LAS IDEAS. SU POLÍTICA Y SU HISTORIA
Ensayos y estudios históricos de John Acton1 Memorias de Talleyrand
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 22, núm. 44, pp. 11-25, 2020
Universidad de Sevilla

Lord Acton
La historia real dista tanto del relato que nos llega que, a pesar de nuestro desencanto, seguimos buscando revelaciones cuando un personaje importante nos lega sus recuerdos. El famoso libro que tanta expectación ha generado y que por tanto tiempo nos ha sido sustraído no satisfará a quienes, como la primera reina de Prusia, exigen conocer le pourquoy du pourquoy. El hombre más experimentado y sagaz discurre sobre determinados asuntos que le conciernen y sentencia a dos generaciones de contemporáneos, pero traiciona pocos secretos y no depara sorpresas. Nada podría subrayar mejor el brillo de los talentos que desplegó en la primera restauración como el testimonio malicioso de Vitrolles o su propia correspondencia desde Viena. Pero estamos aquí para conocerlo mejor. Todo lo que dice y mucho de lo que oculta saca a la luz una de las maravillas de la política moderna.
Tres meses después de la caída de Napoleón, Talleyrand dejó el cargo que ostentaba, enfrentado a Rusia, detestado por el Rey, odiado por los realistas triunfadores. Bajo esa constelación, principalmente durante el año 1816, escribió estas Memorias. El trasfondo de su motivación es explicar, o justificar, la etapa inicial de su carrera; exponer sus incomparables servicios a la corona, al país y al partido dominante para demostrar que nada en el pasado lo descalifica para ocupar el puesto más alto en los consejos de la monarquía que él había restaurado. No se trata de la súplica de un competidor vulgar, porque, a pesar de su ambición insaciable, escribe con moderación y reserva premeditadas. Su tono no es el de un hombre que contempla sus propios logros desde lo alto, su extraordinario renombre, su lugar asegurado en la historia. Talleyrand se muestra insatisfecho, satírico y casi siempre amargado al enjuiciar a los hombres. Para poder disociarse de comunicaciones maliciosas, interpola un elaborado ataque contra el duque de Orleans, lo que constituiría una mácula en el escrito si no fuera por el párrafo sobre Sieyès que le redime –el mejor de todos los retratos que ha hecho de un personaje–. Pasa por encima de su propia participación en el trabajo de la Asamblea Nacional, justifica su actitud bajo Napoleón ante la apremiante necesidad de la monarquía y por un distanciamiento con aquel por los asuntos de España, y ajusta cuentas con la Iglesia mediante una narrativa detallada de las disputas con Roma.
Tenía fama de ser un hombre demasiado ocioso para ser un buen escritor, por lo que se suponía que Des Renaudes en una época y La Besnardière en otra le reemplazaron en esta labor. Chateaubriand, quien dedicó sus frases más demoledoras a denunciarlo como traidor en política y religión, e insistió en que la última actuación de su vida fue una comedia falaz, cita una carta que Talleyrand le dirigió a él como prueba de que carecía de ideas y de que su escritura era anodina. Estos volúmenes están compuestos con mucha originalidad y revelan una autoridad poco común en el fragmento que es expresamente reivindicativo. A veces, el autor deja entrever que está acostumbrado a conversar distendidamente con mentes inferiores. Exhibe más sentido común que originalidad, con algunos destellos inesperados, igual que su amigo Hamilton o su maestro Maquiavelo.
Aunque Talleyrand acostumbraba a mostrar partes de las Memorias a muchas personas de su tiempo, Bacourt, su agente literario, decidió que no deberían publicarse hasta el año 1888. En este momento eran propiedad de M. Andral, a quien hubiera gustado prolongar dicha restricción. Esta excesiva precaución no ha sido explicada. Andral, nieto de Royer-Collard, presidente del Consejo de Estado bajo MacMahon y un nombre que se barajó para ocupar la jefatura de un ministerio extraparlamentario según el modelo estadounidense durante la lucha por un gobierno de clase, fue consultado con asiduidad por ser un asesor astuto y un buen conocedor de los asuntos públicos y privados. El día a día le privó del tiempo y la atención necesarios para asuntos más remotos, y eludió sutilmente que se le preguntara por su precioso depósito. Comunicó la existencia del manuscrito al conde de París, si bien rehusó hacer lo propio con su amigo Thiers. Murió legándolo al distinguido escritor, que es al mismo tiempo el líder de un partido y portador de un nombre histórico.
Talleyrand no siente inclinación por los hombres que ejercen la autoridad ni pondera el apego y el respeto como preceptos. Sus Memorias proclaman firmemente que la lealtad personal hacia un partido o un hombre no tiene sentido desde la sensatez; que quien está al servicio de un orden de cosas hará bien en prepararse para el siguiente; que es prerrogativa de un hombre fuerte hacer uso de los principios y de un hombre débil obedecerlos. Las Memorias son especialmente ofensivas para con la casa de Orleans, y la única parte del manuscrito que se ha permitido que desaparezca es un pasaje relacionado con Philippe Égalité. Este paréntesis de varias hojas plantea la cuestión de la segunda copia. El duque de Broglie publica el texto final y auténtico, pero existe una transcripción anterior con evidentes signos de haber sido retocada por el propio autor. Por razones obvias, su depositario no había tenido intención de utilizarlo antes, pero ahora se sabrá si completa el texto publicado y arroja luz sobre la prolongación continuada de las Memorias. Dos o tres pasajes son evidentemente inserciones posteriores. Algunos fueron escritos antes, y será interesante preguntarse si los capítulos español y romano son obra del propio Talleyrand en su totalidad. Uno de ellos guarda muy poca relación con su mentalidad generalmente secular y ambos carecen de perspectiva.
