Resumen: En el presente artículo investigamos acerca de las reflexiones del filósofo judío Baruch de Spinoza en torno a la noción de mal (de enorme peso tanto para la religión como para el ámbito político). Nos focalizamos, por una parte, en el singular intercambio epistolar que mantiene con Willem van Blyenbergh, quien plantea el tema de manera específica, dando lugar a una disputa que exige a Spinoza dar cuenta de las consecuencias éticas de su ontología. Y, por otra parte, profundizamos en la sistematización de sus planteamientos sobre la cuestión a través de un análisis de la Ética. Con este texto, en primer lugar, ahondamos en la filosofía de un autor de gran influencia para la tarea filosófica actual; en segundo lugar, demostramos cómo el problema del mal y su resolución resultan un foco neurálgico que articula las tesis más importantes de la ontología absoluta; en tercer lugar, analizamos cómo la pregunta por el mal patentiza el abandono, por parte del filósofo, de una lógica de la sustancia por una lógica de las relaciones modales; y, por último, explicitamos el criterio ético objetivo de la ética spinozista.
Palabras clave: Spinoza, Blyenbergh, Mal, Ética, Ontología.
Abstract: In the following article we research the reflections of the Jewish philosopher Baruch de Spinoza on the notion of evil (of huge importance for religion and politics). We focalize, on the one hand, on the peculiar epistolary exchange with Willem van Blyenbergh, who lays out the subject specifically, bringing up a dispute that intellectually demands Spinoza to justify the ethical implications of his ontology. And, on the other hand, we delve into the systematization of his proposals about the issue through an analysis of the Ethics. With this writing, in the first place, we dive into the philosophy of an author with a major influence in the contemporary philosophical work; in second place, we demonstrate how the problem of evil and its resolution turned out to be an important focal point that articulates the Dutch thinker’s absolute ontology most relevant thesis; in third place, we analyze how the query about evil makes the abandonment by the philosopher, from a logic of substance to logic of modal relations, evident; and, at last, we explicitly state the objective criterion of Spinoza’s ethics.
Keywords: Spinoza, Blyenbergh, Evil, Ethics, Ontology.
Artículos
El problema del mal en Baruch de Spinoza
The Problem of Evil in Baruch de Spinoza
Recepción: 01 Marzo 2022
Aprobación: 01 Junio 2022
Quizás si creemos en los efectos de resonancia que se dan entre autores/as y épocas podemos llegar a comprender el fenómeno de revalorización de la filosofía spinozista que se viene dando desde los 80s y con más fuerza en las últimas décadas en la Argentina:[1] algo puede decirnos Spinoza acerca de nuestro presente. En este caso, le preguntamos acerca del mal, un problema latentemente silenciado en la filosofía durante el siglo XX (con escasas excepciones),[2] desde que Hannah Arendt publicase su exquisito ensayo Eichmann en Jerusalem. Estudio sobre la banalidad del mal.
¿Qué es el mal? ¿Es posible definirlo? ¿Cómo se manifiesta? ¿Cuál es la vía correcta para acercarnos a él: la ontología, la ética, la política? ¿Seguimos creyendo en el mal o ya no tiene sentido? ¿Cuándo y cómo sabemos si una acción es buena o mala? ¿Puede Spinoza, un filósofo que vivió durante el siglo XVII, aportarnos guías para responder estas preguntas en la actualidad? El presente artículo busca demostrar que sí. Específicamente, nuestras hipótesis de lectura son que, en primer lugar, Spinoza ofrece una resolución ética al conflicto del mal, pero que no es posible llegar a ella sin remitirnos necesariamente a su ontología; y, en segundo lugar, que el problema del mal patentiza el abandono efectuado por Spinoza de la lógica de la sustancia por una ontología absoluta y una lógica de las relaciones modales.
Nuestras fuentes principales son su Epistolario, puntualmente, el intercambio con el comerciante calvinista Guillermo de Blyenbergh; como así también el grueso de su obra filosófica, especialmente, la Ética y el Tratado teológico–político. Para la exposición de este trabajo, primero, repasamos la postulación del problema en las cartas de Blyenbergh; segundo, nos adentrarnos en la mecánica de los afectos y la relación íntima entre la ontología del ser y la ética; tercero, exponemos la resolución spinozista del problema del mal con su criterio objetivo de la ética y su postulación de una lógica de las relaciones modales.
En la primera carta, del 12 de diciembre de 1664, Blyenbergh se acerca al filósofo afirmando su anhelo por la verdad “pura y sincera”. Le comenta que ha leído sus Principios de filosofía de Descartes y sus Pensamientos metafísicos (en ese entonces llamados Tratado y Apéndice, respectivamente) en los cuales Spinoza afirma que Dios ha creado las sustancias y el movimiento de estas, es decir, que Dios no solo es causa de las almas, sino también de su comportamiento y voluntad. Pero si esto es así, comenta Blyenbergh, se concluiría que: o nada malo puede hacer el alma (puesto que si lo hace lo estaría llevando a cabo por obra de Dios); o Dios realiza actos malos. Para ejemplificar la cuestión comenta el caso de Adán:
Por ejemplo, el alma de Adán quiere comer el fruto prohibido. Por tanto, según lo dicho arriba, ocurre no solo que esa voluntad de Adán quiera eso por influjo de Dios, sino también, como lo demostraré en seguida, que lo quiera de ese modo. Por tanto, ese acto prohibido de Adán, no solo en cuanto que Dios movía su voluntad, sino también en cuanto que la movía de tal modo, o no es malo en sí, o bien parecería que Dios mismo ejecuta eso que nosotros llamamos malo.[3]
He aquí presentado el problema que incomoda al comerciante: ¿el mal es obra de Dios?, ¿obra de los seres humanos?, ¿o no puede hablarse siquiera del mal?
En la respuesta, fechada el 5 de enero de 1665, Spinoza señala a su interlocutor que nunca ha definido qué entiende por “mal”, y que pareciera entender que consiste en una voluntad determinada de un “tal modo” o una que contraría el mandato divino. A su vez, le confirma que no cree posible que el mal sea algo positivo, ni que algo suceda en contra de la voluntad divina ni tampoco que Dios obre mal. Pero agrega que solo desde una perspectiva humana podemos decir que pecamos contra Dios. Aquí ya nos adelanta la concepción que luego desplegará con mayor complejidad en la Ética: no hay algo positivo en el mal, en la medida que carece de ser, y si carece de ser no es obra de Dios.
