DOCUMENTOS
Natura humana “sive pura, sive integra, sive lapsa” Estudio crítico y traducción de un breve tratado suareciano de teología política: De opere sex dierum V, 71
A la muerte de Suárez (1617) algunos de sus escritos permanecían aún inéditos. De ellos se hablaba ya en las primeras cartas que comunicaban su fallecimiento. Así, el P. Núñez Mascarenhas, superior de la casa de Lisboa donde falleció el insigne teólogo, decía al provincial de la Compañía de Jesús en el reino de Aragón: “El P. Suárez se había recogido en el Noviciado para preparar la impresión de varios volúmenes: primero, el De Angelis; segundo, el De opere sex dierum [en adelante, DOSD]; tercero, De fide; cuarto y quinto, De gratia . De auxiliis; sexto y séptimo, De statu religionis; octavo, De voluntario et involuntario”3. Unos días después, el rector del colegio de Coimbra en el que Suárez vivió desde su llegada a Portugal, Antonio de Abreu, se dirigía a Vitelleschi, general de los jesuitas de entonces, con las siguientes palabras: “Fuera de los trece volúmenes que tiene publicados, compuso el P. Suárez otros siete u ocho. Y no dudo que el P. Provincial o el que le suceda, tomará a pecho su impresión. Empero, esas obras han de ser tan útiles a la Compañía […] que me atrevo a suplicar a V. paternidad recomiende con mucha instancia dichas publicaciones al P. Provincial y al rector que va a reemplazarme en este colegio, pues aquí es efectivamente donde están los papeles del difunto”4. Siguiendo este parecer, Vitelleschi decidió que el trabajo de edición e impresión de aquellas obras inéditas fuera realizado en Coimbra por Balthasar Álvarez. Balthasar Álvarez (1561-1630) era un jesuita, profesor de filosofía y teología en la Universidad de Évora, de la que llegó a ser rector. La razón de su elección como editor de los escritos póstumos de Suárez parece haber sido, más que su trayectoria académica, el vínculo personal de una larga amistad con Suárez5.
El estado de buena parte de aquellos escritos era el de trabajos ya listos para su publicación. El P. Álvarez decía que el propio Suárez “había dado por sí mismo la última mano a los tratados De gratia, De angelis . De opere sex dierum, que había sometido ya al Santo Oficio”6. Sabemos igualmente que las partes tercera y cuarta de su De statu religionistenían ya la licencia de Vitelleschi para su impresión, lo que supone su completa conclusión. De manera que solo se hallaban inconclusos el De anima, el De fide, spe et charitate, el De ultimo fine y el De voluntario et involuntario. En estas circunstancias la reseña necrológica de las Cartas anuas de Portugal de 1617 prometía la pronta publicación de todos estos escritos póstumos7.
Así fue. Ya en el 1619 se publicó en la imprenta de la Universidad de Coimbra el De gratiaen dos tomos8. En el primero de ellos se dejaba constancia de la lista de obras póstumas de Suárez según el orden proyectado para su publicación: De gratia (tres tomos), De angelis, DOSD y De anima, De ultimo fine et de actibus humanis, De religione (tomos III y IV), De fide, spe et charitate y Varia consilia et responsa.
En 1620 vio la luz el De angelis, pero esta vez no en Coimbra, sino en Lyon9. Sorprende la extensión de este libro, ante la cual “se pregunta uno cómo ha de poderse llenar todo él con una materia que las sagradas Escrituras apenas hacen más que dejar entrever”10. No puede en ello verse sino un aspecto típico de la teología barroca, en la que no raramente el elemento filosófico ha tenido mayor relevancia que el positivo-escriturístico.
Un año después, en 1621, aparecían publicados en un mismo volumen, impreso en Lyon, el DOSD y el De anima11. Con estos escritos, tras el estudio de las criaturas inmateriales (los ángeles), proseguía Suárez su investigación teológica, ocupándose ahora de las criaturas materiales, especialmente el hombre. El DOSD, en concreto, es un comentario teológico de los tres primeros capítulos del Génesis. En el prefacio Ad lectores decía Álvarez: “El religiosísimo y sapientísimo Doctor Suárez nos ha dejado también esta obra, cuidadosísimamente elaborada, sobre el autor del mundo y la creación de los primeros padres, de su estado feliz y de su infeliz caída”12.
Junto con el DOSD, publicó Álvarez el De anima en un mismo volumen. En el mencionado prefacio Ad lectores afirmaba Álvarez: “Pensaba además Suárez en unos comentarios sobre el De anima, no sólo para ilustar aquella doctrina que sobre el mismo argumento había añadido santo Tomás a tal fin en su Suma sobre Dios y las cosas por él creadas, sino también para completar unas disputaciones [suyas, previamente escritas]”13. Con estas palabras se refería Álvarez al proyecto de Suárez, truncado por la muerte, de retocar un tratado de antropología escrito en Segovia.
Los trabajos de publicación de Álvarez, siempre en Lyon, continuaron a buen ritmo: el De fide, spe et charitate (1621); los tomos III y IV del De statu religionis (1624-1625); y, en un único volumen, los cinco tratados sobre los principios generales de la moral, a saber: De ultimo fine hominis ac beatitudine, De voluntario et involuntario, De humanorum actuum bonitate et malitia, De passionibus et habitibus, De vitiis atque peccatis (1628).
Dos años más tarde, en 1630, moría en Coimbra Balthasar Álvarez, sin haber concluido la publicación de las obras póstumas de Suárez. En 1651 apareció en Lyon, con la ayuda de Richelieu (y contra la voluntad de Roma y de la Compañía de Jesús), un volumen sobre la gracia actual. Posteriormente, en 1655, nuevamente en Lyon, se publicaba el cuarto y último volumen sobre la gracia, titulado De vera intelligentia auxilii efficacis. Los Varia consilia et responsa quedaron inéditos hasta que entre 1948 y 1952 la Universidad de Coimbra los publicó con el título de Conselhos e pareceres14.
El DOSD consta de cinco libros. El primero (titulado “Sobre el universo en cuanto ha sido hecho por Dios por medio de una verdadera y propia creación”) aborda una gran cantidad de cuestiones tanto de índole teológica (como la creación como productioex nihilo), como metafísica (por ejemplo, la relación entre creación y tiempo), de angelología (aspectos relativos al tiempo de la creación de los ángeles) y de astronomía y física inspiradas todavía en el viejo paradigma aristotélico, aunque parcialmente renovado con algunas aportaciones de teólogos y científicos medievales.
El libro segundo (“La actividad creadora distribuida en seis días y el descanso divino del séptimo”), más atento a los datos del Génesis, expone la doctrina de la creación de la luz, de la separación de las aguas, la creación de las plantas, etc. De especial interés es la creación de los animales (cap. X). El libro se concluye con el estudio de lo llamado por el Génesis el descanso divino (cap. XI).
En el libro tercero (“La creación del hombre y el estado de inocencia original”), de mucho mayor interés teológico y filosófico, se atiende a cuestiones como la creación del cuerpo de Adán y Eva (caps. I-IV); el Paraíso (caps. V-VI); la creación del alma (cap. VII); el hombre como imagen y semejanza divina en cuanto al alma (cap. VIII); la ciencia de los primeros hombres (cap. IX) y si estaba sometida a la posibilidad del error en el estado de inocencia (cap. X)15; la voluntad y su rectitud en los primeros padres (cap. XI); los apetitos sensitivos y si estaban sometidos a la razón y la voluntad en los primeros hombres (cap. XII)16; el estado de inocencia (cap. XIII); la inmortalidad e impasibilidad de los hombres en aquel estado (cap. XIV); el árbol de la vida (lignum vitae) según el Génesis y su relación con la inmortalidad humana (cap. XV); los dones preternaturales concedidos a los primeros hombres en el estado de inocencia (cap. XX); y, finalmente, la naturaleza del precepto impuesto a Adán en el paraíso y la razón de su imposición (cap. XXI).
El libro cuarto (“La pérdida del estado de inocencia”) estudia la tentación de la serpiente (cap. I), el principio del pecado de Eva (cap. II), la soberbia como principio del pecado de Adán (cap. III), la conveniencia del castigo divino tras el pecado (cap. VII), la expulsión del paraíso (cap. VIII) y la cuestión del perdón del pecado de los primeros padres (cap. IX).
