FILOSOFIA DA EDUCAÇÃO
Reseña historiográfica del proceso de la soberanía desde la Edad Media
Resenha historiográfica do processo da soberania desde a Idade Média
Historiographyical outlines of the process of the sovereignty from the Middle Ages
Reseña historiográfica del proceso de la soberanía desde la Edad Media
Acta Scientiarum. Education, vol. 38, núm. 4, pp. 335-346, 2016
Editora da Universidade Estadual de Maringá - EDUEM
Recepción: 13 Abril 2016
Aprobación: 19 Julio 2016
RESUMEN.: En este estudio deseo destacar dos hitos del complejo progresivo proceso en las relaciones del poder soberano desde la Edad Media cristiana: Primero, el del comienzo del Siglo XIV donde aparecen las primeras marcadas señales de fisura en la soberanía dentro de la doctrina del sacerdotalismo. El segundo, al final del siglo XVI, donde el factor jurídico legal se acentúa y acelera el proceso de secularización, dividiendo los poderes de la Iglesia y del Estado al punto de aceptar la doctrina de soberanía popular. En mi parecer, el proceso se da en la cuestión de las relaciones entre el poder soberano de la Iglesia y del Estado, precisamente antes de que Jean Bodin y otros autores lleguen a formular una teoría de la autoridad soberana, o sea, antes del nacimiento del Estado Moderno.
Palabras clave: soberanía, proceso historiográfico, Iglesia, Estado, Edad Media y Moderna, factor jurídico.
RESUMO.: Neste estudo, pretendo destacar dois importantes pontos do complexo processo progressivo nas relações do poder soberano desde a Idade Média cristã: o primeiro, do começo do século XIV, onde aparecem os primeiros evidentes sinais de ruptura na soberania dentro da doutrina do sacerdotalismo; o segundo, do final do século XVI, onde o fator jurídico legal se acentua e acelera o processo de secularização, dividindo os poderes da Igreja e do Estado a ponto de aceitar a doutrina da soberania popular. Em minha opinião, o processo se dá na questão das relações entre o poder soberano da Igreja e do Estado, precisamente antes de Jean Bodin e outros autores chegarem a formular uma teoria da autoridade soberana, ou seja, antes do nascimento do Estado Moderno.
Palavras-chave: soberania, processo historiográfico, Igreja, Estado, Idade Média e Moderna, fator jurídico.
ABSTRACT.: This study aims to highlight two milestones of the complex progressive process within the sovereign power from the Christian Middle Ages: First, the beginning of the fourteenth century, where the prior clear signs of a split in sovereignty within the doctrine of sacerdotalism appear. The second one, at the end of the sixteenth century, where the legal factor is accentuated and it accelerates the process of secularization dividing the powers of Church and State to the point of accepting the doctrine of popular sovereignty. In my view, the process concerns the issue of relations between the sovereign power of the Church and the State, just before Jean Bodin and others formulate a theory of sovereign authority, that is, before the birth of the Modern State.
Keywords: sovereignty, historiographical process, Church, State, Middle and Modern Ages, legal factor.
Introducción
Cristo no concedió ni a su Iglesia ni a sus Obispos ni al pontífice romano, sean laicos o sean clérigos, 'poder para mandar y obligar o para coaccionar o castigar. Apenas dio a los sacerdotes el poder de administrar los sacramentos y de predicar la palabra de Dios' (Suárez, Defensivo fidei, III, VI 3, 245, agrego destacado).
La mayoría de los historiadores no cuestionan la creencia medieval de que 'la soberanía es indivisible', además los teóricos han mostrado que la organización de la vida política medieval es esencialmente teológica. En la doctrina cristiana, incluyendo la posición reformista de Lutero y Calvino, la autoridad o poder político y sus límites parte del presupuesto medieval que 'la soberanía 'de Dios' en este mundo es total'1.
Entiendo aquí que la exposición teórica del llamado 'principio de soberanía' toma un cauce independiente de la visión teológica a partir del Defensor pacis de Marsilio de Padua (1324), y se desarrolla dentro del campo de la filosofía política en la Francia del último cuarto del siglo XVI cuando Jean Bodin publicara Les six livres de la Republique en 1576. Allí, Bodin desplaza la idea de soberanía desde el ámbito teológico, al que el derecho divino lo había circunscrito, hasta el ámbito teórico constitucional. Comienza admitiendo que el poder soberano es el principio que distingue 'al Estado' de todos los demás grupos formados por las familias. Define la soberanía en términos de: (i) sujeción a un soberano común; (ii) poder supremo sobre los ciudadanos y súbditos, no sometidos a leyes; afirma que el poder supremo del soberano no está sometido a leyes, porque 'el soberano' es la 'fuente' del derecho. El atributo principal de la soberanía (iii) es el poder de dar 'leyes' a los ciudadanos tanto colectiva como individualmente, sin el consentimiento de un superior, un igual o un inferior. El gobierno concebido como 'una república bien ordenada' tiene que tener esa 'fuente indivisible de autoridad'2.
Nos interesa destacar, en una reseña historiográfica parcial, parte del proceso que implica llegar a establecer ese atributo principal de la soberanía, i.e., el acto de gobernar mediatizado a través (de la promulgación y la aplicación) de leyes. En mi parecer el proceso se da en la cuestión de las relaciones entre el poder soberano espiritual y el poder soberano temporal, entre la Iglesia y el Estado, precisamente antes de que Bodin y otros autores de su época lleguen a formular una teoría de la autoridad soberana, o sea, antes del nacimiento del Estado Moderno.
