Resumen: Este artículo analiza la cuestión de las políticas de violencia de género, apoyándose, entre otras fuentes, en los resultados y conclusiones de un informe de auditoría en torno a la violencia de género en Andalucía (CCA, 2022)1 . Lo haremos con una reflexión y perspectiva que procura aportar una visión de carácter crítico yendo más allá de dicho informe. Estudiamos los alcances y limitaciones de los recursos de la intervención institucional, centrándonos en los servicios de atención y acogida a las víctimas post-violencia, o que están en situaciones de alto riesgo de sufrirla. Partiendo de los hallazgos, realizamos una interpretación sociológica, para evaluar las medidas, que se prestan tras el proceso de denuncia, activadas por la Junta de Andalucía en torno a la violencia de género en el periodo 2016-2019 consistentes en la provisión de asistencia, acogida y protección en aras de la recuperación de las víctimas de la violencia machista. Según los indicadores, los recursos y servicios movilizados se encuentran estancados, y contribuyen apenas a aliviar a una fracción menor de víctimas. Los dispositivos y medidas no abordan aspectos socialmente preventivos de la violencia machista que no refieran a las mujeres atendidas, dada la infradotación de medios destinados a una intervención que se limita a asistir, acoger, proteger y apoyar a las mujeres víctimas y sus personas dependientes en una situación grave y de emergencia, con un carácter de mínimos y en términos de último recurso.
Palabras clave: Violencia de Género, Evaluación de Políticas Públicas, Políticas de atención y acogimiento a víctimas, Perspectiva Sociológica, Auditoría Pública.
Abstract: This article analyses the issue of gender-based violence policies, based, among other sources, on the results and conclusions of an audit report on gender-based violence in Andalusia (CCA, 2022). We will do so with a reflection and perspective that seeks to provide a critical vision that goes beyond the report. We study the scope and limitations of institutional intervention resources, focusing on the care and shelter services for post-violence victims, or those who are at high risk of suffering it. Based on the findings, we carried out a sociological interpretation to evaluate the measures, which are provided after the reporting process, activated by the Junta de Andalucía in the period 2016-2019 regarding gender-based violence, consisting of the provision of assistance, shelter and protection for the recovery of victims of gender-based violence. According to the indicators, the resources and services mobilised are stagnant, contributing only to the relief of a minor fraction of victims. The mechanisms and measures do not address socially preventive aspects of male violence that do not refer to the women in care, given the lack of resources allocated to an intervention that is limited to assisting, sheltering, protecting and supporting women victims and their dependents in a serious and emergency situation, with a minimal character and in terms of last resort.
Keywords: Gender Violence, Evaluation of Public Policies, Victim Care and Shelter Policies, Sociological Perspective, Public Auditing.
Las políticas públicas y la violencia de género en Andalucía 2016-2019: Una aproximación sociológica
Public policies and gender-based violence in Andalusia 2016-2019: A sociological approach
Recepción: 07 Febrero 2022
Aprobación: 03 Febrero 2024
1.1. Violencia de Género, génesis y bautismo de una categoría.
El término violencia de género ha ido mutando su campo semántico. Su empleo concita una novedad (Marugán 2013:226) para referir a una realidad social que no es nueva, que había sido negada, escondida, tergiversada, confundida o minusvalorada. Las relaciones de poder, desigualdad y discriminación que perjudican a las mujeres por la mera razón de serlo han estado presentes, en formas diversas, a lo largo de la historia y hasta la fecha, privilegiando a los varones. Sin embargo, su consideración como lo que es, ha requerido de un largo y conflictivo recorrido para su problematización, reconocimiento, nombramiento y tratamiento, que reflejan cambios en relación con la tolerancia y abordaje de este conflicto estructural originado en valores patriarcales.
El logro de la institucionalización del término violencia de género, en tanto que problema de salud pública (Sánchez et al 2016:35), nace de una larga disputa del movimiento feminista. Con los conceptos y categorías ya reconocidos se abre la oportunidad de medir el fenómeno (Ibáñez 1985). El avance de la acción institucional y la intervención pública aún está en sus fases preliminares, en tanto que las conquistas legales, de implantación de medidas, sean paliativas, correctivas o preventivas, cuentan con recursos escasos, y no han estado exentas de una contestación reaccionaria que trata de acotar, modular o alterar el sentido de su aplicación.
Las relaciones desiguales de género recorren el espacio público, laboral2, educativo y cultural, y en las últimas décadas su reconocimiento como problema ha avanzado, aunque su superación haya sido desigual. A efectos de la violencia contra las mujeres, el salto cualitativo para el reconocimiento oficial de categorías (Varela y Trebisacce 2021:132) que pusiera palabras a las experiencias, se produjo en los años 90, con el término “violencia doméstica” (Marugán 2013:230). Este daba cuenta de la violencia contra las mujeres (Marugán y Vega 2022:415) en el espacio privado3, focalizando el espacio doméstico. En ese periodo, la familia tradicional era considerada el pilar social básico que había que proteger. Todavía habría que esperar para aludir a las mujeres, como principales víctimas, y a las relaciones patriarcales como causa. Ahora, admitir que la violencia en el seno familiar comporta un conflicto merecedor de interés público y alarma social, aunque se produzca en el hogar, reservado a la privacidad, representó un paso importante.
