Resumen: El artículo examina la incorporación de mujeres en la escena rock de Buenos Aires durante los primeros años de la década de los ochenta. Se estudia cómo hombres y mujeres percibie- ron su práctica artística y las representaciones de mujer que las roqueras transmitieron a partir de las referencias al ámbito doméstico, en especial la cocina. A través del análisis de las canciones, la gráfica de los discos y las declaraciones públicas en las revistas y la televisión, se indaga sobre los contradic- torios modos con que las jóvenes contraculturales procesaron los tradicionales roles y aspiraciones de las mujeres de clase media. Se plantea que el contexto de tránsito de la dictadura a la democracia y las expectativas generadas en torno a la am- pliación de las libertades civiles generaron una imagen positiva de los roqueros entre amplios sectores de la sociedad que po- sibilitó a las mujeres concebir al rock como un posible medio de vida alternativo.
Palabras clave:cultura rockcultura rock,década de los ochentadécada de los ochenta,mujeresmujeres,espacio domésticoespacio doméstico.
Abstract: The article examines the incorporation of women in the Buenos Aires rock scene during the early 1980s. It is studied how men and women perceived their artistic practice and the representations of women that female rockers transmitted in their references to the domestic sphere, especially the kitchen. Through the analysis of songs, art cover disc and public declarations in magazines and television, the paper explores the contradictory ways in which the young countercultural girls processed the traditional roles and aspirations of the middle class women. It is argued that the context of transition from dictatorship to democracy and the expectations generated by the expansion of civil liberties, generated a positive image of rockers among broad sectors of society that enabled women to conceive rock culture as an alternative way of life.
Keywords: rock culture, eighties, women, domestic space.
Resumo: O artigo examina a incorporação de mulheres na cena do rock de Buenos Aires no início da década de 1980. É estudado como os homens e as mulheres percebem sua prática artística e as representações das mulheres que as meninas do rock trans- mitiram das referências à esfera doméstica, especialmente a cozinha. Através da análise das músicas, do gráfico dos discos e das declarações públicas nas revistas e na televisão, é in- vestigada nas formas contraditórias nas quais as jovens contra- culturales processam os papéis e aspirações tradicionais das mulheres da classe média. Argumenta-se que o contexto da transição da ditadura para a democracia e as expectativas ge- radas pela expansão das liberdades civis gerou uma imagem positiva de rockers entre amplos setores da sociedade que pos- sibilitou que as mulheres conceissem o rock como um estilo de vida alternativo.
Palavras-chave: cultura rock, anos oitenta, mulheres, espaço domestico.
“Haciendo el amor en la cocina”: mujeres, espacio doméstico y cultura rock en los tempranos ochenta
“MAKING LOVE IN THE KITCHEN”: WOMEN, DOMESTIC SPACE AND ROCK CULTURE IN THE EARLY EIGHTIES
“FAZENDO AMOR NA COZINHA”: MULHERES, ESPAÇO DOMÉSTICO E CULTURA DO ROCK NO INÍCIO DA DÉCADA DE OITENTA
Recepción: 26 Junio 2017
Aprobación: 19 Septiembre 2017
El mundo del rock se configuró como una cultura predominantemente masculina. Aunque los ideales que movilizaban el rock y la contracultura aspiraban a inaugurar relaciones entre los sexos menos jerarquizadas, al recordar a los músicos de rock más reconocidos, se constata la preponderante presencia de varones en contraposición con la escasa participación femenina. En Argentina, y sobre todo en Buenos Aires, desde mediados de la década de los sesenta, la difusión de los ideales contraculturales surgidos en el mundo anglosajón se dio en paralelo a la conquista de nuevas libertades entre las mujeres y de renovadas visiones sobre las parejas heterosexuales, a partir de las cuales se fueron delineando ideales más igualitarios que recon- figuraron las relaciones entre los géneros, sobre todo entre los sectores de clase media. Con todo, estas transformaciones tuvieron alcances limitados y sus efectos fueron desparejos, pues no se expandieron por igual en todos los ámbitos (Cosse 2010).