Para comenzar notamos que la cuestión de las relaciones entre el poder soberano espiritual y el poder soberano temporal recibió tres soluciones fundamentales: Una, con reminiscencias paganas, porque el Emperador era al mismo tiempo Sumo Pontífice y así defendía una intervención del poder civil en los asuntos religiosos. Se lo denominó 'cesaropapismo': resultó abusivo en la práctica y, como doctrina, no se arraigó una vez que los pareceres contrarios de canonistas y sumos pontífices eran al respecto incontrovertibles. Otra solución proclamó el poder 'directo' de la autoridad de la Iglesia sobre la autoridad civil. De mayor extensión en el tiempo que la anterior, se basaba en argumentos de la Sagradas Escrituras y sus defensores pertenecen principalmente al período del apogeo del poder eclesiástico medieval que culminó con el pontificado de Inocencio III (Perugia, 1198-1216)3. Se identificó con la corriente doctrinal de la plenitudo potestatis, la que llegó al punto de considerar los gobernantes temporales como meros delegados del papa, quedó ilustrada por la imagen de 'las dos espadas', la material y la espiritual. Se la denominó doctrina del sacerdotalismo, o más inadecuadamente, teocratismo, también denominada teoría del poder descendente (en los estudios de Walter Ullmann, 1999). La tercera solución atribuye soberanía e independencia a ambos poderes, sin embargo, concede al mismo tiempo una cierta autoridad a la iglesia sobre el Estado en materias mixtas, en virtud del fin que le compete. Se trata de la teoría del 'poder indirecto'4, defendido preferentemente por teólogos juristas del siglo XVI (Vitoria, Belarmino y Suárez).
En este estudio deseo destacar dos hitos del complejo progresivo proceso en las relaciones del poder soberano desde la Edad Media cristiana5: Primero, el del comienzo del Siglo XIV -donde aparecen las primeras marcadas señales de fisura en la soberanía dentro de la doctrina del sacerdotalismo. El segundo, al final del siglo XVI, donde el factor jurídico legal se acentúa y acelera el proceso de secularización, dividiendo los poderes de la Iglesia y del Estado al punto de aceptar la doctrina de soberanía 'popular'6.
Hay que destacar, primero, que entre las religiones monoteístas el cristianismo se distingue "por su concepción dualista de la ley y el poder. La separación entre una ley religiosa, revelada por Dios, y la ley civil de cada día es fundamental en el pensamiento occidental, respetuoso con el principio Evangélico: 'Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios' (Mt 22, 21) [...]" (De Souza & Bayona, 2013, p. 17, subrayado del autor). En el siglo IV, según Momigliano (1963) la centuria que vio triunfar la religión cristiana, que se había desarrollado poderosamente en su tiempo, queda organizada en términos teóricos en la Ciudad de Dios de san Agustín. La visión cristiana de san Agustín, expresada en 'una amalgama de voces en que se combina lo pagano y lo sacro', como nota Lyotard (2002), incluye:
[...] la idea romana presente ya en Séneca y Marco Aurelio: que el hombre es ciudadano de dos ciudades, la ciudad de su nacimiento y la Ciudad de Dios. Sin embargo, de esta metafísica estoica san Agustín destaca el sentido religioso de la distinción. La naturaleza humana es doble: el hombre es 'espíritu' y cuerpo, por tanto es a la vez ciudadano de este mundo y de la Ciudad Celestial. De un lado están los intereses terrenos, centrados alrededor del cuerpo, de otro los ultraterrenos que pertenecen al alma. San Agustín hace de esta distinción la clave para comprender la historia humana que está y estará siempre dominada por la lucha entre las dos ciudades. De un lado, se encuentra la 'ciudad' terrena, fundada en los impulsos terrenos apetitivos y posesivos de la naturaleza humana inferior, por otro la Ciudad de Dios, fundada en la esperanza de la paz celestial y la salvación espiritual. La historia es la narración dramática de la lucha entre las dos ciudades y el dominio y gloria final tiene que corresponder a la Ciudad de Dios. La iglesia por su parte, como organización humana visible, no era para san Agustín lo mismo que el reino de Dios, sino su representante. La concepción de la iglesia en san Agustín es importante, ya que él le da fuerza como institución organizada, su realidad está basada absolutamente en la unión social de todos los creyentes, a través de la cual puede operar en la historia humana por la gracia de Dios. Por esta razón, consideraba la aparición de la iglesia el punto culminante de la historia. De ahí en adelante la salvación humana está ligada con los intereses de la iglesia y, en consecuencia, esos intereses son preponderantes sobre cualesquier otros. Por consiguiente, la historia de la iglesia era para san Agustín literalmente lo que mucho más tarde dijo Hegel, con bastante inexactitud, del Estado: 'la marcha de Dios sobre la tierra'. A partir de ese momento la unidad de la especie [humana] significa la unidad de la fe cristiana bajo la dirección de la iglesia. Sería fácil inferir de ello, como indica Sabine, que el Estado tiene que convertirse en 'brazo secular' de la iglesia, la inferencia no la hizo san Agustín, él no hubiera podido deducirla. Su doctrina de la relación de los poderes eclesiásticos y seculares no era más precisa que la de otros escritores de su época, y en consecuencia, en las posteriores controversias con respecto a este punto, ambos bandos pudieron invocar su autoridad. Pero hizo indiscutible para muchos siglos la concepción de que, 'bajo la nueva ley, el Estado tiene que ser cristiano', servir a una comunidad que es 'una' por virtud de una común fe cristiana y servir a una vida en la que los intereses espirituales se encuentran indiscutiblemente 'por encima' de todos los demás y contribuir a la salvación humana manteniendo la pureza de la fe. Como dijo James Bryce, la teoría del Sacro Imperio Romano se basó en la Ciudad de Dios agustiniana. San Agustín expone del modo más tenaz posible la necesidad de que una 'verdadera república sea cristiana', y aunque no lo declara explícitamente, ese es un Estado en el que la religión cristiana estaría apoyada por la ley y la autoridad. De un modo u otro modo 'el Estado tenía que ser también una iglesia' (Sabine, 2009, p. 164-165; agrego destacados).
