Artículos y ensayos científicos

Mujeres, negras y argentinas. Articulaciones identitarias entre mujeres afrodescendientes de la ciudad de Santa Fe, Argentina

Julia Broguet *
Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA), Argentina

Mujeres, negras y argentinas. Articulaciones identitarias entre mujeres afrodescendientes de la ciudad de Santa Fe, Argentina

Estudios sobre las Culturas Contemporáneas, vol. XXIII, núm. 46, pp. 81-109, 2017

Universidad de Colima

Recepción: 09 Septiembre 2016

Aprobación: 31 Enero 2017

Resumen: Este trabajo se propone una aproximación de tipo antropológica a un grupo de mujeres afrodescendientes de la ciudad de Santa Fe (Argentina). El objetivo es describir algunas reflexiones y acciones desplegadas por ellas para hacer pública la conexión histórica entre sectores de las clases populares santafesinas y la presencia africana y afrodescendiente en Argentina, y más concretamente en el Litoral, en particular, a partir de su afirmación como “mujeres, negras y argentinas”. Partiré de la descripción etnográfica de la institución más antigua en el país abocada a la temática afrodescendiente, y aspectos de la trayectoria personal de una de las mujeres que la integran, para luego analizar performances vinculadas a la práctica del candombe, con el fin de comprender la recurrencia a imágenes y estéticas que remiten al régimen colonial –en el tránsito a uno republicano–, claves en la producción de un estereotipo racial-sexual sobre la mujer negra y de un imaginario escolar y cristalizado de la negritud, que fue el que quedo más asociado a una presencia africana y afrodescendiente en el país. Se concluirá con algunas reflexiones e interrogantes en torno a las específicas condiciones locales en las cuales se producen parte de los procesos identitarios de estas mujeres.

Palabras clave: Mujeres, Identidad, Afrodescendencia, Santa Fe (Argentina).

Abstract: “Women, Black and Argentinian”: Identity Categories among Afro-descendant Women of the City of Santa Fe (Argentina)

This paper presents an anthropological approach to a group of black women of the city of Santa Fe (Argentina). The aim is to describe some of the thoughts and actions undertaken by them to make public the historical connection between sectors of the popular classes of Santa Fe and the African and Afro-descendant presence in Argentina, and more specifically on the Litoral (northern coast) In particular, from their self-affirmation as “women, black and Argentine”, I will begin with the ethnographic description of the oldest institution in the country exposed to afro-descendant issues, and a personal history of one of the women within it. Then were will be an analysis of performances linked to the practice of “candombe” (a form of ritual dance), in order to understand the recurrence of images and aesthetics that refer to the colonial regime –in transition to a republican one, keys in the production of a racial-sexual stereotype about the black woman, and a school imaginary crystallizing blackness, and the image most closely associated with an African and Afro-descendant presence in the country. It will conclude with some thoughts and questions about the specific local conditions that produced the identity of these women.

Keywords: Women, Identity, African Descent, Santa Fe (Argentina).

Mujeres,negras y argentinas Articulaciones identitarias entre mujeres afrodescendientes de la ciudad de Santa Fe, Argentina

En Argentina1 existe un particular sistema de categorización racial que, como ha sugerido Frigerio (2006), contribuyó a la desaparición continua de los afrodescendientes tanto como a la reproducción de las diferencias sociales. “En Argentina no hay racismo” es una frase recurrente que no asume que la raza, como marcación corporal de diferencia social en nuestro contexto, ha organizado parte de nuestra percepción de la realidad cotidiana.

Nuestro país se edificó sobre la tachadura de lo “no-europeo”, lo que es decir, no-blanco, no-moderno, no-culto. La (re)organización de un movimiento de afrodescendientes en este contexto, en especial desde principios del siglo XXI, insiste en cuestionar esa forma del racismo argentino: sus prácticas clasificatorias y sus consecuencias. En estos últimos años se conformaron también agrupaciones que ponen en discusión el lugar de la mujer afro y buscan visibilizar su presencia.

Me centraré en la experiencia de un grupo de mujeres afroargentinas de la ciudad de Santa Fe (Argentina). Primero, haré una etnografía de parte de sus trayectorias personales y sus acciones públicas como integrantes de una institución abocada a la temática de los afrodescendientes en esa localidad. Luego, analizaré performances vinculadas a la práctica del candombe;2 con el fin de comprender sus estrategias para hacer manifiesta la conexión histórica entre sectores de las clases populares santafesinas y la presencia africana y afrodescendiente en Argentina, y más concretamente en el Litoral.3 En particular, indagaré el papel que ocupa en sus propias afirmaciones identitarias como “mujeres, negras y argentinas” el hecho de recurrir a imágenes que remiten a un periodo histórico clave en la esclavización de las poblaciones africanas, como fue el colonial –junto a la primera etapa republicana–. Para una parte del movimiento político/cultural afroargentino que se identifica como Afroargentinos del Tronco Colonial –entre quienes se incluye el grupo de Santa Fe–, esta apelación se torna una marca constitutiva que habilita un cierto modo de existencia (ser descendientes de “quinta o sexta generación de esclavizados” en el país).4

Partiré de algunas de las consideraciones centrales en relación con la perspectiva de la colonialidad del poder (Quijano, 2000), por un lado, el contrarrestar la idea de la modernidad como algo escindido de la crueldad colonial –para afirmar que fue justamente la empresa colonial la que dio nacimiento a lo moderno europeo– y, por otro, el reconocer en la figura de las “colonialidades” (del poder, del saber, del ser) los efectos de la moderno-colonialidad en diferentes aspectos de la vida social. Desde este posicionamiento situaré la citación de “lo colonial” que hacen estos grupos de afroargentinos, en lo que creo se propone como una práctica corporal de legibilidad que recupera imágenes de la memoria social en función de (de)mostrar la presencia histórica y actual de negros y negras en el país. Si consideramos que la colonialidad permanece como patrón de poder y esquema de percepción de nuestras realidades, esta recuperación podría considerarse como una forma de exponer las continuidades –antes que la superación–, de un orden colonial por uno moderno. En especial en lo que refiere a la incidencia de las categorizaciones raciales locales en la cotidianidad de estas mujeres.

Consideraciones sobre el concepto de cultura

En la teoría antropológica, el concepto de cultura como un conjunto de elementos estables y coherentes, con fronteras claras que las unifican hacia el interior y las diferencian del exterior –a modo de “islas” o “archipiélagos”– tiene una historia de confrontación y de crítica al racismo y a la imagen de un mundo dividido en razas, que tuvo un gran potencial democratizador hacia mediados del siglo XX (Grimson, 2008). Sin embargo, al presumir la cultura como “entidad autocontenida, localizable en un espacio geográfico determinado y perteneciente a una población concreta” (Restrepo, 2012:27), esta concepción evita entender las diferencias culturales menos en términos de un tema de diversidad cultural radical, que de fenómenos de dimensiones múltiples (sociales, económicas, políticas), de fronteras móviles, cruces e interacciones entre grupos humanos, de contextos y situaciones que estructuran las diferencias como desigualdades, en lo que se consideraría el “interior” de las culturas pensadas de ese modo (Op. cit.).

Este modo de entender la cultura encuentra alguna continuidad en ciertas versiones del multiculturalismo que, desde los años noventa, incidieron de manera diferencial en varios países latinoamericanos, en sus reformas constitucionales y en los reconocimientos de derechos culturales a comunidades indígenas y negras (Restrepo, 2012). En Argentina significó que, en 1994, el Estado y la nación admitieran “la existencia de pueblos indígenas en su población” y asumieran “el compromiso de garantizar sus derechos especiales” (Carrasco, 2002). La aparición de una (modesta) agenda estatal abocada al reconocimiento de la presencia histórica africana y de sus descendientes es más reciente y podría ubicarse hacia inicios del siglo XXI.

Otra de las diferencias culturales con los pueblos indígenas y afro, respecto a una muy general “cultura occidental” es que parece omitir realidades que fueron y son más conflictivas y ambiguas, y que tuvieron que ver con situaciones de contactos y negociaciones culturales desiguales, más que con el mantenimiento de purezas culturales.

Uno de los propósitos de este trabajo es interrogar estas conceptualizaciones que presuponen la cultura como una entidad coherente y unificada que otorgaría una identidad más o menos homogénea al conjunto de personas que la integran, si se considera que los conceptos de “cultura” así pensados plantean dificultades similares a aquellas que implicaban las formas del determinismo planteadas por la “raza”, en tanto las fronteras se conciben de modos tan fijos en la primera como en la segunda (Grimson, 2008), entonces la cultura acaba operando como un eufemismo de nociones racializadas de diferencia.

