Artículos
Memorias, prácticas, significados en Jean Paul Sartre y Walter Benjamin
Memories, Practices and Meanings in Jean Paul Sartre and Walter Benjamin
Memorias, prácticas, significados en Jean Paul Sartre y Walter Benjamin
Tópicos, núm. 46, e0102, 2024
Universidad Nacional del Litoral
Recepción: 01 Febrero 2023
Aprobación: 01 Mayo 2023
Resumen: El artículo compara el abordaje de las memorias colectivas en las obras de Jean Paul Sartre y Walter Benjamin. Se sostiene que pueden ser interpretados a partir de un contraste polar, en el que el primero da cuenta de una definición de lo simbólico subordinada al anclaje práctico y, en cambio, el segundo exhibe un predominio opuesto. De esta manera, el estudio de sus textos permite reconocer los efectos teórico–metodológicos de la interpretación de memorias a partir de prácticas o de otras simbologías.
Palabras clave: Benjamin, Sartre, Memorias, Prácticas, Sentidos.
Abstract: The article compares how Jean Paul Sartre and Walter Benjamin studied collective memories. Both authors are situated in a polar contrast, in which the first one shows a definition of the social meaning that subordinate them to practices, while the second one illustrates the opposite. In this way, the study of their text allow the recognition of theoretical and methodological effects of the interpretation of memories in terms of practices or signification.
Keywords: Benjamin, Sartre, Memories, Practices, Social meaning.
Introducción
Una dificultad metodológica al momento de estudiar memorias colectivas —así como cualquier otro elemento simbólico— radica en sí en que se las debe interpretar a partir de ciertas prácticas o, en cambio, de otras significaciones. Desde luego, la distinción entre esos planos no deja de ser una construcción del investigador. Empero, el privilegio de una dimensión o de la otra no deja de tener consecuencias teóricas y metodológicas. Para Sahlins, esta problemática puede entenderse como una dicotomía entre razón práctica o razón cultural, es decir, entre una explicación fundada en los actos o en las significaciones.[1] Siempre según el antropólogo estadounidense, la apariencia de complementariedad entre estos abordajes apenas oculta la imposibilidad de un compromiso último: entre el prisma de la objetivación práctica y el de la lógica significativa se presentaría una incompatibilidad última.
En todo caso, resulta claro que el contraste entre prácticas y significaciones involucra una serie de divergencias teóricas como sustantivas y metodológicas. Este artículo busca profundizar en estas distancias a partir de la comparación entre dos autores —Walter Benjamin y Jean Paul Sartre— cuyo tratamiento de las memorias colectivas puede ser considerado como representativo de un contraste polar. En otras palabras, en Benjamin y en Sartre pueden reconocerse los efectos de planteos fuertemente desbalanceados hacia cada una de esas lógicas que distingue Sahlins. Así como Benjamin —para quien la memoria conforma una de sus principales preocupaciones— privilegió la dimensión significativa, en Sartre se presenta una clara reducción de la interpretación de la memoria a su anclaje práctico.
Ahora bien, en modo alguno las obras de Sartre y Benjamin resultan incomparables: comparten una serie de temáticas —fuertemente marcadas por los desarrollos del marxismo occidental—[2] que facilitan caracterizar su tratamiento de las memorias colectivas a través de dimensiones comunes. Para comprender cómo arriban a acepciones tan disímiles, se pondrá el foco en sus definiciones de lo singular y de la totalidad, que anticipan el lugar ocupado por las memorias colectivas.
Las nociones de encarnación y de imagen dialéctica fueron elaboradas por Sartre y Benjamin para dar cuenta de esta instancia de singularidad, prescribiendo disímiles vinculaciones con la totalidad y acepciones diferentes de las memorias colectivas. La singularidad sartreana apunta a la actualización vía la acción de cada sujeto de procesos históricos y de relaciones de fuerza. Con Benjamin, la imagen dialéctica anuda el recuerdo de objetos singulares con su inscripción simbólica, al tiempo que acaba resaltando el rol del espacio en la memoria.
Estas concatenaciones conceptuales pueden ser entendidas como una profundización del privilegio práctico o simbólico. Así, mientras que Sartre profundiza en la objetivación práctica como prisma desde el que las memorias actualizan procesos históricos desde una posición situada, en Benjamin el recuerdo se hilvana en operaciones alegóricas, mediante las cual los objetos se transmutan entre sí. Esta diferencia entre una lógica dialéctica y una de la metamorfosis —por usar las categorías de González—[3] entronca la distancia entre autores y exhibe un espacio de incompatibilidad entre razón práctica y razón cultural.
Tras algunas precisiones en torno a las obras de Benjamin y Sartre, el artículo repasa las tres dimensiones (singularidad, totalidad y memoria colectiva) enfatizando el contraste polar entre autores.
1. Sartre y Benjamin en clave de razón práctica y razón cultural
Ciertamente, Sartre y Benjamin no son usualmente colocados en dialogo. Sus influencias teóricas fueron sumamente disímiles; sus trayectorias, sus relaciones con el marxismo y con la política en general tienen escasos puntos de comparación. Benjamin, poco más de diez años mayor que Sartre, intentó una síntesis única entre filosofía, crítica literaria y teología judía, que fue desplazándose conforme profundizaba su lectura del marxismo.[4] La obra de Sartre, cuyos comienzos estuvieron marcados por la fenomenología de Husserl, suele ser segmentada en dos etapas: una existencialista, entre la publicación de La náusea y El ser y la nada, y otra en que buscó conciliar su pensamiento con el marxismo, destacando su Crítica de la razón dialéctica.
