Sección Teología
Recepción: 02 Marzo 2021
Aprobación: 25 Julio 2021
Financiamiento
Fuente: Universidad Católica de la Santísima Concepción
Nº de contrato: DIREG 01/2019
Descripción del financiamiento: El presente artículo es producto de un proyecto interno regular de investigación de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, Concepción, Chile, titulado “El acontecimiento del pensamiento: dimensiones jurídicas-económicas-cívicas. Una propuesta filosófica y teológica”. Código DIREG 01/2019
Resumen: En su obra Pénombres: glanes et aproches théologiques el escritor francés Joseph Malegue (1876-1940) ha incluido un original e importante ensayo: Ce que le Christ ajoute a Dieu (Lo que Cristo añade a Dios). Después de elaborar unas premisas, nos hemos detenido sobre el contenido propiamente cristológico de este ensayo. No solo lo hemos presentado sintéticamente, sino que hemos querido identificar los núcleos de su discurso que podrían ofrecer unos caminos abiertos y novedosos para la reflexión teo-cristológica. En este sentido, hemos querido releer la herencia de su pensamiento presente en este ensayo y, si es posible, prolongarla y coronarla.
Palabras clave: positivismo, pensamiento de Cristo, encarnación, redención, hombre.
Abstract: In his work Pénombres: glanes et aproches théologiques the French writer Joseph Malegue (1876 1940) has included an original and important essay: Ce que le Christ ajoute a Dieu (What Christ adds to God). After elaborating somepremises, we have stopped on the properly Christological content of this essay. We have not only presented him synthetically, but we have also wanted to identify the nuclei of his discourse that could offer open and new paths for theo-Christological reflection. In this sense, we wanted to re-read the heritage of his thought present in this essay and, if possible, prolong it and crown it.
Key words: positivism, thought of Christ, incarnation, redemption, man..
Introducción
El Papa Francisco, retomando una afirmación de Joseph Málegue (Rubin-Ambrogetti 2010: 40), ha favorecido una especie de renaissance de los estudios sobre este autor. En el ámbito hispanohablante, este renacimiento se ve favorecido por la traducción al castellano de la obra más famosa de Malegue, Augustin o el maestro está ahí (2020).
Lo que aquí nos interesa, sin embargo, es retomar entre las varias obras de Malegue el ensayo teológico que nos parece más interesante, titulado Ce que le Christ ajoute a Dieu, lo que Cristo añade a Dios (Malegue, 1939: 11-74) y que ha sido definido, con justicia, como “notable” (Moe- ller, 1961: 320). Este ensayo está contenido en la obra de Malegue Pénom- bres: glanes et approches théologiques (1939), que aún no ha sido traducida al castellano. En esta obra, pareciera que Malegue nos invitara a espigar y recolectar (glaner) sus aproximaciones teológicas. Se asemeja en esto a Booz endormi de Víctor Hugo: “Su gavilla no era avara ni tenía odio; Cuando veía pasar a alguna pobre espigadora: Dejad caer a propósito espigas - decía” (Hugo, 2000: 81). Las contenidas en su Penómbres, ade más, son definidas expresamente como aproximaciones (approches). Tales aproximaciones no son explicaciones ya hechas y concluidas, de modo que dejan libertad para suplementarlas, prolongarlas, coronarlas, es decir, componerlas con su pensamiento. Charles Péguy, nacido tres años antes de Malegue, escribía acerca de la lectura:
Leemos una obra para nutrirnos de ella y para crecer. (...) Lo que hace falta es entrar en la fuente de la obra; y literalmente colaborar con el autor. La lectura es el acto común, la operación común de quien lee y de lo leído, de la obra y del lector, del libro y del lector, del autor y del lector. La lectura es la coronación de un texto (o la de-coronación). (Péguy, 1992: 1008)
En este sentido, lo que queremos proponer en este estudio es una lectura del ensayo ya citado: Lo que Cristo añade a Dios contenido en Pénombres. Ensayo que primeramente había sido el fruto de unas conferencias dictadas y que después fue publicado en La vie intellectuelle en 1935. Nos detendremos, después de elaborar algunas premisas, sobre todo en la segunda parte del ensayo, la que más nos interesa, pues es propiamente teo-cristológica (no retomaremos la tercera parte que se refiere a la fe cristiana, especialmente a la de los santos). Por lo que conocemos, no existe un estudio dedicado especialmente a este capítulo en el que nos concentraremos.
Al igual que Ruth con las espigas de Booz, queremos recolectar las espigas, las intuiciones contenidas en este ensayo. Es más, puesto que no se trata de repetir un pensamiento, sino de heredarlo, es decir, de trabajarlo, desearíamos coronar y prolongar, si fuera posible, los caminos inconclusos, las aproximaciones, mejor dicho, los caminos abiertos que Malegue ha descubierto en este ensayo. En lo dicho por Malegue queremos espigar, recolectar y discernir lo que estaba implícito en sus intuiciones. Pensamos que estas intuiciones de Malegue son de una importancia teo-cristo-lógica muy significativa y, por ello mismo, no deben ser perdidas. Por lo tanto, queremos recogerlas, coronarlas y ofrecerlas como tributo a su memoria.
1. Premisas
Para entender los caminos abiertos por Malegue en su Ce que le Christ ajoute a Dieu tenemos que presentar algunas premisas para que aquellos se hagan inteligibles.
1.1. La competencia del sensu fidei del laico cristiano
En su prefacio nos parece muy significativa la insistencia de Malegue sobre la “competencia” del laico cristiano no solo en los contenidos de la fe, sino, sobre todo, sobre su salvación: “Él tiene su alma para salvar” (Malegue, 1939: 7). Tres veces, Malegue en su prefacio repite este término, “competencia” (1939: 7). Esta clarividencia anticipa lo que afirmará el Concilio Vaticano II en Lumen Gentium, n. 12 y, especialmente, en el n. 35, en que se afirma que Cristo continúa su misión también a través del sensusfidei de los laicos “a quienes constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra para que la virtud del Evange lio brille en la vida diaria, familiar y social”. La fides quae (los contenidos de la fe) y la fides qua (el acto de fe) para Malegue son indisociables: los contenidos de la fe no se pueden separar de la salvación del hombre. A este propósito, el sensus fidei del laico cristiano es competente acerca de su salvación sin ninguna sumisión a saberes superiores externos a su misma fe. Sin embargo, para nuestro autor, no hay ninguna desvinculación del sensus fidei del cristiano respecto del Magisterio que, al contrario, es “órgano de protección y ayuda” (Malegue, 1939: 7) para la consolidación de esta misma competencia.
El laico cristiano, por tanto, es reconocido por Malegue como sujeto sui iuris, capaz de cumplir competentemente los actos de su fe, sin nece sidad de ser sumiso a saberes superiores que inhibirían su pensamiento cristiano. Aquí Malegue pareciera seguir lo afirmado por san Agustín, o sea, que una fe no pensada es nada: fides si non cogitetur, nulla est (1956: 484). Claro está, esta competencia debe remover “los ornamentos sagrados que disfrazan al actor” (Malegue, 1939: 9), es decir, el cristiano que, de modo acostumbrado, se ampara detrás de un cierto “mimetismo espiritual” (Malegue, 1939: 9) con la masa de los creyentes.
