Literatura
Diálogos entre ciencia y literatura: notas sobre Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary W. Shelley
Dialogues between science and literature: notes on Frankenstein; or, The Modern Prometheus, by Mary W. Shelley
Diálogos entre ciencia y literatura: notas sobre Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary W. Shelley
Acta Scientiarum. Language and Culture, vol. 43, núm. 1, e55061, 2021
Universidade Estadual de Maringá

Recepción: 03 Agosto 2020
Aprobación: 11 Enero 2021
Resumen:
Doscientos años después de la publicación de la primera edición de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, diversos estudios han vuelto a revisar el texto y a explorar diferentes aspectos como, por ejemplo, su bagaje científico. Los estudios realizados, sin embargo, no contextualizan los debates científicos que influyeron en la obra más conocida de Mary W. Shelley ni abordan la influencia y las consecuencias que tuvo la novela para el avance del conocimiento científico. Este artículo pretende proporcionar un poco de luz sobre estos temas. Palavras clave: romanticismo; filosofía natural; expediciones; anatomía; electricidad.
Abstract: Two hundred years after the publication of the first edition of the novel Frankenstein; or, The Modern Prometheus, several studies have revisited the text and explored different aspects, such as its scientific background. These approaches, however, scarcely contextualize the scientific debates that influenced Mary W. Shelley’s best-known work. Moreover, they don’t analyse the influence and consequences that the novel had as regards to the advancement of scientific knowledge. This article intends to provide some light into these issues.
Keywords: romanticism, natural philosophy, expeditions, anatomy, electricity.
Introducción
En 2018 se celebró el segundo centenario de la publicación de la primera edición de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo. La efeméride resultó una inmejorable oportunidad para revisitar el texto y profundizar en muchos de sus aspectos, incluido su trasfondo científico. De hecho, entre las publicaciones que más éxito tuvieron se encuentran algunas ideadas para elucidar las cuestiones científicas y tecnológicas presentes en la obra (Guston, Finn, & Robert, 2017). Sin embargo, pese a literatura existente acerca de los conocimientos que se plasman en la novela sobre disciplinas como la química y la electricidad (Mellor, 1987;Hindle, 1990;Curran, 2001;Sha, 2012;Ruston, 2019), la gran mayoría de publicaciones conmemorativas apenas se preocuparon por contextualizar los debates científicos que influyeron en la creación de la obra más conocida de Mary W. Shelley (1797-1851) o por las consecuencias que tuvo en relación con el avance del conocimiento científico. Una de las pocas excepciones es la obra de Kathryn Harkup (2018), que repasa los avances científicos de aquellos años. De manera similar, este texto pretende aportar algunas luces acerca de los debates científicos del momento y las ideas recogidas en la novela, así como su posterior influencia.
Ciertamente, la ciencia y la literatura han mantenido un diálogo constante a lo largo de la historia (Levine, 1987; Hayles, 1991;Beer, 1996;Hawley, 2003-2004;Cartwright & Baker, 2005). La investigación científica y el arte de la palabra, lejos de poder considerarse como culturas independientes, comparten características substanciales, como la imaginación, la intuición o el afán por representar la realidad (Haynes,2015). Más aún, el modo en que la literatura ha representado históricamente la actividad científica ha sido fundamental para seducir, instruir y preparar al público lector a la hora de asumir determinadas propuestas científicas y tecnológicas. Asimismo, la literatura ha sido una herramienta privilegiada con la que facilitar una reflexión crítica sobre las implicaciones éticas y sociales de la ciencia e incluso impulsar el debate científico necesario para promover y estimular determinadas líneas de investigación (Cartwright, 2007).
Las dudas morales surgidas en torno a la explotación exhaustiva de la naturaleza y relacionadas con el avance del conocimiento científico y los usos de la tecnología fueron una constante durante la primera mitad del siglo XIX, coincidiendo con la consolidación en Europa de un movimiento artístico y cultural enfrentado a la construcción de un mundo moderno basado en los ideales de la Revolución Industrial y del racionalismo ilustrado. El Romanticismo, tal y como se denominó a este movimiento, se caracterizó por la glorificación de la naturaleza y el énfasis en las emociones y los sentimientos. Las ideas románticas calaron en todos los ámbitos de la actividad humana, incluida la actividad científica. De ahí que las fuerzas naturales fueran representadas y analizadas también bajo la estética romántica de lo sublime, que describía la contemplación y el estudio de la naturaleza como una experiencia que escapaba al dominio y el control de la razón y el lenguaje (Otis, 2002;Dawson & Lightman, 2011-2012).