A pesar de las escasas semejanzas, los dos resaltan por los objetivos de las obras que dejaron incompletas. A mitad de camino entre Marx y Proust, el Libro de los pasajes debía integrar un modo de exposición fundado en el montaje, que permitiera construir una historia del siglo XIX integrada por imágenes dialécticas.[5]Benjamin empezó a trabajar en él hacia 1927, reformulándolo varias veces en la segunda mitad de los años 30’, durante su exilio en Francia.[6] Si bien extenso, su manuscrito no deja de ser una colección de extractos y referencias, siquiera se encuentra en estado fragmentario. En cambio, Sartre logró publicar el primer tomo —compuesto de dos libros— de su Crítica en 1960. Los borradores del segundo tomo, que resultan fundamentales para entender la noción de encarnación, fueron escritos a fines de los 50’ pero publicados póstumamente. Entre Sartre y Benjamin no se conoce ningún contacto personal, aunque una las primeras versiones de las Tesis sobre el concepto de historia fueron publicadas en Les temps modernes en 1947.
Estas divergencias no impiden que Sartre y Benjamin pueden ser comparados por las respuestas disímiles que dieron a temáticas comunes. Los problemas de la historia, lo singular, la relación entre estructuras y superestructuras o entre lo material y lo simbólico atravesaron al marxismo de mediados del siglo XX. Aquí, se sostendrá que el Libro de los pasajes y la Crítica de la razón dialéctica pueden ser leídos en la clave de una configuración polar de la razón cultural y la razón práctica, por lo menos en lo que refiere a cómo entender a las memorias.
La distinción entre estas dos lógicas fue elaborado por Sahlins. Si bien su campo de aplicación remite estrictamente a la antropología, no deja de ser útil para reconocer los efectos de la aplicación de esas posiciones en otras disciplinas de las ciencias sociales. Sahlins las presenta en estos términos, enfatizando la falta de sutura entre ellas:
Se trata de saber si el orden cultural será entendido como la codificación de la acción real del hombre, intencional y pragmática, o bien si, inversamente, debe entenderse que la acción humana en el mundo es mediada por el proyecto cultural, que imparte orden a la vez a la experiencia práctica, a la práctica consuetudinaria y a la relación entre ambas. La diferencia no es trivial, ni puede ser resuelta por la feliz conclusión académica de que la respuesta está en algún punto intermedio, y hasta en ambos extremos a la vez.[7]
Esta antinomia entre racionalidades es resuelta por Sahlins a partir de una firme defensa de la razón cultural, que tiene por antagonista en buena medida a la sociología constructivista —en particular a la de Bourdieu. En este trabajo no se comparte la solución propuesta por Sahlins aunque sí se considera que su distinción constituye un lento reflexivo de suma utilidad para reconocer las consecuencias de posiciones teóricas y metodológicas empleadas en el estudio de realidades simbólicas. Desde esta perspectiva, la comparación de Sartre y Benjamin en torno a las memorias colectivas profundiza esta línea, al dar cuenta de modalidades extremas, polares, de comprenderlas —una profundizando su anclaje práctico y la otra elaborando una lógica de la semejanza, que magnifica el plano simbólico (por usar una terminología ajena a Benjamin).
Sartre y Benjamin abonan la incompatibilidad entre lógicas cuanto exhiben las aporías que atraviesan a cada una. En el caso de Sartre, lo simbólico —y las memorias dentro de él— devienen instrumentos; si bien no les niega eficacia, sí los convierte en una realidad subalterna, sujeta a la actualización de una dialéctica práctica. Por el contrario, las imágenes dialécticas benjaminianas complejizaron a las memorias colectivas al precio de cierto psicologismo colectivo, en el que la trama histórica alegórica convierte tanto prácticas como estructuras en simbologías.
Ahora bien, para comprender cómo Sartre y Benjamin pensaron a las memorias resulta necesario desarrollar su relación con los planos de lo singular y de la totalidad. A continuación, se comparará las nociones de encarnación y de imagen dialéctica y, luego, de totalización y constelación.
2. Encarnación e imagen dialéctica
Sartre y Benjamin comparten la oposición a modos empiristas de caracterizar la singularidad. Al complejizarla, rechazan su reducción a un mero observable, que podría ser colocado en una correlación simple entre la intensidad y el grado de abstracción de cualquier categoría.[8] En consonancia con el marxismo de inspiración hegeliana, los planteos sartreanos y benjaminianos despliegan un nominalismo que puede ser comprendido como una adscripción a lo particular, discutiendo la ubicación simple de una coyuntura en un devenir histórico trascendente —y que, desde ya, podían ser encontrados al interior del propio marxismo, en especial de tendencias economicistas. Como resultado, la discusión acerca de la singularidad recreaba su distancia con planos más generales o abstractos tanto como involucraba la contraposición entre lo contingencia y lo necesario, sin que en alguno de los dos pueda encontrarse una solución antinómica entre esos planos —como suele ocurrir, por caso, en el posestructuralismo.[9]
En todo caso, las acepciones de lo singular que pueden encontrarse en Sartre o Benjamin reposicionan la especificidad de esa instancia, entendida en términos de sujetos individuales o de objetos. En los dos, este énfasis en lo singular buscaba aportar, desde el marxismo, inteligibilidad a una serie de fenómenos sociales, relegados o no llegados a tratar por el propio Marx. Ahora bien, si Sartre y Benjamin pueden ser englobados en estas discusiones, los senderos teóricos y metodológicos que tomaron los llevaron a acepciones fuertemente distanciadas, que anticipan tratamientos diferenciados de lo simbólico y de las memorias.