Los críticos franceses detectarán fácilmente las inexactitudes, además de las que el editor ha señalado y corregido. No es cierto que los austríacos fueron derrotados en Alemania en 1796; Carnot nunca estuvo en Cayenne; Oudinot no era mariscal en 1808. Talleyrand sabía muy poco de política inglesa, tal como revela una de sus cartas en las que afirma que, a partir de 1688, los whigs rara vez ocuparon el poder más allá de un corto período de tiempo. Los olvidos y los errores involuntarios no desacreditan las Memorias. Las omisiones son más sospechosas e indican premeditación. La observación de que Marengo hizo prácticamente superfluo a Hohenlinden ignora curiosamente el tratado con St. Julien, una de las transacciones menos meritorias del negociador francés. Pero sería injusto insistir en cosas no contadas, ya que si bien el autor, que cubre un vasto horizonte, pasa discretamente por lugares traicioneros, tampoco busca oportunidades para vanagloriarse, y su buena educación no le permite registrar aquellas escenas que revelan su agilidad en situaciones de emergencia y la facilidad con la que desconcertaba a sus oponentes. No describe ni las deliberaciones del gobierno provisional ni la habilidad política desempeñada para que un senado lleno de regicidas apoyara a los Borbones. Es incluso más injusto consigo mismo cuando narra que Napoleón, negándose a conservar la corona a costa de renunciar a territorio, dijo: “Encuentra a otros amos: je suis trop grand pour vous”. Esta expresión dada a conocer el año pasado –y que lleva el sello indiscutible de quien la pronunció– demuestra que el misterioso duplicado es auténtico. Lo que Talleyrand no dice es que, después de estas heroicas palabras, Napoleón finalmente accedió a las condiciones ofrecidas en Châtillon, y que en mayo él mismo firmó la paz en términos más favorables. Los ejemplos son tan abundantes que el duque de Broglie cree que el trabajo que ha publicado no tenía como finalidad ser una justificación.
Se queja de que Madame de Staël no figure entre los que consiguieron que se suspendiera su proscripción. No obstante, reconoce que, gracias a ella, fue presentado a Barras y que le debe también su primer nombramiento para el Ministerio de Relaciones Exteriores. Afirma que, por su parte, hubiera preferido mantenerse alejado, y que cedió de mala gana a la influencia de Staël. Le reconoce todo el mérito de la iniciativa en este paso que tendría tan largo recorrido. Existe, sin embargo, otra versión según la cual Talleyrand confesó a Madame de Staël que se había quedado sin dinero y que tendría que volarse los sesos si en el plazo de un mes no le encontraba una forma de sufragar sus gastos. Esta es la versión de Barante –hombre muy poco dado a la fantasía–, que los conocía bien a ambos, que había visto las Memorias y que describe con los mismos términos que ellos la reunión con el director y la escena en Suresnes. Si damos crédito a este bien documentado y desinteresado historiador, debemos desechar las Memorias por ser una concatenación de insinceridades. Pero el testimonio de Barante no es suficiente para llegar a esta conclusión, puesto que, según dice, los amigos se pelearon poco después, Talleyrand nunca dejó de detestar a la mujer a quien le debía tanto, y ella, en su ira, nunca más volvió a soñar con la reconciliación. Sin embargo, en febrero de 1809, Staël implora su intervención frente al Emperador en unos términos poco dignos en cualquier circunstancia y menos si no hubiera habido reconciliación. La ruptura por parte de Staël no pudo haber sido tan grave como Barante la ha descrito, si bien es probable que la ocasión hubiera dado pie a sentimientos encontrados.
Los emisarios estadounidenses dieron a conocer que se les había invitado a ofrecer dinero al ministro francés, pero a Talleyrand le pareció risible que tuviera que desmentirlo. El reproche de que existía corrupción oficial es quizás el más difícil de rebatir de todos los que le hicieron. El conde Senfft, recluido en el Colegio de los Jesuitas de Innsbruck cuando le conocí y gran admirador y amigo de Talleyrand ya en 1806, cuenta que este hizo devolver la suma de cuatro millones de florines a los polacos cuando se dio cuenta de que no podía apoyar su causa, pero, en cambio, aceptó dinero de los príncipes alemanes, cuyos intereses sí promovió, incluido un pago de cuarenta mil libras del Rey de Sajonia. El propio Senfft era ministro sajón y, como tal, conocedor de los secretos de Dresde y Varsovia. Bacourt, que fue prudente al confirmar que Metternich y Nesselrode no recibieron millones de Francia, no dijo nada para exonerar a su jefe y mecenas. El próximo volumen, que contendrá el relato de Talleyrand sobre la ejecución de Enghien, posiblemente nos dé alguna respuesta a esta grave imputación. En uno de sus primeros despachos censura la venalidad de Thugut, pero sus documentos, al menos los que tenemos hasta ahora, no dicen nada de la suya. Podría discutirse que lo que hizo no lo hizo a escondidas, que la reconstrucción de la ruina europea después de la guerra revolucionaria, durante la Confederación del Rin y en el Congreso de Viena, ofreció oportunidades tan excepcionales que pueden pasar por justificaciones, o que Napoleón, quien permitió que su hermano trajera bolsas de diamantes de Madrid, consintió la práctica del douceur diplomatique y distribuyó enormes sumas de esa manera. Los enemigos de Estados Unidos solían afirmar que el tratado de Ashburton se llevó a cabo con un método sacado de los libros de Barings.
