Sección Filosofía
Criterios de justicia para la asignación de recursos médicos escasos en situaciones de pandemia
Justice criteria for the allocation of scarce medical resources in pandemic situations
Criterios de justicia para la asignación de recursos médicos escasos en situaciones de pandemia
Veritas, núm. 49, pp. 55-70, 2021
Pontificio Seminario Mayor San Rafael Valparaíso
Recepción: 20 Julio 2020
Aprobación: 03 Marzo 2021
Resumen: En este trabajo se exponen veintiuna tesis sobre la asignación de recursos escasos en tiempos de pandemia o crisis sanitaria. El autor parte de la base de que nunca se justifica tratar a una persona como un mero medio. A partir de este principio fundamental, y de otras exigencias de justicia, procura determinar cuáles son los límites a las consideraciones, por lo demás legítimas, de eficiencia o de utilidad. Esto le permite discernir qué criterios de distribución son moral mente aceptables y cuáles no lo son.
Palabras clave: recursos escasos, asignación, distribución, pandemia.
Abstract: This work presents twenty one theses on the allocation of scarce resources in times ofpandemic or health crisis. The author assumes that treating a person as a mere means is never justified. On the basis of this fundamental principle, and other requirements of justice, he seeks to determine what are the limits to considerations, otherwise legitímate, of efficiency or utility. This allows him to discern which distribution criteria are morally acceptable and which are not.
Key words: scarce resources, allocation, distribution, pandemic.
Introducción
La escasez de recursos médicos producida por una pandemia, como toda situación crítica o de necesidad, da origen a problemas morales especialmente complejos. Estos problemas morales, como tales, deben ser evaluados y resueltos a la luz de principios éticos y no de consideraciones puramente técnicas.
En este trabajo se exponen un conjunto de principios y criterios sobre la justa asignación de recursos escasos. La modalidad que se sigue es la de presentar esos principios y criterios en la forma de tesis, que luego de enunciarse se explican y justifican con argumentos filosóficos. El presupuesto fundamental del que se parte es que las personas están dotadas de dignidad o valor intrínseco, lo que se traduce en que nunca se justifica tratarlas como si fueran meros medios. La dignidad permite fijar los límites a las consideraciones, por lo demás legítimas, de eficiencia o de utilidad. A partir del reconocimiento de esa dignidad, y de otras exigencias de justicia, se analiza qué criterios de asignación o distribución son moralmente aceptables y cuáles no lo son.
Criterios de justicia
1. Es siempre injusto tratar a una persona como mero medio. Toda persona está dotada de dignidad, es decir, es un fin en sí y tiene valor intrínseco. Tratar a un ser con valor intrínseco como si estuviera dotado de un valor puramente instrumental, implica degradarlo en su condición e inferirle una injusticia. Por consiguiente, siempre es injusto tratar a una persona como si fuera un mero medio para la consecución de un fin.
2. Es siempre injusto matar intenáonalmente a los enfermos. En el contexto que nos ocupa, la consecuencia más importante de la dignidad de la persona es que jamás se justifica matar intencionalmente, ni por acción ni por omisión, a una persona enferma. Se mata intencionalmente cuando la muerte producida ha sido buscada como fin de la acción o como medio para conseguir otro fin. El fundamento de la prohibición de matar inten cionalmente a una persona enferma es el siguiente: quien mata intencio nalmente a una persona enferma trata la vida de esa persona como si fue ra algo carente de valor o, a lo sumo, como si fuera algo dotado de un valor meramente instrumental; ahora bien, como no existe una distinción real entre la vida de una persona y la persona misma -pues “el vivir es el ser de los vivientes” (Aristóteles, De anima: 415b14)-, se sigue que quien mata intencionalmente a una persona enferma trata a esa persona como algo carente de valor intrínseco.
3. La maximización del bien tiene como límite el respeto por la dignidad de la persona. Cuando no se puede hacer todo el bien, es razonable procurar el mayor bien posible. Del mismo modo, cuando no se puede evitar todo el mal, es razonable evitar el mal mayor. Es legítimo, por tanto, calcular, en la medida de lo previsible, las consecuencias o efectos de nuestros actos para maximizar el bien (o minimizar el mal). Sin embargo, este principio tiene como límite el respeto por el valor intrínseco de toda persona. Es decir, ante una acción que implique tratar a una persona como mero ins trumento, todo cálculo de utilidad debe cesar de plano: esa acción es siempre ilícita (Finnis, 2011: 111-118).