El libro quinto (“El estado en que habrían quedado los hombres en este mundo si los primeros padres no hubieran pecado”), finalmente, que es al que nos hemos limitado en este estudio, trata cuestiones como el tipo de multiplicación de los hombres en el estado de inocencia (cap. I); si en el estado de inocencia los hombres nacerían corporalmente perfectos (cap. V); el régimen alimenticio de los hombres en el estado de inocencia (cap. VI); sobre el tipo de vida política que los hombres habrían llevado en el estado de inocencia (cap. VII); si la santificación habría sido mayor en el estado de inocencia que en el actual de naturaleza caída (cap. XI); y finalmente, el modo en que los hombres, sin conocer la muerte, habrían sido trasladados al estado de gloria (cap. XII).
Como puede verse, el contenido de la obra coincide en buena medida con lo que hoy los teólogos llaman antropología teológica, pero con algunas peculiaridades. Ante todo, Suárez otorga una gran relevancia al estudio del estado de la naturaleza humana antes y después de la comisión del pecado original. Ambos estados constituyen los estados históricos (en términos teológicos) de la naturaleza humana. El primero es el estado de naturaleza íntegra (status naturae integrae) . estado de inocencia (status innocentiae). El segundo es el estado de naturaleza caída (status naturae lapsae)17. El primero, escasamente conocido por nosotros, como Suárez admite, es objeto de un conocimiento fundamentalmente conjetural. Por ello, tal materia “puede parecer más curiosa que necesaria, dado que trata de cuestiones inciertas, que nunca se dieron ni se darán y que no nos han sido reveladas”18. Estas palabras revelan nuevamente el espíritu de una teología más racional que escriturística (como se ha dicho antes a propósito del De angelis)y que elucubra más sobre las realidades posibles que sobre las efectivas. El segundo, el estado de naturaleza caída, es aquel en que se encuentra ahora la humanidad. Ahora bien, como fundamento racional de ambos estados de la naturaleza humana ante et post lapsum, Suárez, siguiendo a Cayetano y otros teólogos de la época, añade un tercer estado: el estado de naturaleza pura.
Para conocer algo más en detalle qué entiende Suárez por estado de naturaleza pura debemos consultar el Tractatus de gratia Dei, en cuyo Prolegómeno IV (titulado Sobre los estados de la naturaleza humana, De statibus naturae humanae), se refiere Suárez a las nociones de estado de naturaleza íntegra . estado de natualeza caída como estados que “en diversos tiempos se dieron de facto en la naturaleza humana”19. Y acto seguido añade: “Pero admitimos conjeturalmente [supponimus]un estado distinto de aquellos, que es el estado de naturaleza pura”20. Este estado se llama de naturaleza pura porque considera ex se, puramente (praecisive), la naturaleza humana, es decir, sin añadirle nada (sea la elevación sobrenatural y la gracia que la acompaña, sea el pecado y su reato)21. De este estado –añade Suárez– “ya tratataron Cayetano y los teólogos más modernos como un tercer estado al que llamaron de naturaleza pura, el cual, aunque de hecho no existió […] sin embargo puede ser pensado como posible e incluso su estudio es necesario para la comprensión de los otros [estados], porque este estado es como el fundamento de los otros”22.
Parece oportuno indagar la relación entre la antropología y la metafísica de Suárez e indicar la semejanza de la idea antropológica de naturaleza pura con la noción metafísica de esencia real. Así, en paralelo con la simple esencia real (que es ante todo un posible que, en cuanto no contradictoria, es algo cogitable como verdadero fundamento del ente y de la metafísica23), introduce Suárez en su antropología un nuevo estado de la naturaleza humana (pensado con precisión, es decir, con independencia de los estados factuales de la gracia y del pecado), como verdadero punto cero de su antropología. Esta naturaleza pura es, como sabemos, un constructo teológico sugerido por Cayetano24 para salvaguardar de un lado la libertad de Dios en la concesión de la gracia, que nunca es debida, y para asegurar de otro que la naturaleza humana no queda vana en sus propensiones, sino que tiende al menos a su fin natural propio, que es una cierta felicidad natural.
En breve, el estado de naturaleza pura es una hipótesis teológica, no un estado real e histórico, como de hecho lo son el estado de naturaleza íntegra y el de naturaleza caída. Sin embargo, lo curioso es que Suárez hace de esta hipótesis el fundamento de su antropología y su teoría política. En efecto, como veremos, en DOSD V, 7, 12 se afirma tratando del poder político que “su necesidad se da en todos los estados de la naturaleza humana, sea pura, sea íntegra, sea caída” (sive pura, sive integra, sive lapsa). De este modo pone Suárez como fundamento de la antropología el estado irreal de la naturaleza pura25, reiterando así en su antropología lo que había hecho precedentemente en su metafísica: poner una esencia posible como fundamento de una realidad dada. Ahora bien, este modo de proceder manifiesta, como se ha sugerido, un rasgo barroco de la teología suareciana: anteponer lo que Dios podría haber hecho a lo que de hecho hizo y así nos es transmitido en la Escritura26.
Junto con la hipotética naturaleza pura, el DOSD trata de los otros dos estados de la naturaleza humana: el estado de naturaleza íntegra (o de inocencia) y el estado de naturaleza caída. El primero es un estado de justicia original (o de amistad divina), acompañado en consecuencia de la gracia, así como también de los dones preternaturales (es decir, superiores a la naturaleza humana) de impasibilidad e inmortalidad. Es además propio de este estado, según Suárez, la armonía entre facultades sensibles e intelectuales, de manera que las primeras (pasiones) están sometidas y obedecen a las segundas (razón y libertad)27. Los dones de la gracia son ayudas (actuales o habituales) que dan a los actos humanos un valor sobrenatural y una capacidad de merecer la gloria. A su vez, el don preternatural de impasibilidad proporciona al hombre la ausencia de dolor y enfermedad y el don de inmortalidad lo preserva de la muerte, haciendo que el final de sus días sobre la tierra sea seguido de un traslado a la gloria sin dolor ni angustia28. Pero tras la sugestión de la serpiente y la comisión del pecado de origen, aquel estado de dicha que era el estado de naturaleza íntegra desaparece y se instaura el tiempo del estado de naturaleza caída, en el que a la pérdida de la justicia original sigue la pérdida de los dones preternaturales referidos.
No cabe duda de que lo que los autores modernos (Hobbes, Locke) e ilustrados (Rousseau, Kant, etc) llamaron el estado de naturaleza es aquel mismo estado que Suárez (y en general los escolásticos) llaman estado de naturaleza íntegra. La gran diferencia entre ambos grupos de autores al respecto es que mientras los escolásticos presentan y explican dicho estado con un fuerte aparato teológico (justicia original, gracia, dones preternaturales, transmisión por naturaleza de la culpa original, concupiscencia, redención universal de Cristo, etc.), los segundos desconocen por lo general dicho aparato y se limitan a su tratamiento antropológico y político como un estado de concordia entre los hombres y de armonía social y política. En un excelente artículo que recoge y compara sistemáticamente las opiniones de algunos escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII (particularmente Luis de León, Vitoria, Soto, Mercado y Suárez) sobre el estado de naturaleza, se llega a la conclusión de que lo que estos teólogos entienden por estado de naturaleza íntegra coincide sustancialmente con las teorías sobre el estado de naturaleza de la mayoría de los pensadores modernos. También para nuestros escolásticos por lo general el estado de naturaleza es un estado de autosuficiencia, de paz y concordia entre los hombres, de economía comunal (sin propiedad ni dinero), de ainstitucionalidad (en el sentido de inexistencia de un poder político constituido y del Estado), de eticidad (en cuanto regido por la ley natural como instancia ética previa y superior a la ley positiva)29. Sin embargo, como veremos, Suárez presenta aquí algunas diferencias con los teólogos de su época, sobre todo en lo concerniente a la economía comunal y la ainstitucionalidad.
