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Sua cuique persona. Una aproximación socio-estructural al concepto de persona
Sua cuique persona. A socio-structural approach to the concept of person
EMPIRIA. Revista de Metodología de las Ciencias Sociales, vol. 58, pp. 155-173, 2023
Universidad Nacional de Educación a Distancia

Artículos



Recepción: 30 Junio 2022

Aprobación: 17 Enero 2023

DOI: https://doi.org/10.5944/empiria.58.2023.37384

Resumen: Tanto en la cultura occidental como en la teoría social contemporánea, el término persona se usa habitualmente como equivalente a los de ser humano, individuo y sujeto. Frente a esta semántica sustancialista, y partiendo de la recuperación del sentido originario del término latino persona que realizó la filosofía política barroca para cimentar teóricamente los nacientes Estados europeos, en el artículo se propone una fundamentación estrictamente sociológica del concepto de persona. Para ello, se realizará un recorrido genealógico que arrancará con el análisis realizado por Thomas Hobbes de la persona, en el que esta es definida como un actor. A continuación, se pasará revista a algunos de los más conspicuos representantes de la tradición sociológica, en cuya obra la persona es conceptualizada no ya como un actor, sino como un actor social. A tal efecto, se recorrerán las obras de Ferdinand Tönnies, Georg Simmel y Erving Goffman –en este último caso, en conexión con la teoría de la autoconciencia de George Herbert Mead–. Finalmente, apoyándose en los conceptos de doble contingencia y comunicación, en cuanto problema constitutivo y operación característica de los sistemas sociales, respectivamente, el artículo propondrá una radicalización socio-estructural del enfoque sociológico de la persona, con el fin de determinar conceptualmente a qué necesidades básicas de la construcción de los órdenes sociales responde la conversión de los seres humanos en actores sociales, y cómo es esta conversión el factor clave para la misma estructuración de las conciencias, que desemboca en la construcción de la autoconciencia. La tesis fundamental sobre la que se apoya esta operación de radicalización sociológica del concepto de persona es la interpretación de esta como una de las formas básicas de estructuración social: el direccionamiento social; es decir, la comprensión de las personas como direcciones sociales que ayudan a determinar y reducir la complejidad de los sistemas sociales en cuanto sistemas de comunicación.

Palabras clave: Acción, comunicación, dirección social, doble contingencia, persona.

Abstract: In both Western culture and contemporary social theory, the term person is commonly used as an equivalent of human being, individual and subject. Faced with this substantialist semantics, and starting from the recovery of the original meaning of the Latin term persona, carried out by de baroque political philosophie to theoretical cement the emerging european states. To do this, a genealogical tour will be carried out that will start with Thomas Hobbes analysis of the person as an actor. We will then review some of the most conspicuous representatives of the sociological tradition, in whose work the person is conceptualizated not merely as an actor, but as an social actor. To do this, we will explore the Works of Tönnies, Simmel and Goffman –in the latter case, in connection with Mead´s theory of self–. Finally, base don the concepts of double contingency and communication, as constitutive problema and characteristic operation of the social systems, the article propose a socio-structural radicalization of the sociological approach to the person, in order to determine conceptually which basic needs of the social orders meets the construction of human beings as social actors, and how this construction is the key factor for the structuring of their consciousness, wich leads to the development of the self. The fundamental thesis on wich this sociological radicalization is based is the interpretation of the person as one of the basic forms of social structuring: the social addressing; that is, the understanding of human beings as social addresses that help to determine and reduce the complexity os social systems as systems of communication.

Keywords: Action, communication, double contingency, person, social address.

1. INTRODUCCIÓN

Allá por 1938, decía Marcel Mauss (1971: 309) que, si bien en nuestra vida cotidiana todos encontramos la idea de persona natural y bien delimitada, en realidad es una idea ambigua y delicada, aún por elaborar. Más de ochenta años después, esta reflexión sigue siendo perfectamente válida, si se realiza desde una perspectiva sociológica.

Como bien ha documentado el propio Mauss (1971: 309 ss.), la evolución de esta idea puede trazarse con relativa precisión. En las primitivas sociedades segmentarias, no hay una noción propiamente dicha de persona ni de la identidad individual. En ellas, más que personas existen personajes, construidos como papeles que el individuo representa en las dramatizaciones sagradas, similares a los que desempeña en la organización del parentesco. En las grandes civilizaciones orientales –si bien en la India hay una antigua noción de individuo, cuya conciencia es concebida como fabricación del yo–, nombre, forma de vida y apriencia del individuo son fijados por factores del orden social como el orden de nacimiento y la categoría social, especialmente en el caso de China. La evolución de estas culturas, según Mauss, no ha desarrollado la idea de la persona como entidad completa e independiente de cualquier otra.

Este desarrollo ha sido producto más bien exclusivo de la cultura occidental, y es de raíz latina. En su origen, el término persona está también asociado a la idea de personaje, pues se refería a la máscara a través de la cual hablaban los actores (personare, “sonar a través de”) en el espacio abierto del teatro antiguo. Como tal, estaba muy asociado con el vocablo griego prósopon (πρόσωπον) – compuesto por la raíz pros (delante de) y ópos (cara)–, que designaba la máscara a través de la cual hablaban los actores. Pero, a pesar de presentarse también este origen de la persona como personaje, aquí se incorpora ya una forma nueva, pues “la ‘persona’ es algo más que el resultado de una organización, es algo más que el nombre o el derecho de un personaje o de una máscara ritual, es fundamentalmente un hecho de derecho” (Mauss, 1971: 323).

A través de la ética estoica la persona pasa a entenderse después ya solo en un sentido moral y jurídico, al referirse a un ser consciente, independiente, libre y, en consecuencia, responsable. Posteriormente, la telogía antigua acaba dándole una fundamentación metafísica firme, de manera que la persona pasa de entenderse como ser revestido de un estado social a concebirse como el ser humano sin más, a una unidad de cuerpo y alma, lo que hace de ella “una sustancia racional indivisible” (Mauss, 1971: 330).

