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Culpa, deseo y voluntad: un diálogo entre la filosofía de Nietzsche con el psicoanálisis de Freud

Guilt, Desire and Will: A Dialogue Between Nietzsche’s Philosophy and Freud’s Psychoanalysis

Eduardo Andrés Pozo
Universidad de Chile, Chile

Culpa, deseo y voluntad: un diálogo entre la filosofía de Nietzsche con el psicoanálisis de Freud

Tópicos, núm. 45, e0041, 2023

Universidad Nacional del Litoral

Recepción: 01 Julio 2021

Aprobación: 01 Octubre 2021

Resumen: La presente investigación se plantea en dos momentos. En el primero, el objetivo es estudiar el origen de la “mala conciencia” o culpa en Nietzsche y su relación con la voluntad de poder. Para acotar el abordaje, se tomará una sola obra como hilo conductor: La genealogía de la moral. Se dialogará con fragmentos y citas específicas de otras obras del filósofo apoyándonos también en algunas investigaciones actuales. Además, para esclarecer y enriquecer el análisis, se propondrá tres contrapuntos con el texto El mundo como voluntad y representación de su maestro Schopenhauer. En el segundo momento, se intentará estudiar el concepto de culpa y su relación con el deseo inconsciente psicoanalítico (ya no voluntad) seleccionando, de igual modo, sólo un texto central de Freud: De la guerra y de la muerte: temas de actualidad en diálogo con pasajes de textos que tendrán un lugar secundario: como son Tótem y Tabú, La interpretación de los sueños y El yo y el ello. Finalmente, se propone un posible cruce entre ambos autores y posibles implicancias para el psicoanálisis actual.

Palabras clave: Nietzsche, Culpa, Voluntad, Freud, Deseo.

Abstract: The present investigation arises in two moments. In the first, the objective is to study the origin of “bad conscience” or guilt in Nietzsche and its relationship with the will to power. To limit the approach, a single work will be taken as the common thread: The genealogy of morality. There will be a dialogue with specific fragments and quotes from other works by the philosopher, also relying on some current research. In addition, to clarify and enrich the analysis, three counterpoints will be proposed with the text The world as will and representation of his teacher Schopenhauer. In the second moment, an attempt will be made to study the concept of guilt and its relationship with the psychoanalytic unconscious desire (no longer will) selecting, in the same way, only one central text of Freud: Of war and death: current issues in dialogue with passages of texts that will have a secondary place: such as Totem and Taboo, The Interpretation of Dreams and The me and the id. Finally, a possible crossover between both authors and possible implications for current psychoanalysis are proposed.

Keywords: Nietzsche, Guilt, Will, Freud, Desire.

En cuanto psicólogo de la voluntad, Schopenhauer es el padre de toda ciencia moderna del alma. De él parte, a través del radicalismo psicológico de Nietzsche, una línea recta que llega hasta Freud y hasta aquellos que han completado la psicología profunda de éste.

Thomas Mann

1. Introducción

La presente investigación tiene como objetivo central abordar un cruce posible entre el concepto de deseo, voluntad y culpa desde la filosofía de Friedrich Nietzsche y el psicoanálisis de Sigmund Freud, a partir de la revisión de ciertos textos específicos. Ambas secciones referidas a cada autor se plantean como independientes entre sí, para dejar que se despliegue libremente los conceptos buscados, para luego, finalmente en las conclusiones proponer reflexiones a partir de las intersecciones de estos dos momentos. Se espera que la presente investigación pueda resultar un aporte novedoso a los estudios en torno a los autores, pensando particularmente en un posible cruce.

En relación a la elección de los textos centrales en cada autor, además de estar determinada por el contenido acorde a los conceptos buscados, también responde al interés de que sean obras que reflejen la cultura de cada cual bajo sus propias miradas. En el caso de Nietzsche el momento nihilista de Europa a propósito de una moral ascética imperante de fines del siglo XIX y en el caso de Freud la hiper–presencia de la violencia y la muerte a propósito de la Primera Guerra Mundial y la pandemia.

Para introducir el presente ensayo que busca reflexionar entre los conceptos señalados y su influencia en el psicoanálisis actual, situamos como antecedente una pequeña referencia contextual–histórica entre ambos autores, quienes fueron contemporáneos de la época victoriana en Europa. Nietzsche nació en 1844 y Freud en 1856, nunca se conocieron. Nietzsche murió en 1900, el mismo año que Freud publicó La interpretación de los sueños libro en el que que trabajó arduamente durante la última década del siglo XIX, período donde resultaba inevitable la influencia del filósofo en cualquier producción intelectual. La presencia de Nietzsche en el pensamiento de Freud es indiscutible; no obstante, la ambigüedad con que citaba sus conceptos, la conflictividad con que reconocía su lectura y el aminoramiento con que enfrentaba su determinante influencia, hace pensar en un temor subjetivo por perder su novedad epistemológica y por extraviar el destino político del psicoanálisis (Drivet, 2015), lo que lo hacía, en palabras de Derrida, “denegar una herencia intolerable”. Dice Freud:

Me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche con esta motivación conciencia: no quise que representación–expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas. Por ello, decía estar dispuesto a resignar cualquier pretensión de prioridad en aquellos frecuentes casos en que laboriosa investigación psicoanalítica no puede más que corroborar las intelecciones obtenidas por los filósofos intuitivamente (Freud, 1914: 15)

La propuesta teórica–clínica de Freud resulta de un maridaje de distintas fuentes que fascinaban al autor: la neurología, la literatura griega, la literatura clásica, el romanticismo alemán, el surrealismo, la antropología, la sociología, la filosofía política, la arqueología, entre otras. Sin embargo, frente a las oscuridades del inconsciente en la intimidad clínica con sus pacientes, le encandilaba la luz blanca resonante de sus lecturas defendidas y placenteras de la filosofía del pesimismo, precisamente como lo dejan ver sus palabras:

Las vastas coincidencias del psicoanálisis con la filosofía de Schopenhauer, no sólo conoció el primado e la afectividad y la eminente significación de la sexualidad, sino aun el mecanismo de la represión, no pueden atribuirse a una familiaridad que yo tuviera con su doctrina. He leído tarde a Schopenhauer en mi vida. En cuanto a Nietzsche, el otro filósofo cuyas intuiciones e intelecciones coinciden a menudo de la manera más asombrosa con los resultados que el psicoanálisis logró con trabajo, lo he rehuido durante mucho tiempo por eso mismo; me importa mucho menos la prioridad que conservar mi posición imparcial (Freud, 1925: 56).

Estas ambivalencias parecieran ser más claras con Nietzsche que con Schopenhauer, tal vez por la radicalidad del primero con el cual se sentía más próximo. Con el padre del pesimismo existen varias conexiones temáticas que reconocidamente lo sitúan en un espacio común: los sueños,[1] la sexualidad,[2] la pulsión de muerte,[3] la interpretación, la represión y la voluntad–deseo.[4]

A pesar de las contradicciones y ambigüedades en la obra de Freud respecto a la filosofía del pesimismo de Schopenhauer y Nietzsche (cf. Drivet, 2015), la presente investigación no tiene como objetivo determinar influencias históricas o referenciales; no obstante, resulta inevitable no mencionar lo aquí introducido brevemente como antecedente antes de centrarnos en el desarrollo mismo de la investigación.

