Artículos
El odio como síntoma de lo político
Hatred as a Symptom of the Political
El odio como síntoma de lo político
Estudios sobre las Culturas Contemporáneas, vol. XXVI, núm. 52, pp. 223-256, 2020
Universidad de Colima
Recepción: 06 Mayo 2020
Aprobación: 25 Julio 2020
Resumen: El presente ensayo científico tiene como objetivo examinar la matriz psico-antropológica que engarza las relaciones entre cuerpo/odio y sus formas de expresión en el Neopopulismo latinoamericano. El afecto a explorar en el elusivo dominio de la psiquis humana es el odio, su emergencia y sentido en el fenómeno populista, y nuestro objetivo es analizar en qué sentido el odio puede ser entendido como síntoma de lo político. Su problematización parte de tres supuestos: 1) el odio es un afecto que constituye a la psiquis humana y es una manifestación sintomática de la excepción histórica del cuerpo; 2) el cuerpo es una producción del poder; y 3) porque el odio es un afecto que anida en el cuerpo; hace síntoma en el espacio social agonístico que enlaza al sujeto consigo mismo y con los otros. El análisis se centra en la relación entre el líder carismático y sus bases, en particular, el uso del término pueblo, significante que invoca y despliega otros sentidos como racional/emocional, ilustrado/plebeyo, civilizado/bárbaro, culto/popular, sentidos que por su relación diferencial antagónica profundizan la elevación de la afectividad y la coerción intelectual tal como lo plantea Sigmund Freud con respecto a la psicología colectiva.
Palabras clave: Odio, Afectos, Pulsión, Cuerpo, Neopopulismo.
Abstract: This article examines the psycho-anthropological matrix that cries out the relationships between body/hate and their forms of expression in Latin American Neopopulism. Its problematization is part of three assumptions: 1) hatred is an affection that constitutes the human psyche and a symptomatic manifestation of the historical exception of the body; 2) the human body is a production of sovereign power, and 3) because hatred is an affection that nests in the body makes symptoms in the agonistic social space that binds the subject with himself and others. The affection to explore in the elusive domain of the human psyche is hatred, its emergence and meaning in the populist phenomenon, and our goal is to examine in what sense hatred can be understood as a symptom of the political. The unity of analysis considered is the relationship between the charismatic leader and its bases, in particular the use of the term people, significant that invokes other senses as rational/emotional, illustrated/plebeian, civilized/barbaric, cult/popular, senses that by their antagonistic differential relationship deepen the elevation of affectivity and intellectual coertion as Freud proposes with regard to collective psychology.
Keywords: Hate, Affections, Pulsing, Body, Neopopulism.
En el espacio expandido y, al mismo tiempo cercado por la globalización,1 los lazos sociales entre individuos, grupos y clases se fracturan por el miedo colectivo a las amenazas reales y virtuales que nos aquejan. Ira, intolerancia, rencor, envidia, tristeza, melancolía y odio, son los estados emocionales que le dan a nuestra época lo que Walter Benjamín (1989)2 denominara sensorium y Raymond Williams (1980) “estructuras de sentimiento”.3 Este tiempo histórico constituye nuestro “momento cultural”, en el cual la relación del sujeto con su cuerpo se pondrá a prueba en los lazos sociales, con otros y frente a otros debido a que la crisis contemporánea4 agudiza los enfrentamientos políticos, sociales, culturales, étnicos, religiosos e ideológicos. Si bien el nivel de su conflictividad depende de los objetivos que se persiguen y de la percepción subjetiva de los mismos, en todos se manifiesta la ira, el enojo, el rencor, la violencia en acto y, en los casos más extremos, el odio. Podríamos considerarlos “actos sintomáticos” o indicios de estados emocionales puestos en escena a través de todos los excesos, desde la violencia sistémica5 facilitada por la corrupción de los poderes económicos, políticos y jurídicos hasta el pasaje al acto de un individuo solitario.
El análisis psicoanalítico ha demostrado que todo acto sintomático no es accidental, posee un móvil, un sentido y una intención (Freud, 2011:17), por ésta y otras razones que fundamentaré más adelante, el psicoanálisis permite acceder a otro nivel explicativo de la conflictividad social en la cultura política populista, en la medida que parte de las pulsiones y de los afectos.
El gran aporte freudiano para explicar el odio –objeto de este ensayo– fue demostrar que ese “exceso inadmisible” atribuido a la psicología de las masas en el siglo XIX, es inherente a la formación de toda identidad social. Lo que equivale a decir, que en cada uno de nosotros habita “ese exceso” al que luego Lacan denominó “resto”.6 De ello se infiere que antes de los procesos de subjetivación resultantes de las tecnologías y dispositivos del poder sobre el cuerpo, el sujeto (Zizek, 2013:33-50) es el sujeto de una falta, de su propio “resto” que escapa al campo del poder/saber.
Abordar el odio como síntoma de lo político en la cultura populista exige considerar que si bien el sentido de un síntoma se relaciona con la vida psíquica de un sujeto, el sujeto es un yo socializado y el odio es un afecto que se objetiva en torno a ideas que forman parte de las representaciones sociales. Representaciones que hoy se manifiestan diversas, plurales, difusas y en las que la ira, el enojo, la frustración y la violencia en acto constituyen lo que Freud (2011:17) denominó “acto sintomático”. Pionero en este cauce sobre el extrañamiento que nos aqueja, Freud no sólo advirtió la unidad entre psique y soma, o sea, la relación entre cuerpo y afectos, sino que estableció parámetros para comprender e interpretar la historia a través de la Metapsicología. Es decir, se propuso explicar la dialéctica entre fenómenos psíquicos y procesos históricos. A ello dedicó Totem y Tabú, El malestar en la cultura, Psicología de las masas y análisis del yo, entre otros de sus clásicos. Autores contemporáneos trabajan la relación entre psicoanálisis y política (Zizek, 2001; Zarka, 2004) para explicar la pérdida de la función paterna, la liberación de los prejuicios y límites morales, el Estado como “una gran ficción”, la ruptura de los lazos sociales así como los efectos de los procesos de la privatización y des-ciudadanización.
El presente ensayo se inscribe en una tendencia que resurge en la Sociología contemporánea interesada en la construcción de un nuevo objeto: la relación entre el cuerpo y la afectividad.7 El afecto a explorar en el elusivo dominio de la psiquis humana es el odio, su emergencia y sentido en el fenómeno populista, y nuestro objetivo es examinar en qué sentido el odio puede ser entendido como síntoma de lo político. Con este objetivo, examino la matriz psico-antropológica que engarza las relaciones entre cuerpo/odio y sus formas de expresión en el Neopopulismo latinoamericano.8 Su problematización parte de tres supuestos: 1) el odio es un afecto9 que constituye a la psiquis humana y una manifestación sintomática de la excepción histórica del cuerpo; 2) el cuerpo es una producción del poder;10 y 3) porque el odio es un afecto que anida en el cuerpo; hace síntoma en el espacio social agonístico que enlaza al sujeto consigo mismo y con los otros. Atado al lenguaje y a la dialéctica yo/otro, el sujeto no sólo hereda el orden simbólico que lo precede, sino también las relaciones de fuerza y sentido que lo fundan.