Talleyrand saca todo el provecho que puede de depreciar a los demás. Habla con aprecio de Hamilton y con respeto de Lansdowne y Fox en Inglaterra, de Mollien y Caulaincourt en Francia, y no cae en el error vulgar e ineficaz de denigrar a sus enemigos. Sus amigos no disfrutan de inmunidad frente a su carácter satírico y es severo con su tutor Langfois, su secretaria Des Renaudes y Narbonne, su socio más cercano. De la elección de Necker dice que fue lo peor que el Rey pudo haber hecho; de Lafayette, que no llega ni a mediocre; de Breteuil, que siempre será un segundón donde quiera que esté; de Sieyès, que no sería un pícaro si no fuera un cobarde. Afirma que las manos de Carnot están llenas de sangre y que Fesch es un corsario disfrazado de cardenal. Joseph y Jerome son unos libertinos despreciables y Suchet, el mariscal más exitoso, quelque peu bel esprit. De su propio sucesor Champagny dice que empieza el día intentando reparar los errores cometidos el día anterior. Humboldt es aburrido; Metternich, tortuoso y mediocre; Wellington no respeta ningún principio; Castlereagh lleva la ignorancia inglesa al límite de lo tolerable.
Probablemente, la mayoría de los personajes históricos saldría poco airosa de un tratamiento imparcial con una misma vara de medir, pero Talleyrand no atiende a ningún estándar moral público o privado. Cuenta como mérito propio que le afeó al Emperador su política española aduciendo que se pueden tolerar muchas maldades, pero un simple engaño resulta despreciable. Estaba dispuesto a hacer sacrificios no por su sentido del deber, sino de la propiedad. Lo que le sorprende es el trato humillante que recibe la familia real, no el daño hecho a la nación española, ya que él mismo había propuesto que Francia se anexionara Cataluña. Este pasaje, junto con un par más, da la medida de su noción de lo que está bien y lo que está mal. Cuenta que durante su época de estudiante en el seminario vivía callado, resentido y malhumorado, y que fue rescatado de esta condición tan poco saludable por una actriz a la que conoció bajo un paraguas y con quien convivió durante dos años. Confiesa que era mujer de pocas luces, pero añade con total satisfacción que le debe a ella la mejora de sus modales y de su carácter, y que las autoridades sabían que no debían interferir en la vida de un joven de buena familia predestinado a convertirse en un ministro de estado, un cardenal o tal vez incluso en el dispensador del patronazgo de la Corona. Escribir así en unas Memorias dirigidas a la sociedad de la Restauración indica que hay algo más que una falta de discernimiento entre el bien y el mal. En otra parte cuenta que una mujer con la que sostuvo una relación íntima, no libre de escándalo, le pidió que se mantuviera alejado de su lugar de residencia, pues su presencia podría obstaculizar sus planes de matrimonio. Talleyrand hace público el nombre de la mujer y añade que el matrimonio se llevó a cabo sin ningún impedimento, aunque hubo otros que pudieron haberlo entorpecido tanto como él. Debemos admitir que aquí el gran maestro del arte de la etiqueta y del saber estar en sociedad roza su nivel más bajo, lo cual nos hace sospechar que las manchas en su reputación pueden ser atribuibles a una ligereza moral tanto como a pasiones violentas o tentaciones desmedidas.
Talleyrand quiere dejar claro que a lo largo de su versátil carrera no fue un mero oportunista, sino un hombre que se movía con rumbo fijo, que aplicó principios a la política, ocupado en, y poseído por, ciertas ideas básicas avanzadas respecto de su tiempo y lugar. Muchos volúmenes de sus cartas elaboradas en los últimos diez años nos desvelan qué hay de verdad en esta tesis de las Memorias. Por las cartas sabemos que Talleyrand suscribía la filosofía básica del liberalismo interpretada por Montesquieu y Turgot, Smith y Bentham. En 1786 defiende el Tratado Comercial por tratarse de una política basada en las verdaderas leyes naturales que pondrán punto final a la rivalidad entre las naciones. Cree, incluso entonces, que Francia e Inglaterra deberían ser inseparables en la defensa de la razón y la justicia frente al derecho divino. Poco después declara que las alianzas tradicionales ponen fin a la monarquía tradicional y, anticipándose a James Mill ya en 1792, argumenta que los gobiernos arbitrarios persiguen su propio beneficio y los gobiernos libres el bien de la humanidad. En un momento en que se decía que había solo dos prelados tolerantes en la Iglesia de Francia, él era uno de ellos. Si a un escéptico no le cuesta ningún esfuerzo meritorio emancipar a los judíos, el exobispo de Autun dio muestras de sinceridad en horas de pasión y peligro al insistir en que el Estado no tiene autoridad sobre la conciencia del ciudadano o del monarca, y que el clérigo que rehusó prestar juramento debía ser protegido de la ira popular. Considera que el interés y el deber de Francia es contentarse con sus amplias fronteras y respetar la integridad e independencia de otros países como si fueran las suyas propias. Aboga por la no intervención en 1792, y aún más en 1798, igual que en 1830. Fue reconociendo paulatinamente que cada pueblo tiene derecho a formar su propio gobierno y sostuvo que Francia habría hecho bien en crear una Italia unida, una Polonia independiente. Como converso declarado de la doctrina de la nacionalidad y la revolución, recelaba de la grandeza del pacto político y de las medias tintas, de la monarquía orleanista, y exhortó a Lamartine a reservar su genio para una causa más valiosa que el apoyo de un trono sin una base. En el apogeo de su poderío y popularidad, desafía la ira de su gobierno y obliga a Luis Felipe a renunciar a la corona de Bélgica para su hijo.