Otro antecedente historiográfico importante, en segundo lugar, es que a fines del siglo V el papa Gelasio I (492-496) había desarrollado la doctrina de 'las dos espadas', es decir, hay dos poderes que gobiernan al mundo: el encargado de administrar el poder secular o temporal y establecer la ley en este mundo; y el poder religioso, que vela por la enseñanza y el respeto de la ley divina. Esta doctrina es sostenida en toda la Alta de la Edad Media. De hecho, en tal sociedad medieval, los dos poderes están obligados a negociar constantemente la aplicación de ambas leyes y, por tanto, su actuación sobre los hombres, al mismo tiempo súbditos del gobernante y miembros de la iglesia. De ahí, como destaca Bayona:
[...] que no se pueda comprender el pensamiento medieval sin tomar en consideración el peso decisivo de la ley y del derecho en el orden social. Lo cual produjo un progresivo y profundo desplazamiento de las relaciones civiles por las relaciones jurídicas, ostensible en la abrumadora importancia del derecho tanto canónico como civil. [Al punto que] en el siglo XIII llegaron al Papado los juristas más eminentes y los filósofos más insignes para trabajar como asesores, preparar la leyes y negociar los conflictos políticos, bien en la curia pontificia, bien en la corte de los reyes (De Souza & Bayona, 2013, p. 17).
En tercer lugar, notamos que durante las primeras décadas del Siglo XIV los hechos, las circunstancias y los documentos históricos sobre el Cisma de Occidente revelan un proceso de debilitamiento de los dos poderes con vocación de soberanía universal, el Papado y el Imperio, y consecuentemente, a una gran división dentro la iglesia.
Proceso de debilitamiento en el sacerdotalismo, consecuencias del Cisma: 'del' ideal de concordia entre los dos poderes real y papal 'al' consiguiente fortalecimiento de la monarquía absoluta
La crisis eclesial que mostraría el Cisma de Occidente era la expresión de una crisis más honda en la cristiandad, la que estuvo precedida por claros síntomas de agotamiento del modelo de organización política eclesial, vigente desde la reforma centralizada de Gregorio VII, quien había logrado imponer la autoridad papal sobre todos los poderes cristianos y plasmado en los Dictatus papae (1075). La total identificación de la iglesia con el papa había llevado a atribuir a este un poder absoluto por encima del cuerpo eclesial, un poder político irrevocable que ejercía a voluntad; esta suprema soberanía pontificia se teorizó en la doctrina de la plenitudo potestatis y se plasmó en la Bula Unam Sanctam (1302) del papa Bonifacio VIII y también en los tratados: De regimine christiano de Juan Viterbo (1301-1302), De ecclesiatica potestate de Egidio Romano (1302) y en la Summa de ecclesiatica potestate de Agustín Triunfo (1320). Sin embargo, el poder soberano del papa fue cuestionado desde la corte francesa, en tiempos del rey Felipe IV (1285- 1314) por Juan de Paris (o Quirdot) en De potestate regia et papali (1302); pero particularmente en los escritos de Marsilio de Padua y de Guillermo de Ockham, aunque también en escritos anónimos como el Rex pacificus, donde se exige al rey que "[...] en vez de empuñar la espada, tome la palabra" (apud Silva Rosa, 2015)7. Estos escritos hacen evidente que a lo largo del siglo XIV se fue re-significando la relación entre el poder civil y el religioso. Y esa re-significación y acomodación entre los dos poderes se cruzó con la crisis intra-eclesial que supuso el Cisma.
De hecho, una de las soluciones propuestas para resolver el gran Cisma de Occidente, que se prolongaría por más de cuatro décadas (1378-1417), fue la vía de los Consilios. Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham reivindicaban el conciliarismo como alternativa al papado para gobernar la iglesia. En sentido estricto, explica Bayona:
El conciliarismo es la doctrina que sostiene la superioridad del Concilio General sobre el papa y había surgido para oponerse al gobierno monárquico que justificaba el poder soberano absoluto del papa en la doctrina de la plenitudo potestatis. El conciliarismo y el papalismo son dos modelos de gobierno eclesiástico enfrentados acerca de la autoridad y soberanía del papa, que dependen de si la iglesia se define como la congregación de fieles o si, por el contrario, se identifica con su jerarquía y se concibe como una institución monárquica. El recurso a la vía conciliar revitalizó la tensión entre los partidarios de una iglesia jerárquica y vertical y los reformadores que concebían la iglesia como una comunidad más fraternal y representativa. Se abría el conflicto interno entre papalistas y conciliaristas (De Souza & Bayona, 2013, p. 24, destacado del autor)8.
El conciliarismo resultó ser una fase fundamental del pensamiento político europeo en el aspecto tan central como el 'del proceso de la concepción de la soberanía', lo que nos importa destacar aquí. Con respecto a esta fase, paso a mostrar aportes teóricos solo de algunos conciliaristas - juristas de la segunda década del siglo XIV9, su novedad radica en que eran pensadores críticos del poder pontificio, tenían mayor dominio doctrinal, y un peso institucional significativo, ellos son figuras notables como: Marsilio de Padua, Guido Terrena, Francisco Zabarella, Nicolás de Cusa.
En el caso de Marsilio de Padua (1275-80 - 1342-3), su agudeza intelectual, aliento teológico y su actividad política lo habían convertido en el peor enemigo del papado. En Bayona (2007, p. 43), Clemente VI llegó a anunciar su muerte como la del 'mayor hereje jamás conocido'10. En su obra Defensor pacis (1324), Marsilio reconoce que el sacerdocio cristiano fue divinamente establecido, a diferencia del Estado laico cristiano, siendo ambos partes del orden cristiano; pero niega que la jerarquía eclesiástica haya sido divinamente establecida. Todos los sacerdotes cristianos, según él, son iguales en lo tocante al derecho divino (el que es aceptado por simple fe). En cuanto a su filosofía política traza una distinción entre lo espiritual y lo temporal mediante su definición de 'ley'. En el Defensor minor formula más radicalmente que la ley es de dos tipos: divina y humana. Define que:
'La ley divina es un mandato directo de Dios, sin deliberación humana', acerca de los actos voluntarios de los seres humanos que deben realizarse o evitarse en este mundo en consideración al fin mejor o a alguna condición deseable para el hombre en el mundo futuro (Marsilio de Padua, Defensor minor, I 2).