2. Tras las huellas de la culpa en Nietzsche

2.1. Memoria, consciencia, dolor y deuda

En el primer tratado de la Genealogía de la Moral, Nietzsche plantea que el valor se origina a partir de la relación entre fuerzas activas que buscan dominar, imponer, reinterpretar y vivificar lo estático y fuerzas reactivas que tienen como finalidad reprimir, conservar y negar la vitalidad. Luego, al comienzo del segundo tratado ubica al olvido dentro de las primeras y la memoria dentro de las segundas, dándoles un estatuto de oposición. Respecto a la salud psíquica ligada al olvido:

Es más bien una facultad inhibitoria activa, positiva en el sentido más estricto (…) cerrar temporalmente las puertas y ventanas de la consciencia (…) un poco de calma, a fin de que vuelva a haber sitio para lo nuevo y de funciones más nobles (…) semejante a un guardián de la puerta (…) se ve así enseguida hasta qué punto no podría haber felicidad, jovialidad, esperanza, orgullo, presente, sin el olvido (Nietzsche, 2016: 95–96).

Este olvido activo del “animal humano” se ve interrumpido por momentos, “en casos en los que se ha de prometer”. Más adelante aclara que en el inicio de la humanidad, habría una promesa de controlar la parte instintiva, pulsional, subterránea, con el fin de grabar las costumbres o leyes para lograr la obediencia y la adaptación que supuestamente garantizarán la seguridad, la estabilidad y el mantenimiento de la vida colectiva. La memoria es compromiso con el futuro de la vida en comunidad y, en un primer momento de su genealogía señala, que para eso el hombre debió desarrollar la consciencia, volviéndose “calculable, regular y necesario. […] Esta es la larga historia del origen de la responsabilidad” (97).

Se plantea aquí el primer contrapunto con Schopenhauer. Para éste, el yo es una cosa “sospechosa”, relacionado con la vanidad y el egoísmo,[5] pero desconfía sobre todo de su unidad. Para Spierling (1995), este filósofo es el primero en haber planteado que el yo es algo divisible y que no es una unidad originaria, sino que es conocimiento adquirido y está sometido a la voluntad. El intelecto, el pensamiento consciente, para el padre del pesimismo es un fenómeno de superficies, de hecho, su crítica a la psicología metafísica de Descartes o Kant se centra en la preeminencia que se le otorga a la conciencia y su unidad.

Para Nietzsche (2000), tal como para su maestro, no hay unidad, en el yo hay una falsa sustancialización: “Aunque se necesiten las unidades para poder contar, no quiere decir que tales unidades existan. El concepto unidad está derivado del concepto de nuestro yo, que es nuestro más antiguo artículo de fe” (425).

Pero Nietzsche propone algo más radical aún; no hay ningún yo en el sentido usual de la filosofía tradicional que planifique por detrás de las resoluciones y decisiones. Él habla del yo como un engaño absoluto, una ficción[6] que fue utilizada instrumentalmente para lograr la promesa memorial de adaptación a las costumbres colectivas. Sería un fenómeno superficial, “pobre y estrecho”, íntimo, próximo, pero poco profundo, un “órgano defectuoso y miserable” (Nietzsche, 2016). En Mil metas y la única meta, Zaratustra señala: “El placer de ser rebaño es más antiguo que el placer de ser un yo: y mientras la buena conciencia se llame rebaño, solo la mala conciencia dice: yo” (Nietzsche, 2012a: 60).

Siguiendo con su radicalidad, plantea que el yo no se produce arbitrariamente sino desde la gramática misma del lenguaje. La gramática dice Nietzsche, por razón de su estructura de sujeto, objeto y predicado, induce a componer e interpretar los sucesos como si en el fondo de los mismos hubiera un sujeto, un actor activo que los produce en la base de los mismos. Sin embargo, no hay sustrato, el yo es una ficción proyectada y condicionada por la gramática (Spierling, 1995).

Ahora bien, detrás de este yo consciente, estaría la lucha de nuestros instintos por el poder, una voluntad oscura pero innegable del ser humano que predomina, sobre la cual nos detendremos en el próximo apartado. Lo que llega a la conciencia es solo “un vago reflejo de los procesos inconscientes, del conflicto de las fuerzas por su manifestación, es solo la parte final de un largo proceso instintivo que nos constituye” (Nietzsche, 2016: 17). Para el autor, la culpa, la moral y el altruismo quedan sin explicación si sólo se trata de remitirlos a conceptos que se refieren al ámbito consciente. ¿Cómo remitirnos a la historia inconsciente entonces para pensarlos?

Lo que va configurando la conciencia, al propio yo y a la imagen corporal, está vinculado ontogenéticamente con las historia de la relación entre el que manda y obedece y tiene sus raíces para Nietzsche, al igual que en Freud y Lacan, en la fragilidad, prematurez y dependencia con la que nace el “cachorro humano” que desde esa posición busca ayuda y protección en un otro, prometiendo hacerse responsable de su fuerza instintiva, tal como ocurrió en algún momento en términos filogenéticos (Serna, 2004).

En resumen, conciencia del yo es hacer presente la voluntad como obediencia y memoria de la moralidad de las costumbres orientada hacia la adaptación.

Se ha llegado a definir la vida misma como una adaptación interna a circunstancias externas cada vez más idónea para alcanzar determinados fines. Con ellos se ha malentendido la esencia de la vida, su voluntad de poder, con ello se ha pasado por alto la primacía que poseen por principio las fuerzas espontáneas, atacantes, asaltantes, re–interpretadoras, re–directoras y conformadoras, pues la adaptación solo se da una vez que dichas fuerzas hayan producido sus efectos (Nietzsche, 2016: 127).

Ahora bien, para que algo permanezca en la memoria vía promesa, se necesita el dolor: “Se graba a fuego lo que se quiere que permanezca en la memoria: solo lo que no deja de doler se queda en la memoria” (100), esto es lo que llama la educación de la memoria. Es a través de este dolor que comienza, como se dijo, por la dependencia en la infancia, a formarse una representación de sí mismo y de la cultura. Ese dolor está en el pasado; mutilaciones, rituales religiosos sádicos, castigos terribles a criminales, es decir, el dolor es el más poderoso instrumento mnemotécnico: “el pasado, el larguísimo, profundísimo y durísimo pasado nos respira en la cara y a la vez sale de nosotros cada vez que nos ponemos serios” (100).

