Dossier
Recepción: 01 Noviembre 2023
Aprobación: 01 Febrero 2024
Resumen: Intentaré ofrecer alguna pista con relación a la cuestión de cuál es el alcance, significado y evolución de la figura del νομοθέτης en el Crátilo. Su papel le sirve a Platón instrumentalmente para refutar, siquiera parcialmente, por una parte, el convencionalismo de Hermógenes, mediante el sutil desplazamiento desde la figura de “quien establece el uso de las palabras” (arbitrariamente) a la figura de un experto artesano que debe conocer la naturaleza de las cosas para operar correctamente. Por la otra, también le sirve para refutar el naturalismo de Crátilo, porque los forjadores de los nombres primitivos han errado al suponer una realidad exclusivamente en movimiento, y al ignorar que el lenguaje, siendo imitativo, implica la posibilidad del error. El análisis etimológico sirve para exponer cómo la mayoría de ellos han fallado, por lo que el lenguaje no es el camino para el conocimiento de la realidad, sino, a la inversa: el dialéctico, quien conoce lo que las cosas son, es el que está en condiciones de controlar que los nombres sean forjados y establecidos correctamente. Así resulta que los malos artesanos quedan descartados y el bueno, que conoce la Forma Nombre, se ha convertido al platonismo.
Palabras clave: νομοθέτης, Naturalismo, Convencionalismo, Formas, Dialéctico.
Abstract: I will try to offer some clue to the question of the scope, meaning and evolution of the figure of the νομοθέτης in the Cratylus. His role serves Plato instrumentally to refute, at least partially, on the one hand, the conventionalism of Hermogenes, through the subtle shift from the figure of “he who establishes the use of words” (arbitrarily) to the figure of an expert craftsman who must know the nature of things in order to operate correctly. On the other hand, it also serves to refute the naturalism of Cratylus, because the forgers of primitive names have erred by assuming a reality exclusively in motion, and by ignoring that language, being imitative, implies the possibility of error. The etymological analysis serves to expose how most of them have failed, so that language is not the way to the knowledge of reality, but, conversely, the dialectician, who knows what things are, is the one who is in a position to control that names are correctly forged and established. Thus it turns out that the bad craftsmen are discarded and the good one, who knows the Name–form, has been converted to Platonism.
Keywords: νομοθέτης, Naturalism, Conventionalism, Forms, Dialectician.
1. El problema
¿Vamos a contar los nombres como los votos y residirá en eso su rectitud? (437d3–4)
La lectura del Crátilo puede volverse incómoda, tediosa y frustrante puesto que se tiene la impresión de que se han de recorrer varios caminos (alguno exageradamente largo como el de las etimologías) que aparentemente no llevan a ningún sitio. La ‘corrección de los nombres’ o adecuación de estos a la realidad es el asunto central del diálogo, y su dificultad estriba en que no puede explicarse ni como una 'mera' convención ni tampoco como una relación natural con los nominados, entendida como una semejanza, una duplicación o una imitación. Por otra parte, el análisis de las etimologías y significados (sea de los nombres, sea de sus elementos) tampoco resulta seguro, ya que no siempre las opiniones de los que pusieron los nombres en su origen son verdaderas, puesto que podrían caer en el error de malas imitaciones que no hacen honor al original. En conjunto se tiene la impresión de que, en lugar de ofrecer una explicación adecuada del asunto, solamente se presentan escasas y sumarias indicaciones, cuya acabada elucidación (purificación) se deja para 'ulteriores' investigaciones (396e).
A partir de esos escasos indicios en clave, el intérprete ha de descifrar cuál es la posición de Platón con relación al papel del lenguaje. La paradoja es que, en su único diálogo dedicado a este asunto, Platón no se explaya, no usa el lenguaje para descubrirnos claramente su naturaleza. Pareciera que la refutación de lo que el lenguaje 'no es' le lleva tantas palabras, que apenas le quedan algunas pocas para indicar lo que sí es. Y con ellas se ha de penetrar en su silencio para volverlo elocuente. Lo que ha dado lugar a encontradas y opuestas interpretaciones.[1]
Sin pretensión alguna de dar con la clave que resuelva de manera satisfactoria los enigmas del diálogo, me limitaré a intentar ofrecer alguna pista con relación a la cuestión de cuál es la función o el papel que desempeña la enigmática figura de quien establece el uso de los nombres o νομοθέτης (término que, para aumentar la confusión, suele traducirse como “legislador”), cuando ya se cuenta con el dialéctico como conocedor de las Formas (y de las cosas). Intentaré mostrar por qué esta figura, que parece incomprensible, innecesaria y artificial al lector contemporáneo, cumple en realidad un papel esencial en la refutación de ambos interlocutores. En efecto, esta figura enigmática le sirve a Platón para refutar, por una parte, siquiera parcialmente, el convencionalismo de Hermógenes, mediante el sutil pero determinante desplazamiento desde la figura de “quien impone el uso de las palabras” (arbitrariamente) hacia la figura de un experto artesano que debe conocer la naturaleza de las cosas para operar correctamente. Por otra parte, la postulación de la figura de primitivos forjadores de nombres obedece a la necesidad de dar cierto sustento instrumental a la doctrina naturalista, según la cual estos podrían garantizar la correspondencia entre el lenguaje y la realidad, como encargados de poner los nombres correctos en función de la naturaleza de las cosas en movimiento. Pero la refutación del movilismo absoluto que conduciría a la imposibilidad de conocer (440b), y la introducción de la noción de imitación (el lenguaje ya no muestra las cosas, sino que las imita) acaba con el supuesto de la infalible eficacia del forjador de nombres,[2] una vez que se introduce la posibilidad del error entre el original y la copia. Aunque se concluye que acaso unos pocos serían capaces de acertar con los nombres correctos, el naturalismo queda refutado porque si es posible hablar falsamente, nada puede garantizar la correspondencia entre palabras (o fonemas o letras) y la realidad de las cosas. Es necesario investigar primero las cosas a la luz de las naturalezas formales estables, para saber lo que son, y poder así hablar con propiedad, en lugar de suponer que existe una correspondencia natural entre el lenguaje y las cosas, que lo capacita para constituirse en el acceso infalible al conocimiento de la realidad. Si quien conoce la naturaleza de las Formas (y de las cosas) es el dialéctico, es él quien estaría en condiciones de controlar que los nombres sean forjados correctamente y de usarlos con propiedad y precisión en su formulación de preguntas y respuestas (390c). Si esto es así, la figura del forjador de nombres parecería redundante. Si no es verdad que quien conoce los nombres conoce también las cosas, como cree Crátilo, (435d) sino que sólo quien conoce las cosas conocerá y utilizará bien los nombres, como concluye Sócrates (439a–b), ¿por qué subsistirían algunos (buenos) operarios ejerciendo tal función? ¿Por qué el dialéctico necesitaría de un artesano que produzca los nombres bajo su dirección (390d), si él estuviese en mejores condiciones de hacerlo que su operario?