El paso último en la evolución de la noción de persona hacia su estado actual es la conversión de esta sustancia en una conciencia, y con ello su comprensión como ser psicológico. Como bien señala Mauss, esta es tarea de la filosofía moderna, pero también de las denominaciones protestantes, que contribuyeron decisivamente a la equiparación de la persona con el yo y del yo con la conciencia. El ejemplo quizá paradigmático de este último y decisivo paso lo encontramos en la obra del pietista Kant, para quien “el hecho de que el hombre pueda tener una representación de su yo le realza infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra. Esto lo convierte en persona; es decir, en un ser muy diferente por rango y dignidad de aquellos otros con los que puede hacerse lo que plazca” (Kant 1991: 15).1

Frente a esta evolución, que termina asociando la persona, como autoconciencia, con ser humano e individuo en cuanto tal –o sea, como algo inmanente a la naturaleza humana–, este texto va a presentar una alternativa en la que la persona será teorizada como construcción social que las sociedades complejas precisan para poder estructurar el flujo de la operación mediante la que se consituyen y reproducen: la comunicación. De este modo, la persona será entendida como una caracterización que los individuos deben desarrollar en su proceso de aprendizaje social en las sociedades complejas.

Para ello, tomaré pie en la filosofía política barroca –concretamente en Hobbes–, donde la persona es asociada con apariencia, con conocimiento externo, a la vez que se amplia su concepto hacia lo que hoy conocemos como “persona jurídica”, permitiendo así tratar como individuos a unidades que no son seres humanos. A continuación, se hará un recorrido por la teorías sociales donde se conceptualiza ya la persona en términos sociológicos: de forma sucinta en los casos de Tönnies y Simmel, y más detallada en el caso de Goffman y su enfoque dramatúrgico de la interacción social, elaborado bajo la inspiración de la teoría del self de Mead. Por último, apoyado en la teoría de sistemas sociales de Luhmann, se presentará el concepto clave para poder fundamentar una construcción socio-estructural de la persona: el concepto de “dirección social”, en virtud del cual es posible asentar con más firmeza que en el enfoque dramatúrgico una teorización pura o radicalmente sociológica del concepto de persona.

2. EL CONCEPTO DE PERSONA EN HOBBES

Como puede observarse en el prefacio a De Cive, la teoría política de Hobbes emplea un método analítico muy extendido en su época: el que cree que la forma más adecuada de conocer un objeto es conociendo sus elementos constitutivos, lo que se traduce, en su caso, en un análisis de la aptitud de la naturaleza humana para constituir un orden civil, para lo cual consideraba que debía procederse como si el orden político estuviera disuelto (Hobbes 1972: 99). De este modo, como señaló Carl Schmitt (1982: 59), Hobbes llevó a cabo una mecanización del concepto de Estado que vino a completar la mecanización cartesiana de la imagen antropológica del hombre.

Este modo analítico ha hecho que, para la historia del pensamiento social más convencional, Hobbes pase por ser uno de los máximos exponentes del llamado “individualismo posesivo” (Macpherson 2005). Sin embargo, un análisis más detenido nos descubre que su unidad analítica no es el individuo aislado, pensado en su específica constitución “natural”, sino en su condición de ser social.

El sustento principal de esta tesis, como ha señalado Trilla (2019), podemos encontrarlo en el capítulo XVI de Leviatán, donde Hobbes analiza en qué sentido puede ser el individuo materia y forma del Estado. Allí, como cierre del análisis de la naturaleza humana y tránsito hacia el de la “república”, Hobbes aborda lo que considera la cualidad terminal y comprensiva de la naturaleza humana: la personificación, entendida como capacidad del humano de duplicarse. Es en virtud de ella que el individuo puede convertirse en artífice del orden estatal, artificio que tiene su último sustento en que representa una imitación creativa de la naturaleza.

La asociación de esta capacidad de duplicarse al concepto de persona aparece también con nitidez en el capítulo XV del De Homine, dedicado al “hombre artificial”, q ue s e h a i nterpretado h abitualmente c omo d edicado a d iferenciar entre individuo real (natural) y artificial, asociando este segundo a colectividades personificadas política y jurídicamente. Sin embargo, si se lee atentamente el arranque del capítulo, la artificialidad no se restringe al plano colectivo, sino que se extiende también al individual. Como en Leviatán, Hobbes arranca también con una referencia al término griego prósopon, señalando que en latín a veces tiene su equivalente en los términos facies (“cara de un hombre”) u os (“semblante”), cuando se hacía referencia a un ser humano verdadero, pero también en el término persona, cuando se quería hacer referencia a un ser humano ficcional –como los personajes teatrales, de los que se sobreentiende que no hablan por sí, sino por algún otro–. A continuación, Hobbes señala que “una persona es aquel a quien se atribuyen las palabras y acciones, ya sean propias o ajenas. Si son suyas, se trata de una persona natural; si son ajenas, se trata de una artificial” (Hobbes 1972: 83). Como ha señalado Pettit (2008: 70), este segundo tipo de persona, que coopera en la institución de un orden político, solo es posible si los seres humanos creamos nuestros propios personajes, si actuamos en nuestro propio nombre ante otros y, como consecuencia de ello, ante nosotros mismos. Por tanto, sea representando las palabras y acciones de otro, sea las propias, “una persona es un actor”, pues tanto en un caso como en el otro está realizando una actuación (Hobbes 1979a: 255).

Toda actuación requiere la elaboración de un personaje suficientemente coherente a los ojos ajenos, lo que necesariamente conlleva un enmascaramiento, con el que en la acción pública ocultamos tanto o más de lo que mostramos. Y este enmascaramiento no solo se da en estrados y escenarios: se traslada a la sociedad entera, a la “conversación común” y al ámbito económico, donde, “debido a los intercambios comerciales y los contratos entre ausentes, las ficciones de este tipo no son menos necesarias […] que en el teatro” (Hobbes 1972: 83). La sociedad civil es presentada, así, como un gran teatro, en el que personas naturales y artificiales han de representarse a sí mismas y a otros para poder participar de ella.

Ahora bien, ¿qué significaba para Hobbes personificarse? Significaba unificar una multiplicidad, generar artificialmente una unidad real. En el caso de la persona natural se trata de la particular manera de ser atribuida a un cuerpo, que es consecuencia de un intercambio entre su portador y sus espectadores. Y es justamente este intercambio lo que impulsa la personificación, pues en él es decisivo determinar a quién pertenece cada una de las acciones que lo constituyen, lo que a su vez requiere de una audiencia para las mismas.