Cuando nos acercamos al núcleo de sus convicciones, tal como él las expuso cuando no le influyeron las circunstancias y su voz se distanció de sus intereses, esto es lo que encontramos. Sus Memorias, cartas y documentos de Estado contienen una imagen encubierta no muy distinta a la conocida más superficialmente por la historia. El viejo perfil no se ha disipado. No debemos borrar de nuestra memoria al sacerdote sin escrúpulos, al sibarita interesado por el dinero, al sufrido subalterno del conquistador y del tirano, al monárquico que defendió el 10 de agosto, al ministro republicano que trajo el Imperio, al dignatario imperial que restauró a los Borbones, al apóstol de la legitimidad que aplaudió su caída. El Talleyrand de tradiciones múltiples perdura y su estudio continúa siendo más valioso que el del más consecuente doctrinario.
Pero la doctrina está ahí, igual que la política, y el contraste le da un sentido a su vida más allá de cualquier éxito en el terreno práctico. Era típico de su comportamiento público desandar continuamente sus propios pasos. El problema en Talleyrand es encontrar una motivación constante que subyazca a su evidente inestabilidad externa. En su filosofía fácil, los principios dependían mucho de la utilidad que reclamaran las circunstancias y no bromea cuando afirma que la no intervención es un término que significa casi lo mismo que la intervención. Acostumbrado a ser laxo con los dogmas y a sostenerlos solo condicionalmente, incluso en la ciencia que dominaba, describió su propia noción de legitimidad puramente como un gran recurso. Desde un principio nos comunica a modo de presentación que no titulará sus Memorias“Una mirada sobre los sucesos de mi época”, porque daría una idea demasiado positiva del trabajo de un hombre qui a autant douté dans sa vie. Entiende a los economistas y cree en sus doctrinas, pero confiesa que, habiendo llegado a la conclusión de que la naturaleza humana es un material pobre para ejecutarlas, se despreocupó gozosamente de ellas. Wessenberg dejó escrito que le escuchó decir: “Le seul bon principe est n’en rien avoir aucun”. El Talleyrand íntimo es un hombre con un núcleo de opiniones diversas, a las que no concede ni suficiente integridad ni certeza para que justifiquen el desperdicio de una vida. Conoce sus defectos, sus fracasos, sus errores, pero en gran medida culpa de ellos a los demás. Culpa a las muchas influencias, tenaces e inquietantes, que causaron su descarrío. Los tiempos históricamente excepcionales que le tocaron vivir han de responder por tanto extravío. Su primer enemigo fue su padre.
El accidente que lo dejó cojo le robó su patrimonio y su hogar. Durante su infancia no pasó nunca una semana seguida en casa de sus padres. No solo no le mostraron ningún afecto, sino que no le proporcionaron ningún estímulo, no fuera a ser que el éxito le despertara grandes esperanzas y exigencias Ni siquiera le informaron de que el motivo de toda esta frialdad, humillación y negligencia era que le habían consagrado al servicio de Dios. Finalmente lo enviaron a Reims, con su tío el coadjutor, para que se percatara de los deleites de la vida episcopal, y luego continuó su educación en San Sulpicio y la Sorbona. Nunca se le presentó la posibilidad de una alternativa o la oportunidad de escapar. Su padre no le sufragaría los gastos, y el costo de su educación se pagó con su primer estipendio. La familia insistió con determinación en ponerlo al servicio de la Iglesia y la Iglesia lo recibió tal como era, sin aptitud moral y, aparentemente, sin fe religiosa. No era más indigno que otros dentro del clero francés de su tiempo y fue el más competente. Su narrativa, con toques comedidos pero insistentes, da una impresión más contundente que sus palabras. No fue él quien pecó, sino sus padres. Si al recibir las órdenes sin vocación se convirtió en un sacerdote sacrílego destinado en su larga vida a no conocer nunca la seguridad de una conciencia tranquila, la culpa era de ellos. En este hombre, aún más que en Mirabeau, el viejo orden social, dando fiel cumplimiento a las costumbres al uso, preparó su propia destrucción.
En su última aparición ante el mundo, consciente de su vida anterior, dijo que la teología facilita ciertas aptitudes mentales –une force et en même temps une souplesse de raisonnement– que conducen a la excelencia política. Menciona el ejemplo de Lionne, quien, habiendo sido educado para la Iglesia, se convirtió en el iniciador en Francia de esa sutileza y fineza diplomáticas que Richelieu y le Père Joseph practicaron entre sí. Se refería a lo que los clérigos aprenden en los bancos de las escuelas; a la extrema subdivisión del pensamiento; al hábito de extraer todo el contenido de una proposición; a la dialéctica que raya en la argucia y en la sofistería heredada de largos siglos inmutables al razonamiento, y no a las ventajas de un sistema de costumbres impuestas, de máximas fijas y políticas invariables que nunca cogen desprevenidos a sus agentes, los cuales conocen bien los usos de la época. Pensaba en el sacerdocio que negocia más que en el que gobierna. Había visto en su propio entorno, en su propia persona, cosas más memorables que el arte de la diplomacia ejercido por el cardenal du Bellay y el cardenal de Bernis. La revolución había sido iniciada por un sacerdote; la República había sido propuesta por otro. Tres de cada ocho miembros del comité constitucional eran eclesiásticos. La Constitución del año III, así como la del año VIII, fueron diseñadas principalmente por clérigos. Los cuatro ministros que en la Restauración inauguraron el gobierno parlamentario pertenecían al clero.
