Resumen: La administración civil de un determinado territorio está íntimamente ligada con la administración eclesiástica, lo que se puso en evidencia durante el siglo XIX, cuando la formación de algunos estados de la república fue acompañada por la de diócesis. Se trata de fenómenos que corren por vías hasta cierto punto independientes, pero que tienen muchos puntos de contacto; historias de poder, de comunidades que buscan representatividad y reconocimiento, de elites que pugnan con autoridades externas y superiores. La creación del estado de Aguascalientes (1835), que fue secundada por la formación de la diócesis del mismo nombre (1899), nos proporciona un mirador desde el cual podemos atisbar la forma profunda en la que esas historias están ligadas y advertir, no sin sorpresa, que los protagonistas son los mismos, ciudadanos de la sociedad civil y feligreses de su Iglesia.
Palabras clave: Estado, obispado, ciudadanos, feligreses, Aguascalientes.
Abstract: The civil administration of a given territory is closely linked to ecclesiastical administration, a connection that became evident in the 19th century when the formation of certain states in Mexico was accompanied by the establishment of dioceses. These are processes that follow somewhat independent paths yet share many points of intersection: stories of power, communities seeking representation and recognition, and elites struggling with external and higher authorities. The creation of the state of Aguascalientes (1835), followed by the establishment of the diocese of the same name (1899), provides a vantage point from which to observe the profound interconnection between these historical trajectories and to recognize, perhaps unexpectedly, that the key actors remain the same: members of civil society and parishioners of their Church.
Keywords: State, bishopric, citizens, parishioners, Aguascalientes.
Artículos
Ciudadanos y feligreses. Aguascalientes: estado y diócesis, siglo XIX*
Citizens and Parishioners Aguascalientes: State and Diocese, 19th Century
Received: 28 June 2024
Accepted: 15 November 2024
Published: 08 May 2025
El tema de la configuración de los espacios normalmente se aborda desde el punto de vista político-administrativo: un gobierno central que determina la creación de nuevos polos de poder o capitales regionales, atendiendo las demandas de las elites locales. Con frecuencia se olvida que ese proceso se manifiesta también en el campo de la administración eclesiástica, es decir, la formación de parroquias y obispados, lo que constituye también un reconocimiento de la importancia y pujanza de determinados lugares.
Connaughton (2001, p. 170) propuso el concepto de “federalismo eclesiástico” para analizar el proyecto que surgió luego de consumada la independencia nacional, el cual proponía que los nuevos estados de la primera república federal se constituyeran también como diócesis, mejorando su administración civil y eclesiástica. Con mayor profundidad, Romero de Solís (2006) advirtió, para el caso de Colima, la unión de los ciudadanos con los presbíteros, señalando que fueron ellos, y no la jerarquía eclesiástica, los que obtuvieron, primero el establecimiento del estado (1857) y posteriormente la erección de la diócesis (1881); en su opinión, ello remite a “la influencia de la Iglesia (…) en la formación de la identidad e idiosincrasia de una región” (p. 53).
Gutiérrez (2007) publicó en tres volúmenes una Historia de la Iglesia católica en Aguascalientes, desde la formación de la parroquia a principios del siglo XVII hasta finales del siglo XX. Sin embargo, pese a su profusión, en estos tres libros solamente encontramos dos párrafos dedicados al asunto crucial de la erección del obispado (vol. 3, p. 24).1
En este artículo pretendemos mostrar que la historia de la creación del estado y la de la erección del obispado de Aguascalientes están íntimamente relacionadas y remiten a los mismos sujetos: ciudadanos de su comunidad civil y feligreses de su comunidad religiosa. Sobre estos asuntos, los autores hemos publicado avances (Gómez, 1994; Rodríguez y Gómez, 2023), y en este artículo hemos puesto el énfasis en la comparación entre ambos procesos.
