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La articulación entre ágape y justicia en la problematización acerca del reconocimiento de Paul Ricoeur
The articulation between agape and justice in the problematization about the recognition of Paul Ricoeur
La articulación entre ágape y justicia en la problematización acerca del reconocimiento de Paul Ricoeur
Tópicos, núm. 46, e0069, 2024
Universidad Nacional del Litoral
Recepción: 04 Abril 2022
Aprobación: 01 Julio 2022
Resumen: El presente estudio apunta a abordar la relación entre ágape y justicia en la problematización del reconocimiento llevada a cabo por Paul Ricoeur. Partiendo de que se trata de lógicas no sólo diferentes, sino que hasta podría decirse que contrapuestas, nuestra intención es indagar la posibilidad de una dialéctica que articule a ambas. En este sentido, resulta importante destacar que dicha dialéctica es una dialéctica del orden de la acción y no una dialéctica de carácter teórico especulativa.
Palabras clave: Reconocimiento, Justicia, Ágape, Ricoeur, Lucha.
Abstract: This study aims to address the relationship between agape and justice in the problematization of recognition carried out by Paul Ricoeur. Starting from the fact that they are not only different logics, but could even be said to be opposed, our intention is to investigate the dialectical articulation that exists between the two. In this sense, it is important to emphasize that this dialectic is a dialectic of the order of action and not a dialectic of a speculative theoretical nature.
Keywords: Recognition, Justice, Agape, Ricoeur, Fight.
Introducción
El presente estudio apunta a abordar la articulación entre ágape y justicia en la teoría ricoeurina del reconocimiento. Consideramos que esta cuestión tiene una relevancia que se abre en tres vías complementarias. Por un lado, se trata de un tema al cual el filósofo francés dedicó varios escritos, sobre todo a partir de la década de los noventa del siglo pasado, y que significó una profundización en la dimensión ético–política de su pensamiento. Por otro lado, el planteo de Ricoeur manifiesta una puesta en diálogo con algunos de los ejes claves de nuestra tradición filosófica y teológica. El diálogo de Ricoeur con Aristóteles, con los evangelios, con Axel Honneth y con John Rawls, por nombrar algunos ejemplos, habilitan la posibilidad de una reflexión que sobrepasa los estudios acerca del autor para adentrarnos en una serie de temáticas que atraviesan el pensamiento occidental, tanto antiguo como contemporáneo. En tercer lugar, creemos que, tanto el problema como el abordaje que realiza Ricouer, pueden significar un valioso aporte para los debates filosóficos, políticos y éticos del presente.
En los estudios que constituyen los Caminos del reconocimiento. Amor y justicia, Ricouer señala la profunda diferencia que existe entre la idea de justicia y la idea de gratuidad. Tomando como punto de partida el pensamiento clásico, por un lado, y la figura neotestamentaria del ágape, por otro, el autor de Símismo como otro reconoce que se trata de lógicas distintas. La justicia expresa una lógica de equivalencias que se contrapone con la lógica de la sobreabundancia propia del ágape. A pesar de esta diferencia, Ricouer señala que no se trata necesariamente de elementos opuestos sino que en el mundo histórico ambos elementos se articulan en una relación dialéctica. Sin embargo, no se trata de una dialéctica marcada por una necesidad teleológica sino de una dialéctica poblada de tensiones y de contradicciones no resueltas.
La cuestión del reconocimiento pone en movimiento esta tensión. Si bien Ricoeur asume la comprensión hegeliana de la lucha por el reconocimiento y sus actualizaciones, nos presenta además un modo de reconocimiento que se da por fuera del estadio de la lucha. Como modo paradigmático de este último es la parábola de Buen Samaritano, un reconocimiento que emerge de la sobreabundancia del corazón y no de la lucha. Si bien, el filósofo francés señala las diferencias radicales entre ambas formas de reconocimiento, en nuestro trabajo abordaremos el modo en que ellas se articulan en la historia.
Con esta finalidad, el presente trabajo se encuentra estructurado en cinco apartados. En el primero, se expondrá el abordaje llevado a cabo por Ricouer acerca de la lucha por el reconocimiento. En el segundo, se abordará el tema de la justicia y su relación con la vida comunitaria, las instituciones y la historia. En el tercero, resaltaremos la lógica inmanente del ágape como una instancia que sobrepasa la dinámica de la reciprocidad. En el cuarto apartado expondremos la posibilidad de articulación entre la justicia y el ágape en el mundo de la acción histórica. En el quinto y último apartado, se abordará la doble necesidad de ágape con respecto a la justicia y de la justicia con respecto al ágape.
1. La figura de la lucha
Al leer la obra de Ricoeur no es difícil advertir que “el tema de la lucha por el reconocimiento es un tema mayor”.[1] Dicho tema atraviesa varios de sus ensayos de los años cincuenta y sesenta, resulta un problema clave en Ideología y utopía y es la cuestión central de Los caminos del reconocimiento, publicado un año antes de su muerte. No caben dudas que es una de las problemáticas fundamentales dentro de la dimensión ético–política de su pensamiento, incluso dentro de su reflexión en torno a la historia. Las reminiscencias hegelianas del problema no son ocultas por parte de Ricoeur. Más allá de las distancias, Ricoeur es heredero de la problemática del Annerkenung, presentada por Hegel en la Fenomenología del Espíritu y en sus escritos de juventud.
