Artículos
Utopía, educación y cambio social transformador. De Hinkelammert a Habermas
Utopia, education and tranformative social change: from Hinkelammert to Habermas
Utopía, educación y cambio social transformador. De Hinkelammert a Habermas
Opción, vol. 32, núm. 79, pp. 126-144, 2016
Universidad del Zulia

Recepción: 17/02/2016
Aprobación: 25/02/2016
Resumen: El objetivo es analizar el concepto de utopía a partir de su papel como eje de crítica social y como fuente de progreso. Se profundiza en Hinkelammert, para quien las utopías actúan como elementos activadores de una dialéctica totalidad-totalización. A partir de la teoría de la acción comunicativa de Habermas, se reflexiona si la distinción entre las formas de racionalidad comunicativa puede erigirse en crítica y/o en subversión hacia los contextos sociales establecidos. Se concluye que una utopía es un espacio por ocupar, un escenario en el cual la imaginación humana se lanza hacia la búsqueda de un futuro mejor.
Palabras clave: Habermas, Hinkelammert, progreso, utopía.
Abstract: The aim is to analyse the concept of utopia from its role as an axis of social criticism and a source of progress. We look deeper into Hinkelammert, for whom utopias act as the activating elements of the totality-totalization dialectic. On the basis of Habermas’s theory of communicative action, we reflect on whether the distinction can erect as criticism and/or subversion towards the established social contexts. It is concluded that an utopia is a space to be occupied, a scenario where human imagination is released towards the pursuit of a better future.
Keywords: Habermas, Hinkelammert, progress, utopia.
Un mapa del mundo que no contenga el país de Utopía no merece ni siquiera que le echemos un vistazo, pues ignora
el único país donde llega toda la humanidad.
Y cuando la humanidad llega allí, mira a su alrededor, descubre una tierra mejor y entonces alza velas. El progreso es la realización de las utopías
OSCAR WILDE
1. INTRODUCCIÓN
Desde la complejidad que plantea el concepto de utopía hay que señalar que, en una primera acepción, se la puede entender como aquel lugar en el que todo está bien (eutopía). Pero la utilización del término más asentada a lo largo de la historia ha sido otra, que la interpreta como el lugar de ninguna parte (outopia). Ésta, a su vez, se ha venido explicando de dos maneras distintas, como un “lugar que no existe” o bien como un “lugar situado en ninguna parte” (Fernández Sanz, 1995).
El error semántico que supone el hecho de haber confundido el “lugar situado en ninguna parte” con el lugar no posible o imposible ha comportado un inmenso descrédito histórico de la razón utópica o de las utopías pensables. Pero conviene tener presente que una utopía no es algo imposible o irrealizable, más bien se trata de un espacio por ocupar, un lugar que puede ser conquistado, un escenario en el cual la imaginación humana se lanza hacia la búsqueda de un futuro mejor:
Sea en el terreno de la política, de la literatura o de los proyectos educativos, la utopía trae a la escena una ruptura del presente, realiza una transfiguración crítica de lo real y muestra lo otro que somos potencial o realmente. Toda utopía contiene, así, una visión de lo ideal necesario hacia lo cual no hay más remedio que orientarse si se quiere ser consecuente. En este sentido, la utopía es siempre reactiva. Expresa nuestros deseos y esperanzas, así como la confianza en la capacidad del ser humano para trascenderse a sí mismo (De la Torre, 2000: 49).
Actualmente, las utopías ya no nos remiten a lugares recónditos ilocalizables en los mapas como sucedía antaño. Si en pleno siglo XXI tienen algún sentido, éste les viene dado por la asignación de la utopía al tiempo mediante su transferencia a una ontología dialéctica (Hawking y Mlodinov, 2010). Es por ello que, en este artículo, a partir de la noción de utopía de Hinkelammert y partiendo también de las aportaciones del último Habermas, analizaremos los criterios con los cuales se juzga la verdad de los enunciados utópicos, así como las categorías de las respectivas imágenes del mundo que estas utopías proyectan.
En general, las consecuencias del pensar utópico se canalizan a través de dos posibilidades. En la primera de ellas, se evocan situaciones ideales, pero sin una pretensión real de transformación. En la segunda, se proponen situaciones ideales con el objetivo de guiar la acción sobre el mundo real, para poder transformarlo. Entendida de esta segunda manera, la utopía se puede considerar un progreso, y, siguiendo la terminología de Benhabib “cabe distinguir la utopía del cumplimiento o realización (fullfilment) y la de transfiguración o transformación (transfiguration)” (Gamero, 2001).
