Reseñas
SIEMPRE NOS QUEDARÁ BOURDIEU. Luis Enrique Alonso (ed.). Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2021, 266 páginas
Al abrigo de la exposición Pierre Bourdieu. Imágenes de Argelia, que pudimos ver en el Círculo de Bellas Artes de Madrid hace ya casi diez años, se celebró un ciclo de conferencias dedicado a discutir sobre los años que pasó en Argelia el sociólogo francés como joven soldado e investigador y sobre las huellas que tal experiencia dejó en su pensamiento. Este libro es resultado de aquellas jornadas. Recoge las intervenciones de sus ponentes y se enriquece con dos textos nuevos que completan y dan sentido a una publicación que mira a Bourdieu hacia el pasado (sus años en Argelia), el presente (la evaluación que hoy hacemos de su obra y de su herencia) y el futuro (explorar la potencialidad analítica de las teorías y conceptos que elaboró). En torno a esas tres miradas podrían agruparse los distintos capítulos que lo componen.
Cierto que el libro no está estructurado así, pero el editor, Luis Enrique Alonso, que ya había publicado un libro colectivo muy valioso sobre Bourdieu en 20041, lo aclara en el Prefacio y yo aprovecharé esa aclaración para anotar aquí mi lectura de acuerdo con esta estructura latente. Y como el orden cronológico es tiránico en su convencionalidad, empezaré por los años de Argelia, pues hay además un punto en el que coincidimos todos: son pocos los casos como el de Bourdieu, en los que sobre el cimiento de una investigación iniciática se haya erigido una parte tan sustancial del andamiaje teórico y conceptual que habría de desarrollar un autor en el conjunto de su obra. Más aún si se trata de un autor tan prolífico y fértil, tanto en el orden de la reflexión teórica como en de la investigación empírica, como lo fue él. Los puntos cardinales de la sociología de Pierre Bourdieu enraízan en la experiencia argelina.
En “Bourdieu y Argelia: una sociología combativa”, Enrique Martín Criado nos sitúa primero en el contexto histórico de la colonización y la guerra de Argelia a través de un relato claro y sintético, que atiende al plano de las decisiones y posiciones políticas, las estrategias militares y el clima ideológico y social en la Francia de la época. También a las consecuencias sociales y humanitarias de un conflicto anegado de episodios de violencia extrema y desatada: la población campesina desplazada, el recurso sistemático al asesinato y la tortura, la represión interna en ambos bandos, las purgas, la cruenta acción policial contra los argelinos que protestaban en las calles de París y que fueron arrojados al Sena, llenando el río de cadáveres, “algunos de ellos con el cráneo aplastado, mutilados, castrados”. Y se hace eco de la contundente conclusión alcanzada por el historiador francés Benjamin Stora: “tras Vichy, si ha habido un momento en que el Estado de derecho ha cedido fácilmente en Francia ante el Estado policial, fue en el tiempo de la guerra de Argelia” (p. 187). A continuación, Martín Criado sitúa a Bourdieu en Argelia desde su llegada como joven soldado en 1955 hasta su regreso a Francia en 1960 cuando “el ambiente político es explosivo y la violencia de ultraderecha contra musulmanes y franceses de izquierda se exacerba entre rumores de golpe militar. Bourdieu está señalado, su permanencia en Argelia resulta cada vez más peligrosa” (p. 197). Regresa, eso sí, con un libro bajo el brazo, Sociología de Argelia, que ha publicado en 1958, y material de trabajo para escribir otros dos, Trabajo y trabajadores en Argelia y El desarraigo. A revisitar estos tres libros está dedicada la última parte del capítulo, culminando un ejercicio sugerente e incisivo de historia intelectual que, sin embargo, se ve algo lastrado por el tono heroico que impregna el relato en algunos pasajes y que deja al lector un regusto como de historia épica. La historia de un pensador comprometido que levanta una obra magnífica frente a todo y a pesar de todo. Pese a los condicionamientos de su situación de soldado en medio de una cruentísima guerra; pese a los condicionamientos de una investigación realizada a instancias de y supervisada por un gobierno que la considera un instrumento para prolongar su dominio colonial; frente a la amenaza de la violencia ultraderechista; contra el criterio de lo más granado de la intelectualidad izquierdista parisina; contra la incomprensión con que fue recibida su obra a diestra y siniestra… Pero ese relato no nos ayuda a despejar muchas incógnitas sobre el porqué de las acciones y decisiones de Bourdieu durante aquellos años. Decisiones intelectuales y vitales, como la que va tomando un joven filósofo enviado a hacer el servicio militar a una colonia levantada en armas de convertirse en sociólogo. Pero, sobre todo, nos obstaculiza pensar cómo, una vez escrita, su obra pudo circular a pesar de tantos inconvenientes y nos empuja a interrogarnos sobre qué estructuras sociales y culturales facilitaron la publicación y difusión de estos trabajos.