Ser actor requiere, además, ocultar las pasiones, para construir una imagen coherente que permita al individuo convertirse en un interlocutor predecible, y en cuanto tal apto para desenvolverse socialmente. El transcurso del tiempo va decantando ciertos rasgos que deberá respetar en lo sucesivo, si no quiere caer en el descrédito, algo tanto más necesario cuanto más compleja es la sociedad y su trama interactiva2. Estas vinculaciones diacrónicas acaban fraguando en limitaciones para la persona, que precisa tener capacidad de leerse a sí misma, pues pocas cosas importan tanto como ser fiel al personaje que se ha ido construyendo.

Si el enmascaramiento o personificación es imprescindible para ser reconocido y reconocible como actor, entonces las normas sociales no pueden obligar al hombre en su conciencia, sino solo en sus acciones, “pues nadie (excepto Dios) conoce el corazón o la conciencia de un hombre, a menos que se transforme en acción, bien de la lengua o bien de otra parte del cuerpo […], porque ningún hombre puede discernir más que por medio de la palabra o de la acción, si tal ley se respeta o se quebranta” (Hobbes 1979b: 309 s.). Por eso, la ficción social tiene que estar sujeta a un control atributivo, de responsabilidad, que estimule la previsión de las consecuencias, y no solo en términos morales, sino también, y muy especialmente, corporales (Hobbes 1979a: 372), que es lo que precisamente diferencia la personificación teatral de la personificación natural.

A diferencia del actor teatral, el social está sobrepuesto a un cuerpo mortal y objeto potencial de castigo, lo que impone límites a la representación de sí mismo. Ante la amenaza del castigo corporal las apariencias y el disimulo decaen, apoderándose del individuo el instinto de conservación, que se manifiesta de forma despersonificada como miedo corporal3. Es entonces, al tener que afrontar las consecuencias de transgredir las normas, cuando se evidencian las diferencias entre la representación teatral y la social: que esta última puede tener consecuencias para nuestro cuerpo (Hobbes 1979a: 230).

Así pues, el plano natural del cuerpo es el soporte del artificial personaje. Aunque solo aparezca cuando falla este, es lo que asegura que los individuos se reconozcan autores de sus acciones y cumplan sus compromisos, operando como una reserva de imputabilidad decisiva para el sistema de vínculos artificiales que es la sociedad. Por eso, cuando falla la ficción de las personas jurídicas, es indispensable recurrir a la imputación individual de quienes ostentan su representación. Pero todo esto solo es posible si el individuo no es mero cuerpo, sino un ser capaz de representarse a sí mismo, pues solo esta capacidad permite exigirle responsabilidades. En ello precisamente se basa la persona ficticia que es un poder soberano; es decir, en que “cada individuo ya es en cierto modo una representación enmascarada y mediada de sí mismo” (Pye 1984: 91), de forma que el Leviatán funciona como un autómata porque ya el ser humano es él mismo un autómata racional (Jaume 1986: 99).

3. EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA TRADICIÓN SOCIOLÓGICA: TÖNNIES, SIMMEL Y GOFFMAN

El concepto de persona no se encuentra entre las categorías claves de las grandes sistematizaciones de la sociología clásica europea. Es más, como tal concepto solo es objeto explícito de referencia y tratamiento por parte de Tönnies, quien lo formula de forma prácticamente idéntica a la hobbesiana: como una ficción que depende de la existencia de una multiplicidad de actos individuales, externos y superiores a ella, que su concepto viene a expresar como disposición de un “complejo de fuerza, poder y medios” (Tónnies 1979: 206). Hablar de persona, por tanto, es referirse a la estructura de una voluntad racional que, como producto de una determinación externa, describe un “unum per accidens” (ibid.). Por eso, hay personas reales y naturales solo porque hay seres humanos que, al concebirse como tales, aceptan y desempeñan este “papel”, que asumen el “carácter” de persona como una máscara que deben colocarse ante el rostro (Tönnies 1979: 208). Y esto deriva de su necesidad de existir para los demás, pues estos solo nos toman en consideración si reconocen nuestra condición de personas y, por ende, nuestras cualidades personales.

La aportación más relevante de Tönnies reside en la localización de la persona dentro de su esquema analítico de comunidad y asociación, pues la personificación es tanto más relevante cuanto más asociativa es la sociedad (Tönnies 1979: 210 ss.). Cuando el intercambio contractual se convierte en la forma de relación social más importante, se requiere hacer a un lado identidades comunitarias naturales y reciprocidad, para, a cambio, aprender a enmascararse. Este enmascaramiento imprescindible para la vida asociativa está inevitablemente vinculado al yo ficticio de la voluntad racional, arbitraria por naturaleza, que es preciso diferenciar de la voluntad natural o per se, que se une metafísicamente (“en cuerpos y sangre”) en una sociedad comunitaria. La comunidad, en consecuencia, al poseer voluntad y fuerza propias, puede ser considerada como un yo en sí misma, mientras que la asociación, al serlo de las voluntades racionales individuales, es solo una persona artificial colectiva.

Aunque de forma colateral, en la obra de Simmel encontramos también una reflexión muy interesante sobre el concepto de persona cuando aborda el concepto de individualidad.

De un modo claramente antropológico y con evidentes resonancias kantianas, Simmel define la individualidad como todo aquello que, “en cuanto ser, sentimiento o anhelo, tiene su origen en un comportamiento que es irreductible o en un instinto primario para el que parece no encontrarse punto de partida en la naturaleza infrahumana” (Simmel 1983: 267 s.). Pero esto no impide a Simmel dar de inmediato un giro sociológico, al señalar que la individualidad no solo significa un mundo para sí, sino también una relación con el mundo, y en particular con el mundo social. Esta “duplicidad” sería lo propio de la existencia del ser humano, pues si bien puede ser indicado en general como “unidad”, es a la vez siempre parte de uno o varios todos sociales, que lo abarcan y trascienden (Simmel 1983: 268).

Esta duplicidad se expresa en la delimitación de dos esferas de la personalidad: una que solo el propio individuo puede ver (mi esfera de influencia exclusiva) y otra que pueden ver los otros individuos (su esfera de influencia en mí) (Simmel 1977: 654).