A su vez, Suárez (y los escolásticos en general) presentan el estado de naturaleza corrupta tanto teológica como antropológica y políticamente. Desde el punto de vista teológico dicho estado es el del hombre actual, injusto y pecador, el cual, sin embargo, recibe la promesa de la salvación después de la caída adámica, seguida de la venida efectiva de Cristo y la posterior redención. La doctrina de la gracia (especialmente como gratia sanans) se corresponde fundamentalmente con este tratamiento teológico. Asimismo, desde el punto de vista antropológico, la naturaleza corrupta es vista como un estado de inseguridad (a veces, incluso, de discordia y guerra), injusticia y sufrimiento, aunque sometido a la ley natural como criterio de juicio ético. Finalmente, desde el punto de vista político, dada la naturaleza caída del hombre, algunos escolásticos creen necesarias (como medicina peccati) la constitución de un poder político, la división de los bienes (origen de la propiedad) y, en ciertas ocasiones, la admisión de un estado de servidumbre o esclavitud legal, no natural (tras la comisión de ciertos delitos o la derrota en una guerra justa). En relación con estos tres aspectos de teoría política Suárez muestra en el DOSD divergencias de cierta envergadura con algunos escolásticos del momento, debidas a su escotismo moderado (que le hace valorar sobremanera la libertad como el gran don natural del hombre, mitigando así la servidumbre legal) y a un aristotelismo y tomismo actualizados en un contexto más moderno y humanista que el de otros teológos. De ahí el énfasis de Suárez en afirmar que el Estado y el poder político son exigencias de la naturaleza humana y no consecuencia del pecado, de lo que se sigue que ambas instituciones también habrían existido en el estado de inocencia.
En cualquier caso, la contraposición de los modernos entre estado de naturaleza. estado de sociedad no parece ser sino el traslado al plano antropológico y político de una oposición previa, de naturaleza teológica, entre estado de naturaleza íntegra (o de inocencia) . estado de naturaleza caída.
En continuidad con el De legibus y la Defensiofidei, el DOSD contiene algunas aportaciones de interés. En concreto, el capítulo séptimo del libro quinto se dedica, como ya sabemos, a una indagación conjetural sobre el tipo de vida social y política que habrían llevado los hombres en el estado de inocencia si Adan no hubiera pecado. Así, siempre sub hypothesi, expresándose de continuo (como conviene al argumento), afronta Suárez el estudio de la sociedad doméstica, la sociedad municipal y la sociedad política perfecta en el estado de naturaleza íntegra. en subjuntivo
Las ideas políticas fundamentales del DOSDson dos: de un lado, la distinción entre potestad económica (es decir, familiar) y política y, de otro, el rechazo de la teoría patriarcal del poder divino del rey. Ambas ideas encuentran su fundamento en una teoría de la libertad y autonomía del hombre devenido sui iuris tras alcanzar la madurez psíquica que lo capacita para formar una familia propia. Además de considerar la naturaleza del Estado y del poder político, Suárez estudia también la servidumbre (y sus formas) y la propiedad (o división de bienes) en el estado de inocencia.
Dado el carácter natural de la sociabilidad humana considera Suárez que en el estado de inocencia habrían existido las tres sociedades que conocemos en el estado de naturaleza caída: la doméstica, la municipal (pagus) y la estatal (civitas), las dos primeras como sociedades imperfectas y la última como sociedad perfecta.
En la sociedad doméstica, además del vínculo del marido con la mujer y del padre con los hijos, se detiene Suárez en la relación del señor con el siervo (tal como hace Aristóteles en el cap. I de la Política), introduciendo así la cuestión de la servidumbre o esclavitud. De ella dice Suárez que no se habría dado en el estado de inocencia, porque ni la condición servil sería conforme con dicho estado ni la pluralidad de actividades y servicios para cuya satisfacción se emplea la servidumbre en el estado de naturaleza caída se darían en el de inocencia (cf. n. 2).
Un aspecto decisivo de la teoría política suareciana es la definición de la comunidad política (civitas o Estado) como “aquella unión política que se alcanza por medio de algún pacto expreso o tácito de ayuda recíproca y de alguna subordinación de las personas a algún superior de la comunidad, sin el cual la comunidad no puede subsistir” (n. 3). Como puede verse, Suárez entiende que la sociedad política queda constituida como tal por medio de un doble pacto: uno, expreso o tácito, de constitución de la sociedad, y otro de transferencia del poder al gobernante.
Sobre el carácter natural y, por tanto, esencial de la comunidad política para el hombre subraya Suárez que el origen de esta no se halla en el pecado o en la corrupción de la naturaleza caída, sino en la misma esencia humana, a la que conviene de suyo para la perfección del hombre (cf. n. 6).
Después de admitir la legitimidad del dominio sobre los animales, se estudia el dominio de un hombre sobre otros hombres, sea en la forma de servidumbre sea en la de sujeción política. El primero es un dominio de propiedad. El segundo lo es de gobernación (sea dominativo o jurisdiccional). Así, en el estado de inocencia no se habría dado servidumbre o dominio de propiedad de un hombre sobre otro. Dado que “la libertad es natural al hombre y es su gran perfección” (n. 10), nadie puede ser privado de ella sino por castigo o pena. Por ello, la servidumbre no podría darse en el estado de inocencia, porque no habiendo allí delito, no puede haber pena. Pero por lo mismo, en su forma legal, no natural, puede darse lícitamente servidumbre en el estado de naturaleza caída. El dominio de gobernación, en cambio, se daría en el estado de inocencia, porque se ejerce en beneficio de los propios gobernados. El dominio de gobernación puede ser dominativo (en las relaciones familiares, según las ideas del momento) y jurisdiccional (del príncipe sobre los súbditos). En tal sentido, ambas formas de dominio se darían en el estado de inocencia, aunque “libres de toda forma de imperfección y coacción” (n. 11), que son consecuencia del pecado.
Particular relevancia reviste la admisión del poder de jurisdicción en el estado de inocencia, porque este poder es necesario para la conservación de la comunidad política y “deriva no de la culpa, sino de la naturaleza misma de las cosas”. Por ello, “la doctrina sobre la potestad de jurisdicción se mantiene en todos los estados de la naturaleza humana, sea pura, sea íntegra, sea caída” (sive pura, sive integra, sive lapsa) (n. 12). En breve, la sujeción política no denota imperfección incompatible con el estado de inocencia.
Otra cuestión relevante es la distinción entre poder económico (doméstico o familiar) y poder político. Mientras el primero pertenece a una determinada persona en virtud del vínculo matrimonial o parental, el poder político “por la naturaleza de las cosas, pertenece a [toda] la comunidad por el hecho de congregarse en un cuerpo político” (n. 13) y no a una persona determinada, hasta que la comunidad, después de determinar el tipo de régimen político que desea, lo entrega a la persona por ella elegida (cf. n. 13). Pero si así ocurre en el estado de naturaleza lapsa, lo mismo habría debido ocurrir en el estado de inocencia “pues se trata de una misma razón, que no se funda en la culpa, sino en la misma equidad natural” (n. 13). Una vez determinado quién es el titular del poder político, se pregunta Suárez “si Adán, como padre de todos, habría tenido el poder político” (n. 14), a lo que se responde que “la sola razón de progenitor no es suficiente para la perfección del poder político con perfecto dominio de jurisdicción” (n. 14). Suárez vuelve así a desautorizar (como ya había hecho en 1613 con la Defensio fidei) la pretensión de Jaime I de Inglaterra, quien amparándose en las doctrinas patriarcalistas y del derecho divino de los reyes, afirmaba ser investido rey inmediatamente por Dios, sin intervención alguna del pueblo.