Nietzsche va a criticar a los genealogistas de la moral, los cuales plantean que los castigos son impuestos para hacer “justicia” ya que el malhechor merecía la pena por haber podido actuar sin crueldad. Al contrario, ya desde la Antigüedad, existe más bien una respuesta cruel y vengativa por el perjudicado que busca el honor a través de “impulsos de ira provocada por haber sufrido un daño y que se descarga en la persona del dañador” (104). Así, la pena no fue inventada para castigar, eso para el filósofo vino después en la historia del derecho, tal como lo desarrolla Foucault en Vigilar y Castigar.

Tampoco el castigo instala un sentimiento de culpa o aflicción interna en el malhechor sino más bien todo lo contrario, una conciencia dura y “amansada” pero “no lo hace mejor”. ¿Cómo se instala el sentimiento de culpa si no es a través del castigo? Para Nietzsche, la educación de la memoria desde la humanidad más antigua, se realiza vía el dolor de alguien que manda y otro que obedece, pero: ¿de dónde viene esto último? Según la investigación genealógica de Nietzsche ese aprendizaje surge de la relación contractual entre acreedor y deudor, una relación social que supone la palabra, que es tan antigua como la existencia misma de “sujetos de derechos”, y que por su parte remite a las formas más básicas de la compra, la venta, el trueque y en general el tráfico comercial.

El deudor para dar garantía de la seriedad y sacralidad de su promesa, empeña en virtud de un contrato con el acreedor en caso que no pague “otra cosa que todavía tiene en su poder, por ejemplo, su cuerpo, su mujer, su libertad e incluso su vida (…) infligir al cuerpo del deudor todo tipo de ultrajes y torturas” (105). La equivalencia de la compensación se da cuando en lugar de una ventaja que compense el daño (tierra, dinero o posesiones) se concede al acreedor como rembolso una especie de sensaciones de bienestar, de placer en la crueldad:

el disfrute en la violación, un disfrute que se tiene en tanta más estima cuanto más abajo esté el acreedor en el orden de la sociedad y más fácil sea que le parezca el más exquisito de los bocados (…) la exaltante sensación de poder lícitamente despreciar y maltratar a otro ser como un inferior o al menos, en el caso de que el poder mismo de castigar, de ejecutar la pena, ya se haya puesto en manos de las autoridades, de verle despreciado y maltratado (Nietzsche, 2016: 106–107).

Es decir, una licencia a la crueldad por el poder que posee el acreedor sobre el deudor, que es lo mismo; del ser humano más fuerte sobre el más débil. Esta relación para el filósofo ha estado siempre, desde el origen mismo de la humanidad, aunque se tiende a negar. Por otro lado, cuando se pone el foco del otro lado, del deudor, es distinto ya que esa crueldad se dirige contra sí mismo de manera consciente, con el fin de hacer memoria, de cumplir esa promesa del mantenimiento del orden colectivo mismo.

Se ha mencionado la voluntad de poder, sin detenernos en aquello. En el siguiente apartado se hará un paréntesis del texto central y se ahondará en la voluntad planteando las divergencias con Schopenhauer.

2.2. La voluntad: el segundo contrapunto con Schopenhauer

Hasta aquí se podría decir que la memoria, la consciencia, el dolor y la deuda son conceptos anudados por Nietzsche de alguna manera y, como se verá en el próximo apartado, que permiten pensar la noción de culpa. Ésta se contrapone a la voluntad de poder, más ligada al olvido y a los instintos.

La conceptualización de Nietzsche sobre la voluntad es tomada de su maestro Schopenhauer, específicamente, de su texto El mundo como voluntad y representación (1918), aunque luego se independiza de esa concepción e incluso la critica. Al comienzo, ambos filósofos plantean una voluntad como un impulso ciego, pasional, irracional, que controla absoluta e inconscientemente el yo del humano, sus pensamientos y acciones. La vida no ha de explicarse desde decisiones racionales, el conocimiento lógico o la razón práctica en el sentido de Kant.

Para esta cosmovisión pesimista, el hombre ni siquiera en su propia conciencia es dueño de sí mismo. El humano es vivido por sus instintos y fuerzas, y es eso siempre e ineludible. Nietzsche comienza el prólogo de la Genealogía de la Moral (2016) de la siguiente manera: “Nosotros, los que conocemos, somos desconocidos para nosotros mismos” (12).[7] Mucho antes de Freud, y sin la práctica clínica, Schopenhauer (2008) habla de una represión[8] que desfigura y falsifica los deseos más profundos hacia unas representaciones más aceptables. Es un “mentir inconsciente” que solo puede ser desenmascarado y descifrado mediante un laborioso y con frecuencia vano trabajo de interpretación.

Es la gran inversión de la metafísica tradicional que comienza con Schopenhauer (2008). Para él “la voluntad es la cosa en sí, es decir la esencia del ser, en el cual incluso las ideas son objetivaciones de esa voluntad” (396). Esa tendencia oscura, inexplicable, se traduce al mundo a través de nuestros entendimientos que transforman el mundo como voluntad en representación, se hace visible lo invisible.

Esta voluntad de vivir en Schopenhauer no puede encontrar ninguna satisfacción en algún fin real. Es insaciable y activa como un “motor infatigable”[9] que no se aquieta frente a una vida que la define como sin sentido, absurda, sin fundamento. El optimismo es para él una manera de pensar infame, una amarga ilusión frente a los inenarrables sufrimientos de los seres vivos (en su pensamiento incluye los humanos y todos los seres de la naturaleza). La vida es sufrimiento (2008). En este punto ambos filósofos toman caminos diferentes. Nietzsche acepta la realidad tal cual es. Hace las paces con ella, transformando la visión negativa en positiva. La voluntad de poder es el impulso fundamental de la afirmación de la vida. Dice sí a la voluntad. Schopenhauer no puede aprobar la realidad como es. Ve una salida en la renuncia, es decir, la reducción, el aquietamiento de los deseos y pasiones. Schopenhauer dice no a la voluntad de vivir (Spierling, 1995). Sentencia su discípulo:

en Schopenhauer: lo que él llama “voluntad” es un caso particular de la voluntad de poder, es algo totalmente arbitrario sostener que todo se esfuerza por convertirse en esta forma de la voluntad de poder (Nietzsche, 2000: 161).

Entonces, el filósofo radicaliza una vez más los puntos de vista de Schopenhauer, y así la negatividad de la voluntad de vivir pasa a ser voluntad de poder que debe ser afirmada con extremo, con deseo y capacidad, con amor profundo a uno mismo y al mundo. En el capítulo de “De la superación de sí mismo”, Zaratustra afirma:

No ha dado ciertamente en el blanco de la verdad quien disparó hacia ella la frase de la “voluntad de existir”: ¡esa voluntad no existe! (…) Sólo donde hay vida hay también voluntad: pero no voluntad de vida, sino —así te lo enseño yo— ¡voluntad de poder! (Nietzsche, 2012a: 112)

La voluntad de poder es una fuerza más allá del bien y del mal, quiere destrucción y creación de más vida, es “una fuerza inagotable creadora de voluntad vital” (112). No busca la negación, conservación, reposo, paz, sino sobrepasamiento, lucha, fuerza, la superación de sí. Así dice “En todo lo viviente se puede mostrar clarísimamente que lo hace todo no para conservarse sino para devenir más” (Nietzsche, 2000: 548).