El término encarnación puede ser encontrado en El ser y la nada,[10] bajo una clave eminentemente existencialista. Sartre lo empleó en referencias a la corporalidad, rozando cierta dicotomía con la intencionalidad que caracteriza a la conciencia. Como es conocido, las críticas al rol otorgado en ese texto al cuerpo y a lo simbólico no se demoraron: Merleau–Ponty los revalorizó frente a Sartre tanto antes de su ruptura, en Fenomenología de la percepción,[11] como posteriormente, cuando en Las aventuras de la dialéctica[12]enuncia una serie de objeciones que Sartre buscaría resoler a través de la Crítica de la razón dialéctica. Ahora bien, aún si, a mediados de los 40, la encarnación sartreana tramitaba la especificidad de una situación singular, a duras penas consideraba su historicidad o su componente sociológico.
Por el contrario, en los borradores al segundo tomo de la Crítica de la razón dialéctica, la encarnación estaba llamada a ocupar una posición central. En el primer tomo, Sartre despliega una serie de categorías que permitirían desglosar el conjunto de formas prácticas presentes en una coyuntura determinada.[13] En semejanza con la Fenomenología del espíritu —pero empleado un modo exposición más analítico,[14] las categorías sartreanas guardan un carácter eminentemente sociológico. La continua “exteriorización de la interioridad, interiorización de la exterioridad” constituye, hoy día, la base de cualquier planteo constructivista.[15] Como Hegel, Sartre convierte a la objetivación en el motor de su texto; la narración de términos se vale de esta forma básica de la práctica para ir montando el conjunto de conexiones que deberían alumbrar la totalidad de lo concreto: prácticas singulares, estructuras, grupos, instituciones, el Estado… La inteligibilidad de todos ellos es justificada a partir del propio recorrido del texto, en una serie de operaciones que, desde ya, recuerdan a El Capital pero también dejan entrever la influencia de la sociología durkheimiana —varias veces discutida—[16]y de Simmel, al que Sartre no nombra. Así, la objetivación deviene un principio apodíctico; transmutado en el criterio de validez del conjunto de la experiencia crítica,[17] la empresa sartreana traslada a la razón práctica —ahora en el decir de Sahlins—[18] al conjunto de la realidad social.
A pesar de que Sartre concebía a las ciencias sociales como “disciplinas auxiliares”[19] y de lo por momentos encriptado de la terminología, es difícil no interpretar su texto como uno de teoría social, que bien podría ser colocado en un punto intermedio entre los desarrollos teóricos de las primeras décadas del siglo XX —de nuevo, Durkheim, Simmel, así como la relectura de Marx a partir de Lukács— y el constructivismo posterior a los 60’ y 70’ —como acertadamente dice Jameson.[20]
Al finalizar el primer tomo, Sartre detiene el recorrido, considerando que la circularidad de categorías —de grupos a estructuras (práctico–inerte, en sus términos) y a la inversa– comprueba que está en condiciones de avanzar hacia la justificación de lo que denomina “el problema de la Historia”.[21] ¿Qué queda, entonces, para la singularidad, si Sartre pareciera acercarse, gradual pero inexorablemente, hacia cierta instancia de totalidad? La comprensión del proceso histórico, por lo menos para Sartre, no tiene por qué darse de forma privilegiada en un plano o en otro. Por el contrario, desde cualquier punto de vista debería ser posible el rastreo de las conexiones que ligan al conjunto de categorías. La solución a este problema se encuentra amoldado por los cánones de la razón práctica.
Sartre se asigna la tarea de probar cómo la práctica actualiza las características singulares de los sujetos en, si se quiere, unidades mayores (grupos, estructuras, etc.); en otras palabras, en cómo el resultado de un acontecimiento, el desarrollo de un grupo o el devenir de una institución puede ser entendido en interacción —y no más allá— de esas singularidades. La singularidad encarna, entonces, porque le pone el cuerpo a esos procesos. Sin embargo, en modo alguno la encarnación asemeja a una suerte de recipiente de dinámicas sociales que, analíticamente, las trascenderían. Por el contrario, la objetivación práctica debería proveer a la encarnación de los medios para negar la exterioridad de lo singular respecto a esos procesos. Así, a través del ejemplo de una pelea entre boxeadores, Sartre reconoce la actualización de diferentes formas de violencia (entre distintos grupos, individuos, a lo largo de sus trayectorias y biografías). La violencia que se da en esa pelea no supone un principio trascendente que se ha particularizado; al contrario: “un acto de violencia es siempre toda la violencia”.[22]
Como se verá en la sección siguiente, esta definición de la singularidad a través de la encarnación asiste a una concepción de la totalidad que pone el foco en las luchas de cada coyuntura, haciendo de ellas un punto privilegiado para comprender a la historia. En ese punto, procesos y rasgos individuales se alimentan mutuamente: ambos pueden proseguir en su propio desarrollo sólo encontrándose con el otro. Empero, esta conclusión requiere de una subordinación del contenido de la encarnación a lo que la práctica hace con ella: la singular se identifica, así, con un conjunto de características y acciones puntuales desarrolladas por la especificidad de cada sujeto puesto que así, y sólo así, puede la totalidad actualizarse en la singularidad mientras ésta recrea a la primera.