A continuación, explica que todo lo que existe contiene cierta perfección, cierta esencia, cierta cantidad de realidad y es solo cuando comparamos las cosas entre sí que podemos ver o concebir “imperfecciones”. En este sentido, la decisión de Adán de comer del fruto prohibido, considerada solo en sí, sin compararla, contiene tanta perfección cuanta esencia tiene. Es solo en la comparación con otras acciones que podemos hallar imperfección, pero no en ella, sino en la relación con otras.
Para comprender esto nos remitimos a la Ética, donde Spinoza presenta un sistema ontológico compuesto por una sustancia, única y absoluta, que se expresa en atributos infinitos, de los cuales los seres humanos solo podemos conocer dos (extensión y pensamiento). Estos atributos contienen una infinidad de modos. Los modos expresan la esencia de Dios de acuerdo con su cantidad correspondiente de esencia.[4] Las esencias de los modos son grados de potencia, cantidades que expresan lo absoluto en diverso grado. Este grado de potencia es el conatus. El conatus, generalmente conocido como el esfuerzo de una cosa por perseverar en su ser, es el grado de potencia del modo una vez que este ha comenzado a existir.[5]
La existencia de los modos, de las cosas singulares, se da cuando sus partes son determinadas desde fuera a entrar en una relación que le es propia.[6] Es una determinada relación la que define a los cuerpos. Si ponemos el ejemplo de la sangre, esta está determinada a mantener la relación entre los glóbulos y el plasma; si se diera el caso de un cuerpo que interviniese en dicha relación y la descompusiera, la sangre dejaría de existir. La sangre, por ende, expresa tanta perfección como le es posible de acuerdo con su cantidad de esencia, es decir, con su grado de potencia. No podría decirse que la sangre es imperfecta ni mala per se.
En la epístola XIX Spinoza agrega que no es posible decir que la voluntad de Adán sea mala porque choca con la ley divina, ya que para Dios no hay bien y mal, y no existen acciones que contraríen su propia voluntad. En este sentido, la acción de Adán debió haber sido causada por la voluntad divina, “[...] pero no en cuanto fue mala, pues el mal que había en ello no era más que la privación de un estado que Adán debía perder a causa de su acción.”[7] ¿Qué está queriendo decir con “privación de un estado”?
En su Ética Spinoza afirma que los seres humanos son modos de ser que tienen un cuerpo y un alma, es decir, que expresan el ser a través de los atributos de extensión y pensamiento.[8] El alma está unida al cuerpo en la medida en que es la idea de este último; y el cuerpo, a su vez, está compuesto por una infinidad de partes extensivas.[9] En tanto modo del ser, el ser humano tiene una cierta cantidad de esencia, es decir, un grado de potencia, pero ¿qué implica la potencia?
En el postulado I del Libro III, Spinoza afirma que los cuerpos pueden ser afectados de muchas maneras “[...] por las que su potencia de obrar aumenta o disminuye”.[10] Los cuerpos tienen cierto grado de potencia, la cual es potencia para padecer y también para obrar. Padecemos cuando algo sucede en nuestro cuerpo de lo cual no somos nosotros causa adecuada; por el contrario, actuamos cuando somos causa adecuada de lo que nos sucede.[11] Las pasiones que vivenciamos, a su vez, pueden ser alegres o tristes. Las pasiones tristes disminuyen nuestra potencia para obrar mientras que las pasiones alegres la aumentan. El hecho de que las pasiones alegres aumenten nuestra potencia para actuar no significa que sean una acción: no somos aún causa adecuada de la cosa, pero hay algo en ella que concuerda con nosotros, y esa concordancia aumenta nuestra potencia para obrar.
Hemos hecho esta digresión para poder comprender qué significa que Spinoza diga que Adán vivió una privación de su estado. Adán ha sido afectado por el fruto de tal manera que su cuerpo ha visto su potencia de actuar disminuida, desfavorecida, perjudicada. No había un mal en sí mismo en comer el alimento, el acto no fue malo per se, pero a causa de su acción, Adán se vio privado de un cierto estado, disminuyó su potencia para actuar, y esto deriva en que Adán se hizo un mal a sí mismo.
Con lo dicho en la carta XIX, para Spinoza queda “completamente resuelta” la cuestión acerca de si Dios actúa bien o mal: ha respondido que no, y ha argumentado que el mal no existe desde una perspectiva divina. Pero más aún, ha dicho que solo en relación o en comparación con otra cosa podemos decir que una acción u objeto es peor o mejor que otro. En sí misma cada cosa, acción o voluntad están expresando toda la perfección de que disponen. Solo a causa de que nosotros, humanos, hemos creado definiciones cerradas, en comparación con esas definiciones creemos y afirmamos que ciertos entes son malos.
Luego Spinoza responde a las observaciones de Blyenbergh con respecto al Génesis bíblico. Argumenta que, como la Biblia ha sido escrita para “la plebe”, es decir, para un entendimiento limitado, ha sido necesario que se escribiese al modo de leyes, y para ello los profetas utilizaron parábolas (como la de Adán) o incluso opiniones. Esta misma idea se encuentra en el Tratado teológico–político donde expresa: “[Los profetas] tuvieron opiniones bien vulgares acerca de Dios.”[12]
De acuerdo con la mirada spinozista, Dios no prohibió nada a Adán, sino que solamente le reveló que comer de aquel árbol producía la muerte. Y agrega que se lo advierte del mismo modo que nos revela a nosotros, a través del entendimiento, que un veneno es mortal. El problema es que el humano no comprende la revelación divina, como tampoco a la naturaleza misma. El mismo ejemplo aparece en el Tratado teológico–político, donde Spinoza afirma:
“[...] es necesario afirmar que Dios tan solo reveló a Adán el mal que necesariamente había de sobrevenirle, si comía de aquel árbol [...]. De ahí que Adán no entendió aquella revelación como una verdad necesaria y eterna, sino como una ley, es decir, como una orden [...].”[13]
Dios es necesario, por ende, todo lo que expresa a Dios (los atributos y sus modos correspondientes) también lo es. El ser humano no puede ni pudo haber contrariado la voluntad divina en la medida en que esta es necesaria. Si Dios hubiese efectivamente deseado que no se realizara el acto de comer el fruto, dicho acto no podría haberse realizado.
