás: el mal está en el interior de la condición humana, incluso cuando ésta se presenta en la maravillosa articulación de la democracia que se nos ha enseñado en el capítulo anterior. Durante la peste se instauró lo que el autor llama “ética de la desesperación”, cuyos rasgos principales fueron: el miedo a morir y la desesperación por la impotencia de las acciones humanas y divinas contra la peste, lo que convirtió a los hombres en insolidarios; la anarquía, que reemplazó a todas las normas y produjo una desnaturalización del mundo social; el reino del individuo aislado de los demás, de los que antes llamaba “conciudadanos”, desvinculado de todos los lazos comunes (leyes, mitos, historia, tradiciones, símbolos, lealtades…); el nihilismo que erigió el culto al máximo placer individual del instante, pues nadie viviría para hacerle pagar por sus acciones; el olvido de todo, que suprimió literalmente al sujeto, pues había perdido todos los referentes que constituían su personalidad.

Pero la experiencia de la peste también tuvo, a juicio de Antonio Hermosa, un lado de esperanza, quizá desgarradora, pero a la postre positiva: acabó con los sueños de que hay seres o ideales perfectos. Y así liquidó a la vez dos asesinos: el de que haya un arquetipo ideal (lo que es imposible) y el de querer civilizar éticamente a los demás (un ideal por el que frecuentemente se mata). Este es el legado más importante, nos indica el autor, dejado por la peste de Atenas a la Humanidad: no dejará nunca de haber barbarie escondida en el corazón del hombre.

En el capítulo siguiente, “¿Conversando atenienses y melios? La paz imposible entre el poder y la justicia en el orden internacional”, nuestro autor elige un fragmento de Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso, libro V, §§ 85-116), en el que se narra las negociaciones de los melios y los atenienses, que acabó con la masacre de los primeros por parte de los atenienses. Las negociaciones, según Hermosa, tenían sólo una apariencia de diálogo, porque no hubo igualdad. Para el poder, Atenas, la única paz posible era la sumisión, pero los melios querían convencer al poder de que su libertad era lo mejor y lo más justo para todos. Y el poder, Atenas, lo único que buscaba era ser aceptado mediante la persuasión para no desgastarse recurriendo a la fuerza. Al final el discurso se hace más descarnado y se presenta como un mero juego de poder: es la ley eterna de la fuerza, se nos dice, pues los poderosos no son peores, sino mejores por haberla conseguido, y cualquier pueblo haría lo mismo en caso de encontrarse en la misma situación. El resultado final, la masacre de los melios, de alguna manera apoya el argumento del poder: que los poco poderosos arriesguen la vida por la libertad no es racional, ni moral, y que de nada sirve soñar como gigantes si se ha de morir como enanos. La enseñanza que Antonio Hermosa extrae de ello es que, en un mundo, como el nuestro, en el que la tecnología ha convertido la potencia en infinita, el Imperio entraña una amenaza perenne de esclavitud para los restantes miembros de la Humanidad. Y la libertad, si no es un contrapoder efectivo de algún modo, no está en la posición de convencer al poder.

En el capítulo sexto, “La felicidad del mal. La guerra de Corcira”, se analiza también otro relato de Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso, libro III, §§ 82 y 83). Según el autor, allí se saca de las sombras la parte demoniaca de la naturaleza humana, a la que no nos gusta mirar y de la que, cuando estamos bien, renegamos. Tucídides hablaba de una situación donde se habían pasado todos los límites y se había proscrito toda moralidad. Bueno, toda no; se creó una nueva moralidad, que denomina Antonio Hermosa “moralidad de partido” y que consiste en los siguientes rasgos: la irreflexión se consideraba entrega; la prudencia y la moderación se estimaban cobardía; las medidas contra las intrigas eran juzgadas destructoras de la unidad del partido; hacer el máximo mal e impulsar a hacer el mal a quien no tenía intención de hacerlo era lo más aplaudido y valorado. Así la maldad se había liberado de cualquier atadura de justicia, racionalidad y humanidad, de modo que no cabía ninguna solución al conflicto entre los partidarios de la aristocracia y los de la democracia. Y durante el proceso en el que los partidarios iban causando dolor, sufrimiento, destrucción y muerte a los otros, de pronto se produjo en ellos como el clic de un interruptor, nos indica, que desconectó el mal de todas sus anteriores causas (codicia, ambición, miedo, odio) y a partir de entonces el mal se volvió autista: buscó, interpreta el autor, su felicidad en su desarrollo sin límites, gozó reinventándose a sí mismo en un alarde de imaginación que le hizo vivir en una existencia placentera puramente estética.