La voluntad quiere más poder, aunque sea querer el ocaso. Esto porque la afirmación abarca incluso la negatividad de la vida, la enfermedad, por ejemplo, que Nietzsche tanto padeció, “su genio tiene también otro nombre, y ese nombre es: la enfermedad” (Mann, 2000: 108). También simplemente porque el placer incluye el dolor. Así cuando se logra vencer obstáculos y resistencias, se siente el placer, por el contrario, cuando la voluntad no llega a exteriorizarse se siente como displacer.[10] Además, la voluntad es compleja, es un estado que incluye la enfermedad y está compuesta por afectos[11] contradictorios coexistentes a los cuales hay que darles cabida. Respecto a esto, señala en el aforismo diecinueve del Más allá del bien y el mal:

Schopenhauer no hizo más que lo que suelen hacer los filósofos: tomó un prejuicio popular y lo exageró. A mí la volición me parece ante todo algo complicado (…) la voluntad no es sólo un complejo de sentir y pensar, sino sobre todo, además, un afecto (Nietzsche, (2012b: 41–42).

Esta voluntad de poder no viene de la carencia, es decir, de cierta tradición filosófica que piensa la fuerza vital (deseo, voluntad, espíritu, etc.) como una energía que surge de la falta,[12] sino de la actividad de pulsiones expansivas; muy distinto a su maestro, para quien todo querer nace de la necesidad, o sea, de la carencia por el sufrimiento (Shopenhauer, 2008).

Un último punto a subrayar, es que ejercer la voluntad no es el “hago lo que quiero” que es a la vez prisionero del yo racional atado a un pasado en cuanto causa. Un atrás originario consciente que justifica a todo querer y que es fácilmente colonizado por el discurso de la pseudo–libertad, en donde “nada es imposible”, que dice “sí” siempre al anhelo yoico para promover la adaptación en las sociedades actuales (se retomará en las reflexiones finales). Esto no es la voluntad:

“Querer” no es “apetecer”, perseguir, exigir: se diferencia de éstos por el afecto del comando no hay ningún “querer”, sino solamente un querer algo: no se debe disociar la meta del estado: como hacen los teóricos del conocimiento. El “querer” como lo entienden ellos es algo que, al igual que el “pensar”, no tiene lugar: es una pura ficción que algo sea ordenado pertenece al querer (con lo cual no se quiere decir, obviamente, que la voluntad sea “efectuada”). Aquel estado de tensión común en virtud del cual una fuerza tiende hacia su desencadenamientono es una “volición” (Nietzsche, 2000: 153).

2.3. El paso de la deuda a la “mala conciencia” o culpa

Existe para Nietzsche un segundo momento en su análisis genealógico, desde el capítulo diecisiete de La Genealogía de la Moral, en que esa crueldad cambia de sentido a través de lo que llama la interiorización del hombre, donde se produce la inversión de la mirada del humano en dirección a sí mismo, pasando de la deuda a la culpa, “todos aquellos instintos del hombre que vagaba libre y salvaje se volvieron contra el hombre mismo. La hostilidad, la crueldad, el placer en la persecución, en la destrucción (…) origen de la mala consciencia” (Nietzsche, 2016: 135–136).

Así, el ser humano, una vez transformado en un animal sociable, luego quiso crearse una conciencia interior para sentirse responsable por lo que es y darle sentido a sus acciones y a su vida más allá de la colectividad. Se ha creado y creído a sí mismo como un agente (Serna, 2004). Este origen de la mala conciencia no se da de manera paulatina ni voluntaria, sino que empezó con un acto de violencia: la transformación de la conciencia cuando se encontró definitivamente encadenada, presa, en el camino de la sociedad, de la paz y de las leyes. Esta violencia se consolidó cuando “el más antiguo Estado apareció, y siguió trabajando después como una terrible tiranía, como una maquinaria aplastante y carente de miramientos hasta que el semi animal quedó dócil” (137).[13]

Esta es la forma que para Nietzsche aparece el Estado criticando aquel “delirio” de pensarlo como un “contrato”, haciendo alusión claramente a Hobbes. La sociedad, de acuerdo con la teoría de la voluntad de poder, no tiene su origen en un contrato entre el Estado y el resto de los ciudadanos que lo aceptan libremente. Más bien, al comienzo, luego de la educación de la memoria buscando saldar la deuda a través de la moralidad de las costumbres, aparece una violencia arbitraria de un grupo social que impone la sumisión, mudando para esto la deuda hacia sentimientos de culpabilidad (Serna, 2004). Plantea que la culpa no surge por la violencia del Estado, pero sin ellos no se habría sostenido en el tiempo a través del control y el castigo por conseguir un ideal logrado después de siglos, ¿de dónde viene ese ideal?

La deuda no deja de crecer durante varios milenios por vía de los antepasados más antiguos, de la misma manera en que heredan la organización de la comunidad, reciben la herencia de las divinidades de linaje y de clan, sus sacrificios, obediencias y también sus deudas por pagar y los anhelos de satisfacerla. A partir de esta creencia se crea un desplazamiento hacia los dioses. Pero esto aún no se transforma en culpa. Plantea que los griegos se servían de sus dioses, precisamente para mantener lejos de sí la deuda para poder seguir alegrándose de su libertad del alma, se servían de los dioses entonces para justificar al hombre hasta cierto grado también en lo malo, servían como causas del mal, muy distinto a lo que se instala desde el cristianismo, la única inmortal mancha deshonrosa de la humanidad, con la violencia del autocastigo, vía la culpabilización de sus actos,

con la llegada del Dios cristiano, del máximo Dios alcanzado hasta la fecha, ha hecho que aparezca en la tierra el máximo sentimiento de culpa. Suponiendo que acabamos de entrar en el movimiento inverso, de la imparable decadencia de la fe en el Dios cristiano sería lícito deducir con no poca probabilidad que ya ahora hay una considerable decadencia de la consciencia de culpa del hombre (Nietzsche, 2016: 144).

En otras palabras, aquella voluntad de poder que ya se había hecho pasar a un segundo plano al no exteriorizarla, sino que ponerla dentro de sí, ahora con la domesticación del Estado y más aún en ciertas partes de occidente con el invento de una culpa basada en la deuda al dios cristiano, la auto–tortura inconsciente se ha llevado hasta su más tremenda dureza apagando la voluntad.

En lugar de una dominación de una voluntad sobre otra, la culpa es una dominación de una voluntad de violencia y sufrimiento hacia sí mismo. Esa parte irracional, oscura y vital “se reinterpretan como deuda con Dios (como enemistad, rebelión, revuelta contra el señor, el padre, el primer antepasado y el comienzo del mundo), se tensa en la contraposición dios y demonio” (147).