Sus estudios fueron fundamentalmente profanos. El primer libro que menciona son las Memorias del cardenal de Retz, con quien a menudo se le compara en términos de carácter y habilidad. Nos dice que leía a escritores políticos e historiadores, pero cuando sitúa a Polignac al lado de d’Ossat entre los negociadores constatamos las limitaciones de sus conocimientos de ese tipo de literatura. Había leído a Montesquieu y, como todas las mejores mentes de esta época, estuvo influenciado por el Esprit des Lois. Reconoce en Maquiavelo su inteligencia para la imitación y refuerza su legitimidad citando un sombrío pasaje de El Príncipe. Reunió una excelente biblioteca, pero era demasiado mundano para resignarse a estudiar y conocer a fondo a los maestros del conocimiento silencioso. Afirma que los libros le han inspirado pero que nunca ha permitido que le gobiernen. Cuenta lo mucho que le debe a la conversación en sociedad y cómo eligió a sus consultores entre las mentes más preclaras.
En su vejez Talleyrand solía decir que la vida nunca le había proporcionado tantos incentivos como el París de su juventud. En las Memorias habla de un declive del refinamiento y del desmoronamiento de todo lo anterior a la llegada de la revolución. Se considera a sí mismo perteneciente a una época pasada superior en las formas y tacha de inferiores a hombres que fueron guía y modelo de sus contemporáneos. Choiseul, su preferido, gesticula demasiado y es insensible. La inteligencia de Narbona existe solo de cara a la galería y se agota con una broma; su buen humor va más allá de lo que permite el buen gusto; su familiaridad le proporciona amigos especialmente entre hombres bastante vulgares. Il a une politesse sans nuances. Sin embargo, todos eran tan buenos amigos que en el transcurso de cinco años su amistad no se vio nunca perturbada por la charlatanería o la incomprensión. Atribuye su fama de persona perspicaz en gran medida a su capacidad de saber callar y cita a su madre como ejemplo de la mejor manera de saber estar; su encanto, dice, consistía en agradar y complacer sin decir una palabra que pudiera ofender o perdurar. Elle ne parlait que par nuances; jamais elle n’a dit un bon mot: c’était quelque chose de trop exprimé. La mayor parte del raciocinio, el talento, la disciplina, el esfuerzo que conlleva la gestión compartida con otros, los discursos o la escritura de libros se reducía en su caso a un único cometido, el de disfrutar de una relación agradable. Su perfecto dominio de todo lo que contribuye a hacer agradable la mera relación social, adquirido entre aquellos que fueron testigos de los últimos destellos de Luis XIV, se convirtió en uno de los elementos de su superioridad. Acertó cuando, después de un estallido de furia de Napoleón, dijo que era una pena que un hombre tan extraordinario hubiera sido tan mal criado. Un embajador describió a Talleyrand en 1814 como alguien “qui posséda si éminemment l’art de la société, et qui en a si souvent usé avec succès, tantôt pour en imposer à ceux, qu’on voulait détruire, en leur faisant perdre contenance, tantôt pour attirer à lui ceux dont en voulait se servir”. El prestigio de su gran estilo, de su notable distinción era un arma tanto para el ataque como para la defensa. El propio Emperador reconoció la gran fuerza política que albergaba el estilo de su aristocrático ministro cuando, en la antesala de Austerlitz, un informe de Madame de Genlis sobre las conversaciones del Faubourg St. Germain, que Talleyrand le leyó, lo puso fuera de sí.
Era tan obvio que el joven abad de Périgord estaba destinado a prosperar que fue nombrado agente general del clero antes de ser ordenado. Explica que en el desempeño de su cargo se propuso ir mas allá de sus prerrogativas intentando implementar medidas de uso colectivo. En general, no tuvo éxito. Atribuye su fracaso a ese vicio tan común en los hombres sin experiencia de ser demasiado idealista y de creer cándidamente en la naturaleza humana. Era tan prominente que se habló de que iba a ocupar el arzobispado de Bourges, y esperaba con ansias un puesto que estuviera a la altura de su talento como administrador. A instancias de Gustavo III, que había llegado a Roma en 1784, el Papa se avino a ordenarlo cardenal, pero se interpuso el affaire del collar de diamantes que había salpicado a Périgord por estar conectado con los Rohan: la Reina, a través del conde Mercy, quien consideraba a Talleyrand un sinvergüenza, impidió la cita. Luis XVI dudó durante meses antes de nombrarlo para que ocupara la sede de Autun, cosa que ocurrió justo antes de la reunión de los Estados Generales. Cuando Talleyrand hizo su aparición en Versalles tenía fama de ser un hombre de negocios, un experto en asuntos monetarios. Debido a su gestión de los asuntos del clero y a su asociación con Calonne se le conocía más por tener cabeza para los números que por su dominio de la política eclesiástica. Mirabeau, que había tenido una fuerte disputa con Talleyrand, tenía la intención de ofrecerle el departamento de finanzas. En esta época se le describe como un hombre sin entusiasmo ni ilusiones, flexible, paciente y tranquilo, convencido de poder alcanzar el nivel más alto. No era orador y carecía de prestigio popular. En un discurso a su clerecía exigió el Habeas Corpus, el juicio por jurado, el libre comercio, la prensa libre y la codificación del derecho. No obstante, pensó que era una locura duplicar el Tercer Estado y esperó a que el Rey disolviera la Asamblea y convocara otra en términos diferentes, con un plan de acción definido que Talleyrand había preparado. Lideró la anulación de las ordenanzas y la división de los órdenes, pero, después de la caída de la Bastilla, él y sus colaboradores pidieron a Louis XVI que adoptara la política que ellos proponían. A la medianoche del 16 de julio despertó al conde de Artois, le explicó durante dos horas lo que sucedería si se permitiera que una Asamblea sin oposición dejara deslizar a Francia por un torrente de lógica deductiva, y lo hizo salir de la cama para que llevara el ultimátum al Rey. Al juzgar que se trataba de una oferta para hacerse cargo del gobierno proveniente de un hombre que no había dado grandes pruebas de su capacidad y que en público se había opuesto al acatamiento a la voluntad de la mayoría, Luis rechazó la notificación y el conde regresó quejándose de que la partida estaba perdida y de que se veía saliendo por la frontera a la mañana siguiente. Talleyrand intentó en vano disuadirle de la decisión de expatriarse. Finalmente le dijo: “Entonces, señor, dado que el Rey y los príncipes abandonan la monarquía, no nos queda más remedio que cambiar nosotros”. Veinticinco años más tarde, cuando en condición de jefe del Gobierno invitó al conde a regresar, tuvo ocasión de recordarle que el consejo que le había dado en su último encuentro había sido un buen consejo.