En esta fase preliminar de la investigación documental (Aldao, 2013; Coniff, 2003:31-38; Dorna, 2001:19-35; Follari 2008, 2010; Laclau, 2005; Mansilla, 2009; Patiño 2007:239-261; Retamozo, 2017:125-151) he considerado las experiencias populistas que cuestionan al neoliberalismo y que, por ello, desafían a la hegemonía estadounidense. Nos referimos a los gobiernos de Evo Morales (Bolivia, 2006-2019), Rafael Correa (Ecuador, 2007-2017), Cristina Fernández de Kirchner (Argentina, 2007-2015) y Andrés Manuel López Obrador, (México, diciembre de 2018). No obstante las diferencias políticas e ideológicas entre ellos, lo que los distingue es el rechazo al Neoliberalismo económico y al liberalismo político, así como la presencia de líderes carismáticos (Follari, 2008:11-27). Líderes que, al defender los intereses nacionales y al pueblo se enfrentan a las clases hegemónicas agudizando el antagonismo estructural entre las clases.
A partir de relacionar las dimensiones psicoanalíticas, históricas y sociológicas implicadas en la identidad, analizo la relación establecida entre el líder carismático y diferentes agrupaciones colectivas que conforman a los movimientos sociales. En estos contextos, el discurso (Benveniste, 2010)11 del líder y su apelación al pueblo despliega disposiciones emocionales y prácticas plebeyas enfrentadas a disposiciones racionales y maneras civilizadas, disposiciones que por su relación diferencial antagónica favorecen la emergencia del odio. Estas dualidades heredadas del decimonónico dilema entre Civilización y Barbarie, aún persisten en el imaginario colectivo, profundizando la elevación de la afectividad y la coerción intelectual, tal como lo plantea Freud (2005:22-27) con respecto a la psicología colectiva.
A través de los procesos de identificación y rememoración analizo los afectos que los significantes “pueblo” y “popular” versus “culto” y “élite” despliegan, pues se trata de los sentimientos que las palabras implican y que los sujetos anhelan. Asimismo, considero la doble valencia de los afectos amor/odio ya que pueden favorecer los vínculos sociales o bien su ruptura, por ello su interpretación exige no sólo valorar sus efectos justicieros sino advertir los peligros que conllevan.
Centrarnos en la cultura política delimita nuestro objeto a aquellos procesos sociales que en el fenómeno populista refieren a la dimensión simbólica. En tanto lo simbólico implica procesos sociales de significación y comunicación nos confronta a tres problemáticas contemporáneas: a) los códigos sociales; b) la producción de sentido; y c) la interpretación o el reconocimiento, (Giménez, 2005:67-73). Por lo tanto, la cultura política es una variable central si queremos comprender los sentimientos de odio ya que su expresión implica ideologías, creencias, valores y prácticas de cuyo registro y efectos dan cuenta la identidad individual y colectiva.
A partir del supuesto freudiano de que lo olvidado no está extinguido, sino sólo reprimido, pues sus huellas mnemónicas subsisten en plena lozanía, (Freud,1988:135) planteo como guía provisional la siguiente hipótesis: en América Latina la emergencia del odio como síntoma12 de lo político entre otras razones se debe a que la actividad política instituida (Estado) ha fetichizado el poder ejercido sobre los cuerpos mientras que la cultura política populista pone en escena un intruso traumático13 para las oligarquías latinoamericanas: lo popular y, al hacerlo, antagoniza la relación entre cultura ilustrada y cultura popular pues reivindica la histórica excepcionalidad de los cuerpos.14
Este ensayo se compone de cuatro secciones. En la sección 1. “Neopopulismo y conflictividad social” y 2. “Cultura y poder” expongo los antecedentes contextuales y teóricos. En la sección 3. “Cuerpo, pulsión y afecto” abordo la noción de cuerpo en el psicoanálisis, la construcción de la dimensión psíquica del sujeto y el funcionamiento de las pulsiones, hecho clínico fundamental en Freud y Lacan. Esta argumentación es fundamental ya que sustenta analíticamente la sección 4. “El odio como síntoma de lo político”, en la cual establezco posibles mediaciones a partir de lo indagado en los análisis precedentes. Estimo que la estrategia descrita me permita identificar algunas mediaciones que dan lugar a la reproducción social del odio así como a su reconfiguración en la cultura política populista a partir de identificar los fundamentos psicoanalíticos, históricos y sociológicos de la dicotomía excluyente entre nosotros y los otros.
Neopopulismo
Neopopulismoy conflictividad social
En la información documental sobre Populismo y Neopopulismo se menciona la persistencia para definirlos así como su ineficacia, de ahí la pertinencia del aporte de Ernesto Laclau ya que reformula las preguntas buscando cambiar la problemática. Se trata de una decisión intelectual estratégica cuando cambia la pregunta ya que no le interesa definir al populismo sino explicar “¿a qué realidad social y política se refiere el populismo?” y “¿de qué realidad o situación social es expresión el populismo?” (Laclau, 2005:31). Su objetivo fue mostrar que el populismo no tiene ninguna unidad referencial porque no está atribuido a un fenómeno delimitable, sino a una lógica social cuyos efectos atraviesan una variedad de fenómenos. Y concluye diciendo que el populismo es un modo de construir lo político. Si esto es verdad, como pensamos, exige establecer la diferencia conceptual entre política15 y lo político, ya que nos permite explicar en qué sentido el odio es un síntoma de lo político en el Neopopulismo. Esta diferencia conceptual tiene su origen en la filosofía política expresada en el debate entre Spinoza y Hobbes con respecto a la concepción de lo político, del cual se desprenden dos concepciones sobre el Estado: una concepción histórica-antropológica (Spinoza), y una concepción jurídica del Estado (Hobbes).
Lo que permite comprender el enfoque histórico-antropológico del Estado con respecto al fenómeno populista en América Latina, es que lo político implica un proceso dialéctico a través de la acción social para instituir instituciones, por lo tanto, recupera el poder constituyente de la ciudadanía al tiempo que cuestiona la crisis de la democracia representativa, una de las causas de la emergencia del neopopulismo. Siguiendo con esta distinción filosófica, Jacques Ranciere (2010:26-27) considera que hoy la política consiste en el arte de suprimir lo político. Sustraer lo político significa reducirlo a su función pacificadora entre los individuos y la colectividad al descargarlo de los símbolos de la división social. Si esto es así, podríamos considerar que uno de los rasgos que distinguen a los neopopulismos de “izquierda” en América Latina es justamente la reivindicación de lo político actualizando el agon trágico que está en el corazón de la crisis contemporánea. Crisis caracterizada por Balibar (2005:116) como cruel, pues la exclusión deviene un absoluto al producir seres humanos desechables. Esta situación, reitera, no supera la dialéctica de un fin de la historia sino que destruye sus bases objetivas y, con ello, la referencia a la utopía, es decir, al amor o al odio.
En América Latina, la evidencia histórica demuestra (Halperin Dongi, 2001; Cueva, 2004; Marini, 1991; Díaz Polanco, 2006) que la biopolítica16 colonial y neocolonial dominó a la población a través de la sobreexplotación de la fuerza de trabajo, lo cual exigió tecnologías y discursos que permitieron la sujeción de los cuerpos.17 Sujeción realizada a través de los “modos de subjetivación” (Foucault, 1998:170-171) a partir de los cuales el sujeto aparece como objeto de una determinada relación de conocimiento y poder. Por lo tanto, la subjetivación es un efecto del poder y de los mecanismos a través de los cuales se objetiva en los cuerpos, pero esa experiencia no es igual para todos, es la experiencia del mundo en el que se vive.