2. El objetivo: la cuestión de la falsedad y la incorrección de los nombres
Puede parecer paradójico que, para salvar la verdad y la corrección, en varios diálogos, Platón se proponga salvar lo falso y lo incorrecto. Pero los contrarios se necesitan mutuamente. Es curioso que sea justamente el padre Parménides quien es utilizado por el sofista (al menos el platónico) para camuflar lo falso con lo verdadero. Sin embargo, alguien podría interpretar el Fragmento 3 en tal sentido: si “pensar (captar) y ser son lo mismo”, no es posible pensar (captar) lo que no es, ni tampoco decirlo. Al parecer, Crátilo, sofista heraclíteo, habría encontrado, en casa de su supuesto adversario, un recurso que le sirve como antecedente para sostener que “diciendo uno lo que dice, dice lo que es” en tanto que “decir algo falso es no decir lo que es” (429d4–6), tesis que Sócrates había interpretado como que “no es posible decir algo falso” (429d1), pero que él entiende como un “no decir”, un mero “emitir sonidos” (430a5–6).
En el Eutidemo se sostiene que no puede decirse nada falso (293b–c; 284a; 304e; 305a) y en tal caso, la estrategia de Platón consiste en usar el humor para ridiculizar esta tesis.[3] En el Sofista, la ofensiva de Platón se dirige a salvar la posibilidad de juicios falsos, a través del análisis del no–ser relativo (“creer o decir lo que no es, esto es el devenir de lo falso en la mente y en los discursos”: τὸ γὰρ τὰ μὴ ὄντα δοξάζειν ἢ λέγειν, τοῦτ᾽ ἔστι που τὸ ψεῦδος ἐν διανοίᾳ τε καὶ λόγοις γιγνόμενον: 260c3–4) como arma para desenmascarar al sofista, en tanto que en el Crátilo, se dirige a señalar la posibilidad de acuñar ‘nombres incorrectos’, nacidos de creencias erróneas. Un nombre es incorrecto cuando, o bien no se ajusta a las reglas morfológicas o no manifiesta la Forma, en el sentido de que todo nombre ha de denominar una cosa real, es decir, algo que participa de una Forma. Por tanto, resulta necesario que el dialéctico realice un análisis y control de lo que produce el artesano que forja los nombres. Y esta necesidad nace de un contexto muy peculiar, como refiere Mársico (2006:10–11):
Basta pensar que la época clásica está atravesada por la práctica de la ‘adecuación de los nombres’ (orthótes onomáton), que comprende al lenguaje de un modo muy diferente a Platón. Para los cultores de la orthótes, el lenguaje no es una entidad de doble naturaleza que cobija la verdad y el error, sino un correlato exacto de la realidad automáticamente verdadero. El lenguaje resulta entonces una vía legítima para el conocimiento de lo real: quien conoce los nombres, conoce también las cosas. El Crátilo está enteramente dedicado a rebatir esta idea, a los efectos de despejar el terreno para el desarrollo de la Teoría de las Formas, señalando que el lenguaje puede servir para mostrar lo real, pero también es habitualmente vehículo para el error.
En efecto, inclusive en nuestro diálogo, aunque con una fórmula y argumento diferentes de los del Sofista, Crátilo piensa que no es en absoluto posible decir algo falso, porque decir lo falso sería equivalente a “no decir lo que es” (ἢ οὐ τοῦτό ἐστιν τὸ ψευδῆ λέγειν, τὸ μὴ τὰ ὄντα λέγειν; 429d5–6) ya que siendo todos los nombres “correctos” son necesariamente manifestaciones de la naturaleza de lo que es. No decir “lo que es” le parece imposible a Crátilo, quien lo equipara a no hablar, a emitir sonidos sin significado, “como si alguien moviera un vaso de bronce golpeándolo” (430a6–7). La posición del adverbio de negación en sendos diálogos marca la diferencia entre el énfasis ontológico del Sofista donde se examina si es posible decir lo que no es: τὰ μὴ ὄντα δοξάζειν ἢ λέγειν, y el problema lingüístico del Crátilo donde se examina la posibilidad de no decir lo que es: τὸ μὴ τὰ ὄντα λέγειν.[4]
Puesto que tanto el convencionalismo de Hermógenes como el naturalismo de Crátilo niegan, implícita o explícitamente, la posibilidad del error, como ya notara Friedländer (1964: 198) y lo siguiera Vallejo (1983:107) entre otros, Sócrates ha de refutar a ambos interlocutores. En efecto, para ambos todos los nombres son correctos, sea porque basta la imposición de un nombre por parte de un usuario para que lo sea (384d) (convencionalismo radical de Hermógenes), sea porque todo auténtico nombre guarda una relación natural de semejanza o imitación con lo que designa (naturalismo de Crátilo) (429b–c).
Alguien podría objetar que Hermógenes admite que existen nombres falsos (385c14–d1; 408c2–3) demasiado rápidamente, cuando Sócrates lo persuade de que, así como hay discursos verdaderos y falsos, siendo los nombres las partes de tales discursos, aquellos que integran el discurso verdadero serán verdaderos y falsos los que forman parte de los discursos falsos. Aunque Hermógenes acepta esta conclusión, no parece darse cuenta de que tal admisión lo pone en contradicción con su posición convencionalista según la cual la rectitud consiste en que cada cosa tenga tantos nombres como cada cual le atribuya y cuantas veces se los atribuya (385d–e). Tiene uno la impresión de que para él el hecho de que todos los nombres sean correctos o verdaderos en sí mismos, por la simple voluntad de uso de los hablantes, no es incompatible con el caso de que puedan devenir falsos si integrasen un discurso falso, tesis que tampoco resulta evidente ni demostrada.