El famoso decreto con el que se identifica a Talleyrand modificó fundamentalmente las condiciones de la religión en Francia, pero fue una medida financiera, no el resultado de una maniobra de la autoridad eclesiástica. En una conferencia celebrada en mayo, el arzobispo de Aries hizo la disparatada y aplaudida propuesta de que deberían aprovechar la oportunidad para hacer que el Estado pagara la deuda del clero. Pronto se demostró que sería el clero el que tendría que suplir el déficit del Estado. Después del 4 de agosto e inmediatamente después de la abolición de los diezmos, no se pudo salvar la propiedad de la Iglesia. Tan pronto como la Asamblea se trasladó a París, el obispo de Autun, expeditivo en reconocer lo inevitable, resolvió que la nación se hiciera cargo de la propiedad de la Iglesia permitiendo una pensión que excedía en un millón de libras esterlinas lo que se paga ahora, lo cual reducía los ingresos de los prelados, pero en cambio mejoraba la situación del clero parroquial. El efecto no fue el pretendido, ya que no salvó el crédito público y arruinó a la Iglesia galicana. La Asamblea no dejaría el mecenazgo en manos del ejecutivo ni tampoco sufragaría un cuerpo de hombres designado por el Papa. Adoptó por tanto el principio de elección, que era la base de la constitución civil. Talleyrand ni era competente ni estaba interesado en cuestiones de derecho canónico, antiguo o moderno. La estratagema no fue obra suya, pero él fue su instrumento; él mismo consagró al primero de los nuevos obispos. Explica así las razones que le guiaron en la coyuntura de 1816: casi todos los obispos habían rechazado el juramento constitucional, por tanto, si ninguno hubiera aceptado, y si, en consecuencia, no hubiera habido nadie a quien transmitir la sucesión, el Estado podría haber caído en el presbiterianismo, que era una forma que armonizaba con el espíritu de las nuevas instituciones, y se habría establecido el calvinismo. Este argumento descabellado puede haber sido una auténtica reminiscencia de Bossuet y de la doctrina conocida por los teólogos galicanos, según la cual un hugonote es republicano, un presbiteriano es lo mismo que un Whig y la jerarquía eclesiástica está comprometida con la monarquía dentro del Estado.
Es posible que el obispo utilizara el cisma como medida principal contra la herejía democrática. La formación del nuevo episcopado le dio la oportunidad de abandonar su puesto en la Iglesia y buscar una nueva ocupación. No había abad francés que se tomara tan a la ligera las propias disposiciones o cuya conducta fuera tan mundana. Sin embargo, aunque no dio muestras de hipocresía y exhibió poca moderación, a menos que pudiera embolsarse una cantidad sin ser la burla de todos, la falsedad de su situación se volvió intolerable. Renunció a su obispado y se negó a presentarse para la sede de París. Tres años más tarde, cuando cabalgando de noche en un bosque americano llamó a su sirviente y una voz le respondió “Aquí estoy, monseñor”, no pudo evitar reírse de este recordatorio del lejano Autun. A pesar de que Pío VII apreciaba menos de lo que daba a entender a su hermano de religión excomulgado, lo secularizó en 1802 por sus servicios al Concordato. Las Memorias observan cuidadosamente el decoro eclesiástico y en una ocasión, refiriéndose a Louis XVIII, Talleyrand se escandaliza de la incredulidad de la época.
Cuando su rival parisino Narbonne fue nombrado ministro, gozó de una influencia considerable durante un corto tiempo. Llegó a Inglaterra a principios de 1792 en una misión reconocida, si bien forzosamente no oficial, para garantizar la neutralidad de Pitt. En agosto estaba nuevamente en París, donde fue testigo del derrocamiento de la monarquía. Incitó a Danton a que le mandara de regreso a Londres al amparo de unas negociaciones científicas y así poder declarar que no había tenido que soportar el sufrimiento de la emigración, al tiempo que le aseguraba a Grenville que no estaba al servicio de la República. Pero a pesar de toda su destreza y frialdad, se encontró entre la espada y la pared. Se le proscribió en Francia y se le expulsó de Inglaterra. Una vez hubo vendido sus libros en Londres, embarcó para Filadelfia. Hubiera querido hacerse con un pasaje a la India y rodearse de suficiente oscuridad hasta que llegara su hora.