Esto es relevante en el caso que me ocupa por varios motivos. En principio porque en Argentina, pese a las críticas que puedan hacerse sobre algunos discursos del multiculturalismo, el hecho de haber contrapuesto la imagen homogénea de Buenos Aires –que resumió la del resto del país– como una ciudad europea; abrió una estructura de oportunidades inédita, que habilitó reclamos basados en identidades étnicas (Frigerio y Lamborghini, 2009:154). En tal sentido, algunas de sus conceptualizaciones de lo cultural son una referencia frecuente en el discurso de los interlocutores (organizaciones no gobernumentales, organismos nacionales e internacionales) de los grupos de afrodescendientes en el país, tanto de las prácticas que estos últimos producen en pos de hacer públicos sus reclamos y reivindicaciones frente a los primeros, y en la medida en que les permite interrogar un modo de representación previo que los dejaba al margen del relato de lo nacional.

Además, en este caso se trata de un grupo de mujeres que, con el fin de exponer una situación de desigualdad y vulnerabilidad producto de una historia omitida, dan forma a categorías identitarias –como las que reivindican al reconocerse como “mujeres, negras y argentinas”– que permitan hacer visible (y, de algún modo, vivible) formas de existencia social que interrogan el modo de representar la Nación-como-Estado argentino integrado solamente por personas blanco-europeas.

Por eso, en esta oportunidad, asumiré la sugerencia de Restrepo (2012) de tomar la cultura ya no como pivote del análisis antropológico, sino como terreno de disputa en torno a los discursos y prácticas que se han establecido en nombre de ella, dentro y fuera de la academia.

Mujeres africanas y afrodescendientesen Argentina: presencia histórica y actual

Volver a Buenos Aires (…) ¿Cómo regresar a una ciudad que con tanta violencia recibió mi cuerpo hasta marcarlo? ¿Para qué volver? Volver para pensar, volver para reflexionar. Y también volver para responder. Porque hace dos años, cuando acá hablaba sobre violencia, el racismo y el acoso con el que se recibía mi cuerpo –y hoy se sigue recibiendo– al transitar por esta ciudad, con regularidad se me decía: “–Mira Katsi, tenés que entender. Tenés que entender que en este país la mayor parte de las mujeres negras que llegan son dominicanas que trabajan como prostitutas, no es personal”. Y en múltiples ocasiones sobre todo le agregaba: “–Sentite halagada“. En ese momento, cuando yo respondía, que lo que me ocurría era violencia racista, y que por lo tanto no había razones, ni para el halago, ni para las risas, en un tono muy defensivo se me preguntaba: “–Oye pero ¿En tu país no te pasa?” (…) En ese momento, hace dos años, me tocó responder. ¿Pues sabes qué? No. En mi país no me pasa que a las 10 de la mañana tres hombres me agarren a la fuerza para tocarme el culo. En mi país no me pasa que tenga que retrasar una cita a un lugar porque tienes un tipo siguiéndote cuadras y cuadras de caminos. En mi país no me pasa que mientras caminas hacia un lugar, hombres te persiguen mientras te gritan todos cuál es el precio que pagarían por tu culo. En mi país no me pasa que cuando pregunto porque me está ocurriendo todo esto, me digan: “–Mira, lo que pasa, es que en la Argentina no hay negros, y por lo tanto nosotros tenemos fantasías con sus cuerpos y está claro que las negras son más calientes”. Eso me paso hace dos años, en esta ciudad, y se repitió, constantemente, durante la semana que llevo en Buenos Aires.

(Presentación de Katsí Rodríguez en las I Jornadas de feminismo poscolonial, Buenos Aires, 2013).

Hacia el siglo XVIII se comenzaron a traficar mujeres africanas a la Argentina principalemente para evitar la mezcla de hombres africanos y mujeres indígenas, y satisfacer sus “instintos” sexuales, tanto como los de los amos y otros varones de sus familias (Goldberg, 2006). Los supuestos beneficios de algunas de estas últimas uniones tenían que ver con promesas de libertad, casi siempre incumplidas, para ellas y sus hijos. Para ese fin de siglo los registros indican que había más mujeres que hombres africanos lo cual tendría relación con el arco de actividades que podían abarcar en la esfera pública (oficios y trabajos artesanales remunerados fuera del ámbito doméstico) y privada (tareas domésticas, de crianza y, como vimos, trabajo sexual) (Op. cit.).

Algunas investigadoras argentinas llamaron la atención sobre las representaciones dominantes del cuerpo negro femenino durante el periodo colonial. Casals (2011) alerta sobre dos elementos centrales: la maternidad y el goce sexual. Guzmán (2009) refuerza lo segundo cuando refiere a la violencia sexual como parte de las relaciones domésticas de poder, ligadas a la jerarquía socio-racial colonial y la noción de propiedad asociada a la identificación de la mujer esclava como objeto de goce.

En un trabajo de Frigerio y Lamborghini (2011), aparece mencionado un documento de 1776 que permite rastrear algo de la percepción del cuerpo y de los modos de actuar de la mujer africana por parte de algunos agentes coloniales, y exponer su desigualdad respecto al hombre negro. Las cofradías y naciones africanas buscaron negociar un espacio “permitido” para algunas de sus actividades públicas –ligadas a la práctica del tambor y el baile, y a un conjunto de creencias religiosas ya sincretizadas, como plantea Rosal (2008), con formas de religiosidad católica–, las cuales se reñían con el comportamiento prescripto por la fe y, más ampliamente, por la moral católica de la época. De algunas de las descripciones de este material asoma el cuerpo como lugar de demarcación, visibilidad y control de los grupos subalternos. Allí solían aparecer como condenados al caos de un “goce sensual”, lo cual iba a contramano de muchas de las aspiraciones de la época; enfocadas en regularlo y disimularlo mediante un trabajo metódico de control de sus manifestaciones (Elías 1988).

El mal o buen uso de los cuerpos, y la gradación de malas a peores prácticas, fue un argumento en la disputa por condiciones para la ejecución de sus encuentros en una situación altamente desventajosa. Y en el caso referido se evidencia que, de acuerdo a la mirada de quien registraba, los cuerpos masculinos no expresaban lo mismo que los femeninos. Rosal (2008) detalla las acusaciones de la denuncia por desacato público a la Iglesia de parte del párroco de la Capilla de La Piedad –donde tenía su sede la Cofradía de San Baltazar de Buenos Aires– por la obscenidad de los “bailes, alaridos y tambores [de los morenos]”. Frente a lo cual, los acusados respondieron que: “estos bailes no se pueden llamar obscenos porque no son con mujeres, ni se hacen en ellos acciones desordenadas” (en Frigerio y Lamborghini 2011:7). Si bailar y tocar tambores era una acción que, según la consideración de los agentes coloniales y religiosos, era reprochable, el hecho de que en ellos participaran mujeres, resultaba aún peor. Por esto, su ausencia se transformaba en un argumento de negociación a favor, que privilegiaba el no renunciar a efectuar el baile y el toque por completo (aunque ahora, debiera hacerse entre hombres, por aquella “tendencia natural” de las mujeres a la obscenidad (Goldberg, 2006).

Desde la posición del agente colonizador los comportamientos corporales de los esclavizados y, aun mas, de las esclavizadas, eran inaceptables en la medida en que en su “indecencia” –es decir, en el empleo de musicalidades que asociaban a “lo diabólico”, en la exposición del cuerpo de la mujer moviéndose según parámetros inaceptables para la época (movimientos de pelvis, ondulaciones, cercanía con respecto al cuerpo del hombre)– contrariaban normas de comportamiento civilizado que abarcaban desde un control sobre las distancias entre los cuerpos, hasta la búsqueda de maneras “moderadas y equilibradas” de desenvolverse socialmente (Elías, 1988) que eran la antítesis de la “brusquedad”, “desmesura” y “lascivia” de las “contorsiones, saltos y gruñidos” efectuados por los esclavizados, en particular por las esclavizadas, en sus celebraciones.

Las discusiones de las mujeres que hoy se identifican como Afroargentinas del Tronco Colonial se siguen espejando de formas múltiples en las historias de esas mujeres africanas esclavizadas. El período colonial y las condiciones de vida en ese periodo siguen siendo escenas rememoradas. Como sugiere Rodríguez Velázquez (2011):

[…] las mujeres negras tuvieron una experiencia histórica diferenciada que el discurso clásico sobre la opresión de la mujer no ha recogido, como tampoco ha dado cuenta de la diferencia cualitativa que el efecto de la opresión sufrida tuvo y todavía tiene en la identidad femenina de las mujeres negras. Así, en nuestras vidas clasismo, sexismo y racismo se tornan experiencias simultáneas (154).