En este punto, resulta interesante señalar el modo en que Ricoeur se inscribe dentro de la tradición filosófica francesa de posguerra. La figura de la lucha por el reconocimiento fue un elemento clave dentro del pensamiento de autores como Sartre, Merleau–Ponty y Simone de Beauvoir. La conjunción de factores teóricos e histórico–políticos hizo que la reflexión en torno a la filosofía hegeliana se articulara con la meditación en torno a situaciones histórico–sociales concretas. Por un lado, la introducción del pensamiento hegeliano en Francia por medio de los cursos dictados por Alexandre Kojève entre 1933 y 1939[2] y la centralidad que el autor ruso le da a la dialéctica del amo y del esclavo resultaron elementos de vital importancia para el desarrollo posterior de la filosofía francesa. Por otro lado, la Revolución Rusa, la irrupción de la Segunda Guerra, la ocupación de Francia y la Resistencia han sido acontecimientos que dejaron su huella en los pensadores franceses.
Si bien mencionamos autores cuyas principales publicaciones se realizaron entre la década del cuarenta y del cincuenta, Ricoeur continuó abordando el tema hasta poco antes de su muerte. Al comienzo de los Caminos del reconocimiento el propio autor señala la ausencia de una exposición sistemática sobre el tema.[3] Por otro lado, la obra, luego de hacer un itinerario acerca de las diferencias entre Hobbes y Hegel, de abordar la cuestión en torno al reconocimiento del sí mismo, lleva a cabo una exposición al modo en el cual se ha ido actualizando la problematización en torno al Annerkenung.
Precisamente, en el capítulo IV de la tercera parte de los Caminos del reconocimiento, Ricouer presenta como modo ejemplar de estas actualizaciones de la problemática hegeliana el pensamiento de Axel Honneth. Ricouer señala que si bien “Honneth y Hegel tienen el proyecto de crear una teoría social normativa”,[4][5] el autor de La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales articula el pensamiento especulativo característico del filósofo de Sttutgart con la teorización de base empírica de las interacciones entre individuos propia de Mead. La observación de Ricoeur es muy importante ya que esta articulación es lo que posibilita la integración del pensamiento entre lo especulativo y lo teórico.
Si bien no es intención del presente trabajo abordar el pensamiento de Honneth, es interesante señalar que su teoría del reconocimiento intenta no ser exclusivamente teórica ni exclusivamente empírica. Según las palabras del propio Honneth, “con los medios de construcción de la psicología social, Mead ha podido dar una versión materialista de la teoría de Hegel sobre la lucha por el reconocimiento”.[6] Cuando se refiere a la posibilidad de dar una versión materialista de la historia, Honneth intenta substraerse de una lectura que sea exclusivamente especulativa de Hegel. En este aspecto, el interés del autor radica en “la afirmación de largo alcance de una lucha mediadora entre estadios, naturalmente dentro de una concepción naturalista, posmetafísica”.[7]
La díada “lucha–reconocimiento” visibiliza el carácter agonal de la vida colectiva, no sólo en una dimensión especulativa sino en su sentido concreto. La lucha por el reconocimiento se pluraliza, entonces, en luchas particulares ubicadas en un tiempo y en un espacio determinado. Esta pluralidad de luchas tiene como correlato distintos modos de reconocimiento que se dan en la vida social.
En Los caminos del reconocimiento Ricoeur retoma los modos del reconocimiento de los que habla Axel Honnet: el amor, el derecho y la estima social. Cada uno de estos tiene como contrapartida sus modos de negación: la violación, la desposesión y la deshonra. En cuanto a los derechos, estos se encontrarían articulados en tres instancias. Por un lado, se encuentran los derechos negativos. Estos son los que “protegen la vida, la libertad y la propiedad de las personas frente a usurpaciones ilegítimas de Estado”.[8] Por otro, los derechos positivos que garantizan la participación en los procesos políticos. En tercer lugar, “los derechos también positivos que garantizan a cada uno una parte equitativa de los bienes sociales”.[9] Resumiendo, podemos decir que se trata de tres tipos de derechos: los civiles, los políticos y los sociales. Estos derechos tienen, como contrapartida, sus formas de negación: humillación, frustración y exclusión.
A partir de esto, es importante señalar dos cuestiones. Por un lado, que la lucha por los derechos es la lucha por un cierto tipo de reconocimiento que el Estado debe de garantizar. En segundo lugar, Ricoeur señala que la negación de derechos produce “indignación”.
En este punto, el filósofo francés habla de una doble dimensión en torno a este temple anímico.
La indignación puede desarmar tanto como movilizar. En este sentido obtiene una de sus significaciones de este paso de la humillación sentida como lesión de respeto de sí, pasando por la indignación como respuesta moral a este atentado, a la voluntad de participación en el proceso de ampliación de la esfera de los derechos”.[10]
La indignación es una afección de la propia dignidad por otro. Si bien este temple anímico puede desarmar a la persona, haciéndola perder la estima de sí, también puede transfigurarse en el surgimiento de un movimiento colectivo.[11] La humillación sufrida puede transformarse en la indignación como sentimiento moral y, de ahí, transfigurarse en movilización socio–política. Desde esta perspectiva, lo negativo moviliza a una acción política de reivindicación de derechos vulnerados.
Si la humillación sufrida moviliza la lucha por el reconocimiento, esto significa que el camino hacia el reconocimiento se inicia por vía negativa. Las distintas formas de vejaciones a la persona son modos de no–reconocimiento. La indignación emerge de este no–reconocimiento y puede abrir la posibilidad de una movilización colectiva.[12] En cualquiera de sus tres dimensiones, aunque quizá más en el plano de los derechos, es posible vislumbrar que dicha indignación puede instituirse como denuncia a un modo de relaciones que se da en las sociedades.