Los intentos por armonizar entendimiento e imaginación articularon toda una serie de discursos que desafiaron las normas de objetivación, incluso en la literatura especializada y entre la comunidad científica. Muchos fueron los autores que se mostraron convencidos de la necesidad de emplear diferentes enfoques y aproximaciones para lograr una mejor comprensión del funcionamiento último de la naturaleza. Un magnífico ejemplo son las palabras del químico británico Humphry Davy (1778-1829), una de las figuras científicas más prestigiosas de principios del siglo XIX y conocido tanto por sus célebres investigaciones en el ámbito de la electroquímica como por su exitosa actividad divulgativa en la Royal Institution de Londres (Davy, 1858, p. 14):
Oh, most magnificent and noble Nature!
Have I not worshipped thee with such a love
As never mortal man before displayed?
Adored thee in thy majesty of visible creation,
And searched into thy hidden and mysterious ways
As Poet, as Philosopher, as Sage?
Los debates científicos
A principios del siglo XIX, las posibilidades que ofrecía la filosofía natural para transformar el mundo eran tan inspiradoras como amenazantes. La introducción de diversas innovaciones tecnológicas durante la segunda mitad del siglo XVIII, en especial la máquina de vapor ideada por el ingeniero escocés James Watt (1736-1819), había dado pie a una nueva cultura industrial basada en el uso racional de máquinas para organizar la producción fabril y en una producción de bienes de consumo masivo. Este proceso de transformación de la industria, conocido con el nombre de Revolución Industrial, se expandió a lo largo del siglo XIX por gran parte de Europa y Norteamérica (Föhlen, 1978; Hobsbawn, 1983;Landes, 1979; Mori, 1987;Pollard, 1991). La implantación de los nuevos procesos de producción, en particular el uso generalizado de carbón de origen mineral como combustible y la irrupción del vapor como principal fuente de energía, acabaron por generar importantes problemas tanto sociales y laborales como medioambientales y sanitarios. De hecho, la salubridad del aire y de las aguas de las ciudades se convirtió en una preocupación constante a lo largo del siglo XIX y no fueron pocos los intentos de los poderes políticos por dar respuesta a estos problemas, tratando de regular los procesos de producción y mejorar así las condiciones de vida de la población. No es de extrañar, por tanto, que la literatura romántica representase una visión idílica de la naturaleza y se dedicase tanto a subrayar el carácter admirable de la investigación científica como a cuestionar el poder de la ciencia y de la tecnología.
La novela de Mary W. Shelley da buena muestra de esta tensión al recoger y abordar distintas cuestiones y debates científicos contemporáneos que, sin duda, influyeron en la elaboración de la obra. El primero de estos aspectos está relacionado con las expediciones científicas. No en vano, el texto se inicia con el testimonio de Robert Walton, quien lidera una expedición que es el cumplimiento de un sueño de juventud construido a partir de los relatos de los diferentes viajes realizados con el propósito de llegar al Océano Pacífico Norte a través de los mares que rodean el Polo. A lo largo del siglo XVIII, el descubrimiento de nuevas tierras y pueblos puso al globo terráqueo bajo la visión y el control de Europa. La adopción de prácticas científicas al servicio de intereses políticos y militares facilitó el éxito de estas expediciones, tal y como pone de manifiesto la aplicación de ideas médicas con las que vencer enfermedades como el escorbuto o el desarrollo de tecnologías como el cronómetro para fijar la longitud geográfica (Hughes, 1989). De este modo, la obtención de nuevos conocimientos científicos al servicio de la expansión territorial