Después de tratar del poder político y de la servidumbre se aborda la cuestión de si en el estado de inocencia se habría dado la división de bienes y el dominio privado. En primer lugar, Suárez da por sentado que la división de bienes es propia del estado de naturaleza caída. La cuestión es saber si habría podido darse algún tipo de propiedad en el estado de inocencia. Suárez reconoce que la opinión más común es que “en el estado de inocencia no habría existido la división de los bienes ni el dominio privado” (n. 17). En tal sentido se habían expresado Escoto, Soto y algunos Padres de la Iglesia, según los cuales “la división fue introducida con ocasión del pecado” (n. 17). Sin embargo, Suárez presenta algunas reservas a esta opinión (cf. n. 18). En efecto, “no parece que haya habido precepto que prohíba la división de bienes en el estado de inocencia, porque ni se deduciría de los preceptos de la recta razón, ni iría contra la justicia ni contra cualquier otra virtud y porque podría además ser útil” (n. 18). Precisando más distingue Suárez entre bienes muebles e inmuebles. En el caso de los muebles la simple ocupación de una res nulliusgenera la propiedad sobre la misma y “este derecho sería también necesario en el estado de inocencia” (n. 18). Es el caso de “quien recogiera los frutos de un árbol”, de lo que surgiría el derecho de propiedad sobre los mismos. En el caso de los inmuebles admite también Suárez que en el estado de inocencia se podría haber dado lícitamente la propiedad sobre una parcela de tierra habitualmente cultivada o destinada del mismo modo a sede de la vivienda (cf. n. 18).
Llegados aquí parece oportuna una brevísima anotación sobre la semejanza de temática y de soluciones de DOSD V, 7 y del segundo Tratado sobre el gobierno de Locke, donde se abordan las cuestiones del origen y naturaleza del poder político (con una particular referencia a la distinción entre poder económico y político), la servidumbre o esclavitud y la propiedad, lo cual postula si no un conocimiento de esta obra de parte de Locke, sí al menos una fuente común. Desde luego, el hecho de que Patriarcha de Filmer exponga con cierto detalle y critique las ideas políticas de Suárez y que Locke presente una concienzuda refutación de Filmer en el primer Tratado sobre el gobierno, tiende un puente entre Suárez y Locke. Por otro lado, el pensamiento whig (de Buchanan, Milton, Paxton, Sidney, Locke, etc.) es afín a Suárez en no pocas tesis de teoría política.
Las ediciones del DOSD han sido cinco30. En primer lugar fue publicado por Jacques Cardon y Pierre Cavellat en Lyon (1621)31. Un año después, en 1622, el editor Hermann Mylius Birckmann publicó una nueva edición de la obra, esta vez en Maguncia32. Posteriormente Gabriel Boissat preparó una segunda edición de la de Cardon-Cavellat, publicada en Lyon (1635)33. Una cuarta edición fue realizada por Sebastián Coleti en Venecia en 174034. Finalmente, en el conjunto de las Opera omnia(París, 1856-1878), publicadas por L. Vivès, fue llevada a cabo una última edición del DOSD en 1856, como tercer volumen de la colección35.
En este trabajo hemos seguido la edición de Vivès. Pero para nuestra sorpresa hemos encontrado en ella un número considerable de defectos, en particular: contrasentidos, erratas y omisiones . errores de sintaxis latina. Para cotejar dichos defectos y, en su caso, corregirlos, hemos recurrido de ordinario a la edición de Cardon-Cavellat (Lyon 1621). Aunque en la traducción nos hemos limitado a DOSD V, 7, queremos dar cuenta aquí de algunos defectos encontrados a lo largo de todo el libro V del DOSD.
Pasamos, pues, sin pretensión de exhaustividad, a hacer una sucinta relación de algunos defectos mencionados de la edición de Vivès (que consideramos inaceptables, siendo esta la edición más seguida en el estudio de Suárez) con el ánimo de contribuir así a que una futura edición del DOSD los corrija.
Encontramos un contrasentido en las páginas 413-414 donde, a propósito de la relación de señor-siervo referida por Aristóteles, se plantea Suárez si tal relación se daría en el estado de inocencia. Al respecto dice la edición de Vivès: “Aristóteles añade allí otra sociedad, a saber, la del señor y el siervo. Pero esta no habría sido necesaria en aquel estado. Ahora [en el estado de naturaleza caída] en efecto, no es, necesaria, o al menos muy útil, debido a las muchas actividades y servicios necesarios para el sustento de la vida corruptible”. El contrasentido es obvio. Basta con suprimir el adverbio no, que hemos caracterizado con cursiva en el entrecomillado.
Un caso semejante se encuentra en página 430. Vivès afirma respecto de la interpretación de Tomás de Aquino de un texto de las Moralia de Gregorio magno: “Pero esto satisface”. Sin embargo, el sentido obvio del texto exige la negación.
En página 436 dice Vivès: “En el estado de inocencia caída” (in statu innocentiae lapsae). Se trata evidentemente de una expresión contradictoria de la que hay que suprimir el adjetivo lapsae.
Un último ejemplo se encuentra en página 440. Dice allí Vivès: “Porque todos los hombres comúnmente habrían tenido mayores y más raras ocasiones de pecar” (majores et rariores peccandi occasiones). La contradicción desaparece al cotejar este texto con Cardon-Cavellat y comprobar que el adjetivo empleado allí es menores (minores).
En página 419, citando un texto de Juan Damasceno que afirma que en el Paraíso el hombre disfrutaría (frueretur) de Dios por medio de la contemplación, se transcribe erróneamente fueretur.
En página 421, tratando de la inmortalidad de Adán previa a la comisión del pecado original, Vivès transcribe erróneamente moris en lugar de mortis.
En página 429 se dice erróneamente interdit. Según Cardon-Cavellat se trata de intendit.
En página 439 se abrevia y elimina una parte del texto. En concreto, Vivès dice “ut gratia sanitatum supponit aegritudinem, restitutio vitae aut visus supponit earum divisionem”. Cardon-Cavellat expresa el texto íntregramente, como puede verse en sus palabras: “ut gratia sanitatum supponit aegritudinem, restitutio vitae aut visus supponit mortem vel caecitatem: donum linguarum supponit earum divisionem”.
Asimismo en página 440 se transcribe erróneamente “ut est per se motum”, en lugar de “per se notum”.
Nuevamente en página 440, a propósito de los méritos de la Virgen María, dice Vivès “haberet multitudinem meritorum”. Cardon-Cavellat, en cambio, mantiene el texto suareciano íntegro al decir: “haberet multitudinem et infinitatem meritorum”.
En página 441, en un difícil texto de Suárez, encontramos una discordancia entre Vivès y Cardon-Cavellat. Mientras Vivès dice: “Et ita comparando maximum ad maximum in utroque extremo seu statu contingens utriusque status, magis contingens videtur”, Cardon-Cavellat dice: “Et ita comparando maximum ad maximum in utroque extremo seu statu contingens erat excelsus. Et quidem spectando ad conditiones utriusque status, magis contingens videtur”. Como puede verse Vivès omite las palabras erat excelsus. Et quidem spectando ad conditiones.
En página 443 Vivès dice “quia in hoc statu naturae lapsae diuturnas aut brevitas vitae”, cometiendo el error de transcribir diuturnas en lugar de diuturnitas, como dice correctamente Cardon-Cavellat.
Finalmente, en página 447 Vivès transcribe erróneamente sive (o), en lugar de sine (sin). Dice en concreto: “et in detrimentum innocentum sive aliorum utilitate”. Se trata de una errata que altera por completo el sentido del texto de Suárez.
En página 423, Vivès escribe erróneamente actualem injustitian, en lugar de actualem injustitiam.
En página 424 se dice ex partae Adae, cuando debería decirse ex parte Adae.
En página 425 Vivès dice ex rebus sensibilius en lugar de ex rebus sensibilibus, como exige la concordancia con ex rebus en caso (ablativo) y número (plural).
En página 426 Vivès escribe erróneamente ab objectionem, en lugar de ad objectionem.
En página 427, se escribe erróneamente ad consummandam en lugar de ad consummandum [eum].
En página 427 se dice immediatus, cuando el término correcto es immediatius, un adjetivo en grado comparativo, como Cardon-Cavellat dice.
En página 433 Vivès emplea el pronombre demostrativo illa (en nominativo), cuando la forma sintáctica correcta (así expresada en Cardon- Cavellat) es illi, en dativo.