Por eso sugiero leer justo a continuación el capítulo de Aïssa Kadri, que se complementa bien y además ayuda a matizar algunos aspectos del texto de Martín Criado. Nada más comenzar, Kadri advierte sobre el hecho de que los estudios sobre Bourdieu hayan prestado hasta ahora poca atención a la época de Argelia, habiendo cierto consenso, como decíamos, a la hora de destacar la impronta que dejó en toda su trayectoria. Y es que el estudio de este periodo implica explorar las contradicciones, ambigüedades y limitaciones derivadas del contexto en que Bourdieu puso en marcha su programa y su equipo de investigación. Kadri las explora porque “es legítimo preguntarse acerca de las condiciones para ejercer la profesión de sociólogo en este contexto, preguntarse qué significa hacer sociología en una situación de guerra. Sobre todo en el corazón y en el bando de quien representaba la represión”. Porque Bourdieu en aquellos años “trabaja para el Gobierno General, que constituía la quintaesencia del poder colonial y en el que nacían las ordenanzas de investigación-acción, en el mismo momento en que se inscribía su obra en la perspectiva de la objetivación sociológica” (p. 130). Pero cuidado, el autor no está cuestionando ni la honradez de las convicciones políticas y éticas de Bourdieu en relación con el colonialismo y la guerra de Argelia, ni el mérito de sus investigaciones y hallazgos. Simplemente analiza los condicionantes del contexto en que se realizaron y de la posición desde la que Bourdieu las emprendió. Condicionantes de los que lograría “emanciparse”, pero como resultado de un proceso de emancipación que sólo fue posible al final de la investigación y no al principio. Condicionantes que afectaron tanto a la definición de los objetivos de investigación como al trabajo de campo. A los objetivos porque “las investigaciones ordenadas a partir de 1958 se centrarán en la cuestión del trabajo, en conexión con las cuestiones de la vivienda y la educación y, más tarde, de la participación de las poblaciones autóctonas en una reproducción inclusiva de la dominación colonial” (p. 142). Y al trabajo de campo porque “los requisitos de seguridad condicionaban el contrato de las entrevistas, su serenidad y la confianza previa a las respuestas, lo que plantea unos interrogantes a nivel epistemológico y político que nunca se han afrontado francamente ni se ha debatido sobre sus efectos, tanto en relación con la situación de entrevista cara a cara, como en relación con los resultados.
¿Cómo pensar que unos campesinos desarraigados, vigilados, controlados por las SAS, que vivían bajo amenazas constantes, esperando subsidios alimenticios aleatorios, podían prestarse serenamente, con el peso de las obligaciones de supervivencia que se desarrollan en los campos [de retención], a las preguntas de unos investigadores a los que percibían cuando menos como parte de las autoridades, puesto que eran estas quienes los enviaban?” (p.140).
También encontramos en el texto de Kadri un apunte interesante sobre el proceso de renovación de las ciencias sociales que empezaba a producirse en Francia en aquella época, “en continuidad con los años de reconstrucción” (p. 143), que permite pensar sobre la orientación que da Bourdieu a su trabajo en Argelia en paralelo con lo que sucedía en Francia, es decir, situarlo mejor en el campo. Y, por último, una aportación testimonial, fundamentalmente informativa, pero útil, sobre los trabajos que realizó Bourdieu con sus colaboradores y discípulos en Argelia cuando regresó algunos años después, tras la independencia.