Ante este resultado, Sócrates procede a cuestionar el relativismo implícito en la posición convencionalista, defendiendo la tesis de que los entes tienen una esencia estable (386d–e), por lo que las acciones, siendo un tipo de ente, han de tener también su propia naturaleza (387a; 387d), más allá de la voluntad de los agentes que las realizan. Las acciones derivan su naturaleza de las cosas en relación con las cuales el agente actúa, como, por ejemplo, el cortar ha de respetar la naturaleza de la cosa que se ha de cortar (386e1–9). La elección del ejemplo no es casual, como señalan Aronadio (2011:59) y Lavilla de Lera–Salgueiro (2023:2)[5] si pensamos en el paso del Fedro (265e1–3) en el que la división se ha de hacer según las nervaduras naturales de la anatomía, y no lacerando las piezas como lo haría un mal carnicero. Por tanto, hay modos correctos e incorrectos de actuar. Si esto es así, prosigue Sócrates, la acción de hablar podrá realizarse ‘mejor’ si se expresan las cosas de la manera, y con aquello que su naturaleza exige decirlas; en caso contrario se errará y no se conseguirá nada (387c). Hablar es así un cortar, separar, distinguir, según la trama de las naturalezas o esencias de las cosas.
Para hablar bien es preciso utilizar bien los nombres, que son definidos como “los instrumentos que sirven para indicar qué es [algo] y para distinguir la esencia” como la lanzadera, respecto del tejido: ὄνομα ἄρα διδασκαλικόν τί ἐστιν ὄργανον καὶ διακριτικὸν τῆς οὐσίας ὥσπερ κερκὶς ὑφάσματος (388b13–c1).
Veamos lo que esta definición contiene. Hay dos funciones claramente explicitadas que realiza el nombre. En cuanto a la primera, me parece importante observar que διδασκαλικόν aquí, mejor que “enseñar”, que es la primera acepción usual del término y el modo cómo suele traducirse la palabra (J.L. Calvo; A. Domínguez), significa “indicar, dar signo” de la cosa, señalarla. El nombre es como un puntero intelectual que marca algo particular y lo discrimina respecto del conjunto. Además, segunda función, el nombre porta un significado universal, y nos dice lo que la cosa es, en cuanto incluye lo presente que ha sido marcado o señalado, en la clase a la que pertenece, y así nos informa de su naturaleza. De este modo el nombre establece un lazo entre lo particular que presenta y lo universal que designa. Así como tejer es combinar bien los hilos de la urdimbre (verticales) con los de la trama (horizontales) en el telar por medio de la lanzadera, hablar es combinar bien los nombres universales de que disponemos con lo particular que se tiene delante.
Me parece equilibrada, en cierto modo, la postura de Mié (2014:232–3) quien atribuye a Platón un “convencionalismo normativo” y “un factor naturalista” contenido en la Forma, a la cual el hacedor de nombres dirige su mirada en este punto:
Que los nombres sirven para ‘distinguir las cosas en cuanto a cómo ellas son’ (388b10–11) significa que se subsume un objeto bajo una clase y se lo identifica en relación con lo que es para dicho objeto ser un ejemplar de cierta especie, singularizándolo, a la vez, al poder contarlo.
Identificar un particular sensible, explica el autor, es reconocerlo como imagen de una Idea, lo cual implica el conocimiento de la esencia como garantía de los criterios que, asociados a un término clasificatorio (de una clase determinada), nos permiten usar correctamente un nombre para identificar un objeto. No obstante, como señala Sedley (2003:60) el nombre separa bien o mal los hilos del tejido del ser. El nombre designa, ordena y es analizable en componentes que describen el objeto. De modo que hablar es un arte que supone un conocimiento de lo que las cosas son, para poder aplicar bien los nombres a aquello de lo que se trata. Si no se posee, se puede equivocar el nombre y decir lo que no es, i.e. hablar falsamente.
3. La identificación del νομοθέτης con el forjador de nombres como instrumento contra el convencionalismo radical
Sócrates asume un modelo técnico para explicar la acción de hablar y concede a Hermógenes que es el uso (νόμος) el que nos da los nombres (388d12), uso que es comparable a “la costumbre” gracias a la cual, cuando alguien pronuncia un nombre, su interlocutor lo entiende y sabe que el hablante también lo entiende: τὸ ἔθος ἢ ὅτι ἐγώ, ὅταν τοῦτο φθέγγωμαι, διανοοῦμαι ἐκεῖνο, σὺ δὲ γιγνώσκεις ὅτι ἐκεῖνο διανοοῦμαι; οὐ τοῦτο λέγεις; (434e). Sedley (2003:67) se da cuenta de la dificultad que tenemos para interpretar la figura del νομοθέτης cuando señala que la cuestión más “intratable” de esta parte del diálogo es precisamente la pregunta acerca de la razón por la cual Sócrates y Hermógenes, “con sorprendente rapidez y facilidad, acuerdan (en 388d–390a) que el artesano que hace los nombres ha de identificarse como un legislador (lawmaker)”. El autor supone que seguramente no puede ser que Platón tenga en mente un concepto de νόμος tan abiertamente político, y observa que cuando Sócrates llama νομοθέτης al “más raro de los artesanos” no puede estar refiriéndose a legisladores políticos, que abundaban en las ciudades, sino a “legisladores lingüísticos” que ponían neologismos en circulación, en el sentido de que los institucionalizaban (2003:69).
Sin embargo, aunque la acción de establecer, asignar o institucionalizar se halla sin duda presente, la cuestión principal, a mi juicio, es que no se traduzca νόμος por “ley” sino por “uso” teniendo en cuenta que el término aparece, poco más arriba, asociado a hábito y costumbre, cuando Hermógenes presenta su tesis de que “no hay ningún nombre, en absoluto, que convenga por naturaleza a ninguna cosa, sino sólo por el hábito y la costumbre de aquellos que adquieren el hábito de emplearlo”: οὐ γὰρ φύσει ἑκάστῳ πεφυκέναι ὄνομα οὐδὲν οὐδενί, ἀλλὰ νόμῳ καὶ ἔθει τῶν ἐθισάντων τε καὶ καλούντων (384d5–7).