1.2. El contenido del ensayo y el necesario “trabajo del pensamiento”
Lo que hemos mencionado sobre la competencia del cristiano laico está vinculado directamente a lo que Malegue quiere proponer en este ensayo dividido en tres partes, especialmente, en lo que se refiere a lo que Cristo añade a Dios, contenido que es decisivo para la salvación. Es por esta añadidura que el cristiano es hecho competente en su fe, es más, es esta la que hace razonable la fe. De hecho, escribe que
ni al pensamiento metafísico, ni siquiera al sentimiento religioso, Dios puede presentarse inmediatamente bajo el aspecto trinitario que el cristianismo nos ha revelado. Es hacia un Dios teísta, un Dios unitario, que nuestra mente es conducida por una pendiente bastante fácil y como por una forma natural de sobrenaturaleza. La fe por la que se prolonga y perfecciona una búsqueda intelectual orientada a Dios es simplemente fe en Dios. No se le añade cristología. Es por una añadidura ulterior (adjonction ultérieu- re) infinitamente imprevisible, que la venida de Cristo complica y enriquece (complique et enrichit) para el alma religiosa la idea pura y simple de Dios. (Malegue, 1939: 13)
Lo que Cristo añade a Dios es decisivo para la salvación del hombre. La intención de Malegue es relacionar la afirmación de la existencia de Dios hecha por el cristiano, a la de un “Dios nuevo e insólito (Dieu nou- velle et étrange) que la venida de Cristo ha puesto ante nuestros ojos de carne” (Malegue, 1939: 14). Nótese que traducimos como “insólito” el término étrange, pues nos parece que respeta mejor el sentido dado por Malegue a la imprevisible venida de Dios en la historia. Es muy significativo que Malegue hable de “los ojos de carne”, polemizando implícitamente con el título de la obra de Pierre Rousselot, Lesyeux de la foi que es de 1910 (1994). La importancia de este énfasis, bien lejana de cualquier “introspección” (Malegue, 1939: 59) de unos supuestos “ojos de la fe”, se verá mejor por lo que diremos más adelante, cuando Malegue hable de la oportunidad que el pensamiento positivista ofrece a la fe cristiana.
Nuestro autor reconoce que la relación que el pensamiento debe hacer entre la afirmación de la existencia de Dios y el Dios nuevo que es Cristo para los hombres es un “problema infinito”y que, sin embargo, “debemos atacarlo con nuestras fuerzas, es decir, con este trabajo de inteligencia, este juego exacto de pensamiento que normalmente implica e incluso requiere la salvación” (Malegue, 1939: 14. Cursivas nuestras). La confianza de Malegue en la razón, esta “hija de Dios” (Malegue, 1938: 77), en la capacidad del pensamiento del hombre, en contra de cualquier fideísmo y sumisión a saberes superiores, es realmente notable y moderna, como ya se ha hecho notar cuando se ha señalado “su respeto por la inteligencia” (Moeller, 1961: 320). En el fondo, es lo que había soñado en vano Kant: “La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento, sin la guía de otro” (Kant 2004: 33). Sin embargo, como ya hemos señalado, es necesario recalcar que Malegue no separa la razonabilidad de la fe del cristiano del Magisterio de la Iglesia.
Ahora bien, primeramente, Malegue se refiere al reconocimiento por parte del hombre de la existencia de Dios. Este reconocimiento no se da ni por “una intuición intelectual” (Malegue, 1939: 14), ni por “una evidencia inmediata” (Malegue, 1939: 15). Se da más bien “por la convergencia de una serie de razonamientos o, como dice Santo Tomás, de pruebas, que es el modo de todas nuestras conquistas intelectuales” (Malegue, 1939: 15). Para Malegue sería extraño y raro que el contenido del conocimiento de Dios, que es “lo más rico e importante”, nos fuera entregado “por métodos inmediatos y baratos (a bon marche)” (Malegue, 1939: 15).
Estos métodos inmediatos y baratos son para Malegue los de los modernistas. Se puede decir que en nuestro autor siempre estuvo viva la temática expresada en su Augustin ou le Maitre est la (1966) entre la fe cristiana de la Tradición eclesial y el modernismo. Podemos suponer que él recordaba aún la expresión de la encíclica Pascendi (de 1907) donde se exponía el pensamiento modernista según el cual “la filosofía, esto es la ciencia, tiene derecho a conocer acerca de la idea de Dios, moderarla en su desenvolvimiento y, si algo extraño se le mezclare, corregirlo” (Denzinger, 1963: n. 2085). De hecho, en este punto, Malegue se pregunta por qué, si “intelectualmente Dios se conquista ('intellectuellement Dieu se con- quiert/ )”, el dogma de la Iglesia se entremezcla aquí (de quoi se mele le dogme ici?) como si se quisiera violar la “autonomía”, la “soberanía” de la razón, es decir, “las reglas del juego” (Malegue 1939: 16), como si el dogma quisiera invadir los terrenos que son propios de la jurisdicción de la razón. La respuesta a esta objeción no debe ser dada de modo “dogmático”, sino “por razones intelectuales” (Malegue1939: 16). Sin embargo, afirma que estas ‘razones’ no reconocen a Dios como un simple “objeto de procesos intelectuales”, sino que, desde los
primeros momentos divisamos (devinions) un interés espiritual serio y dramático que se ofrece al pensamiento discursivo y se deja percibir. Sentimos salir de esta soberana esencia como una presión oscura, como el comienzo de una inquietante e interminable exigencia y los primeros destellos de altísimas promesas. (Malegue, 1939: 17. Cursivas nuestras)
Que el hombre sea capax Dei, para Malegue, no significa decir que la razón necesariamente debe llegar a reconocer la existencia de Dios como mera conclusión intelectual, pues “Dios se conquista”, es un camino de ningún modo obvio, necesario, mecanizado. Por ello, insiste en el “consentimiento de la voluntad” que debería “acompañar inseparablemente” al pensamiento (Malegue, 1939: 17). Por lo tanto, la “conquista de Dios” es la de todo el hombre, es la de la razón afectiva y la del afecto razonable. Esta “conquista” no es una mera intuición intelectual repentina, sino el fruto de toda una historia del trabajo del pensamiento afectivo.
De hecho, continúa diciendo que este reconocimiento es más bien reconocimiento de la bondad de Dios, bondad que está relacionada con la felicidad del hombre. Malegue dice, de modo significativo, que Dios, como prueba de su bondad, es decir, de su existencia, “se ha dignado hacerse percibir (se laisser aparcevoir)”, de modo que “quiere que sepamos cuál es su naturaleza”, que “lo ha hecho a propósito”, es decir, ha querido ser conocido “en su verdad y en el beneficio” que este conocimiento proporciona al hombre (Malegue, 1939: 19. Cursiva nuestra). En este punto, pensamos que es notable el hecho de que Malegue indique que la prueba más evidente de la existencia de Dios sea su bondad. Esto significa que Dios no ha querido causar una fe de iniciados y de esclavos sumisos a un saber superior, sino que ha querido hacerse reconocer como un partner, es decir, ser conocido como aliado conveniente y no solo como un objeto de estudio adecuado solo para algunos iluminados. Para Malegue entender la fe como un saber superior entregaría la Iglesia al comando de unos especialistas iniciados (clericales) a los cuales el pensamiento del resto debería someterse de modo fideísta.
Dicho esto, Malegue puede responder a la objeción acerca de la in tromisión del dogma en una cuestión que podría parecer pertinente solo a un conocimiento racional, diciendo que la razón, “aceptando esta lec ción del dogma, no deja de ser inteligencia. Esta lección, ella la integra a sus propios bienes” (Malegue, 1939: 20). El dogma, en definitiva, no limita la razón ni la disminuye, sino que la protege y la ayuda. De este modo, Malegue pareciera poner fin a la vexata quaestio del modernismo, de la relación entre razón y dogma, que él había descrito en su obra Au- gustin ou Le Maitre est la (Fontaine, 2016: 73-82).