En lo que respecta al rock, el acceso de las mujeres a los recitales se mostró acotado. Estos encuentros fueron asociados con modelos de conducta que tendieron a estar más le- gitimados y permitidos entre los varones. La cultura de la noche, el deambuleo nocturno en grupo por la ciudad o la imagen asociada al consumo frecuente de drogas y alcohol entre los roqueros tendieron a ser prácticas más aceptadas para los varones que para las mujeres. In- cluso, el gusto por este género musical y el deseo de hacer del rock un medio y un estilo de vida tendió a ser considerado cosa de hombres. Estas concepciones delinearon un extendido sentido común que definió el rock como un estilo de vida y una cultura musical machista.
Como han mostrado los estudios de Pablo Alabarces (1993) y Valeria Manzano (2014b) para el caso argentino, desde que surgieron los primeros compositores y poetas que promo- vían esta música como un estilo de vida contracultural, el rock fue delineado como un espacio de sociabilidad homosocial donde, a partir de posturas rebeldes, se impugnaron los paráme- tros tradicionales de masculinidad. Una presentación personal excéntrica catalogada muchas veces como andrógina dislocó los difundidos cánones estéticos varoniles del pantalón gris, el pelo corto, la camisa y la corbata (Gorelik 2013) y, al mismo tiempo, permitió proyectar nuevas pautas culturales para que los jóvenes varones imaginaran formas alternativas de integración a la vida adulta. Si bien estos estudios han mostrado la importancia de incluir en el análisis de la cultura rock las perspectivas de género, la atención tendió a concentrarse en los varones y en el modo en que ellos procesaron los mandatos sociales de masculinidad. Al igual que ocurrió para el análisis del fútbol y del tango en las primeras décadas del siglo XX, el estudio de la cultura rock en Buenos Aires estuvo centrado en la indagación sobre los sentidos de lo varonil (Archetti 2016). En cambio, la presencia de las mujeres en la escena rock todavía no ha capturado la atención que merece sino solo para explicar cómo los hombres se apropiaron de las imágenes de lo femenino para describir, despectivamente, a algunos músicos, ya sea por convocar a gran cantidad de chicas adolescentes, como fue el caso de Sui Generis en la década de los setenta (Manzano 2014a), ya sea por ser portadores de una estética femenina impugnada por la homosexualidad de los músicos, como ocurrió con Virus en la década de los ochenta (Lucena y Laboureau 2015).
Este trabajo se propone indagar sobre el rol de las mujeres roqueras, en el modo en que fue percibida su práctica artística y en las representaciones de mujer que ellas transmitieron. El artículo se centra en los primeros años de la década de los ochenta. En este periodo, tuvolugar un aumento considerable de mujeres tanto entre las artistas como entre el público que frecuentaba los recitales. En los cinco años que van desde 1980 hasta 1985, se editaron 39 discos en los que participaron mujeres, mientras que en los años previos, entre 1965 y 1979, solo fueron publicados 10 discos, 4 simples y 2 compilaciones con al menos una mujer.1 En esta nueva etapa, artistas como Fabiana Cantilo, María Rosa Yorio, Celeste Carballo, Leonor Marchesi, Silvina Garré, Claudia Puyó, Patricia Sosa, Claudia Sinesi y Claudia Ruffinatti, entre otras, inauguraron un renovado imaginario femenino que corrió a la mujer del exclusivo lugar de objeto de deseo que hasta entonces había predominado entre los jóvenes contracultura- les y la convirtió en un sujeto de acción que impugnaba los roles y modelos tradicionales de las mujeres de clase media y las desiguales relaciones entre los sexos que imperaban en el mundo del rock.
Este notorio ingreso de las mujeres en la escena artística del rock se enmarcó en un nuevo clima de aprobación social a esta cultura musical. El contexto de “ablandamiento” de la dictadura militar del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), que se inauguró en el cambio de década como un intento por ampliar la base de apoyo social ante el creciente descontento generado por las denuncias a las desapariciones forzadas de personas y la regresiva política económica, llevó implícito entre los sectores castrenses un renovado interés por la juventud y una pretensión de acercamiento más informal hacia este sector que se alejaba de las asociaciones entre rock, jóvenes, subversión y perversión moral que habían primado durante los primeros años del régimen (Novaro 2010; O’Donnell 1984; Pujol 2005).2 Así, al iniciarse la década de los ochenta, los recitales de rock se volvieron más recurrentes, multitudinarios e incluso comenzaron a televisarse. Esta visibilidad contribuyó a consolidar la profesión del músico de rock y, en paralelo, la industria musical se diversificó a través de la multiplicación de las agencias productoras y de prensa, de las empresas de iluminación o de montaje de recitales y de programas de radio y televisión dedicados exclusivamente al rock. Los músicos, en especial los varones, se convirtieron en nuevas estrellas del espectáculo que movilizaban modelos de conducta y forjaban estilos de opinión y, al mismo tiempo, se acerca- ron al mundo familiar e ingresaron a su living por medio del televisor y la gran prensa, como en la década de los sesenta lo habían hecho las versiones más “complacientes” del rock, como el Club del Clan o la Escala Musical (Manzano 2010).