Sucedió al cabo de dos años. En 1796, de nuevo en Francia, se encontró con la embarazosa compañía de una mujer que ya le había creado problemas a Francisco antes que a él y sin otro puesto que el de ser miembro del Instituto. En el plan para establecer un sistema nacional de educación que Talleyrand presentó a la Asamblea se preveía que el conjunto estuviera dirigido por una junta central compuesta por los hombres más capaces de Francia, dando así a entender que la idea del Instituto había sido suya. El duque de Broglie, siguiendo los Souvenirs de su padre, cree que el informe de Talleyrand no fue escrito por él, mientras que Jules Simon afirma lo contrario, y en las Memorias se afirma que lo redactó Talleyrand después de consultar con Lavoisier, Laplace y los científicos del momento. En su nueva competencia, leyó dos documentos que muestran la sabiduría que había adquirido en el exilio. Durante los dos años que permaneció en Inglaterra se hizo amigo de Lord Lansdowne, y en el círculo de Bowood se encontró con hombres que gestionaban los problemas del momento de forma diferente a la que había aprendido en su país. En Estados Unidos estuvo bajo la influencia de Alexander Hamilton. Se había marchado siendo discípulo de Dupont de Nemours en temas económicos, sin su dogmatismo y su fervor, y regresó convertido al utilitarismo, al sistema colonial de Adam Smith. Informa a sus compatriotas que las naciones actúan por interés propio, no por gratitud o por resentimiento, y que nada puede hacerse para desviar a Francia el comercio entre Estados Unidos e Inglaterra. Más tarde dijo que el talismán que convirtió a Inglaterra en la primera potencia europea durante treinta años fue una economía política sólida.
Los trabajos académicos no allanan el camino hacia la grandeza. Madame de Staël lo rescató de la penuria diciéndole a Barras qué clase de hombre era, y este día la suerte de Talleyrand se apuntaló. Aprovechó la oportunidad que se le brindaba. Fascinó al director con esa agradable conversación que los hombres de edad todavía recuerdan con admiración y fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores por una escasa mayoría frente al más oscuro de los contrincantes. Ocupó el cargo durante los diez extraordinarios años comprendidos entre Campo Formio y Tilsit, con un intervalo de cuatro meses en 1799. Los despachos que escribió para el Directorio y que han sido publicados por M. Pallain –quien sería un excelente editor si no fuera por los nombres y las fechas– no son dignos de su reputación posterior. Su contribución como agente ejecutivo de un órgano deliberativo y fluctuante no acarreó mejoras. Sus patrones desconfiaban de él y él despreciaba a sus patrones. Las cuestiones suiza e italiana se decidieron sin él. La cuestión de las negociaciones en Lille se resolvió en su contra. Avanzó lentamente y llevó al límite la aquiescencia que se espera de un subordinado y colega. Intentó en vano que le eligieran para uno de los cargos de director, una decisión que, según el enviado prusiano, pondría fin a las convulsiones de Europa. Ansiaba un dirigente más inteligente que los directores o al menos más firme y constante. Junto con Sieyès pensó en Moreau, en Joubert, en el duque de Brunswick, el gran ensueño de la época. Juntos idearon el 18 de Brumario. Se había dado cuenta desde el principio que Bonaparte era más que un genio militar. El afecto que sentía por la monarquía era como el del jefe de Vendéan, que, cuando se le preguntó en nombre de quién peleaba, respondió: “En nombre del Rey, es decir, de cualquiera que ocupe el trono”.
Había encontrado lo que quería, un líder digno de tal ministro. Según el relato que hace de su propio modo de proceder, su permanencia en el cargo durante todos los años de su carrera ascendente es un prodigio de habilidad. Talleyrand quiso en todo momento restringir los límites de Francia al Rin. Habría llegado a un acuerdo con Inglaterra sacrificando a Malta, y creía que nuestra violación de la paz de Amiens estaba justificada. Consideraba a Austria un aliado natural y necesario, y habría concedido una compensación abrumadora, mediante la partición de Turquía, por sus pérdidas en la esfera de influencia francesa. Aconsejó la restauración de Venecia y denunció la locura de querer rodear el Imperio con un cinturón de indefensos Bonaparte. No se extiende en los temas en los que coincidía con Napoleón y reconoce el mérito de haber mostrado simpatía y generosidad hacia los vencidos Hohenzollern. Pero en su construcción política, Prusia era el adversario insoslayable. La describe constantemente como un vecino en el que no se puede confiar, con un territorio árido y una frontera abierta, obligado por naturaleza a ser ambicioso y agresivo y a tramar la subyugación de Alemania. Tout prétexte lui est bon. Nul scrupule ne l’arrête. La convenance est son droit. Su encuentro en Viena con los estadistas prusianos, cuando se impuso a William Humboldt, debió haber sido un momento más enorgullecedor que cuando estableció su cancillería en Berlín.
Desde su toma de posesión se involucró en la política de secularización. De Salzburgo hasta Lieja Europa estaba repleta de propietarios eclesiásticos y potentados; suprimirlos era un recurso oportuno y atractivo en vistas a satisfacer a los príncipes y tranquilizarlos después de las conquistas de Bonaparte. En el proceso de liquidación eclesiástica, Talleyrand estaba en su elemento. Había destruido la Iglesia de Francia como corporación privilegiada y rentista y de la misma forma impulsó la anulación de las prerrogativas políticas para el clero del Imperio. Hizo lo mismo con el Congreso cuando redujo los derechos políticos a derechos hereditarios de las familias –y el príncipe de Reuss era un personaje con mucho más peso que un dux de Venecia o un arzobispo de Colonia–. Había poco de qué jactarse cuando se trataba de seguir con una valija allá donde la espada de Napoleón ya había despejado el camino. Talleyrand afirma, no obstante, que hizo todo lo posible por las víctimas, y enfureció a su soberano cuando estableció cláusulas de las que este no podía escapar. Tuvo que aceptar el papel de agente de la violencia, ver sus documentos de Estado transformados y, como en el caso de la correspondencia de Lauderdale, publicar como auténticas cartas que había tenido el acierto de no enviar.