En página 434 se dice erróneamente proprietatis (en genitivo) en lugar de proprietates (en acusativo plural).
o de la creación del universo en cuanto fue realizada en seis días, como se refiere en el cap. 1 del Génesis, y en particular de la producción del hombre en el estado de inocencia
Libro V, capítulo 7
Sobre el género de vida corporal o política que los hombres habrían llevado en el estado de inocencia
En este capítulo quedan por explicar las demás cosas que se refieren al modo de vida de los hombres en el estado de inocencia en lo que concierne a la actividad y las ocupaciones externas y políticas o domésticas. Sobre este asunto se presentan algunas cosas que hay que explicar, que pueden ser expuestas por medio de algunas breves dudas. Lo primero y más importante es si en el estado de inocencia los hombres vivirían en sociedad o comunidad. A este respecto hay que distinguir dos formas de comunidad o sociedad humana. Una se llama doméstica o familiar. La otra, civil o del pueblo o de la ciudad. De estas la primera es considerada imperfecta; la segunda, en cambio, perfecta. En efecto, mientras aquella no es suficiente para hacer frente a las necesidades de la vida, esta otra, en cambio, tiene el complemento que la hace suficiente para todo, como dijo Aristóteles (Política, I, cap. 2).
En cuanto a la primera sociedad, o sociedad doméstica, no hay duda, pues, que se habría dado en el estado de inocencia. En efecto, la sociedad doméstica tiene su origen intrínseca y naturalmente en la unión del varón y de la mujer y en la procreación de los hijos, como explica Aristóteles (Política, cap. 1)36. Pero en el estado de inocencia la sociedad de varón y mujer habría existido con un vínculo matrimonial especial y, consecuentemente, con la cohabitación necesaria para la generación y la educación de los hijos. Luego en aquel estado habría existido la sociedad o comunidad doméstica.
Además Aristóteles añade allí otra sociedad, a saber, la del señor y el siervo37. Pero esta no habría sido necesaria en aquel estado. Ahora [en el estado de naturaleza caída] es, en efecto, necesaria, o al menos muy útil, debido a las muchas actividades y servicios necesarios para el sustento de la vida corruptible. Pero tal necesidad no existiría en el estado de inocencia, porque los hombres necesitarían entonces pocas cosas para el sustento de la vida y porque tendrían todo a disposición o, por así decir, al alcance de las manos. Además, la nobleza de aquel estado no permitiría la condición servil en los hombres. Por ello, aquella sociedad que en el estado de naturaleza caída exige la condición [servil], sería incompatible con el estado de inocencia, como explicaremos en el n. 10.
Añade también Aristóteles que de esta sociedad doméstica se sigue naturalmente otra sociedad, ciertamente mayor, aunque imperfecta todavía en su género, a la que llama aldea38, que es una pequeña comunidad constituida por diversas casas. De esta sociedad afirma también que parece conforme a la naturaleza en grado sumo, porque resulta naturalmente, por así decir, de la generación de muchos hijos y de la sucesión de los nacidos a partir de los [previamente] nacidos o de la sucesión de los nietos a partir de los hijos. Pues multiplicándose los matrimonios y las familias, aumentan en consecuencia las casas, de las cuales surge39 la aldea. De todo lo cual se sigue que también esta sociedad, en cuanto verdaderamente natural, habría existido en el estado de inocencia.
Pero hay que tener en cuenta que esta multiplicación de casas o de familias habría podido ocurrir de dos modos. El primero es por medio de la simple división de una familia de otra, sin una unión moral particular entre ellas40. De esta manera no se produce propiamente una comunidad política, sino un agregado per accidens41 de diversas comunidades domésticas. En efecto, de cualquier tipo de unidad, física o moral, en la que no se da alguna unión entre diversas cosas distintas, no surge de las mismas algo propiamente uno, salvada la proporción. No es suficiente en tal sentido la sola cercanía según el lugar, porque de ahí surge una cierta vecindad, que como mucho suele inducir a alguna amistad o familiaridad, pero no a una unidad moral o comunidad, como de hecho se puede comprobar en la práctica en los casos de dos o tres familias o de los monasterios en el desierto, cuando viven en lugares próximos.
Otro modo de multiplicación de las familias o de las casas es aquel que, además de la distinción doméstica, añade alguna unión política, que no se alcanza sin algún pacto expreso o tácito de ayudarse recíprocamente ni sin alguna subordinación de las familias particulares y de las personas a algún superior o rector de la comunidad, sin el cual tal comunidad no puede subsistir, como traté más ampliamente en la Defensa [de la fe] católica (lib. 3, caps. 1 y 2)42.
Así pues, si la aldea es considerada solo como un conjunto de casas, por así decir, la misma se deriva con necesidad natural de la multiplicación de los hijos y de los nietos, etc., y así sin duda habría existido en el estado de inocencia. Si, en cambio, la aldea es entendida como una comunidad política moralmente una, como dije antes, por pequeña que sea, entonces la aldea parece ser un cierto inicio de la ciudad43 y suele existir como una parte de ella o como un accesorio de la misma. En este [segundo] sentido, pues, parecen ser prácticamente de la misma naturaleza la aldea y la ciudad.
Es posible, pues, preguntarse en general si en el estado de inocencia existiría la comunidad política en sentido propio, sea en la forma de aldea, de ciudad o de reino. Hay motivo para dudar de ello, porque en aquel estado no se daría el motivo en virtud del cual tales comunidades se constituyen entre los hombres, mientras que ahora, en el estado de naturaleza corrupta, sí se da. En efecto, en el estado de naturaleza caída las familias de los hombres se congregan en una ciudad porque una sola familia no es suficiente para satisfacer las necesidades de su sustento, o para mantener la justicia mutua entre las diversas familias, o para protegerse de todas las calamidades, o para defenderse ella y los suyos de los enemigos y otras necesidades semejantes de la vida corruptible. Pero en el estado de inocencia cualquier familia se bastaría a sí misma, porque, dada la inocencia y la inmortalidad, no tendría enemigos de los que ser defendida, ni se cometerían delitos contra los miembros de las diversas familias para cuya venganza o prevención fuera necesaria la potestad regia. Luego no sería necesaria en aquel estado la sociedad política.
Dirás que [la sociedad política] habría existido por causa de la conveniencia de la misma, dado que el hombre es un animal social y, siendo esta propiedad algo natural, habría permanecido en el estado de inocencia. De ahí que, como hemos visto antes, Aristóteles dijera que el hombre es por naturaleza un animal civil y social44. Pero en contra está el hecho de que esta propiedad del hombre habría sido suficientemente satisfecha en parte por la sociedad doméstica, en parte por la mutua comunicación y amistad de diversas familias o de las personas de diversas casas entre sí. En efecto, otro vínculo moral mayor entre las diversas familias de la misma ciudad no es natural, al menos en [el estado de] naturaleza íntegra, aunque en el [estado de] naturaleza caída o pura [dicho vínculo moral] existiría naturalmente a consecuencia de la indigencia de tal estado. En este sentido habló Aristóteles del hombre, afirmando no obstante: “Quien no vive en una ciudad, por naturaleza y no por casualidad, o es [un ser] inferior o superior al hombre”45. Ahora bien, en el estado de inocencia el hombre habría sido más que hombre, por así decir, y por tanto no habría tenido necesidad de [vivir en] una ciudad.
Sin embargo, parece que hay que decir que en el estado de inocencia, si hubiera perdurado, los hombres habrían constituido entre sí una sociedad política, como puede ser una ciudad perfecta o un reino. De tal opinión es el sumo Tomás en I, q. 96, a. 446. De igual parecer son también Cayetano47, Lipomano en su Cadena sobre el Génesis, cap. 948 y Pereira en el lib. 4 de su Comentario al Génesis, disp. sobre el imperio del hombre49. El fundamento de ello debe ser que la conjunción de los hombres en una ciudad conviene al hombre no tanto accidentalmente por razón del pecado o de la corrupción de la naturaleza, sino de suyo en cualquier estado, pues pertenece a su perfección. De ello da razón en primer lugar el sumo Tomás con el ejemplo de los ángeles. Pues su estado y condición natural es mucho más perfecto que el de los hombres, incluso que el que habrían tenido en el estado de inocencia. Ahora bien, entre los ángeles hay una sociedad y comunidad con orden, así como subordinación entre ellos, como enseñó Dionisio el Areopagita50 y se ha visto en los libros anteriores. Por tanto, guardando las debidas proporciones, [la sociedad política] no habría faltado entre los hombres en el estado de inocencia. En segundo lugar, [hay que entenderlo así] porque esta comunidad de vida no solo es creada por la necesidad del socorro mutuo, sino también porque es deseable de por sí para un mayor agrado de la vida y de una honesta comunicación, como el hombre naturalemente desea.