'La ley humana es un mandato de todo el cuerpo de ciudadanos, o de su parte de más valor, que surge directamente de la deliberación de quienes están autorizados para hacer la ley', acerca de los actos voluntarios de los seres humanos que deben hacerse o evitarse en este mundo. Quiero decir un mandato, la transgresión del cual comporta en este mundo una pena o castigo impuestos al transgresor (Marsilio de Padua, Defensor minor, I 4, agrego cursivas).
Los dos tipos de ley se distinguen efectivamente por el tipo de castigo que imponen. La ley divina impone un castigo que mide Dios en la vida futura del más allá, por tanto, su transgresión no implica ningún castigo terreno. Por consiguiente, 'la ley humana no deriva de la ley divina, sino que contrasta con ella'. Toda norma que implique un castigo terrenal corresponde a la ley humana y deriva su autoridad de la promulgación humana. Este es un punto de central importancia, como enfatiza Sabine (2009), para su argumentación posterior, porque de aquí deriva la conclusión de que 'la enseñanza espiritual de los sacerdotes no es propiamente hablando un poder o autoridad', puesto que carece de fuerza coactiva en esta vida, a menos que un legislador humano delegue tal poder a los sacerdotes. Marsilio destaca el sentido jurídico de la ley, por emanar de una autoridad constituida y comporta una pena en caso de transgresión.
La manera de concebir la ley hace evidente la contraposición de Marsilio con la autoridad teológica de Sto. Tomás, quien consideraba la ley divina y humana como partes de un mismo todo y subrayaba el hecho de que la ley humana derivaba racionalmente de la divina. Para Marsilio la ley implica un legislador. Este legislador es humano. La respuesta que esboza lo lleva al fondo de su teoría política, i.e.:
'El legislador o causa eficiente primera y verdadera de la ley es el pueblo o la totalidad de los ciudadanos (civium universitatem) o la parte de más valor (valentiorem partem)' de aquél, que manda y decide por elección o voluntad propia en una reunión general de los ciudadanos y en términos expresos, que se debe hacer u omitir algunos de los actos civiles de los seres humanos, bajo pena de un castigo o sanción temporal (Marsilio de Padua, El defensor de la paz, I XII 3, agrego destacado).
La ley humana surge por la acción conjunta de un pueblo que establece normas para gobernar las acciones de sus miembros, o inversamente, un Estado es el conjunto de hombres que deben obediencia a un determinado cuerpo de leyes (Marsilio de Padua, Defensor minor, XII 1). Por consiguiente, 'la fuente de la autoridad legal es siempre un pueblo o la parte predominante de él'. En cuanto a esa 'parte de más valor', las interpretaciones difieren. Para algunos, quería decir que se refería a una mayoría numérica, ya que Marsilio agrega: 'Digo la parte de más valor (pars velentior), considerando tanto su número como su calidad dentro de la comunidad'. Para otros, como Sabine, quería decir literalmente la parte de mayor peso, sin pensar por cierto en que cada uno debía contar como uno. Marsilio proponía una monarquía electiva en vez de hereditaria. El principado tiene que ser unificado y supremo, cualquiera sea su forma de organización, de tal modo que pueda actuar en la administración de la ley como una unidad. Esta condición en la teoría de Marsilio parece revelar la falta de unidad que prevalecía en el gobierno medieval, probablemente por las dificultades que surgían de la 'doble' jurisdicción de los tribunales eclesiásticos y seculares. La unidad del Estado es una premisa para el estudio que hace de la autoridad y soberanía espiritual. La teoría de la iglesia de Marsilio da por supuesto que el cuerpo universal de los fieles cristianos, como el de los ciudadanos de un Estado, constituye una corporación (universitas) y que el concilio general, como el principio político, es su delegado.
Las reacciones condenatorias a estas formulaciones secularistas de Marsilio no tardaron en aparecer. Entre ellos, Guido Terrena (c.1270-1342) (de la capital del Rosellón), se dio cuenta de que Marsilio había puesto al servicio de un enemigo político y militar, tan poderoso como el emperador, unas tesis corrosivas para el papado, que estaban fundamentadas en textos del Evangelio y de la patrística, y que fácilmente podían prender en otros filósofos, teólogos y canonistas (Turley, 1997). Entendió que urgía corregir esas interpretaciones por lo que dedicó parte de su vida a armonizar la exégesis bíblica y la tradición patrística con el derecho canónico, procurando corregir aquellos comentarios que consideraba basados en errores de interpretación de los textos sagrados y peligrosos teológicamente.
En artículo inédito Bayona Aznar (2015) estudia 'La condena del Defensor Pacis en la Confutatio de Guiudo Terrena', destacando la solicitud que hace el papa (en 1326) a Terrena para refutar las tesis del Defensor Pacis y la respuesta de Terrena en la Confutatio (1328-1334). De los seis errores imputados a Marsilio referidos a la relación de soberanía entre los dos poderes y que la curia vio más peligrosos para los intereses del papado, estaban: a) que el emperador tiene 'dominio sobre todos los bienes de la iglesia', porque Cristo pagó el tributo al César; b) que 'no existe primado' en la iglesia, porque Pedro no tuvo más autoridad que los demás apóstoles11.
Importa señalar aquí cómo Terrena formula el error: "todos los bienes 'temporales' de la iglesia están sometidos al emperador", basado en el pago del tributo al César, según Mateo (17, 24-27, agrego destacado). Reconoce que este error puede ser rebatido con la doctrina del 'señorío universal del papa' que muchos sostienen, pero prefiere no recurrir a ella, porque disgusta mucho a los príncipes temporales y no conviene darles motivo de escándalo (mencionando la misma expresión pronunciada por Jesús en ese pasaje). A propósito, interpreta Bayona que Terrena se desmarca explícitamente de la doctrina de la plenitudo potestatis, que propugnaba el dominio papal sobre todos los bienes temporales y era la tesis que había defendido Egidio Romano (1961) y sostenía entonces Agustín Triunfo en la Summa de ecclesiastica potestate (1326) (Augustinus Triumphus Anconitanus, Summa de potestate ecclesiastica, 1584 apud Bayona, 2015). Terrena, en cambio, estaba convencido de que el error podía y debía refutarse con otros argumentos de todo tipo, y a ellos dedica la Confutatio12.