La situación de sobre-explotación de las mujeres africanas esclavizadas en la esfera pública (oficios y trabajos artesanales remunerados fuera del ámbito doméstico) y privada (tareas domésticas, de crianza y trabajo sexual) (Goldberg, 2006) fue retomada por Mirta, militante feminista, afrodescendiente e integrante de la Casa Indoafroamericana de Santa Fe. La primera vez que la escuché hablando del tema en las “3as. Jornadas Federales de Cultura Negra y Plenario de la Red Federal de Afroargentinos del Tronco Colonial “Tambor Abuelo” (Santa Fe, 2014), lo hizo en primera persona, de un modo íntimo y empático, como si ella misma hubiera sido una de esas mujeres africanas esclavizadas. Luego de avanzada su exposición se interrumpió y dejó claro que no había sido voluntariamente, sino que “le había salido así” porque el tema la tocaba muy de cerca; de lo que hasta el momento conocía de las actividades emprendidas por una parte del movimiento político afroargentino en el Litoral (agrupaciones que dentro del movimiento político/cultural de afrodescendientes, se identifican como “afroargentinos del tronco colonial”), no había escuchado a nadie abordar el tema desde un posicionamiento feminista.

Esta forma de exponer(se) me reveló algo que hasta ese momento no había percibido dentro de las actividades relacionadas a la temática en la región: Mirta le ponía voz a una experiencia diferencial dentro de esta reivindicación histórica y política de los afroargentinos. Mostraba frente a sus compañeros de militancia (varones), que la situación de opresión no había sido (y no es) la misma para hombres y mujeres. Incluso para argumentar a su favor, retomó el ejemplo de María Remedios del Valle, quien como muchas mujeres afro no había sido reconocida por su labor pública hasta no hace mucho tiempo.5

Eligió hablar como “mujer negra” en un país que restó relevancia a la presencia africana y afrodescendiente, y que en consecuencia no se interroga por las posibles continuidades de las formas históricas que asumió la dominación y explotación del cuerpo femenino negro en nuestras relaciones sociales actuales; y, mucho menos, en las derivaciones de estos procesos en las subjetividades de las mujeres que hoy se identifican como “negras” en Argentina, en los varios sentidos que este término comprende en nuestro contexto, como veremos más abajo.

Eligió también hablar como “mujer negra” exponiendo su propia trayectoria vital. Si su autopercepción como afrodescendiente tiene algunos años –como me contaba, con humor, sobre su asistencia al “31º Encuentro Nacional de Mujeres” en Rosario (8, 9 y 10 de octubre de 2016) “es la primera vez que participo del Encuentro en ejercicio… [de su afrodescendencia. Subrayado propio]”–; su experiencia como negra, de sectores populares, lleva una vida.

En los últimos párrafos retomo la diferenciación analítica que hace Geler (2016), ya sugerida por Frigerio (2006) entre negritud racial y negritud popular. La autora refiere cómo en la forma binomial específica de la dimensión racial en Buenos Aires –y en cómo ésta se extrapoló como referencia de la nación argentina en su conjunto‒ los “argentinos” seríamos “blancos”, mientras las personas “de raza negra” son inmediatamente percibidas como extranjeras. De este modo entiende la negritud racial reducida a un conjunto estrecho de rasgos visibles específicos (pelo mota, nariz ancha, negrura de la piel), asociados a negros “de raza negra” –a quienes no se reconocen como connacionales–. La negritud popular estaría asociada a otro tipo de negros que no representan una alteridad racial radical –al no responder a la constatación visual estereotípica que ofrece la imagen de la negritud racial–, y por tanto se reconocen como connacionales. Al no depender sólo de marcadores visibles de raza (aunque como veremos el color de piel pueda funcionar como fuerte indicador de clase social), las formas de comportamiento social cobran especial relevancia en la asignación identitaria,. Acuerdo con la propia autora cuando dice que estas categorías “no son estables y, sobre todo, se superponen, entraman, contradicen, cambian y se resisten a ser asidas, apelando alternada o simultáneamente a lo biológico o a lo cultural, a lo visual o a lo sanguíneo” (Geler, 2016:75). Lo que observo entre las mujeres con las que he trabajado son las superposiciones, conexiones y contradicciones de ambas experiencias de negritud, y su interés por establecer vínculos entre ambas.

En un relato de su experiencia como mujer afro en Buenos Aires, Katsí Rodríguez Velázquez (2013) señala que el cuerpo negro femenino en Argentina se instala en un lugar negado y fantaseado. Como ejemplo, cita la respuesta que recibió de parte de un interlocutor hombre frente al acoso callejero que padeció: “es que en la Argentina no hay negros, y por lo tanto, nosotros tenemos fantasías con sus cuerpos, y está claro que las negras son más calientes (subrayado propio)”. Este comentario recoge el sentido común dominante en nuestro país sobre la “desaparición” de la presencia afro; además de constatar (“está claro que las negras…”) la potencia sexual de las mujeres negras con la naturalidad que habilitan los imaginarios estereotipantes (Hall, 2010), lo cual expone los desafíos que representa afirmarse y hablar desde esos cuerpos frente a un racismo que los objetúa. Parte de estos retos políticos diarios, realizados por mujeres afrodescendientes de Santa Fe, son los que describiré en los próximos apartados.

La Casa Indoafroamericana de Santa Fe

La Casa Indoafroamericana se ubica sobre calle Lamadrid, casi una frontera entre Barrio Roma y Santa Rosa de Lima de la ciudad de Santa Fe. Lucía Molina, su presidenta, tiene alrededor de 70 años, es madre de tres hijos y hace unos años perdió a su marido, lo cual significó que ella asumiera un nuevo liderazgo respecto a los roles que distribuían con su compañero. Junto a él habían iniciado el proyecto –aún sin sede física– en 1988, en una articulacion inédita en la historia de los reclamos de los afrodescendientes en el país, con organizaciones indígenas, principalmente mocovíes y qom de la provincia de Santa Fe.

La vivienda donde hoy se encuentra la Casa fue el hogar materno-paterno de Lucía Molina. Recién en 2002 se transformó en el lugar físico que la alojó, sin poder prever que unos meses más tarde, en abril del 2003, las inundaciones arrasarían la ciudad.6 En especial a su franja pobre, la oeste. Con ellas se fueron fotografías, libros, archivos periodísticos,7 Memorias materiales recopiladas a lo largo de décadas de un trabajo conjunto de toda la familia de Lucia. Más de una vez le escuché recordar algún dato o imagen, para luego agregar “pero eso se perdió con la inundación…”.

A los pocos meses se cayó el techo de la casa. Torciendo al destino, la institución (re)inaugura su sede en septiembre de 2003, a poco más de un año de su apertura, un evento para el cual se activaron algunas de las redes de solidaridad que había tendido con agrupaciones afro de Buenos Aires (Argentina) y Montevideo (Uruguay).

Lucia creció en esa zona que durante la segunda mitad del siglo XX, como parte de transformaciones tendientes a la modernización del ejido urbano de la ciudad, recibió a familias obreras, entre las cuales había varias compuestas por afrodescendientes, motivo por el cual, entre abril y mayo del 2005, allí se realizó la Prueba Piloto de Autopercepción de Afrodescendientes financiada por el Banco Mundial, proyectándose hacia el Censo Nacional del 20108. Aquella prueba indicó que las preguntas más acertadas en la captación de esa población fueron las vinculadas a

la descendencia: abuelos, bisabuelos y antepasados en general de origen africano así como con la inmigración proveniente de África. Menor importancia asumieron los aspectos culturales. No aportaron aquellas relativas a la condición de esclavo ya que para los sujetos no se relaciona la afrodescendencia con la esclavitud (Stubbs y Reyes, 2006:52).9

Estas observaciones son interesantes para pensar características locales vinculadas a la emergencia de un movimiento afro en nuestro país. Primero, la escisión entre la afrodescendencia y la experiencia de la esclavitud, advierte acerca de memorias mayormente interrumpidas o silenciadas, como han advertido otros trabajos entre población afrodescendiente de países de Latinoamérica (Altez, 2014). En Argentina, la esclavitud es un significante difícil de representar como parte de la historia y la experiencia de sus afrodescendientes. Segundo, indica cómo la antigua práctica de un candombe local en Santa Fe10, y la actual recreación de un candombe litoraleño –por parte de grupos de Santa Fe y Paraná, junto a la Casa–, que haga visible ese legado afro en la zona, quedan parcialmente desvinculadas de las vivencias más cotidianas de algunas personas del barrio que se autoperciben como afrodescendientes. En tal sentido, la práctica actual de recrear un candombe “propio” como estrategia de sensibilización no siempre produce los efectos deseados entre la población del barrio donde se desarrolló el censo, en términos de convocatoria y visibilización pública aunque sí pueda ser eficaz al interior del grupo y en las biografías de sus integrantes, al fortalecer lazos y permitir reordenar las piezas de un rompecabezas con innumerables ausencias y omisiones tanto como en la convocatoria y en el apoyo que reciben por parte de un público identificado como de clase media, que se ve atraído por manifestaciones de formas tradicionales a las que les adjudican cierta “originalidad” o “pureza” cultural.11