La villa de Aguascalientes fue fundada el 22 de octubre de 1575, con el propósito de dar seguridad a los viajeros que se dirigían a las minas de Zacatecas. Los colonos y mineros fueron atraídos a la región “por el buen temperamento y la natural aptitud para las actividades agrícolas de las tierras situadas alrededor de la villa” (Gómez, 2012, p. 35). En 1601 se fundó la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, lo que preparó el terreno para la creación, en 1605, de la alcaldía mayor de Aguascalientes, que fue separada de la de Santa María de los Lagos. Esto impulsó el desarrollo económico y social de la región y puso los cimientos de Aguascalientes como entidad independiente. A lo largo del siglo XVII la región conoció una relativa prosperidad, lo que incluyó la formación de haciendas, el establecimiento de dos pueblos de indios y el desarrollo de la actividad comercial.
En los primeros años del siglo XVIII el curato de Aguascalientes era considerado “tan bueno como el de Lagos” (Mota, 1870, p. 55). Entre los curatos del obispado de Guadalajara con mayores ingresos parroquiales se encontraba Aguascalientes, con rentas de 5 000 pesos (Lagos y Pinos estaban por encima, con 6 000) (Taylor, 1999, pp. 717-718). El virrey Noroña y Silva afirmaba que Aguascalientes “es el mejor curato que tiene el obispado” y que su capital era una villa de “bastante vecindad de muy buen temperamento”, con muchas huertas y viñas, abundante en semillas y frutas de Castilla, con “buena hortaliza y pastos”.2
En 1742, Mota Padilla consideraba que las villas de Aguascalientes y Lagos eran la “garganta del comercio de Zacatecas a Guadalajara y a otros muchos lugares de estos reinos” (Mota, 1870, p. 241). Varios comerciantes tenían en la villa de Aguascalientes la “base de sus operaciones económicas y familiares” (Gómez, 2002, p. 77). En 1766, Lafora (1938) señalaba que la villa contaba con varias “tiendas de mercancía” atendidas por europeos, lo que subrayaba la importancia del lugar (pp. 48-49).
En el ámbito eclesiástico, la parroquia era una de las más deseadas del obispado de Guadalajara. Generalmente, los curas que administraron la parroquia murieron ejerciendo su ministerio o accedieron al cabildo eclesiástico de Guadalajara, lo que debe interpretarse como una promoción (Rodríguez, 2020, pp. 259-260). El ingreso a dicho cabildo “les daba a sus miembros un estatus social que los posicionaba como sujetos con diversos privilegios y consideraciones”, aparte de “elevar la jerarquía social de su familia” (Castañeda, 2005, pp. 142-144). En el ámbito civil, el cabildo de Aguascalientes llevaba a cabo funciones de gobierno, justicia, hacienda y policía; además, “como órgano rector de la sociedad” se dedicaba a “defender los intereses de la comunidad [y] representarla”, al mismo tiempo que establecía relaciones con otras instancias, como la Audiencia de Guadalajara (Rojas, 1998, pp. 231, 295-298).
En 1700, con el cambio de dinastía y la coronación de Felipe V, se puso en marcha una serie de reformas que buscaban fortalecer el poder de la corona, lo cual implicaba una transformación del gobierno novohispano. Estas medidas se reflejaron en todos los ámbitos: político, económico, administrativo y eclesiástico. Felipe V impulsó la reorganización de los curatos, que consistía básicamente en subdividir aquellos que eran demasiado grandes, política que continuó durante el reinado de Felipe VI (Aguirre, 2017, pp. 112-113, 115, 117-118) y afectó directamente a la parroquia de Aguascalientes, la cual fue dividida varias veces. La primera en 1731, cuando se erigió la parroquia de Nuestra Señora de Belén en Asientos; posteriormente, se formaron la de San José de Gracia (1769), la del Valle de Huejúcar (1772) y la de Encarnación (1778).