Sedley (2003:71–72) sugiere que quien quisiese dar con la etimología de ónoma lo emparentaría muy probablemente con ho nómos y sospecha que en las discusiones perdidas de los sofistas acerca de la corrección de los nombres, se habría postulado el papel de nomothethai,por lo cual Critias, Hermógenes y Crátilo estarían suficientemente familiarizados con tal suposición para aceptarla sin cuestionamiento. Esta sugerencia gana cierto respaldo del texto mismo, según este autor, porque cuando Sócrates en 388e introduce el nomothétes lo hace preguntando quién provee los onómata,e incitando así la respuesta de Hermógenes de que es hónómos. Y de allí derivan el acuerdo de que el que imponga el uso de los nombres nomothétes debe ser también el forjador de nombres, que, Sócrates apunta, “es el artífice que más rara vez aparece entre los hombres” (388e–389a).
La costumbre o hábito implica, como señala Sedley (2003:73), las siguientes características: 1) la codificación de lo nominado en un cierto nombre, 2) la aceptación de ciertas reglas propias de cada lengua, 3) la distribución (nómos proviene del verbo némo: repartir, distribuir, asignar) en el sentido de poner en circulación los nombres entre el público, y 4) cierta autoridad para imponer el uso.
Si traducimos la expresión νομοθέτης por “legislador” (con J.L. Calvo; A. Domínguez; D. D. Sedley, F. Aronadio, F. Ademollo, y la mayor parte de los traductores e intérpretes) creamos un problema que no existe en el texto griego. Como reconoce Ademollo (2011:118) esta traducción, en sentido estricto, vuelve initeligible el argumento de Sócrates. No se trata de que alguien venga a legislar sobre los nombres, ni que existan leyes a tal efecto, como fuente del derecho que procede de una organización política, sino más bien de que exista un experto artesano que forje nombres correctos y provea de ellos a los demás hombres para que se expresen con propiedad, y así se extienda el uso o costumbre (νόμος) de hablar bien.
Pero lo que llama la atención es que el acuerdo de que pueda identificarse al que establece los usos (nomo–thetes) con el artesano que los forja según la naturaleza de las cosas, se produce con sorprendente rapidez y facilidad, como nota Sedley. Con este desplazamiento (o identificación) inesperado, Sócrates le da el golpe de gracia al convencionalismo radical de Hermócrates, después de que este haya debilitado su posición al haber admitido: 1) que puede haber nombres falsos (385c14–d1), y 2) que para hablar bien hace falta decir lo que las cosas son en su esencia (388b13–c1). Al precisar Sócrates la función del νομοθέτης, el antiguo inexperto instaurador de usos arbitrarios, tras su conversión en el buen artesano que conoce la naturaleza de las cosas, amerita su capacidad con credenciales platónicas:
(…) es necesario que el que establece el uso (νομοθέτης) sepa poner en los sonidos y en las sílabas el nombre que conviene por naturaleza a cada cosa (τὸ ἑκάστῳ φύσει πεφυκὸς ὄνομα) y que, mirando a aquello que es el nombre mismo (βλέποντα πρὸς αὐτὸ ἐκεῖνο ὃ ἔστιν ὄνομα), haga todos los nombres y los ponga a las cosas, si pretende ser el más autorizado artífice de los hombres. Y si cada uno de los que establecen los usos (νομοθέτης) no los pone en las mismas sílabas no hay que ignorar esto. Porque no todo orfebre, cuando hace el mismo instrumento y para el mismo fin, lo realiza en el mismo hierro. Sin embargo, con tal que le dé la misma forma (τὴν αὐτὴν ἰδέαν ἀποδιδῷ), aunque en hierro distinto, el instrumento será igualmente adecuado, ya se lo fabrique aquí, ya entre los bárbaros (389d4–390a2).
Aronadio (2011:181) afirma que más adelante, en 424a6 el término, acuñado por Platón, ὁ ὀνομαστικός indica el técnico, antes llamado νομοθέτης. Sería deseable e interesante que este neologismo obedeciera al deseo de Platón de hacer consciente al lector o al oyente, del cambio de identidad. Pero esto no se cumple, porque la figura del νομοθέτης se mantiene en 431e cuando concluye Sócrates que los hay buenos y malos.
El que hace los nombres y establece el uso opera mirando al ‘nombre mismo’ a fin de que sus nombres sigan el modelo y sean por tanto ‘instrumentos precisos de discriminación’ de las cosas que nombran, y lo hace bajo la dirección del dialéctico, quien controla la calidad de los nombres producidos a fin de que sean adecuados para componer discursos verdaderos.
Sócrates propone su modelo técnico con un claro orden jerárquico, donde el artesano hace su trabajo subordinado al dialéctico quien dirige la producción y juzga el producto terminado (390c). El primero ha de conocer lo que es el nombre en sí mismo, i.e. el instrumento discriminador según la naturaleza de cada cosa, y el segundo, conociendo las Formas, ha de controlar el proceso y juzgar acerca de la calidad del producto porque es quien ha de valerse de tales piezas para construir las preguntas y las respuestas de sus discursos. Resulta interesante observar que, en la acción dramática, Sócrates ejerce la función del dialéctico que controla la calidad de lo producido, cuando se dispone a mostrar a Crátilo las incongruencias que se derivan de algunas de las etimologías originarias.
Pero la elucidación de la división del trabajo entre el artesano que impone el uso y el dialéctico requiere un examen más detallado. Puesto que el artesano ha de forjar los nombres “como exige la naturaleza de las cosas”, y dado que tiene acceso al nivel eidético (puesto que contempla la Forma Nombre) no es imposible suponer que ha de estar familiarizado, de algún modo, también con las Formas en general, como paradigmas de las cosas. Cualquier verdadero artesano no sólo contempla la Forma del artefacto que está haciendo, sea una lanzadera, un taladro o un nombre (389b–390e)[6] sino que también tiene en cuenta la actividad del usuario: por ejemplo, el que hace la lanzadera considera en qué consiste la acción de tejer por naturaleza (389a7–8) y cuál es el tipo de tejido a realizar, “sea delgado o grueso, de lino o de lana” de modo que “la forma de la lanzadera sea por naturaleza la que es mejor para cada tejido” (389b8–c1). Análogamente, el artesano de los nombres ha de contemplar la Forma Nombre, y en cierto modo también la naturaleza de las cosas a nominar de modo que el nombre se ajuste a ellas.