En dirección a lo planteado por Segato (2007) respecto a que en Argentina lo negro se re-introduce (vía prácticas racializadas, consideradas foráneas), durante las entrevistas con integrantes de la Casa se mencionó con frecuencia una de las manifestaciones más comunes en las barriadas de la ciudad, como la cumbia. En Santa Fe hay un desarrollo específico de una cumbia “santafesina”, producto de procesos de transnacionalización de géneros racializados (la cumbia colombiana, hoy símbolo de cultura negra en su país) que amplios sectores de clase media y segmentos de clases populares en contextos urbanos se apropian hacia la década del ’60 en Argentina y que derivan en distintos estilos locales.12

Tanto con Lucia como con sus hijos conversamos y disfrutamos de los ritmos e historias de grupos de cumbia santafesina; algunos de ellos incluso participan, están (o estuvieron) involucrados de algún modo con estas formaciones. Al preguntarle a Mirta sobre su incorporación al cuerpo de baile del grupo de candombe afrolitoraleño y su afinidad a los movimientos rítmicos, describió la sensación que le producían los tambores e identificó que el placer que le genera escuchar un tambor de candombe; y que antes hubo otras experiencias rítmicas y kinésicas que la convocaron al baile, de gran arraigo en los barrios de la ciudad, que se integran a una reivindicación de la negritud popular como emblema identitario, más negras, en algunos de los sentidos que este término asume en Argentina, y probablemente, menos afro. Es decir, estas trayectorias en ocasiones quedan algo solapadas al ofrecer pocas posibilidades de ser utilizadas como recurso cultural que atestigüe africanía en el ámbito local o frente a organismos nacionales y/o transnacionales:

R: (con énfasis) Yo escucho los tambores y a mí me vibra algo adentro que no me puedo mantener quieta

P: …eso te pasa ahora o había otros tambores…

R: No, yo fui una muy buena bailadora de cumbia… (Entre risas) en contra de lo que al P … le gusta… (Entrevista M., Santa Fe, julio 2015).

Como enfaticé más arriba, acompaño la voluntad política, personal y colectiva de confrontar los silencios de la memoria e indagar en las omisiones sobre los aportes constitutivos de la población africana y afrodescendiente a la historia de la región, con el fin de lograr una reparación histórica. Sin embargo, creo necesario llamar la atención hacia los riesgos que acarrea que esta confrontación e indagación se realice a expensas de aquellas experiencias sociales que no se ajustan a cierta versión del multiculturalismo que conceptualiza a la de cultura como conjunto de costumbres “originales” que deben perdurar en el tiempo (a riesgo de “perderse” o verse “asimilada”), propia a algunos de los interlocutores de estos grupos de afrodescendientes lo anterior dificulta la posibilidad de comprender algunas de las formas y términos en que se produjeron estas alteridades históricas en el espacio nacional y local (Segato 2007), en contextos de profundas asimetrías en las relaciones de poder. Sobre todo, en lo que refiere a la complejidad, los matices y las dinámicas entrecruzadas de las experiencias de configuración cultural y política de la negritud (racial y popular) en Argentina.

Estas tensiones son observadas con críticas por algunas integrantes de la Casa, quienes subrayan que la realidad en la que ellos (como afrodescendientes) están inmersos, es la de un contexto de entrecruzamientos múltiples entre experiencias de negritud popular y racial. En tal sentido, una de las integrantes se interroga sobre quiénes son –y deberían ser– los interlocutores de las acciones que lleva adelante la institución. Y observa que muchas veces los organismos internacionales y el hecho de recurrir al discurso experto (en especial los de disciplinas como la historia o la antropología), pueden jugar un papel legitimante para los reclamos de los afrodescendientes; al tiempo que conducir el discurso en una dirección que desconecte (y no interpele) el cotidiano de aquellos que ubica como “negros y negras santafesinos”. Por ejemplo, sus propios vecinos de Barrio Centenario (donde ella vivió), o los pobladores de Santa Rosa de Lima (donde se ubica la Casa).

Había gente en mi barrio que tenía mis características, tenían el pelo mota, tenían la piel oscura [...] hablemos de lo que le pasa al negro y la negra en la esquina de Santa Fe… Yo estaba pensando en el hombre y la mujer común que vive en mi barrio, que también es negro, en esa persona […] [hay una] necesidad de legitimar lo que se dice a través de alguien que tuviera un título, y yo decía, si la mayoría de los afros no llegamos ni a la primaria ¿Para qué quiero a alguien con título? ¿Para qué me escuche otro que puede entender pero no necesita de ese discurso? Lo necesita para conocerlo, pero no para su autoestima. Entonces cambiar ese discurso para pensar que esa otra persona que te está escuchando diga, mira, al final, nosotros los pobres siempre estamos en el mismo lugar y porque somos negros nos discriminan en todos lados, y porque en realidad pasó así desde hace tantos años… (Entrevista a M., Santa Fe, julio 2015).

En este sentido, los requerimientos externos no son desde ningún punto de vista recibidos en forma pasiva. Pese a ciertas condiciones requeridas por organismos o personas del ámbito nacional y transnacional, esos procesos se desarrollan en, y friccionan con, circunstancias y realidades locales, y producen nuevos espacios de discusión, intercambio e identificaciones grupales.

De hecho, en los vínculos con otras organizaciones de afrodescendientes de Argentina y países del continente, como en los procesos que se producen en el terreno de las prácticas asociadas a la recreación de estilos de candombes –en la experiencia compartida que producen–, se da una performatividad de cuerpos y memorias potentes como forma de afirmación grupal, en un escenario propicio para exponer un pasado rescatado de la historia social argentina. El reposicionamiento subjetivo que supone la autopercepción como “afrodescendientes” es enfatizado por muchos de los integrantes de la Casa:

A veces he ido al hospital de niños a llevarlo a mi nene porque tiene alguna dolencia y te encontrás, mamas, chicos, y chicas que tienen tus propias características, pero que ya sabemos que no se autoperciben. Cuando vos encontrás una persona que se autopercibe, que tiene tu misma sintonía, que le gusta, te sentís muy cómodo y no querés que se vayan cuando vienen […] cuando terminamos alguna jornada y nos juntamos todos a comer, cantar solamente, compartir ese canto, te hace… sentir que estás con un par… (Entrevista M., Santa Fe, julio 2015).

En tal sentido, la ubicación de la Casa ha sido clave para el trabajo de retomar los hilos y nudos de una historia en común, como parte de una red barrial capaz de proyectar una historia dirigida a “develar la existencia de subrepticios mecanismos de discriminación racial en el país” (Molina, 1994), de cara al blanqueamiento forzado de un proyecto de nación, que arrojó, cuando no eliminó, memorias que permitieran definirse colectivamente. A continuación, describiré pasajes de la biografía de una de las integrantes de la Casa, ya que la considero una vía para acercarse a esas formas “subrepticias” y naturalizadas, como refiere su presidenta, en las que opera el racismo en nuestro entorno.

La historia de una, la historia de muchas: pasajes de la vida de Mirta13

Varios autores señalan el carácter duplo de la corporalidad entre las poblaciones africanas esclavizadas, en tanto territorio de resistencia cultural desde el cual se produjeron prácticas cifradas corporalmente; y espacio privilegiado en la producción de categorías raciales (Segato, 2013; Diene, 2012; Hall, 2010). Aspecto con consecuencias amplias en quienes hoy se reconocen como afrodescendientes y llevan la marca (física y visible, o incluso no-visible, como una “genética latente”, y por tanto, presente en tanto marca) de ese legado.14

En un caso clínico relatado en una conocida revista argentina de psicoanálisis, una mujer relata su miedo a quedar embarazada, pues pese a que identificaba a todos los integrantes de su familia como blancos, una parte descendía de africanos esclavizados y por lo tanto, temía que esa “genética pigmentada” reapareciera, y su hijo pudiera ser negro: ¿Cómo explicaría esto a su entorno social? (Carpintero, 2015).

Durante las conversaciones se repitieron relatos similares con algunas de mis interlocutoras como el de Mirta ella tiene alrededor de 45 años, es oriunda de la ciudad de Santa Fe, pero hace casi una década vive con su familia (esposo e hijo) en una localidad cercana: Arroyo Leyes. Tiene una militancia activa en el feminismo que la llevó a participar este año en la primera mesa que se realizó sobre Mujeres y Afrodescendencia en el “31° Encuentro Nacional de Mujeres”.

Al contar su historia, Mirta describió en su familia materno-paterna un “miedo latente”, genético, a dar un “salto para atrás”. Se identifica como el síntoma de un grupo familiar que se autopercibe blanco-europeo. O “adoptada” o “extraterrestre”, como ella misma dice, se le hizo difícil un nicho legible para su cuerpo en ese espacio doméstico.

[…] tengo la característica de ser en mi familia lo que se llama un salto pa atrás: venir de una familia de blancos y nacer con piel oscura… entonces yo sentí toda mi vida de que había sido adoptada o había bajado de un plato volador… (Entrevista a M., Santa Fe, julio 2015).