Asimismo, el territorio del Nuevo Mundo fue reorganizado. En 1786, a través de la Ordenanza de Intendentes, la Nueva Galicia se dividió en dos intendencias, la de Guadalajara y la de Zacatecas, mientras que las antiguas alcaldías mayores se transformaron en subdelegaciones. La subdelegación de Aguascalientes formó parte de la intendencia de Guadalajara, aunque casi de manera inmediata se buscó que fuera agregada a la de Zacatecas, argumentando razones de cercanía y, sobre todo, el tema del abasto de maíz para las minas. En esta época, Aguascalientes era un punto de tránsito obligado para todas las mercancías que iban de Veracruz, Xalapa, Puebla y México a Zacatecas, Fresnillo, Durango, y otras ciudades del norte (Gómez, 1994, pp. 71-72). Menéndez Valdés (1980) señalaba que Aguascalientes era el mejor pueblo de la intendencia de Guadalajara, además de que ocupaba el segundo lugar de rendimientos anuales de alcabalas y tabacos (pp. 110-112, 127).
Por ello es que tanto Guadalajara como Zacatecas comenzaron una disputa por Aguascalientes, que llegó hasta el Consejo de Indias, que resolvió en 1791 que no era prudente alterar el régimen de intendencias, pues había que considerar “la eventual resistencia que pudieran ofrecer los habitantes de las jurisdicciones afectadas”. Pese a este fallo adverso, el intendente de Zacatecas siguió insistiendo, hasta que finalmente el Consejo de Indias determinó en 1803 que Aguascalientes se agregara a la intendencia de Zacatecas (Gómez, 1988, t. 1, vol. 1, pp. 19-22). Tal vez esta decisión no fue bien recibida en Aguascalientes, cuyos comerciantes preferían seguir dependiendo de Guadalajara, “una metrópoli con la que estaban unidos mediante sólidos lazos históricos”, la cual “ejercía su autoridad de una manera discreta, suave y hasta distante” (Gómez, 1994, p. 17).
Al comenzar el siglo XIX, la monarquía española atravesaba por una crisis generalizada, mientras que en Nueva España las condiciones sociales y económicas “presentaban fuertes contrastes”. Nuevas corrientes de pensamiento en combinación con la noticia de la ocupación por los franceses del territorio español provocaron una insurrección (1810-1821), cuyos líderes, entre otras cosas, buscaban el establecimiento de gobiernos americanos (Villoro, 2013, pp. 489-523). Después de la promulgación de la Constitución de Cádiz (1812), la de Apatzingán (1814) y el Plan de Iguala (1821), finalmente se logró la emancipación de Nueva España, plasmada en el Tratado de Córdoba (1821), que reconocía “la independencia del imperio mexicano” (Ávila y Jáuregui, 2017, pp. 363-393).
En Aguascalientes, la actividad insurgente fue contenida “por la constante presencia de tropas realistas”, por lo que al terminar la guerra la región se pudo recuperar en forma muy rápida (Rojas, 1994, pp. 66-69, 72). En 1821, cuando se juró la independencia, las intendencias se convirtieron en provincias y las subdelegaciones en partidos. Aguascalientes fue uno de los partidos más importantes de la provincia de Zacatecas, ya que su población estaba en constante aumento al igual que la producción agrícola y su comercio (Gómez, 1988, t. 1, vol. 1, p. 67).
La región de Aguascalientes se fue desarrollando durante la época novohispana y terminó por consolidarse en el México independiente, lo que se confirmaría mediante la creación del estado y posteriormente del obispado. La antigua villa de Aguascalientes se había convertido en el centro de una compleja red de relaciones administrativas, políticas, comerciales y religiosas. Era el lugar al que ocurrían quienes necesitaban comprar un esclavo, obtener un préstamo, registrar un hijo recién nacido o dictar su testamento. La villa le daba a la región su vertebración, le imponía al desarrollo económico su ritmo y se destacaba como una especie de eje natural de todas las transacciones, ya que era un emplazamiento central, al que asentamientos de menor importancia estaban ligados (Gómez, 2012, pp. 44-45).