La guerra de Malvinas entre abril y mayo de 1982, con su consecuente anglofobia y su afanosa demanda de música en castellano para ser transmitida por los medios de co- municación, vino a multiplicar la difusión del rock local y consolidó una imagen positiva de los roqueros entre amplios sectores de la sociedad. En este marco, los seguidores del rock dejaron de percibir su gusto musical como un fenómeno cultural aislado, socialmente impug- nado y sin lugar en los grandes medios de comunicación, y vieron cómo su música preferida se legitimaba y era reconocida como un fenómeno “nacional” (entrevista con Miguel C., 27 de agosto de 2014). Durante los primeros tiempos de la recuperación democrática, esta tendencia se intensificó aún más, ya que muchos de los roqueros fueron activos defensores de los valores republicanos y, además, fueron convocados a participar en las distintas ac- tividades culturales que el nuevo gobierno institucional organizaba en los parques públicos de la ciudad, con el fin de alentar a la población a reactivar su ciudadanía, ocupar las calles y recuperar el espacio público.3
Esta nueva apreciación positiva del rock, junto con las expectativas de ampliación de las libertades generadas por la inminencia de la vuelta a la democracia, crearon condiciones favorables para que las mujeres ingresaran en la escena pública del rock y consideraran esta música como un posible medio de vida. Por ello, en estos nuevos tiempos, se multiplicaron las coristas y las bailarinas que “acompañaban” a músicos varones, emergieron periodistas muje- res que transmitían en los medios sus apreciaciones sobre su experiencia en los recitales y se multiplicaron las compositoras e intérpretes con proyectos musicales propios. Esta presencia femenina vino a descentrar la masculinidad que hasta entonces había definido la escena del rock al tiempo que situó a las mujeres en una esfera pública protagónica, en la cual el género se convirtió en un tema de recurrente reflexión. Por otra parte, en las canciones y en la gráfica de los discos, la cocina se convirtió en un espacio de enunciación privilegiado, pues a través de este ambiente las mujeres ironizaron sobre el lugar tradicional que se les tenía reservado en el espacio doméstico y tematizaron su voluntad por encontrar nuevas formas de vida a partir de la cultura del rock.
Para indagar sobre estas temáticas, el artículo está dividido en dos secciones. En la pri- mera, se describe el modo en que fue percibida la llegada de las mujeres en la escena del rock. Se indaga sobre las interpretaciones que ofrecieron las mujeres a propósito de esta novedad y la contradictoria actitud de los varones, quienes, por un lado, satisficieron su deseo de ver a chicas participando de los recitales, pero, por el otro, impugnaron la presencia de mujeres en las bandas, pues las consideraban una mera estrategia comercial. En la segunda parte, se abordan las representaciones de mujer que las artistas vehiculizaron a partir del análisis del lugar de enunciación que ellas privilegiaron: la cocina. Se detalla cómo estas referencias al espacio doméstico se enmarcaron dentro de una tendencia más general de la cultura rock que cifraba en clave estética la reclusión hacia el mundo privado provocada por el contexto de vio- lencia política e institucional y, al mismo tiempo, se analiza cómo la predilección por la cocina permitió que las mujeres roqueras ironizaran sobre el modo en que ellas mismas procesaron las conflictivas relaciones entre los sexos, los tradicionales mandatos del mundo hogareño y su deseo por hacer del rock un estilo de vida alternativo.