Este límite no es fijo, pues se desplaza de acuerdo con el grado de diferenciación de la estructura social. Así, en las modernas sociedades diferenciadas, en las que conviven individuos también muy diferenciados, lo característico es un “sentimiento del yo como lo absolutamente ‘propio’” (Simmel 1977: 794 s.). En este contexto, si debiéramos atenernos a lo puramente manifestado por los otros, nos encontraríamos ante una diversidad inabarcable de fragmentos casuales e inconexos, que haría altamente improbable las relaciones sociales. Para que pueda existir cierto orden relacional precisamos saber de aquellos con quienes nos relacionamos más de lo que nos muestran de forma inmediata y voluntaria. Por eso, en la segunda de las dos esferas de la personalidad, mediante “hipótesis psicológicas” (deducciones, interpretaciones, etc.), se procede a completar los “fragmentos casuales e inconexos de un alma”, lo que permite crear un “hombre unitario”, una “persona completa”, que entonces ya podemos comprender y con la que, en consecuencia, podemos contar (Simmel 1977: 653s.).

En la teoría social clásica norteamericana, aunque sin conexión directa alguna con Hobbes, nos encontramos con la psicología social de Mead y su tesis fundamental de que el self o autoconciencia solo se desarrolla en virtud de la capacidad humana de ponerse en el lugar de los otros –o, lo que es lo mismo, de que “tenemos que ser otros si hemos de ser nosotros mismos” (Mead 1991: 185)–. Esta tesis es particularmente importante para nuestro tema por dos razones. En primer lugar, porque rompe con la concepción inmanente de la autoconciencia, y por lo tanto de la persona y su identidad, que al principio presentamos a través de Kant. En segundo lugar, porque es la guía fundamental de una de las más completas elaboraciones sociológicas del concepto de persona: la desarrollada por Goffman al explicar la interacción social mediante la conversión del individuo humano en dramatis personae (Goffman 1979: 277).

En un evidente paralelismo con Simmel, Goffman considera que la piedra angular de la participación social del individuo es el cómo obtener información acerca de él, para entonces poder definir la situación social correspondiente, ya que esta definición solo es posible si los otros pueden saber de antemano lo que él espera de los otros y los otros pueden esperar de él. Cuando disponen de esta información, los otros sabrán cómo actuar para obtener de él una determinada respuesta. Si los otros no están habituados a relacionarse con él, entonces suelen obtener indicios por su apariencia y su comportamiento, lo que les permitirá emplear su experiencia acumulada con individuos similares en apariencia y comportamiento. Si los otros, en cambio, creen estar suficientemente familiarizados con él, por su experiencia anterior, para predecir su comportamiento echarán mano de suposiciones sobre la perpetuación e integridad de determinados rasgos psicológicos.

La capacidad expresiva y de producir impresiones en los otros conlleva dos formas de acción significante: la de la impresión que busca producir, y de la que emerge la interacción en el sentido más habitual y restringido, y la que dimana de él, origen de una interacción más general, ya que incluye un abanico de posibilidades no verbales que los otros pueden considerar indicios de quién es y pretende ser el actor en cuestión, precisamente por no responder muchas veces a una intención manifiesta. Por eso, en una situación social, la conducta humana tiene un “carácter promisorio” y evidencia que, en sociedad, “vivimos por inferencia” (Goffman 1981: 15), lo que convierte en objeto primordial del análisis “la expresión no verbal, más teatral y contextual, presumiblemente involuntaria, se maneje o no en forma intencional” (Goffman 1981: 16).

A partir de esta premisa, resulta evidente que todo individuo intentará controlar la impresión que produce, pues de ello dependerá su capacidad de influir en la definición que los otros hacen de la situación, para así controlar sus conductas de acuerdo con sus propios propósitos. Pero los otros se esforzarán en diferenciar ambos niveles de conducta, para controlar la validez de sus expresiones verbales según lo que observan de él en el plano gestual. Y esto significa algo muy importante para explicar los procesos de interacción: que en ellos hay una asimetría fundamental, ya que el actor solo es consciente de uno de los niveles de la interacción, mientras que sus espectadores lo son de los dos (Goffman 1981: 19). Esta asimetría origina una especie de escalada reflexiva: el actor puede buscar el control de sus expresiones supuestamente espontáneas, pero sus espectadores pueden apercibirse de ello y buscar aquellos tonos que parezcan no controlados, para así restaurar la asimetría. El juego de apariencias y búsquedas de sintomatologías podría reproducirse ad infinitum, amenazando con bloquear la interacción. Pero esto no es generalmente así porque las definiciones de la situación de unos y otros tienen un grado de armonía suficiente para evitar la aparición de contradicciones manifiestas (Goffman 1981: 21). Ahora bien, esto no significa que haya un consenso manifiesto, ni siquiera que sea necesario. Lo decisivo es que haya una expectativa generalizada de que todos contendrán sus sentimientos espontáneos y pueda producirse la impresión de que hay una definición de la situación que todos pueden considerar aceptable, al menos por un tiempo, lo que entre otras cosas implica que nadie intentará contradecir o sabotear expresamente las definiciones de la situación ajenas, pues de lo contrario la interacción puede entrar en un estado de anomia.

Resulta fácil entender ahora la importancia que Goffman atribuye a las “primeras impresiones”: todos quedamos comprometidos como actores con ellas, debiendo abandonar cualquier propósito posterior de ser otros, pues de lo contario nos desacreditaremos. Por eso, todo individuo con ciertas características sociales tiene tanto el derecho moral a esperar una valoración y un trato apropiados como la obligación moral de demostrar ser lo que ha pretendido ser inicialmente. Pero que los individuos busquen producir y mantener la impresión de actuar de acuerdo con las normas por las que se juzgan sus personas y actos, no significa que, como actores, estén movidos por un interés moral, pues “cuando actúan, no están preocupados por el problema moral de cumplir tales normas, sino por el problema amoral de producir la impresión convincente de que las cumplen” (Goffman 1981: 267).

En conexión con este desarrollo analítico, Goffman aborda la cuestión de la estructura del self. Esta estructura puede interpretarse según el modo en que el individuo dispone sus representaciones sociales. Goffman (1981: 268) distingue el papel de actor o forjador de impresiones (performer) y el de personaje o figura cuyos rasgos característicos debe evocar en la representación (charachter). Si bien las cualidades del actor y del personaje son de distinto orden, ambas obtienen su significado de la representación que debe ser realizada. Por eso, en la moderna sociedad occidental el personaje representado se encuentra en pie de igualdad con el self, de modo que este “como personaje” (self-as-carachter) se considera que está alojado en el cuerpo de su poseedor, constituyendo el nódulo psicobiológico de la personalidad. Esta concepción estaría implícita, pues, en lo que el individuo trata de proyectar, pero precisamente por eso es un obstáculo para el análisis sociológico de la representación.

