Reseñas y comentarios
Una de cal y otra de arena. Comentario a: Markus Gabriel, El ser humano como animal. Por qué no encajamos del todo en la naturaleza, Barcelona, Pasado & Presente, 2023
Una de cal y otra de arena. Comentario a: Markus Gabriel, El ser humano como animal. Por qué no encajamos del todo en la naturaleza, Barcelona, Pasado & Presente, 2023
Tópicos, núm. 46, e0091, 2024
Universidad Nacional del Litoral
Recepción: 01 Marzo 2024
Aprobación: 01 Abril 2024
Una de cal y otra de arena. Comentario a: Markus Gabriel, El ser humano como animal. Por qué no encajamos del todo en la naturaleza, Barcelona, Pasado & Presente, 2023.
Íñigo Ongay de Felipe
Universidad de Deusto, España
iongay@ud.es
https://orcid.org/0000-0001-9501-3995
José Carlos Loredo Narciandi
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España
jcloredo@psi.uned.es
https://orcid.org/0000-0002-9474-2464
Recibido: 03/2024. Aceptado: 04/2024.
https://doi.org/10.14409/topicos.2024.46.e0091
Introducción
El último libro de Markus Gabriel retoma cuestiones –ontológicas, epistemológicas, éticas y políticas– tratadas en obras suyas anteriores como Por qué el mundo no existe o Ética para tiempos oscuros, pero en esta ocasión se centra en una temática antropológica que orienta su reflexión en la dirección de una suerte de tratado de homine, por decirlo en términos baconianos. En El ser humano como animal se plantea el puesto del hombre en el cosmos –dicho ahora con palabras de Scheler– en el contexto de lo que considera una crisis ecológica global capaz de conducir a nuestra extinción como especie.
El libro se divide en tres partes. En la primera, “Nosotros y los otros (animales)”, se aborda el juego de continuidades y discontinuidades entre el ser humano y los demás organismos. Gabriel cifra la especificidad humana en la posesión de espíritu y autoconciencia. La segunda parte, “El sentido de (sobre)vivir”, se enfrenta a la pregunta por el sentido de la vida, que Gabriel deposita en la autonomía personal y la búsqueda en común de la “máxima libertad individual” para “el máximo de personas posibles” (p. 192). En la tercera y última parte, “Hacia una ética del desconocimiento”, se subraya que el reverso del conocimiento humano es la certeza de que no es posible conocerlo todo, porque ni siquiera existe propiamente ese todo. De ahí se derivarían una ética y una política de la humildad que implicarían respetar una alteridad –los otros y la naturaleza– de la cual dependemos.
Recurriendo al dicho “dar una de cal y otra de arena”, y suponiendo que la cal es lo bueno (porque hace de conglomerante) y la arena lo malo (porque empobrece la argamasa), vamos a presentar unas reflexiones críticas solidarias del análisis de la obra de Gabriel realizado por uno de nosotros el 22 de mayo de 2022 en la Escuela de Filosofía de Oviedo, dentro de la Fundación Gustavo Bueno.[1] Es precisamente el materialismo filosófico de este autor el que vamos a utilizar como referente.
Lo humano y lo animal
En la primera parte del libro, Gabriel defiende, contra el reduccionismo biológico –también, aunque de forma más indirecta, contra el cultural–, que los seres humanos somos animales en los que cultura y naturaleza se entrelazan:
“En las páginas siguientes se trata, ni más ni menos, de investigar la relación de la naturaleza y el espíritu en el punto de intersección del ser humano y el animal. En el ser humano como animal, la naturaleza y el espíritu se dan la mano. El estudio del ser humano por sí mismo se denomina antropología; cuando a este respecto nos consideramos como animales, se habla igualmente de antrozoología. En el presente libro, para reflexionar sobre el ser humano como animal, me guiaré tanto por los conocimientos actuales de la ciencia como por las contribuciones de la filosofía contemporánea” (p. 19, negritas en el original).
Frente a naturalismos y culturalismos de todo cuño, estaríamos entonces ante un animal paradójico, un “pequeño dios del mundo”, según señala nuestro autor, citando las célebres palabras de Mefistófeles en Prólogo en el cielo del Fausto de Goethe. Ahora bien, aunque es mérito de Gabriel plantear de frente el problema filosófico suscitado por la irreductibilidad del ser humanolo mismo a la natura que a la nurtura, no lo sería tanto, a nuestro juicio, su manera de indicar los canales de entrelazamiento entre ambas que podrían contribuir a disolver el dilema.