2. Justicia e historicidad
En este punto, la problemática en torno al reconocimiento se articula con la problemática acerca de la justicia. “Las luchas por el reconocimiento conciernen a la política, pero ellas conciernen igualmente a la justicia”.[13] Por un lado, las luchas por el reconocimiento se dan en un momento histórico–político determinado. Por otro, ellas emergen como un reclamo de justicia. Cabe destacar que, si la negación de reconocimiento es lo que moviliza a la lucha por el reconocimiento, en el caso de la justicia acontece la misma dinámica. Ricoeur señala que, tanto en la reflexión filosófica cómo en la cotidianidad, lo “injusto” aparece con mayor frecuencia que lo justo. Es decir, es la indignación frente a lo “injusto” lo que lleva a la reflexión sobre lo justo y lo mismo ocurre con la acción.
En “Lo justo: entre lo legal y lo bueno”, el filósofo francés realiza la siguiente afirmación:
Al respecto, sería necesario, sin duda, confesar que con lo primero que nos sensibilizamos es con la injusticia: “¡Injusto!”, “¡Qué injusticia!”, exclamamos. Es bajo el modo de la queja como penetramos en el campo de lo injusto y de lo justo. E incluso en el nivel de la justicia instituida, ante los tribunales, continuamos comportándonos como “demandantes” y “portadores de quejas”[14].
Lo injusto, por lo general, es la primera aproximación que tenemos a la justicia por vía negativa. En la exclamación por lo injusto la justicia es aquello que falta. Es la justicia “la que falta y la injusticia la que abunda, y los hombres tienen una visión más clara de lo que falta en las relaciones humanas que de la manera correcta de organizarlas”.[15] Sin embargo, esta prevalencia de lo injusto no se da únicamente en la cotidianidad sino también en la reflexión filosófica y “esto lo testimonian los Diálogos de Platón y la ética aristotélica, y su preocupación por nombrar conjuntamente lo injusto y lo justo”.[16]
La exclamación sobre la injusticia nos acerca a una cierta idea de justicia. Ricoeur señala que la idea de justicia se presenta como “la idea reguladora que (…) pone en juego conflictos típicos, procedimientos codificados, una confrontación reglada de argumentos y, finalmente, el dictado de una sentencia”.[17] En este sentido, la justicia es una instancia mediadora y resolutiva dentro de uno o más conflictos.
A partir de ello se pueden señalar tres rasgos propios de la justicia. En primer lugar, la justicia tiene un sentido distributivo. Ante todo, la justicia se da en una vida comunitaria. Si unos párrafos atrás mencionamos la relación entre política y justicia, aquí se ve con mayor claridad la relación. La vida comunitaria implica una distribución de los beneficios y cargas de individuos y sectores. La justicia “rige la distribución de todo tipo de bienes, exteriores y precarios, en relación a la prosperidad y la adversidad, que se anuncian como bienes a compartir y cargas a repartir”.[18]
En segundo lugar, la idea de justicia presupone la existencia de una institución que es la encargada de llevar a cabo la distribución de bienes y cargas. “Hablando de las circunstancias de la justicia es necesario recordar que nos las vemos con la justicia cuando es requerida una instancia superior para resolver reivindicaciones representadas por intereses o derechos opuestos”.[19] La distribución de bienes y cargas dentro de una comunidad pueden generar conflictos entre las partes que la constituyen. Estos conflictos exigen la existencia una institución que designe una resolución “justa” frente a los derechos o intereses enfrentados.
Precisamente, esto último nos lleva al tercer rasgo de la justicia: la relación entre lo justo–bueno y lo justo–legal. Lo que se presenta en este punto es la tensión entre lo justo y lo legal. En efecto, en las prácticas cotidianas, se habla de la justicia en dos sentidos. Por un lado, como aquello que llevan a cabo las instituciones cuya finalidad es la de ejercer la distribución de la justicia. Se trata de lo justo–legal. Por otro lado, se encuentra aquello que emparenta lo justo con lo equitativo y que muchas veces parece entrar en conflicto con lo “justo–legal”: lo justo–bueno.
Ricoeur observa que
Nuestra idea de justicia es, pues, doblemente reflexiva: por una parte, con respecto a la práctica social que ella rige, por otra, con respecto a su origen cuasi inmemorial. Como he dicho hace un momento, se abren aquí dos caminos que conducen a dos concepciones rivales de justicia, y de las que quisiera mostrar que su oposición no es una invención de los filósofos sino que constituye la idea misma de justicia. El predicado “justo” parece, en efecto, como sugiere el título de mi lección alternativamente extraído, del lado de lo “bueno” y del lado de lo “legal”. ¿Qué significa esta oposición? ¿Marca la debilidad de un concepto o, al contrario, constituye la estructura dialéctica que importa respetar?[20]
Si bien Ricoeur reconoce la oposición, señala que existe una dialéctica entre ambas perspectivas. Una legalidad puede presentarse en oposición a la relación con lo justo–bueno. En este aspecto, hay una correlación entre lo justo–bueno con la moralidad en el sentido kantiano. El desfasaje entre lo justo–bueno y lo justo–legal puede llevar, por medio de la indignación moral, a una movilización política que culmine en la transformación de lo justo–legal por medio de nuevas legislaciones.