Superar este obstáculo exige reconocer que el self representado es un tipo de imagen que el individuo pretende que le sea atribuida por los otros cuando representa su personaje, lo que significa que no emana inherentemente de su poseedor, sino del escenario de su actuación: “una escena correctamente montada y representada conduce al auditorio a atribuir un ‘sí mismo’ [self] al personaje representado, pero esta atribución –este ‘sí mismo’– es un producto de la escena representada, y no una causa de ella” (Goffman 1981: 269). El self, por tanto, no es algo orgánico, y como tal localizado específicamente y con destino “natural”, sino un personaje representado, un efecto dramático que se produce de forma difusa en la escenificación, cuyo problema más importante es conseguir crédito para la representación. El análisis del self puede desprenderse entonces de su poseedor, ya que él y su cuerpo proporcionan solo la “percha” de la que colgará algo que es producto de la interacción social, puesto que la impresión de que el self otorgado al personaje parezca emanar intrínsecamente del actor no es más que el producto de la maquinaria productora del self.

Goffman remata su brillante estudio de la interacción social en términos dramatúrgicos señalando sus límites, con palabras de clara resonancia hobbesiana: “la acción que se representa en un teatro es una ilusión relativamente inventada y reconocida; a diferencia de la vida corriente, nada real o verdadero puede sucederles a los personajes representados” (Goffman 1981: 270). En cambio, en la vida cotidiana, acción y actores sociales quedan vinculados por el “carácter moral particular” que conlleva toda situación social, dado que en esta siempre está presente el manejo de las impresiones (Goffman 1981: 24).

La persona, por tanto, no es el punto de partida ontológico del orden social (interactivo), sino un producto de la dramaturgia social, pues no se sustenta en las propensiones psíquicas, en la interioridad de la conciencia, sino en la regulación moral que, desde fuera, le imprime el orden interactivo (Goffman 1967: 45).

4. UN NUEVO PUNTO DE PARTIDA PARA EL CONCEPTO DE PERSONA: DOBLE CONTINGENCIA, COMUNICACIÓN Y FORMACIÓN DE SISTEMAS SOCIALES

Esta tradición analítica de la persona, que desemboca en su definición como un producto de la dramaturgia social, puede ser objeto de una profundización adicional, que nos permita conectarla con las necesidades estructurales de la sociedad. Esta radicalización sociológica del concepto de persona solo es posible si podemos relacionar la constitución de “hombres unitarios”, de “personas completas”, con reglas selectivas estrictamente sociales que requieran construir puntos de referencia para la realización de selecciones adicionales en los procesos de relación social.

El punto de partida de esta profundización/radicalización es que en toda relación social se presenta un problema del que emerge un nuevo nivel de orden, que se articula en forma de sistemas sociales. El problema en cuestión es el que Parsons, primero, y Luhmann, después, han formulado como teorema de la doble contingencia (Vanderestraeten 2002). En la versión más refinada de Luhmann, doble contingencia significa que la percepción mutua de dos sistemas psíquicos origina no una mera dependencia mutua –como postulaba Parsons–, sino una más radical duplicación de la contingencia para cada uno de los sistemas psíquicos implicados (alter no solo observa a ego, sino que observa como ego le observa a él, y viceversa) . Y para que la reflexividad resultante no desencadene el indeterminado proceso especular al que hemos visto que hacía implícitamente ya referencia Goffman, han de generarse inmediatamente determinaciones estructurantes capaces de reducir esta complejidad reflexiva. Pero esto solo es posible si de la complejidad producida por la percepción mutua de varios sistemas psíquicos emerge un nivel de orden sustentado por nuevas y diferenciadas unidades operativas: las de los sistemas sociales.

La emergencia de un sistema social a partir de las situaciones caracterizadas por la doble contingencia requiere, ciertamente, unos mínimos de observación mutua y de expectativas basadas en conocimientos, como nos enseña Goffman. Ahora bien, como la complejidad de tales situaciones excluye que las distintas conciencias puedan comprenderse plenamente entre sí, es preciso renunciar a cualquier concepción sustancialista de los actores como portadores de determinadas propiedades que posibilitan la formación de los sistemas sociales. La constitución de sistemas sociales solo es posible si, a partir de las situaciones marcadas por la doble contingencia, emerge una operación genuinamente social. A tal efecto, el candidato mejor posicionado para atribuirle el carácter de operación genuinamente social es la comunicación, pues facilita la observación de la complejidad típicamente social mejor que el concepto de acción, incluso si este se concibe en términos de inter-acción simbólicamente mediada, como es el caso de Goffman.

Toda comunicación es una síntesis selectiva de tres selecciones: una información, una conducta expresiva y un acto de comprensión (Luhmann 1984: 498). Esta síntesis precisa de las contribuciones selectivas de, al menos, un ego (que exprese una información) y un alter (que comprenda), e implica una conexión circular entre dichas selecciones. Como operación, la comunicación no puede concebirse como una unidad discreta, y en cuanto tal susceptible de ser considerada elemento aislado. Ya por el simple hecho de que la comprensión solo puede constatarse comunicativamente con posterioridad a la expresión de la información comprendida –como pronto, gracias a la acción expresiva subsiguiente de alter–, ninguna comunicación puede anclarse a un punto concreto del tiempo. Su tiempo es, pues, el de la différance (Derrida 1967: 300 ss.), por lo que ninguna comunicación puede observarse in actu –ni interna ni externamente–. La observación social precisa, pues, de un medio que facilite su observación y correspondiente descripción.

En este punto es donde entra en escena la acción, pues, en cuanto evento simple, permite fijar la comunicación a momentos concretos (Luhmann 1984: 227 ss.). Observándose como sistemas de acción, los sistemas comunicativos convierten la simetría existente entre los tres componentes de sus operaciones en asimetría, de forma que su abierta capacidad de estimulación experimenta una radical reducción, al responsabilizar a quien en cada momento actúa (expresivamente) de las consecuencias de su comportamiento. Mediante esta autodescripción simplificadora, la acción comunicativa se convierte en elemento último de la observación social.

Operando como prescripción productora de estrechamientos temporales que limitan las selecciones sociales, esta autodescripción de la comunicación como acción (comunicativa) configura un escenario en el que ya es posible distinguir entre futuros posibles e imposibles del sistema, al fijar una estructura susceptible de ser observada externa e internamente, con lo que los sistemas pueden ya referirse a su identidad –por diferencia con otras–.