Tampoco es que la religión por si sola crea la mala conciencia, sino que ésta, informada por los supuestos políticos (la dominación estatal) y psicológicos (la interiorización), retoma la conciencia tradicional de la deuda con relación a los antepasados y a los dioses para tornar vana toda tentativa de escapar de ella.

Finalmente, en un tercer y último momento de la investigación genealógica de Nietzsche sobre la conciencia moral, hace una interpretación del empuje cristiano de su época hacia el ideal ascético, como una forma de estructurar la culpa en Occidente. Este ideal ha tratado de “hermanar” las tendencias naturales, la voluntad, con la mala conciencia, suprimiéndolas para así someter al sujeto. Este ideal es enemigo de la vida, rival de la voluntad de poder. Promueve la negación de la vida vía culpabilidad para así asegurar el anclaje deudor con los ídolos creados. Nietzsche se rebela anunciando la muerte de Dios entonces.

El filósofo socava todo lo que se presenta a la vida desde lo ideal: lo bueno, verdadero, lo justo, etc., mediante la sospecha, la desconfianza de que esas “cosas ideales” tienen su origen en el error y el autoengaño del yo como “sublimes imposturas” y de una colonización moral histórica dada en occidente (2016).

La ética ascética para Nietzsche, comandada por la figura del cura, entonces instala en Occidente un modo enfermizo, débil e impotente frente a la vida con tal de protegerla y conservarla. Le ofrece la culpa al hombre deudor que quiere encontrar el sentido de su sufrimiento en un más allá después de la vida. En la debilidad, prisionera del resentimiento negador de la vida, encuentra el sentido como forma de apoderarse y someterse a través del sufrimiento culposo para vérselas con su propia angustia. Y el asceta le ofrece un sufrimiento aún mayor que aquel provocado por el ciclo mismo de la vida. Dice:

“el ideal ascético es una estratagema en la conservación de la vida (…) la índole enfermiza del tipo de hombre que ha habido hasta ahora, al menos del hombre que ha sido domesticado, la pugna fisiológica del hombre con la muerte (más exactamente con el hastío de la vida, con el cansancio, con el deseo de un final) (…) El cura ascético busca hacer que los incurables se destruyan a sí mismos, y para aprovechar los malos instintos de todos los dolientes con la finalidad del autodisciplinamiento, de la autovigilancia, de la autosuperación (Nietzsche, 2016: 190–220).

En este punto, vale considerar el otro lado del asceta que Nietzsche lo compara con la figura del trágico que concibe su sufrimiento como el destino necesario de una vida contingente y la posibilidad de su superación. En el ideal trágico (el noble), no la culpa o la venganza, sino la inocencia se presenta como una postura afirmadora con relación al sufrimiento. No se oculta con máscaras de una idealidad del bien que niega el mal. El sufrimiento o la enfermedad deja de ser considerado una injusticia o una penitencia y pasa a ser deseado tal como se presenta, o sea como una destrucción creadora, incluso algo vinculado a la salud (Serna, 2004).

De acá surge el último contrapunto relevante para la presente investigación (que se suma a la radicalización respecto al yo, luego respecto a la voluntad), es que, en contraposición a Nietzsche, Schopenhauer argumenta a partir de una fundamental persuasión moral. Para Nietzsche es equivocado todo intento de una valoración moral y de una configuración de la vida, pues todo está sometido a la voluntad extramoral del poder. Lo moral surge por el ojo venenoso del resentimiento. El resentimiento es el estado en el que yo difamo algo porque no puedo tenerlo o conseguirlo. Nietzsche critica el desprendimiento de sí que supuestamente se da en la compasión, el supuesto altruismo del amor activo al prójimo. Compasión significa para él una desvirtuación del sufrimiento y una debilitación de la vida, decadencia. Schopenhauer piensa muy distinto a él (Spierling, 1995). Para él hay una auténtica acción moral, que no es fingida, que es precisamente la compasión. Con ello Schopenhauer no se refiere a una condolencia sentimental, despectiva, sino a una especie de identificación solidaria que olvida el egoísmo inherente pudiendo hacer suyo el sufrimiento del otro: en este punto hay una unión entre pesimismo y humanismo (Mann, 2000). Precisamente en la compasión se muestra, según Schopenhauer, que bajo el aspecto metafísico no hay ninguna separación absoluta entre yo y tú. Con este sentimiento, la aspiración de la propia voluntad no aniquila a la del resto, es en todo y en todos la única y la misma voluntad; eso sería el comienzo y la esencia de toda ética que lleva a la redención de la propia voluntad (Mann, 2000).

Nietzsche, por su lado, destaca la decadencia general. Después de la bancarrota de la metafísica, ve crecer la época del nihilismo como horizonte de los dos siglos próximos. Nihilismo significa, según Nietzsche, que caen y se desvirtúan los valores supremos, fijos, trascendentes, eternos, sin que a la vez surjan nuevos valores en lugar de los antiguos (Serna, 2004). Esa posibilidad está abierta a que alguna ficción, una ilusión, pueda llegar a su lugar y sostener el deseo (la naturaleza en sí no tiene sentido y la vida es justificable únicamente como fenómeno estético), sin embargo, en su lugar surgen la compasión y también metas inalcanzables que nunca superan las expectativas, es decir, una exigencia culposa que sabotea el poder del amor a la vida.

3. Tras las huellas de la culpa en Freud

3.1. Estado, muerte y culpa en Freud

Con un breve recorrido del texto De Guerra y muerte (1915), escrito un año después del inicio de la I Guerra Mundial, se podrá rastrear que Freud intenta dar cuenta de la destrucción de su contexto histórico. Con un nivel de violencia nunca antes visto, junto con el aceleramiento industrializado sin pausas que se empieza a instalar en la vida de la época del éxito (y que trabaja en La nerviosidad moderna de 1908), la angustia que genera la muerte y la guerra, comienzan a ser utilizada por el autoritarismo del Estado,

El ciudadano particular puede comprobar con horror en esta guerra algo que en ocasiones ya había creído entrever en épocas de paz: que el Estado prohíbe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla como a la sal y al tabaco. El estado beligerante se entrega a todas las injusticias y violencias que infamarían a los individuos (…) También para el individuo es, por regla general, harto desventajosa la observancia de las normas éticas, la renuncia al ejercicio brutal de la violencia; y el Estado rara vez se muestra capaz de resarcir al individuo por el sacrificio que le ha exigido (1915: 281).

A través de los ideales de la cultura impuesta por el Estado y también por la educación (un aparato ideológico del Estado), en nombre supuestamente de la historia de sus antepasados, que se les exige a los ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremo respecto al propio mundo pulsional a pesar de un abuso explícito.

Luego, en el texto, Freud sostiene dos estatutos psíquicos respecto al tema de la muerte en términos subjetivos: la actitud del ser humano hacia ella y el gusto por matar. En relación a la actitud ante la muerte, lo separa a la vez respecto a la propia muerte y a la de un otro amado. En la primera no habría una huella psíquica de representación de aquello, no tiene cabida, no hay algo en la memoria inconsciente que dé cuenta de un registro de la propia muerte. Si algo tiene representación es porque de alguna manera ya ocurrió, así que lo más cercano a esto es la aflicción del cuerpo del infante desamparado y su vulnerabilidad frente al poder del otro, donde la angustia de desvalimiento se impone.