En Ricoeur, la justicia se presenta en su historicidad, lo que exige una actualización constante de ella que emerge de los propios agentes sociales por medio de reclamos a las instituciones públicas. El sentido de lo justo–bueno se actualiza y conlleva a una transformación de lo justo–legal por medio de movilizaciones sociales y políticas. Esta historicidad de los reclamos se hacen patentes en las luchas identitarias donde las vejaciones del pasado se actualizan en los reclamos del presente.
En los Caminos del reconocimiento, el filósofo francés dice lo siguiente:
El envite común a estas luchas heteróclitas, pero a menudo convergentes, es el reconocimiento de la identidad distinta de minorías culturales desfavorecidas. Se trata, pues, de identidad, pero en el plano colectivo y en una dimensión temporal que abarca discriminaciones ejercidas contra estos grupos en un pasado que puede ser secular, al tratarse de la historia de la esclavitud, incluso multisecular, y de la condición femenina. La reivindicación referida a la igualdad en el plano social pone en juego la estima de sí, mediatizada por las instituciones públicas propias de la sociedad civil, como la universidad y, finalmente, la propia institución política.[21].
Como señala Ariel Rosales Úbeda,
Con lo dicho parece que la noción de justicia refiere a un juicio en tiempo presente cuyo insumo se relaciona a la memoria —a la historia— de los agentes sociales que la reclaman para sí mismos y para los otros a las instituciones públicas. En este sentido, la justicia deja de ser un concepto atemporal y se entiende más bien como una noción histórica que requiere permanente actualización. Así, la emergencia —histórica— de la noción de justicia está estrechamente relacionada con la evaluación de las relaciones sociales y las formas objetivas en las cuales esas relaciones se institucionalizan.[22]
En este aspecto puede verse el modo en que los reclamos por la justicia es una de las formas del reclamo por reconocimiento. La vida social se da en una dinámica de conflictos donde el reconocimiento por parte de las instituciones públicas se articula con la demanda de una sociedad más justa. La ausencia de justicia es una de las maneras en que se muestra la ausencia de reconocimiento.
A partir de esta historicidad abierta de la lucha, Ricoeur se pregunta acerca de cuando una persona puede sentirse totalmente reconocida. Frente a la posible respuesta de “nunca”, se abre entonces una dialéctica abierta donde no habría una superación, en el sentido hegeliano del término, a la lucha. Precisamente, sobre este punto, volveremos en el cuarto apartado.
3. Eros, philia, ágape
La figura de la justicia es una de las figuras que adopta el reconocimiento. Como se ha señalado, se trata de una figura que se encuentra mediada por el conflicto, la lucha y las instituciones públicas. Sin embargo, Ricoeur considera que existe otro modo de reconocimiento. Precisamente, en este punto se encuentra “la diferencia, respecto de las propuestas de Hegel y su actualización en Honneth”.[23]
En su obra de 2004, el filósofo francés habla de la posibilidad de un modo de reconocimiento que no se encuentra mediado por la lucha y cuya lógica se halla a gran distancia de la lógica de la justicia.
La alternativa a la idea de lucha en el proceso del reconocimiento mutuo hay que buscarla en experiencias pacificadas de reconocimiento mutuo, que descansan en mediaciones simbólicas sustraídas tanto al orden jurídico como al de los intercambios comerciales.[24]
Ricoeur encuentra la experiencia de este reconocimiento mutuo que se sustrae a la figura de la lucha, en las tres denominaciones griegas del amor; es decir, en el eros, en la philia y en el ágape. Se trata de tres formas de reconocimiento cuyas lógicas no son las de la justicia. Sin embargo, al mismo tiempo que se diferencian de esta, se diferencian entre sí. Cada una de estas tres figuras manifiesta un modo de reconocimiento distinto y una forma de comprender al otro que difiere de manera substancial de las otras.
El eros es una forma de relación con el otro que se encuentra determinada por la falta. El otro es reconocido como aquello que me falta. La relación erótica manifiesta un tipo de reconocimiento que no se da por medio de la lucha sino por la falta. Es sabido que esta figura resulta fundamental en la historia del pensamiento desde El banquete de Platón hasta Freud. Por su parte, la philia es el modo en que me relaciono con mi semejante, con mi prójimo. Ricouer señala que, en su sentido aristotélico, la philia se encuentra cercana a la justicia ya que “sin ser una figura de la justicia, se le asemeja”[25]. En la philia se da el placer del compartir con el que se quiere como semejante. En la philia el otro es el prójimo.
Ahora bien, el ágape es la forma de reconocimiento que más nos interesa. Por un lado, en cuanto a su relación con eros, la diferencia radical del ágape es que, mientras el primero está determinado por la falta, el segundo está definido por la abundancia. Las palabras de Ricoeur son claras: “el ágape se distingue del eros platónico por la ausencia del sentimiento de privación que alimenta su deseo de ascensión espiritual. La abundancia del corazón, del lado del ágape, excluye este sentido de la privación”[26]. Por otro lado, en la philia se da el placer del compartir con el que se quiere como semejante. Si en el eros la falta es lo que me moviliza al reconocimiento del otro, en la philia es la semejanza. En cambio, el ágape me pone en relación con otro que no es mi semejante sino al que transfiguro en mi semejante por medio de la praxis.