En tercer lugar, porque en aquel estado no todos los hombres serían iguales en ciencia y virtud, como se dijo en el libro 3, capítulo 951 y el sumo Tomás acertadamente observa en el referido art. 352. Luego, aunque aquella sociedad perfecta no fuera necesaria para remediar la indigencia de los cuerpos o de la defensa, podría ser utilísima para el estudio de las ciencias, de manera que los más sabios pudieran instruir a los menos doctos. Lo mismo habría ocurrido con la experiencia de las cosas. Como [los hombres] no habrían podido adquirir individualmente experiencia de todo, habría sido necesario, pues, que se ayudasen recíprocamente, también por medio de la tradición y de la fe humana, la cual en aquel estado habría sido en buena medida más segura por causa de la inocencia. También aquella comunicación habría sido utilísima para la ayuda de la virtud, pues los más fervientes podrían excitar a los menos perfectos con la palabra y el ejemplo. Pero estas razones se refuerzan si se considera en aquel estado no solo el orden de la naturaleza, sino también el de la gracia. Pues convendría que los hombres tuvieran alguna regla común de fe, incluso externa, de manera que pudieran conservar aquella misma fe perpetuamente y rendir culto a Dios según ella, no solo privadamente, sino también con el culto público de toda la comunidad o Iglesia. Pero esta unidad eclesiástica supone una comunidad civil acomodada al estado de los hombres.
Finalmente, si los hombres en aquel estado hubieran podido pecar, la comunidad civil habría sido utilísima también para la corrección y enmienda de los malhechores. Luego lo más verosímil es que en aquel estado [de inocencia] los hombres hubieran constituido una comunidad política. En cambio, la pregunta de cuántas de aquellas sociedades habrían existido es más incierta. Así, que todos los hombres hubieran vivido en una sola ciudad o que más bien hubieran debido multiplicarse las ciudades; y en el caso de que las ciudades hubieran sido muchas, si se habrían constituido en uno o más reinos o, en cambio, cada una habría existido autónomamente; [todo esto] y demás cosas semejantes, [es materia] sobre la que cada uno puede establecer conjeturas.
Pero retornando sobre una cuestión precedentemente tratada, a saber, cuán grande habría sido en aquel estado la multiplicación de los hombres que vivían simultáneamente en este mundo, [la cuestión es] si todos ellos habrían vivido en el Paraíso terrestre o, en cambio, habrían poblado las demás regiones del mundo. Pues si todos se hubieran hallado dentro del Paraíso podrían ser reunidos bajo la forma de una sola ciudad o al menos de un reino. Si, en cambio, se hubieran extendido fuera del Paraíso, la multiplicación entonces de las ciudades o también la de los reinos habría sido quizás mayor. Pero de estas cosas es suficiente con lo dicho hasta aquí.
A partir de aquí se juzga una segunda duda, relativa al dominio del hombre sobre los hombres, que en el n.2 habíamos reenviado aquí. Habíamos dicho allí, en efecto, que en el estado de inocencia los hombres habrían tenido el dominio sobre todos los animales brutos. De ahí surgía luego la duda de si un hombre habría tenido dominio sobre otro. El motivo de esta duda es que este dominio no podría ser tenido más que por don de Dios. Ahora bien, Dios dio al hombre únicamente el dominio sobre los brutos, no sobre otros hombres, como hacía notar Agustín en en La ciudad de Dios, lib. 19, cap. 1553. En cambio, según la respuesta del sumo Tomás, mencionada antes, que es la común, el dominio es doble: uno se refiere a la servidumbre y el otro al carácter de súbdito [es decir, a la sujeción política]54. Podemos llamar al primero dominio de propiedad; al segundo, en cambio, dominio de jurisdicción o de gobernación, entendiendo jurisdicción en un sentido amplio, como después explicaré. De ahí que el primer [tipo de] dominio da el poder sobre la persona del siervo y sobre todas sus acciones, de manera que permite usar al siervo para todo uso conveniente a la utilidad del señor. El otro [tipo de] dominio, en cambio, confiere solamente la potestad para gobernar y dirigir al súbdito en sus acciones, principalmente en lo que es de utilidad para el propio súbdito. Todas estas cosas son estudiadas más ampliamente en el tratado sobre la justicia55 y son claras y seguras.
Afirmamos, por tanto, que en el estado de inocencia no habría existido el dominio de propiedad de un hombre sobre otro. Así lo enseñan el sumo Tomás y los demás con Agustín en La ciudad de Dios, lib. XIX, cap. XV, al decir: “La condición de servidumbre se entiende impuesta justamente al pecador”56. Por tanto, en aquel estado no existiría la servidumbre ni el dominio de propiedad [de un hombre sobre otro]. En efecto, ambas instituciones son correlativas, de manera que no puede darse la una sin la otra. De ahí que, como hemos visto antes, estime Agustín que nunca en la Escritura fuera llamado el hombre siervo, “antes de que Noé, [hombre] justo, castigara el pecado de su hijo con su maldición”57. De donde [Agustín] infiere: “así mereció este nombre por culpa, no por naturaleza”58. La misma idea se encuentra en Gregorio en I Moralia, 21, caps. 10 y 1159. La razón de ello es manifiesta, pues la libertad es natural al hombre y es su gran perfección. Por lo que ser privado de ella es un gran castigo y una miseria. Ahora, el estado de inocencia estaría libre de toda miseria y pena. Luego estaría libre también de esta servidumbre y, por tanto, en aquel estado no existiría aquel dominio de servidumbre. De este dominio habló el Señor cuando lo confirió al hombre sobre los animales brutos, pero no sobre los [otros] hombres, como Agustín indicó antes. Pero Dios no quitó al hombre el poder de introducir este dominio al aparecer el pecado, como se trata más ampliamente en la materia de justicia60. Por eso, la citada afirmación y la idea de la misma se aplica perfectamente a todos los hombres que perseveran en su inocencia. Pero si estos hubieran pecado, podrían merecer alguna vez ser reducidos a la esclavitud, como podrían ser castigados con otras penas. Pero en tal caso el que peca se pone fuera del estado de inocencia y, como dije antes, nos es desconocido cuál sería en aquel estado el modo de gobernar y castigar a los pecadores.
Decimos en segundo lugar que el dominio directivo o gubernativo habría existido entre los hombres en el estado de inocencia. A este dominio corresponde, en efecto, el poder de mandar a otros en su propio beneficio y en el del bien común. Esta potestad, en rigor, es más amplia que la [potestad de] jurisdicción, porque el padre tiene esta potestad dominativa sobre su hijo y su familia, si bien carece de la [potestad de] jurisdicción en sentido propio61, según la enseñanza del sumo Tomás en II-IIae, q. 65, a. 2, co y ad 262. Sin embargo, hablando en un sentido más general, toda potestad de gobernar a otros puede ser llamada jurisdicción. Así queda probada la conclusión. En efecto, en el estado de inocencia el varón tendría potestad sobre la esposa, porque esto es natural y porque [tal potestad] es necesaria de suyo para el buen orden y la paz entre los mismos cónyuges, aunque en aquel estado tal sujeción estaría libre de la imperfección y de la coacción, que fueron introducidas por causa del pecado, como expusimos al final del libro precedente. De modo semejante el padre tendría el dominio sobre los hijos para gobernarlos y tendría la misma [potestad] sobre toda su familia. En efecto, esta potestad es de tal manera necesaria en la comunidad doméstica que hizo decir a Pablo (1 Cor 5) que el padre o la madre de familia que no la usa bien es peor que el infiel63, como advirtió Agustín en La ciudad de Dios, lib. XIX, caps. 15 y 1664.