Respecto a la muerte de alguien a quien se invistió libidinalmente, opera en otro nivel psíquico a la renegación de la propia muerte. Acá es donde el registro del placer por matar materializa el sentimiento de ambivalencia ante la muerte del ser amado. La contradicción, sentida entre el amor y la agresión inherente, entre otras cosas, los sentimientos de culpa, el miedo a la muerte y la invención del mandamiento “no matarás” que nos da la certeza de que somos del linaje de una serie interminable de generaciones de asesinos que llevaban en la sangre el gusto por matar (Freud, 1915: 197).

Se podría plantear que es el amor de haber perdido a alguien amado que, como plantea el autor, es una pérdida también de una parte del propio yo identificado con ese ser, fue el que puso en marcha el pensamiento sobre el enigma de la muerte.

Yo creo que los filósofos descuidan los motivos eficaces primarios (…) frente al cadáver del enemigo aniquilado, el hombre primordial habrá triunfado, sin hallar motivo alguno para devanarse los sesos con el enigma de la vida y de la muerte, sino el conflicto afectivo a raíz de la muerte de personas amadas, pero al mismo tiempo también ajenas y odiadas, lo que puso en marcha la investigación de los seres humanos (Freud, 1915: 295).

Por encontrarse con toda esta conflictiva, el hombre antiguo fue atribuyendo una opción de existencia después de la muerte como un porvenir mejor de una ilusión; sin embargo, ésta carecía de valor en la Antigüedad. Freud cita un pasaje de la Odisea en el que el alma de Aquiles le responde a Odiseo “No intentes consolarme de la muerte, preferiría vivir aquí en la tierra y servir como labrador a otro, a algún hombre indigente de pocos recursos, antes que reinar sobre todos los muertos” (295) y luego cita unos versos finales de Der Scheidende de Heine:

El más ínfimo filisteo vivo

De Stuckert junto al Nektar

Es mucho más feliz que yo,

El pelida, el héroe muerto,

príncipe de las sombras

en el mundo subterráneo. (Freud, 1915: 296)

Entonces fueron las religiones posteriores las encargadas de presentar esta existencia postrera como la más valiosa, como la existencia plena y rebajar la vida terrenal, planteando la idea de vidas anteriores y la reencarnación. Esta promesa sumada a la liberación de la culpa por un “pecado original” humano universal, propone un manejo de la ambivalencia de este afecto (por el temor a la muerte de los amados y la tendencia asesina) comandado entonces en el medioevo por la iglesia. Posteriormente, a partir de la modernidad es el Estado quien monopoliza todas las prácticas de sujeción física y psíquica (Lipovetsky, 2000).

La historia primordial está pues llena de asesinatos. Todavía hoy lo que nuestros niños aprenden en la escuela como historia universal es, en lo esencial, una seguidilla de matanzas de pueblo. El oscuro sentimiento de culpa que asedia a la humanidad desde tiempos primordiales, y que en muchas religiones se ha condensado en la aceptación de una culpa primordial, un pecado original, es probablemente la expresión de una culpa de sangre que la humanidad primordial ha echado sobre sus espaldas (Freud, 1915: 293).

Inevitable resulta traer a la discusión el texto Tótem y Tabú (1913) donde atribuye específicamente a la doctrina cristiana la oscura relación del ser humano moderno con la conciencia de culpa, dándole un lugar especial a la muerte:

Si el Hijo de Dios debió ofrendar su vida para limpiar a la humanidad del pecado original, entonces, según la ley del talión, ese pecado ha sido una muerte, un asesinato. Solo esto pudo exigir como expiación el sacrificio de una vida. Y si el pecado original fue un agravio contra Dios Padre, el crimen más antiguo de la humanidad tiene que haber sido un parricidio, la muerte del padre primordial de la horda primitiva, cuya imagen en el recuerdo fue después trasfigurada en divinidad (Freud, 1913: 147).

En este texto, Freud crea su mito propio que da cuenta de un paso radical del estado de naturaleza a la cultura siguiendo a muchos de su época. Filogenéticamente, es el asesinato del padre de la horda primordial que, en un comienzo produce miedo entre los hermanos y luego de su muerte culpa, quedando aquel afecto como aquello que se podrá controlar oscuramente y no por contrato. Freud cree que la renuncia a la violencia por la protección del Estado hobbesiano no sucede tal cual, así que agrega la culpa como principal regulador que en un primer momento es manipulado por la religión y luego por el Estado.

Por más que intenta durante toda su obra pensar o proponer una cultura sin culpa, termina aceptando que toda vez que la colectividad suprime el reproche, “cesa también la sofocación de los malos apetitos, y los hombres cometen actos de crueldad, de perfidia, de traición y de rudeza que se habían creído incompatibles con su nivel cultural” (Freud, 1915: 282).

En términos ontológicos, la culpa comandada por el superyó como instancia psíquica, surge bajo una relación de poder, en el momento más álgido de la conflictiva entre el más débil (niño/a) con su padre y madre o sustitutos que cumplen esa función: el complejo de Edipo. Esto, tanto por desear lo prohibido (la madre o el padre) como por la agresión dirigida al rival (en los términos más clásicos: el parricidio), ambos se reprimen y el niño/a entra en la cultura con todas estas cicatrices mnémicas. Así, una parte de la instancia moral que observa y vigila, intentará contener, prohibir y frustrar la agresión (pulsión de muerte) que persigue la desintegración, y para defenderse orienta parte de aquella en forma de agresión contra el mundo exterior. Esta agresividad sería el mayor obstáculo para la cultura y es devuelta al lugar donde viene: el yo la introyecta en calidad de superyó, que asume la función de conciencia moral y despliega una exigencia obscena y cruel sobre el yo. Desde esa conciencia moral “parte una importante vía para la comprensión de la psicología de las masas. Además de su componente individual, este ideal tiene un componente social; es también el ideal común de una familia, de un estamento, de una nación” (Freud, 1914: 98).

Por otro lado, sobre el control de las pulsiones (vía superyó) actuarían todos los dispositivos de control social externo: la cultura de la ideología, la educación, el Estado y las instituciones sociales que recompensan, castigan y angustian. Estos, en nombre, de la historia de sus antepasados, que se les exige a los ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremo respecto al deseo sexual y destructivo, deben ser inhibidas, guiadas hacia otras metas y ámbitos.

En otras palabras, a comienzos del siglo XX, ese Otro simbólico regulador tenía un importante lugar en la economía psíquica del individuo, por un lado, podía regular las expresiones de violencia vía la angustia de perder el amor y a la vez podría desatar la pulsión contenida en un llamado autoritario a romper el pacto social a través de una guerra. Señala Freud en El malestar en la cultura:

Entonces hemos tomado noticia de dos diversos orígenes del sentimiento de culpa: la angustia frente a la autoridad y, más tarde, la angustia frente al superyó. La primera compele a renunciar a satisfacciones pulsionales; la segunda esfuerza, además, a la punición, puesto que no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos (Freud, 1929: 123).