En el capítulo séptimo, “Salustio: el Jano de la política y el problema de la seguridad de la república”, se reflexiona sobre lo que cuenta Salustio en la Conjuración de Catilinasobre el debate entre César y Catón en torno a la condena que debía merecer el golpista Catilina, ya que no había una legislación específica para estos casos. La solución propuesta por César se basaba en pensar en las consecuencias, lo que hacía de su propuesta una acción política, mientras que Catón quería ajustarse a una moral y justicia absolutas. César insistía en que la solución vendría de liberarse de las pasiones, tanto el odio y la ira cuanto la amistad y la compasión, dejando hablar a la razón en el silencio de las emociones. Y entonces se vería lo razonable que era tener en cuenta las consecuencias que tendría la sentencia en una especie de opinión pública internacional. César quería una solución del lado de la razonabilidad política, mientras que Catón pretendía ser el pontífice de la justicia absoluta, aunque trajera malas consecuencias para la república (el fiat iustitia, pereat mundus kantiano). En realidad, extrae como consecuencia Antonio Hermosa, el moralista presupone para sí una superioridad sobre los demás, que es como la palanca de Arquímedes para determinar todo. Al poseer la verdad, esa moral nunca duda, ni tampoco dialoga: a su dogmatismo le basta con existir para emponzoñar la política.

En el capítulo octavo, “Tito Livio: política y dignidad. El episodio de las horcas caudinas”, partiendo de la narración del historiador latino (Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, libro IX, 1-16), el autor reflexiona sobre una redefinición del patriotismo, la separación de la política de la ética, la humanización de los humillados y la atención a las consecuencias como fundamento de la política. Repasa la historia de cómo los samnitas tendieron una celada a las tropas romanas en el año 321 a. C. Éstas se quedaron en un desfiladero y no tenían salida: “todos por igual, valientes o cobardes, estamos atrapados y vencidos”. En esa situación los romanos se quedaron petrificados, pero tampoco los samnitas sabían muy bien qué hacer. El padre del jefe de los samnitas, Gayo Poncio, les propuso que les dejasen ir a los romanos sin daño, con lo que se granjearían la paz y su amistad, o que matasen a todos sin excepción, con lo que Roma tardaría generaciones en poder enfrentarse contra ellos. Pero Poncio, que se había sentido humillado en la pérdida de la batalla anterior contra Roma, no le hizo caso: quería desquitarse de los romanos, disfrazando de justicia la venganza. No los mató, pero quería humillarlos, lo cual era la peor solución para su padre, porque no los ganarían como amigos, sino que los tendrían siempre como enemigos esperando el día de la venganza, en el que devolverían el golpe con mayor violencia aún. Poncio no entendía que pensar las consecuencias debería formar parte de la política. Así que quiso hacer pasar bajo un yugo a todos los soldados romanos, empezando por sus jefes, desnudos, desarmados y humillados. Para los soldados romanos esto parecía inaceptable y preferían morir. Pero el legado Léntulo les enseñó que no tenía nada de hermoso morir por la patria, si con su muerte dejaban a Roma indefensa y, por tanto, a las puertas de la muerte. ¿Qué sentido había en hacer desaparecer a la patria, Roma, con la propia muerte? Por tanto, lo que les propuso Léntulo era sobrevivir, aún con esa tremenda humillación, para que hubiera un mañana para Roma: el amor a la patria exigía salvarla, incluso a costa de la propia ignominia de los soldados. Además, los habitantes de Roma, cuya ira ante la situación los había llevado a sentir odio contra sus propios soldados, cuando avistaron a los soldados que regresaban a Roma, convertidos en cadáveres ambulantes por la humillación, sintieron por ellos compasión y así las ruinas humanas que volvían a casa quedaron humanizadas ante sus ojos, lo que tuvo como efecto colateral su propia humanización, pues cuando uno trata con humanidad a alguien vulnerable, se humaniza a sí mismo. El fin de la historia narra que los samnitas les habían exigido también, para dejarles vivos, que firmaran un tratado. Pero los cónsules solo firmaron una promesa solemne. Siendo la promesa un hecho estrictamente personal, Roma no quedaba atada por ese compromiso, lo que significaba que se hallaba en condiciones de reemprender de nuevo la guerra. Como “nada se hizo con criterios humanos”, señala Tito Livio, este ardid pareció aceptable. Roma no incumplió el derecho ni la política, aunque algunos de sus hombres principales violaran la ética y la religión, lo que muestra la separación que debe haber entre moral y política. Roma así se reconstruyó a partir de un proceso de catarsis ética y política: la redefinición del patriotismo, la separación de la política de la ética, la humanización de los humillados y la importancia política de la atención a las consecuencias.