Sin embargo, si ambos, artesano y dialéctico, conocen las Formas y las cosas, podría uno preguntarse cuál es la razón o la necesidad de postular dos agentes distintos con funciones diferentes. Una respuesta fundada en el texto consiste en señalar que habría diferentes niveles de penetración del conocimiento de las Formas para que la distribución de funciones tuviera sentido. Si el dialéctico ha de controlar la tarea del artesano, eso significa que este se puede equivocar, y que el dialéctico conoce mejor lo que las Formas (y las cosas) son. Pero en tal caso, podemos preguntarnos ¿por qué el dialéctico necesita del operario? ¿por qué es no autosuficiente? ¿funciona aquí también el supuesto de la especificidad de tareas como aparecerá en la República? Volveremos sobre esto.
4. La introducción de la falibilidad del νομοθέτης como instrumento contra el naturalismo
La figura del νομοθέτης cumple un papel esencial dentro del marco de la tesis naturalista, ya que es necesario imaginar forjadores de nombres naturales en el origen del lenguaje, que impusieron su uso. Platón refuta la tesis naturalista, básicamente, con dos armas: 1) la introducción de la hipótesis movilista radical, que será rechazada porque implica la imposibilidad de conocer (440b) y 2) la presentación del lenguaje como imitación de la realidad (423e) que implica la posibilidad del error, i.e., de que la copia no sea una buena imitación del original (430d) por lo que un νομοθέτης puede ser bueno o malo (431e).
La larga sección etimológica que en un principio viene a explicar cómo los nombres que pusieron los antiguos eran correctos porque transmitían la naturaleza cambiante de las cosas, se revela, más allá de su supuesto valor exegético, como una vía insegura del conocimiento de las cosas, debido a un error en el punto de partida. Sócrates empieza a sospecharlo a mitad de camino:
Tengo la impresión de que no he adivinado mal al imaginarme, hace un momento, que, a los hombres más antiguos, los que pusieron los nombres, les ha sucedido exactamente igual que a la mayoría de los sabios actuales: a fuerza de dar vueltas indagando cómo son realmente los entes, sufren vértigo, y después les parece que las cosas giran y son arrastradas sin excepción. Y no piensan que la causa de tal opinión es la pasión, que en ellos reside, sino que las cosas son así por naturaleza, que nada hay en ellas permanente y firme, sino que fluyen y son arrastradas, y que están siempre mezcladas con toda clase de movimiento y generación (411b2–c5; cf. 439b10–c6).
Sócrates argumenta que si el primero que puso los nombres no tenía una idea exacta acerca de las cosas y les ponía los nombres de acuerdo con esa idea, al seguirlo, corremos el riesgo de equivocarnos (436b). Pero si todo nombre fuera exactamente igual que la cosa por él nombrada, no habría ya imagen y original sino más bien dos originales (432c) por lo que es preciso buscar una rectitud distinta.
Admitida la falibilidad de los forjadores de nombres, y existiendo el dialéctico, cuya prioridad no es solamente intelectual, sino también temporal porque primero hay que saber lo que las cosas son por medio de la dialéctica, para estar en condiciones de asignar nombres correctos y precisos a las cosas, no es fácil comprender la persistencia del papel del νομοθέτης.
Aquí me permitiré un excursus imaginario o lo que se llama hoy un thoughtexperiment. Spangerberg (2016:233) considera la posibilidad de que el nomothetes sea “la personificación de una práctica comunitaria”, pero la descarta inmediatamente porque a continuación “se habla de un hombre que instaura el nombre (onoma thestai) de las cosas (389a)”. Y sin embargo su primera suposición es un toque de realismo en este escenario de simulacros.
Porque lo que ocurre no es que haya uno que forja e impone los nombres, sino una práctica comunitaria: un grupo llama “mesa” a la clase de los objetos horizontales que sirven para apoyar, y otro lo llama “table”. Lo que permite la traducción es que ingleses y españoles recortan la realidad del mismo modo, y no sucede que unos llaman ‘mesa’ a la clase de los objetos de madera, cuadrados, marrones, con cuatro patas, que sirven para apoyar, en tanto que los ingleses llaman ‘mesa’ a los objetos rojos, circulares, de una sola pata central que sirven para apoyar. Pero esta manera común de clasificar, discriminar y nombrar no depende de ningún artesano.
Allí reside la dificultad para nosotros cuando intentamos comprender la función artesanal (artificial) del nomothetes en el texto de Platón. Si pudiera tomarse alegóricamente, quizás podría interpretarse esta capacidad común a la especie humana de clasificar del mismo modo, y asignar nombres traducibles, como la tarea de un cierto artesano instalado dentro del alma que forja nombres comparando los recuerdos de los modelos esenciales (i.e. la Forma Mesa: plano horizontal para apoyar) con las múltiples cosas sensibles que agrupamos con un nombre común, (i.e. las cosas de diferentes colores, materiales, formas y tamaños que llamamos ‘mesa’), a la manera del demiurgo del Timeo. Nada hay en el texto que justifique esta interpretación imaginaria, pero hay un hecho que a Platón le sorprende: recortamos todos del mismo modo, en clases y especies, y gracias a ello, las lenguas son bastante equiparables, (aunque cada una tenga su propio ‘espíritu’). El lógos pone de manifiesto esta simetría analógica. En el Menón, en el Fedón y en el Fedro diferentes versiones de la doctrina de la reminiscencia intentan explicar este fenómeno.
Sin embargo, la postulación de la figura del (buen) nomothetes persiste y quiere dar cuenta, no del hecho conceptual en su manifestación lingüística, sino más bien del aporte del lenguaje en su función conceptual o discriminatoria. Por eso, se supone que no es una función colectiva natural que realiza la especie sino una función artesanal individual que realizarían algunos hombres supuestamente expertos, entre los bárbaros y los griegos por igual… ¿Imagina quizás Platón que, si buenos artesanos nos proveyeran de palabras precisas que designasen las cosas con una clara capacidad discriminatoria, estaríamos en mejores condiciones de distinguirlas y pensarlas? No es probable. Porque Platón no cree en esta doctrina, sino en su contraria. La reminiscencia explica el hecho de la conceptualización común y esta hace posible la asignación de nombres equivalentes. En definitiva, no son las palabras las que nos hacen conocer las cosas, sino las Formas.