En nuestro extendido y diverso continente, el cuerpo del trabajador (esclavo, encomendado, siervo, peón, campesino, obrero, trabajador informal, migrante) ha sido históricamente expropiado, sometido, sujetado, excluido y exceptuado. Por ello, la conflictividad social constituye el síntoma emergente de injusticias estructurales que se han agudizado a partir de la globalización neoliberal.18 La reestructuración del empleo ha conducido a su precarización a través de la flexibilización, el subempleo y la subcontratación, así como al aumento descomunal de la pobreza. Si bien la oposición al modelo neoliberal19 se da en otros continentes, en el nuestro adquiere un carácter antagónico debido a la relación de dependencia20 que no sólo condiciona las formas de intervención en la política local, sino también la sobrevivencia de gobiernos progresistas en diferentes periodos de nuestra historia. Por eso, Follari (2008:11-27) dice que “un fantasma recorre América Latina […], el populismo radical o neopopulismo” convirtiéndose en el principal antagonista frente a la hegemonía estadounidense. Y al respecto sostiene que el neopopulismo de los noventa es un “populismo radical” pues se trata de gobiernos de izquierda en diferentes países del subcontinente.
Las experiencias históricas populistas21 y neo-populistas comparten rasgos como el liderazgo carismático, remiten a movimientos sociales más que a partidos políticos, expresan cierto distanciamiento del parlamentarismo, sostienen posiciones nacionalistas y por ello defienden la identidad nacional y al pueblo en tanto entidad plebeya frente a las élites. Admitiendo la coexistencia de estos rasgos ¿cuáles son las diferencias específicas entre populismo y neopopulismo? El neopopulismo es un fenómeno ideológico, antecedido por los movimientos revolucionarios de los años setenta.22 Por lo tanto, la primera diferencia refiere al contexto histórico, pero si quisiéramos especificar sobre las diferencias contextuales el Neopopulismo ya no puede aspirar al “desarrollo nacional”, lo cual conlleva una mayor radicalidad en las reformas socioeconómicas (Follari 2010: 30-34).
Entre los factores que han permitido el surgimiento del neopopulismo Michael Conniff (2003) identifica el rechazo social a las élites políticas, la corrupción, la inseguridad, el bajo rendimiento económico en la década de los años 80, la concentración de los ingresos, las crisis monetarias, el desempleo crónico. Esta alienación inspiró a los votantes a buscar líderes opuestos al statu quo, y a favorecer a los que estaban dispuestos a aliviar el sufrimiento de los pobres. En los años 90, los líderes contaron con los medios masivos de comunicación, las encuestas de opinión, el voto obligatorio, el advenimiento del marketing político y la ausencia de vigilancia militar. En este sentido, el Neopopulismo23 ha sido considerado como una respuesta política o bien una alternativa a la crisis del Estado, de la democracia, de las instituciones y de los partidos políticos; por esta razón sus líderes pueden tener una adscripción ideológica diversa aunque los unifica su posición antisistema.24 Con respecto al retorno del populismo Follari (2010) señala que si bien hay ciertas condiciones de lo cultural que permiten el liderazgo personalista, otros aspectos también lo explican: el catolicismo y su fuerte raigambre comunitario-paternalista lo cual se relaciona con el imaginario colectivo; amplios sectores sociales no ciudadanizados, la debilidad de la sociedad civil, las instituciones del sistema político son fácilmente colonizadas por el capital, entre otras. En este sentido, vuelve a ofrecer centralidad a la política y la dignifica, rescatándola de su total abdicación ante el poder económico.
Cultura y poder
El cuerpo socializado
En Fundamentos de una Teoría de la Violencia Simbólica Bourdieu y Passeron (2001) retoman a Durkheim, Marx y Weber, así como a la fenomenología y a la antropología, para afirmar la centralidad del cuerpo y de la experiencia en la construcción de la subjetividad. Proponen que las tres cuartas partes de nuestros actos son pre-reflexivos, pues las categorías de percepción y acción no necesitan ser parte de actos de conciencia para operar, sino que están imbricadas en la estructura de comportamiento corporal. Debido a la necesidad de comprender la experiencia y la percepción del tiempo, Bourdieu, recurre a la fenomenología de Merleau-Ponty y de Husserl sobre el cuerpo pre-reflexivo. Investiga la transformación de los esquemas25 que actúan a nivel de las prácticas corporales. Se trata de esquemas prácticos o de disposiciones, por ello, el habitus26 implica un sistema de disposiciones para actuar, percibir, sentir y pensar y un sistema de esquemas interiorizados a través de la acción. Es en este nivel cuando el enfoque fenomenológico adquiere pleno sentido, pues se entiende que la inculcación de la violencia simbólica opera en un cuerpo socializado en una trama de poderes invisibles. Análisis que explica cómo el mundo social construye el cuerpo como realidad sexuada y depositario de principios de visión y de división sexuantes, que se aplica a todas las cosas del mundo, y en primer lugar al cuerpo en sí (Bourdieu, 2000).
Poder, dominación y violencia simbólica
Si para Bourdieu la acción histórica se juega en una doble relación entre la historia objetivada en las instituciones y la historia encarnada en los cuerpos, la construcción del habitus ocurre a través de interiorización de la exterioridad y de exteriorización de la interioridad, razón que explica su lugar de mediación entre el nivel micro y el macro social. En este modelo explicativo, los sistemas simbólicos como la lengua, el arte y la ciencia son instrumentos a través de los cuales conocemos y construimos el mundo, pues al mismo tiempo que fundan el sentido social de la realidad nos individualizan como agentes sociales. Pero en esta imperiosa dialéctica no debemos olvidar que las formas de clasificar el mundo son formas sociales arbitrarias y determinadas históricamente, por lo tanto, relativas a un grupo o clase particular. En las instituciones y durante la socialización ocurre la inculcación del arbitrario cultural a través de la Acción Pedagógica legitimada por la Autoridad Pedagógica (padre, maestros, sacerdote, iglesia, poderes del Estado) reproduciendo el sistema de disposiciones a través de las prácticas. Desde esta lógica toda Acción Pedagógica es objetivamente una violencia simbólica en tanto que imposición, por un poder arbitrario, de una arbitrariedad cultural (Bourdieu y Passeron, 2001:5) que ha sido construida históricamente, como por ejemplo la cultura patriarcal y el etnocentrismo entendido como fundamento teórico de la empresa colonial.
En este sentido, la lógica de la dominación simbólica no sólo consiste en imponer significados disimulando su carácter arbitrario, sino que toda forma de superioridad (racial, étnica, de clase o grupo social, de género, religiosa) está fundada en la gratuidad de lo arbitrario, cuya reproducción social requiere del mecanismo fetichista por medio del cual le adscribimos a las cosas y a las personas poderes que no tienen. Y esto es posible a través de la incorporación-inculcación que implica –por parte del agente social- dos procesos interrelacionados: reconocer y, al mismo tiempo, desconocer un determinado significado. El poder arbitrario establecido entre grupos y clases sociales, etnias, géneros y naciones, se fundamenta en relaciones de fuerza que son al mismo tiempo relaciones de sentido, pues sin esta condición no se podría inculcar el arbitrario cultural a través de la comunicación pedagógica encargada de reproducir las relaciones de sentido. Si los sistemas simbólicos pueden fundar (Bourdieu;1999) el mundo es porque al ser instrumentos de conocimiento y comunicación ejercen un poder simbólico que tiende a establecer un orden gnoseológico garantizando la reproducción del mundo social.