Aunque de índole diferente entre sí, los procesos de formación de Aguascalientes como estado y como obispado son parecidos, pues se dieron en forma gradual y en un contexto más amplio, relacionado con la reorganización territorial, tanto de la nueva nación como de los grandes obispados; en este proceso las elites regionales desempeñaron un papel fundamental y tuvieron que superar diferentes obstáculos, entre otros, la oposición de quienes no estaban de acuerdo con la secesión.
A partir de la independencia, los centros de poder de reciente formación reclamaban cierta autonomía política, por lo que sus habitantes comenzaron a organizarse. De esta manera, las regiones, encabezadas por sus elites, pugnaban por una mayor independencia que les permitiera desarrollarse, crecer y fortalecerse. La propensión a la secesión civil influyó directamente en la cuestión religiosa, puesto que después de conseguir la autonomía política, los nuevos gobiernos también querían alcanzar la eclesiástica. Es lo que se conoce como “federalismo eclesiástico”, cuyo objetivo era que los nuevos estados de la república se constituyeran también como obispados para mejorar su administración y contar con una mayor vigilancia pastoral (Connaughton, 2001, p. 170).
La idea de erigir una diócesis en cada estado fue avalada tanto por el gobierno general como por los locales; durante el gobierno de Valentín Gómez Farías se tenía la aspiración “de que cada estado mexicano tuviera su propia diócesis” (Connaughton, 2010, pp. 62-63). En cuanto a los gobiernos locales, en 1829 los congresos de México, Zacatecas y Veracruz expresaron sus propuestas para la creación de una diócesis por estado, cuyas autoridades tendrían facultades para nombrar a sus respectivos obispos (Carbajal, 2005, p. 199). Esto último era sin duda un eco de la revolución francesa, que reconfiguró el territorio para contar con una distribución más equitativa y racional (departamentos), en la que los límites civiles y eclesiásticos coincidieron; además, se estableció que los obispos fueran elegidos por los ciudadanos y recibieran un sueldo por parte del estado (Doyle, 2022, p. 78).
Lucas Alamán consideraba que “la distribución religiosa y la judicial de la República, deben estar en consonancia con la división civil”: los obispados, tanto los antiguos como los de nueva creación, “deben abrazar cierto número de Estados completos, sin las fracciones que ahora embarazan inútilmente los actos de ambas autoridades” (Alamán, 1852, vol. 5, p. 941). Sin embargo, esta idea sería relegada y el proceso de reorganización territorial se daría hasta la segunda mitad del siglo XIX, pues la clase dirigente pronto advirtió las implicaciones que conllevaba la formación de nuevos territorios, sin contar los grandes problemas políticos que había en el país, todo lo cual obligaba a concentrar la atención en temas particulares (O’Gorman, 2000, pp. 173-174).
En los primeros años de vida independiente, el gobierno de Zacatecas reconocía la importancia de Aguascalientes, como lo sugería su población (39 481 habitantes), muy superior a la que tenían los partidos de Zacatecas (15 991 habitantes) y Fresnillo (10 178) (Terán, 2018, pp. 83-84). Mediante un decreto del 22 de septiembre de 1824, el gobierno zacatecano le concedió a la antigua villa de Aguascalientes el título de ciudad. Como decía el gobernador Francisco García, este lugar había adelantado a otras poblaciones gracias seguramente a “la suavidad de su clima, su posición geográfica y lo hermoso de su situación” (García, 1874, p. 26).