Estas dos cuestiones resultan de suma relevancia para comprender la lógica del ágape. Este no se encuentra definido por la falta, al contrario sino que se encuentra definido por la sobreabundancia. Al mismo tiempo, en el ágape no hay una constitución previa del otro como prójimo sino que debo hacerme yo mismo prójimo del otro. Esto último se observa con claridad cuando Ricoeur retoma la parábola del Buen Samaritano en “El socious y el prójimo”. El samaritano no era prójimo del judío caído en desgracia, sino que él se hace su prójimo al acercarse y ayudarlo. A partir de la parábola, Ricoeur sostiene que “uno no tiene un prójimo; yo me hago el prójimo de alguien”. Y luego, agrega: “el prójimo es la manera personal en que encuentro al otro, más allá de toda mediación social”[28]. La reconfiguración de ese otro y de mí mismo como “prójimos” es una praxis que no toma como punto de partida ninguna semejanza previa. El Samaritano no tiene nada en común con el judío venido en desgracia, incluso entre las naciones a las que pertenecen el uno y el otro hay una disputa desde hace siglos. Cuando se dispone a ayudarlo, sin un deber que lo obligue, el samaritano se convierte en un prójimo de ese otro.
La parábola expuesta en “El socious y el prójimo” ilustra la lógica propia del ágape. En este punto se encuentra una de las diferencias fundamentales entre el ágape y la justicia. La institución media en las relaciones con el otro puesto que ese otro no es prójimo sino que se trata de un “cada cual”. La justicia me predispone en una cierta relación con el otro por medio de las instituciones, de otro que no es mi amigo ni mi semejante.
La virtud de la justicia se establece a partir de una distancia con el otro, tan originaria como la proximidad ofrecida en su rostro y en su voz. Puede decirse que esta relación con el otro es inmediatamente mediatizada por la institución. El otro según la amistad es el Tú; el otro según la justicia es el cada cual, como se expresa en el adagio latino sum cuique Trituire, “a cada cual lo suyo”[29].
La justicia se presenta como un modo de relación donde se distribuyen los bienes y las cargas de manera equitativa entre quienes sólo se reconocen como “cada cual”. La virtud de la justicia se presenta como un sistema de equivalencias entre sujetos que no se relacionan entre sí de manera fraterna ni parental. La institución es la que mediatiza esas relaciones. Ricoeur señala que esta forma casi anónima de la relación con el otro no es un modo inauténtico de mi relación originaria con el otro, sino que es tan originaria como la de la proximidad. La distancia es una de las formas de relación intersubjetiva fundamentales y la justicia se da en ese modo de relación.
La lucha por el reconocimiento apunta a ser reconocido como un “cada cual”. En este sentido, el tema de los derechos es sumamente clarificador. El reconocimiento de un derecho no apunta a que el otro me “haga su prójimo” sino que me reconozca en la condición de “cada cual”. El ágape, en cambio, sobrepasa esa lógica y su dar es un dar que se encuentra más allá del juicio. Además, si en la justicia acontece la pugna entre derechos, en el ágape la propia ofensa es olvidada. Así y todo, esto no implica un tipo de ingenuidad.
Ricouer señala lo siguiente:
La despreocupación del ágape es lo que permite suspender la disputa, incluso en justicia. El olvido de las ofensas que él inspira no consiste en desecharlas, y aún menos en reprimirlas, sino en un “dejar pasar”, según la expresión de Hannah Arendt al hablar del perdón. No por ello el ágape es inactivo: Kierkegaard puede extenderse ampliamente sobre las obras del amor, sacado del campo de la comparación, el ágape tiene una mirada para el hombre que vemos; el carácter inconmensurable de los seres hace infinita la reciprocidad de ambas partes.[30]
Al mismo tiempo, las formas discursivas del ágape y de la justicia difieren de manera notoria.
El discurso del amor es en primer lugar un discurso de alabanza. En la alabanza el hombre goza con la vista de su objeto que reina por encima del resto de objetos de su atención. En esta fórmula abreviada, los tres componentes —alegrarse, ver, considerar en lo más alto— son igualmente importantes. Evaluar cómo siendo lo más alto, en una especie de visión más que de voluntad, es lo que llena de alegría. Diciendo esto, ¿caemos en el análisis conceptual, o nos inclinamos a la sentimentalidad? De ninguna manera, si estamos atentos a los rasgos originales de la alabanza, para los cuales son particularmente apropiados formas verbales tan admirables como el himno.[31]
Ricoeur menciona como ejemplos de la manifestación de los discursos del ágape los Salmos y el Himno de San Pablo de la Epístola a los Corintios. Ahora bien, si el ágape se expresa en la alabanza, la justicia, en cambio, en el discurso argumentativo. Entre ambas formas de expresión la diferencia es más que notable.
A decir verdad, el amor no argumenta, si se toma por modelo el himno de I Corintios XIII. La justicia argumenta, y de una manera muy particular, confrontando razones a favor y en contra, supuestamente plausibles, comunicables, dignas de ser discutidas por la otra parte. Decir, como he sugerido antes, que la justicia es una parte de la actividad comunicativa toma aquí todo su sentido: la confrontación entre argumentos ante un tribunal es un buen ejemplo de empleo dialógico del lenguaje. En la práctica de la comunicación tiene incluso su ética: audi alteram partení. Un rasgo de la estructura argumentativa de la justicia no debe ser perdido de vista a la hora de la comparación entre justicia y amor: la presentación de argumentos es en un cierto sentido infinito, en la medida en que siempre hay un “pero...”, por ejemplo de recursos y de vías de apelación a instancias superiores; en otro sentido, finito, en la medida en que el conflicto de argumentos concluye en una decisión. Así el ejercicio de la justicia no es simplemente asunto de argumentos, sino de tomas de decisión.[32]
4. El ágape y la justicia en el mundo de la acción
Las diferencias entre el ágape y la justicia aparecen delineadas con claridad. Sin embargo, Ricoeur sostiene enfáticamente que deben articularse, que debe tenderse un puente entre ambas lógicas. “Este puente debe tenderse, pues los dos regímenes de vida, según el ágape y según la justicia, remiten al mismo mundo de acción en el que ambicionan manifestarse como competencias; la ocasión privilegiada de este cotejo es precisamente el don”[33]. En esta cita se encuentra un elemento clave acerca del modo y del topos de la posibilidad de articulación entre el ágape y la justicia. Esta articulación no debe tratar de encontrarse en un plano especulativo, donde un elemento sea superado por el otro, sino en el hecho de que ambos nos remiten a un mismo mundo.