El contrapunto con Benjamin exhibe como esta remisión práctica a la singularidad es todo menos evidente. El equivalente benjaminiano a la encarnación sartreana puede ser encontrado en la imagen dialéctica. En ella, lo singular está dado por objetos específicos —sean estos obras de arte o mercancías— que acompaña un fuerte énfasis en lo simbólico.
Con Benjamin, la memoria atraviesa cada una de sus categorías. La singularidad no es la excepción. Por lo menos desde 1927, Benjamin aspira a construir una concepción de la experiencia moderna en la que el recuerdo ocupa un papel central, de la mano de una fuerte impronta proustiana.[23] En este contexto, la imagen dialéctica debe ser capaz de introducir fugazmente la conexión entre épocas que se encuentra latente en cualquier instante de la experiencia.
En su tesis sobre el drama barroco alemán, Benjamin ya había recuperado una concepción monadológica, que anticipaba este juego de continuidades entre imagen ancladas en objetos singulares y un plano totalizante. En los borradores del Libro de los pasajes, este procedimiento tensiona la propia definición de lo conceptual: la importancia de la percepción, el modo en que gatilla las imágenes dialécticas y los puentes temporales que establece no son fácilmente asimilables a una operación teórica[24]—como si lo es, por caso, cada definición realizada por Sartre. Así, cabe advertir que el carácter “plástico” de las operaciones benjaminianas genera una especificidad que da cuenta de la originalidad de su proyecto cuanto de las aporías con las que debía lidiar.
Desde ya, caracterizar una imagen como intrínsecamente temporal contradice su calificación de “dialéctica”. Tanto para la fenomenología husserialiana[25] —que Benjamin no aprueba—[26] como para el vitalismo bergosiano[27] o su aplicación proustiana —fundamentales para la obra benjaminiana—, las imágenes se encuentran suspendidas en el tiempo.
Benjamin pretendía que la imagen facilitara “un modo de conocer por el cual el tiempo negado se convierte en impulso dialéctico de un movimiento intenso, la integración de la vida en la percepción de la actualidad política.[28] Valiéndose de su carácter estático, debería reintroducir lo histórico en la cotidaneidad, valiéndose del montaje. Las influencias del surrealismo en esta metodología son claras en los apuntes de los años 30’.[29] A su vez, la imagen dialéctica otorgaba un estatuto a los objetos singulares, en tanto sus referentes. Antes del exilio, Benjamin ya había trabajado esta función a través del coleccionista.[30]
Su figura elaboraría las especificidades de la experiencia moderna del recuerdo, trasladando los impulsos de la proustiana memoria involuntaria hasta alcanzar su “índice histórico”.[31]El coleccionista articularía a los objetos en una nueva trama de relaciones, removiendo su aparente simpleza carente de historicidad. Como sostiene Köhn, las imágenes dialécticas:
Aparecen siempre bajo formas diversas, en constelaciones diversas, de acuerdo con los acontecimientos históricos. En la medida en que ellas disuelven, de esta manera, un contexto considerado hasta entonces como válido y producen un nuevo, se requiere de la atención del historiador hacia el cambio de forma de los fenómenos situados más allá de su disposición consciente (…) Benjamin encuentra en la figura del coleccionista y de su praxis un modelo cuya concreción tiene en mente en relación con el siglo XIX[32]
Benjamin concebía, en el materialismo histórico que buscaba poner en práctica, una continuidad con ese rol del coleccionista.[33] Por supuesto, semejante concepción de la experiencia del recuerdo incluye una serie de influencias teóricas —mínimamente de Burckhardt— que acompañan a varios supuestos benjaminianos, entre los que destaca una afinidad de origen entre las obras de arte y las mercancías.
Así, la imagen dialéctica contiene tres facetas: la singularidad de los objetos, el desvelamiento de su historicidad y una experiencia amoldada a ellos. Así, en un instante de aparente detención temporal, expone el conjunto de conexiones que ligan a cada objeto con su época y con el presente. Por supuesto, transformar los objetos en imágenes de una época no carecía de dificultades teóricas, además de las tensiones con el propio marxismo que buscaba desarrollar Benjamin.
En todo caso, el contraste con la encarnación sartreana no podría ser mayor. En esta última, el privilegio práctico impide cualquier instante de detención: todo se encuentra en movimiento, ya que la acción singular constantemente actualiza cada detalle en nuevas consecuencias y procesos. Objetos antes que prácticas, la mirada benjaminiana no sólo contiene definiciones distintas sino métodos diferentes, que implican formas diversas de entender a la totalidad.
3. Totalización y constelación
El nominalismo de Benjamin y Sartre no fundamenta una totalidad disminuida, como si el foco en lo particular y en lo singular la disolviera. Desde ya, el énfasis simultáneo en estos dos polos constituye un rasgo hegeliano clásico, que resalta, por ejemplo, en las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Aquí, se precisará como los vínculos entre encarnación y totalización, por un lado, y entre imagen dialéctica y constelación, por el otro, implicaban modos de entender a las memorias colectivas.