En el penúltimo capítulo, “La destrucción de Cremona. El poder de la codicia”, tiene como referencia la historia, como la narra Tácito (Historias, libro III), de la destrucción de Cremona, cuando en el año de los cuatro emperadores, el 69 d. C., las tropas de Vespasiano derrotaron a las del entonces emperador Vitelio. La conquista de Cremona no era nada fácil; por eso los generales de Vespasiano les prometieron a sus soldados que, si conquistaban Cremona, podrían coger todo el botín que quisieran sin restricciones. La codicia hizo que ningún límite ético y humano se respetase. Como indica Antonio Hermosa, eso supuso la disolución de la civilización, de la sociedad, de la condición de personas y del mismo ejército. Una vez concluido el saqueo, continuó la destrucción sólo por diversión, dice Tácito. Destruir es el acto apocalíptico por excelencia del codicioso, señala Hermosa, que, incendiando lo que no se puede llevar consigo, siente en el fuego de la destrucción su propia fuerza y su omnipotencia. La codicia, señala, roe desde sus cimientos el mundo de reglas y valores que la sociedad erige contra la tiranía de su capricho.

En el último capítulo, “El amotinamiento de las legiones romanas en Panonia y Germania. Culpa y perdón”, el episodio que sirve de base a las reflexiones de Hermosa narra el amotinamiento de las legiones romanas en Panonia y Germania a la muerte de Augusto en la segunda década de nuestra era (Tácito, Anales, I, 16-32). No habían recibido las primas que les había prometido Augusto y después de esperar un poco a ver qué hacía el nuevo emperador Tiberio, se amotinaron. Los problemas: licenciamientos interminables, pocas recompensas y un estipendio vergonzoso, todo ello con el agravio comparativo de lo que recibían las cohortes pretorianas. Pero con las mentiras de algunos sediciosos y la muerte de un centurión, se perdió la posible justicia de sus reivindicaciones. Tiberio envió a su hijo Druso y a su ahijado Germánico. Estaban rotos los puentes de una posible negociación y parecía que ya solo cabía la guerra civil con las tropas comandadas por Druso y Germánico, algo que no querían los amotinados. Los discursos de los enviados por el emperador se centraban en que los amotinados iban contra Roma, sus valores, su tradición, su derecho, su historia, su política. Un eclipse de luna sería el indicio de que los dioses se oponían a los amotinados, quienes empezaron a sentir en su conciencia el arrepentimiento y la culpa. Y ahora el problema ya sería otro: qué justicia merecían los amotinados. Algunos consejeros de Druso argumentaron con una frase que se hará célebre en la literatura política: nihil in vulgo modicum; terrere ni paveant, ubi pertimuerint inpune contemni (“no hay término medio en la masa: o aterroriza si no se le causa pavor o si se la atemoriza se la puede menospreciar”). Se escarmentó a los cabecillas con la muerte. Y los propios soldados empezaron a delatar y traicionar a sus compañeros. Hermosa, parafraseando a Goya, señala que el arrepentimiento producía monstruos: los soldados se alegraban de las ejecuciones como si se absolvieran a sí mismos. Y al final se dio una guerra encarnizada entre los más arrepentidos y los más sediciosos. Pero Germánico no pensó esas muertes como la solución, sino más bien como un desastre y canalizó la furia de los soldados arrepentidos contra los enemigos de siempre, los germanos. Nació entonces en aquellos ánimos fieros de los soldados un ardiente deseo de ir contra el enemigo en penitencia por sus actos, pensando que no era posible aplacar de otra manera las almas de sus compañeros muertos que ofreciendo sus propios impíos pechos a honradas heridas. Y ahora sí hay verdaderas esperanzas de extinción de la culpa. La escisión en su conciencia que los enfrentó a Roma o a sus propios compañeros, se cierra mediante el enfrentamiento contra el otro, el enemigo de siempre: al cambiar su culpa en honor, la política les redimió de las devastadoras ofensas de su conciencia moral.

Como se ve, este libro no solo habla del lector, como se ha señalado al principio, sino también del propio autor, que, al reflexionar sobre los hechos de las historias clásicas, nos muestra su concepción de la filosofía política y de la antropología. Y todo ello en una prosa que es un regalo de belleza. Y para acabar, un consejo: como sucede con las películas de Hitchcock, un segundo visionado enriquece la mirada causando un redoblado placer.



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