En el primer tipo de utopía descrito por Benhabib se pretende promover que la sociedad que está por llegar asuma las demandas que en el presente no son atendidas, pues se trata de la “culminación del potencial implícito, pero frustrado, del presente” (Benhabib, 1986: 13). Es con esta acepción de la utopía con la que relacionaremos el pensamiento de Hinkelammert.
En la segunda vertiente de la utopía de Benhabib las utopías transformadoras resaltan la urgencia de las necesidades cualitativamente nuevas, de otras conexiones sociales y de otras maneras de asociación, es por ello que, en este caso, el potencial utópico implica una ruptura con el pasado (Gamero, 2011); es desde esta perspectiva que abordaremos el cambio social transformador de Habermas.
Más allá de las advertencias sobre la frustración. que pueda provocar el intento de desarrollar con plenitud el deseo de una sociedad plenamente racional (Galimidi, 2014), si el alcance o desarrollo de una utopía es posible es porque ésta tiene un poder real, puesto que su raíz está “en el descontento esencial –ontológico– del hombre en todas las dimensiones de su ser” (Tillich, 1982: 353). Es por ello que Dahrendorf (1971: 98) afirma que “la causa final de las construcciones utópicas es siempre, con pocas excepciones, la crítica e incluso la acusación de sociedades existentes”.
2. LA UTOPÍA COMO CRÍTICA SOCIAL Y COMO FUENTE DE PROGRESO
Desde hace siglos, las utopías, equiparadas con los ideales sociales, han servido para regenerar la esperanza popular (Riot-Sacery, 2010), por eso la función de una utopía es crítica, porque intenta ir más allá del conformismo y porque trata de superar aquello que ha sido establecido como inmutable por los intereses del poder (Fernández Sanz, 1995). De hecho, el Nuevo Testamento ya advertía a los perseguidores de utopías de todas las generaciones que necesitarían mostrar mucho orgullo y que tendrían que manifestar una cierta dosis de inconsciencia..
La presencia implícita de crítica social que se detecta en toda utopía la convierte en espejo de sociedades alternativas deseables (Suzzarini, 2010), aspecto que llevó a Mannheim (1966: 261) a asegurar que “solamente podemos llamar utopía a aquellas orientaciones que trasciendan la realidad y que, al informar la conducta humana, tiendan a destruir, parcial o totalmente, el orden de cosas predominante en aquel momento”..
Desde las primeras páginas de Crítica de la Razón Utópica (2002), Hinkelammert confirma la dimensión utópica que caracteriza a los seres humanos cuando se muestran dispuestos a ejercer como tales. Aunque empiece el libro criticando a las utopías del pensamiento neoliberal, anarquista y soviético, termina reconociendo que “la utopía acompaña a toda la historia de la humanidad, porque sin utopía no hay conocimiento de la realidad, por eso quien proclama el fin de las utopías lleva a un levantamiento ciego e inhumano contra la conditio humana” (Hinkelammert, 2002: 338).
Esta concepción de la utopía como elemento inherente a la humanidad ha llevado a autores como Velasco (2014: 29) a afirmar que:
La utopía es como la levadura que, aunque no sea suficiente para hacer pan, es imprescindible para que el pan sea bueno. Sin la utopía los seres humanos renunciarían a perseguir aquello que los dignifica; aquello que, luchando contra tanta evidencia empírica, constituyen los ideales que permiten hablar de vida humana digna en condiciones de libertad, igualdad y solidaridad. La utopía es expresión de una de las grandes virtudes humanas, la esperanza., que, cuando es capaz de soportar con paciencia histórica las contradicciones de lo real se convierte en una mística de ojos abiertos, que es lo contrario al antiutopismo ciego.
En cierta manera, la espontaneidad de aquello que cualquier utopía nos propone es, de una forma u otra, compatible con “la existencia de rasgos trascendentales universalmente extendidos que caracterizan la constitución de todas las formas socioculturales de vida” (García, 2014: 90).
Tal y como nos demuestra la obra de Hinkelammert, desear una utopía no es querer transportarnos a un territorio ideal de esencias: una utopía es una experiencia generadora, relacional o procesual, que cristaliza en un encuentro dinámico entre teoría y práctica, aquí y ahora (Torres y Allen, 2003), por eso pensar en una utopía es ya comenzar a trazar el camino para realizarla.
Recordando al primer Hegel, podríamos interpretar que una utopía es la (re)formulación del sujeto como producto del lenguaje, como producto de su concepción de la sociedad y como punto de encuentro de la interacción entre sus deseos y sus actos.