Con respecto a la justicia, se ha señalado su relación intrínseca con la historia, lo mismo ocurre con el ágape. Cuando Ricouer expone los trabajos realizados tanto por Mauss como por Levy Straus en torno al acontecimiento del don en las comunidades maoríes, señala una correlación entre el don con el ágape. El acto de dar se encuentra desentendido de la expectativa de una devolución. Tras criticar la extrapolación que lleva a cabo Levy Strauss de las sociedades maoríes a las sociedades mercantiles, Ricouer propone una fenomenología del don que “encuentra su fuerza precisamente en la diferencia entre el don y el mercado”.[34] A partir del desentendimiento con respecto a la devolución, el contra–don aparece como una “sorpresa” y en ese sentido se anula como “contra–don” por lo que “el segundo don en la misma categoría afectiva que el primero, lo que hace de este segundo don algo distinto de una restitución”.[35]
Desde esta perspectiva, la realización del acto de dar no significa la obligatoriedad del devolver sino que, desde su gratuidad, instituye una suerte de interpelación al otro. “En lugar de obligación de devolver, hay que hablar, bajo el signo del ágape, de respuesta a una llamada nacida de la generosidad del don inicial”.[36] El acto de dar engendra, sin aspirarlo, ubicándose por fuera de toda calculabilidad, una convocatoria al otro. Esta convocatoria es, en parte, un llamamiento a sobrepasar las lógicas de la reciprocidad. Su gratuidad llama a la gratuidad. La gratitud se presenta como la respuesta a esa convocatoria desde una perspectiva que no es equivalente a la obligatoriedad del devolver.
La exposición de estos estudios le sirve a Ricoeur para remarcar que el ágape se realiza en la historia, dentro de una sociedad concreta, que no se trata de un acontecimiento desencarnado. Por ello mismo, el ágape y la justicia son posibles de ser articulados puesto que ambos se dan en la historia. Ágape y justicia se inscriben en un mismo mundo y en una misma historia. Si bien se trata de lógicas opuestas, dicha oposición se da en el plano teórico pero se aúnan en el ámbito de la acción.
Si bien pueden encontrarse ciertos puntos de contacto en el planteo de Ricoeur con los de autores como Levinas o Patočka, la posición del filósofo francés se diferencia de ambos. En cuanto a Levinas, el propio Ricoeur señala que si bien la cercanía es uno de los modos originarios de la relación con el otro, la lejanía es igual de originaria. Por otra parte, si bien existe un paralelismo entre el acto ceremonial del don y la idea de sacrificio patočkiana[37] como figuras que se substraen de la lucha por el reconocimiento y que se apartan de manera radical de la reciprocidad, la diferencia fundamental estriba en el horizonte en el cual se realizan uno y otro. El sacrificio, en Patočka,[38] acontece en el tercer momento del movimiento de la vida, cuando la existencia niega y supera el dominio del rol y de la función. En cambio, Ricouer piensa la realización del ágape de manera más ambigua. El planteo ricoueriano no se trata tanto de un movimiento que la vida realiza sobre sí misma sino de acontecimientos que se dan dentro una sociedad.
Ahora bien, a partir de ello es posible abordar el modo en que el ágape y la justicia se anudan en un mismo mundo. En el segundo apartado de este trabajo, se hizo mención al carácter interminable de la lucha por el reconocimiento desde la perspectiva de la justicia. El reconocimiento, desde la perspectiva del ágape, posibilita una tregua a esta lucha.
Para conjurar este malestar de una nueva “conciencia desgraciada” y de las desviaciones que resultan de ella, propongo tomar en consideración la experiencia efectiva de lo que yo llamo estados de paz, y emparejarlos con las motivaciones negativas y positivas de una lucha “interminable”, como puede ser el análisis en el sentido psicoanalítico del término. Pero quiero manifestar, desde ahora mismo, lo que espero y lo que no espero de este emparejamiento. Las experiencias de reconocimiento pacificado no pueden hacer las veces de resolución de las perplejidades suscitadas por el concepto mismo de lucha, y menos aún de resolución de los conflictos en cuestión. La certeza que acompaña a los estados de paz ofrece más bien una confirmación de que no es ilusoria la motivación moral de las luchas por el reconocimiento. Por eso, no puede tratarse más que de treguas, de claros, se diría de “calveros”, en los que el sentido de la acción sale de las brumas de la duda con el sello de la acción que conviene.[39].
El reconocimiento del otro desde el ámbito del ágape se nos presenta como un cese momentáneo a la lucha. Sin embargo, como Ricoeur señala en la cita mencionada, no se trata del fin de la lucha ni de una superación de ella, sino de una tregua. Como se ha señalado más de una vez, la lógica de las equivalencias y la lógica de la sobreabundancia corren en paralelo sin que una desaparezca conservándose en la otra en la forma de una Aufehebung.