La totalización se encuentra presente en la obra sartreana desde los años 40, aunque aplicada a más de un significado. En la Crítica de la razón dialéctica, Sartre precisa el término, caracterizándolo en oposición a la totalidad entendida como una multiplicidad osificada. Devenir contra inercia, la totalización es tanto una matriz procesual como un concepto que promete despertar al marxismo del economicismo o de una filosofía de la historia trascendente a las coyunturas. La totalización supone una unificación de elementos en acto, con carácter provisorio pero no carente de efectos. De esta manera, la encarnación tiene como contrapartida una acepción de la totalidad que no la supone dada de antemano, como si fuera ontológicamente preexistente. A la inversa, si la encarnación puede ser vista como antecedente, la distinción es puramente analítica. La propia definición de los elementos de la multiplicidad que se totaliza involucra la relación con los otros elementos que entran en unidad.[34]
De esta manera, la singularidad sartreana niega la existe una distancia entre totalización y encarnación, renovando la promesa de una razón fundada en la objetivación práctica:
No puede haber diferencia ontológica o lógica entre la totalización y la encarnación, excepto que –precisamente porque es concreta y real– la totalización opera a través de las limitaciones que impone. En otras palabras, cada totalización interna (…) actúa como praxis–proceso de la encarnación; o, a la inversa, cada realidad práctica y concreta no tiene otro contenido positivo que el ensamblaje totalizador de la totalización en marcha.[35]
La singularidad no es un ejemplo de su época, ni tampoco la totalización está formada sin más por el conjunto de singularidades. Sartre tampoco apuesta por una suerte de organicismo, siquiera uno informado por cada acción individual. La ausencia de distancia entre planos no justifica que ambas partes se relacionen plena y armónicamente entre sí. El desajuste entre el sujeto y su época —así como su pasado— conforma un elemento constante de la obra de Sartre, que puede ser reconocido en sus novelas de los 30 y 40, en las piezas teatrales o en sus textos filosóficos. La dificultad de establecer los límites entre lo singular y la totalización hace al estatuto mismo de la encarnación, de modo tal que no hay disolución de un plano en el otro.
Así, siguiendo con el ejemplo el boxeador, Sartre densifica el momento en que, empezando una carrera, firma un primer contrato. La acción podría ser reducida a un paso más de una trayectoria y, en buena medida, el prisma práctico, sociológico, podría hacer de la capacidad de agencia una causa tras estratificaciones esperadas. Sin embargo, la profesionalización también recrea un sinfín de procesos que la trascienden: desde experiencias de clase o formas de participación en ciertas organizaciones hasta la mercantilización del oficio del boxeador o la violencia presente en cualquier sociedad. Así, en la continuidad de la singularidad se generan procesos que la niegan pero que, desde el punto de vista de dichos procesos, reciben una actualización a través de la singularidad. Esta noción de “totalización mediada”[36] desplaza la dualidad entre instancias hacia una nueva categoría. Empero, cabe advertir de lo riesgoso del procedimiento sartreano. Al igual que otros textos, los ejemplos complejizan al punto de apartarse en exceso de la cotidianeidad que describen: el boxeador de la Crítica o el mozo de El ser y la nada magnifican la experiencia al precio de perder realismo, apartándose de la trayectoria de los sujetos y, en especial, de su representación social.[37]
Esta paradoja de la profundización en la razón práctica —que acaba alejada de lo que describe— resultará de importancia para comprender las dificultades sartreanas para pensar las memorias colectivas y el mundo simbólico en general. En todo caso, la actualización cómo tramitación permanente del límite entre singularidad y totalización genera dos consecuencias teóricas.
Primero, favorece una comprensión de la relación entre esas instancias a partir del papel del conflicto. La actualización —relación entre lo singular y la totalización— guarda, por usar una terminología poco sartreana, cierta “afinidad electiva” con un modo de entender la historia que pone el foco en las disputas de cada coyuntura. La encarnación —como señalamiento del papel que cumple cada detalle, cada individuo o cada característica de este— culmina al servicio de una comprensión esencialmente realista de la política, centrada en establecer cuál ha sido el papel de cada individuo para que el resultado final sea uno determinado y no otro. Al dilatar el rol de las luchas tras los procesos, Sartre acaba en un hiato teórico entre el nivel de la singularidad y un sentido general de la historia, que no tendrá resolución en sus borradores.
Esta dilatación del rol de las relaciones de fuerza marca un hiato teórico en la obra sartreana, que busca resolver la distancia entre el nivel de la singularidad y —ya no la totalización— un sentido general de la historia. Como señala Anderson, el devenir teórico de Sartre lo posicionaba en un problema semejante al de la “doble contingencia” parsoniana, sólo que imputando una menor capacidad de integración al lazo social.[38]
Segundo, al establecer una definición de la singularidad en cómo cada individuo participa de los acontecimientos de su tiempo, Sartre prefigura memorias colectivas acordes a esa definición. Producida por la actualización práctica, la rememoración involucrará el recuerdo del papel jugado por cada individuo en los acontecimientos. Al mismo tiempo, definirá una relación práctica desde el presente con las memorias.