La ausencia de chicas en los recitales había sido una constante preocupación para los va- rones roqueros. Ya desde los primeros pasos del rock contracultural a mediados de la década de los sesenta, los músicos de rock buscaron ampliar sus espacios de sociabilidad para favo- recer el contacto con mujeres. En efecto, su incorporación en los espectáculos del reconocido Instituto Di Tella, y en la zona de la vanguardia artística y cultural que lo rodeaba, es recordada por sus protagonistas como un intento por acercarse a las modelos de los artistas visuales. Como destaca Javier Martínez, baterista del grupo Manal, en un tono que evidencia el tenor sexista de la cultura rock:
Fuimos al [bar] Moderno a buscar contacto con el mundo de la pintura y la literatura… y a bus- car mujeres. Terminó todo muy positivo: hicimos contactos, grandes amistades, y encontra- mos mujeres. Por esa iniciativa nuestra fue que luego tocaron Manal y Almendra en el Di Tella. La idea fue interdisciplinaria: a ustedes les hace falta rocanrol y a nosotros cultura… además de haber unas minas bárbaras. (Fernández Bitar 1993, 16)
Más de una década después, las mujeres seguían siendo escasas en la escena cultural del rock. En noviembre de 1979, desde las páginas de la revista juvenil Expreso Imaginario, los redactores se preguntaban “¿dónde están las chicas?” (Rothschild 1979). Allí se insistía en que el rock era una actividad de hombres, que las chicas tenían más dificultades que los varo- nes para conseguir permisos para asistir a un recital y que cuando lo hacían era en calidad de acompañantes de sus novios, pues las mujeres no se animaban a ir solas a las presentaciones en vivo. Para indagar sobre estos temas, se daba voz a las pocas mujeres que formaban parte del plantel roquero: la periodista Sandra Russo y las cantantes y guitarristas María Rosa Yorio y Carola Cutaia, ellas dos esposas de reconocidos músicos, como Charly García y Carlos Cutaia. Las entrevistadas explicaban los condicionamientos que impedían a las mujeres conce- birse en una carrera musical vinculada a este género musical. Antes que definir el rock como un caso excepcional, explicaban que la falta de mujeres parecía ser un problema endémico de todas las áreas culturales, porque “históricamente nos anularon tanto que hoy, cuando aparentemente nada impediría nuestra realización, no tenemos la fuerza, ni la creatividad, ni las energías necesarias” (54). La capacidad creativa y artística de las mujeres —alegaban las roqueras— se encontraba “atrofiada por tantos años de apego a la faena terrenal” y porque la división tradicional de los géneros había convertido a los hombres en creadores mientras que a la mujer le había quedado el papel de ser “musa inspiradora”. Si bien en sus planteos apuntaban a que las mujeres pudieran expresarse y desarrollarse en igualdad de condiciones respecto de los hombres, en sus explicaciones se tensionaban argumentos sociales con bioló- gicos. Por un lado, reconocían las limitaciones sociales que “hace[n] que la mujer no se largue en el escenario a hacer la suya y a mostrar cómo siente la música y cómo le gusta” (55). Por el otro, las entrevistadas atribuían la escasez de mujeres en la escena artística a cierta falta de creatividad “natural”, pues afirmaban que muchas parecían estar “más afectas al hobby” y a las “tareas de mediodía” para así poder tener tiempo de “cuidar la casa”. Aunque muchas de ellas fueran madres, tendían a considerar la maternidad como un impedimento que había con- dicionado a las mujeres a lavar la ropa y ordenar la casa antes que dedicarse a “volar, delirar, filosofar o poetizar”, como hicieron históricamente los hombres (Rothschild 1979, 56).
Al igual que había ocurrido con sus pares masculinos en las décadas previas, la decisión por hacer del rock un estilo de vida contravenía los valores de respetabilidad al tiempo que impulsaba la conformación de un nuevo prisma para imaginar formas alternativas de identidad femenina. Como remarcaba Sandra Russo, “ninguna fue educada para convertirse en música o poeta”, puesto que “nuestras madres son casi todas amas de casa que querían para sus hijas una profesión: que la nena fuera abogada o arquitecta, pero todo eso dentro de la contradic- ción de pretender también un buen matrimonio y una buena dependencia, no tanto económica como moral” (Rothschild 1979, 54).