Si la figura del artesano “experto en la naturaleza” de las cosas le sirve a Platón para destruir el convencionalismo radical, y Sócrates se ocupa de destruir la figura del artesano “infalible” del naturalismo con la introducción del nombre erróneo, parecería que esta figura es presentada como un arma arrojadiza, o un instrumento refutativo, pero que carece de verdadero valor sustancial dentro de su doctrina. Basta con que haya algunos malos forjadores de nombres (falsos o erróneos) para que el ideal educativo que encarnaba este personaje para algunos de sus contemporáneos, y en especial para Antístenes,[7] caiga. Si esto es así, si el lenguaje puede engañar o si nada seguro se deriva del análisis de los nombres, no es gracias al lenguaje que conocemos las cosas, sino que el conocimiento de las cosas consiste en la captación de sus esencias estables, explicables por sus relaciones con las Formas, que puede dar origen a la imposición de nombres precisos y adecuados. Sócrates declara:
(…) es evidente que hay que buscar cualquier cosa distinta de los nombres, para que nos manifieste, sin nombres, cuáles de éstos son verdaderos, desvelándonos la verdad de los entes: δῆλον ὅτι ἄλλ᾽ἄττα ζητητέα πλὴν ὀνομάτων, ἃ ἡμῖν ἐμφανιεῖ ἄνευ ὀνομάτων ὁπότερα τούτων ἐστὶ τἀληθῆ, δείξαντα δῆλον ὅτι τὴν ἀλήθειαν τῶν ὄντων (438d5–8).
Y, sin embargo, Platón quiere salvar la figura del buen forjador de nombres, aunque le impone dos condiciones: le permite el acceso al nivel eidético y, sabiéndolo falible, lo mantiene subordinado al dialéctico.
5. Sobre nombres, Formas y métodos de aproximación
Una dificultad correlativa es determinar qué significa que un nombre es correcto. En el pasaje citado, se dice que es “aquel que conviene por naturaleza a cada cosa”; puesto que cada artesano no pone el nombre en las mismas sílabas, la corrección no depende de las letras, sílabas o sonidos que se empleen, elementos que pueden variar, sino, de su forma y de su fin. En cuanto al fin, podemos suponer que el nombre resulta “correcto” cuando designa lo nominado adecuadamente, es decir cuando, sin ambigüedad, confusión o error, sirve para discriminar y enseñar el objeto nombrado con eficacia. Pero ¿qué significa “la Forma de Nombre”?
La Forma Nombre es lo que significa “ser un nombre”. La Forma del Nombre debe regular la acción lingüística que se lleva a cabo con los nombres particulares; análogamente a como la Forma de la Justicia regula lo que es ser justo para una acción particular. Lo que tienen en común las palabras de distintas lenguas que cumplen la misma función es su significado. Si distintos nombres en diferentes lenguas significan lo mismo de manera precisa y clara, hemos de suponer que son correctos, porque tienen la misma ‘forma’ y satisfacen el mismo ‘fin’.
Sócrates insiste:
Pero no importa que [el nombre] se exprese por una sílabas o por otras, ni tampoco que se le añada o se le quite una letra, a condición de que la esencia de la cosa manifestada en el nombre sea la que conserve su poder’: εἰ δὲ ἐν ἑτέραις συλλαβαῖς ἢ ἐν ἑτέραις τὸ αὐτὸ σημαίνει, οὐδὲν πρᾶγμα: οὐδ᾽εἰ πρόσκειταί τι γράμμα ἢ ἀφῄρηται, οὐδὲν οὐδὲτοῦτο, ἕως ἂν ἐγκρατὴς ᾖ ἡ οὐσία τοῦ πράγματος δηλουμένη ἐν τῷ ὀνόματι (393d4–5).
Al hecho de que el nombre conserve su eficacia, inclusive en el caso de que las letras sean todas distintas, Sócrates también lo llama “el poder del nombre”: ἡ τοῦ ὀνόματος δύναμις (394b6–7). Más adelante repite que la rectitud de los nombres consiste en ‘mostrar cómo es cada uno de los entes’ (422d1–3; 428e1–2; 431b5–c2).[8] De modo que el acto de poner el nombre no es una tarea irrelevante ni propia de mediocres (390d9–11), y añade:
Aún más, dice la verdad Crátilo al afirmar que los nombres corresponden por naturaleza a las cosas y que no cualquiera es artífice de nombres, sino tan sólo aquel que dirige su mirada hacia el nombre que corresponde por naturaleza a cada cosa, (τὸν ἀποβλέποντα εἰς τὸ τῇ φύσει ὄνομα ὂν ἑκάστῳ) y que es capaz de poner la forma (τὸ εἶδος) en las letras y en las sílabas’ (390d11–e5).[9]
Por tanto, podemos confirmar lo que antes avanzamos como una suposición, a saber, que el artesano experto que produce los nombres correctos, por una parte, contempla “aquello que es el nombre mismo” (389d6–7), la Forma de Nombre, lo que significa ser un nombre (i.e. indicar o señalar algo y distinguirlo en su esencia) y por otra parte, mirando hacia “el nombre que por naturaleza es propio de cada cosa”, extrae la forma (τὸ εἶδος) del nombre específicamente apropiada a la naturaleza de cada cosa que ha de ser nombrada y la pone en letras. Tales “nombres naturales y propios de cada cosa” contemplados, en cuanto nombres, remiten a la Forma Nombre, pero en cuanto naturales de cada cosa remiten a la Forma de cada cosa. Esto nos hace suponer que el que forja los nombres correctos y establece o fija su uso ha de conocer no solamente la Forma de Nombre sino también, en alguna medida, también las Formas en general, que son paradigmas de las cosas y de sus nombres.[10] Insiste Sócrates en que no importa que los nombres varíen en las diferentes lenguas, con tal de que apresen las formas de las cosas, para que sirvan como instrumentos para indicarlas y distinguirlas claramente de las demás.