Si una utopía puede ser capaz de convertirse en una fuente de progreso es porque plantea (y critica, como se ha explicado anteriormente) la relación compleja entre el desarrollo humano –individual y colectivo– y el proceso histórico. Al fin y al cabo, aquello que la utopía genera tiene como objetivo fijar, en el debate social, “las correlaciones básicas entre aquello que nos puede ayudar a vivir mejor y el desarrollo ontogenésico de la evolución antropológica” (Kanpol, 1994: 69).
Para ello, se hace indispensable que el desarrollo de aquello que la utopía pide no se base exclusivamente en la racionalización de ámbitos como la salud, la tecnología, el estado del bienestar o la ausencia de conflictos (White, 1995), más bien debe incluir la petición de nuevas capacidades que impliquen a la razón práctica, es decir, a discursos normativos.: los umbrales de aquellos cambios sociales que toda utopía reclama demandan nuevas clases de sujetos sociales con capacidades para la reflexión crítica.
La pretensión de las utopías modernas está vinculada con la formación de personas capaces de alcanzar el estatus de nueva ciudadanía.
En las sociedades del pasado, estas capacidades prácticas se enmarcaban en tradiciones religiosas que determinaban tanto los sistemas culturales como las potencialidades cognitivas restringidas. En la racionalidad moderna, en cambio, la utopía se concibe como secularización, es decir, como un “proceso en el curso del cual los mundos trascendentes del pasado (…) son reemplazados por mundos trascendentales, esto es, por idealizaciones (…) proyectadas al futuro como mecanismos de funcionamiento perfecto” (Fernández Nadal, 2004: 733).
De esta manera, la utopía pone de manifiesto que las debilidades de la sociedad presente son la materia prima de la sociedad futura, no su configuración completa; y los anhelos por alcanzar un amanecer (una vida mejor) pasan a ser algo viable: una utopía no es un sueño banalmente irrealizable, siempre le acompaña aquella sospecha que el sociólogo Henri Desroche proponía: “¡Y si, después de todo, el sueño resultara ser más real que la propia realidad!” (Corre, 2010: 29).
Al fin y al cabo, si la utopía es un sueño y si éste puede devenir una realidad es porque señala el remedio de las limitaciones causales y necesarias de la vida, porque reactiva elementos que ya vivían entre nosotros y porque ensancha la vida de las posibilidades hasta un punto situado más allá de sus confines estancos.topismo ciegodo es capaz de soportar con paciencia histtruir, parcial o tot
3. LA UTOPÍA EN LA FILOSOFÍA DE HINKELAMMERT
Para Hinkelammert en las utopías subyace un deseo de totalidad, que él considera legítimo porque únicamente la propulsión de un ideal normativo imposible nos permite calibrar lo posible-real, que, así, puede ser analizado a partir de aquellas dificultades que obstaculizan una realización más completa (Hinkelammert, 2010). De esta manera:
La dificultad reside en la conceptualización misma de la “totalidad”, que determina el modo de aproximación a la utopía. Cuando la “totalidad” a la que se aspira es pensada como presente, en el sentido de alcanzable mediante una operación de acercamiento paulatino, todo lo que estorbe la concreción de la perfecta idealización será percibido como factor distorsionante que compromete el logro de la plenitud formal, y que debe, por tanto, ser suprimido (Fernández Nadal, 2012: 136).
En contraposición, si la “totalidad” es una aspiración ausente, lo que podemos llevar a cabo es una aproximación más práctica, que, según Benjamin (2002), no se guía hacia el futuro sino que se desarrolla en un momento fúlgido del presente, y que produce un salto en el continuum de la historia.
Para Hinkelammert las utopías actúan como activadoras de una dialéctica “totalidad-totalización” (Fernández Nadal, 2012: 736). La totalidad que se proyecta brota como una contestación a la totalización del sistema, que se autoproclama como cierre de toda extensión que intente trascenderla.
Como apunta Beil Lara (2013: 56), la totalidad en unas ocasiones se muestra como no lograda, como “ausencia-presencia”, como la manifestación de la carencia que se hace notar en las consecuencias involuntarias del sistema; en otras, cuando la totalidad es disponible como algo alcanzable, la lejanía de probabilidad que genera la utopía puede terminar por quedar obstruida..
Por lo tanto, Hinkelammert defiende que “solo si la utopía se piensa como idea de una “totalidad” que falta, se convierte en un instrumento que permite reclamar la plenitud humana negada en la totalización real” (Fernández Nadal, 2012: 736-737).
De esta manera, siguiendo a Kant, Hinkelammert reconoce en la extensión de utopías una magnitud ineludible del pensamiento que permite pensar lo imposible y desgranar, a partir de allí, el contexto de realización de lo posible. Pero también ensalza la esencia trascendental y no empírica de esas idealizaciones de la razón, lo que “significa que debemos evitar caer en la ilusión de concebir proyectos utópicos de plenitud en términos de sociedades empíricas perfectas, pensados como efectivamente realizables” (Fernández Nada, 2007-2009: 76).