El tercer trabajo que gira en torno a la experiencia argelina es el de Lahouari Addi, el primer capítulo del libro. Pero su orientación es distinta a la de los textos recién comentados. Addi busca en los años de Argelia reflejos y ecos del sentido que Bourdieu daría siempre a su labor como sociólogo. Leerlo me ha hecho recordar algunas de sus opiniones sobre el carácter de la disciplina, a veces emocionantes, a veces cómicas. Como aquella vez que definió la sociología como una disciplina “plebeya y antipática”, o afirmó que el sociólogo debe “situarse constantemente entre dos papeles: el de aguafiestas y el de cómplice de la utopía”, o cuando aseguraba irritado que “siempre hay algún imbécil que cree que el pueblo habla con más verdad que los demás” o que “con buenos sentimientos se puede hacer una sociología deleznable”. Hay algo en la sociología de Bourdieu difícil de esclarecer, que forma parte de su misterio y que nos recuerda un poco, pero sólo un poco, a la perturbadora lucha de Max Weber contra sí mismo por separar la tarea científica de las convicciones políticas por mucho que estas pesen y que, mientras alza su mirada la mundo con tristeza y se cura las heridas de la última derrota, afirma que “en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”. La vocación política del pensamiento de Bourdieu, su carácter combativo, su denuncia infatigable de los mecanismos por los que se reproducen la desigualdad y la dominación, su voluntad de emancipación se sostiene sobre una obra de pretensión escrupulosamente científica, pero también sobre un fondo de escepticismo y una visión trágica de la vida social. Sobre lo que Addi llama “un pesimismo antropológico innato”. Rastrea ese pesimismo en los que considera “dos aspectos poco comentados del pensamiento de Bourdieu: la crítica de la modernidad opresiva y su escepticismo respecto al carácter revolucionario del nacionalismo argelino” (p. 26). La crítica de la modernidad radica en su concepto de reproducción, que “cobra todo su sentido cuando se relaciona con el Estado, cuya función es asegurar el orden social desigual”. Para Bourdieu, según Addi, “no hay salida que pueda poner fin a esta situación y la paz social es impensable (…) Bourdieu no es un revolucionario en el sentido marxista y no tiene un proyecto político de liberación de los oprimidos. Nunca ha creído en las virtudes revolucionarias del marxismo, ni siquiera en una toma de poder de los dominados que, supuestamente, pondría fin a la dominación. Su mensaje es que la modernidad refuerza la opresión del hombre, añadiéndole desigualdades sociales reproducidas por instituciones como el mercado, la escuela, el Estado… Pensador pesimista como Rousseau, está convencido de que la modernidad disminuye al hombre al darle la ilusión de libertad” (p. 29).
Aunque a veces echo en falta matices en los argumentos de Addi, me interesa su lectura trágica del concepto de habitus. Una lectura que está ausente en los demás capítulos, también en el que Ildefonso Marqués Perales dedica específicamente a reflexionar sobre éste y que junto con las contribuciones de Luis Enrique Alonso y José Luis Moreno Pestaña podemos agrupar en el conjunto de los que están dedicados a pensar sobre la sociología de Bourdieu, sus fundamentos y su vigencia.
El texto de Marqués Perales es un ejemplo de cómo el concepto de habitus es susceptible de muy distintas interpretaciones. Tras rastrear las definiciones que el propio Bourdieu ofrece en sus libros, desde Un arte medio hasta el Bosquejo de una teoría de la práctica y El baile de los solteros y buscar las convergencias y divergencias de este concepto con otros de matriz filosófica, como el “prejuicio” en Burke y sus derivaciones en Pascal, Marx o Spinoza, el autor se inclina por definirlo como “un mecanismo que permite actuar, sin tiempo y sin información; es decir, es algo muy beneficioso en periodos de rutina” (p. 167). El habitus sería por tanto una respuesta de conocimiento tácito que se manifiesta en situaciones cotidianas rutinarias, sin margen para la reflexividad. “El habitus impele a actuar”. “El habitus es, en cierto modo, un tipo de sobreadaptación que implica una inercia del pasado” y “sobreadaptarnos a las cosas nos permite economizar” (p. 171). La persona toma conciencia del habitus cuando la rutina se altera y le empuja a incorporar a su acción una distancia reflexiva.
Es una definición que prácticamente equipara habitus al concepto de “tipificación” de Alfred Schütz. Una definición que no comparto. Tampoco comparto la relación entre habitus y reflexividad que se deriva de ella. La disposición hacia un tipo de respuesta práctica a una situación no es irreflexiva porque, aunque las respuestas posibles no son ilimitadas, sí son múltiples. El habitus bourdiano no impele a actuar, aun cuando existen determinados habitus que empujan a la actuación. Sobre todo, se manifiesta en la práctica, tanto si esta es rutinaria como si no. Es además una definición que desatiende una cuestión capital, como es la relación entre habitus y clase. Una persona puede tomar conciencia del habitus en situaciones sociales ante las que no encuentra una respuesta práctica adecuada, no simplemente en aquellas que se salen de la rutina. Se manifiesta en las situaciones en las que uno no se sabe comportar. De ahí la lectura trágica de la que hablaba antes, del papel que juega el habitus en trayectorias de movilidad social ascendente, cuando una persona queda señalada, puesta en evidencia, ante una situación social que implica desplegar un tipo de respuesta práctica de la que no es capaz y que debe aprender e incorporar si quiere pertenecer al grupo social de quienes sí saben ofrecerla. Esa persona deberá dejar de comportarse como suele, renunciar en cierto modo a ser quien es, contribuyendo así a legitimar una cultura dominante.