Las tendencias autonomistas de Aguascalientes encontraron un terreno propicio en la crisis de la primera república federal. Como se sabe, en 1835 el Congreso discutió el delicado asunto de las milicias cívicas de los estados, que se consideraba necesario eliminar o por lo menos reducir en forma sustancial, lo que en Zacatecas se leyó como un artero golpe a la soberanía de los estados, pues su orgullosa milicia constituía un verdadero ejército que sólo le debía fidelidad al estado y era el mejor escudo de su independencia (Costeloe, 1983, pp. 299-300). A la postre, Zacatecas fue el único estado que no aceptó reducir su milicia, lo que hizo necesario tomar otras medidas. El presidente Antonio López de Santa Anna, que se encontraba en su hacienda de Manga de Clavo, llegó a la ciudad de México el 11 de abril de 1835, con la finalidad de ponerse a la cabeza del ejército que debía marchar a Zacatecas y aplastar a los rebeldes. Los de Aguascalientes vieron en esta coyuntura una inmejorable e inesperada oportunidad para solicitar su separación de Zacatecas.
En una nota de “La Lima de Vulcano” se señalaba que, del batallón de Aguascalientes, que supuestamente “tenía más de mil plazas”, las autoridades apenas consiguieron “reunir poco más de trescientas”, de las que llegó a la capital del estado solamente la mitad. Además, se informaba que el ayuntamiento
tiene dispuesto recibir al presidente con grande regocijo y solemnidad a pesar de que el jefe político se opuso y hubo una sesión reñidísima hasta pasar a ser escandalosa pues llegaron a amenazarse con puñales, pero están tomando sus medidas sin temer la indignación de la capital. En ese lugar están deseando la llegada de las tropas del gobierno general, pues les es insoportable el yugo de Zacatecas.3
El autor de la nota estaba bien informado, pues el cabildo, los vecinos más prominentes e incluso algunos eclesiásticos se prepararon para recibir en son de triunfo al presidente Santa Anna, el 1 de mayo de 1835. Hay que enfatizar el valor simbólico de esta recepción, pues Aguascalientes era un partido del estado de Zacatecas que había desafiado en forma abierta a la federación al negarse a reducir su milicia cívica. En toda la ciudad hubo demostraciones de regocijo, se limpiaron las calles, se adornaron las casas y se colocaron varios arcos triunfales. Las autoridades acompañaron al presidente hasta la parroquia donde lo recibió el clero y le ofrecieron un solemne Te Deum (González, 1974, pp. 74-75). En forma muy clara y oportuna, para no decir oportunista, las autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad tomaron partido por el gobierno de la capital de la república en contra de Zacatecas, estado del que formaban parte (Vega, 2005, pp. 158, 197, 341).4
Al día siguiente, se llevó a cabo en la plaza principal una sesión extraordinaria del cabildo (Acta, 1935, pp. 15-26), la cual además fue abierta, por lo que pudo participar en ella “gran parte del vecindario”. Bajo la presidencia del alcalde José María Ávila y de Pedro García Rojas, el vecino que hospedó en su casa al general Santa Anna y que figuró como representante del jefe político José María Sandoval, quien por alguna razón no quiso o no pudo hacer acto de presencia, los síndicos procuradores José María Barros y Atanasio Rodríguez leyeron una exposición en la que proponían que “la ciudad de Aguascalientes, que hasta ahora ha pertenecido al Estado de Zacatecas […] de hoy en adelante se emancipa e independe del mismo Estado y es su voluntad constituirse en territorio”. Al terminar la lectura, el presidente indicó que la propuesta estaba a discusión, por lo que cedió el uso de la palabra entre los asistentes, siendo los eclesiásticos los primeros en hablar.
Todo parece haber sido preparado, como si se esperara la rebelión de Zacatecas, la consiguiente expedición punitiva del gobierno federal y el paso de Santa Anna por Aguascalientes para demandar la separación del partido. El presbítero Lucas Mazón señaló que Aguascalientes “había sido siempre postergada, abatida y desairada” por Zacatecas. El presbítero Juan de Mata Jiménez de Sandi, quien además era el sacristán mayor de la parroquia y el eclesiástico más antiguo del curato, puso de manifiesto “la rivalidad que se palpaba en la Capital de Zacatecas para con esta Ciudad” y argumentó que ya era tiempo de que Aguascalientes “abriera los ojos y que viera la ciega obediencia que había prestado a las Supremas Autoridades de Zacatecas y la estricta observancia con que había obedecido sus leyes, y el gusto que había llevado cuantas cargas y contribuciones se les mandaban, teniendo por retribución el desprecio, la vejación y el abandono que ha experimentado” (Acta, 1935, p. 19).