Mientras el artesano que impone el uso se limita a producir los nombres, el dialéctico, que es el que “sabe preguntar y responder” (τὸν δὲ ἐρωτᾶν καὶ ἀποκρίνεσθαι ἐπιστάμενον ἄλλο τι σὺ καλεῖς ἢ διαλεκτικόν; 390c10–11) controla la calidad de los nombres que éste le proporciona cuando los pone a prueba, en la elaboración de sus preguntas y respuestas. La posibilidad de usar correctamente el nombre depende de que esté fabricado correctamente (390a1). De este modo, como usuario calificado, el dialéctico (390d6–7, 390b1–3) es capaz de: a) determinar si un nombre corresponde a la naturaleza de la cosa nombrada, porque sabe cómo se dividen las cosas por sus propias articulaciones (390cd; 387a) y b) controlar que la imposición del uso del nombre sea correcta. Así lo regula y corrige. Por ello es necesario que el dialéctico tenga conocimiento, no sólo de las Formas (y de sus nombres) sino también de sus relaciones internas a fin de ser capaz de hallar la manera adecuada de combinar los nombres, de “ponerlos bien”, en el lugar que les corresponde, al elaborar su discurso.
El dialéctico sabe preguntar, como parte de su método refutativo, para que el interlocutor se comprometa en el proceso de investigación, pero también es el que sabe dar respuesta, o mejor dicho, si atendemos al verbo que usa Platón aquí, i.e. ἀποκρίνεσθαι, es el que sabe responder porque es capaz de distinguir, separar, seleccionar… De modo que, aunque Platón nos haya insistido en que Sócrates es el partero que no puede dar a luz, que no tiene respuestas, que se limita a hacer las preguntas, cualquiera que haya pasado el suficiente tiempo en su compañía sabe que esa es una de sus máscaras, uno de sus recursos más eficaces, pero que en realidad es el que sabe las respuestas, aunque las escatime, las reserve o las disfrace de supuesta ignorancia para llevar adelante su exploración.
El Crátilo es un diálogo complejo, con tal cantidad de marchas y contramarchas, que Platón se ocupa de alertar al lector de no tomar las respuestas precarias de Sócrates como definitivas, en varias ocasiones. Así recuerda a Hermógenes que ha dicho que no sabía nada pero que investigaría con él (391a5–6: οὐκ ἀλλὰ σκεψοίμην μετὰ σοῦ), pone en duda sus pistas (393b1–4) e insiste en que Hermógenes lo vigile para que él mismo no lo induzca a engaño (393c8–9). En ocasiones Sócrates se siente “inspirado”, como si una extraña sabiduría le cayera de repente, y sugiere que la fuente de tal “divina sabiduría” podría ser Eutifrón, con quien ha estado largo tiempo al amanecer, al punto de que se haya “apoderado de su alma” (396d4–8). Al parecer Eutifrón es también el responsable de ciertas ingeniosas ocurrencias suyas, que le despiertan el temor de correr el peligro de hacerse hoy mismo “más sabio de lo debido” (399a3–5). La expresión da cuenta de la ironía. De modo que le parece que lo razonable es sospechar de tales ocurrencias que requerirán de una purificación al día siguiente. Estas prevenciones continúan a lo largo del diálogo como por ejemplo cuando dice: “anímate a examinar conmigo, no sea que desvaríe” (422c2–3) o declara, cuando ha acabado el examen etimológico (428d1–4):
(…) hace tiempo que me admiro de mi sabiduría y no me fío de ella. Por eso me parece que es necesario que someta a un nuevo examen lo que vengo diciendo, ya que nada es más terrible que engañarse a sí mismo.
Estos indicios marcan la distancia que Platón quiere tomar respecto del método etimológico y de sus resultados.[11] Es necesario insistir en que en esta tarea no hay artesano infalible, y que sólo los dioses llaman con corrección a las cosas (391d7–9). Nada sabemos acerca de los dioses ni de los nombres que ellos puedan darse a sí mismos, pero ‘es evidente que ellos emplean nombres verdaderos’ (400d7–e1). Así pues, el lenguaje (ὁ λόγος) puede ser verdadero o falso: ‘Tú sabes que el lenguaje lo significa todo, lo hace girar y lo remueve, y es ambiguo, tanto verdadero como falso’: οἶσθα ὅτι ὁ λόγος τὸ πᾶν σημαίνει καὶ κυκλεῖ καὶ πολεῖ ἀεί, καὶ ἔστι διπλοῦς, ἀληθής τε καὶ ψευδής (408c2–3). Su lado verdadero ‘es liso y divino y habita arriba entre los dioses; en cambio, su lado falso reside abajo entre la masa de los hombres, es áspero y caprino (τραγικόν), ya que es aquí, en torno a la vida trágica donde surgen la mayor parte de los mitos y las mentiras’ (408c5–9). Por ello Pan es el nombre del lógos, que todo lo significa y lo hace circular, y es de doble naturaleza: liso por arriba y áspero cual macho cabrío por abajo (408c11–d2). El propio diálogo platónico es una muestra de esta doble esquiva naturaleza del lenguaje.
6. Conclusiones
Sócrates urge a Hermógenes a que guarde “la medida y lo probable” en la evaluación de los nombres (414e2–3). Si el convencionalismo radical que sólo atiende al acuerdo arbitrario entre los usuarios debe ser descartado porque en su labilidad ignora la esencia permanente y natural de las cosas y, por ende, la necesidad de un experto conocedor, el naturalismo absoluto debe ser igualmente rechazado porque concibe la rectitud del nombre como una imitación sonora que reside en las letras y en las sílabas, de la esencia de lo nombrado. Pero las imitaciones no constituyen el arte de nombrar (423d7–8). A Sócrates le parece ridículo que las cosas lleguen a manifestarse por haber sido imitadas mediante letras y sílabas, aunque así debería ser en orden a explicar la verdad de los nombres primitivos (425d1–5).[12] Un poco más avanzado el diálogo, Sócrates afirma que él mismo no se aferraría a nada de cuanto ha ido diciendo (428a6–7) y, en tono irónico, sostiene que, si Crátilo tiene algo mejor que decir, él se haría su discípulo (428b4–5).[13]
Las letras pueden variar, lo importante es que “se mantenga el tipo esencial de la cosa, sobre la que hay discurso”: ἕως ἂν ὁ τύπος ἐνῇ τοῦ πράγματος περὶ οὗ ἂν ὁ λόγος ᾖ (432e6–7). El término τύπος significa “golpe” y también “el efecto de un golpe o presión” sobre una superficie, “la impronta” o “la marca”, y también “la forma”, “el arquetipo”, “el patrón” o “el modelo”. El nombre es una “marca” de la cosa, hoy diríamos un signo, que la indica y la distingue de las otras.