Esto supuso un avance respecto a la herencia de la cultura franquista que establecía la familia patriarcal como uno de sus ejes de cohesión social. En aquella, se responsabilizaba a las mujeres de su conducta o ideas, por si cuestionaban activa o pasivamente ese modelo, donde solo cabían madres y amas de casa, que fuesen cristianas, esposas fieles, recatadas y decentes, al tiempo que atentas al deber conyugal. Se las hacía culpables de provocar la violencia de la que eran víctimas si no respetaban dicho marco moral. Aquel modelo, parcialmente superado, sin embargo, los últimos movimientos ideológicos ultraconservadores pretenden recuperarlo gradualmente, al relativizar las relaciones desiguales y conflictivas de género, calificando de “intrafamiliar” a la violencia, señalando que cualquier persona -varones, ancianos, etcéterapuede ejercer o recibir violencia. Con ello se niega la condición más vulnerable de las mujeres e hijos -y ni que decir tiene, la muy diferente situación según la extracción social, de residencia, étnica o de nacionalidad, u orientación sexual, entre otros factores-, o que la mayor parte de casos de violencia doméstica los padezcan mujeres.
También se produjeron importantes avances normativos por la igualdad y los derechos civiles formales, las libertades sexuales en las décadas de los 70 y 80 y, en los 90, en torno al derecho al propio cuerpo y su integridad física. Permanecerán, desafortunadamente, prácticas en las que a la mujer se la sigue exigiendo la carga de la prueba, sufriendo el juicio de la sospecha social o las posibles represalias si se decide a denunciar. Se abrirá, desde entonces, un amplio debate sobre qué se considera víctima, victimario o violencia, tratando de definir los conceptos de abuso sexual, violación, malos tratos y asesinato, (Marugán y Vega 2002:424) en el campo jurídico.
Sin duda alguna, comporta un hito el desarrollo de observatorios públicos y estadísticos4 que visibilizan la violencia de género. Ahora bien, la observación y visibilización suele recurrir a una guerra de cifras (Varela y Trebisacce 2021:125) de impacto que terminan instando a medidas que no suelen rebasar la expectativa de “gobernar la violencia” (Marugán y Vega 2002: 421). Las cifras se erigirán en la fuente de visibilidad y de verdad. No obstante, el diseño de su cálculo y su uso también ensordecerán algunos factores causales y consecuencias. Las estadísticas capturarán una serie de casos, dejando fuera el contexto y algunas situaciones asociadas. Se incluirá, así, la violencia vicaria, pero no se registrarán los suicidios de los agresores post-factum (Varela y Trebisacce 2021:133); tampoco se reflejarán los casos de problemas de salud mental o de suicidios de mujeres maltratadas o vejadas. La acción jurídica y estadística se ha focalizado en la acción criminal, desde una perspectiva estadística, individual (Alcázar, 2012:110) y penalista (Sánchez et al 2016:36), quedando desplazado el enfoque preventivo y comunitario -atento a corregir discriminaciones y desigualdades-, al fijarse solo en los casos denunciados, centrándose sobre la víctima5, reduciendo la prevención social a campañas de sensibilización.
El reconocimiento de la cuestión de género ha avanzado identificándose diferentes manifestaciones y grados de la violencia ejercida sobre las mujeres por ser tales. La violencia física comporta la punta de un iceberg (Galtung J. citado en Alcañiz, M. 2015:29) de una tensión más amplia, originada en una desigualdad social y una división sexual del trabajo (Alcañiz 2015: 40) que configuran roles, pautas, reparto de cargas, derechos y privilegios diferenciales entre hombres y mujeres. Esto es, bajo el ángulo superior del “triángulo de la violencia”, el de la violencia directa, están debajo una violencia estructural y una violencia cultural. A los malos tratos físicos y los abusos, les precede o se les asocia una violencia psicológica, sexual, simbólica, social y material, que hacen posible aquellos. Ahora, la violencia no comporta una mera consecuencia de unas relaciones sociales de poder. También desempeña su papel “en la rearticulación del contrato sexual en el capitalismo tardío” (Marugán y Vera 2002:417), al dar forma por sí misma a la relación de opresión. Una violencia, explícita o implícita, directa o indirecta, que abarca tanto el espacio de la calle o de los hogares, esto es el de la socialización (Alcañiz, 2002:31) primaria, como también centros de trabajo, educativos, medios de comunicación; espacios cómplices que hacen coro para construir marcos propicios a la discriminación, la desigualdad o, en su forma última y más grave, para negar, tolerar o alentar a conductas de acoso, abusos, violación o violencia de diferente índole.