4. Es lícito salvar a ciertas personas a sabiendas de que no se podrá salvar a otras. Si la escasez de recursos impide salvar a todos los amenazados por un peligro, es lícito optar por salvar a algunos incluso a sabiendas de que eso implicará no poder salvar a otros. Por un lado, la máxima “Si no se puede salvar a todos, es mejor no salvar a nadie” (Cahn, 1955: 71) es contraria a la beneficencia posible en el orden humano. Por otro, cuando se opta por salvar a una persona sabiendo que eso implicará no poder salvar a otra, no se busca la muerte de esta última como un medio para salvar a la primera: dicha muerte solo se acepta o tolera como un efecto colateral de la decisión. Ahora bien, aceptar malos efectos colaterales de acciones que son en sí mismas lícitas y necesarias para conseguir bienes de importancia proporcionada es algo que está moralmente justificado. Si no lo estuviera, nos veríamos enfrentados a conflictos de deberes que no se podrían resolver satisfactoriamente. Esto se puede notar de forma muy clara cuando se trata de efectos que el agente no causa, sino que únicamente omite impedir. Por ejemplo, si un médico tiene 5 unidades de un recurso vital y se presentan ante él simultáneamente 10 enfermos que necesitan 1 unidad cada uno para sobrevivir, es manifiesto que, si emplea un criterio justo de distribución, el médico no es culpable por las 5 muertes que no impidió. Lo contrario implicaría obligarlo a lo imposi ble, y eso es absurdo. Pero lo mismo sucede, aunque esta vez no sea tan fácil notarlo, cuando se trata de efectos que el agente causa o contribuye a causar físicamente. La razón es que la distinción entre causar un efecto y no impedir que otras causas lo produzcan es irrelevante cuando el agente tiene, en principio, un deber de actuar para impedir tal efecto, pues el vínculo que la causalidad física establece entre un agente y un efecto es suplido por el vínculo moral o jurídico en el que precisamente consiste el deber (Miranda, 2017).
5. Es legítimo asignar recursos aleatoriamente, pero solo en paridad de otros factores. El valor intrínseco de la persona no exige que las preferencias en la asignación de recursos escasos deban establecerse aleatoriamente o por el azar. Más bien, la justicia exige tratar igual los casos iguales, y en forma diferente los casos diferentes (Aristóteles, Política: 1280a11). Por eso, las preferencias que se fundan en diferencias moralmente relevantes son justas, y respetan el trato imparcial que se debe a toda persona en virtud de su igual dignidad. El recurso al azar es legítimo, pero solo a condición de que entre los candidatos no existan diferencias moralmente relevantes o no sea posible determinarlas (ya sea por falta de información o de tiempo para analizar la disponible). La legitimidad del azar se debe a que, cuando existe paridad en las otras condiciones, él permite concretar la exigencia de justicia de dar igualdad de oportunidades a todos los involu crados (Broom, 1984)2.
6. El grado de urgencia j la probabilidad de sobrevivencia son criterios justos para asignar recursos escasos. Al asignar recursos médicos escasos es razonable, en primer lugar, dar prioridad a quienes requieren atención más urgente (degree of urgency) y a quienes tienen más posibilidades de ser salvados (likelihood of survival). El grado de urgencia de las necesidades médicas y la probabilidad de éxito en el tratamiento de esas necesidades son, en efecto, los criterios tradicionales de triage utilizados en los servicios de salud. Ambas consideraciones, pero sobre todo la segunda, procuran un uso eficiente de los recursos escasos. La eficiencia exige emplear tales recursos en quienes con mayor probabilidad reportarán un real beneficio médico de ellos. Sería un error pensar que la búsqueda de eficiencia solo puede aceptarse en el contexto de una ética utilitarista. Una doctrina no es utilitarista por el solo hecho de afirmar que en ciertos casos se puede, o se debe, atender a la maximización de beneficios en términos de con secuencias previsibles. Una doctrina es utilitarista únicamente si sostiene que esa maximización es el principio supremo para evaluar la licitud o ilicitud de las acciones, de tal modo que derrota a cualquier otro principio o consideración moral con los que pueda entrar en colisión.