A pesar de la impronta marxista y de las repetidas menciones a luchas obreras, a la Comuna de Paris o a los planes urbanísticos de Haussman, la constelación benjaminiana está lejos de asemejar la coyuntura al producto de la lucha de clases. Una vez más, la distancia entre una lógica anclada en la objetivación práctica (totalización) y otra en el devenir de imágenes (constelación) marca los contrastes entre autores.
Benjamin no desarrolla un abordaje en el que la práctica anuda elementos y niveles. Por el contrario, la constelación debe ser entendida como una auténtica lógica de las formas, como una serie de movimientos y trueques que van develando las conexiones con la totalidad. Sartre, a través de la praxis, va ascendiendo hacia procesos cada vez más abarcadores, para luego regresar sobre detalles e individuos. Benjamin rodea a los procesos históricos, buscando que la imagen dialéctica cristalice en un objeto singular esas conexiones, para finalmente, montándose en otro objeto, reencontrar a la época. La constelación asemeja —para usar una expresión proustiana— a un “caleidoscopio social”. O, como indica en una nota del Libro de los pasajes:
La primera etapa de este camino será retomar para la historia el principio del montaje. Eso es, levantar las grandes construcciones con los elementos constructivos más pequeños, confeccionados con un perfil neto y constante. Descubrir entonces en el análisis del pequeño momento singular, el cristal del acontecer total.[39]
Como método, el montaje debía hilvanar una trama histórica alegórica, integrada por imágenes en metamorfosis,[40] a través de las cuales las constelaciones devienen visibles. La importancia de la alegoría no es solo la consecuencia de la multiplicidad de influencias y lecturas; es el producto de un prisma esencialmente simbólico. Dicho de otra manera, si la singularidad está dada por imágenes, la historia debe serle acorde, llevando a una lógica de formas significativas.
Así, la alegoría rige las relaciones benjaminianas entre lo conceptual y la experiencia. Las preocupaciones por la supervivencia de la semejanza como modo de construir conocimiento atraviesan la obra de Benjamin. Esta “capacidad de percibir lo semejante” anuda elementos diversos a través de su conversión en imágenes.[41] Así, la constelación como categoría de totalidad se rige por intercambios miméticos entre imágenes. Para arribar a este “racimo de conceptos”, los fenómenos sociales deben convertirse en imágenes, que entran en conexión entre sí a partir de la singularidad de los objetos.
En los borradores del Libro de los pasajes, estos procedimientos pueden ser reconocidos en la lectura del fetichismo de la mercancía:
Como alcanza precio la mercancía, es algo que nunca se puede adivinar del todo, ni en el curso de la producción, ni con posteridad, cuando se encuentra en el mercado. Exactamente lo mismo ocurre al objeto en su existencia alegórica. Pero una vez que ha adquirido ese significado, siempre lo puede perder a favor de otro significado. Las modas de los significados cambian casi tan rápidamente como cambia el precio de las mercancías. De hecho, el significado de la mercancía se llama precio; en cuanto mercancía, no tiene otro significado. Por eso, en la mercancía el alegórico se encuentro en su elemento.[42]
Resulta difícil pensar que Marx acordaría con esa lectura de El Capital, salvo dilatando fuertemente la categoría de “abstracción real”. En todo caso, la cita ilustra bien los efectos teóricos de la constelación al momento de pensar la relación entre la singularidad (cada mercancía) y un proceso histórico de gran alcance (la extensión de relaciones sociales acordes al modo de producción capitalista). Como entramado de formas, la constelación entraña una transformación de las prácticas y las estructuras en simbologías o, por lo menos, coloca allí un punto de vista privilegiado para abordarlas.
Con Sartre, el abordaje práctico suponía que lo singular se actualiza en procesos que lo trascienden, encarnándolos. Con Benjamin, lo singular, anclado en los objetos, deviene imagen y entra en relación alegórica con otros fenómenos sociales en una constelación. En la siguiente sección se desarrollará qué consecuencias tienen ambos abordajes al momento de pensar a la memoria colectiva.
4. Memorias: anclaje práctico y forma simbólica
El predominio de la razón práctica o de la razón cultural en relación a las memorias conlleva dos definiciones encadenadas: por un lado, por el objeto de esa memoria; por el otro, por el trabajo de evocación que desde un determinado presente se realiza hacia el pasado. En esta sección, se repasarán estas definiciones en Sartre y Benjamin y cómo estas pueden ser entendidas a partir de sus respectivas nociones de singularidad y totalidad.
La singularidad sartreana está marcada por sujetos –por sus rasgos y actitudes– que actualizan su posición a través de procesos que trascienden a su condición singular; es decir, los encarnan. En esta constante recreación de instancias, parece haber poco espacio para la memoria —individual, colectiva— más allá de concebirla como parte de un pasado negada por las prácticas del presente.
En buena medida, esa es la perspectiva de El ser y la nada, donde el pasado —biográfico— está dado por la opacidad del en–sí, un elemento inerte que cada proyecto niega permanentemente en los hechos a través de una libertad irrenunciable.[43] Así, en A puerta cerrada, obra teatral de 1944, la memoria participa de la condena de cada uno de los tres protagonistas a partir de la mirada osificante de los demás. Si bien el abordaje entre existencialista y racionalista del Sartre de los primeros años 40 guarda más de una incompatibilidad con sus obras posteriores, lo cierto es que la categoría de encarnación bien podría recrear un vínculo semejante entre pasado y presente. Las diferencias con Benjamin —quien sí construye, a partir de la imagen dialéctica, una singularidad plenamente histórica—son claras en este punto.