Según Bayona, Terrena no se limitó a cumplir el encargo de refutar la pretensión imperial como falsa y herética, sino que buscó la causa de la tesis errónea en la mala interpretación del texto, aportando una exégesis distinta y acorde con la verdadera doctrina cristiana. Este escrito abre, así, la vía que seguirá en Concordia Evangeliorum, obra dirigida a presentar una correcta interpretación de los textos sagrados en confrontación con otras interpretaciones que parten de las mismas fuentes y tradiciones intelectuales.
En el caso de Francisco Zabarella (1360-1417), cardenal canonista paduano, continúa respondiendo a la misma controversia en su obra De Schismate (redactada en 1402, durante la Reforma y publicada en 1531). Uno de los núcleos de atención del texto apunta a cómo se puede hacer desaparecer el Cisma de la iglesia, en tanto que hace un llamado a mantener la unidad de la iglesia. Finalmente defiende que soberanía o la potestad de la iglesia universal reside en la propia iglesia entera, que es la comunidad de los fieles. Por influencia de Marsilio, Zabarella mantiene la posición conciliarista apelando al consenso general de los expertos canonistas. Su texto reza:
En consecuencia, 'también el gobierno de la Iglesia Universal, en el caso de que el papado quede vacante, radica en la misma Iglesia Universal, la cual es representada por medio del Concilio General, y, una vez reunido el concilio reside en la parte de más valor'. De hecho no todos los fieles participan en este mismo concilio, sino más bien las personas eminentes, por ejemplo los obispos y otros dignatarios eclesiásticos que ocupan posiciones importantes, como los grandes abades, que tienen casi dignidad episcopal [...] (Zabarella, Schardius, p. 688B-688A apud Piaia, 2013, p. 180, agrego destacado).
Según Gregorio Piaia (2013, p. 179), la importancia en la distinción de Zabarella no reside en que si Zabarella usa o no un lenguaje que evoca el fantasma de Marsilio, sino mas bien en que hace referencia a dos planos de distinto orden sobre los cuales Zabarella 'pretende nivelar el poder soberano' en base a una correlación lógica y estructural: el plano del 'gobierno' civil, estudiado por los philosophi y el plano del 'gobierno' de la iglesia, estudiado por los periti canonici. Los dos planos que se encuentran y armonizan en la visión unitaria de la Societas Christiana, están dirigidos automáticamente a fundar el respectivo poder político.
Se nota que Zabarella, como Marsilio, parte de la prospectiva aristotélica de la civitas, cuyo régimen reside en la congregatio civium y en la pars valentior, para pasar luego a la perspectiva cristiano-medieval del régimen orbis, donde el poder político reside análogamente en la 'congregación de todos los hombres del planeta' o bien en su 'parte de más valor'. A su vez, Zabarella tiene presente que 'el emperador' representa a todo el pueblo Cristiano, puesto que a él se le ha 'transferido la jurisdicción y el poder de toda la Tierra'. Sin embargo, el principio teológico "Yo sé que 'tú lo puedes todo" (Commentaria I f. 107vb apud Piaia, 2013, p. 18), le es reconocido al papa solo como ministro principal, mientras que el 'fundamento' de tal poder se asienta en la universitas eclesial (Commentaria I f. 109va apud cita de Piaia, 2013, p. 184). Según Piaia, los textos de Zabarella muestran más que una evolución teórica, una 'adaptación' doctrinal con el fin de afrontar la situación cismática considerada cada vez menos tolerable.
En el caso de Nicolás de Cusa (1401-1464), como Zabarella, estudió en Padua, fue Profesor de Derecho Canónico en la Universidad de Colonia en Alemania; para los historiadores es ante todo jurista, participó activamente en el Concilio de Basilea, inicialmente como partidario de conciliarismo. Como nota Martins (2013), el ideal de unidad proyectado, frustrado por el fracaso del sacerdotalismo fue apropiado por el secularismo emergente. Los conflictos entre papas y emperadores condujeron a la desarticulación de la estructura del poder soberano. 'El poder temporal era un candidato fuerte a sustituir la bicefalia en conflicto y este poder temporal era suficientemente ambicioso para preferir mandar y ejercer soberanía en solitario. De esta forma, afirmar la primacía del poder temporal pasó a ser el objetivo dominante del siglo XIV, y en gran medida del siglo XV' (Martins, 2013, p. 352), lo que han hecho evidente José Antonio de Souza y João Morais Barbosa (1997).
En De concordantia catholica (en 1433-4), Nicolás de Cusa expone su concepción de una 'unidad compleja', cuya explicación depende directamente de la concepción unificada de la voluntad creadora de Dios, no se concilia con la realidad escindida que persistía por casi un siglo. Las controversias se tornaron aún más agudas por la diseminación de los disensos doctrinales por toda la cristiandad, en especial en las tesis de Juan Wiclef y de Juan Hus. Según aprecia Martins, el texto de la Concordancia refleja ese ambiente de conflicto y la hábil tentativa de Nicolás de Cusa de armonizar la doctrina y el magisterio, el poder político del concilio, el poder político del papa y el poder político del emperador, de manera que quedaran ámbitos de competencia y jurisdicción que los convirtiese en 'poderes máximos en distintas esferas', que no podrían confundirse ni superponerse, sino que, al contrario, legitimarse mutuamente. Según Sigmud, como comenta E. Martins, la Concordancia va más allá de ser una obra de un canonista a favor del conciliarismo, ya que su objetivo es conciliar cada poder, más que de lograr pleno conciliarismo. Su intención de que el poder sacerdotal se comparta es clara cuando afirma:
Y también se da un orden jerárquico en la misma realidad vital del sacerdocio. En su primera virtud rectora, aunque todas las supremas jerarquías, los obispos, sean iguales en cuanto al orden y al oficio pontifical, se da, sin embargo, una división gradual en la misión rectora (Nicolás de Cusa, De concordancia católica, 35 1-4, p. 25).