Así, llama la atención que Gabriel, aunque demuestra estar al tanto de la biología actual, no conozca –o no saque a relucir– ni el efecto Baldwin ni desarrollos de la biología teórica o la teoría extendida de la evolución como los relativos a la asimilación genética, la plasticidad genotípica, la construcción del nicho o la herencia ecológica. Una exploración de este tipo de factores evolutivos permitiría articular un esquema de relación entre “cultura” y “naturaleza” más sofisticado.[2] Tales desarrollos ofrecen los mecanismos causales precisos que permitirían entender –desde una perspectiva filosófica materialista fundada en las ciencias del presente, pero refractaria al reduccionismo– algo que el propio Gabriel subraya con razón: que los humanos –y, salvando la escala institucional, los animales en general– nos relacionamos con la naturaleza desde dentro, sin escapar de sus regularidades.
El planteamiento de nuestro autor, si bien apunta a menudo en direcciones certeras, solo consigue rebasar los reduccionismos al precio de terminar yuxtaponiendo naturaleza y cultura, a la manera de hipóstasis metafísicas que se superpusieran la una a la otra. Se trata de un horizonte filosófico atrapado en un binarismo kantiano, según el cual los humanos somos animales con espíritu y habitamos en el reino de la libertad.
En tanto que seres vivos espirituales somos libres, de lo que se deriva el valor de la autonomía, de la acción responsable, que en la actualidad vive sometido a mucha presión, también en el corazón de Europa. Para situar en su relación más adecuada valores como la libertad, la igualdad y la solidaridad, y reconquistar con ello la confianza en la competencia de la democracia liberal como solucionadora de problemas, es imprescindible situar de nuevo al ser humano, como ser vivo espiritual y libre, en el centro de la sociedad (p. 14, cursivas en el original).
Estamos ante un trasfondo filosófico-espiritualista –y de sabor clásicamente romántico aus Deutschland– que lleva a Gabriel incluso a hablar de la posibilidad de que el espíritu se encarnase –y emplea esta misma palabra– en estructuras materiales no orgánicas o no basadas en la química del carbono. Pero no es el suyo un transhumanismo high tech que ponga al día el espiritualismo cartesiano apostando por descargar la res cogitans en la nube. De hecho, critica expresamente el transhumanismo aduciendo que nos separa de la naturaleza. La cuestión es más profunda: es de índole ontológica. De ahí que, lo relativo a la cuestión de la existencia de Dios, nuestro autor declare su agnosticismo –sin utilizar este término– al afirmar que no sabemos si existe un Dios, o mejor, que no es imposible que exista.
Humanidad y pensamiento aureolar
Sentada su antropología filosófica en la primera parte del libro, Gabriel se adentra en la ética y la política reanudando, y acaso desarrollándolos al límite, los contenidos de su obra anterior, Ética para tiempos oscuros. Si no nos equivocamos, se trata de un trámite filosófico donde el autor desempeñakantianamente su propia segunda crítica, reponiendo por la vía práctica una suerte de armonismo ético de signo humanista que su prometedora ontología discontinuista parecía haber comprometido radicalmenteen Por qué el mundo no existe. Con todo ello, si hemos detectado un cierto espiritualismo ejercido en la primera parte del libro, la segunda y tercera sección revelarían un idealismo histórico y político de ecos igualmente kantianos.
Lo primero que llama la atención en esta parte de la obra es la ausencia de la escala geopolítica de análisis. Gabriel se sitúa en la perspectiva de la humanidad; es una perspectiva abstracta, metafísica. Se trata de una humanidad capaz de autogobernarse y unirse en una especie de fraternidad universal, como en el poema de Friedrich Schiller en que se basa el apoteósico final de la novena sinfonía de Beethoven (“¡Abrazaos, millones de criaturas!”):
Dado que, al ser animales, formamos parte de la naturaleza, estamos entretejidos con lo vivo, de modo que nuestra acción debe contemplarse también ecológicamente, en relación con otros seres vivos y con nuestro hábitat común: el planeta Tierra. Quiénes somos y quiénes queremos ser también nos mostrará qué deberíamos hacer o renunciar a hacer. En el proceso de autoconocimiento de la humanidad, el ser y el deber se dan la mano (p. 21, cursivas en el original).