“Siempre nos quedará Bourdieu”, el texto de Luis Enrique Alonso que da título al volumen, y el trabajo de José Luis Moreno Pestaña “Sobre la actualidad de El oficio de sociólogo” son para mí, junto con el ya comentado de Aïssa Kadri, los capítulos que conforman la columna vertebral del libro. De los muchos aciertos que pienso tiene el primero, me inclino por destacar uno: su recorrido por las influencias de la sociología clásica en la obra de Bourdieu (de Durkheim, Mauss y Halbwachs, también de Elias y Veblen). La huella de Durkheim es profunda, pero durante un tiempo no la seguimos porque nos resistimos a relacionar a un sociólogo por idiosincrasia “crítico” con un clásico estigmatizado por su condición de funcionalista y, en consecuencia, conservador. En el texto de Alonso vemos en qué aspectos Bourdieu es crítico por durkheimiano desde la cita textual de la Sociología general que escoge para encabezarlo: “Durkheim denunciaba ya la ilusión de la transparencia como el obstáculo principal para el conocimiento social”. Y contra “la ilusión de transparencia” llama la atención también Moreno Pestaña en su andadura por El oficio de sociólogo, que hace de la mano de Passeron. Un libro que, nos dicen, hoy se sostiene como teoría del conocimiento sociológico sobre tres principios (el durkheimiano recién nombrado sería el segundo de ellos, a saber: “el sentido objetivo de un acto y el sentido subjetivo no coinciden forzosamente”, p. 219) que funcionan más que nada como advertencias de los errores que no se deberían cometer y aún se cometen, como lo son “caer en la pereza metafísica, naturalista o empirista” (p. 227) o la “tendencia a perseguir leyes ahistoricas” pues “los datos del sociólogo versan sobre fragmentos del mundo histórico y sólo desde coordenadas históricas podemos razonar sobre ellos” (p.224). Ahí seguimos.
Comentaré ahora, por último, los dos capítulos que no se ocupan sólo a pensar sobre Bourdieu sino también a pensar a partir de él, a aplicarlo. Son el de Cecilia Flachsland sobre Eva Perón y el Partido Peronista Femenino y el de Marina Requena i Mora, que explora las posibilidades del concepto de habitus para indagar en las paradojas de la conciencia medioambiental. Sin embargo, en ambos trabajos la obra de Bourdieu funciona como pretexto antes que como instrumento.
Flachsland nos ofrece primero su lectura crítica de La dominación masculina. Una lectura salpicada de apuntes certeros y bellos en su claridad, profundidad y reconocimiento. Como cuando nos dice que “ponerse ‘los anteojos de Bourdieu’ es mirar el mundo sin inocencia, es dedicarse de lleno a la empresa de la develación”. Un mundo en el que “lo arbitrario empieza a ser cultural y lo natural, histórico” y que emparenta a Bourdieu con el feminismo, pues también éste es “un aparato crítico fundamental para quebrar el sentido común que se presenta como evidente” (p. 105). O cuando, pocas líneas antes, ofrece una relación nítida de “los grandes interrogantes que rigen toda la obra de Bourdieu: por qué las personas actúan como actúan, por qué las sociedades son como son, por qué se sostiene el poder, por qué se perpetúan las desigualdades”. Si Bourdieu es, como sostiene Luis Enrique Alonso, un clásico de la tradición sociológica es justamente por esto, porque laten en su pensamiento las preguntas perennes que han alumbrado la disciplina desde sus orígenes.
Después la autora dibuja una semblanza de Eva Perón y narra la historia del Partido Peronista Femenino creado por esta entre 1947 y 1951. Una experiencia de “feminismo plebeyo” que “desafió la dominación masculina, tanto entre los detractores del peronismo como en las filas del espacio político propio” y que interpreta como uno de esos “incidentes históricos” a los que se refiere Bourdieu en el Preámbulo de su libro como ejemplo de las pocas veces que la dominación sexual es contestada por “transgresiones, subversiones, delitos y locuras”. Pero aquí, de nuevo, el tono heroico orilla la voluntad analítica. Ambos relatos se miran entre sí, pero no se tocan. O se tocan muy tangencialmente. Bourdieu ya aparece poco y el concepto de habitus se aplica en la biografía de Evita con cierta arbitrariedad. Como si el habitus se adquiriese mediante la vivencia de un puñado de episodios decisivos que forjan el carácter de uno (aunque en efecto las experiencias transformen el habitus). Cecilia Flachsland, consciente de ese posible desajuste entre el marco teórico y el carácter del ejercicio que plantea, asegura que “partir de un libro sobre la dominación masculina como estructura para pensar una biografía emancipada no implica, de ningún modo, llevarle la contraria a la idea rectora de este libro, sino más bien lo contrario (…) si algunos trabajos historiográficos sobre aquel periodo pueden ayudarnos a comprender qué fue lo que irrumpió con el accionar político de las mujeres peronistas de los años cuarenta, la sociología de Bourdieu nos ayuda a entender por qué esa irrupción, además de fugaz, fue olvidada” (p. 103). O sea que Bourdieu no explica el caso estudiado sino el hecho de que el caso no se haya estudiado más.