Sin embargo, en Sartre no se encuentra ausente cierta preocupación por la memoria. En paralelo a la noción de encarnación, Sartre desarrolla un cruce entre memoria y singularidad a través de lo que denomina como universal singular, que aplica parcialmente a la encarnación al pasado histórico. La categoría fue trabajada en una conferencia sobre Kierkegaard.[44]
Vía el universal singular, Sartre se interroga por la supervivencia de quienes —tomando el ejemplo de Kierkegaard— ya no están. La problemática pareciera contener, por momentos, un parentesco, lejano e inconsciente, con las reflexiones de Benjamin y, en otros partes, asimila al vitalismo bergsoniano[45]. En efecto, Sartre se interroga acerca de si la muerte supone la completa exteriorización del sujeto en su época. Es otras palabras, si frente a su desaparición, resulta lícito concluir que existe cierto elemento “irreductible”, que impide que su singularidad se disuelva en procesos y acontecimientos.
La reflexión espeja la distancia entre singularidad y totalización en la dicotomía entre contingencia y necesidad histórica. A grandes rasgos, Sartre volverá —como en Cuestiones de método—[46] a combinar a Hegel y a Kierkegaard. Con Hegel, rechaza la antinomia entre contingencia y necesidad: esta última —en un argumento claramente hegeliano— no prescribe de antemano sino que cubre al conjunto de interacciones una vez que éstas ya han ocurrido. Así, lo singular vuelve a encarnar a lo universal:
Porque la persona expresa singularmente lo universal, singulariza a la historia entera, que deviene a la vez necesidad —por la manera misma en que se imponen situaciones objetivas— y aventura, porque la historia es siempre lo general experimentado e instituido como particularidad en principio no significante. Así, se transforma en universal singular, por la presencia en ella de agentes que se definen como singularidades universalizantes.[47]
En cambio, a partir de Kierkegaard, Sartre no solo marca la falta de linealidad entre contingencia y necesidad histórica; se apoya en la imposibilidad de cada contingencia de superar a su tiempo para demostrar, precisamente, la irreductibilidad de dicha contingencia:
La opción de Kierkegaard —que teme alienarse inscribiéndose en la trascendencia del mundo— es identificarse con ese soporte dialéctico, el lugar del secreto por excelencia: ciertamente, no puede impedir exteriorizarse, porque la interiorización no puede ser sino objetivante, pero hace todo lo que puede para que la objetivación no lo defina como objeto de saber.[48]
Así, la singularidad no sólo actualiza (encarna) a su época, sino que su fracaso recuerda el carácter constitutivo de la diferencia entre la singularidad y la totalización: sin poder realizarse, niegan a su contrario. Desde el punto de vista de la singularidad, su aprehensión aparece como un fracaso.
Los efectos teóricos de este abordaje eminentemente práctico de la memoria pueden ser reconocidos en cómo Sartre concibe al objeto de la memoria colectiva y a su experiencia.
Al tematizar a la singularidad en términos de una contradicción entre la necesidad y la contingencia histórica, las víctimas pasan a ser el objeto por excelencia de la memoria. La irreductibilidad de lo singular se descubre en sus fracasos históricos, de modo tal que el anclaje individual prolonga la forma práctica en el plano simbólico.
Ahora bien, el foco nominalista no se prolonga sin más en el ejercicio de la memoria colectiva. Los recuerdos y los olvidos encarnan para Sartre los procesos que conforman a la totalización. En tanto busca diagramar las coordenadas prácticas que hacen a la coyuntura, la memoria deviene actualización del conjunto de relaciones sociales de las que cada sujeto participa en vistas a los conflictos que signan cada periodización.
Como resultado, lo simbólico queda preso de un enfoque instrumental, que lo concibe como auxiliar de cierto proyecto –sea individual o colectivo. Así, en su extensa obra sobre Flaubert, la incorporación de elementos del psicoanálisis —en particular en relación a la infancia— anticipa la personalidad del escritor.[49] En líneas semejantes, Sartre por momentos señala a memorias colectivas como herramientas teóricas retrasadas, que conspiran contra el éxito de fuerzas políticas[50]. En todos los casos, la memoria conserva el foco en lo singular pero conlleva una subordinación a una dimensión práctica. La instrumentalidad de lo simbólico —indicador de la razón práctica según Sahlins—[51] permanece continua a pesar de los devenires teóricos sartreanos entre los 30 y los 70.
A diferencia de Sartre, la importancia de la memoria en la obra de Benjamin fue relativamente constante, por lo menos desde mediados de los años 20.[52]Como se desarrolló, la imagen dialéctica y la constelación suponen su historicidad así como una experiencia de la memoria. Así, la imagen dialéctica estableció un estatuto de las memorias focalizado en objetos singulares (obras de arte, mercancías). Trasmutados en formas, simbologías, esas imágenes abren puentes entre temporalidades, fantasmagorías y utopías, elaborando constelaciones. La capacidad del pasado de irrumpir en el presente guarda centralidad en estos desplazamientos, construyendo una categoría moderna de experiencia sobre la que confluyen las distintas “influencias teóricas”[53] de Benjamin.