1.3. Positivismo y fe cristiana
El dogma ayuda y confirma la razón, cuando esta es “simple, pura y virginal” en su reconocimiento de la existencia de Dios. Sin embargo, el advenimiento del positivismo ha instaurado “hábitos metodológicos” (Malegue, 1939: 21) que pareáeran dificultar este reconocimiento por parte de una inteligencia simple, pura, virginal: “El pensamiento tiende cada vez más a abandonar la Metafísica en favor de lo Experimental” (Malegue, 1939: 21). Si una sana metafísica reconoce con simpleza la existencia de Dios, el positivismo, “esta expropiación de la metafísica en favor de la experimentación” (Malegue, 1939: 24), ¿se puede considerar como dañino para el pensamiento racional y para la misma fe?
En este punto, Malegue no considera al positivismo como un peligro para la fe cristiana, sino más bien como una oportunidad ofrecida a la razón y, sobre todo, a la misma fe para ser pensada de un modo adecua do a los “ojos contemporáneos” (Malegue, 1939: 38). Lejos de cerrarse a la modernidad y a sus conquistas lógicas, Malegue quiere más bien aprovechar el desarrollo del pensamiento, así como se ha dado en ella, en especial modo del positivismo que él considera el pensamiento dominante en su tiempo.
Está claro que él reconoce los límites de lo que llamaríamos un “positivismo duro”, sistemático, el de “una doctrina fija” (Malegue, 1939: 34) que quiere “a priori limitar lo posible” (Malegue, 1939: 55). Sobre todo, en relación a la felicidad humana reconoce que el positivismo ofrece solo una “técnica de salvación” (Malegue, 1939: 25) que sería el supuesto fruto “de una serie de investigaciones positivas y convergentes: médicas, psicológicas, económicas, políticas” (Malegue, 1939: 26) para asegurar “una felicidad construida científicamente en la tierra” (Malegue, 1939: 27). Malegue pareciera advertir a los hombres que esta pretensión terminaría solo con usurpar, censurar e inhibir la competencia de pensamiento del individuo que se encontraría, finalmente, sumiso a comités científicos y a su cotidiano “papeleo” (paperassiere) por lo que se refiere a su felicidad (Malegue, 1939: 30). Si triunfara este cientificismo de la felicidad, habría solo evaluaciones de “las condiciones técnicas de la mayor felicidad” (Malegue, 1939: 31), “imperativos de caridad codificados, obligatorios” (Malegue, 1939: 30).
Sin embargo, Malegue dice que este positivismo duro no ha podido triunfar porque los hombres han vivido y vivirán siempre reconociendo en sí mismos y en la sociedad la existencia de “una gran desdicha, de la inestabilidad de los destinos humanos, la incertidumbre” (Malegue, 1939: 33). Estos factores llevan a una “desesperación aceptada”, a una “inmensa nostalgia oscura por un Dios perdido”, testimoniada, por ejemplo, por Baudelaire (Malegue, 1939: 34).
Ahora bien, aunque esta percepción ha herido la mentalidad positi vista dura, esto no significa que no se encuentre en los hombres
un gusto, un hábito de pensamiento positivo, un deseo deliberado de trabajar en esta dirección, con estas herramientas y no otras y la garantía explícita, aunque no necesariamente doctrinal, que este método es el mejor, porque en todas las ciencias de las causas secundarias ha tenido un éxito admirable. (Malegue, 1939: 359)
En este punto, Malegue se pregunta qué le queda al hombre con temporáneo, puesto que, por un lado, se declara por doquier arcaico e inapropiado el camino de la metafísica con su simple y puro reconoci miento de Dios y, por el otro lado, se acepta este positivismo más flexi ble, el de las causas segundas, que ha terminado convenciendo a los hombres de la validez de su método:
Lo que generan estos métodos positivos es menos una negación de esta idea de Dios que una especie de cansancio y desgaste. De las dos dimensiones que definen, si nos atrevemos a decirlo, la situación de Dios ante el rostro del hombre, la proximidad desaparece, la distancia permanece. La gran idea divina pierde toda continuidad con la realidad constatable: se vuelve frágil, idealista, soporte estético de una inmortalidad más creída que establecida, más deseada que creída, simple soporte de lo que se llama la escala de valores, ofreciendo al pensamiento y a la sensibilidad humanos solo un trasfondo moral, noble y nostálgico. (Malegue, 1939: 36. Cursivas nuestras)
Si el riesgo que corre la metafísica es el de quedar en una frágil e idealista afirmación de la existencia de Dios, en un moralismo valórico, en una nostalgia, un positivismo flexible, por su parte, podría llegar a ayudar y a reforzar este camino metafísico con su afán de constatación.
En este punto, Malegue afirma que frente a la “necesidad de infinito” y a “la sed de felicidad” del hombre
si Dios quiere hablar un idioma que es el de ellos, a estas almas contemporáneas, ebrias de conocimiento positivo (y es una embriaguez hermosa y justa), de alguna manera debemos rogarle respetuosamente, como Job le habla en la Biblia, sin quitar nada a lo Absoluto y a lo Trascendente, que encuentre un medio para atravesar este abismo por el que las inteligencias se creen separadas de él. (Malegue, 1939: 36. Cursivas nuestras)
Para Malegue, la encarnación de Dios es la respuesta a este ruego, el cumplimiento, la satisfacción (exaucement) (Malegue, 1939: 36) del deseo del hombre: el deseo de que Dios no quede en una “distancia aterradora, en la otra extremidad del Ser” (Malegue, 1939: 35). La encarnación de Dios es la respuesta a la mens positivista moderna, la posibilidad de verificación razonable y empírica en auxilio de su “sed de felicidad”.
2. Lo que Cristo añade a Dios
En la segunda parte de su ensayo, la que nos interesa por sus contenidos teo-cristológicos, Malegue desarrolla su afirmación acerca de lo que Cristo añade a Dios que, en parte, había ya sido enunciada en su Augustin ou le Maitre est la, (Malegue, 1966: 785-787). Se puede decir que en este punto Malegue pareciera retomar la afirmación de la encíclica Pascendi que condenaba el error modernista que sostenía que “la ciencia debe ser atea y lo mismo la historia, en cuyos dominios no puede haber lugar más que para los fenómenos, desterrando totalmente a Dios y todo lo divino” (Denzinger, 1963: n. 2073). De esto se sigue, como se afirma en la Pascendi, que
si a esto se objeta [a los modernistas] que hay en la naturaleza visible cosas que pertenecen también a la fe, como la vida humana de Cristo, ellos lo negarán. Porque si bien estas cosas se cuentan entre los fenómenos, sin embargo, en cuanto están penetrados por la fe y por la fe fueron transfigurados y desfigurados, han sido arrebatados del mundo sensible y trasladados a la materia de lo divino. (Denzinger 1963: n. 2084)
Se trata, en el fondo, de la discutida cuestión acerca de la relación en tre el ‘Jesús de la historia’ y el ‘Cristo de la fe’ de la que ya había hablado el Decreto antimodernista Lamentabili (en 1907) (Denzinger 1963: nn. 2015 y 2029).
Malegue inicia diciendo que Cristo es escándalo para un positivismo duro (que no admite meta-física) y que, sin embargo, esto no impide observarlo en los términos de este método:
¿Qué vemos en Jesucristo con nuestros ojos contemporáneos, en esta extraña y misteriosa individualidad, verdadero hombre y verdadero Dios a la vez, escándalo del pensamiento positivo? Definámoslo humanamente en términos de conocimiento experimental, con este método de sesgos, cuya inserción hemos mostrado más arriba en todas las técnicas de la experiencia. (Malegue, 1939: 38)
Ante todo, se observa que, como hombre, Cristo “obedece a todas las leyes positivas en que se divide la ciencia del hombre” (con excepción de su “virginidad”, de su ofrenda total al Padre): “Crece, se alimenta, se cansa, sufre, muere” (Malegue, 1939: 38). Se puede decir que Malegue afirma aquí una especie de “positivismo” de Cristo, entendiendo este término en sentido etimológico: Cristo se ha puesto libre y lealmente en las condiciones del hombre, sin excepciones, es decir, sin recurrir a ayudas extraordinarias por parte de su Padre. Es más, Cristo no se ha amparado detrás de sus atributos ontológicos divinos. Se anuncia aquí un primer momento de la kénosis de Cristo, en la que se muestra, según lo dice Malegue con una bellísima expresión, que “nadie está más desarmado que Dios” (1958: 428). Kénosis que ha sido descrita de modo insuperable por san Pablo en su himno cristológico en la carta a los Filipenses (Fil 2, 6-8).