Uno de los objetivos de la filosofía del siglo XX fue descifrar y superar los límites de las posibilidades de uso que tiene la razón para captar la realidad, en esta misma línea se sitúa Franz Hinkelammert. Así:
Si tuviéramos que decir en pocas palabras de qué consiste y de qué trata la fascinante, profunda y sugerente obra de Hinkelammert, lo haríamos con las dos frases interrelacionadas (…) y que sintetizan gran parte del pensamiento del autor, insistiendo en lo consciente que somos de las limitaciones y la parcialidad que tienen las palabras de quien les habla: 1) De la tierra al cielo parece existir una escalera y el problema es encontrarla. 2) La política como arte de lo posible. Con relación a la primera frase, entendiéndola en un sentido metafórico, se denuncia cómo por medio de ideales de perfección, de pureza, de justicia infinita, construimos la realidad. Cuando nos enfrentamos a ella, descubrimos defectos, carencias y obstáculos que limitan y sacuden nuestro quehacer y nuestro convivir diarios. Reaccionamos intentando superarlos, pulirlos y depurarlos. […] En cuanto a la política como arte de lo posible, en la misma línea, esta idea entra en la conciencia actual en el instante en el cual empezamos a modelar la sociedad según proyectos de una sociedad por hacer, inventando y utilizando leyes sociales. Principalmente con la Ilustración, la ciencia social normativa se entiende como el arte cuya principal finalidad es el gobierno de la sociedad (es el caso de Condorcet). En el mundo de las relaciones y de la convivencia humana pretendemos obtener situaciones de control, de armonía y de plenitud que resuelvan y den cuenta de los conflictos sociales y de los problemas de la producción, la distribución y la satisfacción de las necesidades humanas (Sánchez Rubio, 2002: 3-4).
Conviene tener presente que, si bien es cierto que las utopías actúan como un laboratorio crítico de la organización política, socioeconómica y humana de la sociedad, no lo es menos que, a lo largo de la historia, algunos ámbitos como el de la arquitectura. han sido del todo capaces de estructurar y de plasmar (construyendo edificios, en el caso de la arquitectura) el mundo que las utopías iban planteando.
En cierta manera, la concepción de la utopía de Hinkelammert le otorga la posibilidad de convertirla en un eje de cuestionamiento de algunas ideologías que o bien cierran la historia o bien rehúsan la transformación del statu quo (Beil Lara, 2013). Así:
La función utópica. es una de las formas en que se manifiesta la dimensión política del discurso: en ella se expresa una determinada concepción de la realidad social (como susceptible de modificación), del sujeto (como agente de transformación) y de la temporalidad (como abierta a lo nuevo), que hace posible las narraciones utópicas (Fernández Nadal, 2012b: 17).
La creación de la utopía Hinkelammertiana es la de una práctica que, a partir de la dialéctica “totalidad-totalización”, es capaz de concretar aquella totalidad creada por la réplica y por la petición de la totalización del sistema, y también tiene la posibilidad de imaginar un destino y una vida diferentes para las personas.
Partiendo de las discrepancias con lo existente y promoviendo una visión del mundo distinta, la utopía permite liquidar una parte de los problemas de la sociedad o, por lo menos, apunta la posibilidad de que puedan iniciar cualquier otra trayectoria.
La propuesta del filósofo alemán seguramente no proporciona unos postulados que permitan a las ciencias sociales determinar las disfunciones entre la situación “real” en la que vive todo ser humano y sus posibilidades ontológicas, especialmente como base de prescripciones filosófico-sociales concretas, pero establece la base de las relaciones entre deseo humano (utopía) y praxis, una base que permitirá a otros pensadores como Habermas coordinar las acciones de las personas en las sociedades postradicionales.
En el contexto del convulso siglo XX, Hinkelammert cambia el foco de la legitimación de una noción de la utopía de la humanización a otra basada en una teoría integral de las competencias del desarrollo fundamentadas en las ciencias reconstructivas (en la capacidad que los humanos tenemos para incidir en nuestra realidad, al fin y al cabo).
En estas sociedades postradicionales, ni siquiera la hermenéutica se vio capacitada ya –como pensaban Dilthey o Gadamer– para reavivar la experiencia a partir de un ensanche de su profundidad (Bodei, 2001). Esta consunción, en cierta manera, pudo ser la responsable del declive de los postulados de una parte de la filosofía de la segunda mitad del siglo XX, porque aminoró la eficacia de algunos mecanismos de construcción y de identidad presentes en esta segunda parte del siglo XX (Pallarès Piquer, 2014).