7. El número de vidas salvadas es un criterio justo para asignar recursos escasos. Los recursos médicos se deben asignar del modo que permita salvar al mayor número posible de personas (number of lives saved). Así, si un medi camento escaso pudiera salvar alternativamente a cinco personas (que necesitan pequeñas dosis) o solo a una (que necesita el total de la dosis disponible), lo razonable sería, ceteris paribus, repartir el medicamento entre las cinco, aceptando como efecto colateral la imposibilidad de sal var a la sexta. Tal como sucedía con el criterio de la posibilidad de recu peración del paciente, el criterio del número de vidas salvadas (o de muertes evitadas) es compatible con el reconocimiento de la igual digni dad de todas las personas. En la discusión filosófica reciente, la relevan cia del número de los potenciales beneficiados es reconocida por diversas corrientes. Desde luego, se reconoce en el utilitarismo, pero también se reconoce en la ética de la ley natural (Grisez & Shaw, 1988: 132-133), en otras teorías no consecuencialistas (Kamm, 2005) y en algunas versiones del contractualismo (Scanlon, 1998: 232-233). El argumento más sencillo a favor de la relevancia del número de vidas se puede exponer del si guiente modo: si se acepta, por aplicación de un principio fundamental de imparcialidad, que todas las vidas humanas son igualmente valiosas, entonces existe un deber, en paridad de otras condiciones, de salvar al mayor número posible, pues lo contrario implicaría asignar un valor de cero a las vidas de quienes rompen el empate, es decir, de todas aquellas personas en virtud de las cuales el grupo mayor supera en número al grupo menor. F. M. Kamm ha propuesto otro argumento que prueba la misma conclusión de forma igualmente clara, partiendo únicamente del supuesto de que todas las vidas humanas tienen igual valor. La primera premisa dice que la muerte de Pedro más la muerte de Juan es un mal mayor que solo la muerte de Pedro. Esta premisa se prueba fácilmente, pues su negación implicaría afirmar que la muerte de Juan no tiene ninguna importancia, lo que se opone al presupuesto del igual valor de las vidas humanas. La segunda premisa dice que la muerte de Pedro es un mal igual a la muerte de Diego. Nuevamente, la prueba la provee el presupuesto del igual valor de las vidas humanas. Como conclusión -si cambiamos a Pedro por Diego en el predicado de la primera premisa- se obtiene que la muerte de Pedro más la muerte de Juan es un mal mayor que la muerte de Diego, es decir, que los números cuentan (Kamm, 2005: 4).
8. La utilidad para el bien común es un criterio justo para asignar recursos escasos. Es legítimo, también, asignar preferencias en función de la especial utilidad que prestan ciertas personas para la consecución o conservación del bien común. Esta preferencia no implica, por cierto, suscribir la premisa de que la vida de dichas personas es en sí misma más valiosa: simplemente significa reconocer, en las circunstancias particulares, su mayor valor instrumental para el logro de un bien muy importante. A su vez, reconocer que una persona tenga un especial valor instrumental no implica afirmar que posea un valor meramente instrumental. Por aplicación de este criterio, por ejemplo, Tomás de Aquino sostiene que es lícito ceder un bien absolutamente necesario para la conservación de nuestra propia vida y la de quienes están bajo nuestro cuidado, si lo hacemos para dárselo a una magna persona, por la cual se sustentan la Iglesia o la república. La razón que aduce el Aquinate es que “por la salvación de tal persona uno mismo y los suyos se pueden exponer laudablemente a peligro de muerte, ya que el bien común ha de ser preferido al bien particular” (Aquino, Summa Theologiae: II-II, q. 32, a. 6, c.). De ningún modo pretendo sugerir con este ejemplo que la autoridad pueda desposeer legítimamente a los particulares de los bienes que les pertenecen y les son necesarios. Lo que me interesa destacar es que, si el criterio de la utilidad para el bien común es válido para un particular que se encuentra en la tesitura de asignar recursos escasos, a fortiori es válido para la autoridad, que tiene un deber más directo de velar por ese bien común. Este criterio ha sido tradicionalmente usado, de hecho, en el triage de la medicina mili tar, en el que un factor relevante para asignar prioridades es la posibilidad que tiene el paciente de volver al campo de batalla. Por el mismo criterio es razonable, en el caso de una crisis sanitaria, asignar preferencias a aquellos que prestan una contribución significativa a salvar a otros, a mantener operativa la infraestructura crítica o a terminar con la situación que ha causado la escasez de recursos.