5. Una doble necesidad
Sin embargo, la relación entre ágape y justicia no se agota en esta suerte de cese al fuego. Por el contrario, Ricoeur señala una imbricación más profunda. En los Caminos del reconocimiento pone como ejemplo los actos festivos y de conmemoración.
Ocurre lo festivo en las prácticas del don como solemnidad del gesto del perdón o, mejor dicho, de petición de perdón de la que yo hablo en el epilogo de mi último trabajo, a la manera del gesto del canciller Brandt arrodillándose al pie del monumento de Varsovia en memoria de las víctimas de la Shoah. Estos gestos —decía yo— no pueden crear institución, pero, al hacer emerger los límites de la justicia de equivalencia y al abrir un espacio de esperanza en el horizonte de la política y del derecho en el plano posnacional e internacional, estos gestos ponen en marcha una onda de irradiación y de irrigación que, de modo secreto e indirecto, contribuye a la progresión de la historia hacia estados de paz. Lo festivo, que puede morar en los rituales del arte de amar, en sus formas eróticas, amistosas y societales, pertenece a la misma familia espiritual que los gestos de petición de perdón evocados hace un instante. Además, lo festivo del don es, en el plano de la gestualidad, lo que es, por otra parte, el himno en el plano verbal; se une así al conjunto de fórmulas que me gusta colocar bajo el patrocinio gramatical del optativo, ese modo que no es ni descriptivo ni normativo.[40]
Si bien el acto conmemorativo, al igual que la petición de perdón, no poseen una finalidad externa, abren la posibilidad de extender los límites de la justicia. El perdón, precisamente, no es propio del derecho ni de la justicia. El perdón se inscribe en la lógica del ágape.Se gesta un acontecimiento que puede extender los límites de la justicia. Sin embargo, la clave para la comprensión de esta articulación es la noción de posibilidad puesto que la relación entre ágape y justicia no se funda en la de necesidad, sino en la contingencia. La dialéctica que opera entre ambas es una dialéctica ambigua, abierta, no teleológica.
En su texto sobre la Regla de Oro, Ricoeur ve con claridad esta dialéctica abierta que opera tanto en el ágape como en la justicia,
Hemos visto a la regla de justicia oscilar entre el interés desinteresado de agentes sociales por aumentar su beneficio y tanto como la regla aceptada de reparto lo permita, y un sentimiento verdadero de cooperación, yendo hasta el reconocimiento de ser mutuamente deudores.[41]
La idea de hacer a los demás lo que quieres que te hagan a ti es una regla plausible de ser interpretada tanto desde una lógica de equivalencias como desde una lógica de la sobreabundancia. Sin embargo, ahí habita un peligro. Si ella es reducida a la lógica de las equivalencias corre el riesgo de reducirse al intercambio mercantil en tanto “tiende a subordinar la cooperación a la competencia, o incluso a esperar del solo equilibrio de los intereses rivales, el simulacro de la cooperación”[42].
Ricoeur realiza, entonces, una sugestiva observación en torno a la justicia. A partir de lo que se ha visto en el segundo apartado del presente trabajo, la noción de justicia puede ser comprendida como un medio que equilibre las disputas individuales e incluso hacer de la cooperación también un medio para la satisfacción de un interés individual. Transfigurar en un concepto utilitario la justicia puede hacer de la cooperación una estrategia para los distintos intereses particulares y hacer del otro con el que coopero un instrumento para mi propia satisfacción.
En este punto, el filósofo francés remarca la injerencia del ágape en la justicia.
Si tal es la inclinación espontánea de nuestro sentido de la justicia, ¿no es necesario confesar que si éste no fuera tocado y secretamente guardado por la poética del amor, hasta en su formulación más abstracta, no sería más que una variedad sutilmente sublimada de utilitarismo?[43]
Si bien la argumentación de la justicia y la poética característica del ágape son modos de discursos substancialmente distintos, si la segunda no penetra de algún modo en la primera, la justicia se reduce a un formalismo fundado en las lógicas utilitarias del cálculo. En este punto, Ricoeur toma como ejemplo la teoría de la justicia de Rawls y observa que, aun en ella, aparece un correlato con la lógica del ágape.
Lo que salva al segundo principio de justicia de Rawls de esta recaída en el utilitarismo sutil es, finalmente, su proximidad secreta con el mandato de amor, en tanto que éste está dirigido contra el proceso de victimización que sanciona precisamente el utilitarismo proponiendo sólo por ideal la justicia. Este cálculo sería el siguiente: y si, una vez levantado el velo de ignorancia, la peor parte me hubiera correspondido, ¿no sería mejor elegir bajo el velo de ignorancia la regla de reparto que, sin duda, me privara de las ganancias más elevadas que podría esperar de un reparto menos equitativo, pero que me pusiera al abrigo de desventajas más grandes en una forma distinta de reparto? La maximización del beneficio por medio del mayor número al precio del sacrificio de un pequeño número a quien esta implicación siniestra del utilitarismo debe permanecer disimulada. Este parentesco entre el segundo principio de justicia y el mandato de amor es uno de los presupuestos no dichos del famoso equilibrio reflexivo, del que la teoría de la justicia de Rawls se autoriza en última instancia, entre la teoría abstracta y nuestras convicciones mejor consideradas.[44]
No es motivo de nuestro trabajo abordar la teoría rawlsiana de la justicia ni la interpretación realizada de ella por Ricoeur. Lo que nos interesa destacar de la cita es la forma en que aún en una teoría como la rawlsiana, se da un correlato con la poética del ágape que significa un sobrepasamiento del sistema de equivalencias. La búsqueda de un sentido más integral de justicia está en un modo movilizada por un reconocimiento del otro desde la lógica del ágape.