Desde este punto de vista, la propuesta utópica Hinkelammertiana establece un intento de acerar los inquietantes mundos vitales mediante una reestructuración de algunos de los aspectos antropológicos que habían sido agitados por la (presunta) racionalidad instrumental. A partir de la constatación de que no es conveniente interpretar las ciencias como si estuviesen formuladas por una base (exclusivamente) observable y la metafísica como si se dejase interpretar por las fabulaciones de la especulación, su legado nos permite reestructurar la concepción de las utopías, puesto que nos ofrece la posibilidad de entender que una utopía no es más que un proceso a través del cual encontramos la capacidad para captar la unidad dialéctica entre uno mismo y sus deseos..
Todo ello sin perder de vista que, por mucho que el mundo alguna vez pudiese evolucionar hacia espacios de convivencia más pacíficos y con menos agitación social que los actuales, será difícil que el hombre y la mujer del futuro más inmediato puedan convertir sus utopías en razonamientos sustentados en un fundamento último de las normas éticas ideales, en un mero actuar comunicativo o en modelos contractualistas de sociedades totalmente justas.
De poder ser así, Eduardo Galeano no habría afirmado que “la utopía está en el horizonte, (…) me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos más. Camino diez pasos y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la voy a alcanzar. ¿Para qué sirve la utopía? Sirve para eso, para caminar”.
4.HABERMAS Y EL CAMBIO SOCIAL TRANSFORMADOR
El eje esencial de la obra de Habermas es ofrecer una respuesta a la crisis de la modernidad, que este filósofo “reconoce como un proyecto inacabado y en el que (…) debe ser la racionalidad comunicativa su gran valedor, puesto que lo que a él le importaba eran los potenciales de la racionalidad del mundo de vida donde la capacidad de resistencia y transformación pudiera regenerarse a pesar de las circunstancias” (Vila Merino, 2011: 3).
Habermas se postula a favor de una ciencia social crítica que reflexione sobre la relación que tiene con el control social (Allen y Torres, 2003). Distingue entre dos escenarios paradigmáticos contrapuestos para la teoría social: la filosofía de la consciencia, consolidada a partir del postkantismo, y la teoría de la acción comunicativa intersubjetiva, que se puede reconstruir a partir del primer Hegel y pasando por la hermenéutica dialógica de Gadamer y por el interaccionismo pragmático de George Herbert Mead.
La teoría de acción comunicativa de Habermas se basa en lo que él denomina como “cambio paradigmático” de una filosofía de la consciencia a una teoría comunicativa de la interacción. En realidad, aquello a lo que Habermas se opone directamente es a la tendencia de la filosofía moderna de reducir la razón a una razón instrumental, tendencia que se sigue del supuesto de una conciencia razonadora solitaria (Mora Malo, 2005).
Todo ello le porta a (Vila Merino, 2011: 4):
Desarrollar un concepto de racionalidad comunicativa que se erija como elemento capaz de enfrentarse a las reducciones cognitivo-instrumentales formular un concepto de sociedad estructurado en dos niveles, que relacionará los paradigmas de investigación fenomenológico (el mundo de vida) con el sistémico (el propio sistema).
Proponer una teoría crítica que analice y argumente las patologías sociales existentes desde las paradojas de la modernidad.
Tal y como constata Kellner (1998), la propuesta de Habermas presenta un contexto categorial y una teoría de la acción comunicativa donde el uso del lenguaje, por medio de los actos de habla, sirve como resorte vinculante para estructurar las acciones de las personas mediante la argumentación racional. Así “lo que provoca la comunicación es una extensión y cualificación de nuestro mundo de significados” (Vila Merino, 2011: 5), hecho que nos habilita para proyectar utopías, puesto que toda petición, deseo o conocimiento, para Habermas, se encuentra siempre sujeto a la crítica racional abierta de sus condiciones de validez (Habermas, 1999) “y deberán ser aceptados como válidos mientras no se pruebe su invalidez completa o parcial” (Vila Merino, 2011: 8).
La metodología crítica de Habermas se basa en una comprensión de los hechos y de los valores capacitada para enfatizar en sus diferencias lógicas y para respetar la autonomía necesaria tanto de la investigación como de la pretensión de aspirar a vivir en un mundo mejor (Allen y Torres, 2003), aunque algunos de sus textos apunten también a la posibilidad de justificación racional de algunos tipos de orientaciones de valores (Roberts, 1998).