Se sumaron a la carga, de acuerdo con lo que parece un guion previamente acordado, los procuradores José María Barros y Agustín Domínguez. El primero señaló “la dura tiranía con que Zacatecas imponía gabelas”, además de que con el reglamento económico-político de los partidos “se habían reprimido hasta el grado más vergonzoso la autoridad, representación, decoro, dignidad y facultades de los ayuntamientos”, mientras que Domínguez recordó que en dos ocasiones (agosto de 1833 y abril de 1835) la ciudad había sido abandonada por la tropa, lo que podía interpretarse como “una rivalidad o una indiferencia en la suerte que corría este desgraciado lugar, dejándolo […] expuesto por consecuencia a ser asaltado y saqueado […] el juguete de los bandidos y ladrones”.
La propuesta fue aprobada por aclamación. Enseguida se nombró una comisión para que informara al presidente Santa Anna lo acordado. El presidente dio “las debidas gracias al Ilustre Cuerpo y junta de vecinos por el comedimiento que habían usado en participarle lo acontecido en la presente sesión”, aunque curiosamente no expresó su aprobación de lo acordado. Finalmente, el ayuntamiento aprobó los “fundamentos para el régimen provisional de la ciudad” y para celebrar lo acontecido se dirigieron a la iglesia parroquial en donde se cantó un Te Deum “en acción de gracias” (Acta, 1935, p. 23).
Ese mismo día, enviaron una “Representación” (Representación, 1935, pp. 26-44) al Congreso General para manifestar “su libre y espontánea voluntad de constituirse en Territorio” (Terán, 2018, p. 86).5 Argumentaban que Aguascalientes había cometido “el pecado de ser una ciudad mayor que el Fresnillo y que Jerez, igual, y por varios aspectos mayor y mejor que la capital misma”; además de que no contaba con minas de plata “con que contribuir al sistema de guerra zacatecano, pero el mayor y más imperdonable de sus crímenes […] es haber contrariado en muchas y diversas ocasiones su sistema antifederal, antinacional, de opresión, de pillaje, de impiedad y de guerra”. Zacatecas veía a Aguascalientes como su rival y por dicha razón no encontraba “apoyo ni protección en el Congreso, ni en el gobierno”; además, “muy poco o nada le importa tenerla bajo su mando”. La conclusión era obvia:
Aguascalientes ya se cansó de ser desairada, ya se le acabó el sufrimiento para tolerar tanta serie de males que […] se le han descargado, ya no está en el caso de ver con indiferencia el descuido, el desprecio y el abandono con que sus gobernantes y principalmente sus legisladores han visto sus empleos […] no puede aguantar esa conducta tortuosa y esa política confusa, oscura y misteriosa con que se han conducido, ya no puede sobre llevar esas gabelas y contribuciones con que se le ha agobiado, ya no puede, en fin, sufrir el ignominioso y férreo yugo que se le ha hecho resentir. Y si Zacatecas no necesita de Aguascalientes, tampoco Aguascalientes tiene necesidad de Zacatecas, pues ella por sí tiene elementos sobrados no sólo para subsistir, sino para progresar; y muchos más tendría si Zacatecas no se los hubiera absorbido para engrandecerse (Representación, 1935, pp. 40-41).