La kénosis de Cristo consiste en ser lealmente “hombre enviado a los hombres”, homo ad homines missus como afirma Dei Verbum (n. 4) retomando una expresión de la Carta a Diogneto. La kénosis es, por tanto, la condición de posibilidad de una encarnación leal y libre y, por ello, esta no puede ser vista como una especie de determinismo sagrado que Cristo cumple de modo mecánico en su vida terrenal. Más bien, la kénosis es el fruto del pensamiento de Cristo (1 Co 2, 16) que quiere ponerse lealmente, de modo positivo, como hombre entre los hombres, sin recurrir, de modo gnóstico, a sus poderes ontológico divinos. Tal muestra de poderes ontológicos, sin real kénosis, la encontramos en los evangelios gnósticos repletos de hechos extraordinarios llevados a cabo por Cristo en virtud de la aplicación mecánica de sus atributos divinos. A este propósito, no hay nada más lejano de Malegue que esta mentalidad gnóstica, pues esta, promoveatur ut amoveatur, exaltando los atributos divinos, remueve la real humanidad de Jesús haciendo de su vida terrenal la aplicación de un milagro continuo y removiendo la lealtad de Cristo en cuanto a ser hombre entre los hombres.
Que la encarnación sea el fruto del pensamiento de Cristo, y no un mecanismo deductivo, es confirmado por Malegue cuando dice que Jesús
se somete a las leyes psicológicas que son nuestras: su vida mental es una función del tiempo, su mente se desarrolla al ritmo de la niñez. Santo Tomás nos dice que nunca hizo nada que no se adecuara a su edad. Nihilfecit quod incongruente ejus aetati. Más tarde, su vida afectiva adulta incluye todo un lado inmenso de la conciencia humana, del cual la terminología actual de las ciencias del alma se presta particularmente bien a la descripción, sin impedirnos reservarnos lo inefable. Sus reacciones emotivas son las nuestras: es tierno; él ama; llora; está temblando, tiene miedo. (Malegue, 1939: 39)
Aquí Malegue retoma, en un cierto sentido, lo que en los manuales de su época (secuaces del pensamiento escolástico) se denominaba la “ciencia experimental” de Cristo (Serenthá, 1982, 272-273; 456-457).
Analizando este texto de Malegue, no estaríamos de acuerdo con el uso de la expresión “reacciones emotivas” (reactions ¿motives), pues la vida afectiva de Cristo no conoce reacciones, como si fueran un simple efecto natural y biológico. Su afectividad es la de un cuerpo movido por su pensamiento. Y su pensamiento siempre es pensamiento de una alianza con los hombres (y, ante todo, con el Padre y el Espíritu). Por lo tanto, la afectividad de Cristo es siempre la de un cuerpo movido por un pensamiento com-puesto con otros hombres, no una reacción ante una simple causalidad externa. De hecho, Malegue es como si se corrigiera cuando escribe: “Todas las expresiones humanas de una Ofrenda divina (...) él las ha compuesto (compose) en los términos de su tiempo” (Malegue, 1939: 40). En efecto, se podría decir que para Jesús y su pensamiento vale el refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. En este sentido, se ha escrito que, puesto que “el hombre bíblico se comprende más como relación que como realidad (...) podemos descubrir su identidad [la de Cristo] a partir de las relaciones que instaura” (González de Cardedal, 2005: 70).
Está claro, en este punto, que el hombre Jesús se ha comprendido a sí mismo no solo en relación con el Padre y con el Espíritu Santo, sino con los hombres. Esto es confirmado por Malegue cuando escribe que las leyes del pensamiento que Cristo pone en acto como hombre leal, son las mismas leyes cívicas, “sociales”: Por lo que se refiere a su vida intelectual (...) ciertamente obedece las leyes sociales. Y, en primer lugar, a todas las limitaciones políticas y legales que reúne bajo el nombre de los comandos del César” (Malegue, 1939: 39).
El poder de Cristo, la competencia cívica de su pensamiento, no se contrapone dialécticamente al del César. De hecho, afirmando: “Den al César lo que es del César” (Mt 22, 21; Lc 20, 25), está sosteniendo que el poder del César, por sí solo, no es suficiente para co-instituir la civitas. En esta frase, Cristo no cae en una sumisión al poder político ni en un desapego de los intereses terrenales, sino más bien hace una clara afirmación de que el César debe ser ayudado en su indigente poder para lograr cumplir con su labor. Por ende, es el individuo el sujeto competente en el cual radicaría el verdadero poder y la real iniciativa de pensamiento y civismo.
Es más, Malegue afirma que el pensamiento de Cristo es económico. Nuestro autor indica que el pensamiento de la oeconomia salutis, del admi- rabile commeráum Dios-hombre, Cristo no lo aprende solo viviendo su relación con el Padre, sino de las leyes económicas de su tiempo. Por ello, Malegue puede escribir que Cristo piensa lealmente en “las leyes económicas: trabajó en el comercio de la madera, a la manera de su época. Toda la actividad económica de los agricultores-pescadores nos sonríe en sus parábolas” (Malegue, 1939: 39). Se podría decir que, para Malegue, Cristo trasladó a su ministerio público lo que había aprendido en su vida de trabajo en Nazaret. Además, su trabajo de pensamiento, el de cómo cumplir su ministerio público, se nutre no solo del pensamiento del Padre (Jn 4, 34), sino de su pensamiento de hombre entre los hombres, el pensamiento que ha heredado de ellos y ha compuesto con ellos. Esto es confirmado en su predicación que está repleta de menciones a calabazas, lámparas, celemín, viudas, dracmas, publicanos, porquerizos, pastores, vaqueros, viñateros, granjeros, aparceros, pequeños cultivadores, enfermos, vagabundos, cosechadores, centuriones, samaritanos, posaderos, es decir, de todo lo que había visto, mejor dicho, heredado y trabajado, en sus treinta años en Nazaret. En estos años, como Malegue había escrito en su Petite suite liturgique, “el Encarnado se hunde en la vida más simple” (1938: 20).
Además, su misma predicación, o sea, su relación com-puesta con los hombres, se acomoda a los tiempos necesarios para que ellos puedan responder a la pregunta: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16, 15). Para familiarizar a los hombres con su presencia y darles el tiempo para verificar y sacar sus conclusiones, Jesús se acomoda al hombre con una “lentitud educativa (...) concede todo el tiempo necesario para que esta extraña noción del Dios Uno y Trino inicie en las mentes un camino trazado por Dios, realizado laboriosamente por ellos, construido, en re sumen, como a expensas comunes” (Malegue, 1939: 41). Lentitud educa tiva que Jesús expresará también en su parábola de la higuera estéril a la cual concede tiempo para dar frutos, para mostrar su ser (Lc 13, 6-9). El problema heideggeriano del “ser y tiempo” encuentra aquí, y por adelan tado, una solución mucho más satisfactoria. Malegue se pone en la línea de lo que ya había afirmado san Ireneo: “El Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo Hijo del hombre, a fin de que el hombre se habituase a recibir a Dios y Dios se habituase a habitar en el hombre, según agradó al Padre” (Ireneo, 2000: 337).