El hecho de compartir el poder sacerdotal coloca en la misma posición a los integrantes de la jerarquía suprema, obispos o papa, pues todos son equivalentes para cuidar el gobierno de la iglesia. Así, la cathedra o autoridad regente de la iglesia pertenece a todos los obispos, como sucesores de los apóstoles en unión con Pedro, su cabeza. Agrega un argumento adicional al de la tradición normativa de la iglesia, donde concentra toda su fuerza:
Y como por naturaleza todos [los hombres] son libres, entonces todo principado, ya consista en la ley escrita, ya en la vida del mismo príncipe [...] proviene de la sola concordancia y consentimiento subjetivo. Porque si los hombres tienen por naturaleza todos el mismo poder y son igualmente libres, la potestad verdadera y ordenada de uno igual en poder a todos los demás, no puede ser establecida más que por la elección y el consentimiento de los otros, de la misma manera que la ley se constituye por consenso (Nicolás de Cusa, De concordancia católica, 115-116).
Como demuestra Martins (2013, p. 359), la apelación a la autonomía de la esfera política con fundamento en la libertad natural era una novedad importante en ese tiempo. Y la institucionalización del consenso por el proceso electoral de los dirigentes y por la legislación establecida en los concilios fue una novedad interpretativa fundamental. En cuanto a la relación del poder eclesial y el poder imperial, en el libro III de la Concordancia, Nicolás los considera 'esferas paralelas'; se refiere a la función del emperador como protector de la iglesia, sin embargo, los reyes de Francia e Inglaterra ya no aceptaban de modo incondicional la relación de obediencia al papado en materias seculares. Nicolás creía en la posibilidad de restablecer la unidad y la 'concordancia' por la reconciliación de las diversas tendencias en una suerte de 'coincidencia de opuestos' [entre las esferas paralelas, como escribe más tarde en su afamado tratado De docta ignorancia (1440)]; ya que para Nicolás todavía se presentaban como dos opuestos de la misma sociedad cristiana.
Separación del poder político del Estado y de la Iglesia: "comunidad social perfecta" y soberanía popular.
Después de iniciarse las guerras civiles, a fines del Siglo XVI, la literatura política francesa se dividió en dos tipos principales. Por una parte, los escritos que defendían la santidad del oficio regio, i.e., 'la teoría del derecho divino que afirmaba la inviolabilidad de derecho del monarca a su trono', derecho derivado directamente de Dios y trasmitido hasta él por legítima herencia. Por otra parte, varias teorías denominadas 'monarcómanas', hacían derivar el poder soberano 'del pueblo o de la comunidad' y defendían el derecho a resistir al monarca en casos de abusos y tiranía. Estas teorías antimonárquicas fueron defendidas primero, por escritores hugonotes, desarrolladas por calvinistas y más tarde, adaptadas por escritores católicos, especialmente por los jesuitas quienes defendían el gobierno representativo frente al absolutismo. Los jesuitas, como los calvinistas, se oponían a una monarquía nacional demasiado poderosa. Pero al contrario de los calvinistas construyeron una teoría que apoyaba una forma revisada de la doctrina de la supremacía pontificia en cuestiones morales y religiosas (Sabine, 2009, p. 303). Dentro de esta visión de teólogos juristas en el período del neo-escolasticismo ibérico, la naturaleza de la república se re-semantizó precisamente a partir de las noción de soberanía, entendida esta como 'poder político supremo e independiente' (para promulgar y sancionar leyes).
Dentro de la escuela de jurisprudencia española, Francisco de Vitoria (1492/3-1546) en su obra De potestate civile (1528), expone primero sobre la naturaleza de la 'respublica' y la pertinencia de designarla con el término 'Estado', entendiéndolo como 'comunidad política'. Caracteriza esta 'comunidad política como perfecta'. La define como aquella comunidad que no es parte de otra república, sino que posee ordenamiento jurídico y órganos de gobierno propios13. En esa línea, precisa que la entidad y unicidad de la república -formal y principalmente vinculada a la nota de perfecto de ese cuerpo social- no consiste en poseer un gobierno, sino en no conducir sus propios asuntos 'en dependencia de otra entidad política', en la cual se integre como parte14. Así pues, la autosuficiencia de la república implica el derecho de gobernarse y administrarse a sí misma. Este derecho, que le asiste a partir de la obligación que la ha fundado, o sea, la de perseguir el bien común, se traduce en la posesión de la potestad de régimen sin la cual no podría dirigirse por sí misma hacia su fin. El bastarse a sí misma implica bastarse en la tarea de conducirse al bien común y, por consiguiente, en establecer su propio orden de justicia. En Vitoria, como ha visto Castaño (2013), la soberanía, 'como potestad política', es entendida en tanto 'capacidad, autoridad y derecho para gobernar la sociedad civil'15, es 'suprema' en su orden, y aparece formalmente basada en la realidad de la comunidad 'perfecta'16.
Por su parte, Francisco Suárez (1548- 1617)17, hoy día reconocido como "El representante de mayor importancia de la teoría política jesuita, ya que [en su pensamiento político se] ordena y sistematiza la filosofía jurídica de la Edad Media"18, en su tratado De legibus (1611) y en la Defensio fidei (1613) precisa la noción de 'perfección comunitaria'. Esta es clave de la supremacía temporal de la soberanía o potestad política. Por un lado,
El Rey no tiene un poder patrimonial sobre los súbditos, sino un poder de jurisdicción que se llama poder político19. No gobierna sobre esclavos, sino sobre ciudadanos libres. A través del 'pacto constitucional' estipula también el pueblo las condiciones y limitaciones del Rey en el ejercicio del poder político. Formal y materialmente la institución monárquica se justifica en cuanto es un instrumento al servicio del bien común y viene legitimada por la voluntad popular. En función del dinamismo del bien común prevé Suárez la posibilidad de un auténtico control democrático (Suárez, 1975, p. 78, agrego destacado).