Estos tránsitos desde objetos hasta constelaciones contenían potencialidades y dificultades. Para Benjamin —y para el proyecto frankfurtiano de los años 30’— el Libro de los pasajes ensanchaba el carácter productivo de las superestructuras, superando al economicismo sin perder —por lo menos en el diseño— las transformaciones del capitalismo del siglo XIX. La conversión en imágenes situaba, así, a lo simbólico en el interior de las relaciones de clase, a la vez que alumbraba los efectos de nuevas fuerzas productivas, en particular en el ámbito artístico.[54] Así, si el abordaje sartreano asfixia a lo simbólico, reduciéndolo a un código a explicar por su exterioridad (la práctica), el planteo benjaminiano opera en la dirección contraria: las simbologías —dotadas de índice histórico— se insertan en el conjunto de la realidad social, no eran solo una región superestructural.
Esta lógica de las imágenes no carecía de aporías. Las analogías con el despertar favorecían un psicologismo cuya historización pagaba el precio de cierto organicismo. Las caracterizaciones benjaminianas de la burguesía decimonónica o de la clase obrera parisina se encuentran jalonadas entre la experiencia de la memoria y el desvelamiento de las fantasmagorías y las clases sociales que las deberían recrear. Ciertamente, Benjamin realza a la memoria como campo de disputa y lo coloca en el núcleo mismo de la lucha de clases. Sin embargo, las dificultades de la extrapolación colectiva de esta experiencia no son menores:
Marx expone el entramado causal entre la economía y la cultura. Aquí se trata del entramado expresivo. No se trata de exponer la génesis económica de la cultura sino la expresión de la economía en su cultura. Se trata, en otras palabras, de intentar captar un proceso económico como visible fenómeno originario de dónde proceden todas las manifestaciones de la vida de los pasajes.[55]
El “entramado expresivo” prioriza, sin pretenderlo, lo psicológico por sobre lo sociológico. Como le reprochó Adorno, las analogías con el sueño dependen de cierta noción —tomada en última instancia de Jung— de “conciencia colectiva”[56]. El principio utópico contenido en el despertar —aún con su contenido crítico latente— homologaba imágenes a prácticas. La disolución de éstas últimas marcan el hiato teórico entre la causalidad mecánica[57] reconocida por Benjamin en la masificación de las obras de arte, por un lado, y las experiencias colectivas de la memoria, por el otro.
Empero, cabe resaltar que el Libro de los pasajes no se agotaba en esta línea de investigación: conllevaba una fuerte apuesta a construir una geografía política articulada a la descripción de la memoria colectiva del siglo XIX. En efecto, la asimilación a la imagen conllevaba una trasformación gráfica del espacio, que resaltaba su papel en la memoria. Nuevamente, las influencias benjamianas también contenían el reconocimiento de la capacidad de la espacialidad en la irrupción de la memoria. Por caso, el “tiempo pérdido” proustiano destacaba el espacio como contenedor de recuerdos. Aunque Benjamin no lo cita, los trabajos contemporáneos de Halbwachs también apuntaban al rol de la espacialidad como puente entre percepciones y marcos sociales de la memoria.[58]
Benjamin no pudo desarrollar ninguno de los dos senderos, ni la “conciencia colectiva” como contracara de las imágenes dialécticas ni la espacialidad como recuperación no psicologista de los fenómenos sociales. Sin embargo, la atención en las transformaciones del espacio urbano, aún si lo convertían en imagen, contenían cierta superación de las paradojas de la imagen dialéctica. El recuerdo dejaba de depender —por lo menos exclusivamente— de ciclos de sueños y despertares para destacar los usos diferenciales del espacio, que facilitan —o no— la irrupción del recuerdo a la par de las luchas y conflictos de la coyuntura.[59]
Conclusión
Abordar a Sartre y Benjamin desde inquietudes teórico–metodológicas del presente implica, necesariamente, cierto ejercicio de traducción. Ubicar en cada uno de ellos un enfoque de las memorias que prioriza las prácticas o lo simbólico ordena la lectura de cada autor. La distinción entre razón práctica y razón cultural[60] exhibe las divergencias entre abordajes, permitiendo reconocer los efectos y aporías de cada uno de ellos.
Los contrastes a partir de un foco compartido en el lugar de lo singular y de sus relaciones con la totalidad dan cuenta de cómo el privilegio práctico o simbólico arrastra supuestos que impiden una reconciliación sencilla entre cada una de estas lógicas. Así, Sartre y Benjamin, al dar cuenta de posiciones polares —aún dentro de los extendidos desarrollos del marxismo occidental— ilustran consecuencias teórico–metodológicas difíciles de reconocer en posturas matizadas. Los desafíos del ajuste de toda realidad social a la objetivación práctica última o de una trama histórica construida alegóricamente, integrada plenamente por imágenes, contribuyeron a que las grandes obras de ambos autores permanecieran incompletas.
Como señala Sahlins, entre razón práctica y razón cultural, siquiera una resolución académica parece sencilla. ¿Puede recurrirse a una ambivalencia entre lógicas? ¿Sus límites dan cuenta de una imposibilidad de teorías de gran alcance, incluso por originales y sofisticadas que sean? En todo caso, la lectura metodológica de autores como Benjamin o Sartre aporta a la reflexividad en relación a operaciones más simples de producción de conocimiento, atravesadas, también, por las distancias entre lo práctico y lo simbólico.
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Notas