Hay que notar que esta cristo-lógica de Malegue abre camino para una reflexión muy fecunda para la antropología teológica. Principalmente, para que en esta disciplina ya no se considere al hombre usando siempre las mismas categorías de un ser necesitado, finito, cuya razón llega hasta límites que no puede sobrepasar, un ser caracterizado por un vacío que busca ansiosamente llenar. Gracias a Malegue se podría pensar al hombre como un aliado-partwer, alguien capax Dei, capaz de com-poner su pensamiento con el mismo Dios trinitario y enriquecerlo con su humanidad.
De hecho, Malegue escribe que Cristo, entendido como legislador, ha aceptado “presentar lo divino a los espíritus que comprenden en el tiempo, lo que tal vez no sea nada inesperado ya que es el creador de estos espíritus y del tiempo” (Malegue, 1939: 52. Cursivas nuestras). Hay que notar lo que, en el mismo sentido, Ireneo había escrito sobre el hombre entendido como único sujeto adecuado para la encarnación, es decir, sobre el hombre como provecho para la oeconomía trinitaria: “Tan elevada Economía no se realizó a través de creaturas ajenas, sino propias. [...] Porque el Padre no era tan injusto como para desear lo ajeno (...) sino que dirigió la propia acción creadora a la salvación del hombre” (Ireneo, 2000: 515. Cursivas nuestras).
Este habituar-familiarizar por parte de Cristo al hombre a su presen cia Malegue lo resalta, de modo admirable, afirmando que la encarnación no ha sido al azar, al contrario. La encarnación se ha cumplido en un tiempo determinado, pues Cristo se ha puesto en el tiempo como sujeto capaz de ser visto por los ojos carnales del hombre, se ha ofrecido a su deseo de comprobar su presencia histórica, terrenal, por medio de un método positivista que no es solo el de los cincos sentidos, sino el de un pensamiento elaborado a través de estos sentidos corporales:
Dios se hizo sujeto de los días. Un día individual del tiempo, Dios se presentó al hombre en un terreno terrenal, en este terreno que exploran nuestros cinco sentidos, en un paisaje experimental. Dios se ha emboscado misericordiosamente allí, veinte siglos atrás, en aquellas posiciones que la inteligencia moderna considera especialmente suyas. Convocó la inteligencia, con pruebas de apoyo, para identificar a este transeúnte de los caminos de Galilea, a este nómada, a este errante de la predicación al aire libre, con esa grandeza impensable que llamamos Absoluto. Dios se constituyó en causas segundas. (Malegue, 1939: 42)
En este sentido, podríamos decir que, haciéndose hombre, Dios deja de ser Absoluto, entendiendo este término como ausencia de relación con los hombres (absuelto y separado), y empieza a ser un Absoluto rela tivo al mismo hombre. Es más, es un Absoluto que empieza a vivir en la misma vida intratrinitaria una relatividad, la de la relación con el hombre, ya que el Hijo se hizo hombre y llevó su misma humanidad a la Trinidad ascendiendo al cielo.
Se podría discutir aquí el uso escolástico y neoescolástico que Malegue hace del término “causas segundas”, de que Dieu s’est constitué en causes secondes. Esto no significa, evidentemente, que Cristo ha sido causado por una Causa primera. Cristo no es un efecto predeterminado, puesto que su relación es con el Padre, con su Padre. Por otro lado, conforme al dogma contenido en el Credo que afirma que Cristo es genitus non factus (no es causado, no tiene la causalidad de la naturaleza física), se puede entender la afirmación de Malegue como el reconocimiento de la evidencia de que Cristo no solo no es causado por el Padre, sino que en él no hay contradicción con el Padre. Cristo es generado por el Padre en cuanto co-instituye libremente con él su pensamiento, en cuanto trabaja el pensamiento que hereda del Padre. En este sentido, que Dios, en Cristo, se ha constituido en causas segundas, significa que en él se puede ver cómo com-pone su encarnación y redención con el Padre. Al mismo tiempo, en él, los hombres pueden ver a Dios in actu exerátu, mejor dicho, pueden reconocer en Cristo el mismo pensamiento intratrinitario, el mismo trabajo de co-institución del pensamiento dentro de una alianza. El mismo trabajo de componer el pensamiento que Cristo hace intratrinitariamente es el que hace para establecer alianzas de pensamiento con los hombres. De este modo, Cristo es la primera analogía por la que los hombres, en el transeúnte de Galilea, pueden ver y reconocer a Dios: en la persona de Cristo se puede ver “la decisión de unir la visibilidad Absoluta y la terrenal” (Malegue, 1939: 43).
En este punto, Malegue hace unas afirmaciones muy significativas: “Nosotros encontramos en la doctrina de Jesús lo que hemos visto en su persona” (Malegue, 1939: 43). En otro pasaje señala: “La doctrina de Jesús imita a su persona. Ambos son una encarnación” (Malegue, 1939: 47). Afirmaciones que, en su carácter sintético, nos parecen capitales. De hecho, deja abierto el camino para pensar la coincidencia entre la persona de Cristo y su pensamiento-doctrina. En otros términos, Malegue abre el camino, muy poco investigado en teología, para reflexionar sobre Cristo como pensador, como un cuerpo pensante, de modo que él no puede ser reconocido sin su pensamiento, dogma confirmado por san Pablo cuando habla, como ya hemos señalado, del “pensamiento de Cristo”.
La doctrina de Cristo, por tanto, no puede ser concebida separada de la misma presencia de Cristo, hombre entre los hombres. Por lo tanto, su cuerpo, su tiempo, su historia galilea no es, de modo docetista, una mera pantalla de un mensaje divino. En este sentido, su doctrina es, propiamente, fruto de su pensamiento, es la expresión de la lógica con que él ha pensado cumplir su encarnación y la redención de los hombres. En otros términos, su doctrina es la elaboración in actu exeráto de su encarnación y redención. Cristo no estaba dotado de un dispositivo lógico divino del cual él deducía necesariamente su encarnación y redención. Más bien, debió pensar, elaborar en alianza con las otras personas trinitarias y los hombres, cómo encarnarse en la raza humana y hebrea y redimir a todos los hombres (está claro que entendemos aquí el término ‘raza’ no en sentido biológico). Lo que implica, y este es otro de los caminos abiertos por
Malegue, volver a pensar el cuerpo de Cristo no como meramente bioló- gico-físico, factus, sino propiamente como un cuerpo genitus, es decir, en gendrado (y no causado) por el pensamiento de Cristo en su relación con el Padre, el Espíritu Santo y los hombres.
En este punto, Malegue no separa, de modo esquizofrénico, como lo hizo la herejía de Marción, el pensamiento de Cristo del pensamiento de la Alianza de su Padre con Abraham e Israel. Esta Alianza, generadora de una historia terrenal, para Malegue contiene “huellas como de una pequeña encarnación histórica que Dios había concedido antes de la verdadera encarnación, es un tenue resplandor gris ante la gran claridad de Cristo” (1939: 48). En este arraigo del pensamiento de Jesús en el de la antigua Alianza, Malegue pareciera anticipar la temática reclamada justamente por la denominada Third quest acerca de quién era Jesús. De hecho, el pensamiento de Cristo “arroja luz sobre el Antiguo Testamento” (Malegue, 1939: 47). Se puede decir que, en este punto, con estas observaciones, Malegue abre el camino a una reflexión importante sobre el pensamiento hebreo (y no griego) de Cristo, que aún debe ser desarrollada en su plenitud.