Bourdieu (1999) construye las nociones de “poder simbólico”, “violencia simbólica” y “dominación simbólica” con la finalidad de evitar la carga semántica del concepto ideología. Con la noción de poder simbólico explica cómo a través de los sistemas simbólicos se produce el sentido inmediato del mundo social logrando la “integración social” y el consenso. El poder de la clase radica en su capacidad para fundar los principios de jerarquización, de modo que la cultura dominante legitima las distinciones (jerarquías) entre la clase dominante y las clases dominadas. A este efecto ideológico, la cultura que une (medio de comunicación) es también la cultura que separa (instrumento de distinción) y que legitima las distinciones constriñendo a todas las culturas (sub-culturas) a definirse por su distancia con la cultura dominante (Bourdieu;1999). Si esto es así, las relaciones de comunicación son siempre relaciones de poder pues dependen del poder material o simbólico acumulado por los agentes o las instituciones. ¿Cuál es entonces la función política de los sistemas simbólicos? Es el ejercicio de la “violencia simbólica”, pues imponen y/o legitiman la dominación de una clase sobre otra mediante una lucha simbólica a través de la cual se define el mundo social. Si el poder simbólico se actualiza dulcemente es porque a través de la socialización los agentes han interiorizado formas de actuar, percibir, sentir y valorar que configuran su subjetividad, en consecuencia, la violencia simbólica se ejerce con la complicidad de los mismos sujetos, perpetuando los mecanismos de dominación.
Cultura popular
Desde el punto de vista teórico la cultura es una dimensión analítica de la vida social, en tanto refiere a procesos simbólicos y, por lo tanto, a la producción y organización social del sentido. Desde el enfoque psicoanalítico, lo simbólico refiere al código de la lengua, en términos de Lacan, la categoría gran Otro designa al lenguaje y la ley, por lo tanto, se inscribe en el orden de lo simbólico (Cléro, 2003:166). Lo simbólico constituye el mundo social pues implica procesos y prácticas de representación, significación y comunicación. Es, por lo tanto, una dimensión que funda lo social ya que estructura dialécticamente a los agentes y a las instituciones, así como a sus significaciones objetivadas en creencias, mitos, tradiciones, valores, normas, comportamientos, lenguajes y representaciones. Si lo simbólico refiere a la producción de sentido que un agente -individual o colectivo- hace de la realidad; admite significaciones diferenciadas producto de la comunicación, la interpretación y el reconocimiento. Todo símbolo y signo se inscribe en una cultura particular interviniendo el mundo a través de la lengua y los lenguajes, por esta razón, los sistemas simbólicos representan modelos del mundo y las cosas al mismo tiempo que -a través de éstos- orientan sobre cómo actuar, normar y valorar acerca de ese mundo y de esas cosas.
Con respecto a la definición de cultura popular Giménez (2014) combina dos importantes tradiciones: la demología italiana para recuperar a Gramsci y la concepción simbólica de cultura. A lo largo de su trayectoria intelectual realiza una exhaustiva revisión teórica en la cual sintetiza que “La cultura es la organización social de significados, interiorizados de modo relativamente estable por los sujetos en formas de esquemas o de representaciones compartidas, y objetivadas en formas simbólicas, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados. La cultura puede ser abordada como proceso (diacrónico) o como configuración en un momento determinado (sincrónico)” (Giménez, 2005:16) Mientras que por cultura popular entiende:
[…] las configuraciones y procesos simbólicos que tienen por soporte al pueblo, es decir, a las clases subalternas de la sociedad, producidos (o reelaborados) en interacción constante –de carácter antagónico, adaptativo o transaccional– con la (alta) cultura de las clases dominantes y con la cultura mediática controlada por las mismas, y que en sus dimensiones más expresivas se caracterizan por la escasa elaboración de sus códigos, lo que los hace fácilmente accesibles y transparentes para todo público.
De Antonio Gramsci (Mouffe, 2000) recupero una idea central: la hegemonía es obviamente política, pero sólo puede serlo si también se ejerce en lo ético y en lo cultural. El sistema hegemónico será siempre un campo de relaciones de fuerza y sentido, de conflictos entre clases dominantes y subalternas. Desde esta perspectiva ciertas formas culturales predominan sobre otras y determinan las ideologías más influyentes, la forma que adopta esta supremacía cultural es la hegemonía. Si bien, la hegemonía tiende a ser detentada por la clase dominante, nunca lo es de modo total, dando lugar a la resistencia a través de acciones contra-hegemónicas y de las prácticas cotidianas. A través de la experiencia los sujetos adquieren sus formas de conciencia la cual incluye la memoria histórica, los mitos, las prácticas y la memoria de la cultura popular. Al recuperar lo excluido, Gramsci rompe con la visión dicotómica alta cultura versus cultura popular, trastocando la idea de cultura puramente ilustrada. De acuerdo con Grüner, (1997) la paradoja de la potencia del poder popular estriba en que siendo poder constituyente, se resiste a la constitucionalización. Es decir, la potencia que esconde el poder constituyente es rebelde a una integración total en un sistema jerarquizado de normas y competencias, por eso siempre el poder constituyente permanece en parte extraño al derecho (Grüner, 1997). En nuestro continente, el poder popular asume hoy formas inéditas de resistencia al neoliberalismo; y, en su versión progresista, el Neopopulismo es una de ellas.
Cuerpo, pulsión y afecto
En los siguientes apartados me ocuparé de la noción de cuerpo (Freud, 1979, 1988, 2005; Zarka, 2013; Zizek, 2009, 2013; Lora y Unzueta 2002; Cottet, 2018; Emiger, 2007:35-44; Bourdieu. 1991) en el psicoanálisis, de la necesaria figura del otro en la construcción de la dimensión psíquica del sujeto y del concepto de pulsión para explicar el funcionamiento del odio en los enfoques de Sigmund Freud27 y de Jacques Lacan.28 En esta conceptualización, la psiquis humana se construye en torno a la relación amor/odio pues, desde su nacimiento, el niño se siente amenazado ante el displacer y reconfortado por el placer; enlace agonístico que lo somete a una eterna lucha consigo mismo y con los otros. Nacer es la primera violencia sobre el cuerpo pues la inserción del sujeto en la cultura implica la violencia irreductible de su cuerpo en la socialización; de ello se infiere que las estructuras mentales son estructuras sociales que hemos interiorizado desde la infancia. Si esto es así, la organización social resulta de la relación entre agente y estructura en la medida que son instancias que se coproducen, pues no se entiende al sujeto individual enfrentado a lo colectivo, sino que éste se socializa a través de su inserción en el lenguaje por mediación de las instituciones sociales. Desde esta óptica psicosocial (Halliday, 2013) el lenguaje es un producto del proceso social que posibilita la construcción de la realidad en tanto proceso inseparable de la construcción semántica en que se halla codificada la realidad. El lazo social que anuda nuestra identidad psicosocial se construye en las interacciones sometidas a la imperiosa dialéctica que integra el desarrollo psicológico (infancia-adulto) con los procesos socio-históricos, es decir, articulando las mediaciones entre lo psicológico y lo social en el individuo.