Esto transforma en gran medida las cosas. ¿Cómo está pensando Spinoza? Aquello que para Blyenbergh era una prohibición, un mandato que fue violado y que, por lo tanto, debe ser castigado; a los ojos de Spinoza es una revelación más, no hay prohibición, no hay juicio. No es: “esto está prohibido”, “esto es malo” sino “este fruto en relación con tu cuerpo te producirá la muerte”. Y en eso no hay nada malo en sí. Adán probó el fruto y efectivamente se transformó, en cierta medida algo “muere” en él. Pero esa acción, que ha sido determinada por Dios, puesto que nada escapa a su ser, no es mala en sí misma. A los ojos de Spinoza es absurdo pensar que dicha acción no pertenecía al ser de Adán.
La respuesta de Blyenbergh a esta misiva (Carta XX, 16 de enero de 1665) es extensa y está llena de reproches y contradicciones con su carta anterior. Blyenbergh está convencido de que Spinoza está equivocado y continúa con la misma objeción: o Dios hace cosas malas o el mal no existe.
En esta carta, en primer lugar, se define como “filósofo cristiano”, desvaneciendo así la fachada que había puesto en la primera carta de alguien que “anhela la verdad pura y sincera”; y, en segundo lugar, da a conocer sus dos reglas para pensar: “el concepto claro y distinto” y “el Verbo revelado de Dios.”[14] Esto abre un panorama nuevo, porque en la medida que algo no condiga con la palabra revelada, Blyenbergh se echará para atrás, lo cual no caerá en gracia a los ojos de Spinoza, quien no solo no profesa el mayor de los respetos hacia la religión, sino que le irritan los teólogos y defiende ante estos la libertad de pensamiento.[15] En su respuesta a la Carta XX, el filósofo enuncia directamente que no cree que puedan “instruirse mutuamente” con su intercambio, en tanto que Blyenbergh tomará siempre la interpretación de los teólogos.[16] Aun así continúan la correspondencia hasta junio de ese año, demostrando que el tema resulta de interés para Spinoza.
Las objeciones de Blyenbergh acerca del problema del mal son todas pertinentes y movilizantes. Primeramente, se refiere a la explicación que da Spinoza sobre la esencia. El comerciante entiende que, según Spinoza, Dios ha otorgado cierta cantidad de perfección a cada uno, pero que el error forma parte de nuestra esencia, porque al actuar de modo imprudente nos vemos privados de cierta perfección y comparados con nuestro estado anterior, debemos ser considerados peores.
El problema aquí, creemos, está en que Blyenbergh, afincado en su postura calvinista, no logra comprender que la ontología de Spinoza es absoluta, es decir: es una ontología del Ser y no de la sustancia. Hay ser y modos de ser múltiples y diversos. Estos modos de ser (determinados por Dios) no responden a una esencia definida, sino que expresan una determinada potencia. Esta potencia, al no estar definida, no es peor o mejor que antes, sino que puede más o menos.
Esto se relaciona en gran medida con la comprensión que tiene Spinoza de la ontología de la sustancia (con su consecuente teleología). En la Ética nos dice “Confieso que la opinión que somete todas las cosas a una cierta voluntad divina indiferente, y que sostiene que todo depende de su capricho, me parece alejarse menos de la verdad que la de aquellos que sostienen que Dios actúa en todo con la mira puesta en el bien [...].”[17] Que Dios y su creación obran “bien” o “por un bien” le resulta una necedad igual a la de creer en un mundo de las Ideas o en un Principio regulador.[18] Para Spinoza las cosas no participan en el Ser, sino que lo expresana través de diversos modos que tienen determinada potencia, es decir, esencia.[19]
La segunda objeción de Blyenbergh tiene que ver con una cierta igualación de la virtud y el vicio. ¿Dan lo mismo? ¿Son una cuestión de gusto? Dice el comerciante holandés: “Pues, si Dios no tiene conocimiento alguno del mal, mucho menos creíble es que Él castigue el mal. Y, entonces, ¿qué motivos quedan (con tal que escape del juez) para que yo no cometa ávidamente cualquier delito?”[20] Es decir, si a mí me agrada asesinar, ¿qué me lo impide éticamente según la mirada spinozista?