Así, la forma de focalización del problema arroja luz al mismo tiempo que genera sombras. En esta operación se delimita el problema, los sujetos y las posibles medidas. Los agentes públicos cobran un nuevo papel activo. Al centralizar su acción en casos extremos, urgentes o de alto riesgo por hechos ya producidos, se dejan en un segundo plano, o directamente fuera, otras dimensiones previas, e impactos derivados o posteriores, a las que se llega mucho menos.
La acción pública se limita a operar en un momento muy grave, tras sufrir violencia física, sobre “la mujer maltratada”, que, en ocasiones, se trata de manera disonante y ambivalente, desde un afuera institucional (Marugán y Vera 2002:417). Un sujeto pasivo al que se le trata desde dos extremos: como un ser desvalido, aislado y sin autonomía alguna, tratándola con cierto paternalismo institucional; o como un sujeto, al que se le exige judicializar su caso, que, tras una efímera asistencia y protección, si la recibe, y sin apenas ayudas y recursos, debe “buscarse la vida por sí misma”, lo que deja abandonadas a mujeres e hijos que no tengan redes sociales y familiares, un empleo, o recursos económicos.
La victimización de las mujeres -como sujeto inserto a un procedimiento pautado-, impide movilizar plenamente su capacidad de agencia. Los poderes públicos financiadores, mientras levantan expectativas y pretensiones loables, habilitan recursos para la gestión que llega a pocas mujeres, que están por poco tiempo o no les sirven, generando además una situación de frustración recurrente entre las profesionales que las asisten (Alcázar 2012:113). Esto conlleva que un enfoque estratégico, de cara al cambio en las relaciones de subordinación, difícilmente pueda aplicarse consistentemente.
El fenómeno de la violencia se trata una vez se formaliza como delito denunciado. Este proceso suele venir acompañado de una victimización secundaria, que puede traer consigo un señalamiento público estigmatizador, al no garantizarse una protección plena, unos servicios públicos y universales, ayudas económicas suficientes y un alojamiento durante el tiempo necesario. Muchas mujeres no sabrán de este derecho, otras no cumplirán requisitos formales, y otras renunciarán –algunas por contar con redes y recursos propios, otras al cohibirse6-. Además, las medidas comportan cambios en el modo y lugar de vida de la agredida y sus personas dependientes, con la separación de su entorno social habitual –algo que, salvo en las órdenes de alejamiento, no afecta de igual manera al agresor-. Las consecuencias acarrean un miedo por el desconocimiento o el alto coste social o emocional para la víctima y, por tanto, una razón para no llevar a cabo la denuncia o para retirarla si la interpuso (Alcañiz 2015:37) -conllevando la impunidad del agresor-7. Instar a la judicialización, si no hay un proceso seguro (Marugán y Vega 2002:419) que lo acompañe y que se perciba como confiable, hace que muchas denuncias no se lleven a cabo. Eso no impide que los procesos de denuncia hayan crecido. Aunque estas las llevan a cabo, mayormente personas que no son las mujeres directamente afectadas, esto es, allegados o familiares (Sánchez et al 2016:47).
1.2. El patriarcado como origen de la desigualdad en las relaciones de género: de la tensión latente a las violencias.
Las mujeres (Federici 2010) han venido dando respuesta frente a las diferentes formas del patriarcado a lo largo de la historia. También, las reacciones y conductas machistas contra la libertad y derechos de las mujeres se han renovado (Marugán 2017), a favor de la legitimación o naturalización de los privilegios patriarcales. En la modernidad, las cuatro olas del feminismo propiciaron diferentes movimientos contra las opresiones de una sociedad que discriminaba, cohibía y desplazaba a las mujeres a roles circunscritos a la maternidad, los cuidados y lo privado. Actualmente, nos encontramos con una gama de reacciones negacionistas o relativizadoras de las desigualdades que sufren, principalmente, las mujeres.
Sin embargo, la agenda de desigualdades, discriminaciones y opresiones persiste y es amplia.
Para empezar, la división sexual del trabajo por la que las mujeres asumen principalmente las tareas domésticas y de crianza, en el ámbito privado. Esto se manifiesta bajo diferentes formas en el conjunto de las relaciones sociales:
Prevaleciendo unas relaciones socioculturales, construyendo los géneros, que asigna expectativas, reproduce roles, estereotipos e imágenes sociales diferentes para hombres y mujeres.
La doble carga, cuando las familias se abocan a emplear a varios miembros para obtener ingresos, conduciendo a unos repartos y usos del tiempo de trabajo8 que suponen mayor peso para la mujer, dado que mayor porcentaje del trabajo de cuidados es para ellas.