9. Los deberes habituales que derivan del estado o del oficio de las personas pue den modificarse en situaciones críticas. Se suele objetar que las consideraciones de utilidad general o de bien común pugnan con los deberes específicos del médico. Conforme a la ética médica tradicional -se añade-, los profesionales de la salud tienen un deber de proteger los intereses de los pacientes como individuos, y de respetar una igualdad de trato que debe basarse exclusivamente en las necesidades médicas del paciente y la probabilidad de éxito médico del tratamiento (Winslow, 2004: 2522). No obstante, a esta objeción puede responderse que los deberes positivos del médico pueden sufrir modificaciones en situaciones críticas. En una situación de normalidad, el ciudadano cumple su obligación de procurar el bien común mediante el cumplimiento de las leyes, de los deberes morales generales y de los deberes morales específicos propios de su ámbito de responsabilidad (muchos de los cuales están recogidos también por las leyes). Así, en el ejercicio de su quehacer, al médico se le pide que cumpla con los deberes propios de su oficio, y no se le pide que adopte la perspectiva de la autoridad que tiene en vista el bien común de toda la sociedad -ni mucho menos que asuma el papel de quien procura desterrar el mal del mundo (García-Huidobro, 1999)3-. Sin embargo, nada impide que, en situaciones excepcionales, como son los casos de crisis o de necesidad, surjan nuevos deberes que puedan modificar o condicionar los anteriores. En estos escenarios, la autoridad puede legítimamente exigir que se contribuya al bien común de formas distintas a las habitua les y a menudo más gravosas que ellas. Esto es lo que ocurre, por ejem plo, cuando la autoridad exige a los civiles que se alisten para ir a la guerra, o cuando restringe ciertos derechos y establece nuevos deberes en los llamados estados de excepción constitucional. No hay ninguna razón por la cual los deberes del médico deberían excluirse de esta regla general. Los únicos deberes que no pueden extinguirse, suspenderse o modificarse en ninguna circunstancia son los deberes absolutos, como el de abstenerse de matar intencionalmente a una persona inocente. Los deberes no absolutos, entre los que están todos los deberes positivos o de acción (como el deber de tratar a un paciente) y los negativos que prohíben actos que no son per se injustos (como el deber de no revelar un secreto), siempre pueden “mutar” en circunstancias especiales4. Volveré sobre esto al final (números 20-21).
10. La decisión prudencial del médico es ineludible en el caso concreto. La aplicación de todos los criterios precedentes es compleja en el caso concreto, pues varios de ellos pueden concurrir simultáneamente en favor de personas distintas. Por ejemplo, puede suceder que quien necesite un ventilador mecánico con más urgencia no sea necesariamente quien tenga más probabilidades de salvarse; o que una persona pueda salvarse con seguridad si se le asigna el ventilador, pero para ello deba usarlo durante un período prolongado de tiempo, equivalente al que permitiría tratar a otras dos personas con expectativas razonables de éxito. Además, un factor cuya presencia suele originar una diferencia moralmente relevante podría no originarla en un caso particular, por verificarse en un grado tan leve que no pueda considerarse razonablemente como significativo (pues, como dice el adagio escolástico, “en las cosas morales, lo que es muy poco se reputa como nada”: in moralibus,parumpro nihilo reputatur). A fin de cuentas, como no existe una fórmula para determinar prelaciones ni para efectuar ponderaciones con exactitud matemática, en el caso concreto la decisión prudencial del médico es ineludible.
11. El criterio de la edad puede utilizarse como criterio auxiliar o secundario para decidir casos en los que hay paridad en los otros factores. Una cuestión compleja se refiere al establecimiento de preferencias por razones de edad (ageism). ¿Es razonable optar primero por salvar a los más jóvenes? Cuando la diferencia entre la edad de las personas es pequeña, la importancia de este factor se diluye. Pero ¿qué sucede si el único ventilador disponible es necesario para salvar a un niño de 8 años y a un hombre de 80, y sabemos que en ambos casos el uso será efectivo, es decir, permitirá que su beneficiario se recupere de la enfermedad? Los defensores del criterio etario sostienen que es consistente con la intuición común: si en un naufragio tenemos un chaleco salvavidas adicional, y debemos optar entre dárselo a un niño de 8 años o a un hombre de 80, y ambos nos son desconocidos, la gran mayoría elegiría dárselo al primero. Por su lado, quienes se oponen a este criterio suelen afirmar que es injusto porque atribuye un menor valor a la vida de las personas mayores. Según esta crítica, el criterio asume la falsa premisa de que el valor de la vida decrece a medida que la vida se acerca cronológicamente a su término natural. Sin embargo, no todos los defensores del criterio etario parten de esa premisa. Algunos reconocen que toda vida humana es igualmente valiosa, y sostienen que precisamente por eso se debe establecer una preferencia en favor del menor: es justo -dicen- que el más joven tenga la oportunidad de vivir y disfrutar la vida que el mayor ya ha vivido y dis frutado (Shaw, 1994). Dicho de otro modo, si vivir una vida más larga es un bien, la preferencia por los más jóvenes permitiría que todos puedan participar más equitativamente de ese bien. Este argumento le otorga cierta plausibilidad al criterio etario, pues muestra que es posible explicar la intuición común arriba aludida sin suscribir necesariamente la tesis de que la vida de los mayores es en sí misma menos valiosa. Con todo, que un criterio sea plausible no significa que deba ser el primero, ni tampoco que pueda utilizarse fuera de los casos de conflicto. Así, sería injusto utilizar este criterio antes que todos los demás, y lo sería también utilizar lo para excluir derechamente de ciertos tratamientos a determinados grupos etarios (por ejemplo, si se estableciera como regla que no se asig narán ventiladores mecánicos a personas mayores de 80 años).