Todos estos factores hacen que en el pensamiento de Cristo no haya “ninguno de los fenómenos de culpa, represión, remordimiento” (Malegue, 1939: 39), es decir, que el de Cristo es un pensamiento sano, sin psicopatologías, no es el de “un loco que delira” (Malegue, 1939: 42). Hay que notar que, para Malegue, lo mismo se puede decir de los santos cristianos pese a que muchas veces han sido catalogados, de un modo erradamente positivista, dentro de “los grandes capítulos de los desórdenes mentales” (Malegue, 1939: 62). Ha sido en virtud de este positivismo “duro” que se ha podido hablar de psicopatologías en el pensamiento de Cristo. En este sentido, podría revisarse como ejemplo la obra publicada en 1913 por Albert Schweitzer, Die psychiatrische beurteilung Jesu (2001), donde, en el prefacio, este autor señala que quiere retomar la hipótesis introducida por Strauss para clasificar la figura de Jesús en los términos clásicos de la psicopatología. Enseguida, ya en el meollo de su obra, analizará las distintas opiniones siquiátricas de varios autores de inicio del siglo XX que ubican el pensamiento de Cristo dentro de distintas psico- patologías.
Otro camino que Malegue abre se entrevé cuando afirma que, por su inserción en un tiempo determinado y no atemporal, Cristo “ha tomado una carne terrenal” (a pris chair terrestre) (Malegue, 1939: 44), que “se acomoda al momento histórico pre-crítico y un tanto infantil en el que ha elegido tomar un cuerpo. Discute con los argumentos de la época. Se deja predicar y probar con sus formas de testimonio y predicación” (Malegue, 1939: 40. Cursivas nuestras).
Cristo no ha venido al azar al mundo, sino que “ha elegido tomar un cuerpo” (il a choisi deprendre corps) en un tiempo determinado, tiempo que él, com-poniendo su pensamiento con el Padre, consideró, evaluó, eligió y valoró como el más conveniente. En este sentido, la afirmación de san Pablo acerca de la “plenitud de los tiempos” en que ha ocurrido la encarnación y redención, “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo” (Gal 4, 4), podría ser entendida más bien como fruto del pensamiento intratrinitario que ha considerado, en su eternidad, el momento histórico propicio para revelarse y salvar.
Esta inserción en el tiempo histórico Malegue lo destacará varias ve ces en sus Petite suite litugique usando términos casi bergsonianos cuando dice que se ha encarnado en “un momento de nuestra pobre duración (durée) de hombres” (1938: 10). La encarnación ha acontecido en un “trecho del tiempo humano” (1938: 11), en “un día del tiempo humano, en una fecha precisa, como todas las fechas” (1938: 18). En el mismo sentido, Péguy había escrito:
Jesús tenía un país local y temporal. Él de ningún modo ha venido a la tierra al azar, sino que partiendo de Judea; de ningún modo ha venido en todos los tiempos y en la eternidad al azar, sino que ha venido en el tiempo y en la eternidad partiendo de un cierto punto del tiempo [...] Él era de algún lugar, nacido en un cierto tiempo. (1992: 1171)
A este propósito, por un lado, ‘tener un país’ no es una limitación para Jesús, sino una riqueza. ¿La encarnación ha sido un provecho para Cristo o, por el contrario, una sumisión platónico-gnóstica al tiempo- espacio? Cristo no solo ha elegido con su encarnación un buen método para salvar al hombre en la historia, sino un buen método para enriquecerse y, a través de él, enriquecer la misma vida intratrinitaria. La grandeza y el riesgo de la historia del hombre han ingresado como un pensamiento nuevo e impredecible a la divina amistad de la Trinidad. A este propósito, se ha escrito de modo pertinente que “es a través de estos límites históricos que Cristo alcanzará a todo hombre: no superando estos límites, sino en ellos. No se trata de negar en Jesús al judío, al galileo” (Duquoc, 1974: 45).
Por otro lado, volviendo a la expresión de Malegue de que Jesús “ha elegido tomar un cuerpo”, podríamos entenderla en el sentido de que la encarnación no ha sido para el Hijo un automatismo, sino que más bien ha implicado un pensamiento com-puesto con el Padre y el Espíritu Santo. El Padre ofrece un cuerpo a su Hijo: “Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo” (Hb 10, 5). Por consiguiente, la afirmación de Malegue, que Cristo “ha elegido tomar un cuerpo”, significaría refutar todas las falsas concepciones de la encarnación que la consideran como si fuera exclusivamente un sacrificio, una disminución, un empobrecimiento, una consecuencia mecánica predeterminada y causada por un presupuesto y ontológico amor divino. Al contrario, el camino cristológico abierto por Malegue implica inferir que la encarnación ha sido pensada como un provecho para el Hijo (y para el mismo Dios trinitario), como un enriquecimiento.
Se entiende mejor ahora la afirmación de Malegue de que Cristo añade algo a Dios. Este camino abierto lleva a considerar la encarnación como un enriquecimiento de la oeconomia intratrinitaria. En este sentido, se puede decir que Cristo ajoute, enriquece a Dios, lo enriquece con la humanidad del hombre, con la experiencia de ser hombre. Esta riqueza le habría faltado a Dios si este hubiese permanecido siendo solo Dios, en la aseidad de su Ser absoluto, infinito y eterno, pero sin amistad con los hombres, es decir, sin poder saborear su compañía con ellos y los frutos históricos de su encarnación.
En este sentido, pensamos que Moeller ha entendido solo de modo parcial la afirmación de Malegue cuando escribe: “Al hablar de ‘añadir a Dios’, ello no puede ser evidentemente sino quoad nos” (Moeller, 1961: 383). El camino abierto por Malegue, y este nos parece el punto más importante de su ensayo, puede ser muy bien prolongado y coronado afirmando que hacerse hombre es un provecho para el Hijo, es decir, para el mismo Dios trinitario, so pena de recaer en un platonismo gnóstico que ve en la encarnación una disminución, una aminoración y un empobrecimiento para el Hijo y para la misma oeconomia trinitaria.
Continuando con su exposición de lo que Cristo añade a Dios, Malegue afirma que Cristo también
se ajusta a lo que podríamos llamar las leyes de la psicología colectiva. Las obedece con una especie de humildad. Acepta los riesgos y peligros con los que vienen todas las nuevas creaciones religiosas. Nietzsche no se dio cuenta de que Cristo vivió peligrosamente. (Malegue, 1939: 40)
No compartimos con Malegue el hablar de Cristo como del fundador de una “nueva creación religiosa”, ya que Cristo no vino a fundar una religión, sino una civitas, un Reino cívico de con-ciudadanos (Ef 2, 19). Más adecuado nos parece lo que ha dicho en su Petite suite liturgique cuando habla de la ávitas fundada por Cristo como de una nouvelle Rome (1938: 71). Lo que sí es muy pertinente, nos parece, es afirmar, como lo hace Malegue, que Cristo vivió peligrosamente, que se sometió al riesgo del fracaso en su relación con los hombres. La empresa de Cristo siempre estuvo expuesta al fracaso hasta en el último momento y, diríamos, sigue estando expuesta, por la libertad del hombre, a ese fracaso incluso después de su Ascensión.
La peligrosidad con la que Cristo ha vivido es confirmada en su pasión y muerte, muerte a la que “no había sido forzado” (Malegue 1938: 35), pues “ha elegido (a choisi) probar el dolor hasta su fondo último” (1938: 36). En efecto, rechaza la intervención de los ángeles (Mt 26, 53). Malegue escribe a este respecto: “Cristo sufre en la cruz esta gran noche mística de los santos a quienes Dios es donado como «ausente» (donné absent)” (Malegue, 1939: 39). También en su Petite suite liturgique, Malegue había escrito sobre esta ausencia de Dios en el momento de la muerte de Jesús (1938: 35). Aquí se entrevé la abertura de otro camino teo-lógico que nuestro autor nos ofrece. El Padre, con su ‘ausencia’, no es indiferente a la pasión y a la muerte de Cristo, sino que, por una especie de kénosis del mismo Padre, por un acto de piedad por el cual no quiere sustituir al Hijo en su acto de ser hombre, deja que Cristo se encarne perfectamente como hombre. Por tanto, no quiere evitar, con ayudas extraordinarias-milagrosas, su muerte humana: “Ningún apoyo (appui) queda alrededor de Cristo” (1938: 37). Solo de este modo Jesús podría merecer el título “dogmático” de vere homo, verdadero hombre. En el mismo sentido, Jesús sufre en la cruz porque no quiere dejar, por su muerte, su humanidad en la que se había encontrado a gusto en sus treinta y tres años, al mismo tiempo que no quiere “separarse de estos hombres que había amado tanto” (Malegue, 1938: 65).