El salto, como movimiento retrospectivo que encarna en esa genealogía, tomó sentido cuando, de más grande, comenzó a indagar y supo que su abuela paterna había tenido un “affaire, y que aparentemente mi papá no era del mismo padre que el resto de los hermanos” (Santa Fe, julio 2015). Situaciones como éstas fueron analizadas en estudios ubicados durante el siglo XIX como parte de sistemas jerarquizados racialmente, que operan con lógicas patriarcales a través de las relaciones de género: a hombres blancos, con algún estatus social se les permitía el acceso a mujeres de tez oscura y estatus más bajo. Algo vedado para la mayoría de las mujeres blancas, cuya única posibilidad con un hombre de color era mantener una relación prohibida. Es decir, el dominio racial también dependió del control de la sexualidad en un contexto de relaciones de género asimétricas (Wade, Urrea Giraldo y Viveros Vigoya, 2008:19). Y esta desigualdad inscripta en las relaciones de género incidió de modo efectivo en las formas de olvido que se impusieron sobre los antepasados africanos en muchas genealogías familiares. Hija de comerciantes, por diferentes circunstancias se fue de su casa, y le tocó “deambular y buscar laburo”. Al punto de decidir: “manoteo lo que consigo, porque tengo que comer y me tengo que pagar la pensión…” (Entrevista M., Santa Fe, julio 2015). Así comenzó a trabajar como empleada doméstica.

[Fue] pasar los peores meses de mi vida laburando cama adentro y después por suerte conseguí otra cosa y me fui al carajo […] al punto tal que hasta me odiaba el perro de la casa, me orinaba el colchón donde yo dormía. Vivíamos en un departamento que tenía parquet […] y hacerme limpiar el parquet con un cepillo de zapatilla […] lo sufrí […] me transportaba a la época de la colonia […] (Entrevista a M., Santa Fe, julio 2015).

La mención de Mirta a la colonia remite al desarrollo que adquirió la esclavitud en buena parte de las ciudades argentinas más pobladas, ya que “al no basar su economía en grandes plantaciones, utilizó a las personas esclavizadas mayoritariamente en el servicio doméstico y la artesanía” (Goldberg y Mallo en Geler, 2011:2). En su análisis a partir de periódicos afroargentinos sobre leyes que buscaban regular esta tarea en la Buenos Aires de fin de siglo XIX, Geler (2011) señala la “estrecha asociación que pervivía en la ciudad entre los afrodescendientes y el servicio doméstico” (Ibidem), como evolución directa de un sistema de esclavitud, vigente hasta las primeras décadas del siglo XIX, que para la época seguía reproduciendo relaciones de semi-sujeción. Esos vínculos e imaginarios tramados en los imaginarios raciales se subsumen a nuevas formas, pero no desaparecen. Pero sobre todo, acaban formando parte de las experiencias prácticas y vividas de los cuerpos: quien fuera la empleadora de Mirta la hacía limpiar con un utensilio que servía a los efectos técnicos de lustrar el parquet, pero en especial a producir una experiencia corporal: hacerla limpiar agachada, rodillas al piso, con más esfuerzo y dolor. Algo que Mirta registró como experiencia y que en buena medida, la movilizó (antes se movió, hacia atrás, hoy, su historia la empuja hacia adelante, como proyección de ella misma como “mujer afro”) a indagar en la posición de subalternidad histórica de las mujeres:

[…] y hasta qué punto en esto del trabajo doméstico hay ciertas cosas que no cambiaron, sigue la misma matriz de sometimiento […] eso me movilizó muchísimo a querer investigar y a querer conocer un poco más, y a defender la posición de las mujeres afro, de las afrodescendientes (Subrayado propio. Entrevista M., Santa Fe, julio 2015).

Lo colonial como marca constitutiva en la performance del candombe

Aquella interpretación inaugurada por Simone de Beauvoir (“Mujer no se nace, se hace”), es recuperada por mujeres afrodescendientes que reconocen que, para “hacerse afroargentinas”, es necesario “hacer acto” de la identidad, pues lo que ellas identifican como los trazos corporales de una “no-blancura” que señalan su afrodescendencia, en particular en contextos urbanos, es –casi siempre– un indicador potencial de la posición en la escala social, y –casi nunca– una identidad étnica afirmativa.15 Si como señala Geler (2016), la blanquitud requirió de la producción cotidiana de comportamientos medidos, educados, disciplinados y contenidos ligados a formas de ser “civilizadas” y “educadas”; hoy la negritud también requiere ser producida, y solicita de actos cotidianos que la expongan y contrarresten el sistema categorial según el cual la normalidad argentina es (sobre todo) blanco-europea. De este modo, hacerse afrodescendiente en nuestro país supone un “ejercicio” –como sugirió Mirta– que haga visible esa autopercepción.

Si se contempla el complejo panorama de las categorías raciales locales, según las cuales la negritud racial “desapareció” –como efecto de la “erosión de una alteridad interna racializada al Estado nacional argentino” (Geler, 2016:74)–, lo cual fue funcional a enmascarar el racismo en la reproducción de una negritud popular ¿Con que recursos simbólicos cuentan quienes reconocen las conexiones históricas entre ambas experiencias de negritud y esperan poder comunicarlas?

Estas mujeres procuran conectar, no sin acuerdos y desacuerdos, la negritud racial a la negritud popular, lo cual refiere a su propia trayectoria como habitantes de amplias barriadas santafesinas. Y esta búsqueda a veces se manifiesta performáticamente (en la modificación de la imagen corporal, tanto como en la producción de un candombe propio).

En la ejecución de un candombe litoraleño, a veces las referencias a lo colonial surge como afirmación de una presencia histórica en el espacio nacional. Y la aparición de sus cuerpos y biografías en movimiento revelan estas marcas significativas, tanto como las posibilidades de transformación de esas huellas. El puente con lo colonial les permite, de algún modo, ganar en visibilidad histórica. Aunque quizás asumiendo un riesgo que, en especial en el caso de las mujeres, es el de quedar fijada (una vez más) al estereotipo racial de “mujer negra caliente/lasciva”.16

Viveros Vigoya (2000) analiza en el caso colombiano como la población negra masculina en ámbitos urbanos en parte asume, y a veces usa, estereotipos raciales sexuales que históricamente le adjudicó la población blanca, sobre todo si se tiene en cuenta “la atracción de la sociedad blanca por algunas características del mundo negro y la respuesta de éste frente a ella se da en un contexto de dominación-resistencia” (4) tanto como la “utilización de la música y el baile por parte de los negros como formas culturales de resistencia [contra esa dominación]” (Op.cit.). El interés de la autora es entender las respuestas que dan estas personas frente a ese imaginario construido sobre ellos.

Así analiza la posibilidad de manipulación de esos estereotipos por parte de la población negra al considerar la inversión de sentidos negativos en formas de afirmación étnica positivas; tanto como los riesgos de “la absolutización de la diferencia y la esencialización de lo negro como una categoría natural” (Viveros Vigoya, 2000:14). Concluye interrogándose sobre la posibilidad de deconstruir lo negro en Colombia, aunque advierte, con cautela, que allí apenas asisten “al surgimiento de una identidad negra más sólida que la previamente existente y a la inclusión de lo negro como un elemento de la identidad nacional” (Ibidem: 17).

Al tomar este interesante análisis sobre los empleos de estereotipos raciales sexuales por parte de la población negra colombiana y contrastarlo con las características del caso argentino me permito preguntarme por los usos que estas mujeres afrodescendientes hacen de estereotipos sobre la mujer negra en un contexto en el que, para la mayoría de su población, a diferencia de Colombia, (ni siquiera) “hay negros (raciales)”; y la negritud popular no se piensa como una alteridad racial, sino exclusivamente social.

Teniendo en cuenta la condición ambigua e inestable del estereotipo, como el hecho de que su dependencia de una repetición que asegure su continuidad (Bhabha, 2002) –nunca en las mismas circunstancias espacio/temporales–, lo abre a potenciales apropiaciones y usos inéditos, creo que es posible comprender y analizar cómo y en qué circunstancias se cita el estereotipo, y qué lugar puede ocupar en las reivindicaciones de los afrodescendientes en la zona.

Las pocas imágenes que conectan la historia argentina a una negritud racial provienen de una memoria escolarizada, y son aquéllas que representan a negros y negras de zonas urbanas ocupando posiciones subalternizadas (mazamorreras, aguateros o empanaderas) durante la colonia y el periodo posrevolucionario. Para el caso de Santa Fe, de donde son estas mujeres afrodescendientes considero que a esto se agrega una narrativa urbana fundacional bastante centrada en los vestigios coloniales, al ser una de las ciudades más antiguas de la región (Broguet, 2016).17 Algo que también observó Montoro (2012) al analizar el rol de las representaciones gráficas de productos santafesinos emblemáticos en la recuperación del patrimonio cultural y en la producción de una imagen urbana.18

Bailando un candombe litoraleño en Santa Fe

[El estereotipo] refiere tanto a lo percibido como a lo imaginado o deseado que conlleva, produciendo imágenes que hablan por lo que dicen pero también por lo que permiten fantasear, lo que queda implícito.