12. El criterio de la cantidad de años de vida futuros también puede utilizarse como criterio auxiliar o secundario para decidir casos en los que hay paridad en los otros factores. Una dificultad semejante a la del número anterior se presenta con el criterio que propone asignar los recursos escasos del modo que permita salvar la mayor cantidad de años de vida (life-years). Según este criterio, se debe dar prioridad a los pacientes que sobrevivirán más años con posterioridad al tratamiento. A menudo, este criterio se confunde con el de la edad, pero no son iguales: el criterio de la edad se refiere a los años de vida pasados, y beneficia a quien ha vivido menos, mientras que el criterio de los años de vida se refiere a los años de vida futuros, y beneficia a quien se prevé que vivirá más. A pesar de esta diferencia, los resultados de maximizar la cantidad de años de vida salvados coincidirán frecuentemente con los de preferir a los más jóvenes, porque estos son quienes han vivido menos y suelen ser los que se espera que vivan más. Sin embargo, en algunos casos podría no darse esa coincidencia: si el niño de 8 años padece otra enfermedad (distinta a la que será tratada satisfactoriamente con el recurso escaso) que con altísima probabilidad le causará la muerte en el plazo de un año, mientras que el hombre de 80 goza de una salud que le permitiría llegar sin problemas a los 90, el criterio de la cantidad de años de vida le dará preferencia a este último. La valoración de este criterio es difícil desde el punto de vista filosófico. Con todo, así como cierta intuición general tiende a avalar el criterio de la edad, sucede lo propio con el criterio de la esperanza de vida, al menos cuando las diferencias son muy grandes. Como ha escrito Jonathan Glover, si se niega la relevancia de la expectativa de vida futura se tendría que afirmar algo que parece absurdo, a saber, que “hay tanto valor en posponer una muerte por diez minutos como en posponerla por diez años” (1990: 220). Este criterio, como el anterior, parecen, pues, ser relevantes al menos cuando las diferencias de edad o de esperanza de vida son muy significativas.
13. Los criterios de edad y de años de vida, aun si se concede que no son injustos en sí mismos, podrían ser inconvenientes por causa de los peligros que pueden seguirse de su uso. Incluso si se concede que los criterios de edad y años de vida no son injustos en sí mismos, el uso de ambos como base de una política pública de asignación de recursos presenta un problema importante, que puede operar como razón suficiente para descartarlos. Es decir, aunque no sean injustos en sí, podrían ser inconvenientes por los peligros que pueden seguirse de ellos (propterpericulum sequens). En un trabajo reciente suscrito por veinte autores -todos muy lejanos al utilitarismo- se apre cia la dificultad que existe para juzgar si el criterio de los años de vida puede ser válido en alguna instancia, aunque sea secundaria. Los autores, en efecto, dejan constancia expresa de su discrepancia acerca de tal punto (Anderson et al., 2020). No obstante, todos concuerdan en que el uso de dicho criterio conlleva un problema o peligro práctico muy serio: “... tememos los efectos prácticos de enfatizar los años de vida, especialmente en una cultura como la nuestra. En la práctica, podría parecer que tal política privilegia sistemáticamente la vida de los jóvenes sobre los viejos. [...] En este entorno, una política de priorizar casi siempre a los jóvenes sobre los viejos podría reflejar y afianzar un prejuicio que ya está muy extendido. Podría conducir a una mayor devaluación de las vidas de los ancianos, lo que podría causar daños graves y, a menudo, letales, mucho más allá de los escenarios de triaje impuestos por las emergencias de salud pública. Esa es una posibilidad que nos da fuertes razones prudenciales para oponernos a cualquier principio que aconseje a los médicos maximizar la cantidad de años de vida salvados en lugar de considerar la cantidad de vidas salvadas, viejas o jóvenes” (Anderson et al., 2020). Como lo sugiere esta última afirmación, el criterio de la cantidad de vidas salvadas siempre ha de tener prelación sobre el de la cantidad de años de vida salvados. Así, si la alternativa es emplear el recurso escaso para salvar a cinco personas que podrán vivir dos años después del tratamiento o a una que podrá vivir once años, se debería elegir salvar a las cinco, aun cuando la otra opción salve más años de vida.