Esta necesidad de la comunicación de observarse en su propia y característica síntesis a través de la “evidencia” de las acciones expresivas hace que el contacto entre mundo psíquico y mundo social se articule mediante la referencia a acciones. Al proyectar esta reducción, la observación efectúa una atribución a los comunicantes como actores que se mueven intencionalmente –que reaccionan entre sí de forma motivada–. En este contexto, la conciencia resulta convertida en una especie de señalización relativa a la comunicación, lo que le permite fungir como unidad a la que dirigirse y hacer atribuciones, remitiéndonos así a la funcionalidad social del self. Los sistemas psíquicos son capaces de realizar esto si, observando sus propias observaciones y referencias, acceden a su selectividad, es decir, si observan las distinciones que han utilizado y no han utilizado. De esta forma, la conciencia es historiada por su reflexión –por la autoconciencia– y puede generar perfiles selectivos que conforman su individualidad.

La autoconciencia satisface así la necesidad operativa de los sistemas sociales de suponer que toda expresión implica siempre un operador capaz no solo de expresarse, sino también de tener una visión de conjunto. Esta suposición es constantemente confirmada por la comunicación al realizar atribuciones a la acción expresiva y a su autor, quien, para comunicarse, ha de considerarse disponible para sí mismo. La comunicación aparece entonces como obra de unidades opacas pero capaces no solo de expresarse y atender, sino también de responder –de ahí la evidencia del ser humano como “ser responsable”, aunque se trate, realmente, de una construcción operada por la necesidad de autosimplificación de la comunicación–.

Esta autosimplificación obliga también a emplear el esquema interno/externo, mediante el cual los individuos son esquematizados como cuerpos con mundo interiores imperceptibles desde fuera, por lo que están obligados a dar el rodeo de la comunicación para relacionarse. Este rodeo y la complejidad de nuevo tipo que con él emerge (la complejidad comunicativa) es lo que, penetrando en la conciencia, demanda de esta –a la vez que le facilita– su constitución como autoconciencia. Por eso el self ha de entenderse como la región exterior en la que el expresarse/atender (incluido el hablarse/escucharse a sí mismo) se desencadena y funciona de una forma casi oculta por el cuerpo, y como tal impenetrable para la comunicación. La comunicación, entonces, le exige operar en representación de la conciencia como un todo, y lo toma como instancia de “aviso”, de producción de “acciones expresivas” para su reproducción, por lo que puede integrarse en el tiempo y en las estructuras propias de los sistemas comunicativos. A la inversa, el self también es tomado como el sistema que comprende (psíquicamente) el sentido de lo comunicado en cada momento.

La costumbre de someterse a esta exigencias comunicativas hace que nuestras conciencias aprendan a funcionar como unidades provistas de representación interna, lo que, como bien advirtió Mead, se transforma en la evidencia de ser individualidades revestidas corporalmente. Esta “evidencia” no es, por tanto, nada más que la consecuencia de la necesidad de “direccionar” la comunicación, de construir unidades simbólicamente responsables de todo lo que la comunicación aprehende como acción expresiva.

Por lo demás, esta interpretación de la personificación en términos de “direccionamiento social” da un giro radical a la teorización hobbesiana de la que se ha partido: la commonwealth que es el Leviatán no funciona como un autómata porque ya el ser humano sea él mismo un autómata racional, sino que es el “automatismo” comunicativo el que hace funcionar al ser humano como “autómata racional”.

5. LA PERSONA COMO DIRECCIÓN SOCIAL

Como bien ha propuesto Peter Fuchs (1997 y 2003), la “direccionabilidad” (Adressabilität) es la pieza analítica clave para superar la comprensión antropológica de la persona y asentar más firmemente su teorización como construcción social, porque con ella es posible revelar la condición de artificio estructuralmente necesario que tiene la manifestación dramatúrgica de la sociedad.

Como punto de partida de esta fundamentación tomaré la diferencia entre inclusión y exclusión, hoy tan de moda. En un sentido estricto, con ella se hace referencia a si y cómo los individuos son “lugares visibles” (destinatarios) para la comunicación. La semántica de la inclusión/exclusión nos remite –con frecuencia inadvertidamente– a los procesos de direccionamiento mediante los que se estructura la comunicación. Observadas desde esta semántica, las direcciones sociales son ante todo limitaciones de las posibilidades comunicativas, en la medida que permiten producir redundancias y, en consecuencia, hacer a un lado todo aquello que pudiera originar una variedad excesiva. Visto así, la direccionabilidad descansaría sobre un proceso continuo de discriminación entre lo apropiado y lo inapropiado; es decir, entre lo que es incluido y lo que es excluido a efectos de crear puntos estables para las referencias comunicativas.

Es indudable que esta propuesta teórica corre el riesgo de reificar estructuras y direcciones sociales. Para evitarlo es importante tener en cuenta que los sistemas sociales solo reproducen eventos comunicativamente apropiados sin disponer de un dispositivo lo bastante sólido para dirigirlos hacia caminos ya allanados. Las estructuras nunca están simplemente ahí, ni incluso detrás o debajo, sino que más bien son observadas en función de perturbaciones, como expectativas que se sirven de la anticipación, y lo que es más importante aún, en el marco de la doble contingencia, o sea, de la anticipación de anticipaciones (Luhmann 1984: 198). Por consiguiente, las estructuras están vinculadas a irritabilidades sistémicas, al esquema conformidad/desviación, en cuyo marco la desviación indica la necesidad de operaciones reveladoras de estructuras, de pruebas de consistencia, de reparación o de innovación estructural. Las estructuras sociales no son, pues, realidades estables que desde atrás o por debajo controlen qué eventos deben ocurrir. Son más bien observaciones posibles solo post festum, con las que afrontar desviaciones o situaciones críticas de lo que, como orden, cabía esperar y lo que, por eso mismo, ha de ser desechado por entrópico. Y si las direcciones sociales son estructuras sociales fundamentales, entonces también ellas están afectadas por estos problemas de concepción.