Aunque ya en los primeros años de la década de los ochenta la imagen de la mujer moder- na que accedía a la universidad trabajaba y se desempeñaba en actividades que trascendían el rol de ama de casa contaba con un extendido consenso en la sociedad porteña (Barrancos 2007), el ingreso de las mujeres a la producción de música rock despertó no pocos prejuicios. Para los hombres, la llegada de las mujeres al rock era contradictoria. Como destacaba Charly García, uno de los músicos más consagrados en la escena local, “el rock es supermachista”, porque “a los roqueros no les gusta que vayan minas [mujeres] a los recitales, [aunque] ahora se empezaron a bancar que […] canten” (Symns 1984, 48-50). Estas críticas que impugnaban la actitud de los hombres parecían olvidar sus previas caracterizaciones peyorativas sobre las mujeres que se integraban al mundo del rock. En la canción “Peperina”, García narraba crítica- mente la historia de una típica joven groupie (“una chica que vivió la euforia de ser parte del rock”) que buscaba fama a través de sus amoríos con músicos y que por esto en “su cuerpo tiene pegada grasa de las capitales” (Serú Girán 1981).
Para las mujeres resultaba más difícil hacer del rock una profesión, pues contaban con desventaja tanto en las discográficas como en las productoras. Leonor Marchesi de Púrpura, Patricia Sosa de La Torre y las solistas Claudia Puyo y María José Cantilo, en otra entrevista dedicada a indagar sobre la presencia femenina en el rock, declaraban que las discográficas consideraban que los discos protagonizados por mujeres eran poco vendibles y por esto solían incluirlas como coristas (Fernández y Berti 1984, 33). En efecto, en un cartoon de la revista Hurra editado en 1980 se satirizaba el rol rezagado de las mujeres bailarinas o coristas, funcio- nes que eran cuestionadas porque no parecían tener otro valor más que el de convertirlas en un atractivo sexual para atraer más público (figura 1). Para esto, se ilustraba a una mujer con aires de vedete bailando sensualmente en ropa interior mientras los músicos ejecutaban sus instrumentos. Al estilo en que las exitosas películas picarescas de Alberto Olmedo y Jorge Porcel fetichizaban a la mujer en Argentina, el cartoon retomaba esta imagen para cuestionar a aquellos que veían en las mujeres un exclusivo objeto de deseo sexual (López 2005). Como confesaba uno de los músicos al periodista de la ilustración: “No, no canta ni baila, ni toca nada. Desde que la incluimos no nos negaron una audición”. Así, a través del humor, se ponía en cuestión la actitud sensual de las mujeres y, al mismo tiempo, se aludía a la escasa legitimi- dad que tenían ellas para utilizar arriba del escenario “minifaldas”, “minivestidos” o “breteles” sin tener que recibir piropos subidos de tono o ser acusadas de “prostitutas” en el contexto de un recital (Página 12 1988, 19).

Como destacó Isabella Cosse (2008), las chicas vinculadas con la contracultura tendían a ubicarse a la vanguardia en las cuestiones referidas a la voluntad de cambio en los modelos de normatividad social femeninos. Con todo, las búsquedas por nuevas formas de identidad femenina a través del rock recién emergieron en la década de los ochenta y muchas de las alternativas que las mujeres barajaron siguieron estando atravesadas por los rígidos patrones de la domesticidad y no siempre lograron desmarcarse de las fronteras impuestas por la convencionalidad. En efecto, el espacio de enunciación predilecto que ellas eligieron para mostrar en sus canciones y en la gráfica de los discos lo típicamente femenino se situó en el ámbito doméstico y, en particular, en la cocina. Desde la década de los treinta, y al compás de la revolución tecnológica que alcanzó al hogar, la cocina fue incorporando nuevas funcionalidades que aliviaron las tareas hogareñas, posibilitaron el ahorro del tiempo y permitieron vincular el trabajo culinario con la vida cotidiana de las familias (Giedion 1978; Ballent 1999). Aunque simplificó las tareas, la tecnificación del hogar no transformó la penetrante asociación de la cocina con las labores femeninas ni el rol que ellas desempeñaron en el mundo de lo público y lo privado (Iness 2001). De modo que, al utilizar la cocina como es- pacio de enunciación, las mujeres del rock ironizaron sobre el modo en que ellas combinaron, no sin contradicciones, el sentido común sobre los roles femeninos y su deseo por hacer del rock un estilo de vida.