El cuerpo como objeto del psicoanálisis
Freud concibe al cuerpo como un sistema biológico encadenado a sus pulsiones, que requiere de otro (madre, padre, auxiliar) para que se construya la dimensión psíquica del sujeto. O dicho de otro modo, al nacer el cuerpo experimenta el paso traumático de ser sólo instintos a su inserción en el orden simbólico. Ese paso implica una agresión a la vida instintiva y, por lo tanto, la renuncia y represión biológica pues el niño tiene que desarrollar capacidades para sobrevivir en la cultura. En la cultura, su malestar es esa zona indeterminada (individual y social) que no se llena porque es el hueco del deseo, es esa lucha entre instinto y razón la que define al sujeto freudiano. Jacques Lacan es fiel a Freud, pues retoma la noción de inconsciente, pero lo redefine: el inconsciente está estructurado como un lenguaje a través de significantes29 encadenados, por eso dirá que el inconsciente está en el acto como combinatoria de significantes. Debido a que el cuerpo es más que anatomía, es pertinente iniciar con la siguiente cita de Jacques Lacan sobre la importancia del lenguaje en el psicoanálisis.
El hombre no piensa con su alma, como lo imagina el Filósofo. Piensa porque una estructura, la del lenguaje –la palabra lo implica– porque una estructura recorta su cuerpo y nada tiene que ver con la anatomía (Testigo la histeria. Lacan J. M. Televisión Citado en Lora y Unzueta, 2002:16-17).
Para explicar cómo se constituye el sujeto Lacan parte de una estructura que interrelaciona el registro de lo Real,30 lo imaginario y lo simbólico.31 El registro de lo Real alude a aquello que no se puede representar por medio del lenguaje, es decir, concierne a lo que no puede ser simbolizado aunque está presente y mediado por lo imaginario y lo simbólico. Desde el registro de lo Real el cuerpo se asemeja a la idea de organismo propuesto por la medicina: un cuerpo es una estructura de carne, huesos, sangre. Pero ese cuerpo se constituye como sujeto, adquiere identidad y conciencia de sí cuando se inserta en el orden simbólico que lo precede. Ese gran Otro32 a través del cual se construye como sujeto es la lengua, el gran tesoro de los significantes, por eso Lacan dice que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, dice como porque cada sujeto interioriza la lengua a través de su historia siempre singular, es decir, hace suyo el orden simbólico que lo precede y confina a su propia historicidad.
El registro de lo imaginario33 constituye la dimensión no lingüística de la psique; refiere a la forma primitiva del pensamiento simbólico y a la constitución del yo que corresponde al estadio del espejo. Al nacer no tenemos percepción de un cuerpo unitario, sino fragmentado, ese cuerpo adquiere unidad cuando otro (madre, auxiliar) lo interviene a través de la palabra de modo que, en este proceso, el niño va construyendo una imagen de su propio cuerpo. De acuerdo a Zizek (2013:49-50), lo imaginario alude al nivel de las entidades ilusorias cuya congruencia es el efecto de una especie de juegos de espejo. Su función sería la de formar “imágenes” de sí mismo y del otro.
El registro de lo simbólico corresponde al nivel lingüístico, en consecuencia, implica a la cultura y al lenguaje a través de los cuales estructuramos nuestra percepción de la realidad. Para Lacan lo simbólico es el lugar de los significantes que constituyen al sujeto, pero en ese proceso el orden simbólico se interpone entre el sujeto y el mundo real de manera que su conciencia está en el nivel del discurso. Desde esta premisa, el sujeto deviene “sujeto” (S) debido a su inserción en el orden simbólico, ya que la mediación que permite la construcción de su cuerpo y de su identidad es el lenguaje. Ello significa que el inconsciente no es una dimensión insondable, al contrario, se muestra a través de los actos de habla y de las combinatorias que cada individuo hace de los significantes. Esta centralidad del lenguaje otorgada por Lacan lo lleva a proponer que el trauma anida en la palabra, pues el gran Otro designa la alteridad radical al lenguaje y a la ley, con esto el gran Otro se inscribe en el orden de lo simbólico y es a partir de lo cual se constituye el discurso.34 Siguiendo su lógica, podríamos decir que el sujeto estará siempre atado al inconsciente porque nace del lenguaje.
El inconsciente: un lugar psíquico
La construcción teórica del inconsciente fue una empresa que Freud desarrolló a lo largo de su trayectoria intelectual; su ruptura epistemológica35 con la idea cartesiana del sujeto lo llevó a postular que el sujeto es una unidad compleja y multidimensional en la que psique/soma, cuerpo/mente36 interactúan entre sí. Enfrentado a fenómenos psíquicos para los cuales la neurología no tenía explicación, Freud no inventó el inconsciente, lo descubrió37 al desplazar su interés desde lo somático a lo psíquico haciendo una importante distinción:
Llamaremos “consciente” a la representación que se halla presente en nuestra conciencia y es objeto de nuestra percepción […] denominaremos “inconsciente” a aquellas representaciones latentes de las que tenemos algún fundamento para sospechar que se hallan contenidas en la vida anímica, como sucedía en la memoria (Lagache, 2004).
En la explicación sobre la relación entre lo consciente y lo inconsciente se advierte que el psiquismo no es reductible a lo consciente y que ciertos contenidos sólo se vuelven accesibles a la conciencia una vez que se han superado las resistencias (Opus cit.). En esta teoría el inconsciente no es un lugar oculto en el fondo de nuestra mente, no es un pozo enigmático, sino un sistema dinámico a través del cual asociamos significantes y construimos significados por mediación de desplazamientos y condensaciones. Su teorización se fundamenta en la lengua como sistema de significación, por ello el lenguaje es una de las fuentes para el conocimiento de los síntomas. Si esto es así, el inconsciente es un lenguaje a descifrar cuyos caracteres esenciales como sistema son:
Sus contenidos son representantes de las pulsiones; estos contenidos están regidos por la condensación y el desplazamiento; fuertemente catectizados38 de energía pulsional, buscan retornar a la conciencia y a la acción; después de haber sido sometidos a las deformaciones de la censura; son los deseos infantiles los que experimentan una fijación en el inconsciente (Opus cit.:193-194).
Freud concibe al inconsciente como un jeroglífico que se pone en acto a través de la palabra por medio de la cual se descubre la causa del síntoma. El síntoma es el lugar de lo horroroso, de aquello que no se quiere afrontar porque encubre alguna verdad negada, pero, al mismo tiempo, es lo que no se quiere dejar porque es lo que constituye la identidad del sujeto. Los lapsus, los actos fallidos, los desplazamientos en el lenguaje son las formas a través de las cuales se revela la verdad del inconsciente. Zizek (2013:13) apunta que si el inconsciente freudiano causó tanto escándalo no fue porque afirmara que el yo racional estuviera subordinado a los instintos irracionales, sino porque demostró que el inconsciente obedece a su propia gramática y lógica: el inconsciente habla y piensa.
El odio
En El malestar en la cultura, escrito durante el período de entreguerras –interregno del miedo y del odio–, Freud plantea que el verdadero prototipo de la relación de odio procede de la lucha del yo por su conservación y afirmación. El odio es, como relación con el objeto, más antiguo que el amor. Nace de la repulsa primitiva del mundo exterior, emisor de estímulos por parte del yo narcisista. Siendo fiel a sus palabras:
[…] la antítesis “amor-odio” reproduce la polarización “placer-displacer” […] el placer y el displacer significan relaciones del yo con el objeto […] cuando el objeto es fuente de displacer, nace una tendencia que aspira a aumentar su distancia del yo […] Sentimos la “repulsa” del objeto y lo odiamos; odio que puede elevarse ante la tendencia a la agresión contra el objeto y el propósito de suprimirlo (1979:150-152).