La obstaculización relativa a la mujer para su desarrollo en el ámbito público, que condiciona su proyección social y profesional; la segregación que las empuja a ocupaciones menos valoradas e interesantes (extensión por analogía de los roles desempeñados clásicamente, como la limpieza, lo administrativo, la hostelería, la educación u ocupaciones ligadas a la imagen) –esto es, el suelo pegajoso (Silvestre 2017) de los trabajos y empleos subalternos-; o los límites para promocionar profesionalmente, alcanzar puestos de responsabilidad y dirección, empresarial, pública o política, donde las mujeres se topan con techos de cristal (Carrancio 2018).
Consiguientemente, el desarrollo de trayectorias biográficas ligadas a lo laboral y lo público interrumpidas o condicionadas por el hecho de la maternidad, experiencia en la que los varones, y no solo por razones biológicas, se involucran menos.
O las brechas salariales, ocasionadas por los fenómenos anteriormente señalados –y a pesar de la mejor dotación de competencias profesionales y cualificación de las mujeres en comparación con los varones-, como son la división sexual del trabajo, la segregación horizontal y vertical. También, por consecuencia de la doble carga, la mayor dificultad para obtener complementos salariales, como dietas o productividad, al tener que ocuparse principalmente de las obligaciones familiares, y tener que renunciar a oportunidades laborales de promoción u optar por reducir la jornada y los ingresos para conciliar.
Eso no ha impedido que, para ciertos segmentos de clase acomodada, determinadas mujeres se liberen, a costa de otras, al ocuparse éstas de las “tareas feminizadas” inmigrantes de extracción social vulnerable, bajo lo que vienen a denominarse las cadenas globales de cuidados (Pérez 2010).
Bien es cierto que en las últimas décadas se han producido avances formales parciales en el campo de la regulación sobre el divorcio, el aborto o el matrimonio, y que ha habido apertura a una mayor libertad sexual. Sin embargo, ese marco formal-legal no ha venido acompañado de la superación plena de prácticas materiales bien enraizadas. Es más, nos encontramos con una parte importante de la sociedad que confunde la visibilidad de una relativa diversidad con que se acepten bien todas las conductas.
En suma, la violencia de género comporta un síntoma extremo de una tensión desigual que persiste (Alcázar, 2012:98) y junto a ésta, en esta transición, el avance social y el intento de reestablecer o actualizar la tradición patriarcal, chocan. Así, se da una reacción de los que sienten cuestionados sus privilegios, mediante nuevas formas, sutiles o explícitas, que conducen a la subordinación, a la cosificación, o el control de las conductas y el cuerpo de las mujeres.
Nos proponemos dar cuenta, desde una perspectiva sociológica, del alcance, utilidad y suficiencia de los medios institucionales que tratan con casos de violencia de género. Para ellos hemos tomado los hallazgos de un informe de auditoría operativa, del que fui responsable en la Cámara de Cuentas de Andalucía (2022), y que examinó las políticas públicas de la Junta de Andalucía en materia de violencia de género, y que analizó los recursos disponibles, para atender a víctimas de violencia género, de cara a su asistencia y recuperación, centrándose en los sistemas de acogida, apoyo y protección derivados que se dispusieron entre los años 2016 y 2019.
Las auditorías operativas son un tipo de informes que focalizan en la eficacia, eficiencia y economía, y que se plantean preguntas y objetivos que recurren a indicadores que también pueden incluir dimensiones de equidad, suficiencia, y, si introducen un enfoque evaluador, podrá abordar las dimensiones de utilidad e impacto social (Genaro y López 2019). Se trata de un modelo de informe de auditoría que no se restringe al análisis de imagen fiel, equilibrio financiero o el cumplimiento de legalidad, sino que evalúa el desempeño en la gestión de una política pública (Funcas 2022).
El informe base (CCA, 2022) realizó unas pruebas analíticas, con una selección de muestra mediante muestreo aleatorio simple, estratificando para cada centro SAVA, de 228 expedientes anonimizados de víctimas de violencia de género atendidas en 2018 en las 9 sedes SAVA en Andalucía, alcanzando un nivel de confianza del 95% y un error tolerable del 5%. También se fiscalizó la gestión de los Servicios del Punto de Encuentro Familiar, el Servicio de asistencia jurídica gratuita, el Servicio Integral de atención y acogida a víctimas de violencia de género del Instituto Andaluz de la Mujer, y las ayudas económicas a las que potencialmente tienen derecho, y se auditaron los fondos públicos del sistema, recurriendo a la consulta de otros datos estadísticos.
Ahora bien, este artículo pretende realizar una contribución con el propósito de aportar un enfoque sociológico al tratamiento de esta problemática, habiendo realizado un estudio del fenómeno recurriendo a fuentes documentales e investigación social, tratando de ir más allá del mismo informe, comportando una aportación complementaria.