Estas referencias al hogar formaban parte de una tendencia más general dentro de la produc- ción del rock de estos años. Este género musical, que era interpretado por sus promotores como portador de una auténtica identidad urbana para Buenos Aires, configuró, ante el violento y hostil espacio público que signó la vida de los porteños en la década de los setenta y que continuó in- cluso durante la recuperación democrática, una imagen atemorizante de la ciudad (Burkhart 2009; Carassai, 2014; Franco 2012; Levín 2013). A diferencia de lo que se había planteado con bucólica retórica en las primeras versiones del rock local a mediados de la década del sesenta (Sánchez Trolliet 2014), en las décadas siguientes ya nadie podía escapar de la ciudad.
Quienes escuchaban música rock en este contexto pudieron percibir cómo su música pre- ferida transmitía vívidas figuras sobre esta generalizada sensación de miedo.4 Estas visiones es- tuvieron caracterizadas por una recurrente crítica a la desaparición del “espacio público viviente” (Sennet 1978) y, en contraposición a la imagen de Buenos Aires como una ciudad ordenada y normalizada que el gobierno militar pretendía instalar (Gamarnik 2001), las canciones identifica- ban la vida metropolitana como un lugar repleto de peligros. En cuanto las imágenes del temor construyen una geografía imaginaria que distingue los lugares seguros de los rincones inciertos (Caimari 2009), los roqueros —en sus canciones, en la gráfica de los discos o en las revistas juveniles especializadas— convirtieron los ámbitos semipúblicos, y especialmente el hogar (la habitación juvenil, la cocina y el baño), en espacios de refugio. Esto alentó la emergencia de una reflexión sobre el espacio privado que aportó nuevas controversias acerca del habitar doméstico, la rutina juvenil, la familia, las identidades de género y las relaciones entre los sexos (Sánchez Trolliet 2016). Las expectativas en torno a la llegada de la democracia, el optimismo que ello generaba y la naciente sensación de libertad que esto provocaba favorecieron la circulación de discursos e imágenes que proponían subvertir las jerarquías y cuestionar las costumbres. En el contexto del destape cultural de los primeros años de la década de los ochenta, los chicos y las chicas del rock fueron uno de los actores sociales más comprometidos con expandir las posibili- dades de renovación de la vida cotidiana.
De modo que las representaciones del hogar como un refugio se convirtieron también en un prisma a través del cual impugnar el modelo familiar tradicional, patriarcal y católico que, durante el Proceso de Reorganización Nacional, se promovió como el principal espacio de resguardo de la na- ción, de la moral y de los jóvenes (Filc 1997). Así, a través de las figuras del habitar doméstico, los roqueros cuestionaron la inflación de funciones de la vida familiar e impugnaron las conflictivas re- laciones entre padres e hijos (descritas generalmente como autoritarias). A los ojos de los jóvenes contraculturales, la intensidad que demandaba la vida familiar era asociada con el encierro social, la dependencia, el temor a la vida autónoma de la mujer y de los hijos y la inevitable desaparición del placer sexual derivada de la monogamia (Torres Molina 1983, 14; Vicent Marques 1984, 6-7).
En cuanto al discurso específicamente femenino, a través de la cocina, las mujeres del rock pusieron en evidencia las paradojas implícitas en su condición de profesionales del rock y mujeres. En el arte del disco Me vuelvo cada día más loca, Celeste Carballo elegía una cocina de departa- mento de dimensiones reducidas para enloquecer (figuras 2 y 3). En la cocina, Carballo posaba con un gesto de desconcierto. Todos los elementos necesarios para poner en acto la cocina estaban a su mano: la cacerola, las frutas y las verduras, algunos utensilios, boles e, incluso, la canilla abierta parecía querer mostrar que aquellos elementos esperaban ser utilizados. En la contraportada del disco, se proponía una escena alternativa que también transcurría en la cocina. Allí Carballo, antes que dedicarse a las tareas domésticas, estaba en actitud de guitarrista de rock. Sin embargo, no empuñaba una guitarra, como lo hacía buena parte de los músicos hombres en este tipo de fotografías, sino que aferraba entre sus manos un escobillón. Como ha sido analizado a partir de Jimmi Hendrix, la cultura rock hizo de la guitarra eléctrica un ícono de la virilidad masculina, pues este instrumento, vivenciado como una mujer o como una extensión del sexo masculino, realzaba la masculinidad de sus instrumentistas (Onkey 2002). En manos femeninas, en cambio, la guitarra parecía desexualizar a las mujeres y romper con las expectativas de género depositadas sobre ellas (Bayton 1997). Por ello, si bien la imagen de Carballo pretendía dislocar el lugar que la mujer debía ocupar en la cocina, esta operación de inversión quedaba a medio camino, pues, al tener entre manos un escobillón en lugar de una guitarra, sus virtudes como música quedaban relativizadas.