Sin embargo, sufrir la muerte es para Cristo la prueba suprema de su encarnación leal. Si no hubiera pensado la muerte como cumplimiento y plenitud de su vida de hombre leal entre los hombres, la encarnación habría sido solo una deducción lógica, un milagro de pacotilla semejante a una de las tantas incursiones de los dioses en la vida humana, de la cual escapaban amparándose detrás de su cómoda inmortalidad ontológica: “No se trata aquí, como en los países de encarnaciones paganas, de deidades de contenido semihumano, poético y maleable” (Malegue, 1939: 42). Al contrario, como había escrito de modo admirable en su Petite suite liturgique, Jesús “ha elegido vivir la plenitud del desamparo terrenal (choisi la plénitude de la díéréliction terrestre)” (1938: 37), ha elegido “sufrir como los hombres comunes (souffrir a la maniere des hommes ordinaires)” (1938: 45), “no ha querido trascender, no ha querido despojar al hombre y revestirse de Dios en los vestíbulos de la muerte” (1938: 45). Este es, para Malegue, “el imponente realismo de la encarnación” (1938: 35). En la muerte de Cristo, Dios se manifiesta realmente como “un Dios sin límites” (1938: 37. Cursivas nuestras), afirmación de Malegue que es como una exegesis cristo-lógica de la afirmación de san Pablo: “Muerte ¿dónde está tu victoria?” (1 Co 15, 55). La muerte de Cristo no desmiente su origen divino, al contrario, es la contraprueba de la encarnación. Recordamos en este sentido lo que ha escrito Simone Weil: “Sufrimiento: superioridad del hombre sobre Dios. Fue precisa la encarnación para que esa superioridad no resultara escandalosa” (2007: 119).
Finalmente, Malegue no olvida subrayar que la relación de Cristo con su Padre y con los hombres tiene una dimensión “insondable” (Malegue, 1939: 40), “inefable” (Malegue, 1939: 39). En su Petite suite liturgique había adelantado que en Cristo hay una “superación (dépassement) de nuestros días empíricos” (1938: 19). Tales expresiones, consideramos, no deben ser entendidas a la ligera si queremos comprender con exactitud el pensamiento de Malegue al respecto. Es evidente la singularidad de la relación intratrinitaria de Cristo con su Padre y el Espíritu Santo, por ejemplo, cuando pasa del Pater noster (Mt 6, 9-13) al Pater mi (Mt 29, 39; 42) o cuando habla del envío de su Espíritu (Jn 14, 26; 15, 26). En este sentido, ese carácter insondable e inefable radica en la singularidad de la relación de Cristo con el Padre y el Espíritu, que no son entes genéricos, sino sujetos con los que com-pone su pensamiento y su complacencia (Mt 3, 17; 5, 17; Lc 3, 22). Es más, su misma identidad él la entiende como la especial alianza de pensamiento libre que com-pone con el Padre, el Espíritu Santo y con los hombres.
Por otro lado, “su trascendencia no extingue (étéint) su familiaridad” con los hombres (1938: 66). Lo inefable e insondable de la revelación de Cristo (la revelación de sí mismo y de la relación con su Padre y el Espíritu Santo) no debería ser entendida como la imposición a esclavos sumisos de un saber superior, pues ha querido vivir con los hombres como “amigo” (Malegue 1938: 66), es decir, ha querido, a su vez, engendrar amigos a los cuales decir todo lo que sabe en la relación con su Padre (Jn 15, 15) a través del envío de su Espíritu (Jn 14, 16; 14, 26). Creemos que hay aquí un eco de la afirmación condenada por el Decreto Lamentabili, “de que Cristo como hombre tuvo la ciencia de Dios y que, sin embargo, no quiso comunicar con sus discípulos ni con la posteridad el conocimiento de tantas cosas” (Denzinger, 1963: n. 2034). En efecto, Malegue escribe de modo muy significativo que el método con que Cristo se ha revelado ha sido discreto, pues él ha propuesto y no ha impuesto su revelación al hombre:
La verdadera naturaleza de Cristo, su esencia divina, este concepto extraordinario de la Segunda Persona de una Santísima y Superadorable Trinidad, no nos fue de ningún modo impuesto de autoridad por una orden, una revelación irresistible, por la llama repentina de una inmensa evidencia divina. Fue por una serie de lentos acercamientos, de fuertes y tiernas solicitudes, de delicados rechazos a imponerse, de un atento respeto por las libertades y los méritos de las almas. En virtud de esta gracia prodigiosa, a los hijos de Dios, le deriva un beneficio que es a la vez gratuito y conquistado. (Malegue, 1939: 50)
En este mismo sentido, Moeller destaca uno de los últimos pensa mientos de Malegue: “Estoy impresionado, anonadado por la discreción de Dios frente a los hombres. En el Evangelio, Cristo no fuerza nada, no se impone. (...) Dios da un pequeño toque. No insiste. Hace falta nuestra colaboración atenta, hace falta escucharle” (Moeller, 1961: 289).
Provechoso camino abierto por Malegue sobre la relación entre gracia y libertad que puede desarrollarse solo a condición de incluir esta vexata quaestio en la lógica del pensamiento de Cristo. Este no se ha im puesto, sino que ha puesto al hombre en condiciones favorables para poder responder libremente a su propuesta de alianza recíprocamente beneficiosa, ganando tanto el hombre como Dios. Gracias a la encarnación y redención, el admirabile commeráum entre Dios el hombre resulta fructífero y exitoso tanto para el cielo como para la tierra, tanto para la eternidad como para la historia. Siempre y cuando los hombres se piensen legítimamente como “colaboradores de Dios” (1 Co 3, 9), como emprendedores de una misma sociedad y conciudadanos de una misma ciudad, productores de ganancias universales. Lo que Cristo ha añadido a Dios es inseparable de lo que Cristo ha añadido al hombre. A este propósito, Alain Badiou dice en su libro dedicado al pensamiento de san Pablo: “Somos colaboradores (co-ouvriers) de Dios. Es una máxima magnifica. Allí donde viene menos la figura de un amo (mattre), se pone aquella, conjunta, del obrero (ouvrier) y de la igualdad. Toda igualdad es aquella de la co-pertenencia a una obra” (Badiou, 1997: 63-64). La sorpresa y el asombro del anárquico marxista Badiou frente a la frase de san Pablo radica en que la obra de encarnación de Cristo y su redención no son ya una imposición a los hombres, sino el fruto de un trabajo co-operativo, de socios, donde tanto la Trinidad como el hombre aportan su singular trabajo de pensamiento.