De esta manera, la utopía se concibe como un elemento de demanda próxima a “una teoría de la verdad que para Habermas es entendida como un consenso basado en comunidades discursivas guiadas por el modelo implícito del discurso ideal como discurso falibilístico” (Allen y Torres, 2003: 94), hecho que explica que su distinción entre las formas de racionalidad instrumental y comunicativa como base para la comprensión de las características distintivas de todo aquel anhelo de alcanzar una utopía funcionen como crítica (y subversión) a los contextos sociales establecidos (Kellner, 1998).
En este sentido, aquello que se proyecte en una utopía deberá considerarse como una acción que desarrolle capacidades comunicativas que, a su vez, para su posterior ejecución, se verán condicionadas por las habilidades construidas colectivamente (no se puede pedir que toda la sociedad tenga acceso a internet si antes la población no está alfabetizada digitalmente, por ejemplo). Como afirma el propio Habermas (1989: 167) “la competencias interactiva y lingüística se forman en el trato con los sujetos comunicativamente socializados y con sus emisiones y manifestaciones”.
La acción comunicativa que defiende Habermas presupone, desde el inicio, una visión comunicativa crítica que podemos relacionar con las utopías, pues sus participantes “llegan a acuerdos [se plantean utopías] de manera intersubjetiva y sobre la base de un mutuo entendimiento en sus relaciones con el mundo” (Vila Merino, 2011: 13); seguramente es por ello que el economista y filósofo francés Conde de Saint-Simon afirmara en el siglo XIX que “la edad de oro de la especie humana no está detrás de nosotros, está delante. Está en la perfección del orden social”10.
Una utopía es, por consiguiente, un discurso propio creado a partir de deseos, pasiones, consensos y realidades que se pueden dar en el contexto de convivencia en el que acontece nuestro día a día; para Habermas, una utopía es algo que se inserta en la acción comunicativa, que “se basa en un proceso cooperativo de interpretación en que los participantes se refieren simultáneamente a algo en el mundo objetivo, en el mundo social y en el mundo subjetivo aun cuando en su manifestación subrayen temáticamente uno de estos tres componentes” (Habermas, 1989: 171).
El filósofo alemán admite que “las imágenes lingüísticas del mundo, por ser holistas, escapan en sí mismas a una valoración conforme a criterios de verdad” (García, 2014: 90), pero para pensar y demandar utopías los humanos procesamos la verdad y las referencias como dimensiones inmanentes al lenguaje (Torretti, 2007), por eso toda utopía lo que hace es prejuzgar algo que algún día podría suceder.
De esta conexión Habermas-utopía se deriva una cierta concepción pluralista de la verdad, puesto que, como Putnam (1995) anunciara “hay hechos y podemos decir cuáles son, pero no podemos anunciarlos independientemente de alguna opción conceptual” (García, 2014: 94); pero el esquema conceptual de aquello que aspiremos a proyectar como utopía ni restringe las posibilidades de su desarrollo en las sociedades del futuro ni las determina. Es, en definitiva, un acto de imaginación social, por eso la perspectiva epistemológica de Habermas es “una fundamentación del conocimiento y de todo lo que a los humanos nos está por llegar canalizada en una teoría de la argumentación basada en el diálogo sujeto-sujeto de la acción comunicativa” (Allen y Torres, 2003: 94), un diálogo que, como Morin (2010) asegura, ponemos al servicio de la búsqueda de todas aquellas fuerzas subterráneas que modifican nuestra visión del presente.
Es lo que Hegel llamaba el “viejo topo”, que llevó a Ortega y Gasset a concluir con su célebre “no sabemos lo que nos pasa: eso es lo que nos pasa. Somos inconscientes del presente”11, cosa que nos obliga a “condenar el realismo de la aceptación del hecho consumado y de la adhesión a la superficie del presente” (Morin, 2010: 20) y que nos estimula a buscar utopías: en el “Caminante no hay camino, se hace camino al andar” de Machado es donde se esconde la verdadera realidad, esto es, lo que hoy (aún) es una utopía pero que mañana se puede ejecutar sobre la base real de una situación de acción definida conjuntamente.
Como ya anunciara Bloch, nuestra historia es puro devenir hacia una plenitud futura; así nos lo anuncian las utopías: estamos en devenir, luego existimos.
5.REFLEXIONES FINALES
Ambicionar una utopía es detectar y completar la crítica de lo existente con la propuesta de darle otro sentido posible, una acción que congrega aquello de lo real que reclama ser entendido de otra forma para continuar siendo útil, o para ayudar a mejorar nuestras condiciones de vida.
En el trayecto llevado a cabo por estas páginas hemos visto que Hinkelammert considera que la ideación de una utopía es una dimensión inherente al pensamiento, algo que le permite concebir lo deseado y despejar, a partir de ello, el espacio de realización de lo posible (Fernández Nadal, 2004).