14. La cantidad de años de vida ajustados por la calidad de vida no es un criterio justo para asignar recursos escasos. El criterio de “años de vida ajustados por calidad” (QALYs: quality-adjusted life years) toma en consideración la cantidad de años de vida (como el criterio expuesto en el número 12), pero ajusta su valor en función de la calidad de vida que la persona tendrá durante esos años. Un año de vida en perfecta condición de salud y sin discapacidad tiene un valor de 1 QALY, y ese valor decrece según el grado en que la enfermedad o la discapacidad deteriore la calidad de vida de la persona, hasta llegar al valor de 0 QALY, que está representado por la muerte, o incluso a un valor inferior a 0, cuando el estado de la persona podría considerarse peor que estar muerto. La injusticia de este criterio se debe principalmente a que considera que la vida de los discapacitados o enfermos es per se menos valiosa que la de quienes no padecen esas desventajas. Por otro lado, la pretensión de fijar un valor numérico objetivo a la vida de las personas en función de la calidad de vida está condenada al fracaso, porque los factores que inciden en la calidad de vida son inconmensurables entre sí. Desde luego, limitar el análisis solo a factores relativos al bienestar corporal permite efectuar algunas comparaciones, pero lo hace a costa de incurrir en un reduccionismo indefendible, que deja fuera otras dimensiones tanto o más importantes de la vida humana.
15. La capacidad de pago no es un criterio justo para asignar recursos escasos en una situaáón de crisis. Tampoco es un criterio justo el de otorgar preferencia a quien pueda pagar, o pagar más, por el recurso escaso (ability to pay). En situación de normalidad, el criterio de capacidad de pago suele operar, de hecho, como una forma de seleccionar a quienes podrán acceder a un recurso escaso, sobre todo cuando se trata de un recurso muy costoso. Esto es así al menos en aquellos lugares donde los servicios de salud también son ofrecidos por privados. Pero en una crisis sanitaria el escenario cambia, pues es el Estado el que asume la tarea de repartir los recursos escasos, y ante él los enfermos comparecen como ciudadanos y no como consumidores. En tales circunstancias, la capacidad económica de las personas no es un factor relevante para hacer distinciones en la distribución de bienes necesarios para conservar la vida. Por otro lado, asignar este tipo de bienes al mejor postor conspira con el propósito de asentar una cultura de respeto por el valor intrínseco de la vida humana. En tal sentido se ha dicho que “el espectáculo de pacientes desesperados que compiten entre sí en un sistema de libre mercado de distribución de recursos que salvan vidas tiende a erosionar seriamente lo que sea que quede del compromiso de una sociedad con el valor incomparable e in trínseco de la vida humana” (Kilner, 1990: 181).
16. El orden de llegada no es un criterio justo para asignar recursos escasos en una situación de crisis. El criterio de orden de llegada (queueing o first-come, first-served) tampoco es un criterio justo en una situación de crisis. Otros han mostrado ya los inconvenientes que tendría utilizar este criterio en un caso de pandemia como la del Covid-19. Los argumentos de estos autores, que reproduzco a continuación, son válidos en buena medida para otras crisis sanitarias también: “un criterio de orden de llegada beneficiaría injustamente a los pacientes que viven más cerca de los centros de salud. Y la distribución de medicamentos o vacunas por orden de llegada fomentaría las aglomeraciones e incluso la violencia durante un período en el que el distanciamiento social es primordial. Finalmente, los criterios de orden de llegada significan que las personas que se enferman más tarde, tal vez debido a su estricto cumplimiento de las medidas de salud pública recomendadas, son excluidas del tratamiento, lo que empeora los resultados sin mejorar la equidad” (Emanuel et al., 2020: 2053).
17. El retiro de un recurso vital que ya ha comenzado a usarse no implica necesariamente intención de matar. Hasta ahora hemos visto que, por una razón proporcionalmente grave, es lícito no asignar a una persona un recurso escaso que podría beneficiarla. Pero ¿puede ser lícito que, por una razón del mismo tipo, se prive de un recurso escaso a una persona que ya lo está usando y que, de hecho, está reportando beneficio de tal uso? Es indudable que, desde el punto de vista psicológico, lo segundo es más problemático que lo primero, pues en el segundo caso el paciente ya ha formado una (mayor) expectativa sobre su recuperación, que se ve frustrada con la interrupción del tratamiento (Kamm, 2013: 402). Sin embargo, no toda diferencia psicológica tiene como correlato una diferencia moral. Si la situación se analiza con rigor, puede notarse que la distinción entre no conceder el uso del recurso escaso y retirar el recurso una vez que ya ha comenzado a usarse no es moralmente relevante. La razón de esto es que, también en el caso de la interrupción del tratamiento, el mal que padece la persona afectada (v. gr., la muerte) no es intencional, es decir, no es procurado ni como fin en sí ni como medio para conseguir otro fin, sino que es únicamente aceptado como efecto colateral de una acción necesaria para obtener un bien proporcionalmente importante (v. gr., salvar a más personas). Luego, el acto de retirar el recurso o interrumpir el tratamiento no constituye en sí mismo una violación de la dignidad de la persona. Una forma clara de notar que el retiro de un recurso vital no implica necesariamente intención de matar es la siguiente: si es posible, por ejemplo, que alguien ceda un ventilador mecánico sin tener intención suicida (algo que, al parecer, nadie niega), entonces, por paridad de razones, también es posible que otro le retire ese ventilador sin tener intención homicida. El consentimiento de la persona que pade cerá el daño puede, en algunos casos, ser moralmente relevante, pero no determina la intención con que obra el otro agente.