El tercer cuestionamiento, en consonancia con el primero, va más allá y plantea que, si se siguen los planteos de Spinoza, el Mundo, la Naturaleza, serían caóticos. Es decir, si ser virtuoso o vicioso son mera cuestión de gusto, y si no hay un fin en las cosas, entonces no hay orden en el Mundo. Ocurre un asesinato, Dios coopera en él, en tanto es una acción positiva, pero “el efecto de esta misma acción, a saber, la destrucción de un ser y el aniquilamiento de una criatura de Dios, ¿acaso lo ignora? [...] Pues, entonces, caería el Mundo en una eterna y perpetua confusión y nos volveríamos semejantes a las bestias”.[21]
La cuarta cuestión trata acerca de lo dicho sobre Adán y la comparación que ha hecho Spinoza con un veneno. Pregunta Blyenbergh en qué medida Dios nos ha revelado a través del entendimiento que algo es un veneno si no lo hemos probado o experimentado: “[...] nadie tiene ni puede tener conocimiento del veneno si no ha visto u oído a alguien que se ha producido daño usándolo.”[22] ¿Cómo sabemos que algo es malo para nosotros si no lo experimentamos primero? O si no vemos los efectos de ese algo en alguien más. Este interrogante lo responde Spinoza diciendo que, efectivamente, hay que experimentar, que lo realizamos todo el tiempo, pero que hay que hacerlo siempre con cautela, “[...] pues todo es incierto y lleno de peligros.”[23]
Estamos en el punto neurálgico del intercambio. ¿Qué responde Spinoza ante estos planteos? En la carta XXI, del 28 de enero de 1665, el filósofo primeramente le señala a Blyenbergh que él no entiende a Dios como juez, sino como Dios, y que por ello no puede decir que castiga a los viciosos o retribuye a los virtuosos, es decir, no puede afirmar que Adán ha violado una prohibición y por ello merece castigo. “[...] Pues yo no introduzco a Dios como juez, y, por tanto, estimo la obra por la calidad de la obra y no por la potencia del operador.”[24] Esta enunciación subsume aquello en lo que Spinoza pondrá su energía: ya no en juzgar al individuo que ejerce la acción, sino en pensar la complejidad de la acción misma. De ahí que afirme en la Ética: “Ahora bien, ninguna acción considerada en sí sola, es buena o mala, sino que una sola y misma acción es a veces buena y a veces mala.”[25]
Posterior a esto responde a la cuestión de la privación de perfección consecuencia de ciertas acciones. Para Spinoza la privación no es nada, es decir, no tiene realidad. La privación es, simplemente, un acto de razón que surge cuando comparamos las cosas entre sí. Y da un ejemplo bastante claro de esto:
Decimos, por ejemplo, que un ciego está privado de la vista, porque lo imaginamos fácilmente como vidente, ya sea que nazca esta imagen de la comparación con otros que ven o de su estado actual con el anterior, cuando veían. Y cuando consideramos a este hombre con este criterio, a saber, comparando su naturaleza con la de otros o con la suya anterior, entonces afirmamos que la vista pertenece a su naturaleza y, por eso, decimos que está privado de ella. Pero cuando se considera el decreto de Dios, y su naturaleza, nos es tan imposible afirmar de ese hombre, como de una piedra, que está privado de la vista; pues en tal caso, a este hombre la vista le pertenece, sin contradicción, tan poco como a la piedra; porque a ese hombre no le pertenece y no es suyo nada más que lo que el entendimiento y la voluntad divinos le han atribuido.[26]
Solo en la medida en que, a través de una operación de nuestro entendimiento finito, comparamos dos estados o dos cosas, podemos decir que una es peor que la otra, o que a una le “falta” perfección. Cada cosa considerada en sí misma contiene tanta perfección y expresa su potencia tal como Dios se la ha dado. Si juzgamos a una persona ciega por su capacidad de ver comparándola con una supuesta naturaleza humana definida (sustancia) que contiene la capacidad para ver, juzgaremos que esa persona es menos perfecta. Pero lo que está diciendo Spinoza es que esa es una lógica de la atribución, propia del entendimiento finito. Dios no opera de este modo. Los cuerpos expresan la esencia de Dios tanto como su cantidad de esencia se los permite.[27]
¿Y desde qué lógica está pensando Spinoza? Deleuze plantea que está funcionando una lógica de las relaciones, en la medida que el filósofo holandés pone el foco en la comparación. Una comparación es una relación entre dos elementos. Yo digo “un canguro es más veloz que un caballo”, pero esto no significa decir que “el caballo es lento”, sino que es “más lento que” el canguro; esto tampoco significa que está en la esencia del canguro ser veloz o ser más veloz que todos los caballos, de ahí que, si existe un caballo más veloz que un canguro, o un canguro que no puede correr, esto no implica una privación de esencia o un grado de imperfección en la naturaleza del canguro, porque este último está expresando tanta potencia cuanta le fue atribuida por Dios. No hay definición sino relación.[28]
Ahora bien, ¿cómo se relaciona esto con el mal? Creemos que es aquí donde el problema ético del mal exige poner a funcionar toda la reflexión ontológica spinozista. Porque el problema del mal trae aparejada la cuestión de la acción. ¿Qué es actuar y cuáles son sus elementos o momentos de acuerdo con esta ontología?
En el Prefacio al Libro III de la Ética Spinoza nos explica que la Naturaleza tiene un orden, tiene leyes y reglas que merecen ser comprendidas más que detestadas o deploradas, y que son estas últimas actitudes las que nos impiden comprender las acciones humanas como siendo parte de ese orden de la Naturaleza.
El Libro III está dedicado a desentrañar la mecánica de los afectos. Ya nos habíamos referido previamente a la distinción introducida en la Ética entre obrar y padecer, y su relación con la causa adecuada e inadecuada. Habíamos dicho que cuando algo externo afecta nuestro cuerpo de determinada manera, este produce una idea de dicha afección. Esta idea es inadecuada en la medida en que no somos causa adecuada de la misma, es decir, aún no hemos comprendido los elementos en común entre aquello que nos afecta y nosotros. Cuantas más ideas inadecuadas tengamos más padecemos, cuantas más ideas adecuadas, más actuamos. En el primer caso las afecciones son pasiones; en el segundo, son acciones.
Ahora bien, planteamos también que tenemos una cierta cantidad de esencia, es decir, un cierto grado de potencia (nuestro conatus), que es potencia para padecer y para obrar.[29] Dicho conatus, el esfuerzo de cada cosa que existe en la Naturaleza por perseverar en su ser,[30] es el esfuerzo también por mantener ese cuerpo apto para ser afectado de muchas maneras.[31] Las afecciones producidas en el cuerpo aumentan y disminuyen la potencia de obrar. Cuando la idea de una cosa que ha afectado nuestro cuerpo, es decir, cuando un afecto, aumenta nuestra potencia, se lo denomina un afecto de alegría: hay un paso de una menor a una mayor potencia para obrar. Cuando un afecto disminuye nuestra potencia para obrar, se lo denomina afecto de tristeza.[32] Alegría y tristeza son los afectos primarios (junto con el deseo) de los cuales emergerá el resto de los afectos (esperanza, miedo, odio, amor, etc.). Cabe aclarar que, tanto si la aumentan como si la disminuyen, los afectos continúan siendo pasiones.
Spinoza no afirma que la alegría nos haga actuar y la tristeza padecer, ni tampoco que la primera sea una perfección y la segunda un error o una privación. En la Definición de los afectos del Libro III nos dice que “Tampoco podemos decir que la tristeza consista en la privación de una perfección mayor, ya que la ‘privación’ no es nada.”[33] En efecto, la privación no es nada en la medida en que no hay una sustancia que se vea privada de una perfección, porque el ser se expresa necesariamente en cantidades de potencia. Dicha cantidad aumenta o disminuye, pero expresa completamente el ser a cada momento.