En general, las políticas públicas influyen en las relaciones de género desde varios ángulos: el derecho (matrimonio y divorcio, herencia, aborto); la política económica y social, por ejemplo, con la fiscalidad, las pensiones o ayudas a la familia y la infancia; la educación en todos los niveles; la política laboral –permisos parentales, facilidades de conciliación y reducción y adecuación del tiempo de trabajo-; o con los sistemas protección y seguridad, acogida y atención a las víctimas, reintegración en la sociedad y los recursos públicos consiguientes. La política pública andaluza, entre otras materias, también es responsable de la política educativa y la política sanitaria. Más específicamente, sobre lo que aquí aportaremos del informe de auditoría realizado (CCA 2022), sobre la atención, acogimiento y protección de las víctimas de violencia de género.
El análisis de la violencia de género, lo hemos circunscrito a aquellas áreas y servicios públicos dedicados a esta cuestión de manera más directa. En este sentido, se han tenido en cuenta Consejerías (Consejería de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación, organismos y servicios (Instituto Andaluz de la Mujer, Teléfono de información a la mujer, Turnos de oficio, Servicio Integral de Atención y Acogida), que derivan a su vez a entidades externas su gestión cotidiana (Servicios de Asistencia a Víctimas en Andalucía, Puntos de Encuentro Familiar).
En este sentido, este artículo toma e interpreta sociológicamente datos públicos y del informe de fiscalización y auditoría operativa9 realizado y aprobado por la Cámara de Cuentas de Andalucía en 2022. Como se señala, por tanto, procura ir más allá, partiendo de sus hallazgos reconocidos, y alimentándose de otras fuentes y una puesta en contexto.
No son muchos los estudios que hayan abordado la intervención social en Andalucía, en un contexto histórico que, hasta los años 90, no abordaba la violencia de género como un problema específico (Alcázar 2012:107). Cuando se ha realizado (Alcázar 2012), los resultados contrastan la pretensión de proveer un servicio integral con unos recursos limitados y focalizados en una atención individual de última instancia, temporal y de emergencia, que persigue la autonomía de las mujeres como fin, con la dificultad de disponer con medios insuficientes.
En ausencia de políticas suficientemente consistentes de prevención o corrección, la acción pública que queda, en este sentido, cumple, si acaso, una función de contención, paliativa y de recuperación personal de las víctimas cuando la violencia ya ha sido un hecho. Por limitaciones de información y por complejidad, no nos centramos aquí sobre las dimensiones preventivas o correctivas –que son cubiertas por otras investigaciones (Jiménez-Cortes y GuzmánSánchez 2018; Calatrava 2013)-, sino, especialmente, en las asistenciales y de acogimiento, y, en algunos de sus aspectos, en las de protección y recuperación de las víctimas de violencia de género.
Son pocos los estudios que han medido la efectividad y el impacto de los recursos que se han implementado sobre las víctimas y la sociedad en general (Sánchez et al 2016:48).
En el informe de auditoría (CCA 2022:5) se examinó la atención, asistencia y protección jurídica, así como la seguridad personal y apoyo económico dado a las víctimas de violencia de género por parte de la Administración, estimando el grado de recuperación integral de las víctimas que han pasado por el proceso de denunciar y recibir apoyo institucional, estudiando la eficacia, eficiencia y economía de los servicios para identificar márgenes de mejora en la gestión. Se centró en el año 2018, obteniendo información evolutiva para varios aspectos del periodo 2016-2019 y algunos datos del primer semestre de 2020.
En relación con las políticas públicas sobre la violencia de género, el informe propuso, junto a los indicadores de eficacia, eficiencia y economía, propios de una auditoría operativa, indicadores de cobertura de las necesidades, aproximándonos a la suficiencia del fenómeno (Melgarejo 2022). Estos calculan hasta qué punto las políticas públicas dan cobertura al problema social de la violencia de género.
Según el “Informe anual en materia de violencia de género en la Comunidad Autónoma de Andalucía 2019”, de la Consejería de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación, en 2019 hubo 34.629 denuncias, 8.480 órdenes y medidas de protección, y se produjeron 55 víctimas mortales en España y 13 en Andalucía, un 23,6% del total. La tasa de mortalidad se ha estancado, si bien persiste la desigualdad, la discriminación y crece en formas múltiples la violencia de género, en un contexto de reacción contra los derechos alcanzados por las mujeres.
El sistema público andaluz ofrece distintos servicios para cubrir algunas de las necesidades de las mujeres reconocidas como víctimas de violencia de género. Aparte de un servicio telefónico de información a la mujer, asistencia psicológica, servicio de punto de encuentro familiar10, y algunas ayudas11, ofrece servicios de protección jurídica (Servicio de Turno especializado en Violencia de Género del Servicio de Justicia Gratuita12, que incluye turno de oficio y de guardia). Ahora bien, los más importantes, de cara a su atención y acogida son el Servicio de Asistencia a Víctimas en Andalucía (SAVA) y el Servicio Integral del Instituto Andaluz de la Mujer (SIAM)13. Mientras que los centros SAVA brindan asistencia en forma de información, asesoramiento, protección y apoyo, el SIAM proporciona principalmente acogimiento, entre otros tipos de atención y servicios.