La concepción de [Susan] Wolf, que busca el sentido en la vida en vez de asociarlo a un sentido universal de la vida desde una perspectiva trascendente, tiene la ventaja de que sostiene […] que, por medio del amor, todos los seres humanos somos capaces de hallar un sentido en la vida que no es únicamente un posicionamiento subjetivo, sino que nos revela cosas sobre criterios objetivos que unen a todos los seres humanos entre sí (p. 181, cursivas en el original).
Desde esa perspectiva es imposible advertir que los humanos, aunque constituyamos una especie biológica, nos relacionamos unos con otros a través de grupos, eminentemente a través de Estados nacionales y plataformas de alianzas geopolíticas, aunque también a otras escalas como la familiar o la sociocultural. Gabriel critica el individualismo subrayando, con razón, que no somos individuos autocontenidos, pero pasa por alto las escalas intermedias y salta metafísicamente a un armonismo universal que sólo existe en términos de mito de una pureza perdida y una voluntad política y personal –igualmente mítica– de recuperarla. Ante el hecho bruto de la competencia geopolítica, incluso en sus manifestaciones bélicas más crueles –pensemos en Ucrania o Gaza–, nuestro autor procede anunciando, por vía postulatoria, una nueva Ilustración que coadyuvaría a restaurar ad hoc la armonía humanista de partida:
[L]os seres humanos hallamos sentido y satisfacción en hacer cosas que contribuyan a que la vida en común con las vidas de otros vaya mejorando. Trabajar en pro de que las tragedias vayan haciéndose más improbables, que el mayor número posible de personas puedan vivir y morir con dignidad, que nos esforcemos –guiados por principios de justicia social– por vivir en sociedades que en lo posible permitan que sus integrantes hallen sentido a la vida sin causarle daño a nadie... todo esto nos parece muy positivo y sensato (p. 145).
[E]s necesario que existan estructuras sociales cuya función sea formar a las personas en los juicios éticos. Precisamente por eso la Nueva Ilustración reclama una ética para todos (en concreto: clases de Ética desde como mínimo la educación primaria), para que todos podamos debatir en común sobre el desarrollo de la libertad social y el sentido de la vida (p. 224).
Creemos que la claridad aparente del proceder de Gabriel se sostiene recorriendo circularmente un dialelo vicioso del siguiente tenor: frente al problema planteado por la disarmonía de hecho del género humano, cuando esta queda identificada como anomalía desde la óptica del humanismo metafísico de partida, la solución se hace residir en la unidad futura de la Humanidad bajo el signo de una nueva Ilustración cosmopolita por venir, gracias a la cual los conflictos políticos se desvanecen en el disolvente de la ética. Pero el método empleado por el autor es circular por cuanto la evidencia del anuncio de la nueva Ilustración consiste, principalmente, en el anuncio mismo. Así las cosas, la pregunta que se abre paso es hasta qué punto el diagnóstico del propio problema no depende, circularmente, de la perspectiva humanista en la que Gabriel se ha situado para diagnosticarlo: la Humanidad como plataforma de análisis. Dicho a sensu contrario: cuando el armonismo característico de esta perspectiva queda desactivado críticamente, es el propio problema de la falta de unidad entre las partes de la humanidad el que se desvanece como anomalía.
Por lo demás, la nueva Ilustración de Gabriel quiere, en cierto modo, sorber y soplar: ser universalista y a la vez respetar todo tipo de identidades, ya sean culturales –como si no hubiera conflictos objetivos entre algunas instituciones culturales y otras– o personales. Así, subido a la ola de la explosión identitaria contemporánea, nuestro autor habla de autodeterminación sexual o de género como si la experiencia individual de sentirse hombre, mujer, o lo que sea, no estuviera condicionada por factores históricos y socioculturales, que son precisamente los que él mismo pone de relieve cuando critica el individualismo.