Los modos, entonces, expresiones necesarias de Dios, se relacionan entre sí. Se afectan entre sí, y de acuerdo con el punto de vista que tomemos pueden ser útiles entre sí o nocivos, es decir, pueden componerse o descomponerse. Dicha composición o descomposición, se dará al nivel de los modos, mas no al nivel de la Naturaleza. Al nivel de la Naturaleza todo es composición. Solo cuando miramos desde cada potencia es que podemos hablar de aumento o disminución de potencia, y podemos decir “bueno” y “malo”, respectivamente.[34] ¿Qué quiere decir esto? Que, si yo tomo el punto de vista de las moléculas de arsénico, por ejemplo, voy a componer con las partículas de sangre, y esa relación será buena para el arsénico, para su conatus. Sin embargo, si tomo el punto de vista de la sangre, su relación se verá descompuesta y sus partes se verán determinadas a entrar en una nueva relación (con el arsénico): esa relación será mala. En el Libro IV define al bien y el mal como nociones formadas a partir de la comparación de las cosas entre sí, y entiende que lo bueno y lo malo tienen valores de utilidad: lo bueno es lo que, desde nuestro punto de vista, nos es útil; lo malo es lo que nos impide poseer un bien.[35]
¿Y por qué importa aquí la utilidad? Porque, de acuerdo con Spinoza, la razón nos prescribe buscar nuestra propia utilidad, es decir, buscar las cosas que realmente concuerden con nuestra Naturaleza.[36]
Ahora bien, Spinoza nos dice: así funciona el orden de la Naturaleza. Pero ¿qué sucede cuando llevamos a cabo un acto cualquiera? Lo primero es el acto, donde expresamos nuestra potencia (lo que podemos). Por ejemplo, en el acto de robar un libro un individuo ha realizado algo gracias a su potencia (es algo que la naturaleza de su cuerpo le permite hacer). Hay un acto: robar. También hay una intención, aquello que desea lograrse con dicha acción: siguiendo con el ejemplo, apropiarse de un libro sin pagarlo. Pero hay algo más: los afectos que acompañan dicha acción. Habíamos dicho que los afectos determinan al cuerpo de cierta manera: aumentando o disminuyendo su potencia para obrar. La pregunta que debemos hacer, entonces, si queremos saber si un acto es malo o bueno, no es ya “¿qué acto cometió?” o “¿quién lo realizó?”, sino ¿qué afecto (o afectos) acompañó dicho acto?
Volvemos a las cartas. En la epístola XXI Spinoza contesta: “[...] ningún acto puede ser llamado mal, sino solo respecto a nuestra libertad.”[37] Solo en relación con nuestro punto de vista es posible decir que algo es malo, en la medida que nos afecta, destruye una relación en nosotros, disminuye nuestra potencia para obrar, nos impide un bien. Por lo tanto, ante el tercer cuestionamiento de Blyenbergh (que el Mundo es caos), Spinoza responde que él no está defendiendo una idea caótica de la Naturaleza, sino que, vistas desde el entendimiento finito, ciertas acciones pueden parecer malas o buenas (asesinar, por ejemplo), pero desde el punto de vista de Dios, eterno e ilimitado, todo es perfecto y necesario. Solo desde el punto de vista de Adán comer del fruto prohibido es algo malo en la medida que le genera la muerte (o un tipo de muerte), sin embargo, ante los ojos de Dios o de la Naturaleza, esto no constituye una descomposición, no es malo.
Pareciera entonces que todo es relativo, volvemos al primer cuestionamiento de Blyenbergh, si nos agrada asesinar, podríamos hacerlo. Pero el problema en esta concepción es creer que “mi libertad” o “mi punto de vista” son subjetivos. Spinoza no plantea ni un relativismo ni un subjetivismo ni defiende una Naturaleza caótica. Que nuestro punto de vista, el punto de vista de un cuerpo determinado sea la medida para considerar si algo es bueno o malo, no significa de manera inmediata que no hay objetividad. Justamente, esta última aparece, en primer lugar, si tomamos la perspectiva de la Naturaleza; y en segundo lugar, si nos guiamos por la razón. ¿Y cómo logramos esto?
En la Carta XXI, Spinoza le señala a Blyenbergh lo poco virtuoso de contenerse de cometer delitos por temor al castigo, y a continuación afirma: “En cuanto a mí, dejo de hacerlos o procuro no hacerlos porque chocan evidentemente con mi peculiar naturaleza y porque me harían desviar del amor y del conocimiento de Dios.”[38] Ante esto Blyenbergh le reprocha (interpretando de manera bastante acertada las palabras del filósofo) en la siguiente carta: “Usted las evita [las acciones delictivas] del mismo modo que se rechaza un alimento que repugna nuestra naturaleza.”[39] Pero hay que diseccionar la respuesta de Spinoza.
Que “chocan” significa que, así como una planta no puede recibir agua hirviendo porque su modo de ser no está preparado para ello, los vicios disminuyen la potencia de actuar del filósofo, específicamente, su capacidad de conocer a Dios, la verdad, la salvación. Más adelante agrega “[...] con tal que [usted] tuviera en cuenta su propia naturaleza, experimentaría que puede suspender su juicio.”[40] Para comprender esto debemos remitirnos al Libro IV de la Ética. Aquí nos dice que la razón nos prescribe buscar nuestra propia utilidad, y que nada es más útil al ser humano que un ser humano que se guía por la razón, es decir, que busca relacionarse con las cosas que tienen algo en común con él.[41]
Pues bien, si los humanos sufren pasiones no concuerdan unos con otros y, por lo tanto, no son útiles entre sí. Por el contrario, si un individuo vive de acuerdo con su propia naturaleza, es decir, por la razón, entonces rechazará el vicio porque efectivamente choca con esta, la descompone. Pero Spinoza no afirma que es una naturaleza universal de todos los humanos porque, en efecto, hay humanos que padecen, es decir, que viven (quizás toda su vida) en la modalidad de las pasiones. Conlleva un esfuerzo llegar a vivir de acuerdo con la razón. Un esfuerzo que, como dice, tanto en el Tratado teológico–político como en la Ética,[42] requiere que vivamos en sociedad.