Esta idea sostenida por Freud contradice al sentido común pues el odio no se transforma en amor, por lo tanto, no se trata de una conversión de los afectos, se trata de un afecto que se relaciona con la propia sobrevivencia del sujeto. La transformación aparente del amor en odio no es más que una ilusión; el odio no es un amor negativo; tiene su propio origen, cuya complejidad señala Freud (1979:150-152) siendo su tesis central que “los verdaderos prototipos de la relación de odio no provienen de la vida sexual, sino de la lucha del yo por su conservación y su afirmación”.
Anticipándose al giro semiótico, Freud concibió al aparato psíquico como una sucesión de inscripciones de signos, representaciones inconscientes cuyo orden adquiere la forma de fantasías y de relatos imaginarios a los cuales se fija la pulsión. “Una pulsión tiene su fuente en una excitación corporal; su fin es suprimir el estado de tensión; gracias al objeto, la pulsión puede alcanzar su fin”. Toda pulsión se manifiesta en los dos registros del afecto y de la representación (Lagache, 2004:324-327).
Amor y odio son dos afectos constitutivos de la psiquis humana relacionados con las pulsiones de vida orientadas a la auto-conservación del yo o bien con las pulsiones de muerte. Afectos primarios que pueden tender a la conservación o bien a la destrucción dando lugar a las pulsiones en conflicto entre la vida y la muerte.
Cuerpo y memoria
Entre el nacimiento y la conformación de la dimensión psíquica del sujeto hay un aspecto relevante que se vincula con la memoria. No obstante la importancia de los primeros años de vida de un niño, no hay memoria de ellos, y si los hay son confusos e imprecisos. Acaso no es en esta fase inicial de la vida en donde anidan los fundamentos del sujeto y, si es así, por qué su olvido, o mejor aún, por qué hay necesidad del olvido para que se constituya la dimensión psíquica del sujeto. Si bien no hay memoria fidedigna de los hechos vividos en la infancia, hay mecanismos psicológicos por medio de los cuales los sujetos los desplazan, reconfiguran o transfiguran. Y en esto reside la explicación freudiana de la memoria. Empecemos por la premisa: el inconsciente es un lugar psíquico sin tiempo, por lo tanto, sus contenidos son atemporales y, por ello, pueden ser actualizados a través de la palabra. Si esto es así quiere decir que lo vivido por el sujeto es siempre un perpetuo presente de un pasado que se reconfigura a través de las prácticas porque está inscrito en el cuerpo. Esa atemporalidad del inconsciente nos ancla a algún episodio traumático del que nos podemos liberar a través de la comprensión de la escena que el síntoma ha codificado. Pero el síntoma emerge a partir de la disociación entre representación y afecto; en este proceso, el sentimiento de displacer produce dolor y, por ello, se suprime el contenido de la representación mental, son las amnesias39 que Freud analizó para fundamentar su teoría de la memoria. Comprender el funcionamiento de la memoria individual y el olvido exige considerar que la escena traumática se reprime dando lugar a las amnesias infantiles y que la represión implica la disociación de la representación y del afecto, codificada por el síntoma; por eso Freud dice:“allí donde perdura un síntoma se halla una amnesia, una laguna de recuerdo”.
El odiocomo síntoma de lo político
Abordar el odio como síntoma exige considerar que si bien el sentido de un síntoma reside en una relación del mismo con la vida psíquica de un sujeto, el sujeto es un yo socializado y el odio es un afecto que se objetiva en torno a ideas que forman parte de las representaciones sociales. Por lo tanto, partiré de la tesis sostenida por Freud (2005:5) en Psicología de las masas y análisis del yo sobre la relación entre psicología individual y social. En la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente “el otro”, como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde el principio, psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado.
En una primera observación lo que revela la emergencia del odio en el fenómeno populista es el antagonismo social a través de una doble polarización que evidencia que la dominación de clase es siempre dominación simbólica. Sin embargo, la agudización de los conflictos contemporáneos ya no se presenta articulada en torno a la identidad de la clase obrera y/o campesina, sino en torno a una multiplicidad de identidades sociales, ideologías y demandas. Por lo tanto, no hay una ideología sino múltiples, no hay una estrategia política sino diversas, no hay un solo adversario, pues los conflictos se articulan en torno a diferentes intereses, objetivos y prácticas de cuyo registro y efectos dan cuenta de la identidad individual y colectiva. Sin duda, identidad40 y memoria son siempre singulares e intransferibles, pues nadie tiene la misma estructura psíquica, ni la biografía, ni la trayectoria social, ni las mismas pertenencias sociales. Sin embargo, la autoconciencia de sí mismo que implica la identidad se construye en relaciones sociales, pues cada sujeto forma parte de identidades colectivas que comparten representaciones sociales. En este planteamiento sostenido por la psicología social (Abric, 2004) la realidad es representada por el individuo o el grupo, reconstruida en su sistema cognitivo e integrada en un sistema de valores que depende tanto de su historia como del contexto social e ideológico en el que se sitúa el sujeto o el grupo. Debido a esta doble lógica, las representaciones sociales son, al mismo tiempo, construcciones socio-cognitivas.41 Este problema implica una doble relación entre representaciones y prácticas sociales y, por lo tanto, se vincula con la memoria individual y colectiva. Este aspecto de la identidad social tiene particular relevancia para explicar la emergencia del odio, ya que las vivencias del cuerpo se relacionan con la satisfacción o el dolor, y no desaparecen jamás porque (Bourdieu, 1991:113-137), “la creencia práctica no es un ‘estado de alma’ o, menos todavía, una suerte de adhesión decisoria a un cuerpo de dogmas y de doctrinas instituidas (‘las creencias’), si se me permite la expresión, son un estado de cuerpo. Es en este nivel cuando el enfoque psicoanalítico adquiere pleno sentido pues se entiende que el odio opera en un cuerpo socializado en el cual “la hexis corporal es la mitología política incorporada, vuelta disposición permanente, manera perdurable de estar, de hablar, de caminar y, por ende, de sentir y de pensar”.
Cuestiones disputadas
En los siguientes apartados analizo el odio como síntoma de lo político a partir de considerar la doble valencia de este afecto ya que puede consolidar los vínculos o bien la ruptura del lazo social. Con la finalidad de “encuadrar mis observaciones”, he considerado como unidad de análisis la relación entre el líder carismático y los movimientos sociales, en particular, el uso del término pueblo, significante que invoca y despliega otros sentidos como racional/emocional, ilustrado/plebeyo, civilizado/bárbaro, culto/popular, sentidos que por su relación diferencial antagónica profundizan la elevación de la afectividad y la coerción intelectual tal como lo plantea Freud con respecto a la psicología colectiva.
Si bien esta problemática tiene su origen en el antagonismo que estructura lo social, la polivalencia semántica y mítica de pueblo y popular desencadena la conflictividad social. En parte, esto se debe a que pueblo/élite son nociones que no sólo se oponen, sino que (Bourdieu, 1983) “se definen relacionalmente, aludiendo a un polo elitista y aristocrático, por lo tanto, forman parte de las dicotomías míticas con las que los grupos dominantes suelen estructurar el mundo social según las categorías de lo alto y lo bajo, de lo distinguido y de lo vulgar, en suma de la cultura y de la naturaleza.” Y, al mismo tiempo, “pueblo” y “popular” son conceptos de “geometría variable, cuyas virtudes políticas y mistificadoras se explican por el hecho de que cada quien puede, como en un test proyectivo, manipular inconscientemente su extensión para ajustarla a sus intereses, a sus prejuicios o a sus fantasmas sociales” (Bourdieu, 1983:98).