Esta estrategia de situar a la mujer en el hogar e impugnar, a la vez, las tareas hogareñas, como lavar, cocinar o planchar, fue replicada en otras canciones y artistas. En “Mujeres”, de Fabiana Cantilo, podía escucharse: “Estamos muy aburridas y hartas de planchar, somos un par de mujeres, que solo quieren zafar” (1985b). En “Lista de casamiento”, Viuda e Hijas de Roque Enroll satirizaban las relaciones de pareja, el matrimonio, el consumo asociado a la vida familiar y las expectativas de ascenso social entre las clases medias:
Mirá, acabo de buscar en el “rubro 3” una casita hermosa en Palermo.
¿En Palermo? No, no loca, ¿qué te pasa?
Mi mamá vive en Agrupa y quiero vivir al lado de mi vieja. Bueno, pero mis padres viven en San Isidro…
No me interesa. Me interesa mi viejita.
Arroz con leche me voy a casar, y me vuelvo loca con todo lo que hay que comprar. Hice una lista en un lugar muy chic, sospecho que nadie va a regalar nada de allí.
Y mi novio nunca está, él trabaja horas extras y nunca sale a almorzar. Y después de trabajar, se devora los diarios buscando algo para alquilar.
[…]
No quiero lujos, yo quiero su amor, y lo necesario para un poquito de confort. Una cocina con horno visor, un freezer colgante y sábanas de Christian Dior. Un bar rodante de estilo vienés, y algunos videos para ver después de comer. No a los mandados, tampoco planchar, quiero una mucama como me aconsejo mamá. (1985b)
Por otra parte, el hogar también se presentó como un espacio donde las mujeres podían cuestionar los roles familiares, acceder a la liberación sexual y al placer no comprometido por el matrimonio. En “Haciendo el amor en la cocina”, este ambiente era imaginado como un lugar donde el mobiliario y los enseres domésticos (la “luz de la heladera”, las cacerolas, las tazas rotas, el horno encendido, los azulejos o los cucharones) se convertían en objetos que contribuían a forjar un clima erótico y romántico (Yorio 1984a). Las mujeres del rock volvían visible, incluso a costa de la impugnación social (“no soportan que una mujer se ponga a cantar de frente, solita su alma con la guitarra”, como cantaba Celeste Carballo en “La piara”), múltiples roles femeninos que combinaban los modelos de la mujer madre y esposa con otras imágenes menos convencionales, como la roquera o la mujer amante capaz de emprender relaciones amorosas pasajeras (Carballo, 1982a, 1982b, 1983; Yorio, 1980a, 1980b, 1982; Viuda e Hijas del Roque Enroll 1985).
Las imágenes de pareja y la sexualidad que las mujeres tematizaron durante este boom femenino tendieron a enmarcarse dentro de los parámetros de la heteronormatividad y ten- dieron a ocultar, e incluso llegaron a impugnar, la homosexualidad femenina. En la nota de Cerdos & Peces ya mencionada, las entrevistadas eran insistentes en negar que sus posi- ciones fueran feministas, porque esta corriente le “da la espalda a los hombres” y porque “coincidentemente las que se embanderan en el feminismo son lesbianas” (Leonor Marchesi y María José Cantilo, en Fernández Bitar y Berti 1984, 32). La voluntad por legitimar la pre- sencia femenina en la escena del rock contribuyó a que muchas mujeres tendieran a resaltar lo que las igualaba a los hombres, mientras que las demandas específicamente femeninas e incluso la reivindicación de las sexualidades femeninas alternativas fueron temas negados o explícitamente denostados.