En la respuesta a la epístola XXI, Blyenbergh cuestiona a Spinoza que pareciera no haber un criterio o una ley que nos señale cómo debemos regirnos según la virtud o cómo podemos llegar a conocerla siquiera: “Además, no comprendo qué es para usted la virtud o la ley de la virtud.”[43] A su vez, el comerciante holandés recrimina al filósofo que no rechace los vicios porque son vicios, sino porque repelen a su naturaleza peculiar. Según él, hay cosas y acciones que son vicios y otras que sonvirtudes por sí mismas. Pero habíamos visto que Spinoza piensa desde las relaciones modales. Siempre que hay una relación hay dos términos, de ahí que no pueda decirse “el cielo es azul” (A es B) sino “el cielo es más azul que las nubes”, por ejemplo.[44] Como esto resulta incomprensible para Blyenbergh, continúa exigiendo alguna prescripción moral que le permita discernir universalmente el bien del mal, la virtud del vicio.
En la carta XXIII Spinoza narrará un ejemplo para resolver este problema. La situación se postula con la intención de finalmente demostrar que ni el mal ni los crímenes o delitos expresan una esencia, y, por lo tanto, no son causados por Dios.
Dice: tanto Nerón como Orestes cometieron un matricidio,[45] en ambos casos estamos hablando de un acto, es decir que hubo esencia, Dios ha sido su causa. Sin embargo, Orestes no es acusado como Nerón, ¿cuál fue el crimen de este último? “No otro sino que con su acción mostró que era ingrato, cruel y desobediente. Pero es cierto que nada de todo esto expresa alguna esencia y, por tanto, tampoco ha sido Dios causa de ello, aunque haya sido causa del acto y de la intención de Nerón.”[46]
Spinoza está introduciendo una nueva dimensión en el acto: está el acto, su intención, como habíamos visto anteriormente. Ambos son determinados por Dios, expresan una esencia. Pero hay algo más, que no tiene esencia ¿qué es? El afecto de ingratitud, crueldad y desobediencia.
Spinoza elabora toda una mecánica de los afectos para comprender las relaciones entre los modos. En los libros III y IV de la Ética explica que los cuerpos pueden ser afectados de múltiples modos. Estos afectos, que producen pasiones (alegres o tristes), nos determinan y colman nuestra esencia a cada momento. Las pasiones alegres no nos hacen actuar, sino que aumentan nuestra potencia para actuar. Esto implica que, en la medida que nuestra esencia esté colmada de pasiones, somos impotentes, aún no “desplegamos” nuestra potencia para obrar como tampoco expresamos esencia. Pues bien, a esto agrega en la Ética que: “A todas las acciones a que somos determinados por un afecto que es una pasión, podemos ser determinados, sin él, por la razón.”[47] Pero ¿cómo logramos actuar siendo determinados por la razón?
Habíamos dicho que en las acciones había dos dimensiones: la acción y la intención. Spinoza agrega una tercera: la determinación. Nuestras acciones serán determinadas ya por una pasión ya por la razón. En la proposición que venimos analizando (proposición 59), el filósofo holandés agrega un Escolio en el que expone un ejemplo:
La acción de golpear, en cuanto físicamente considerada, atendiendo solo al hecho de que un hombre levanta el brazo, cierra el puño y mueve con fuerza todo el brazo de arriba abajo, es una virtud[48] que se concibe a partir de la fábrica del cuerpo humano [es decir, es algo que el hombre puede]. Así pues, si un hombre, movido por la ira o el odio es determinado a cerrar el puño o mover el brazo, ello ocurre [...] porque una sola y misma acción puede unirse a cualesquiera imágenes de cosas, y así, podemos ser determinados a una sola y misma acción, tanto en virtud de imágenes de cosas que concebimos confusamente, como en virtud de imágenes de cosas que concebimos clara y distintamente.”[49]
Una persona golpea la mesa. Es algo que puede hacer, su potencia se lo permite (es obra de Dios). Ahora bien, dicha acción se llevó a cabo bajo la determinación de un afecto, es decir, una afección del cuerpo: el lazo, el vínculo con una imagen de cosa. La persona ha unido la acción a imágenes de cosas. La persona golpea la mesa movida por la ira, ha unido su acción a la imagen de algo que le genera bronca: su acción está determinada por una pasión, la persona padece la acción, su cuerpo no va al encuentro con esa acción, es decir, no le conviene, descompone, a pesar de que puede llevarla a cabo, no ha sido determinado a realizarla por la razón.
Entonces, Nerón asesina a su madre. Orestes también. La acción es la misma. Pero sus determinaciones han sido distintas. En el caso de Nerón su acción ha sido determinada por las pasiones de la crueldad, la ingratitud y la desobediencia. Afectos unidos a la imagen de su madre muerta: su acto es malo. ¿Y en el caso de Orestes? Orestes asesina a su madre, Clitemnestra, pero, de acuerdo con lo dicho por Spinoza, no se muestra ni cruel, ni ingrato ni desobediente, la imagen de cosa asociada a la acción es otra, ¿cuál? Recomponer su relación con Agamenón. La acción está guiada por una idea adecuada, por una noción común, por la razón, ya no por una pasión: es buena.
En este mismo escolio que venimos trabajando, Spinoza nos dice que ninguna acción, considerada en sí misma, es buena o mala. Algo que le ha planteado también a Blyenbergh. En efecto, deben considerarse las relaciones que se dan entre los términos, pero también la determinación de las acciones. De ahí que agregue: “[...] podemos ser conducidos por la razón a esa misma acción que al presente es mala, es decir, a esa acción que al presente brota de un afecto malo.”[50] Si llevamos a cabo una acción motivados, determinados, por un afecto, una pasión, la acción será mala; mas si realizamos una acción determinados por la razón, la acción será buena. Pero ¿por qué? ¿Qué ofrece la razón que no ofrezcan las pasiones a la hora de realizar un acto?