El poder de la identificación
En el fenómeno populista la conflictividad social se ahonda a través de la figura del líder, cuya legitimidad descansa en el carisma. Características del liderazgo que desencadenan un doble proceso de identificación.42 Por una parte, el líder promueve el enlace afectivo con el campo popular a través de un rasgo personal que le confiere su carisma singular43 y, por otra, facilita la contra-identificación de las élites. En cualquier caso, el poder que cohesiona al campo popular o bien a las oligarquías es el enlace afectivo a través de la identificación y de la contra-identificación con las ideas que el líder defiende, lo cual produce relaciones muy diversas desde el punto de vista afectivo.
Si bien los movimientos sociales contemporáneos son poli-clasistas, dispersos y difusos debido a que están conformados por grupos con distintos objetivos, el líder carismático los une y desune a través del significante pueblo. Cuando ese intruso traumático entra en la escena política desordena la verticalidad del orden social y ahonda su antagonismo. Entonces, el espacio social se fractura no sólo por las diferencias de clases sino por las diferencias de códigos44 pues se oponen el código de las culturas populares y el de las clases hegemónicas. En tanto los códigos culturales son sistemas de signos organizados en función de convenciones explícitas y/o implícitas, implican enfrentamientos en los que se oponen múltiples efectos de sentido a partir del lugar que los interlocutores ocupan en un determinado campo ideológico.
El poder de la rememoración
A través de “la toma de la palabra en situación de autoridad o, si se prefiere, en situación autorizada” (Bourdieu, 2000:95-111) el líder desencadena el acto mnemotécnico y produce la rememoración a nivel individual y colectivo. De acuerdo a Le Goff (1991:131-185), la memoria individual conserva informaciones que le permiten al individuo actualizar impresiones e informaciones que él se imagina como pasadas. Aspecto que se correlaciona con la tesis freudiana sobre la necesidad del olvido y de ciertos mecanismos psicológicos a través de los cuales los sujetos desplazan, reconfiguran o transfiguran el contenido de su síntoma.
En el contexto de conflictividad social que caracteriza al populismo, la rememoración de las injusticias históricas evidencia no sólo un conflicto ancestral, sino estructural que vuelve a traer al espacio público las diferencias de valores, creencias y prácticas que unen y desunen los vínculos sociales. Lo que se juega en el juego social es la identidad social en función de la atribución categorial por medio de la cual los agentes se identifican y son identificados por los otros. No obstante las diferencias regionales, los significantes pueblo y popular le permiten al líder rememorar injusticias del pasado colonial y neocolonial reinstalando fronteras simbólicas que sirven al binomio civilizado/bárbaro, nosotros/ellos, así como la consiguiente reactivación de los símbolos sobre los que están fundados.
En estos contextos, la función retórica del discurso y, diría también su virtud, se debe a que reúne a grupos cuyos participantes comparten similares experiencias sociales y expectativas. Por ejemplo, cuando en la plaza pública, el líder carismático dice: “Por el bien de todos, primero los pobres” o “No puede haber gobierno rico con pueblo pobre”45 está diciendo una verdad innegable no sólo por la sintaxis simple, sino porque esa verdad está hecha cuerpo y memoria. Al mismo tiempo, el líder carismático se caracteriza por un origen social cercano a sus bases, lo cual redunda en una mayor identificación a través de la comunicación no verbal como los gestos, la vestimenta, los colores, los albures y el humor que nos reenvían a los códigos de las culturas populares y, por lo tanto, a la memoria colectiva de las mismas. Si bien el individuo que participa en las protestas sociales puede no pertenecer a las culturas populares, el enojo social lo acerca con el objetivo de defender sus propias demandas y agravios, pues hoy los indignados son las clases medias pauperizadas, las mujeres, los migrantes, los ecologistas, los pobres, los informales, los jubilados. En estos contextos, la polivalencia semántica y mítica de pueblo y popular los convierte en significantes vacíos46 pues cada individuo, grupo o colectivo le adscribe el contenido de sus demandas en función de su propia identidad social. Por lo tanto, un individuo puede actuar en función de sus ideas y, al mismo tiempo, como representante de diversos grupos sociales. Si bien las ideas que expresan las representaciones sociales requieren ser analizadas considerando el contexto ideológico y discursivo del fenómeno populista que se considere, uno de los efectos de la rememoración es la emergencia de los afectos de amor y de odio.
El odio como síntoma de lo político
A lo largo de este ensayo he sostenido que el odio es un síntoma de lo político, en este inciso establezco las mediaciones que justifican y explican dicho enunciado. Cuando decimos el odio como síntoma de lo político, buscamos explicar el “sentido” de este afecto en sus formas de manifestación en la cultura política populista. Si bien el sentido de un síntoma tiene su origen en la vida psíquica de un sujeto, el sujeto es un yo socializado y el odio es un afecto que se objetiva en torno a ideas que forman parte de las representaciones sociales. Esto significa que su emergencia se vincula con objetos de la realidad circundante del sujeto; realidad que es, al mismo tiempo, individual y social y en la que los otros (sujetos y/o instituciones) se pueden convertir en un obstáculo y, por lo tanto, en objetos de su odio.
Una de las premisas psicoanalíticas sostiene que la resistencia y la represión constituyen la condición preliminar de la formación de los síntomas, pues son los mecanismos a través de los cuales un sujeto niega los sentimientos, las ideas y los recuerdos que le producen dolor. El síntoma sustituye o mejor aún, codifica un evento que ha devenido inconsciente debido al olvido producido por las amnesias, protección de la psiquis. Es decir, las huellas mnémicas quedan inscritas en el psiquismo a partir de las experiencias del cuerpo (Freud, 2011:69).
La clave en este argumento para explicar el odio como síntoma de lo político es el proceso de desplazamiento del contenido de un síntoma, no su supresión, esto se debe al carácter traumático del síntoma cuya particularidad es disociar representación47 y afecto. En tanto el odio y el amor son afectos y los afectos son la expresión de las pulsiones y los objetos de la pulsión son variables y contingentes, su elección se relaciona con la historia individual de un determinado sujeto, así como con el contexto histórico en el cual éste actúa. En estos procesos, la función de la identidad individual consiste en mediar entre las pulsiones que buscan una gratificación y la realidad externa que las obtura.
A través de las asociaciones que invocan los significantes pueblo/élite, el líder desencadena la rememoración individual y colectiva. Desde el punto de vista individual, la identificación de un sujeto con el líder posibilita asociaciones que reviven el afecto amor/odio de modo similar al recuerdo de los acontecimientos que lo suscitaron, produciendo una descarga emocional a través del recuerdo. Es decir, la rememoración individual de un recuerdo traumático revive el afecto que estuvo ligado a aquél en su origen, lo cual puede conducir a la persistencia de emociones como la envidia y el rencor. Al respecto, Castoriadis (2002:41) plantea que el odio de sí mismo, es el que alimenta las formas más acentuadas del odio al otro y se descarga en sus manifestaciones más crueles y arcaicas. Esto se debe a que los afectos (amor/odio) son la traducción subjetiva de la energía pulsional realizada a través de la conversión, el desplazamiento y la transformación. Y, con respecto al mecanismo de desplazamiento, Castoriadis (Ibídem) sostiene que las expresiones extremas del odio al otro y –el racismo– es una expresión extrema del odio al otro, constituyen monstruosos desplazamientos psíquicos mediante los cuales el sujeto puede guardar el efecto cambiando de objeto.