permitió a la filosofía natural adquirir una nueva condición y estatus. Los relatos de las expediciones científicas jugaron, además, un papel central en el desarrollo de la literatura romántica, tanto en su contenido como en su forma. Entre las personas que más influyeron en la narrativa expedicionaria del siglo XIX destaca el naturalista alemán Alexander von Humboldt (1769-1859), para quien la práctica científica rigurosa debía incluir aspectos como la sensibilidad estética (Botting, 1981; Wulf, 2016). Esta evocación de sensaciones e impresiones, más allá del hecho de poder resultar agradable al lector, era considerada fundamental para tratar de desvelar y registrar las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Otro tema que ejerció una notable influencia en la elaboración de la novela de Mary W. Shelley fue la cuestión anatómica. A partir del siglo XVII, la circulación de textos anatómicos dedicados a corregir concepciones del pasado hizo que Europa experimentara un renovado interés por la práctica de la disección (Carlino, 1994; Barcia Goyanes, 1994;Cunningham, 1997;French, 1999). Ahora bien, pese a que en algunos lugares se permitió el examen de los cuerpos de reos ajusticiados, el incremento de las escuelas de anatomía y la escasez de cadáveres motivó la aparición de ladrones de cuerpos que se dedicaban a desenterrar personas recientemente fallecidas para su venta a los anatomistas. La decisión de Victor Frankenstein de crear una criatura de gran tamaño con partes de otros humanos parece evocar las prácticas de la época en que la obra fue escrita, en particular las de la escuela de anatomía de John Hunter (1728-1793), propietario de una formidable colección que incluía preparaciones, instrumentos, grabados y rarezas, entre las que destacaba por su popularidad el esqueleto de dos metros y treinta centímetros de estatura de Charles Byrne (1761-1783), el conocido como gigante irlandés, cuyo cadáver hizo robar Hunter (Dobson, 1969;Noble, 1971; Qvist, 1981).
Un último aspecto al que debemos prestar atención por su importancia es el de la electricidad como fluido vital. Mediado el siglo XVIII, el descubrimiento de nuevos procedimientos para la creación y el almacenamiento de carga eléctrica permitió la difusión y sistematización de experimentos relacionados con el uso de la electricidad. Buena muestra de ello son las experiencias realizadas por Luigi Galvani (1737-1798) con el fin de observar la respuesta muscular a la acción de una descarga eléctrica, que le llevaron a concluir la existencia de una ‘electricidad animal’ que podía identificarse con la fuerza vital que animaba a todos los seres vivos (Pera, 1986; Kipnis, 1987). Durante las primeras décadas del siglo XIX, autores como Giovanni Aldini (1762-1834) utilizaron la electricidad para tratar de demostrar las ideas de Galvani, llegando incluso a poner en movimiento cadáveres que parecían, por momentos, volver a la vida (Sleigh, 1998). Unos experimentos galvánicos que, en buena medida, coinciden con las prácticas descritas en la novela de Mary W. Shelley (Figura 1). De hecho, en la introducción escrita para la edición de 1831, la autora de la obra reconocía de manera explícita la influencia que habían ejercido los resultados de las experiencias galvánicas sobre la elaboración de la obra a la hora de concebir la posibilidad de reanimar un cadáver.

Las consecuencias
El gran impacto que tuvo la obra de Mary W. Shelley permite también reflexionar, desde una perspectiva actual, acerca de una serie de cuestiones relacionadas con el desarrollo científico y tecnológico, en particular sobre aspectos relacionados con la construcción de la identidad, la responsabilidad del científico y el desarrollo posterior de áreas de conocimiento como la fisiología y la electromedicina.