Sócrates concluye que no sería correcto afirmar que la semejanza entre las letras y las cosas es manifestación de la naturaleza de estas, sino que la costumbre manifiesta las cosas tanto con los elementos semejantes como con los desemejantes (435b), aunque confiesa que a él le “agrada[14] que, en la medida de lo posible, los nombres sean semejantes a las cosas” (435c2–3) y cree que “la forma más bella posible de hablar quizás se consiga cuando se hable con nombres que, en su totalidad o en su mayor parte, son semejantes, es decir, adecuados a las cosas” (435c7–d1). ¿Qué significa esta apelación al placer o al agrado en boca del argumentador Sócrates?
El empleo del verbo ‘agradar’ aparece en varias ocasiones en el diálogo (433c; 433e; 435c) y resulta un juego realmente cómico ver a Sócrates imitando al sofista, como si dijera: “¿Te agrada la tesis naturalista, Crátilo? Pues a mí también. Lástima que no funciona…” Esta “pegajosa” (435c4: γλίσχρα) atracción por la semejanza o adecuación mimética de los nombres, expresa una cierta adhesión irracional a la seductora tesis de que quien conoce los nombres conoce también las cosas (435d5–6) como si pudiera existir una especie de código secreto del universo como cree la cábala, tantas veces utilizada por J.L. Borges en sus cuentos, de modo que cada nombre sea, de alguna manera misteriosa, aquello que denomina.[15]
La “atracción” le sirve a Platón como irónica excusa para demorase jugando con las etimologías de los nombres acuñados por los primitivos forjadores, a fin de combatir la idea extendida en su contexto, de que todos los nombres son naturalmente correctos y verdaderos, mediante la atribución deliberada de la hipótesis del movimiento absoluto, destinada a su refutación. La paradoja reside en que esta hipótesis no solamente es obviamente contraria a su doctrina de las Formas, sino que, en su versión extrema, resultaría contraria a la tesis naturalista del propio Crátilo, porque si todo cambiase constantemente, no cabría suponer una “naturaleza” estable en las cosas, que pudiera ser imitada por los nombres, y la tesis caería en contradicción: aquello que jamás permanece en el mismo estado, es “necesario que al tiempo que nosotros hablamos, se haga otro y se escape” (439d10) y “si se cambiara sin cesar, no habría nunca conocimiento y de este razonamiento se sigue, que no habría cognoscente ni conocido” (440b2–4).
De modo que Sócrates, aparentemente intentando defender la tesis naturalista de Crátilo, acaba por concluir que los primeros forjadores de nombres tenían una opinión equivocada acerca de la naturaleza absolutamente móvil de las cosas, que los llevaron a producir nombres incorrectos, por lo que el camino de las etimologías, unido a la tesis de la semejanza y la imitación, no es fiable para conocer la naturaleza de las cosas.[16] Así se concluye que no hay que partir de los nombres, sino que hay que aprender los entes e indagarlos por ellos mismos (439b6–8).
Pero si existen cognoscente y conocido, argumenta Sócrates, existe lo hermoso, lo bueno, y cada uno de los entes, y no le parece que estos sean semejantes al cambio ni a la traslación (440b4–c1). Cuando la ilusión “inspirada” se desvanece, deja paso al afán intelectual de Platón de que los nombres expresen, con claridad y precisión, lo que las cosas son, que las indiquen y distingan sin confusión o ambigüedad, a partir del conocimiento de ellas mismas a la luz de la contemplación de las Formas. Así resulta que las tesis del comienzo del diálogo hallan su “prueba” en la refutación del método etimológico y desembocan, una vez más, siquiera hipotéticamente, en la doctrina de las Formas.
Sócrates concede que, si las cosas son así o de otro modo, no es fácil averiguarlo, quizás sean así quizás no, pero no es propio de un hombre volverse primero a los nombres para confiarle el cuidado de sí mismo y de su alma y encastillarse en sí mismo como si supiera algo, y al mismo tiempo, censurarse como si no hubiera nada sano y creer arbitrariamente que todas las cosas son arrastradas por una corriente y se van al precipicio (440c–d). La punta del iceberg en Platón siempre acaba por emerger: el peligro de creer en el lenguaje como fuente de verdad puede tener consecuencias nefastas para la vida.
El diálogo explora más la via negativa o refutatoria que la positiva, aunque da señales para reconstruir una interpretación plausible. Sócrates recomienda seguir investigando con coraje y buen tino, y no aceptar nada a la ligera (440d4–5). Por algo, entre todos los animales, el hombre es el único que es llamado correctamente ἄνθρωπος porque ‘revisa lo que ha visto’: ἀναθρῶν ἃ ὄπωπε (399c5–6).[17]
Aunque hemos intentado explorar la figura enigmática del nomothetes y su función en el diálogo, solo podemos concluir que su papel le sirve a Platón instrumentalmente para refutar el convencionalismo de Hermógenes, el naturalismo de Crátilo, y el análisis lingüístico de Antístenes, (sumergido bajo el agua) mediante la mostración de que muchos, en su intento radical y absurdo de atrapar una realidad exclusivamente en movimiento, yerran, y los pocos que aciertan son los que, habiendo accedido al nivel eidético, logran superar la prueba del control de calidad del dialéctico… el único que, en definitiva, está en condiciones de evaluar la corrección de los nombres.
En este baile de máscaras que es el Crátilo, el supuestamente poderoso e infalible forjador de nombres acaba por revelarse falible, en tanto que la eficiencia del buen artesano de nombres queda subordinada al conocimiento de las Formas (y al dialéctico). El primero ha muerto y el segundo se ha convertido al platonismo. El lenguaje, en Platón, vive de lo que calla.
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Notas