Por otro lado, para Suárez la comunidad política es 'perfecta' (in perfectam communitatem politicam), porque ella basta para alcanzar la felicidad humana en el plano temporal, y por ser perfecta "[...] no forma parte de otra comunidad superior del mismo orden" (Suárez, Legibus, I, VI, 22)20. Entiende que el signo por excelencia del carácter de perfecta de esa sociedad reside en el hecho de que su autoridad posee la nota específica de suprema. En efecto, el poder de jurisdicción que es propia de la sociedad política, es superior en su orden temporal (superiorem in suo ordine -temporali). Lo explica así:
En su orden y respecto de su fin constituye la última instancia de resolución en su esfera, es decir, sobre toda la comunidad que le está sujeta; de modo que todos los magistrados inferiores que ejercen potestad en esa comunidad o en una de sus partes están sujetos a tal príncipe supremo, mientras que el príncipe supremo no se subordina a superior alguno respecto del mismo fin político (Suárez, Defensivo fidei, III, V, 2)21.
Según el Eximio, la comunidad es un agrupamiento de hombres asociados bajo cierto derecho, en vista de un fin común y con alguna forma de jefatura. Perfecta es en general la comunidad capaz de gobernarse políticamente y autosuficiente en el orden temporal. El punto fundamental en la teoría de Suárez consiste en que es directamente la propia noción de sociedad perfecta -y no la de la potestad que de ella se desprende- la que parece admitir modos de subordinación en el orden temporal22. En la medida en que es parte de un todo mayor al que se ordena, no posee un régimen al que corresponda llamar con propiedad político ni una potestad legislativa que constituya jurisdicción en sentido propio: porque la jurisdicción consiste en la facultad de preceptuar (como última instancia) lo justo legal y el medio obligatorio respecto de cualquier materia práctica vinculada a la vida comunitaria. Esto significa que el Estado como tal, en su orden temporal y según sus fines, "[...] tiene poder para promulgar leyes, ante lo cual no hay apelación a ningún otro tribunal superior" (Suárez, De Caritate, disp. 13, sec. 2, n. 4, v. 12, 740)23. Por ello en sentido propio la ley, o regla de los actos humanos (Suárez, 1972, p. 75), según Suarez solo corresponde al ámbito de la sociedad perfecta24. Formula con precisión, no dos, sino tres tipos de leyes: la ley divina eterna, la ley natural y la ley civil humana25.
En cuanto a la ley natural, punto culminante del tratado de legibus (al cual dedica el L. II caps. 5-16), Suárez admite, como Sto. Tomás, que ella deriva de la ley eterna de Dios, pero a diferencia de Sto. Tomás, sostiene que la ley natural no es decreto arbitrario de Dios. Es una ley que teniendo origen en Dios, precisa del concurso de la voluntad humana, comprende toda la humanidad, puesto que Dios presupone el carácter moral de los actos humanos. Una vez reunida la comunidad de los hombres, opera la concesión divina de la ley natural, la cual reside en la mente humana. Esto permite que los seres humanos naturalmente disciernan lo que es moralmente bueno o malo. Mientras que las leyes positivas o civiles son concebidas por la propia comunidad política particular: "[...] es la ley hecha por los seres humanos, emanada directamente del poder y de la prudencia de ellos, e impuesta a los súbditos como regla y medida de sus obras [...]" (Suárez, De legibus, 1971, p. 53).
El propósito último de Suárez es distinguir los dos poderes, siendo tanto el Estado como la Iglesia, sociedades perfectas. La Iglesia es una institución universal y divina, pero sostiene que "[...] la verdadera doctrina es que el Sumo Pontífice ni siquiera en este sentido posee poder directo sobre el mundo entero, sino únicamente sobre aquellos reinos o regiones de las que es señor temporal [...]" (Suárez, 1971, p. 71). El Estado es nacional y particular, así, con esta base defiende el poder indirecto del papa a regular a los gobernantes seculares para fines espirituales. "Tal poder superior se ocupa a veces de cosas temporales no directamente, sino indirectamente en función de otras cosas" (Suárez, 1965, p. 237-238). De modo que reivindica el poder espiritual del papa contraviniendo a Marsilio de Padua. Por ejemplo, el papa puede privar el ejercicio del poder real a un príncipe herético o tirano, en defensa de los súbditos. Sus palabras aquí tienen efecto performativo, ya que van dirigidas al rey, Jacobo I de Inglaterra.
Se debe notar que el Estado, concebido por Suárez, es una institución específicamente humana, que se basa en las necesidades humanas y su origen es la unión voluntaria de los cabeza de familia. Por este acto voluntario cada uno de ellos asume la obligación de realizar todo lo que requiera el bien general y de hacer todo lo que su vida y necesidades exigen. El Estado es sociedad civil perfecta. Esto quiere decir que el poder de la sociedad de gobernarse a sí misma y a sus miembros es una propiedad inherente a todo grupo social. No depende de la voluntad de Dios, sino que es un fenómeno enteramente natural que pertenece al mundo físico y que se relaciona con las necesidades y derechos sociales del hombre. Aparte del poder indirecto del papado, la concepción del Estado-sociedad en Suárez no es teológica ni teocrática en ningún sentido especial. De la idea que el poder político soberano es inherente a la comunidad, se deriva que ninguna forma de obligación política es absoluta.
La soberanía y poder político derivan de la comunidad, existen para el bienestar de esta y cuando no funciona bien puede cambiarse. Parece claro entonces que la intención última de la teoría de Suárez era reivindicar el derecho divino del papa, por sobre el poder civil humano del monarca, pero su efecto concreto fue separar, de modo más total, la política de la teología (Sabine, 2009, p. 307)26. En virtud de que Suárez no defendió una teoría descendente del poder soberano, como en el sacerdotalismo, sino que un sentido de la línea conciliarista, manteniendo una alternativa para el poder pontificio, esta es, como ya vimos, la del poder indirecto. En sus palabras:
Este poder indirecto espiritual basta para enmendar leyes civiles cuando pueden generar la ruina de las almas. Pero en rigor 'no es suficiente ese poder para dar y sancionar leyes civiles', sobre todo si son meramente positivas y de carácter jurídico (Suárez, De legibus, III 6, 6, agrego destacado).