La construcción de una identidad es, por lo general, un proceso esculpido a lo largo del tiempo, a través de experiencias vitales e interacciones sociales. Mary W. Shelley aborda en su novela la lucha de la criatura de Victor Frankenstein por descubrir su identidad; nunca ha visto a nadie que se le parezca y no encuentra a ningún ser vivo que tenga relación con él. ¿Hasta qué punto se trata de un monstruo desde su nacimiento o se convierte en un monstruo como resultado del rechazo que sufre? La criatura no deja de interrogarse acerca de quién es y de lo que es, desarrollando una conciencia moral y una identidad a través de medios inusuales. Su aprendizaje responde en parte a las teorías sensualistas del sacerdote y filósofo francés Étienne Bonnot de Condillac (1714-1780), descubriendo el entorno a través de los sentidos (Knight, 1968; Rousseau, 1986). Sin embargo, adquiere el conocimiento a través de una dolorosa experiencia personal: rechazado por su creador, sin su ejemplo ni cuidado, se torna un ser frío y resentido hacia una civilización que no lo acepta, convirtiéndose en aquello que la gente ve en él. El desarrollo de la criatura responde a la propia crisis de identidad de su creador, quien trata de discernir también su lugar en el mundo tras abandonar, en pro de la ciencia, las comodidades de la vida que conocía, así como a su familia y seres queridos. En ambos casos, la construcción de una identidad a partir de comportamientos reprobables lleva a un final desastroso que alimenta, al menos en parte, la habitual confusión entre Frankenstein y su criatura.
Al mismo tiempo, Mary W. Shelley nos recuerda en su obra que la investigación científica encierra peligros y puede engendrar monstruos. Los seres humanos somos responsables de nuestras acciones y la ciencia, cuyos resultados pueden ser impredecibles e incontrolables, no es una excepción (Figura 2). En la novela, Victor Frankenstein actúa como un científico obsesionado por su investigación, lo que nos obliga a reflexionar acerca de la existencia de unos límites éticos que la actividad científica no debería sobrepasar. La cuestión radica, al menos en parte, en si la actuación de Frankenstein es el resultado de la conducta inapropiada de un individuo o si se trata de un asunto relacionado con el carácter pretencioso de la investigación científica, embarcada en búsquedas que no estarían reservadas al ser humano. La irresponsabilidad manifiesta de Victor Frankenstein al abandonar su creación, sin advertir de ello a nadie ni asumir culpabilidad alguna, resultará en un final destructivo. Lejos de reconocer su responsabilidad, Frankenstein culpará a su creación de los males que ha desatado, en un relato que facilita al lector una reflexión acerca del modo en que, en ocasiones, la investigación científica trata de eludir aspectos éticos controvertidos.

Por otro lado, el trabajo de Victor Frankenstein de crear una criatura a partir de partes y trozos de otros cuerpos requería, a principios del siglo XIX, un cierto esfuerzo de imaginación. Ciertamente, existían desde hacía tiempo técnicas reconstructivas como la que permitía realizar trasplantes de piel para recomponer la nariz (Gilman, 1999). Los trasplantes de órganos presentaban, no obstante, problemas mucho más complejos. De hecho, no fue hasta 1908 que el investigador francés Alexis Carrel (1873-1944) desarrolló un método de trasplante de órganos (Malinin, 1979; Drouard, 1995). Muchos de sus experimentos con animales, sin embargo, fracasaron debido a la barrera que suponía el sistema inmunológico, que provocaba el rechazo de los órganos trasplantados (Figura 3). No fue hasta la segunda mitad del siglo XX, con el descubrimiento de medicamentos como la cortisona con los que facilitar la inmunosupresión, que los primeros trasplantes empezaron a ser viables (Hamilton, 2012). En la actualidad existe un amplio abanico de posibilidades a la hora de sustituir partes dañadas del cuerpo humano por otras procedentes, en la mayor parte, de donantes en estado de muerte cerebral. A estas donaciones se han sumado otro nutrido grupo de elementos fabricados artificialmente, los llamados implantes, así como las máquinas que permiten suplir el funcionamiento de determinados órganos, como sucede con los riñones artificiales.