Conclusiones
La síntesis de lo que hemos dicho acerca de lo que Cristo añade a Dios había sido ya parcialmente anticipada por Malegue en su Augustin ou le Mattre est la: Loin que le Christ me soit inintelligle s'il est Dieu, c'est Dieu qui m’est étrange s'il n'est le Christ (1966: 787), que es precisamente la afirmación retomada, como hemos señalado al inicio, por el Papa Francisco: “No es Cristo que es incomprensible para mí, si Él es Dios; es Dios el que sería extraño para mí, si Él no es Cristo” (Rubin-Ambrogetti, 2010: 40). Moe- ller ha comentado así esta frase de Malegue: “Lo que es ininteligible no es precisamente que Cristo sea Dios; es Dios que se hace extraño y es Dios quien parece demasiado lejos del hombre, si no es Cristo, es decir, si no aparece en la santa humanidad de su Hijo” (1961: 384). Recorda mos, en este sentido, lo que había afirmado Tomás de Aquino hablando de la humanidad de Cristo: Ad huncfinem beatitudinis homines reducunturper humanitatem Christi (Summa Theologiae III, q. 9, a. 2; 1994: 138). La encar nación, lo que Dios añade a Dios, está así vinculada a la redención, a la felicidad de los hombres, pues ellos son conducidos al fin que es la bie naventuranza por medio de la humanidad de Cristo. De hecho, la redención de los hombres ha sido hecha “al modo humano” (rachetés a la maniere humane) (Malegue 1938: 11).
En este sentido, coronando lo que había dicho acerca de la competencia que cada cristiano tiene acerca de su salvación, Malegue escribe:
Cuando él se hace hombre, es así que Dios sabe amar. Sin Cristo, final mente, la idea abstracta de Dios-Absoluto, infinitamente lejos de nosotros, oxidado por falta de uso humano, y parecido a esos grandes siderales que no alcanzan nuestra luz, quizás, a la larga, caería de nuestros corazones. Sin esta encarnación dulce e insondable, tal vez no comprendemos nada de Dios, ni siquiera del Dios unitario, nada de esta esencia formidable, nada de este Absoluto. Y seguramente no entenderíamos por qué creó, ni siquiera qué fue lo que creó. (Malegue, 1939: 73-74)
Solo por Cristo se entiende por qué Dios creó y quién creó: “Dios ha creado el mundo para poder hacerse hombre” (Ratzinger 1986: 28).
Ahora bien, la valoración de un sano positivismo cristiano hecho posible porque Cristo se ha puesto libremente en la carne del hombre ha sido señalada años atrás por Juan Pablo II que ha continuado, a nuestro parecer, la propuesta de Malegue sobre este punto:
El evangelio de san Juan que leímos hoy nos habla de santo Tomás, una figura enigmática, porque todos vieron a Jesús resucitado, menos él, que dijo: si no veo, no creo; si no toco, no creo. Conocemos muy bien a esta clase de personas; entre ellas también hay jóvenes. Son empíricos, fascinados por las ciencias en sentido estricto de la palabra, ciencias naturales y experimentales. Los conocemos; son muchos, y son de alabar porque este querer tocar, este querer ver indica la seriedad con que se afronta la realidad, el conocimiento de la realidad. Y, si en alguna ocasión Jesús se les aparece y les muestra sus heridas, sus manos, su costado, están dispuestos a decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Creo que muchos de vuestros amigos, de vuestros coetáneos, tienen esa mentalidad empírica, científica; pero, si en alguna ocasión pudieran tocar a Jesús de cerca, ver su rostro, tocar el rostro de Cristo, si alguna vez pudieran tocar a Jesús, si lo ven en vosotros, dirán: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). (1994).
De hecho, la sugerencia principal para la fe cristiana contenida en la tercera parte de su ensayo Lo que Cristo añade a Dios nos parece que está contenida en una de sus expresiones donde afirma que la fe “es la vida continua de una doctrina” (Malegue, 1966: 52), es decir, del mismo pensamiento de Cristo, como señalaba san Pablo. Los santos y los mismos cristianos de las “clases medias” tienen como método, contenido y forma de su fe el pensamiento de Cristo que se ha puesto en la carne. Es interesante notar que la misma conferencia que fue publicada con el título Ce que le Christ ajoute a Dieu, en una ulterior conferencia tendrá como título: Le Christ et l’Ame moderne, conditions d’une apologétique contemporaine (Lebrec, 1969: 351).
Finalmente, para sintetizar los caminos abiertos que a nuestro parecer ha propiciado el pensamiento de Malegue, nos servimos de una deci siva afirmación de Moeller que sintetiza de modo ejemplar la lógica en señada por nuestro autor: “Lo divino es tanto más ‘divino’ en la medida en que nos alcanza, en la encarnación, a través de la santa humanidad de Dios” (1961: 284). Dios se perfecciona en la encarnación, en la humanidad de Cristo. Esto se entiende siempre y cuando entendamos la perfección de Dios no solo como concebible a través de sus atributos ontológicos. Hablar de un enriquecimiento de Dios por medio de la encarnación de Cristo puede resultar blasfemo solo para esta mentalidad filosófica que piensa en un Dios ya hecho, ontológicamente acabado, esencializado, diríamos. Pensamos, al contrario, que la perfección de Dios consiste en sus relaciones intratrinitarias, es decir, que el ser de Dios es el de estas relaciones siempre en reinicio. Nada impide pensar que la encarnación, elegir un cuerpo, es, para el Hijo, es decir, para su pensamiento compuesto con el Padre y el Espíritu, un provecho, una añadidura a la perfección de las relaciones vividas en la misma intimidad del Dios trinitario. En efecto, se ha escrito de la encarnación: “Cristo vino a nosotros para continuar aquí lo que hacía desde toda la eternidad” (Leclercq, 1999: 35). Por lo tanto, podemos decir que Cristo ha continuado terrenalmente la misma lógica-pensamiento económica que vivía en la Trinidad. La misma sociedad y ciiitas que ha vivido en la primera Ciudad de Dios, la Trinidad, Cristo la ha querido constituir con los hombres en la Palestina de Poncio Pilatos y, a partir de ahí, con los hombres de todos los tiempos. Si las relaciones intratrinitarias son las de una oeconomia salutis (sana), nada impide pensar que con la encarnación y redención Dios mismo haya querido invertir fructuosamente su riqueza (Ef 2, 4) haciéndose hombre. Se abre, de este modo, el camino para pensar la encarnación más bien como una inversión económica del Padre de su Hijo único.
Con la encarnación y la reconquista de la oveja perdida, no solo esta oeconomia salutis no ha fracasado, sino que se ha enriquecido. Dios ha dejado de ser solo Dios y se ha enriquecido asociándose con el hombre, disfrutando también las riquezas del pensamiento terrenal, carnal y temporal que el hombre podía ofrecerle. La encarnación y redención son, de este modo, la coronación y el cumplimiento del primer Paraíso en el que el Dios trinitario había pensado como algo beneficioso para su oeconomia enriquecerse con la alianza-partwershp del hombre engendrándolo a su imagen y semejanza (Gn 1, 26).
En estos tiempos en que ya no se trata solo de la “muerte de Dios”, sino de la muerte del mismo hombre, esta lección fundamental de Malegue puede ser un “camino” (Juan Pablo II, 1979: n. 14), y no el menor, para reencontrar los frutos de la encarnación: el hombre es la riqueza de Dios, su perfección, su alegría y su gloria, como decía Ireneo: Gloria Dei vivens homo. Al mismo tiempo, como continuaba Ireneo en la misma frase, vita autem hominis visio Dei (2000: 337): la vida del hombre es tal en cuanto no es mera contemplación catatónica o introspectiva de un Dios absolutus, sino la visión de los ojos de carne, positivistas, los ojos felices (beati oculi vestri: Mt 13, 16) de los que hablaba Cristo y que él ha hecho posible poniéndose libremente en la carne del hombre. Es con esta carne con la que ha añadido algo, con la que ha enriquecido a Dios. Es con esta carne con la que ha trabajado (Jn 5, 17) y la que ha asociado a la Trinidad. Por medio de esta carne Cristo ha cumplido el admirabile commercium económicamente conveniente para Dios y para el hombre.
Referencias
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Notas