(Geler, 2012:357)

Me interesa resaltar dos puntos respecto a esta cita. Primero, como vimos, la polisemia de la negritud en Argentina (desde lo negro racial a lo negro popular), moviliza afectividades (desde el temor a la fascinación) y prácticas (desde el candombe a la cumbia), muy heterogéneas. Segundo, el hecho de que el aprendizaje práctico del candombe, en cualquiera de sus estilos (argentino –en sus variantes litoraleño o porteño por ejemplo– y afrouruguayo), requiere, en parte, asumir y encarnar comportamientos corporales y sociales ligados a significaciones sobre lo negro en Argentina –que guardan relaciones complejas, a veces contradictorias, y sin dudas, intransferibles en su totalidad, con el propio discurso hablado de los candomberos y candomberas–. Y estas experiencias pueden volverse vías de interrogación –al movilizar la propia condición corporal, tan significativa en la asignación de categorías raciales– de imaginarios raciales estereotipados, en un país dobde la negritud racial aparece como la alteridad más radical respecto a la representación hegemónica de lo nacional (Segato, 2007).

Sobre el espacio que ocupa el baile del candombe en la experiencia de estas mujeres, en este caso, no pretendo reponer ninguna esencialización del “cuerpo” como “locus privilegiado de la experiencia femenina” o “superficie virgen aún libre de marcaciones de poder” (Richard, 2009:76). Más bien todo lo contrario. Porque el cuerpo no es superficie virgen, sino que fue objeto de una naturalización (que “naturaliza” la biología como aparato cultural históricamente producido para instituir estas marcas); porque fue el territorio visible de la marcación racial –de la hipersexualización de las mujeres negras por sus caderas, pechos abundantes y su gracia natural al moverlos, tópicos importantes en la danza del candombe, como lo analizó Rodríguez (2010) en su trabajo sobre el candombe uruguayo en Montevideo– y; se le señaló como el espacio de lo esencialmente femenino, es un puntapié interesante para iniciar un trabajo de indagación práctica y reflexiva por parte de estas afrodescendientes en torno a los significados y las encarnaduras de lo negro en nuestro contexto. De hecho, muchas de las conversaciones mantenidas con ellas sobre la práctica del baile y los tambores han girado alrededor de su potencia para producir sentidos en común, que agrupan y generan pertenencia, y también sobre la incomodidad que surge del hecho de que durante sus actuaciones registran cómo, a veces, son catalogados por parte del público como los “negritos y negritas alegres” que solamente son buenos para “bailar y tocar” (notas de campo, 2016).

En otro trabajo (Broguet, 2014) llamé la atención sobre cómo al recordar sus primeros aprendizajes del candombe afrouruguayo, muchos jóvenes candomberas y candomberos argentinos, no necesariamente afrodescendientes, aluden a que el “hacer candombe” implica poder generar, en circunstancias específicas, alguna identificación con la posición social que los esclavizados ocuparon en el contexto de surgimiento de esta práctica, ya que en su práctica persisten y se imbrican comportamientos corporales que refieren a la condición de opresión de la esclavitud, y a sus estrategias corporales de resistencia frente a la dominación colonial y la marginación.

Quijano (1999) argumenta que la filosofía cartesiana según la cual el “cuerpo” es un “objeto” separado de la “razón” o el “espíritu”, y éste último gobierna a la materia, permitió la elaboración eurocéntrica de la idea de raza. En una línea semejante, Diene (2012), sugiere que la esclavitud “es una historia de resistencia que no es conocida: la resistencia física” (20). Reconocer esta resistencia es reconocer la humanidad del otro. Sobre todo si se considera que la ideología europea dominante de “deshumanizar a África” fue en dirección de afirmar que los hombres y mujeres africanos no eran “conscientes de su humanidad” ni de lo que les estaba pasando, y en consecuencia, no podían resistirse (Op. cit.). La resistencia física entonces es una afirmación vital que reivindica esa humanidad consciente que el esclavizador no reconoció. Esta ceguera –no ver a un ser humano, sino sólo un cuerpo a ser explotado– permitió al esclavizado producir formas de resistencia cultural. Y estas expresiones históricas de resistencia son citadas y actualizadas performáticamente en el candombe.

Como mencioné en otro trabajo (Broguet, 2014), existen comentarios recurrentes sobre estas inscripciones de resistencia física-cultural en la ejecución de la performance, como los modos de moverse (“la caminata con los tambores representa los grilletes que tenían los negros para caminar”), o en el caso del baile de la Mama Vieja, uno de los personajes femeninos más “tradicionales” de la danza, que “no separa tanto los pies al bailar porque los negros estaban encadenados”. O la virilidad y ethos guerrero del hombre negro que se demuestra en la resistencia al dolor en los prolongados toques. O en el caso de la vedette –uno de los personajes contemporáneos que se incorporan hacia la década de los años 40 (Ferreira, 2011)– que la sensualidad y voluptuosidad de sus movimientos se asocia a la fuerza, soltura y desparpajo corporal propio de la mujer afro. Lo que estas apreciaciones exponen son desiguales procesos de negociación de identidades que son asignadas por los sectores dominantes, y en parte asumidas por los grupos subalternos que son objeto de ellas (Restrepo, 2007). Los efectos estereotipantes sobre estas identidades subalternizadas se hacen notar en los modos de representar corporalmente lo negro que, pese al discurso crítico de muchos de sus practicantes, circula muchas veces en la práctica de los diferentes estilos de candombe.

Y, en el caso del Litoral, entiendo que no son exclusivas de estos “nuevos” candomberos/as, sino que pueden constituirse como vía de “reingreso” a prácticas históricamente asociadas a la población negra en Argentina y a formas actuales de visibilización de un reclamo político para algunos grupos de afrodescendientes entre quienes la performance del candombe (en ninguno de sus estilos) se integraba a un bagaje transmitido por generaciones precedentes.19 Como señaló un militante afrodescendiente que cultiva el candombe argentino –pese a que algunos de sus compañeros de militancia no hayan tenido esta experiencia– en uno de los encuentros organizados por “afroargentinos del tronco colonial”: “Negro que no toca cuero, no es negro”.20

Alrededor de 2005, un conjunto de músicos paranaenses y santafesinos (mayormente no afrodescendientes), iniciaron una investigación musical e histórica en torno al legado africano en la región del Litoral argentino. La que más adelante, con el acompañamiento de la Casa Indoafroamericana, derivó en la recreación de una música “afrolitoraleña”. Como resultado hoy algunos grupos en la ciudad de Santa Fe y en distintas ciudades de Entre Ríos (Paraná y Concordia) realizan un “candombe” o “música” “afrolitoraleña”, conformada por toques que entremezclan ritmos del folclore litoraleño “criollo” (rasguido doble, chamarrita), ritmos de herencias africanas de la zona de Corrientes, como la charanda o zemba, y “el estudio de culturas afroamericanas con predominio de población bantú” (Suárez, 2010), al ser el origen más usual de la población africana arribada a la zona.

Me detendré en esta oportunidad en el espacio del baile. Las edades de las mujeres que danzan (algunas de Santa Fe, otras que en ocasiones participan de eventos específicos sobre la temática, provenientes de otras provincias como Buenos Aires, Chaco o Corrientes) varían de los 30 años hasta 70, y suelen ser entre 4 y 6. Todas comparten un tono de piel amarronado, algunas más oscuro que otras; y algunos rasgos físicos asociados a un fenotipo afro, principalmente el pelo rizado, que suelen resaltar recurriendo a tocados con pañuelos (de acuerdo a mis interlocutoras, “un ícono de la mujer africana”).21 La vestimenta que usan las bailarinas suele ser blanca, con blusas y polleras y, como dije, algún pañuelo de colores en la cabeza a los que se les asocia algún significado de tipo religioso, relacionado a los orixás.22 También utilizan argollas en las orejas. Según conversaciones con mujeres de la Casa, la elección por el vestuario blanco, de algodón, se relaciona al trabajo de las mujeres afro como lavanderas, a quienes les entregaban algunas de las ropas más deterioradas para que las usaran. Suelen bailar sin calzado, pese a condiciones climáticas adversas (días fríos, en plazas y anocheciendo, en uno de esos días de invierno, una de las mujeres subrayó esa necesidad de “bailar descalza”), ya que privilegian la sensación que les produce el toque de la planta del pie con el suelo, que asocian a una mayor proximidad con la naturaleza.