Deleuze nos brinda una respuesta posible a este interrogante:[51] “Habrá pues que retener la siguiente definición del mal: es la destrucción, la descomposición de la relación que caracteriza a un modo.”[52] En efecto, el mal vendría a comprenderse a partir de las nociones de composición y descomposición. Malo es todo aquello que descompone (desde el punto de vista particular de cada modo), pero especialmente, llamamos malo a aquello que nos descompone o que descompone la relación principal de algo que nos era particularmente útil.
Si esto es así entonces habrá descomposiciones que compongan y composiciones que descompongan. El criterio ético que podemos tomar para distinguir una acción buena (Orestes) de una mala (Nerón), a pesar de que a simple vista ambos descompusieron una relación (mataron a sus respectivas madres), es que Orestes descompuso para componer, es decir, la imagen a la cual asoció su acto fue de composición, buscó aquello que le fuese útil, actuó según la razón, pues la razón obra buscando siempre su propia utilidad, buscando conservar su propio ser y amándose a sí misma.[53] Orestes no asoció su acto con la imagen de Clitemnestra muerta, ni tampoco actuó determinado por afectos tristes, sino que obró asociando su acción a la composición de su relación con su padre, Agamenón.
Spinoza nos ha dado un criterio objetivo para distinguir lo malo: actuar determinados por los afectos es malo; actuar determinados por la razón es bueno. ¿Y cómo podemos actuar determinados por la razón?
Es conocida la distinción que elabora el filósofo entre imaginación, razón e intuición, y que podemos encontrar en la Ética, Libro II, proposiciones 40, (específicamente escolio II), 41 y 42. Allí nos dice que el conocimiento del primer género es la imaginación, donde formamos ideas inadecuadas y confusas de las cosas singulares que afectan a nuestro cuerpo, estas ideas inadecuadas se expresan a partir de signos, elementos de asociatividad.[54] Spinoza entiende que lo propio de la imaginación es la pereza, la facilidad y la simpleza a la hora de enfrentarnos con el mundo. No se lleva a cabo el esfuerzo por comprender el funcionamiento del mundo, es más fácil enjuiciar y determinar cómo son las cosas de acuerdo con aquello que nos conviene.
El segundo género de conocimiento es la razón, aquí ya hemos formado ideas adecuadas y, por lo tanto, nociones comunes de las cosas. ¿Cómo producimos estas nociones comunes? Las pasiones alegres (generadas cuando vamos al encuentro con algo similar a nosotros) acrecientan nuestra potencia para obrar. Esto es algo bueno. Entonces, ¿cómo afectar nuestro cuerpo lo más posible de pasiones alegres? La razón, potencia de actuar del alma, concuerda con las pasiones alegres,[55] de ahí que las busque para formar una “idea clara y distinta” de dicho afecto y producir, de este modo, afecciones activas: “Así, pues, un afecto está tanto más bajo nuestra potestad, y el alma padece tanto menos por su causa, cuanto más conocido nos es.”[56]
Lo que los afectos pasivos alegres le permiten hacer a la razón, aumentando su potencia de obrar, es hallar aquello que es común entre las cosas que afectan al cuerpo y el cuerpo mismo.[57] La razón produce nociones comunes (ideas claras y distintas: adecuadas) que nos permiten comprender la similitud de composición entre modos, la “razón interna y necesaria de la concordancia de los cuerpos.”[58] Los afectos alegres permiten a la razón hallar estos elementos comunes justamente porque son causados por cosas que son similares en naturaleza a nosotros (al menos desde nuestro punto de vista). En este sentido, “mientras no estamos dominados por afectos contrarios a nuestra naturaleza, no es obstaculizada la potencia del alma con la que se esfuerza por conocer las cosas.”[59]
Llegamos entonces a actuar, a ser razonables y comprender: la razón ha comprendido, es decir, es causa adecuada de la idea de una afección, ha puesto en juego su potencia de actuar. Podemos obrar pues seremos determinados a ello por la razón, y, de este modo, buscaremos la composición, nuestra propia utilidad para continuar acrecentando (y mantener, a su vez) nuestra potencia de obrar.
En el Libro IV, el filósofo afirma que la diferencia entre la persona que se guía exclusivamente por el afecto, es decir, por su imaginación y aquella que se guía por la razón está en que la primera actúa sin saber lo que hace, mientras la segunda solo lleva a cabo su propia voluntad y “(...) hace solo aquellas cosas que sabe son primordiales en la vida y que, por esa razón desea en el más alto grado.”[60] Y esto hay que entenderlo en su sentido más profundo, en la medida que más conoce las causas adecuadas, y, por lo tanto, la naturaleza de las cosas, pues “Si los hombres nacieran libres, no formarían, en tanto que siguieran siendo libres, concepto alguno del bien y del mal.”[61]
La proposición 46 del libro IV, comprendida en conjunto con la interpretación que Spinoza hace del acto primero de Adán, nos permite pensar que la descomposición ocurrida en el primer hombre fue causante de las nociones del bien y el mal, propias de la imaginación. En este mismo movimiento, el entendimiento natural se vuelve impotente para entender la revelación divina como tal, y construye los valores morales para mirar el mundo.
Ahora bien, por ser parte, como humanos, del orden de la naturaleza no podemos evitar completamente los encuentros fortuitos con cosas que disminuyen nuestra potencia, los afectos tristes y el conocimiento del primer género;[62] pero el esfuerzo está en mantener un equilibrio tal que nos permita que nuestra alma y cuerpo no padezcan y que “[...] las pasiones no ocupen más que la más pequeña parte de nosotros mismos.”[63] Si nuestra alma entiende las cosas como necesarias, como dentro del orden necesario de la naturaleza, entonces no padecerá tan fuertemente por las pasiones, pues tendrá mayor poder sobre ellas,[64] y, de esta manera, no se guiará como por prohibiciones y leyes externas.
Solo queda entonces saber cómo pasamos del segundo género de conocimiento al tercero. La ciencia intuitiva, a la cual el filósofo dedica el último libro de la Ética, consiste en el conocimiento de la esencia de las cosas, y, por ende, de la esencia de Dios, la cual es expresada por cada una de las nociones comunes.