Mientras tanto, el 11 de mayo de 1835, en una sola batalla, en la localidad de Guadalupe, Santa Anna derrotó por completo a la milicia cívica de Zacatecas. Al día siguiente, el jefe político García Rojas le dio un poder notarial a Tomás López Pimentel para que diera a conocer tanto en el Congreso nacional como en el Ministerio de Relaciones la “Representación” del 2 de mayo y solicitara la emancipación, de la que “es acreedora esta ciudad por el buen comportamiento que hasta la fecha ha observado y con especialidad en las presentes circunstancias”.6
Posteriormente comenzó a circular un “Manifiesto” dirigido a los habitantes de Aguascalientes que mandó imprimir el ayuntamiento, en el que se señalaba los desatinos del gobierno zacatecano, sobre todo el de enfrentarse al presidente Santa Anna. Se refería que Aguascalientes sólo podía ver a Zacatecas como “un padrastro cruel que de mil modos ha vejado a esta ciudad, puesto su comercio en nulidad, paralizada su industria, sin brazos la agricultura, la educación pública abandonada, recargada de contribuciones, tratado su ayuntamiento con el desprecio más despótico e insultante y sus moradores reducidos a la esclavitud más infame” (Manifiesto, 1935, pp. 13-14).
Por su parte, el 21 de mayo, la comisión del Congreso encargada de estudiar el caso de Aguascalientes concluyó que
el partido de Aguascalientes no puede ya continuar unido a Zacatecas sin que se comprometa la tranquilidad pública […] El odio entre ambos se ha fortificado en largo tiempo, por las diversas ocurrencias políticas y ha llegado a su colmo con las últimas, echándole un sello irrompible los pasos avanzados que ha dado últimamente el mencionado partido de los que sería muy difícil y peligroso querer hacerle retrogradar (Dictamen, 1935, pp. 44-46).
Además, se previó que el gobierno daría aviso a todas las legislaturas de la solicitud de Aguascalientes, pidiéndoles que manifestaran su anuencia u oposición, señalando que quedaría erigido en territorio cuando tres cuartas partes lo aprobaran y que mientras tanto estaría “gobernado por las autoridades que hoy lo rigen, bajo la inspección del gobierno general y en clase de Territorio”. El dictamen fue aprobado por la Cámara de Diputados con 43 votos a favor y dos en contra y después fue turnado al Senado, donde “fue aprobado por una gran mayoría de los señores senadores concurrentes” y elevado a la categoría de ley el 23 de mayo de 1835 (Ley, 1934a, pp. 5-6).
El telón de fondo era el movimiento centralista que Sordo Cedeño consideró “genuino y espontaneo”, caracterizado “por su moderación”; dijo también que “no hubo derramamiento de sangre”, olvidando el enfrentamiento con Zacatecas (Sordo, 1993, pp. 179, 181). Con la publicación de las Bases Constitucionales, el 23 de octubre de 1835, se pasaba de la República Federal a la República Central. El 29 de diciembre de 1836 se promulgaron “las leyes constitucionales prometidas en las bases”, las cuales fueron conocidas como las Siete Leyes (Costeloe, 2000, pp. 134-135, 143). En la sexta ley, que trata sobre la división del territorio mexicano, se señala que los antiguos estados se convertirían en departamentos, con excepción de Aguascalientes, que “será departamento, con el territorio que hoy tiene” (Ley, 1934b, p. 15; Sordo, 1993, p. 233). Esto sin duda fue el triunfo del ayuntamiento y de la elite local, que lograron la emancipación y se liberaron de la tutela zacatecana.
En 1842 el Congreso Constituyente discutió de nuevo el caso de Aguascalientes. Se recibieron algunas propuestas en el sentido de agrandar el territorio del departamento, añadiéndole localidades pertenecientes a Jalisco y Zacatecas, pero algunos diputados pensaron que lo mejor era reincorporarlo a Zacatecas.7 Ninguna de las dos propuestas se tomó en cuenta y, además, a finales del año, en varias ciudades del país se presentaron pronunciamientos que desconocían al Congreso Constituyente, que finalmente fue destituido el 19 de diciembre (Gómez, 2016, pp. 88-89).