Del trabajo de Marina Requena i Mora sobre el “ecologismo de los pueblos” me convence su definición del problema de investigación y la forma en que lo sustenta empíricamente. Es a la hora de aplicar los conceptos cuando me plantea más dudas. Parte la autora de una constatación: la de que “la relación entre la conciencia ambiental y las actitudes proambientales, por un lado, y el comportamiento de protección del medio ambiente, por otro, son generalmente débiles” (p. 237) y que “si la conciencia medioambiental es un producto del crecimiento económico, resulta evidente que existe una desconexión sustancial entre lo que la propia conciencia medioambiental se propone, lo que realmente consigue y la clase de “sostenibilidad” que suscita” (p. 239). Así, una persona joven, urbana y educada puede mostrar una gran conciencia medioambiental, pero en su vida cotidiana contamina más que un pequeño agricultor o un pescador sin apenas conciencia medioambiental. Esto puede explicarse, según la autora, por la diferencia de habitus de unos y otros. En la diferencia en ambos casos entre lo que reflexivamente piensan y lo que de manera tácita practican. En algunos pueblos, afirma, “el ecologismo forma parte del habitus” (p. 247). Y se explica también por el hecho de que la conciencia medioambiental funciona como fetiche bajo la misma lógica con que lo hace la mercancía: “El carácter misterioso de la conciencia ambiental consiste, por lo tanto, en el hecho de que se nos presenta como un producto del crecimiento económico separado del impacto ambiental físico que este crecimiento económico está generando”. Una “conciencia posmaterialista que aliena los efectos que el crecimiento económico y la modernización están causando en el medioambiente” (p.259). La conciencia medioambiental es un producto de la modernización capitalista, que implica a la vez y sin embargo una mayor agresión al medio ambiente. Pero, aunque muy atinada en su crítica del carácter ideológico (de nuevo, en el sentido marxiano) de conceptos como “desarrollo sostenible” o “consumo verde”, no termina de quedar claro el que al urbanita con conciencia medioambiental le queden ocultas las razones estructurales por las que su estilo de vida tiene un mayor impacto ambiental. Puede tener conciencia de ellas. Puede tener conciencia de la incompatibilidad entre sus ideas y las implicaciones de vivir como vive y de que sus acciones más “responsables” tienen un impacto real, digamos, por ser benévolos, discreto. Puede tener conciencia de que quizá la única acción eficaz implicaría un cambio de vida radical que o bien no puede acometer o bien no está dispuesto a hacerlo y verse obligado a vivir bajo esa contradicción moral. Y si esto es así hay conceptos de la sociología clásica que prometen, en mi opinión, un mayor alcance analítico que el de fetichismo de la mercancía, como por ejemplo el de ambivalencia sociológica. En cuanto al habitus, aunque definido con precisión, a la hora de aplicarlo parece indistinguirse algunas veces con el de estilo de vida.
Siempre nos quedará Bourdieu es, en conjunto, un libro rico que echa luz sobre muchos aspectos de la vida y la obra de un sociólogo que, en efecto, pasados ya veinte años de su muerte consideramos un clásico de la disciplina. Diez años después de la exposición donde vimos las fotografías que Bourdieu tomó en Argelia, es motivo de celebración el que los estudiosos y estudiosas de su obra podamos poner en nuestra estantería, al lado del magnífico catálogo de aquella exposición, el libro que recoge las ponencias que la acompañaron. Poder mirar y leer. Dejar que las imágenes nos interpelen y conversar a continuación con aquellos que entonces fueron interpelados por ellas y nos brindan hoy sus reflexiones por fin impresas. Además, la edición es muy bonita, como suelen serlo los libros que hace el CBA. Pulcra, elegante, sobria, moderna, incitadora, pensada para llevar en el bolsillo. Un regalo para quienes dedicamos muchas horas a viajar en tren.