Finalmente hay que decir del mismo modo que, una vez supuesta en aquel estado [la existencia de] una comunidad política perfecta, habría sido necesario entonces el dominio propio de jurisdicción, que es el que se da en el príncipe respecto de los súbditos, porque esta potestad se deriva no de la culpa, sino de la naturaleza misma de las cosas en tal comunidad como necesaria para su conservación, como óptimamente enseña el sumo Tomás precedentemente y más ampliamente dijimos en el libro III de la Defensa de la fe católica, al inicio65. Pues esta doctrina [sobre la potestad de jurisdicción] se mantiene en todos los estados de la naturaleza humana, sea pura, sea íntegra, sea caída. La sujeción correspondiente a este dominio no entrañaría defecto o imperfección incompatible con la perfección del estado de inocencia, porque ni privaría al hombre de la libertad en general y del dominio de sus acciones ni lo sometería al servicio de otro para la ventaja de este, sino que [tal sujeción se daría] para obedecer en los actos honestos que redundan en el beneficio propio o del bien común. Tampoco sería coactiva en aquel estado aquella potestad gubernativa en virtud de la cual los súbditos estarían sujetos a las penas, sino que estaría dirigida al bien mayor y ordenada a la paz de la comunidad, bien entendido siempre que se tratara de súbditos que perseverasen en la inocencia, pues en el caso de que algunos hubieran pecado el criterio sería otro, como hemos dicho en repetidas ocasiones.
Pero hay que dar a conocer la diferencia entre este poder político y el [poder] económico. En efecto, este último nace al modo de una pasión en sentido propio de tal conjunción y conviene a una persona determinada o se da en dicha persona al modo de una relación, una vez puesto tal fundamento. Así, supuesto el contrato de matrimonio, por la naturaleza de las cosas el marido adquiere al instante la potestad sobre la mujer. Del mismo modo, supuesta la generación del hijo, es natural la potestad de los padres sobre él. La potestad política, en cambio, aunque por la naturaleza de las cosas se halle en toda la comunidad por el hecho mismo de que esta se congrega en un cuerpo político, sin embargo no pertenece a una persona determinada, sino que corresponde de suyo a la comunidad establecer el tipo de régimen [político] y entregar aquella potestad a una persona determinada, como ampliamente dije en el lugar citado66. De donde, hablando con rigor, en lo que se refiere a la potestad política, debería ser mantenido lo mismo en el estado de inocencia, pues se trata de una misma razón, que no se funda en la culpa, sino en la misma equidad natural.
Pero cabe preguntarse, en el caso de que Adan no hubiera pecado y hubiera permanecido en el camino [es decir, en el estado de inocencia] y, además el género humano se hubiera multiplicado hasta el punto de ser suficiente para constituir un Estado, si [Adán], como padre de todos, habría tenido el principado [es decir, el poder político]67. Respondo diciendo que la sola razón de progenitor no es suficiente para la fundación del principado con perfecto dominio de jurisdicción y del poder político en la comunidad perfecta, la cual se forma por la unión de muchas familias, aunque el primer padre de todas ellas sea uno solo. La razón de ello es que por el mismo hecho de que el hijo por medio del uso de la razón y de la libertad, alcanzada la edad perfecta, se emancipa, queda liberado de la patria potestad y deviene sui iuris. De ahí que si [el hijo] tiene una familia propia, adquiere sobre ella una potestad económica igual a la potestad que tenía el padre sobre su familia. De ahí también que ni queda obligado por la sola naturaleza de las cosas a unirse en un pueblo [es decir, en una comunidad política] con el padre ni entre ellos media el poder de jurisdicción, que es el más alto por la naturaleza de las cosas68. Por lo cual tampoco después de la caída tuvo Adán tal potestad sobre los hijos, como bien observó Salonio en su obra Sobre la justicia, t. 1, q. 65, a. 269, aunque Soto en el lib. IV de su obra Sobre la justicia y el derecho, q. 3, a. único, par. Quod si quaeras, sostiene la opinión contraria, movido únicamente por la razón de que solo Adán fue el primer progenitor del género humano70. Pero, como he dicho, esta razón no es suficiente, porque es necesario que se dé el consentimiento de aquellos que se unen en una ciudad, al menos en cuanto a los cabezas de las familias. En efecto, no leemos [en el Génesis] que Adán y Caín, por ejemplo, con sus propias familias se reunieran en una ciudad cuyo poder político supremo fuera concedido a Adán, sino más bien leemos que Caín fundó la primera ciudad71. Con todo es verosímil que en el estado de inocencia, dado que las familias de los hijos y de los demás descendientes de Adán se multiplicarían, [dichas familias] debiesen estar reunidas en un único cuerpo político por causa de la gran unión y paz que entonces reinarían entre los hombres. De ahí que se pueda creeer también que todos los descendientes habrían aceptado a Adán como su rey y príncipe, más por el mismo uso y por una voluntad tácita72 que por medio de un pacto expreso o por elección. Pero qué habría ocurrido después, una vez multiplicadas y dispersas por el mundo las familias de los hombres, apenas si se puede conjeturar y tanto menos afirmar.
No omitiré preguntar en este lugar si, perdurando el estado de inocencia, existiría en un hombre el dominio particular sobre otro como fámulo, no como siervo73. Pues esta potestad y la sujeción correspondiente es como intermedia entre las dos [potestades] precedentes74. En efecto, la sujeción del fámulo no tiene la vileza de la condición de la servidumbre, porque no priva de la libertad en general, ni constituye al fámulo bajo el dominio de propiedad del señor. No parece, por tanto, que esté en contradicción con el estado de inocencia, como es en cambio el caso de la servidumbre. Asimismo no es una institución introducida como pena, sino como socorro y ayuda, lo que podría ser necesario en el estado de inocencia.
Con todo, en el estado de inocencia no habría existido tal género de dominio, pues aunque la institución del fámulo no sea de condición tan vil como la servidumbre, sin embargo conviene con ella en que la potestad del señor sobre el fámulo se ordena completamente a la utilidad del señor y, según eso, la institución del fámulo participa en gran medida de la condición de siervo, menos decorosa o decente para el estado de inocencia. Luego se puede decir que de parte del fámulo aquella sujeción fue introducida a causa del pecado de Adán, porque ningún hombre se convierte en fámulo de otro a no ser por la indigencia y la necesidad de esta vida mortal, pero tal indigencia no habría existido en el estado de inocencia y, por tanto, en dicho estado nadie habría servido a otro por obligación de justicia ni como pago al modo del fámulo, aunque por caridad todos se servirían mutuamente. Finalmente de parte del señor (si así debe ser considerado) tampoco hay razón o necesidad de tal potestad o dominio que pueda ser aceptada. En efecto, la ayuda de los fámulos fue introducida bien por causa de los cuerpos corruptibles (que tienen necesidad de vestidos, alimentos, medicinas y otras ayudas semejantes), bien por causa de la vanidad y la ambición. Pero ambas cosas no habrían existido en el estado de inocencia, porque prácticamente sin esfuerzo o ayuda los hombres dispondrían de alimentos bien dispuestos y no necesitarían vestidos; y, por otro lado, no habrían tenido abundancia de riquezas particulares, a cuyo comercio se hubieran aplicado. Luego no habrían necesitado [la institución de] el fámulo y consecuentemente tampoco en este sentido los hombres habrían tenido un peculiar dominio sobre otros hombres.
Una tercera cuestión se suscita en esta ocasión, a saber, si en aquel estado habría existido división de las cosas en cuanto al dominio de las tierras, frutos, animales y demás cosas y bienes temporales. Pues aunque Dios dio al hombre un dominio universal sobre [todas] estas cosas, como dijimos antes, sin embargo no dividió estos bienes entre los hombres, sino que los entregó todos a cada hombre, de manera que pudieran servirse de todas las cosas a su arbitrio y como quisieran. De este modo, también después de la caída, todas las cosas fueron comunes, hasta que fue introducida la división [de los bienes] o la apropiación del dominio. La duda, pues, es si semejante división habría sido introducida en el estado de inocencia o, por el contrario, siempre se habría conservado la comunidad de los bienes. La opinión común al respecto es que en el estado de inocencia no habría existido la división de los bienes ni el dominio privado. Así lo enseñan Soto75 y otros autores, los cuales disputaron acerca del dominio y de la división de los bienes en sus respectivos tratados sobre la justicia. Ya antes lo había sostenido Escoto en la dist. 15, q. 4, a. 176, considerando que era un precepto natural, que después fue revocado, o mejor aún, habría dicho que, cambiadas las cosas [es decir, decaído el hombre del estado de inocencia], habría cesado por sí mismo en el [nuevo] estado de los hombres. Así, considera [Escoto] que la divisón de los bienes no es lícita de suyo, a no ser en caso de necesidad. Ahora bien, en el estado de inocencia dejaría de existir la necesidad que ahora existe, luego entonces [en el estado de inocencia] no existiría [la división de los bienes]. Se explica la [premisa] menor. En efecto, la división de los bienes es ahora necesaria, sea para evitar los altercados entre los hombres y conservar la paz, sea para el sustento de los hombres, porque si los bienes fuesen comunes los hombres descuidarían custodiarlos y ocuparse de ellos. Pero estas dos razones no existirían en el estado de inocencia, como es sabido por lo dicho antes. Luego en el estado de inocencia no sería lícita tal división y, por tanto, no existiría. Los Padres de la Iglesia a veces son favorables a esta opinión, al decir que el uso común de las cosas es conveniente de por sí a los hombres, pero que la división [de los bienes] fue introducida con ocasión del pecado. Así, Clemente en I, Epístola 5, cap. 2, 12, q. 177, y por eso Crisóstomo en la Oración de san Philogonio78 dice: “Mío y tuyo, palabras frías e incentivo de todos los males”. De un modo parecido también Ambrosio en la Exposición sobre el evangelio de Lucas, lib. 7, cap. 12, § “No andéis preocupados”79.