18. El retiro de un recurso vital que ya ha comenzado a usarse no parece ser injusto por otras razones. Quizá alguien podría objetar que la acción del retiro, si bien no implica intención de matar, es ilícita por otras razones. Por una parte, podría afirmarse que por el uso del recurso escaso el paciente adquiere un derecho sobre ese recurso o sobre su uso. Por otra, se podría sostener que el médico tiene un especial compromiso con quien ya es su paciente, y de ese compromiso deriva para el médico un deber de no dejar al paciente en una peor condición que aquella en la que actualmente se encuentra. Sin embargo, estas dos posibles objeciones exigirían justificar las afirmaciones en las que se basan. Por ejemplo, si el uso confiere un derecho sobre un recurso escaso que pertenece a otros, ¿qué derecho confiere y por qué? Ciertamente, no confiere un derecho de propiedad sobre el recurso. ¿Cuál confiere, entonces, y por qué ese derecho debería considerarse absoluto? Análogas preguntas pueden formularse respecto del compromiso del médico. ¿Existe realmente un compromiso en esos términos? ¿Son absolutos los deberes que derivan de ese compromiso? Como ha escrito Kamm, “los compromisos [del médico] pueden ser anulados, por ejemplo, por el intento de ayudar a un mayor número de personas, especialmente si estas también son ya sus pacientes. [...] Además, los compromisos pueden ser asumidos por los médicos en una forma explícitamente condicional [...]. Puede ser parte de la responsabilidad de los pacientes aceptar que su tratamiento útil pueda ser detenido por razones moralmente legítimas” (2013: 405).
19. Con el fin de evitar los males a los que esa acción podría dar ocasión, la autoridad puede prohibir legítimamente el retiro de recursos escasos que ya están en uso. A pesar de lo dicho en los dos números precedentes, se debe tener en cuenta que de la licitud de retirar un recurso vital no se sigue que la autoridad deba permitir tal acción en toda circunstancia. En ciertos casos, acciones lícitas o justas en sí mismas pueden ser legítimamente prohibidas con el fin de evitar los males a los que esas acciones podrían dar ocasión. Por ejemplo, la autoridad tiene derecho a prohibir un evento deportivo si sabe que un grupo de antisociales tomarán ocasión de él para realizar saqueos y destrozos (y la autoridad no puede evitar esos desmanes de otra manera menos perjudicial). Del mismo modo, la autoridad puede disponer que no se retirarán recursos escasos que ya están en uso, no porque ese retiro sea injusto, sino para evitar los males a los que tal retiro podría dar lugar como efectos colaterales (por ejemplo, discordia social, presiones sobre quienes deben tomar la decisión, etc.). La prudencia puede aconsejar, por tanto, no otorgar a los médicos la potestad de reti rar los recursos que los enfermos ya están usando y de los que están re portando beneficio.