¿El deseo prohibido persiste a pesar de la punición o el castigo continúa a pesar de la renuncia de esos deseos? ¿De qué hablamos cuando se dice deseo inconsciente?

3.2. El deseo en Freud y su relación con el yo

El deseo en Freud podríamos plantearlo como una fuerza del aparato psíquico totalmente inconsciente que surge de contenidos que han sido reprimidos y que buscan expresarse en la consciencia. Esta energía busca recuperar un placer perdido, específicamente de las primeras satisfacciones infantiles encontradas en el cuerpo del otro, la madre o quien encarne su función (1900).

En el intento de cumplir ese deseo se inicia una búsqueda imposible e interminable de esas huellas mnémicas de satisfacción que marcarán por el resto de la vida la elección erótica inconsciente. Hay dos complejidades en este punto; en primer lugar, es un objeto que surge de un deseo mítico, ficcional ya que en el individuo al momento de entrar en el lenguaje edípico, el registro perceptivo sufre una reconstrucción a través de la fantasía (Freud, 1923). Es decir, las primeras huellas quedan como una nostalgia estructural inaccesible hacia aquella completitud sensible que alguna vez ocurrió, trazos perdidos que melancólicamente arrastramos, con más o menos padecimiento, por nuestras vidas. Es una ficción que el Complejo de Edipo, momento estelar del drama infantil, con sus castraciones y frustraciones se encargará de reconfigurar hacia ciertos objetos libidinales de la realidad, hasta que la pulsión de muerte se imponga.

En segundo lugar, al ser parte del sistema inconsciente ese relanzamiento hacia el objeto del deseo no va a estar regido por la voluntad consciente, la racionalidad o la autonomía del yo, sino que va a sufrir el desplazamiento (metonimia), la condensación (metáfora) y el resto de las operaciones propias del proceso primario,[14] que lo encausará hacia satisfacciones sustitutivas: el síntoma neurótico, el sueño, aspectos de la colectividad cultural, la alucinación o la fantasía (1929).

En otras palabras, el deseo inconsciente freudiano no es el anhelo o el “yo quiero esto” del yo consciente que puede ser domesticado por la ideología del discurso social, colonizado a través de la reflexión filosófica de la auto–consciencia o educado a través de la tecno–ciencia mercantil. El deseo está sujetado a la memoria inconsciente de esas satisfacciones originales re–fundada por la articulación simbólica en la novela familiar y que quedan anidadas en las profundidades del ello.

Este ello es totalmente inconsciente, es primitivo e irracional. Es la sede de las pulsiones y deseos reprimidos. No conoce la valoración alguna, no conoce ni el bien ni el mal, no conoce la moral, ni siquiera conoce el tiempo (Mann, 2000). En tanto el yo es una parte pequeña que se modifica desde el ello en el contacto con el mundo externo, está organizado para acoger los estímulos vía percepción, motilidad y servir de protección racional. El yo es el jinete cabalgado por el ello (Freud, 1923).

Para Freud este deseo del ello, el mundo exterior y la severidad del superyó son tres amos que someten absolutamente al yo y lo angustian en su intento de mediación. El yo para Freud es sinónimo de adaptación frente al cual hay que tener una posición de sospecha, dice:

es una pobre cosa sometida a tres servidumbres (…) que sucumbe con harta frecuencia a la tentación de hacerse adulador, oportunista y mentiroso, como un estadista que, aun teniendo una mejor intelección de las cosas, quiere seguir contando empero con el favor de la opinión pública (Freud, 1923: 56–57).

Para finalizar, y a propósito de las preguntas del apartado anterior, Freud plantea que dentro de los vasallajes del yo el más interesante es el que lo somete al superyó como angustia de conciencia moral tomada por la pulsión de muerte. Señala en El malestar en la cultura:

Ahora vemos el nexo entre la renuncia de lo pulsional y la conciencia moral. Originariamente, en efecto, la renuncia de lo pulsional es la consecuencia de la angustia frente a la autoridad externa; se renuncia a satisfacciones para no perder su amor (…) Es diverso lo que ocurre en el caso de la angustia frente al superyó. Aquí la renuncia de lo pulsional no es suficiente, pues el deseo persiste y no puede esconderse ante el superyó. Por tanto, pese a la renuncia consumada sobrevendrá un sentimiento de culpa, y es esta una gran desventaja económica de la implantación del superyó o, lo que es lo mismo, de la conformación de la conciencia moral (1929: 123).

Pese a la renuncia del deseo igual hay culpa. ¿Hay algo de esa agresión humana dirigida a sí mismo vía culpa que es insaciable, es interminable, obscena para Freud?

4. Conclusiones

Resuenan similitudes en ambos autores, también caminos, puntos de partidas, metodologías y epistemologías distintas que exceden el presente escrito. Interesa subrayar sus cruces convergentes sin negar las diferencias:

  1. 1. En ambos autores somos vividos por una fuerza inagotable y creadora que no responde a la lógica, al conocimiento o a la racionalidad. En el caso de Nietzsche, la voluntad de poder es una fuerza más allá del bien y del mal, quiere creación y destrucción en la medida que afirme la vida. En Freud existe un deseo inconsciente sujetado a la memoria reprimida de satisfacciones originales re–fundadas por la articulación simbólica en la novela familiar y que quedan anidadas en las profundidades del ello donde gobiernan la pulsión de vida y la pulsión de muerte. Para ambos la voluntad/deseo no es el “querer yoico consciente” que puede ser colonizado por la reflexión filosófica de la auto–consciencia, educado a través de la tecno–ciencia mercantil o gobernados a través de argumentos moralizantes.
  2. 2. En la búsqueda de la relación de la culpa con el deseo/voluntad aparecen en ambos autores la importancia del yo o la conciencia, pensada como un engaño absoluto, una ficción. En Nietzsche surge como aquel órgano miserable que instala la obediencia y la memoria de la moralidad de las costumbres orientada hacia la servidumbre, contraria a la voluntad. En la misma línea, para Freud el yo sería una pobre cosa sometida a tres amos con las que intenta mediar, sucumbiendo con harta frecuencia a la tentación de hacerse adulador, oportunista y mentiroso para lograr las convenciones sociales. En otras palabras, un instrumento adaptativo.
  3. 3. Tanto para Nietzsche como para Freud la culpa no debe comprenderse desde la conciencia sino desde una historia inconsciente que tiene que ver filogenéticamente con momentos en la historia de la humanidad donde se pone en pugnas dos realidades psíquicas de los sujetos: la fragilidad y la dependencia del ser humano al otro, y la agresión asesina. Esta última se interioriza en el filósofo y se introyecta en el psicoanalista en culpa desde el poder del más fuerte encarnado por algún Otro (el padre, el acreedor, etc.) o por dispositivos de control social: Estado, religión, educación, etc. También esto ocurre ontogenéticamente y de manera específica en Freud a través del Complejo de Edipo.
  4. 4. La culpa es una de las principales destructoras de la fuerza vital (voluntad/deseo).
  5. 5. En ambos autores la relación entre la culpa y la violencia el Estado tiene un lugar central. En Nietzsche cuando un grupo social encarna el Estado e impone sumisión. Freud aporta que es el Estado quien utiliza la angustia y ambivalencia por la muerte (por el miedo a la muerte de personas amadas en contraposición con los deseos asesinos propios del ello) y así exige obediencia y sacrificio pulsional a los sujetos que controla.
  6. 6. El cristianismo ha tenido un rol protagónico con la culpa. En Nietzsche es el encargado protagónico en mudar la deuda hacia la culpa y sostenerla a través del sufrimiento culposo para evadirse de la angustia. Freud aporta que antes de llegar a ser aquel ente que regula la culpa en el humano, paradójicamente lo libera a través del “pecado original” a cambio de sometimiento.