En cualquier caso, podemos decir que sin direccionabilidad, sin direcciones emisoras ni direcciones receptoras, la comunicación no se produciría. Pero tanto emisor como receptor son construidos como sistemas autorreferenciales cuyas circunstancias internas son inaccesibles. Solo por eso se puede distinguir entre información y conducta expresiva, y no solo comunicativa, sino también psíquicamente. Además, es en el curso de estos direccionamientos donde se forman los nombres propios a los que anclar las direcciones, una conquista social decisiva, pues hace posible diferenciar un mundo punteado de nombres propios, que, entre otras cosas, permite explicar el significado de su mención, su prohibición o su supresión (Goffman 1972: 31), así como diversas prácticas mágicas y religiosas referidas a los nombres. Construidas por la comunicación como actores capaces de expresarse y referibles por nombres a los que reaccionan, estas direcciones sociales se convierten en estabilidades susceptibles de reiteración y ligadas a la idea prácticamente irrefutable de que el portador de un nombre es una realidad duradera.

Este engaste de las direcciones sociales en los nombres propios, que da a sus portadores la impresión casi irrefutable de ser realidades duraderas, necesita de una importante aclaración, pues el direccionamiento social puede ser cualquier cosa menos unitario. Esto resulta particularmente claro en otra gran pieza de la teoría de la direccionabilidad: la teoría de los roles, para los que la sociología ha recurrido a imágenes como “conjunto”, “haz”, “segmento”, etc. (Merton 1957; Goffman 1981). Generalizando este planteamiento, puede decirse que las direcciones sociales son multiplicidades que, mediante la referencia a nombres propios, se presentan como si estuvieran centradas, pues solo así pueden ser observadas, pero que incluso así difícilmente pueden considerarse como una unidad, algo ya advertido hace mucho tiempo por Dilthey (1945: 45 s.) cuando definía al individuo como un “punto de cruce”.

En este punto, podría parecer atractivo adentrarse en el territorio de las teorías de campo (Lewin, Bourdieu). Su especificidad puede formularse, muy sumariamente, como evocación de un “no-espacio espacial”, pues apuntan a extensiones multidimensionales, a la vez que abolen la “ley espacial”, conforme a la cual ningún objeto puede ocupar el lugar en el que ya ocupa otro. Por eso, los campos pueden “penetrarse”, así como “serpentear” en un mismo lugar varios a la vez.

Aunque a las teorías de campo no puede negárseles utilidad heurística por esta orientación topológica, esta las hace problemáticas cuando se asume como fundamento teórico el concepto de sistema utilizado en este texto. En cuanto sistemas que operan en el mundo del sentido, sistemas sociales y psíquicos no consisten de partículas sólidas, sino de eventos que al consumarse se consumen, por lo que, para reproducirse como tales sistemas, han de producir constantemente otros nuevos eventos. Esto da a la dimensión temporal de la vida psíquica y la vida social una relevancia muy superior a la material, poniendo en primer plano los momentos, que a diferencia de los lugares no pueden ser reunidos en territorios mayores, por lo que la relación entre lugares y objetos ha de ordenarse de manera diferente a como lo hacen en el espacio (Luhmann, 2000: 152 ss.). Mientras en este último los objetos pueden abandonar su lugar y puede seguirse su movimiento, en el tiempo son los lugares los que dejan a sus objetos, y esto no puede ser ni observado ni recordado. Aunque nada se mueva, el tiempo parece “volar” y el mundo “caducar”. Pero ejemplificar el “transcurso” del tiempo mediante movimientos es solo un recurso técnico para su medición, pues el tiempo como tal no se mueve.

Sistemas psíquicos y sociales no son otra cosa, pues, que diferencias que se reproducen continuamente, por lo que sus estructuras no pueden concebirse como realidades que orientan las operaciones sociales y psíquicas como hacen los campos magnéticos con las partículas férricas. Por eso, en vez del concepto de campo, la teoría de sistemas aquí empleada utiliza la distinción medio/forma (Luhmann 1997: 59, 195 ss.).

Un medio se entiende como un conjunto de elementos homogéneos laxamente acoplados (por ejemplo, letras o caracteres), que están sujetos a procesos de compresión por determinaciones externas, que se imponen en el medio como formas (por ejemplo, palabras). Los medios son más estables que las formas que posibilitan, porque, a diferencia de estas, no se disuelven.

Esta distinción dirige una observación que no funda ontológicamente a ninguno de sus componentes, por lo que entra aquí como sustituta de otras diferencias de índole ontológica, como la de sustancia/atributo4. Sobre su base proponemos que sistemas psíquicos y sociales no son sino formas, y que solo como tales pueden operar. Unos y otros dan siempre con formas, mientras que su medio no es perceptible en su uso concreto. Dicho escuetamente: el indiferenciado medio solo existe en virtud de su propia diferenciación formal. Por consiguiente, como no tienen estatus ontológico, los medios solo pueden ser inferidos, y esto sucede cuando las formas resultan perturbadas, algo que está estrechamente relacionado con la expuesta concepción de las estructuras sociales como “irritabilidades” que solo se revelan cuando se hacen inconsistentes. Las estructuras no están “ahí”, a la espera de que alguien las use, como potencialidades al acecho, sino que solo pueden ser “inferidas” por vía de perturbación.

Si las direcciones sociales son estructuras, entonces todo lo anterior es de aplicación también a ellas. La observación como estructuras de roles y personas presupone el uso del esquema observacional conforme/desviado, como evidencian los experimentos etnometodólogicos sobre los fundamentos rutinarios de la vida cotidiana (Garfinkel 1991: 35 ss.). La estructura solo es determinable si se produce una desviación que obliga a pasar al otro lado de la distinción, al medio. Cuando se producen estas perturbaciones, lo especificado como medio tiene que estar relacionado con lo que es el medio general de toda estructura social: la comunicación, que, al no tener contenidos psíquicos y reproducirse en el tiempo de la différance, carece como tal de elementos singulares identificables.

En este diferimiento característico del fenómeno comunicativo, la selección de la acción expresiva viene a representar la autorreferencia comunicativa. Ella produce reconocimientos en forma de unidades direccionables; es decir, unidades a las que pueden atribuirse las conductas expresivas como acciones, obligando a presuponer que ellas están provistas de su propia autorreferencia, lo que requiere que hablen, escriban o puedan ser interpeladas (Fuchs, 1997: 62; 2003: 18 ss.). Pero quien habla, escribe o es interpelado no es el cuerpo, sino aquella “esfera interior exclusiva” de la que hablaba Simmel, que por definición es inobservable desde fuera. En sentido estricto, la acción expresiva es un dirigirse a “alguien” que, de uno u otro modo, reside en un cuerpo y es el destinatario. El direccionamiento social consiste, pues, en la construcción de destinatarios, lo que significa que las direcciones sociales no son tanto estos como el esquema estructural que condiciona su forma de ejecutarse (el tener que necesariamente “dirigirse a alguien”).