La danza se nutre de elementos heterogéneos que resaltan “un tipo de movimiento”, que asocian “a lo afro” (presencia marcada del pulso, movimientos semiagachados, rítmicos y ondulantes del pecho y la cadera), ya que al no existir “registros fidedignos” de cómo se bailaba el candombe en la zona, entienden que son necesarias algunas “libertades” para su recreación. Así confluyen movimientos propios del candombe afroporteño, de la Mama Vieja del candombe afrouruguayo (personaje que encarna a una mujer mayor, fuerte y sabia que realiza movimientos sutiles de seducción, hace pequeños gestos con el rostro y los hombros, y utiliza un abanico) y los bagajes expresivos de cada bailarina (en otras danzas afro, en danza contemporánea, en la cumbia):

La posición del cuerpo, semi agachado, semi escondido ¿Qué tiene que ver con qué? Por lo que yo sé, en los quilombos se bailaba así para que no te vieran la cara, y si tu amo andaba dando vueltas no se diera cuenta de que eras vos la que estaba bailando ahí […] hay como una escondida ahí, el taparse la cara, el hecho de la danza así semigachada, aparte que la posición de las rodillas semiflexionadas [Nota de la autora: rasgos propios del baile del candombe afroporteño] […] te permite un movimiento determinado del cuerpo (Entrevista M., Santa Fe, julio 2015).

Estuve en preparativos donde se discutía y aprontaba el vestuario, se miraban y evaluaban cómo se veían. Percibí las ansiedades y las expectativas. Vi (y me sentí parte) del disfrute y la diversión de esas reuniones. De esas instancias tomaron forma algunas preguntas, con base en la intuición de que algunas de las circunstancias más jugosas estaban en los momentos previos al espectáculo, en las expectativas por ser vistas y reconocidas por su actuación ya que, según lo interpreto, con la realización de cada uno de estos encuentros femeninos, se preparaban y habilitaban entre ellas para su presentación en el ámbito público como “mujeres, negras y argentinas”.

A través de estas presentaciones, no sólo exponen y cuestionan grupalmente, desde la presencia expresiva y orgullosa de sus cuerpos “abundantes” –como ellas mismas señalan–, un conjunto de características que fueron estigmatizadas y sobrerepresentadas como parte de la hipersexualización de las mujeres negras. Además, al sostener un espacio que reúne mujeres que atraviesan diferentes edades y ciclos vitales –desde la juventud adulta hasta la vejez–, van a contramano de lo que ellas mismas entienden que estarían “destinadas” a hacer por el hecho de ser ya mujeres adultas: permanecer en la intimidad de su hogar, dedicarse al cuidado de sus hijos (o nietos) y resignar, en función de ellos, sus espacios de goce y exposición pública.

En sintonía con el papel del baile del candombe como un espacio habilitante en la alteración de ciertos roles de género femeninos como los recién mencionados, la experiencia vivencial de la corporalidad que éste brinda les permite habitar un lugar en el que conviven el placer y la actividad política. Algunas particularidades del baile hacen que esto pueda suceder: los movimientos rítmicos que subrayan zonas del cuerpo femenino, como la del pecho y la pelvis –las cuales conllevan una carga erótica que abarca sentidos en torno a la sexualidad y fecundidad del cuerpo femenino–; sensaciones asociadas a la “vibración” corporal que los tambores producen, generadora de una energía vital que impulsa al movimiento –como subraya una de las bailarinas: “[…] (enfáticamente) yo escucho los tambores y a mí me vibra algo adentro que no me puedo mantener quieta […]” (Entrevista M., Santa Fe, julio 2015)– y; algunas significaciones ya mencionadas asociadas a esta danza grupal, como la capacidad de “resistencia” de africanos y sus descendientes en distintos momentos históricos –frente a los intentos por parte de las élites locales de controlar su vida social–. Así, este espacio permite que coexistan experiencias asociadas al goce y a la afirmación de un cuerpo femenino negro, con una práctica política de militancia afroargentina.

Palabras de cierre

Para concluir con este trabajo, quiero volver sobre algunos aspectos sugeridos en su desarrollo, referidos a la producción de un espacio político para la “mujer, negra y argentina”. En su trabajo sobre las mujeres que integran el club de fans de Arjona, Spataro (2013) propone interrogarse “no tanto con lo que la música de Arjona es, sino con lo que posibilita hacer” (1), es decir, por lo que habilita la cultura de masas. A pesar de los diferentes campos y categorías utilizadas, entiendo que es una buena pregunta para pensar lo que he venido trabajando aquí, ya que coincide en correrse de una interpretación unidireccional que entienda las acciones de visibilización de los afroargentinos, como respuesta automática a las demandas de organismos transnacionales, casi siempre estadounidenses, de constituirse como minorías y producir identidades “enlatadas”, socialmente reconocibles y distinguibles (Segato, 2007). Por lo contrario, de ninguna manera hay una recepción pasiva de esas demandas. Para el caso de las performances candomberas se producen desde una tensión (social y subjetiva) presente en el escenario nacional, entre una negación (“no hay negros en Argentina”) y un cuestionamiento-afirmación (“somos negras y argentinas”). Esta tensión deriva en otras que llevan las performances en nuevas direcciones (entre reproducir formas de estereotipación racial sobre las mujeres negras y cuestionarlas como formas del racismo que ellas mismas padecieron; entre imitar un “candombe original” e iniciar nuevos procesos creativos que quizás se descalcen de lo que se espera que hagan como afrodescendientes). Son tan ciertos los riesgos que, incluso ellas mismas suponen retomar tópicos históricamente asociados a la mujer negra (el resaltar a través de movimientos y vestuarios los que caracterizan como cuerpos “abundantes, voluptuosos y sensuales”, lo que en buena medida se contrapone a algunos reclamos sobre la consideración social del cuerpo de la mujer negra como un cuerpo sexualmente disponible); como que esos tópicos ya eran parte de sus experiencias biográficas en común como negras de sectores populares en Argentina. En nuestras charlas fueron recurrentes los relatos sobre situaciones de discriminación laboral, de acoso callejero, de propuestas sexuales, de fetichizacion de sus cuerpos por ser categorizadas como “negras” en su entorno social. Lo cual expone dos cuestiones. Primero, como he querido subrayar, las continuidades antes que las rupturas de los estereotipos raciales, dando argumentos para reconocer que la colonialidad, como esquema perceptivo y marca en las espacialidades y corporalidades (Restrepo, 2012), sigue actuando en nuestro cotidiano. Y segundo, cómo las significaciones de la negritud en Argentina exceden a la “negritud racial” y pueden funcionar como un poderoso marcador de diferenciación social de clase.

Esa tensión se imbrica en una realidad social argentina desigual que ubica lo asociado a lo negro (racial y popular) en un lugar de franca inferioridad y desvalorización. Por eso, a modo de cierre, no puedo más que dejar abierto el interrogante: ¿Cómo posicionarse, política y ontológicamente, como “mujer, negra y argentina” en un país que niega la presencia africana en su historia?