Los centros SAVA, atienden a víctimas de todo tipo de delitos. Entre los mismos, a los originados en violencia de género. Para 2018, los expedientes de violencia de género –que inician actuaciones generales, jurídicas, psicológicas y socialesfueron el 55% del total, las atenciones por violencia de género el 51% (para intervenciones puntuales), procediendo a tramitar órdenes de protección por esta misma razón, representando el 94% del total. En total, fueron 4.225 expedientes, 2.419 atenciones y 1.297 órdenes de protección, observándose un aumento fuerte de atenciones, al tiempo que un estancamiento de expedientes y órdenes entre 2016 y 2019. Esto último puede indicar que un número importante de casos solo se atienden puntualmente, dando pie a registrar una simple hoja de atención, que no entra en el sistema de acogida y protección, puesto ya conlleva abrir un expediente (CCA 2022:10).
Los centros SAVA14 contaban en 2018 con 39 profesionales, que incluía personal jurista y letrado, de trabajo social, de psicología, y de asesoría jurídicacriminología. Atendieron desde 3.289 mujeres en 2016 hasta 4.134 en 2019, en una evolución creciente.
Según lo comprobado, entre los centros SAVA y el Servicio Integral del IAM no se desarrolló una coordinación ni una derivación sistematizada15, aun cuando brindan servicios complementarios, ocasionando que el 77,63% de los expedientes de los centros SAVA no se derivasen al Servicio Integral del IAM. Las dos maneras de solicitar la acogida son, por un lado, los Servicios provinciales y centrales del IAM y, por otro, mediante llamada al teléfono 900. Según el registro del teléfono 900 200 999 de información a la mujer, para cálculos de 2017, hasta un 47% de solicitudes de acogimiento no se aceptaron. El personal, según el IAM, que criba la selección sigue una serie de pautas, decidiendo en base a un criterio profesional no protocolizado16.
El sistema de acogimiento resulta central para la atención de las mujeres y personas dependientes que sufren la violencia, atendiéndolas en situaciones de peligro o riesgo extremo. En 2018, el SIAM, contaba con 473 plazas, con 154 plazas en centros de emergencia, 240 en casas de acogida y 79 en pisos tutelados.
Estos servicios de atención y acogida son provistos en tres potenciales fases: acogimiento en casas de emergencia, idóneamente durante 15 días, pero cuya estancia media se prolonga hasta los 19 en 2018 (CCA 2022:22) y, si hay denuncia y se aprueba, se pasa a casas de acogida, en torno a tres meses, si bien suele alcanzar una duración media de 115 días y, en casos graves, se deriva a pisos tutelados, durante un máximo de 6 meses, 156 días medios en la práctica, según expone el siguiente flujograma:
Según el informe (CCA 2022), comprobamos que los servicios de acogida adolecen de algunos problemas para ofrecer la cobertura, calidad o duración prevista para las personas que son aceptadas. Para ello, si se elaboran algunos indicadores de cobertura, o suficiencia, estos nos dimensionan hasta qué punto se cubre a las solicitantes de acogida aceptadas, y hasta qué punto se aprovechan las plazas disponibles. En términos globales las plazas disponibles se estancaron en el periodo estudiado.
En este sentido, la ratio plazas en centros de emergencias en relación con el de mujeres y personas dependientes aceptadas, a nivel andaluz, arroja una ratio de cobertura de las mujeres atendidas entre 2016 y 2019 que osciló entre el 8,4% y el 9,1%, con un cénit en 2017, resultando una ratio peor en 2019 (8,59%) que en 2016 (8,80%).
Los centros de emergencia comportan el primer tipo de recurso de la Red de Acogida del IAM, y resultan básicos en la atención al colectivo afectado. Con las plazas en centros de emergencias, en 2018, apenas podría cubrirse el 1,8% de los casos con orden de protección, que constata causa probada de un riesgo muy alto para la vida, y con el total de plazas del sistema, únicamente el 5,4% de total, tomando datos de la Consejería de Igualdad (2019:18 y 20) y de la CCA (2022:25). Si ponemos en relación las plazas de los centros de emergencia con las denuncias que se produjeron entre 2016, solo podrían haber cubierto potencialmente, a un 0,49% en 2016, aun 0,44% en 2017, a un 0,45% en 2018, o un 0,44% en 2019, si tomamos los datos del IAM (Consejería de Igualdad 2019). Una denuncia u orden de protección no conduce necesariamente a la necesidad de acogida en el sistema integral, pero esta relación nos dimensiona la capacidad reducida para hacer frente a un fenómeno que registró entre 2016 y 2019 un aumento de denuncias, y un aumento de órdenes de protección entre 2016 y 2018 -dado que en 2019 se contuvo su tendencia, aunque todavía por encima de 2016-. La relación entre plazas en casas de acogida con el número de mujeres y personas dependientes a su cargo atendidas, considerando que se han estancado en 240 las plazas en Casas de Acogida, refleja un descenso del porcentaje (del 40% al 35,1% entre 2016 y 2019) de cobertura en ese periodo.