Hay pocas novedades en su descripción de Napoleón. Leemos entre líneas bastantes revelaciones sobre el relato grotesco de los príncipes españoles en Valencay, mientras que la esencia del diálogo con Wieland se pierde entre los fatuos detalles de la entrevista de Erfurt. Pero el retrato del Emperador que nos ofrece el hombre más inteligente del Imperio tendrá siempre vigencia. La idea que sugiere es que Napoleón erró por exceso de talento. Su error de estimación fue que calculó demasiado y llevó la especulación demasiado lejos. Se preparó para hacer frente a eventualidades que pudieran ocurrir, pero cuya probabilidad era tan remota que prácticamente no existía, y se debilitó al establecer defensas contra unos peligros que probablemente no se materializarían entre hombres fáciles de predecir. Trajo consigo una guerra perpetua, no fuera que su fama se resintiese si no contribuía al engrandecimiento de Francia que había sido obra de otros generales. Por lo tanto, anexó el Piamonte como trofeo de sus propias campañas. De la misma manera entendía que no se podría nunca someter a España para convertirla en un satélite de confianza, ya que el Rey algún día recordaría quiénes fueron los Borbones y cómo llegaron a reinar más allá de los Pirineos.
En 1807, cuando el Imperio estaba en su mejor momento, Talleyrand renunció a su cargo, pero como gran dignatario del Estado que era, continuó siendo consultado y requerido. En ese momento su lugar apropiado estaba en la oposición. Le imploró a Alejandro que no arruinara a su soberano cediendo demasiado. Su consejo a Metternich fue un estímulo para que Austria se prepararse para la guerra de 1809. Napoleón propuso enviarlo a Varsovia en 1812, pero cometió el error de cambiar de opinión. Al año siguiente, de nuevo le ofreció el Ministerio de Asuntos Exteriores. Talleyrand se negó. No era útil en un barco que se hundía; tal como le dijo a Savary, no todo el mundo está hecho para ser arrastrado por un descalabro inminente. Antes de que Napoleón comenzara la campaña de Francia, ocurrió esta escena violenta que Mole refirió a Dalling. Talleyrand aceptó la renuncia de su alto cargo; el agravio le había liberado de toda obligación personal y el cambio de curso de la guerra, después de las victorias de febrero, permitió que sus colaboradores iniciaran la comunicación con los invasores. Su emisario se abrió paso a través de las líneas francesas hasta el cuartel general llevando dos nombres como contraseña, nombres que tenían un significado para Stadion, y también para Nesselrode; eran estas peligrosas y significativas palabras trazadas en tinta invisible: “Andas con muletas”. El portador de estas credenciales era el más agudo, el más vigilante y el más audaz de los realistas. A mediados de marzo, menos de quince días antes de la capitulación de París, se enteró de que los aliados estaban de acuerdo en excluir a los Borbones. Esta misión del barón de Vitrolles, de la cual hay tres narraciones en el segundo volumen, marca una época en la vida de Talleyrand. Cuando supo que Luis XVIII había sido olvidado en Francia y que era repudiado por Europa, decidió que debía ser rey. Era la única solución para la cual no tenía que contar con nadie más. Y lo hizo rey, imponiendo su elección con una facilidad imbatible en una Asamblea de republicanos y bonapartistas, y por encima del titubeante y desconcertado dueño de veinte legiones. Es una jugada genial de su carrera. Los vencedores de Napoleón se encontraron en París en manos de un gentil lisiado, que, sin énfasis ni esfuerzo, les desbarató los planes y les informó serenamente que los Borbones eran por sí solos un principio.
Con esas palabras legisló para Europa. Con esta ley, tan convincente para su generación, estaba proporcionando una fuerza orgánica que le permitió someter al Congreso de Viena, dispersar a los aliados victoriosos y lograr su propio diseño predilecto de una alianza entre Inglaterra, Austria y Francia. El análisis implacable de la historia ha dado a conocer desde entonces que la doctrina que defiende que el derecho hereditario es primordial en la política no es científica y no puede combinarse con los derechos de las naciones. Talleyrand no abogó por el poder arbitrario, ni en París ni en Viena. Estaba molesto con los que enviaron a Fernando VII a reinar sin condiciones. Aunque no fue su mano la que redactó la Carta, fue principalmente su cabeza la que la inspiró. En 1815 denunció los consejos reaccionarios del conde de Artois ante el Rey, y ante el mismo conde, e insistió en que se constituyera un ministerio homogéneo y responsable. Se retiró antes de la Santa Alianza. Los Borbones no habrían fracasado si hubieran reinado con su consejo. Cuando escribió el relato de los sucesos en los que interpretó el papel de hacedor de reyes, no se dio cuenta de que había cometido un error. La dinastía a la que había entronizado lo excluyó durante quince años del poder. Después de1830 se lamenta de haber olvidado la máxima de Fox, según la cual el peor tipo de revolución es una restauración. Cuando Madame de Lieven se sorprendió de que el hombre que había coronado a Louis XVIII apareciera en Londres como plenipotenciario de Luis Felipe, este le respondió que el Rey al que había servido hubiera sido el elegido de Alejandro en 1814. No parecían recordar quién fue el que lo impidió.
Notas
La presente traducción se basa en el texto Dalberg-Acton, John Emerich Edward. “Talleyrand’s Memoirs.” Historical Essays & Studies, edited by John Neville Figgis and Reginald Vere Laurence, Macmillan and Co.,1907, London, 393-413.