En cuanto a los usos posteriores de la electricidad, conviene recordar que fueron los trabajos de estimulación eléctrica del médico francés Guillaume Duchenne (1806-1875) los que demostraron fehacientemente la posibilidad de utilizar la electricidad para forzar la contracción de músculos concretos de forma segura en personas vivas (Figura 4), lo que favoreció la aparición de diversas técnicas eléctricas con fines terapéuticos –algunas de ellas fraudulentas– a lo largo del siglo XIX (Delaporte, 2003;Delaporte, Fournier, & Devauchelle, 2010). De esta manera, la electricidad se convirtió en un auxiliar de gran valor para la medicina. Un buen ejemplo son los tratamientos fisioterapéuticos basados en la electricidad, como la diatermia (el calentamiento de zonas interiores mediante aplicación externa de electricidad) o la electroestimulación nerviosa transcutánea (la aplicación de corrientes eléctricas a través de la piel para controlar el dolor). Del mismo modo, la electricidad permitió desarrollar aparatos con los que realizar nuevas investigaciones médicas y avanzar en el diagnóstico de enfermedades, tal y como ponen de manifiesto la historia de los rayos X o el diseño de instrumentos como el electrocardiógrafo y el electroencefalógrafo, que registran las ondas eléctricas generadas por la actividad del corazón y del cerebro, respectivamente (Rowbottom & Susskind, 1984). Por su parte, la posibilidad de emplear la electricidad para devolver a la vida a los seres humanos es algo que, al menos parcialmente, logran los desfibriladores cardíacos, aparatos que restablecen el ritmo ‘cardiaco’ normal gracias a descargas eléctricas de alto voltaje.


Por último, no podemos olvidar el decisivo papel que terminó jugando la tecnología en la difusión de la obra, que no tardó en ser llevada a la gran pantalla tras la invención del cinematógrafo y el éxito del cine narrativo. La primera adaptación de la novela al cine fue dirigida en 1910 por el cineasta norteamericano James Searle Dawley (1877-1949). Sin embargo, la versión que mayor impacto generó fue la realizada en 1931 por el director británico James Whale (1889-1957), cuyo Frankenstein resultó un film visualmente muy atractivo gracias al ambiente creado a partir del tratamiento de la fotografía en blanco y negro. Esta película y La novia de Frankenstein, filmada cuatro años más tarde por el mismo director, acentuaron la confusión entre Victor Frankenstein y su creación, identificando definitivamente el nombre de la criatura con el de su creador. Pero sobre todo convirtieron la historia en un clásico del cine de terror, lo que supuso acercar la obra de Mary W. Shelley a millones de personas. Una muestra más de la importancia y pluralidad de resultados que las adaptaciones literarias al cine han ofrecido a lo largo de su historia (Sánchez Noriega, 2001).
Conclusiones
El tratamiento realizado por Mary W. Shelley sobre diversos aspectos científicos y tecnológicos en su novela Frankenstein o el moderno Prometeo confirma los amplios conocimientos de la autora sobre algunos de los debates científicos más interesantes de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX: desde el papel que desempeñaron las expediciones científicas en el desarrollo del saber hasta el proceso por el cual se construye la identidad y conciencia moral de los seres humanos. Ciertamente, la obra de Shelley es un ejemplo de cómo las representaciones de la actividad científica que encontramos en la literatura pueden servir para instruir y cautivar al público en relación con determinados planteamientos científico-tecnológicos, así como para reflexionar sobre sus aspectos éticos y estimular determinadas investigaciones.
Especial atención merece el tratamiento que la novela hace de la cuestión anatómica, con unas prácticas que evocan a las de la escuela de anatomía de John Hunter y que alimentan la imaginación de unos lectores que, a través de sus páginas, vislumbran la posibilidad, por ejemplo, de sustituir unas partes del cuerpo por otras. Del mismo modo, la descripción que se hace en la obra de experiencias inspiradas en el desarrollo de la química y en los estudios de la electricidad como fluido vital da buena muestra del interés que suscitaba la posibilidad de reanimar cuerpos mediante el galvanismo. Un interés que abrió las puertas a explorar diversas aplicaciones de la electricidad en ámbitos como el de la medicina.
El impacto de la obra de Mary W. Shelley excedió lo meramente literario. Por un lado, la novela sirvió para reflejar y dar a conocer toda una serie de ideas científicas más o menos controvertidas. Por otro, expuso diferentes actuaciones y aplicaciones del conocimiento científico que podían parecer ficción y que dejaron una profunda huella en el imaginario colectivo. Finalmente, Frankenstein o el moderno Prometeo alentó una reflexión crítica acerca de la explotación exhaustiva de la naturaleza y la responsabilidad de quienes se dedicaban a indagar sistemáticamente en ella que, sin duda, ha perdurado hasta nuestros días.
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