También hemos comprobado que el objetivo del proyecto de Habermas es elaborar una teoría crítica de la sociedad, pero no una “teoría que substituya las decisiones críticas situadas” (Allen y Torres, 2003: 104): Habermas responde al relativismo de los valores de algunos pensadores del siglo XX (como Weber, por ejemplo) a partir de una estrategia explicativa que precisa de la aplicación de análisis hermenéuticos y estructurales-causales como elementos para “esclarecer la dialéctica agencia-estructura” (Roberts, 1998: 55). A partir de esta concepción, la utopía ya no funciona como una mera demanda de un hecho ideal, más bien se puede interpretar como algo que propone sentido a aquello cuya existencia surge (o algún día surgirá) de la crítica razonable.
Tanto la concepción de Hinkelammert como la de Habermas complementan la idea del filósofo y sociólogo Schütz de poner de manifiesto que vivimos en un mundo que deja de representar un todo coherente12, un universo que, desde el mismo momento que nacemos, nos ofrece una opción de vida que nos inserta en una esfera vital que ha perdido los atributos que la vertebraban como kosmos, por ello “[si aceptamos la teoría de los mundos vitales de Schütz] se ponen en duda incluso las oposiciones canónicas de naturaleza y artificio, verdad como adecuación a estructuras objetivamente vinculantes y verdades como construcción de la mente; todo termina por perder su propia razón de ser. Y la alternativa ya no es netamente percibida como entre pluralidad de los mundos y mundo en singular, entre vidas paralelas y vida única, (…) entre realismo y utopía” (Bodei, 2003: 119).
Tanto Hinkelammert como Habermas dejan de interpretar la ética como un deber funcionalizado y subordinado a los resultados humanos; la entienden como la dimensión constitutiva de la vida humana, de la organización social y de la teoría y el pensamiento social –el deber sigue al poder, no al revés– (Sánchez Rubio, 2002). Al tratarse, pues, de una ética determinada y real, desde ella podemos entender la utopía como un canal de deseo que nos permite la construcción de las maneras institucionales y no institucionales de organización del ser humano. De ahí la necesidad de saciar los sueños humanos a través de las utopías.
Abocados a vivir en nuestro medio, las utopías que los humanos proyectaremos en la tercera década del siglo XXI vendrán determinadas por los procesos de globalización, es decir, por fases de homogeneización que necesitarán de criterios concretos para explicar las controversias creadas entre diferentes formas de civilización y distintas formas de vida. Quizás las utopías no serán capaces de acabar con todas las desavenencias, ni con los intereses económicos que dictan una parte importante de las directrices que determinan el funcionamiento del mundo, pero nos permitirán entenderlas y tratarlas con más eficacia.
La teoría crítica social de Habermas apunta la consciencia de estas convulsiones dentro de la teoría misma (Kellner, 1998), argumentando que cualquier diferencia (en un sentido reducido o en uno más amplio, aquel que lleva a una sociedad a entrar en una guerra, por ejemplo) no puede ignorar las pretensiones de mejoras sociales ni resignarse a principios universales de no resolución de conflictos13.
Solo a partir de los actos valorativos que nos descubren que el mundo está repleto de conflictos y de problemas podemos imaginar nuestras utopías. El a priori utópico, que puede hacer que algo que hoy está en nuestra mente algún día sea una realidad, no representa un límite infranqueable, simplemente se trata de un conjunto de condiciones que aspiran a constituirse en hechos.
Una utopía es un lugar de imaginario social: creatividad dialéctica (Kant), dialógica (Bajtin y Habermas), sociológica (Mills), instituyente (Hinkelammert), todas afluyen en la utopía, reestructurando sus límites y redefiniendo continuamente los contornos de nuestra realidad.
A la postre, “las sociedades postindustriales nos permiten situar a los sujetos –a veces nos obligan a ello– en espacios no deseados, pero también en otros espacios proyectables” (Planella y Martínez, 2010, 2010), es por ello que no hay mejor ejemplo del esfuerzo que se pone en seguir siendo humano que la utopía, aquella voz de la existencia humana que, en vez de entregarse a la frustración, lo hace a la perennidad del cambio y se afana en señalar alguna condición de la vida como un elemento capaz de mejorar la dignidad del ser humano: mientras que la medicina o la política tienen que ver con la conciencia focalizada, las utopías se refieren al mundo de la vida, son destellos de iluminaciones transversales que reflejan nexos significativos que el presente (aún) no puede analizar directamente.