La duración de la estancia (CCA 2022:32) en Centros de Emergencia pasó de 19 días a 20 entre 2018 y 2020 (datos para este año del primer semestre), en las casas de Acogida, pasó de 144 días en el ejercicio 2016, a 121 días en 2019 y 135 en 2020, y en pisos tutelados de 156 en 2018 a 145 en 2020. El incremento de mujeres acogidas sin el aumento del número de plazas en las casas de acogida provoca una estancia media baja17, al menos en determinadas provincias, como en Cádiz, Córdoba, Sevilla y Jaen (CCA 2022:32), lo que indica una escasez de plazas. La estancia es más alta, como por ejemplo en Málaga, cuando no hay pisos tutelados, que propicia que la casa de acogida deba albergar más tiempo a las mujeres para no quedarse fuera. La estancia en casas de acogida debiera de ser 3 meses prorrogables según se indica en el Plan Acción Anual de las Casas de Acogida y Pisos Tutelados. Los tres meses se superan normalmente, llegando a estancias medias de 4 meses.
En Andalucía, a su vez, apenas se contaban 14 pisos tutelados en 2019. Esto pueden acoger a una mujer y sus respectivos menores durante un máximo de 6 meses, siendo pisos unifamiliares. Muy pocas mujeres acceden a este tipo de recurso.
A nivel autonómico, los 14 pisos tutelados en 2019 tenían 73 plazas y acogían a 43 mujeres y personas dependientes a su cargo. La estancia máxima en este tipo de recurso es de 6 meses. En toda Andalucía, dado la escasa oferta de este tipo de pisos, se requiere un incremento significativo de los mismos, comenzando por Málaga, donde no cuentan con ninguno en dicho periodo. En el resto de provincias tan solo se dispone de 1 piso tutelado, salvo en Cádiz que hay 2 pisos tutelados, 3 pisos en Córdoba y 4 pisos en Sevilla.
Se observa una reducción año tras año en la cobertura que dan los pisos a las mujeres que están en Casas de Acogida (CCA 2022:28), especialmente baja en 2019 (4,53%, frente al 5,44% de 2016), lo que agrava su situación, ya de por sí compleja, indicando una clara insuficiencia de pisos tutelados del Servicio Integral para Mujeres víctimas de violencia de género y sus hijas e hijos.
Comprobamos, con datos de 2019 (CCA 2022:25), que, aunque los centros de emergencia y de acogida están cerca de la saturación (sólo hay un 7,55% de plazas libres para situaciones sobrevenidas -cuando sería conveniente disponer de más plazas de reserva-, mientras las casas de acogida solo dejan sin ocupar un 5,66% de sus plazas), los pisos tutelados no ocupan hasta un 19,22% de sus plazas. Dicho de otro modo, cabe margen de mejora para alojar a más población en pisos tutelados con los medios disponibles.
En el periodo del Estado de alarma por la COVID-19, entre marzo-junio de 2020, se produjo un efecto de reducción de tres días en la estancia media en centros de emergencia, de incremento en dos días en las casas de acogida, y una estancia en pisos tutelados que pasó de 310 días en el mismo periodo de 2019 a 155, casi la mitad, en 2020.
Asimismo, en dicho contexto de insuficiencia de pisos tutelados disponibles, en 2019 no se pudo alcanzar acuerdos entre el IAM (CCA 2022: 40 y 96) y la Consejería de Fomento y la Agencia de Vivienda y Rehabilitación de Andalucía (AVRA) de cara a facilitar nuevos pisos para el SIAM, que gestiona la empresa AGISE. Al no poder emplear los recursos para nuevos pisos, se modificó la finalidad de un millón de euros de los recursos del Fondo del Pacto de Estado contra la violencia de género que recibió Andalucía en diciembre de 2018, empleándose 768.072 € para que la RTVA realizase la Campaña publicitaria 2019 del Día Internacional de la Violencia contra la Mujer que, sin duda, no contribuyó a satisfacer un bien de primera necesidad como es el del alojamiento en estas circunstancias, donde además se presenta una insuficiente oferta de viviendas de protección oficial u otras soluciones habitacionales públicas. La empresa adjudicataria AGISE (CCA, 2022: 41), además, contravino el pliego de cláusulas, cobrando los gastos de luz y agua de los pisos tutelados, así como de alimentación a las víctimas alojadas durante su estancia en el año fiscalizado (2018). En el año 2020, el IAM, en el curso de informe, redujo las condiciones de cumplimiento al contratista a proveer una compra de productos básicos de alimentación, aseo e higiene personal y limpieza al comienzo de la estancia, siendo el coste de luz y agua a cargo de la víctima alojada18.