20. El deber que tiene el médico de tratar a su paciente no es un deber absoluto. El deber que tiene el médico de tratar a su paciente, como deber positivo que es, no es un deber absoluto, es decir, no es un deber que obligue en toda circunstancia. En buena lógica, solo pueden ser absolutos los deberes negativos o de abstención. Los deberes positivos, esto es, los que mandan ejecutar una acción para conseguir un cierto fin, nunca pueden ser absolutos. Y esto se prueba por, al menos, dos argumentos. En primer lugar, solo los deberes de abstención son siempre físicamente posibles de cumplir. Los deberes positivos, en cambio, pueden ser físicamente imposibles de cumplir en muchas circunstancias. Cuando eso sucede, el deber desaparece, porque “deber implica poder”, o, como dice el adagio, “a lo imposible nadie está obligado” (ad impossibilia nemo tenetur). En segundo lugar, los deberes positivos no son absolutos ni siquiera cuando son físicamente posibles de cumplir. La razón de esto es la siguiente: para que un deber positivo fuese absoluto debería verificarse una especial condición, a saber, que el bien que ese deber manda conseguir fuera de tal magnitud que incluyera y superara la bondad de todos los demás bie nes. En efecto, solo en ese caso existiría una obligación de privilegiar siempre la acción necesaria para conseguir dicho bien, cuando ella sea incompatible con otra acción dirigida a alcanzar un bien diverso. Si el bien no tuviera tal característica, la incompatibilidad podría resolverse a favor de la otra acción. Pero no hay ningún bien cuya bondad incluya y supere la de todos los demás bienes, pues los bienes humanos son hete rogéneos e inconmensurables entre sí: todos son bienes, pero de muy distinta manera. En conclusión, como el deber que tiene el médico de tratar a su paciente no es un deber absoluto, puede extinguirse por una razón proporcionalmente grave. Existe una razón de esta clase cuando, en las circunstancias concretas del caso, hay un bien suficientemente importante que solo puede conseguirse con una acción que es incompatible con la acción necesaria para alcanzar el bien al que se refiere el deber en cuestión.
21. Un tratamiento médico puede ser desproporcionado por rabones de justicia distributiva o de bien común. Afirmar que el deber del médico de tratar a su paciente puede extinguirse por una razón proporcionalmente grave es equivalente a afirmar que tal deber se extingue cuando el tratamiento es desproporcionado. Un tratamiento médico puede ser desproporcionado por diversas razones. Como concepto general, un tratamiento desproporcionado es el que produce más perjuicio que beneficio. Hay dos grandes tipos de tratamiento desproporcionado. El primero es el tratamiento médicamente inútil o vano, es decir, el que no va a producir el efecto de mejorar la condición de salud del paciente. El segundo es el tratamiento médicamente útil -esto es, que puede producir beneficios reales para la salud del paciente- que, sin embargo, implica también costos o cargas que superan sus beneficios. Los costos o cargas que pueden hacer desproporcionado un tratamiento médicamente útil son de, al menos, cuatro clases. En primer lugar, pueden referirse a materias estrictamente médicas, como la salud y el bienestar psicosomático del paciente. Así, un tratamiento puede ser desproporcionado porque implica un riesgo muy alto para la salud, la integridad física o la vida del paciente, o por el gran dolor físico o pesar psicológico (angustia o frustración) que le podría provocar. En segundo lugar, los costos o cargas pueden ser eco nómicos. Así, un tratamiento médicamente útil, que además es propor cionado según criterios estrictamente médicos, podría, no obstante, ser desproporcionado porque es ruinoso para el paciente y su familia. En tercer lugar, los costos o cargas pueden versar sobre convicciones mora les. Así, un tratamiento útil y proporcionado según criterios médicos y económicos puede ser desproporcionado si es contrario a la conciencia del paciente. Esto es lo que sucede en el caso de las transfusiones de sangre en relación con las personas que profesan la religión Testigos de Jehová. En cuarto lugar, puede tratarse de costos o cargas que afectan el bien común. Así, en el triage de la medicina militar es desproporcionado tratar al herido que no puede volver al combate, cuando eso implica no tratar al que sí podría hacerlo. Una especie de esta cuarta clase son los costos o cargas referidos a cuestiones de justicia distributiva. En este sentido, un tratamiento es desproporcionado si implica un uso ineficiente de recursos médicos escasos. Por ejemplo, si un medicamento escaso pudiera salvar alternativamente a cinco personas (que necesitan pequeñas dosis) o solo a una (que necesita el total de la dosis disponible), sería desproporcionado, ceteris paribus, asignar todo el medicamento a esta última, en vez de repartirlo entre las otras cinco. En síntesis, no es plausible sostener que los criterios estrictamente médicos son los únicos que se han de tener en cuenta para evaluar la proporcionalidad de un tratamiento. Todos admiten que el criterio económico es relevante, y muchos admiten que las consideraciones de conciencia también lo son. No se ve, por tanto, que haya razones para excluir los criterios de bien común y de justicia distributiva.
Conclusión
A partir del principio de respeto por la dignidad de la persona -que prohíbe tratar a una persona como si fuera un mero medio- y de otras exigencias de justicia es posible discernir qué criterios de asignación de recursos médicos escasos son moralmente aceptables y cuáles no lo son. Una propuesta que reconozca el valor intrínseco de toda persona debe rechazar el utilitarismo, pero debe conferir relevancia a criterios de eficiencia o de utilidad al momento de evaluar la proporcionalidad de los efectos colaterales de las acciones.
Referencias
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Notas