En la teoría de Suárez el poder político supremo recae en la comunidad política, la cual da y sanciona leyes civiles a las que se someten todos por igual, incluyendo legisladores, reyes, prelados y ciudadanos. Suárez no intentó una concordancia ni concordia ideal como intentó Nicolás de Cusa, sino una no integración, una autarquía entre los poderes, y lo hace acentuando el carácter 'horizontal' de lo jurídico.
Conclusión
Espero haber mostrado dos de los hitos centrales que permiten comprender el proceso historiográfico y también semántico en la conformación del concepto intelectual de soberanía desde la época medieval. A este proceso contribuyó la doctrina conciliar del siglo XIV que recogía ideas y fórmulas de los filósofos y teólogos, de los canonistas y de los debates intra-eclesiales entre papalistas y conciliaristas, la efervescencia discursiva influyó decisivamente en el pensamiento político moderno a la hora 'de establecer los límites entre el poder del reino monárquico y el poder corporativo del sacerdocio'. El conciliarismo, en realidad, resultó ser una fase fundamental del pensamiento político Europeo, en aspectos tan centrales como el parlamentarismo, la teoría de la representación, la concepción de la sociedad como un todo o cuerpo político, la idea de lo común, la distinción colectivo-distributivo, su efecto en el contractualismo, pero, como destacamos en esta ocasión, también en 'la idea secular de soberanía'.
Interpretativamente vimos que una consecuencia concreta de las posiciones conciliaristas fue el restablecimiento del poder soberano del Papa. Mientras que el sobresalto de la Reforma religiosa -de Lutero (1483 - 1546) y Calvino (1509 - 1564)-, la tarea de la Contra-reforma promovida por el Concilio de Trento (1545-1563) y el descubrimiento de América (1492) eran factores que acrecentaron el poder secular, las instituciones constitucionales medievales cayeron en todas partes bajo el poder del absolutismo. Sin embargo, gracias a los debates intra-eclesiales en los que participaron figuras como Marsilio de Padua, Terrena, Zabarella, Nicolás de Cusa, entre otros muchos, se fortaleció la filosofía política y fácilmente se transfirieron tanto el derecho divino del soberano, como el poder soberano de la comunidad "[...] a la esfera del gobierno secular" (Sabine, 2009, p. 260). El ideal entonces se convirtió en legitimar el poder soberano por la moralidad del consenso, en una tendencia a reconciliar los poderes que cooperarían por consentimiento libre y mutuo.
Dentro de tal proceso llegamos a destacar que a fines del siglo XVI, Vitoria y Suárez definen 'la comunidad política'; Suárez más precisa y distintivamente ya no la considera en términos de polis (como lo hizo Aristóteles) o de civitas et regnum (como hicieron san Agustín y Sto. Tomás), sino como una communitas perfecta en el sentido de Estado-Sociedad. La novedad en Suárez es que le importa partir de la naturaleza de la sociedad perfecta a secas. Argumenta que en tanto todo social, la comunidad política se halla investida del pleno derecho a la disposición sobre sus propios asuntos (es decir, en ella reside la suprema potestas político-jurídica y la plenitud de la jurisdictio) y por ende resulta auténtico sujeto del derecho internacional27. En Suárez, como comenta Castaño, la clave de la bóveda de la noción de comunidad política estriba en su naturaleza de 'sociedad perfecta'. Esta noción significa -siempre en el orden temporal- 'la no integración de dicha comunidad como parte de un todo socio-institucional mayor'. "Tal completitud es la que da razón de supremacía temporal a los órganos de potestad comunitarios" (Castaño, 2013, p. 83).
De tal manera, la mención a sociedades que, no obstante ser parte de otra, pueden llamarse en algún sentido perfectas, constituye un reconocimiento de la naturaleza plural, jerárquica, descentralizada y subsidiaria del orden socio-jurídico- político de la Cristiandad occidental -la cual, sin embargo, nota Castaño, nunca integró un solo cuerpo político constituido en Imperio (como sí lo fue el Imperio Romano antiguo), según hace evidente Suárez. De este modo:
[...] la potestad 'suprema en su orden' -en tanto instancia última de conducción, legislación y jurisdicción- se identificará con la potestad de régimen de la comunidad que es política en sentido estricto, i.e., 'de la comunidad políticamente autárquica (o autosuficiente en el orden temporal)'. Tal es el 'signo' de la 'communitas perfecta', decía Suárez en lograda expresión. Signo que se constata cuando en tal principado o república 'hay un tribunal en el que terminan todas las causas de ese principado, y no es posible apelar a otro tribunal superior' (Castaño, 2013, p. 83. Agrego destacado).
Parece muy claro para los estudiosos, incluyendo Castro Henriques, Maltez, Morão y Pistacchini Moita (2004), que el legado más importante en la reflexión política de Suárez para la actualidad, sería revisar la idea de que la vida en sociedad depende del primado de las leyes. Suárez, como historiador de ideas políticas del medievo, coincidirá con Bodin en que el atributo supremo de la soberanía es el poder de dar 'leyes' a los ciudadanos. Pero a diferencia de Bodin, sostiene que la soberanía, entendida en este preciso sentido, no es propiedad absoluta del soberano, sino de la comunidad política. Su solución, por tanto, aparece compatible con el principio básico de secularización. O sea que los principios del orden social derivan de la existencia natural de la sociedad y no de una confesión religiosa. La Iglesia y el Estado son sociedades distintas e independientes y no existe ley divina ni humana que justifique la intervención de la Iglesia en asuntos de la esfera Estatal. El camino de Suárez de hacer asentarse el Estado - sociedad en base independiente de la idea de 'sociedad cristiana' será recorrido en la vía moderna de Hobbes, Locke y Grocio.
Referencias
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Notas
Notas de autor
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