En suma, si ponemos en relación las mujeres víctimas y personas dependientes a cargo acogidas con todos los recursos del SIAM (CCA 2022: 29) se calcula una rotación de 5 personas por plaza disponible y año. El indicador que relaciona plazas disponibles y personas a atender por violencia de género, mujeres y personas dependientes, ha disminuido entre el 19,35% de 2016 y el 18,5% de 2019 coincidiendo con un periodo en el que las plazas totales disminuyeron.
Si ponemos en relación el total de plazas del Servicio Integral del IAM en Andalucía (Centros de Emergencia, Casas de Acogida y Pisos Tutelados) y la población total de mujeres en Andalucía, potencial víctima de la violencia de género, concluiríamos que el Servicio Integral apenas dispone 11 plazas por cada 100.000 mujeres en el periodo estudiado.
Adicionalmente, conviene advertir que, en 2018, de los centros de emergencia un 54,43% de las víctimas que allí se alojaron, un 64,47% de las mujeres que estuvieron en casas de acogida, y un 80% de las que estuvieron en pisos tutelados, salieron sin que se les facilitase acceso a viviendas públicas ni otros recursos públicos de acogida (CCA 2022:93) , teniendo que recurrir con frecuencia a medios propios o de allegados, dándose el caso de que alguna mujer termine volviendo a convivir con su agresor (12 en 2018, 9 en 2019).
Las medidas de atención y acogida que se realizan se circunscriben al capítulo paliativo ante situaciones muy extremas con un carácter de mínimos y último recurso. Hemos comprobado la insuficiencia y el uso poco eficiente e inadecuado de algunas medidas, como, por ejemplo, los fondos que podrían haberse dedicado para alojamiento que finalmente se emplearon para publicidad institucional.
A este respecto y, de manera telegráfica, las mejoras que podrían recomendarse para aliviar, atender y propiciar la recuperación de las víctimas, podrían consistir en varias medidas, cuyas sugerencias son de estricta responsabilidad del autor de este artículo, que, considerando e yendo más allá del informe de la CCA (2022), serían las siguientes:
Activar un sistema de protección automático para las denunciantes de agresiones o amenazas probadas, tanto a escala policial y judicial.
Reforzar sustancialmente los servicios de acogida y atención psicológica tanto para las víctimas como las personas que de ellas dependen, tanto en plazas como en profesionales que las atiendan, especialmente trabajadoras sociales, profesionales de atención y apoyo educativo social y psicólogas. Comenzar por la ampliación de los centros de emergencia, que atienden en primera instancia, y proseguir con la ampliación de pisos tutelados, especialmente en Málaga, donde no hay. Tras ello, las casas de acogida y la mejora de acceso a viviendas de alquiler social para las mujeres. En especial, hay que cubrir la atención de emergencia en los meses en los que hay picos de violencia, pues hay indicios de estacionalidad del fenómeno, en general en agosto, octubre y en enero (CCA 2022:11).
Desarrollar medidas sociales y de empleo que permitan mejorar la autonomía económica y personal de las personas víctimas de violencia de género, priorizándolas, por ejemplo, con una cuota de reserva en grandes empresas y el empleo público no fijo.
Garantizar una renta suficiente para las víctimas sin empleo y el acceso a un alojamiento en alquiler asequible, mejorando los fondos autonómicos y estatales relativos a rentas garantizadas.
Queremos enfatizar en la necesidad de dotar líneas presupuestarias que incluyan programas preventivos y correctores de la desigualdad. Para ello, habría que desarrollar mucho más las iniciativas transversales en el campo educativo, mejorar aspectos legislativos en materia de derechos civiles, la promoción y la igualdad en el ámbito público de las mujeres (educativo, laboral, institucional, decisorio), así como promover la igualdad en los grupos de convivencia familiar y la corresponsabilidad de los varones en las tareas de cuidado (crianza y trabajo doméstico). Especial atención merecen el desarrollo de medidas que vayan más allá pero que también haga efectivos los planes de igualdad en las empresas (Albarracín 2008), extendiendo medidas de conciliación, reducción y reparto del trabajo, elección de turno y jornada, y la extensión de los permisos parentales iguales e intransferibles, así como el desarrollo de servicios públicos colectivos como el de las escuelas infantiles, comedores colectivos y otros que supongan un alivio familiar.
Otras actuaciones relevantes han de consistir en mejorar la cobertura de la protección legal y la seguridad de la integridad física de las víctimas. No sólo la asistencia jurídica, sino también establecer que sea el agresor el que tenga que cambiar de localidad o puesto y no la mujer, aparte de las órdenes de alojamiento. Esta solución constituiría un paso adelante, garantizando protección policial efectiva a las mujeres con órdenes de protección. Otra iniciativa a desarrollar son las medidas de prevención de la victimización secundaria de las personas que denuncian, que habrían de garantizar el anonimato de la persona denunciante, constituyéndose como delito las acusaciones infundadas que sobre ellas se realicen tras el proceso de denuncia, especialmente en medios de comunicación, o el amparo a testimonios no probados por parte del victimario, guardando el sigilo debido en todo el proceso judicial para proteger la imagen y el honor de la víctima.