Gabriel, intelectual dramático
Resulta fértil leer el libro que nos ocupa a la luz de una categoría extraída de la actual sociología cultural: la noción de “intelectual dramático” delineada por Jeffrey Alexander (2016). Los intelectuales dramáticos dependen, en tanto que actantes sociales, del grado en el que les sea posible imprimir eficacia cultural y retórica a las ideas que dirigen a una audiencia determinada. La relación del intelectual con su audiencia es constitutivamente circular, en el sentido de que todo intelectual moldea con sus intervenciones simbólicas a su audiencia tanto como él queda moldeado por las expectativas de esta. Y es frecuente que un intelectual dramático invoque para ello mega-amenazas de signo más o menos quiliasmático al paso que sugiere discursivamente la llegada de mega-salvadores capaces de confrontarlas, en un cóctel de probada eficacia prosopopéyica, donde no faltan dosis de totalitarismo político-moral que, como hacían los puritanos, confiere trascendencia hasta al más intrascendente de los gestos, que solo será intrascendente en apariencia, esto es, para quienes no hayan recibido la iluminación del intelectual (entendiendo aquí el genitivo en sentido objetivo y subjetivo):
Como queremos sobrevivir, es necesario que logremos dejar atrás la era fósil y que habitemos el planeta en común, de una forma hasta ahora inédita (p. 207).
[E]l progreso tecnológico y científico-natural, al quedar desacoplado del entendimiento moral, nos ha conducido en la Modernidad a la devastación del planeta; por lo tanto, como reacción a la destrucción ambiental, antes que aplicar más ciencia y más técnica, debemos cambiar el modo de pensar con respecto a nuestro carácter finito y limitado” (p. 287).
La pandemia del coronavirus nos ha expuesto con crudeza que hasta nuestras microdecisiones cotidianas poseen un peso moral […]. Lo mismo cabe afirmar sobre el cambio climático y la organización más adecuada de la imprescindible transformación ecológico-social que, idealmente, debería pasar de las patologías de una pura sociedad de consumo a formas de comunidad más humanas” (pp. 299-300).
Gabriel contempla el mundo como desde fuera –por encima de sus partes en conflicto, aunque de facto desde alguna de sus plataformas geopolíticas, que incluyen los mercados europeo y americano– y advierte a la Humanidad de que va por mal camino: el del autoexterminio –emplea este término–, ligado a la crisis climática. Se ubica, así, en la estela de otros profetas del apocalipsis contemporáneo, de Bruno Latour a Greta Thunberg. Recuperar el buen camino parece cuestión de voluntad: la de extender a todo el planeta la democracia liberal.
Conclusión
Regresemos, para concluir, al tantum relativo de cal y arena. La de cal es que nuestro autor lleva adelante críticas agudas al cientifismo (según el cual la ciencia, tomada además en singular, agota la explicación del mundo y nos dice cómo actuar) y los reduccionismos (para él, los “campos de sentido” son irreductibles unos a otros), en la línea de un pluralismo ontológico y gnoseológico apoyado muy solventemente en la gran riqueza de materiales científicos y culturales que se despliegan a lo largo del libro. La de arena es que, aunque su actitud no sea dogmática –dialoga con la tradición filosófica y con pensadores actuales–, su estrategia argumental probablemente sí lo sea, en la medida en que da por supuestas cosas que sirven de fundamento a su discurso, pero que en ningún momento justifica.
La filosofía moral y política de Gabriel parece basarse en ideas metafísicas –típicas, por otro lado, del idealismo alemán– como las de libertad, progreso o humanidad. Ideas metafísicas, en tanto en cuanto se toman como realidades enterizas, fundantes o absolutas, sin fisuras ni ambivalencias, que funcionan como elementos a partir de los cuales se deducen juicios de valor expeditivos sobre realidades como la guerra de Ucrania o las políticas de Donald Trump. Sin embargo, se queda dentro de una caja negra el porqué de esos juicios de valor. Obviamente, puede responderse que la guerra es mala o que Trump cae mal a los europeos refinados de clase media, pero eso es demasiado obvio. El problema es que ni los enfrentamientos bélicos ni la práctica política son cuestión de buena voluntad o empatía.
Gabriel es, creemos, un pensador muy de nuestra época: la época postpandémica, la de la cultura woke, la carnavalización identitaria, las fake news, los “hechos alternativos”, las “conspiranoias”, el subjetivismo felicitario, el populismo, las redes sociales, el culto a los derechos humanos, etc. Su discurso se aviene muy bien con la ideología hegemónica de los países occidentales, donde el pluralismo liberal sigue siendo irrebasable mientras siguen su curso los equilibrios y desequilibrios geopolíticos y económicos. Estamos ante un libro que se ajusta a la manera en que el diccionario de la Real Academia Española define la expresión “una de cal y otra de arena”: “alternancia de cosas diversas o contrarias para contemporizar”. La cuestión es que, si la ontología y la epistemología terminan funcionando como pretextos para la filosofía política y moral, el exceso de arena podría echar a perder la argamasa.
Notas