Hoy en día, podría haber un control yoico, normativizante y moralizante del deseo–voluntad a través de la hiper–responsabilización del individuo: los males no son producto del horror, injusticia, desigualdad y violencia del mundo actual sino de las decisiones del uno por uno. Esta violencia es mucho menos explícita que en alguna época anterior, pero soterradamente y con mecanismos dignos a seguir investigando, pero que siguen aquellos puntos subrayados anteriormente desde ambos autores: funcionan no sin la agresión contra y del sujeto, están sostenidos por el Estado y sus aparatos ideológicos, y es a través de la colonización del yo vía la culpa que destruye el deseo subjetivo. Si esto no queda suficientemente advertido en la praxis, el psicoanálisis podría transformarse en un dispositivo de control de la gubernamentabilidad neoliberal, tal como se podría plantear desde Foucault (2016) quien fue muy crítico a propósito de su investigación acerca de la genealogía de la sexualidad, afirmando en algunos pasajes que el psicoanálisis es un dispositivo de saber–poder, basado en la culpa, con una arqueología asentada en la confesión religiosa y que no hace un corte radical sino una culminación novedosa.

Referencias bibliográficas

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Spierling, V (1995). Nietzsche y Schopenhauer: una comparación. Enahonar, (25), 21–39.

Notas

[1] “Para muchos autores fue decisiva la argumentación desarrollada por el filósofo Schopenhauer en 1851. La imagen del mundo nace en nosotros porque nuestro intelecto moldea las impresiones que le vienen desde afuera en las formas del tiempo, el espacio y la causalidad. Los estímulos que parten del interior del organismo, del sistema nervioso simpático, se exteriorizan durante el día a lo sumo en una influencia inconsciente sobre nuestro talante. Pero de noche, cuando se acalla el efecto ensordecedor de las impresiones diurnas, a las impresiones que surgen del interior pueden atraer la atención, del mismo modo que por la noche oímos el murmullo de las fuentes que el alboroto del día vuelve imperceptible” (Freud, 1900: 61).
[2] “Componentes sexuales susceptibles de desviarse de sus metas inmediatas y de dirigirse a otras, aportan las más importantes contribuciones a los logros culturales del individuo y la comunidad. Estas aseveraciones no eran enteramente nuevas. El filósofo Schopenhauer había destacado la incomparable significatividad de la vida sexual con palabras de acento inolvidable” (Freud, 1924: 231).
[3] “¿Osaremos discernir en estas dos orientaciones de los procesos vitales la actividad de nuestras dos mociones pulsionales, la pulsión de vida y la pulsión de muerte? hay otra cosa que no podemos disimular: inadvertidamente hemos arribado al puerto de la filosofía de Schopenhauer, para quien la muerte es el «genuino resultado» y, en esa medida, el fin de la vida, mientras que la pulsión sexual es la encarnación de la voluntad de vivir” (Freud, 1920: 48).
[4] “Acaso entre los hombres sean los menos quienes tienen en claro cuán importantísimo paso, para la ciencia y para la vida, significaría el supuesto de unos procesos anímicos inconsciente. Apresurémonos a agregar, empero, que no fue el psicoanálisis el primero en darlo. Cabe citar como predecesores a renombrados filósofos, sobre todo al gran pensador Schopenhauer, cuya «voluntad» es equiparable a la vida pulsional inconsciente del psicoanálisis. Es el mismo pensador, por lo demás, que con palabras de inolvidable acento ha recordado a los hombres la significación siempre subestimada de su pujar sexual” (Freud, 1917: 135).
[5] Para Freud el yo es narcisismo.
[6] Para Lacan el yo es ilusión, es el síntoma por excelencia del neurótico.
[7] Muy parecida a la frase freudiana: “el yo no es el amo de su propia casa” (Freud, 1917: 135).
[8] “En cuanto a la doctrina de la represión es seguro que la concebí yo independientemente; no sé de ninguna influencia que me haya aproximado a ella, y durante mucho tiempo tuve a esta idea por original, hasta que Otto Rank nos exhibió aquel pasaje de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, donde el filósofo se esfuerza por explicar la locura. Lo que ahí se dice acerca de la renuencia a aceptar un fragmento penoso de la realidad coincide acabadamente con el contenido de mi concepto de represión, tanto, que otra vez puedo dar gracias a mi falta de erudición libresca, que me posibilitó hacer un descubrimiento” (Freud, 1914: 15).
[9] Se verá la similitud con el deseo inconsciente propuesto por Freud quien reconoce esta influencia.
[10] Muy similar al principio del placer de Freud: la forma de obtener satisfacción es descargando una tensión de energía psíquica a través del cuerpo sin importar la realidad (también a través de la facultad alucinatoria del deseo o la fantasía). Esto sería posible como un fenómeno episódico, es decir, que nuestra psiquis sólo puede complacerse con la intensidad del contraste y muy poco por el estado.
[11] El término Affect, afecto, empleado repetidas veces por Nietzsche lo toma de la terminología psicológica y moral alemana, es mera germanización del latin affectus, introducido en la filosofía moderna por Descartes y, sobretodo, de Spinoza. Tiene el significado de “estado afectivo psicofísico” (Cortez, 2015).
[12] Como en Hegel, Sartre, Lacan, etc, con sus diferencias por supuesto.
[13] Señala en el Zaratustra: “Llámese Estado el más frío de todos los monstruos fríos. ¡Y miente fríamente, siendo su mentira esta «yo, ¡el Estado, soy el pueblo» Mentira! Hombres creadores crearon los pueblos y suspendieron sobre ellos una fe y un amor; así sirvieron a la vida (…) todo en él es falso: ¡con dientes robados muerde el mordaz, hasta sus entrañas son falsas!” (Nietzsche, 2012a: 50).
[14] Proceso propio del sistema inconsciente, tiene reglas y leyes propias.
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