Distinto fue el caso de los varones quienes, después de más de una década de presencia en la escena pública, comenzaron a incorporar figuras feminizadas que erosionaban el fuerte mandato heterosexual que históricamente había predominado entre los artistas roqueros. En el arte del disco Buen día día (1985), Miguel Abuelo aparece ataviado como un “gaucho gay” (figura 4). Esta imagen, por otra parte, resulta un buen ejemplo de los diálogos que, en el contexto de apertura democrática, la escena contracultural local estableció con el destape español. Miguel Abuelo formaba parte de una camada de músicos de rock que habían vuelto al país después de un exilio iniciado como respuesta a la espiral de violencia política e institucional que se desencadenó en la década de los setenta. Durante su exilio en el continente europeo, Abuelo habitó en distintas ciudades españolas, como Madrid y Barcelona, y los centros hippies de las islas baleares donde conoció la llamada movida española. Por ello, es posible afirmar que la uti- lización de una figura central de la tradición local como el gaucho para desdibujar las fronteras de los géneros parecía dialogar con algunas de las operaciones estéticas, como el grotesco o la visibilización de las minorías sexuales que Pedro Almodóvar ponía en marcha en su estética cinematográfica (Bizarri 2012).

El destape masculino del rock acompañaba un proceso más amplio de múltiples instancias de activismo gay (López Perea 2017) que se acoplaban al nuevo clima de recuperación democrá- tica. Sin embargo, este movimiento no tuvo correlato entre las mujeres homosexuales que ten- dieron a esconder sus inclinaciones. En el ámbito del rock, será recién en 1990, cuando Celeste Carballo, ya abocada hacia otros géneros musicales más cercanos a la balada, vuelva pública su relación con Sandra Mihanovich, con quien, además, había formado un dúo musical. En la foto del disco Mujer contra mujer (figura 5), se volvía explícita la cercanía sexual entre ambas, y en la canción que daba nombre al disco, se tematizaba el modo en que las relaciones de pareja entre mujeres eran escondidas (Carballo y Mihanovich 1990).

A propósito del lanzamiento de este disco, Celeste Carballo ofreció al periodista Alberto Badía una entrevista en el difundido programa televisivo Imagen de Radio. Allí anunció públi- camente que su homosexualidad ya se había despertado en la adolescencia, y a partir de su experiencia personal, se hizo eco de los sufrimientos que padecen quienes esconden sus se- xualidades alternativas. Así, ante un conductor que evitaba el uso de sustantivos que aludieran explícitamente las relaciones entre personas del mismo sexo, Carballo exhortaba a la sociedad “machista” y “patriarcal” en la que vivía a que abandonara la “enfermedad” de la pacatería.5
Este artículo ha indagado sobre la integración femenina a la cultura del rock en los primeros años de la década de los ochenta. En un contexto signado por una inédita apre- ciación positiva del rock en la vida social, cultural y política de Argentina, y de Buenos Aires en particular, las mujeres que hasta entonces habían tenido una tímida participación en los recitales y en los escenarios cobraron un notorio protagonismo. Para muchas de las mujeres roqueras, las causas que habían demorado su participación se mostraron, sin embargo, ambivalentes. Por un lado, reconocían en prejuicios sociales y culturales los mo- tivos de su situación desventajosa, pero, por el otro, encontraban en algunas determina- ciones “naturales” la falta de inspiración o de talento. En su repertorio, esta ambivalencia se expresó a través de las figuraciones de la domesticidad, y de la cocina en particular, el ámbito tradicionalmente asociado con las labores femeninas. A partir de este recurso, las mujeres ironizaron acerca del modo contradictorio con que procesaron los mandatos de femineidad imperantes con sus deseos por convertir el rock en un estilo de vida.
Mirando con perspectiva, este auge femenino en el rock parece haber sido una excep- cionalidad. Cuando el optimismo sobre las libertades que la vuelta a la democracia prometía al ser restaurada en diciembre de 1983, se desvaneció tras la constatación de la debilidad del nuevo gobierno institucional, la aguda crisis económica y las imposibilidades de subordinar a las Fuerzas Armadas a los designios democráticos, las mujeres pasaron a un segundo plano y la escena rock estuvo nuevamente protagonizada por varones. En la década siguiente, las mu- jeres continuaron asistiendo a los recitales, pero las artistas no se destacaron particularmente y su participación se restringió a grupos de reducida difusión. Si bien entre las nuevas camadas de músicos algunos varones se convirtieron en voceros de demandas femeninas postergadas, como el aborto, el atractivo sexual de los roqueros convertidos en “estrellas” de rock naturalizó la entrega sexual de las jóvenes y tendió a minimizar la responsabilidad masculina cuando se trataba de adolescentes o preadolescentes.