Referencias
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Notas
2 Burnet (2010) nos recuerda que el cristianismo no inventó las utopías, más bien intentó desacreditarlas. A pesar de que en Los Hechos de los Apóstoles (4, 32-35) se genera una utopía igualitaria cimentada a partir de la fraternidad (“La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma”) y en el reparto de bienes (“No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas las vendían (…) y se repartía a cada uno según su necesidad”), la enseñanza del Nuevo Testamento es tajante: no habrá comunidad humana que pueda vivir de una forma ideal, puesto que ya en los Apóstoles había un traidor, Judas. Únicamente la Jerusalén celeste puede asegurar la esperanza profética “Ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno” (Ap. 7, 16). De hecho, el Apocalipsis (cap. 21) promete que, en el fin último de los tiempos, Dios nos otorgará la Jerusalén celestial, lugar perfecto donde viviremos armónicamente al lado de Dios para toda la eternidad. En cierta manera: utopía colmada.
3 Con todo, tal y como apunta Suzzarini (2010), hay que tener presente que la definición de Mannheim puede resultar impropia cuando se producen descripciones de organizaciones sociales no anheladas, pero para las cuales no hay nadie que presente un paradigma alternativo. Un ejemplo sería la novela de anticipación 1984.
4 En este sentido, Butler (2005) argumenta que una utopía no constituye ni un lugar ni un momento futuro sino más bien una esperanza, que, para esta autora, “emerge cuando se da un pensamiento y una práctica política clausurada, dogmática o intolerante” (Gamero, 2011: 356). Para Morin (2010: 21), en cambio, “la utopía buena sería la gestión civilizada de los conflictos y no la esperanza de acabar con ellos. Es otra forma de identificar la realidad intentando encontrar una realidad más allá de las apariencias. No obstante también significa continuar luchando incluso cuando no nos queda esperanza y a pesar de cualquier forma de desesperación”.
5 Para Habermas, la realización de la razón normativa no puede construirse instrumentalmente (Rasmussen, 1996), solo se puede alcanzar dialógicamente, por lo menos si es para evitar los efectos negativos de aspectos como la dominación a la que tan a menudo nos vemos sometidos los humanos.
6 En estos casos Fernández Nadal (2004: 736) asegura que “el resultado es la sacralización del statu quo, que, desde esta perspectiva, deviene o bien la meta alcanzable o bien una etapa en un camino que conduce, por aproximación asintótica, a una plenitud real”. Así, la utopía ya no exhorta a la sociedad, porque es un mecanismo plenamente real, es algo que no descubre la ausencia que se reclama en su seno, lo que, en cierta manera, lleva a autores como Corre (2010) a asegurar que la utopía termina perdiendo una parte de la capacidad crítica a la que hemos hecho referencia en el apartado anterior del artículo.
7 Perrault (2010:12) nos recuerda que “Al tiempo que plantean nuevas formas de gobierno, de sociabilidad y de organización, en arquitectura las utopías significan una renovación de los fundamentos a través de la búsqueda y la producción de nuevas formas de vivir. […] [En arquitectura] La utopía es una realidad sin defectos”.
8 Fernández Nadal (2012b) hace constar que algunos autores, como es el caso de Arturo Andrés Roig, distinguen entre el “género utópico”, correspondiente al nivel del enunciado (lo que se dice), con la “función utópica”, que se enmarca en el nivel de la enunciación (el modo en que se dice).
9 Esta concepción de las utopías se relaciona, en parte, con la necesidad de reformular el fin último de la filosofía, ya que, como muy bien afirman Brioso y Díaz Álvarez (2015: 284) “Los nuevos relatos filosóficos necesitan de las ciencias en general y de las humanidades en particular; precisan conocer sus propuestas de sentido, sus historias de salvación, conversar con lo más granado de sus productos imaginativos en ese común objetivo de crear una sociedad mejor”.
10 Citado en Perrault (2010: 13).
11 Citado por Morin (2010: 20)
12 Es más que probable que autores como Schütz hayan llegado a esta conclusión después de que algunos filósofos que les precedieron hicieran uso de la hermenéutica para abolir cualquier proyecto de reapropiación de nosotros mismos o de salida de la realidad ordenada. Esto les portó a constatar la imposibilidad de encontrar un sentido completo a la historia, “amenazada por un devenir que, para algunos filósofos, se viste de caducidad y de fragilidad” (Bodei, 2003: 180). En este artículo presentamos la utopía como un intento más por rebasar esta fragilidad humana.
13 Este hecho ya llevó a Edward Said (1994: 11), uno de los fundadores de la teoría postcolonial, a ser muy contundente hace más de veinte años cuando exigía a los intelectuales que era su obligación “decir la verdad al poder, hacerle ver que todo ser humano tiene derecho a esperar condiciones de conducta por lo que se refiere a la libertad y a la justicia”.