Sin duda agrada esta opinión en cuanto a la afirmación propuesta, pero hay que explicarla convenientemente. En efecto, ante todo, no parece que haya sido impuesto precepto alguno en aquel estado prohibiendo esta división de bienes, porque no se conoce precepto positivo ni se colige precepto natural de los principios de la recta razón [en tal sentido], porque tal división de suyo no iría contra la justicia ni contra alguna otra virtud y porque además podría ser útil, como explicó bien Leonardo Lessio en su De la justicia, lib. 2, cap. 2, duda 280. De otro lado, parece también que hay que distinguir entre bienes muebles e inmuebles. En efecto, los muebles están más sujetos a la división, porque al ser ocupados o tomados pasan a ser del receptor, por lo que parece que este derecho sería necesario también en el estado de inocencia. En efecto, quien recogiera los frutos de un árbol para comerlos adquiriría por este solo hecho un particular derecho sobre los mismos, de manera que podría libremente usarlos y nadie podría arrebatarlos a este poseedor contra su voluntad sin injusticia81. En el caso de los bienes inmuebles, en cambio, no sería necesaria una división semejante y de estos hablan principalmente los autores mencionados. Pero hay que considerar además que en aquel estado los hombres podrían trabajar la tierra y sembrar quizás alguna parte de ella. Luego de ahí se seguiría necesariamente la consecuencia de que, después de que alguien hubiera cultivado una parcela de tierra, no podría justamente ser privado por otro del uso y de la cuasi posesión de la misma, porque la misma razón natural y el orden conveniente así lo exigen. Podría también ser introducido por la costumbre82 que quien hubiera ocupado83 una vez aquella parcela de tierra, la poseyera como propia mientras no la abandonase. Lo mismo puede decirse de una parcela de tierra destinada a la vivienda como domicilio84. Sin embargo, estas razones son consideradas de poco valor y por ello se niega absolutamente la división de los bienes en aquel estado. Con todo, también en estas materias podría haber diversas costumbres no incompatibles con aquel estado, las cuales dependerían del diverso arbitrio de los hombres y, por ello, nada cierto se podría decir de las mismas.
Finalmente una cuarta cuestión puede ser fácilmente resuelta a partir de lo dicho anteriormente, a saber, en qué género de acciones, ejercicios u obras se ocuparían los hombres en aquel estado. Desde luego, no habrían estado ociosos, porque tal cosa es contraria a la recta razón y genera tedio y desagrado. Sin embargo, no es fácil saber el tipo de actividad en el que se habrían ocupado en aquel estado. Porque entonces no habría habido guerras, ni contiendas, ni el cuidado de los cuerpos como son los vestidos o los alimentos refinados, ni el comercio para adquirir ganancias. Tampoco habrían existido las obras de misericordia corporales, porque no habría enfermos ni personas afligidas, etc. Tampoco habría existido entonces el uso de las artes mecánicas, porque todas ellas se ordenan a subvenir a las necesidades de los cuerpos, que entonces no habrían existido. Así pues, de las acciones que se realizan por medio del cuerpo no se encontrará ninguna acomodada a aquel estado. Pero, por otro lado, no habrían podido los hombres entonces abandonarse perpetuamente a la contemplación, porque el cuerpo animal no podría sin gran trabajo o sin un milagro especial cooperar perpetuamente con el alma en aquel ejercicio de la mente, ni asimismo el alma podría entregarse a la contemplación sin la cooperación del cuerpo.
La solución, sin embargo, es breve, a saber: la vida del hombre en aquel estado habría sido en su mayor parte contemplativa, pero armonizada con algún tipo moderado de actividad adecuada a aquel estado. Ello es así en términos generales, porque este género de vida es de por sí más adecuado a la naturaleza humana, especialmente en el estado de peregrinos y, como es este, de mortalidad intrínseca. Consecuentemente, [este tipo de vida] es también el más perfecto, porque en él el alma tiene la mejor parte y el cuerpo no es privado del ejercicio que le es conveniente. Además, Damasceno enseñó lo primero en el lib. 2, cap. 3085, diciendo: “Dios colocó al hombre en el Paraíso, que era no sólo espiritual, sino también corporal: desde el punto de vista corpóreo, el hombre vivió en el cuerpo en algún lugar que estaba en la tierra; desde el punto de vista espiritual habitaba con los ángeles, cultivando pensamientos divinos y nutriéndose con ellos, desnudo por causa de la simplicidad y por una vida carente de artificio y de engaño, estando así dispuesto para elevarse al solo Creador por medio de las cosas por Él creadas y disfrutando con sumo agrado de Él mismo por medio de la contemplación”. En efecto, Damasceno decía estas cosas principalmente de Adán, porque fue perfecto desde el principio. Pero [este modo de hablar] debe ser acomodado con la debida proporción a los hombres que descendieran de él. Pues todos ellos (en cuanto es creíble) dispondrían de ocio para el estudio de las ciencias naturales y para la contemplación y así [emplearían] gran parte de la vida, quizás hasta alcanzar la edad adulta, en el aprendizaje de las ciencias y después se ocuparían en su enseñanza. Añádase que se entregarían sobre todo a la contemplación, no sólo a la natural de Dios y de sus efectos [es decir, la creación], sino principalmente a la contemplación sobrenatural, que se pone en práctica por la fe y la caridad, porque [en dicha contemplación] consiste principalmente la felicidad en esta vida y sobre todo porque conduce a la futura.
Además la otra parte se contiene en las palabras del Génesis 2: “Puso Dios al hombre en el Paraíso del placer para que trabajara y lo custodiara”86, que expusimos antes en el lib. 3, cap. 6, n. 17, sobre las obras exteriores y sobre el cultivo de la tierra, moderado y deleitable. Añade Pereira en el lib. 4 sobre el Génesis, disp. sobre el uso de la carne en el estado de inocencia87 que los hombres cultivarían todas las artes liberales. Tal cosa es bastante creíble de la dialéctica88 y de otras [artes liberales] pertenecientes a las matemáticas, a saber, la aritmética, la geometría, la astrología89, la perspectiva, la cosmografía y otras semejantes, porque todas ellas perfeccionan el intelecto y porque tienen una acción externa, moderada y fácil y procuran un honesto placer90. Aquellas otras, en cambio, que tratan del lenguaje, habrían sido menos necesarias en aquel estado, como ocurre con la gramática y la retórica, porque en dicho estado habría existido una sola lengua, la cual con el propio uso todos habrían aprendido perfectísimamente. Sin embargo, quizás también por medio de la técnica habrían podido pulirla, principalmente en aquello que se refiere a la poesía. Asimismo, de entre las artes serviles podrían haberse ejercitado en algunas de las más nobles, como la caza, sea por recreación y honesto ejercicio, sea para conocer más profundamente las naturalezas de los animales abatidos91. Lo mismo se puede considerar del arte de la pintura, de la agricultura y de otros semejantes. Pero más allá de estas cosas también podrían haberse ejercitado en las acciones sagradas, como referiremos más adelante en su lugar propio.