Ahora bien, esta necesidad de articulación de la justicia y del ágape es un movimiento doble. Así como la lógica del amor debe penetrar la lógica de la justicia, el amor sólo puede realizarse en la justicia. En este punto, Ricoeur observa que en la justicia, hay algo de la lógica del amor, como así también hay algo de la justicia en la lógica del amor.
Así también reconoce la necesidad de ambas lógicas.
La tensión que acabamos de discernir, en lugar de la antinomia inicial, no equivale a la supresión del contraste entre las dos lógicas. Ella hace, sin embargo, de la justicia el medio necesario del amor; precisamente porque el amor es supra–moral sólo entra en la esfera; práctica y ética bajo la égida de la justicia. Como ha sido dicho alguna vez de las parábolas que reorientan desorientando, este efecto sólo es obtenido en el plano ético por la conjunción del mandamiento nuevo y de la Regla de Oro y, de manera más general, por la acción sinérgica del amor y de la justicia. Desorientar sin reorientar es, en términos kierkegaardianos, suspender la ética. En un sentido, el mandamiento de amor, en cuanto supra–moral, es una manera de suspensión de la ética. Esta sólo es reorientada al precio de la continuación y de la rectificación de la regla de justicia, en sentido opuesto a su inclinación utilitaria.[45]
Es importante destacar lo que dice Ricoeur acerca de que la justicia es la égida por la cual el ágape entra en la esfera de lo ético. En la obra de Ricoeur, hay una preocupación constante en torno a la efectividad de las ideas en la historia. En el caso de la no–violencia, esto es expuesto con claridad en su escrito “El hombre no violento y su presencia en la historia” (Ricoeur, 2012). En este texto, Ricoeur observa que “la no violencia debe estar inscripta dentro de las fuerzas histórico–políticas para ser eficaz en la historia (…) y que de no comprometerse institucionalmente, la mística no violenta correría el mismo destino que el yogi”.[46] En cuanto al ágape este se inscribe en el campo de la justicia aunque se trate de lógicas contrarias.
Antes mencionamos el peligro que significa la interpretación de la Regla de Oro desde una perspectiva de lo justo desligada de la lógica del ágape. Ahora bien, Ricoeur también advierte acerca del peligro del mandato del amor si se lo desliga de los principios éticos. “Aislado de la Regla de Oro, el mandamiento de amar a los enemigos no es ético, sino supraético (…) para no virar hacia lo no moral, es decir a lo inmoral, el mandamiento debe reinterpretar la regla de oro y, haciendo esto, ser también reinterpretado por ella”.[47]
El mandamiento de amar a los enemigos, por ejemplo, si se lo escinde de la Regla de Oro corre el riesgo de llevar a lo injusto y a lo inmoral. Por eso, el ágape debe operar dentro de la justicia y de la ética reorientando su sentido. Se trata de tensiones que resultan necesarias, por un lado, para extender los límites de lo justo; por otro, para la realización efectiva del ágape. El trabajo de reinterpretación debe ser constante y bilateral. La lógica del ágape debe reinterpretar la justicia, al mismo tiempo que ella debe estar siempre en un estado de apertura para ser reinterpretada por esta.
Conclusión
Si bien el ágape y la justicia significan dos lógicas diferenciadas, no se trata de una oposición. Está claro que ambas lógicas significan modos de reconocimiento distintos. Sin embargo, en el mundo de la acción se entrelazan en una relación de mutua imbricación. Esta imbricación se da en el ámbito de una praxis situada en un contexto histórico determinado y no en un ámbito especulativo. La problemática en torno al Annerkenung hegeliana es retomada por Ricoeur pero, al mismo tiempo, llevada a una nueva perspectiva. En este aspecto, cabe destacar que así como no se trata de una oposición, tampoco se trata de establecer una síntesis especulativa donde una lógica quede subordinada a la otra. La imbricación se da en una diferencia que no debe ser anulada.
Precisamente, la riqueza de la propuesta ricoeuriana radica en esta relación que puede resultar ambigua e, incluso, paradojal. Desde el entendimiento formal el ágape y la justicia pueden presentarse como polos antagónicos, incluso denotar una cierta comprensión de la primera como desentendida de la política y de la segunda como un concepto inmerso en el mundo de la política. El puro ágape en algún punto podría pensarse en correlación a la figura del yogi del que habla Merleau–Ponty o del alma bella hegeliana. En parte es así. La lógica del ágape no sólo se encuentra más allá de la política sino que es un elemento supraético y supramoral.
Sin embargo, al plantear la cuestión en el mundo histórico, Ricoeur logra eludir esta oposición. El ágape al realizarse en acciones situadas significa un compromiso con la historia. El reconocimiento del otro como aquel del cual debo volverme prójimo significa, como hemos visto, una ampliación de los límites de la justicia. Se trate de la ampliación de la justicia social como del respeto a la dignidad de aquellos que cumplen una condena por haber cometido un delito son, para Ricoeur, algunos ejemplos de la forma en que el ágape se involucra en la justicia.
Los distintos modos de reconocimiento se articulan en el mundo histórico, se relacionan entre sí, se reinterpretan mutuamente en una dialéctica que se expresa en el mundo de la acción. Lo ambiguo de la relación es el correlato de la ambigüedad del mundo histórico donde lo claro y distinto, categorías propias del entendimiento formal, son sobrepasadas en interacciones concretas donde las tensiones habitan con las conciliaciones.
Referencias bibliográficas
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Notas