En este proceso debemos comprender que las representaciones48 que el síntoma codifica son latentes y adquieren la forma de relatos imaginarios a los cuales se fija la pulsión cuya finalidad es suprimir el estado de tensión y por ello busca un objeto para alcanzar su fin. Esto se debe a la necesidad de reprimir el dolor que causan los sucesos traumáticos, de modo que mientras el contenido de las representaciones se olvida, el afecto busca su propio cauce. En contextos masivos favorecidos por la emotividad, el líder hace recordar y con ello restituye el olvido de los cuerpos históricamente agraviados, pues vuelve a significar las huellas que el síntoma codificó. Como el inconsciente es atemporal los recuerdos son intemporales, esta cualidad del síntoma implica que puedan ser reconfigurados con nuevos contenidos, aquéllos a los que apela el líder de acuerdo a las problemáticas de su nación.
A través de los significantes pueblo y popular, el líder los convoca como figuras, los dignifica, divide el espacio social y reactualiza la partición constitutiva de lo social, lo que Jacques Ranciere (2010:9) denomina la “comunidad de partición o comunidad de división”. Si lo social no logra apaciguar lo político, es necesario retomar el asunto a la inversa, asignando a lo político la regulación del conflicto social. Esto permite que el recuerdo resurja pues el líder lo posibilita y con ello restablece un orden pretérito que nunca existió: la promesa de igualdad, y como la búsqueda de la igualdad es siempre una utopía, su padecimiento siempre es actual. Dice el filósofo que el rumor del fin de la política corre por doquier, dice también que vivimos en un tiempo marcado por el fin de la promesa. Estamos de acuerdo, se trata de todos los fines. Pero, no obstante el color que tiñe a nuestra época, el líder carismático restituye la promesa que el pueblo necesita. Emisor y receptor del mensaje se prometen. Y, aunque la promesa no está en el presente, sino en el futuro, el pueblo clama por la justicia que la promesa promete. Por estas razones el líder actualiza la utopía cuando hace emerger el síntoma ya que enlaza la vida psíquica individual y colectiva a través de vincular identidad social y memoria colectiva. De manera que a través de sus evocaciones hace un acto de justicia histórica ya que profundiza el antagonismo social ahondando el duro núcleo de lo Real.49
Reflexiones finales
No hay espacio concebido que ilustre mejor la objetivación del odio que el campo de concentración, pues en ese lugar se realizó la más absoluta conditio inhumana que se haya dado nunca en la tierra.50 No obstante la lógica instrumental del Holocausto capaz de concebir el campo de concentración como el espacio moderno de la excepción, es importante advertir que el racismo y el odio al otro no es una invención específica de Occidente. No lo es pues los pueblos de religión monoteístas (Castoriadis, 2002:34) consideraban que su Dios era bueno para todos, si los otros no lo quieren serán obligados por la fuerza a tragarse esa creencia o, si no, serán exterminados.
En la atribulada condición global que impera la ruptura de los lazos afectivos y la emergencia del odio evidencian que “los verdaderos prototipos de la relación de odio provienen de la lucha del yo por su conservación y su afirmación”.51 Esto significa que odiamos aquello que nos amenaza y eso es “normal”, pero en realidad hay algo más estructural que se vincula con nuestra psiquis, se trata de la incapacidad de constituirnos como sujetos sin excluir al otro y de la aparente incapacidad de excluir al otro sin desvalorizarlo y, finalmente, sin odiarlo. Si esto es así, la pulsión de muerte está ahí como un ineludible resto en cada uno de nosotros, pulsión que sólo requiere de la chispa que anuncia el fuego para emerger. Su uso político ha servido para transferir venganzas de padres a hijos, de blancos a negros, entre republicanos y franquistas, entre serbios y bosnios, entre palestinos y judíos, entre catalanes y españoles, entre hombres y mujeres, entre culturas populares y hegemónicas, y todas en forma recíproca.
A través de la identificación y de la contra-identificación el líder le imprime afección a los significantes pueblo/élite, simplificando la diversidad que la misma dicotomía admite, decir pueblo puede significar la relación entre ciudadanía/Estado, o sólo a los de abajo en esa relación. Al estar basadas en una lógica binaria cualquier dicotomía es necesariamente excluyente ya que simplifica un rasgo o característica de un sujeto o grupo humano para legitimar su exclusión y, en los casos extremos su exterminio, por condición racial, étnica, social, religiosa, ideológica, política, entre muchas otras.
Toda forma de dualismo pervierte y simplifica lo diverso que albergan los signos que admite el código. Oponer lo culto a lo popular conlleva antagonizar, antagonizar simplifica y deja afuera la historicidad de los múltiples significantes contenidos en el código. Por esta razón el enunciado pueblo/élites pone en acto sentimientos como el rencor, la venganza, la envidia, vinculados a ideas que se reconfiguran a través de la psicología social y de su inevitable reproducción social. Es decir, el odio no es un afecto que surja de la nada, surge en contextos de crisis social y política, como en Alemania y Ruanda, dos genocidios en los que el enemigo fue construido para justificar su exterminio. Habrá entonces que considerar que cualquier simplificación marca fronteras simbólicas y políticas dando lugar al “narcisismo de las pequeñas diferencias,” mecanismo que prefigura el surgimiento del odio. A través de su lógica se justifica la exclusión mediante la desvalorización de un atributo que si bien distingue al otro, lo simplifica haciendo que los arbitrarios culturales aniden los huevos de la serpiente. Aquél que alimente ese nido conseguirá un mundo envenenado de odio.
Del odio sabían los teóricos de la Escuela de Frankfurt, no sólo porque advirtieron la necesidad del psicoanálisis para explicar ese resto indomable que no es instinto, sino pulsión, sino porque fueron víctimas de la supremacía nazi. En ese contexto cercano al “Infierno”, Freud denunciaba el malestar en la cultura cuyo trasfondo constitutivo –aunque negado– era la biopolítica moderna basada en el exterminio judío avalado por el Estado totalitario. Hoy nos aquejan otras formas de exterminio social bajo la espada del Estado democrático, gestor de la politización de la nuda vida mediante formas de exclusión fruto de la mercantilización de los derechos conquistados por la clase obrera que se reconfigura en millones de pobres, desocupados, en las tribus urbanas, en las nuevas formas de esclavitud, en los sobreexplotados, excluidos, exceptuados, refugiados y en los crecientes flujos migratorios de ese otrora mundo colonizado. Cuando Alain Badiou (2008) dice que estamos “privados de mundo” se refiere a este poder sin topos cuya eficacia simbólica se basa en dos poderosas estrategias señaladas por Zizek (2009) la pos-política, en tanto es una política gestionada y administrada por expertos que afirman dejar atrás las luchas ideológicas, y la biopolítica basada en administrar la vida, regular la seguridad y el bienestar humano.
Si el psicoanálisis es una reflexión filosófica sobre el deseo y el fin, quizás tendríamos que preocuparnos no sólo por nuestros ideales sino por el fin de nuestros ideales. No deberíamos olvidar que el odio es un afecto y, un afecto es la traducción subjetiva de la pulsión y como el fin de toda pulsión es suprimir la tensión, el sujeto requiere de otro o bien de un objeto para que la pulsión alcance su fin. En términos colectivos, sólo se requiere del tiempo histórico propicio y del espacio social idóneo para que las pulsiones de muerte emerjan buscando sus objetos de odio. Si de pasiones se trata, nuestra época habla. Entonces como no volver al psicoanálisis para explicar el odio como síntoma cuando lo político estalla y el sujeto lo hace cuerpo.
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Notas
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