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Notas

1. Este artículo forma parte de una investigación de doctorado más amplia, que realizó gracias a una beca del CONICET, abocada a pensar los usos del candombe en la producción de subjetividades en la región del Litoral argentino. Quiero agradecer en especial a los y las integrantes de la Casa Indoafroamericana de Santa Fe, por abrirme de manera generosa sus puertas y compartir tantas charlas y encuentros.
2. El concepto de performance que utilizo aquí retoma lo sintetizado por Taylor (2011) al referirlo como un lente metodológico que nos permite analizar eventos sociales “como performances”. Lo cual supone considerar las actividades humanas como conductas restauradas, en sus dimensiones performáticas: “repetidas ad infinitum, pero a la vez únicas e irrepetibles cada vez” (Rodríguez, 2014). Este lente permite llevar la atención, y por tanto comprender más ajustadamente, los modos de hacer encarnados a través de los cuales se (re)producen las relaciones sociales, subrayando aspectos expresivos, experienciales, sensoriales que suponen una “dimensión procesual, como generador de procesos sociales más amplios, en donde la agencia de los sujetos está puesta de relieve” (Op.cit.).
3. Voy a referirme al candombe en un sentido amplio, como una práctica cultural con desarrollos singulares en toda la región del Río de la Plata, ya que este grupo de mujeres con quienes trabajo practican diferentes estilos que incluyen: recreaciones de un candombe litoraleño (un estilo local, sobre el cual me detendré más adelante), candombe porteño y candombe uruguayo.
4. Las identificaciones de estas mujeres como “negras”, “afrodescendientes” o “afroargentinas” (del tronco colonial, como suelen enfatizar), pueden existir simultáneamente y, como también señalan Frigerio y Lamborghini (2009), no son excluyentes, sino que se superponen, activan o utilizan en distintos contextos. En este caso me interesa analizar su afirmación como “mujeres, negras y argentinas” como forma de conectar experiencias de negritud racial y popular (Geler, 2016).
5. María Remedios del Valle fue una afroargentina que combatió en el ejército de Manuel Belgrano y recibió el grado de capitana. Conmemorando la fecha de su muerte, en el año 2013 se declaró el 8 de noviembre “Día Nacional de las/os Afroargentinas/os y de la Cultura afro”.
6. Las inundaciones han sido una constante en la historia de la ciudad. Las de aquel año fueron producto de varios factores: las características hídricas de la región, la expansión de las fronteras agrícolas y sobreexplotación de los suelos y, especialmente, las negligencias en programas (de control y regulación) y obras públicas (inconclusas o nunca iniciadas) de parte de diferentes gestiones de gobierno local y provincial. Quien gobernaba la provincia en aquel entonces era Carlos Reutemann. Extraído del informe realizado por la Universidad Nacional del Litoral (UNL): http://www.unl.edu.ar/noticias/news/view/informe_t%C3%A9cnico_sobre_la_inundaci%C3%B3n_de_santa_fe#.WA4Jf31SK1w
7. Se perdieron alrededor de un centenar de vidas, durante y posteriormente a los hechos. Por las inundaciones mismas y también por los efectos psicológicos arrasadores que tuvo para mucha gente la pérdida de sus casas e historias. En el caso de la Casa no sufrió pérdidas entre sus integrantes, pero sí en sus instalaciones. Se calcula que contaba con alrededor de 21 mil ejemplares entre libros, revistas y artículos que no se recuperaron.
8. La prueba fue realixada por la Universidad Nacional Tres de Febrero, con el apoyo técnico del INDEC, el asesoramiento de organizaciones afro y la financiación del Banco Mundial. La categoría afrodescendiente fue convenida en Durban, pero ha sido muy discutida por militantes negros en distintos países latinoamericanos. Para el censo del año 2010 en Argentina se acordó su uso para la medición de la población que se autopercibía como afro. Sus resultados, también muy cuestionados por falencias serias en su aplicación, arrojaron un 0,4 % de la población a nivel nacional que se autorreconoció como afrodescendiente.
9. El informe caracteriza a la población del barrio con una “alta cantidad de desocupados y/o beneficiarios de planes sociales, mujeres jefas de hogar, con familias propias y extendidas, discapacitados, menores en diferentes situaciones de riesgo e innumerables problemáticas vinculadas a la marginalidad social” (Stubbs y Reyes 2006:17).
10. Dos de las preguntas vinculadas a “aspectos culturales” eran: “¿Se conservan en la familia de…manifestaciones musicales de origen africano (ej. Bailar candombe, tocar el tambor, recitar payadas, cantos, cantar canciones de cuna, tocar el violín o enseñar música, otras expresiones de origen africano)?”, “¿Algún miembro de la familia de...asistía a bailes del Jimmy Club (o Casa Suiza), o integraba la Comparsa de los Negros Santafesinos?” (Stubbs y Reyes 2006: 40). La Comparsa Negros Santafesinos fue una formación emblemática de la ciudad que salió hasta la década de 1950 en los carnavales y estaba dirigida y compuesta en buena medida, por afrodescendientes.
11. Como parte de un discurso sobre la “invisibilización” de la presencia africana y afrodescendiente en la historia argentina, que se ha extendido bastante en los últimos años entre un público perteneciente a las capas medias, afín a, o ejecutante de, distintas manifestaciones afroamericanas, la idea de que hay prácticas culturales que se mantuvieron “en secreto” o “escondidas” hace que estas recreaciones, en parte producidas por afrodescendientes, muchas veces sean consideradas como preexistentes, a los mismos términos en los que hoy se recrean. Es decir, muchas veces se cree que este “candombe litoraleño” tuvo continuidad desde la colonia al presente en una “comunidad afrosantafesina”, quien hoy resuelve darlo a conocer en un contexto multicultural más favorable para su valoración.
12. Como la cumbia santafesina, la norteña, la villera (véase Silba, 2011). Algo semejante sucedió en barrios populares de algunas ciudades argentinas hacia la década de los años 80 con las batucadas brasileras, del estilo Olodum.
13. Este título busca subrayar la identificación de Mirta con el feminismo –en su clásico lema de los años 60, “lo personal es político”–, y cómo ella observa en su propia historia como se intersectan diferentes marcadores de diferencia social que producen experiencias en común (como mujeres, negras, de clases populares) a partir de las cuales poder organizarse de manera colectiva.
14. Me refiero al temor que representa, como en el caso clínico que menciono a continuación, la posibilidad genética de la reaparición de un fenotipo de piel oscura.
15. En esta línea entiendo la aseveración de una militante afroargentina en el “31° Encuentro Nacional de Mujeres”, cuando expresó que “lo negro en Argentina se construye”.
16. Para situarme en mi propia observación: de algún modo, éste es el rie.go que todas asumimos cuando, para hacernos mujeres, hemos respondido y reproducido estereotipos acerca de lo femenino. Y esto forma parte de la ambivalencia constitutiva del discurso estereotípico: permite ser y estar a través de esos cuerpos estereotipados que fijan y empobrecen realidades que suelen ser más complejas, a riesgo de no ser ni estar si no son en parte asumidos por quienes son (somos) objetos del mismo. Aunque entiendo que la diferencia puede estar en el efecto y costos sociales que la (re)producción de ese estereotipo puede tener con respecto a la posición, de más o menos privilegios en la estructura social, del sujeto o los grupos sociales que los encarna(n).
17. Juan de Garay funda Santa Fe en 1573 (en lo que hoy es la ciudad de Cayastá), lo cual la constituye como la ciudad más antigua fundada en la región del Litoral (incluso unos años antes que Buenos Aires). Hacia las primeras décadas del siglo XVII fueron introducidos los primeros esclavizados que habrían alcanzado los 146, respecto a una población aún muy poco numerosa (alrededor de unas 1300 personas) (Candiotti 2016). Por los peligros de inundación que la asediaban, entre 1651 y 1660 se produce el traslado a su actual ubicación.
18. Como referencia, en el marco de los eventos realizados por la reforma de la Constitución en 1994, una reconocida marca de alfajores santafesinos, convoca a Lucía Molina –quien luego declinó la propuesta–, para que vistiera a la usanza de las mujeres de clases populares del período colonial (quisiera subrayar que su principal imagen publicitaria es una mujer, de piel oscura amarronada, de cuerpo y pechos abundantes que se insinúan bajo una camisa). Me interesa subrayar como la asociación entre Santa Fe, su antigüedad colonial y la negritud posibilitaba a esta marca representar su presencia de larga data en la ciudad.
19. En el caso de Santa Fe, pese a que el padre de Lucía ejecutaba el candombe local, la transmisión intergeneracional no se produjo. Este no es el caso de la Asociación Misibamba que participa de estos encuentros y que sí mantuvo por transmisión intergeneracional toques, bailes y cantos de candombe afroporteño (Cirio, 2007).
20. Lo que quiero subrayar es que el tambor y al baile también funcionan como diacríticos de doble carácter: formas de resistencia física-cultural y espacios de asignación racial en torno a lo que se espera que un negro o negra haga: saber tocarlos y bailar con ellos.
21. Ese tono de piel amarronado, en distintos grados, sin llegar a ser el color que se asocia a lo que he nombrado como negritud racial (Geler 2016), es el que en Argentina puede en algunas circunstancias funcionar como potencial índice de una posición inferior en la escala social, y es el aspecto de buena parte de la población que se autopercibe como afroargentina.
22. Máximas entidades espirituales que, bajo diferentes denominaciones (orichás en Cuba, loas en Haití, por ejemplo) y con significativas distancias en sus liturgias, forman, sin embargo, parte de una religiosidad afroamericana muy extendida en nuestro continente espacial y socialmente. Es decir, su culto no está protagonizado exclusivamente por afrodescendientes, sino por amplios sectores sociales que no se identifican como “afros”. En Argentina, la simbología de los orixás está muy extendida entre vastos sectores sociales, debido a su llegada por vías religiosas y artísticas (véase Broguet 2012).

Notas de autor

* Julia Broguet. Argentina. Licenciada en Antropología por la Universidad Nacional de Rosario (UNR). En la actualidad labora para la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA). Becaria Doctoral del CONICET. Becas en las categorías Letras y Pensamiento (2011-2012) y Arte y Transformación Social (2016-2017) del Fondo Nacional de las Artes. Becada para la XVIII Fábrica de Ideias, Escola Doutoral Internacional, Patrimônio, Desigualdade e Políticas Culturais (2017). Áreas de interés y líneas de investigación: Afrodescendencia, Negridad, Prácticas Culturales Afroamericanas, Raza y Racialización, Nación. Actualmente su línea de investigación es: “Procesos identitarios en la práctica del candombe en ciudades del Litoral argentino”. Su publicación más reciente es: Broguet, J. (2016). “Lo negro en algún lado está… Orden espacial-racial y candombe afrouruguayo en Barrio Refinería (Rosario-Argentina)”, en: Revista Colombiana de Antropología, Vol. 52, N. 01, 197-222; lajuliche@hotmail.com
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