Esta proposición obliga a distinguir entre el destinatario de una acción expresiva y la construcción social del mismo, lo que permite que las unidades susceptibles de ser direccionadas (personas) sean aprehendidas como medio del direccionamiento social. Y el uso de esta direccionabilidad produce efectos vinculantes, ya que es lo único que permite explicarse aquella necesidad de “coherencia” dramatúrgica realzada por Hobbes y Goffman: al servir también para presentarse, para darse a conocer, la comunicación redunda en la constricción formal y, finalmente, en tener que ser tal y como se aparecía en la comunicación. A diferencia de los roles, en los que se trata de limitaciones de las posibilidades de conducta aplicadas en general (para todo el que sea profesor, médico, etc.), en el caso de las personas se trata de limitaciones individualmente atribuidas (Luhmann 1998: 237; Simmel 1977: 796). Y esto significa que los seres humanos, como tales, no somos personas. Las exigentes pretensiones asociadas a la personalidad no pueden tener como contenido nuestros “rasgos” intrínsecos, pues se basan en observaciones externas operativas y eficaces a largo plazo, que se condensan fuera del individuo observado, en una estructura múltiple (la persona), con la que ha de “vivir” quien es en cada caso observado. De ahí que, a diferencia del rol, la persona presuponga un nombre propio, pues solo así puede referirse a una unidad estable en el tiempo y continuamente enfrentada con tan exigentes pretensiones.

Por tanto, como estructura, la persona es una figura asociada al tiempo en forma de repetición, que puede construirse mediante la distinción actual/posible, y en este sentido es mucho más compleja de lo que la mecanicista teorización de Hobbes del “autómata racional” podía concebir. Lo “actual” especifica la atribución a un “ser”, refiriéndose así a las partes de las direcciones que son perdurables, por lo que vinculan a los individuos afectados con ciertos rasgos esenciales, con un ser y un carácter. Lo “posible” da cuenta de que a las proyecciones actuales están simultáneamente enlazadas proyecciones de posibilidad, o sea, un poder-ser, por lo que es precisamente del ser atribuido de donde resultan posibilidades aún admitidas como posibles.

Esta dualidad, más que un sistema en sí es un esquematismo de los sistemas sociales, que se activa con una comunicación que, más allá de los roles, es referida a individualidades. La cara de la atribución del ser tiene importancia existencial para el individuo concernido, pues decide qué modos de vida le son posibles aún y cuáles no. Se trata de quién puede ser socialmente, y por eso origina un precario perfil inclusión/exclusión, con el que se dilucida cómo –y en qué medida– pueden ser relevantes para la comunicación los seres humanos en cuanto individuos (Fuchs, 1997: 63 s.).

Podemos preguntarnos, finalmente, cómo repercute la dirección social de la persona sobre el estribo psíquico de su construcción. En este sentido, es importante señalar que, en la medida en que son capaces de distanciarse de sí mismos, los sistemas psíquicos tienen la oportunidad de incorporar a su propia experiencia las atribuciones personales esenciales y las potenciales a ellas asociadas, pero también de escenificar distanciamientos “internos”, con los que oponerse a dichas atribuciones dentro de sí mismos, que son inaccesibles a la observación externa.

Como sabemos ya desde Mead, la conciencia no contiene ni origina una copia de la dirección social que es la persona, sino una imagen “fantasmal” propia, que se despega de lo que insinúa el correspondiente direccionamiento social. Esta imagen es producto de la sedimentación de afirmaciones y negaciones psíquicas (en la conciencia), la cual viene a exponer las vicisitudes pasadas, en especial las conformidades y disconformidades con las ofertas de sentido recibidas en relación con el ser o deber ser determinada persona. Dicha imagen hace referencia, pues, a una estrategia selectiva, a una específica historia de selecciones, y con ello también a una individualidad propia, interna, sin la cual no habría grandes sorpresas en el trato con los seres humanos.

De este modo, frente a la individualidad como unicidad socialmente deseada que implica el sentido habitual (moderno) del término “individuo”, a lo que se está haciendo referencia aquí es solo a que la conciencia compone una historia de distanciamientos con respecto a las atribuciones relativas a su ser, y de este modo las pone en conexión. Una composición que, por lo demás, está condicionada socialmente, por ejemplo, por los modelos que permiten narrarlo, por el suministro social de motivos para una desviación interna, así como por las transformaciones de lo que en una determinada época es típicamente considerado comunicable y lo que no.

Como cabe suponer que la conciencia en cierto sentido gestiona su historia sistémica atendiendo a su historial de distinciones, también le serán atribuidas sus vivencias y la elaboración de sus distanciamientos de las adscripciones relativas a su ser/poder-ser. En este sentido, la conciencia se beneficia del procesamiento social de la forma persona, y al hacerlo también saca provecho de las grandes oportunidades de individualización que se le ofrecen cuando la creciente complejidad “asociativa” de la sociedad estimula que, en el proceso de socialización, se experimente con la posibilidad y la necesidad de ocultar aquello que solo se mueve en el interior de la conciencia.

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Notas

1 Esta referencia me lleva a discrepar de Mauss (1971: 332), para quien Kant se limita a convertir a la persona en condición de la razón práctica, mientras que habría sido Fichte quien, al identificar todo acto consciente como acto del “yo”, la habría convertido también en condición de la conciencia misma, y con ello de la razón pura. Véase al respecto, también, lo señalado por Kant en la Crítica de la razón pura (1978: 340).
2 “Hoy todo ha logrado la perfección, pero ser una auténtica persona es la mayor”, nos dice Gracián en la apertura de su Oráculo manual. Por eso, “más se necesita para tratar con un solo hombre en estos tiempos que con todo un pueblo en el pasado” (Gracián, 1993: 1).
3 “De todas las pasiones, la que menos inclina a los hombres a quebrantar las leyes es el miedo. […] En realidad […] hace a los hombres guardarlas.” Pero “no todo miedo justifica la acción que produce, sino solo el […] que llamamos miedo corporal” (Hobbes, 1979a: 376).
4 Como ya señalaba Mead (1982: 343), el self no puede entenderse como sustancia sino como proceso con el que un “organismo” interioriza el uso de símbolos realizado en la interacción social mediante la conversación entre el I y el me.


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