Con el segundo género de conocimiento logramos conocer y comprender por qué cierto cuerpo concuerda (o no concuerda) con nosotros en el instante en que se da la relación. Pero esta noción común no es una idea adecuada de la cosa. La ciencia intuitiva, en cambio, nos ofrece el conocimiento adecuado de la esencia de las cosas. Conocer las esencias es comprender la cantidad de esencia de Dios correspondiente a cada modo,[65] en la medida que Dios es causa de las esencias (y a su vez también de la existencia de las cosas que tienen duración).[66]
De ahí que el tercer género de conocimiento nos permita, en primer lugar, tener una idea adecuada de la esencia de la mayor cantidad posible de cosas; en segundo lugar, una idea adecuada de Dios; y, por último, una idea adecuada de nosotros mismos, de nuestra propia esencia.[67] En el segundo género de conocimiento, aún no hemos adquirido una idea adecuada de nosotros mismos y de la esencia de nuestro cuerpo. El esfuerzo hacia el tercer género de conocimiento, entonces, es el esfuerzo por “[...] conquistar lo que pertenece a nuestra esencia.”[68] Y en esto consiste la suprema felicidad, o beatitud, en las alegrías producidas por las ideas del tercer género, las cuales emanan directamente de nuestra propia esencia y ya no aumentan ni disminuyen nuestra potencia para obrar.
En el modo de vida del tercer género de conocimiento (porque cada género de conocimiento debe entenderse como un modo de vida) se trata de obrar y vivir de modo tal que los afectos contrarios a nuestra naturaleza no nos hagan padecer (o al menos nos hagan padecer lo menos posible).
El mal, entonces, no es nada en la ontología absoluta, en la medida que no expresa nada. Y lo malo, en tanto descomposición, solo se hallaría en el primer género de conocimiento (modo de vida). Por el contrario, obramos y expresamos nuestra libertad cuando actuamos, guiados por la razón, en pos de nuestra propia utilidad, amándonos, conociéndonos a nosotros mismos tal como somos en Dios y esforzándonos por conservar nuestro propio ser.
No hay jamás una sombra en Spinoza.
Gilles Deleuze
A partir de la pregunta acerca del mal y sus cuestionamientos subsiguientes, Blyenbergh obliga a Spinoza a ahondar en los criterios objetivos de la acción, y, a su vez, nos permite atestiguar el abandono explícito que hace de la lógica de la sustancia. En efecto, el filósofo, cambia el foco de la cuestión del mal justamente porque propone una mirada sin juicio, sin moral. No hay bien ni mal en términos sustanciales, sino que hay lo bueno y lo malo desde el punto de vista de las relaciones modales. En lugar de preguntarse “¿cómo obrar bien?” se pregunta “¿cómo disponernos para componer relaciones con nosotros mismos y las demás cosas?”.
A lo largo del artículo hemos querido demostrar que, en efecto, el problema del mal se constituye como un foco neurálgico de la ontología absoluta spinozista y que, a su vez, patentiza la conformación de una lógica de las relaciones. Así, en primer lugar, analizamos que no es posible hacer una crítica de la ética sin una revisión de la ontología. El modo en el cual definamos el ser y en el cual comprendamos la constitución de los entes ejercerá fundamental influencia en la manera que tengamos de resolver la cuestión ética. La lógica modal demuestra geométricamente las relaciones entre los cuerpos en términos de acrecentamiento y disminución de potencia. Potencia que se colma por afecciones que pueden ser alegres o tristes. Podemos lo que estamos siendo y somos lo que puede nuestro cuerpo y alma.
Por otra parte, vimos que el análisis de la acción en el filósofo judío nos llevó a desglosar tres elementos fundamentales: acto, intención y determinación. Este último, relacionado con la mecánica de los afectos, nos permitió comprender por qué dos actos iguales pueden ser buenos o malos dependiendo del caso y el punto de vista. Dicha mecánica pasional, a la cual no es posible llegar sin la comprensión ontológica, cumple un rol fundamental en el análisis ético de las acciones. Estamos determinados por afectos, ciertas pasiones colman nuestra esencia en cada momento, y gracias a ellas enlazamos ciertas imágenes de cosas a las acciones. Podemos hacer algo gracias a la virtud de nuestro cuerpo, tenemos una intención, pero, además, un afecto acompaña a la acción (padecemos). Esta mecánica nos permite analizar si la acción busca componer o descomponer, si va al encuentro con los cuerpos o no.
Asimismo, vimos que Spinoza, fiel a su influencia estoica, aporta un criterio objetivo ético para la acción: nos dice que podemos ser determinados a actuar por la razón. A través del análisis de los tres grados de conocimiento, mostramos que la razón siempre compone, pues busca activamente aquello que le es útil, aquello que es común con su naturaleza. Y es al estar determinados por la razón que podemos, finalmente, obrar. No obramos “bien”, puesto que, así como no hay mal tampoco hay bien. Si somos determinados por un afecto padecemos, si nos determina la razón, obramos.
Pero llegar a actuar implica hallar los elementos comunes entre aquello que nos afecta y nosotros, y conformar ideas adecuadas. El camino hacia la acción (hacia la composición de relaciones, la comprensión y el acrecentamiento de potencia) es largo y constante, teniendo en cuenta que jamás dejamos de ser afectados, sino que, de lo que se trata, es de mantener un equilibrio de potencias que permita que cuerpo y alma no padezcan.
Nos hallamos entonces ante una ética compleja, que no se contenta con designar en dos parcelas separadas el bien y el mal absolutos. Una ética (y no una moral) que requiere del esfuerzo para comprender en qué medida algo aumenta o disminuye nuestra potencia para obrar. Retomando el ejemplo de Adán, no habría peor fracaso ético que envenenarnos en cada situación, en cada decisión. Decidir ponernos en situaciones que nos envenenan, como si consciente y deliberadamente estuviésemos bebiendo arsénico.
En efecto, no hay sombras en Spinoza, sus demostraciones son exactas y componen una mecánica que funciona cuando todas sus partes se comprenden unívocamente. Este trabajo ha intentado aproximarse a ello, sin buscar cubrir su extenso aporte. Nuestra motivación ha radicado en el deseo por acercar una cierta lectura de sus textos en orden a motivar su estudio y ofrecer instrumentos conceptuales para mantener su resonancia en el presente.