El 21 de mayo de 1847, en el contexto de la invasión estadunidense, el Congreso promulgó un acta de reformas a la Constitución que disponía la reincorporación de Aguascalientes a Zacatecas, en calidad de partido, lo que localmente se interpretó como una inaceptable humillación. El gobernador Felipe Cosío, al frente de los inconformes, se negó a jurar la Constitución reformada. Por su parte, el Congreso local afirmó que “publicar y jurar la extinción, la muerte del estado de Aguascalientes, no cabe en el corazón del último aguascalenteño”.8 El 22 de mayo, el Congreso de Aguascalientes envió una protesta al de la Unión manifestando que al desposeer a Aguascalientes de su soberanía se cometía un error y una injusticia inexplicables e inoportunas, por lo que [el Congreso] “no consentirá que le prive de su representación como uno de los estados libres y soberanos de la Confederación mexicana”.9
En junio el Congreso de Aguascalientes envió una excitativa a las legislaturas estatales para pedirles que dirigieran al de la Unión su voto para que Aguascalientes continuara siendo un estado de la Confederación mexicana. Debido al clima político que se vivía en el país, las legislaturas le dieron poca importancia al asunto y no se manifestaron inmediatamente; a mediados de agosto solamente la de Michoacán había apoyado la excitativa (Iniciativa, 1850).
En julio, el conflicto entre Zacatecas y Aguascalientes se convirtió en algo parecido a un enfrentamiento armado. La tropa zacatecana tomó las cabeceras de los partidos de Rincón de Romos, Asientos y Calvillo, cuyas autoridades, luego de algunos forcejeos, juraron el acta de reformas a la Constitución. A finales del año, el gobernador Cosío estaba atrincherado en la capital de un estado que legalmente no existía (Gómez, 1994, p. 187).
En febrero de 1848, después de firmados los tratados de paz, el tema de Aguascalientes retomó importancia. Las legislaturas de Chiapas, Tamaulipas, Michoacán, México, Tabasco, Coahuila y Puebla enviaron al Congreso de la Unión iniciativas apoyando las pretensiones de Aguascalientes. El presidente José Joaquín de Herrera determinó la ocupación de Aguascalientes por las tropas federales al mando del general Manuel Arteaga, lo que permitió que la Constitución fuera jurada el 26 de julio de 1848. Sin embargo, cuando Arteaga abandonó la plaza, algunos vecinos organizaron una guardia que se apoderó de plazas y calles y dejó a los soldados en los cuarteles, aislados. El gobierno federal envió entonces al general Tomás Requena para negociar, prometiendo que la plaza no sería ocupada por la tropa zacatecana a cambio de que Aguascalientes aceptara pertenecer de derecho a Zacatecas, sin renunciar a sus pretensiones de soberanía. La propuesta fue aceptada y en enero de 1849 se nombró a Jesús Terán como nuevo jefe político del partido (González, 1974, pp. 119-120).
A finales de 1852 se proclamó el Plan del Hospicio, que desconocía al presidente Mariano Arista y llamaban a Santa Anna a ocupar su lugar. Los de Aguascalientes vieron en este hecho una nueva oportunidad para recuperar su independencia e hicieron suyo el plan, con la condición de que se respetara la soberanía por la que tan ardientemente habían peleado en los últimos años (Acta, 1852). Arista renunció en enero de 1853, y una vez que Santa Anna asumió la presidencia, resolvió respetar los deseos de los vecinos de Aguascalientes y concederle la autonomía a ese departamento, que tan buenos servicios le había prestado cuando tuvo que batir a la milicia cívica de Zacatecas. Finalmente, mediante un decreto fechado el 10 de diciembre de 1853 se establecía que Aguascalientes sería departamento con el mismo territorio dispuesto por la Ley de 1836 (Decreto, 1934, p. 1). El asunto de la soberanía no volvió a ser discutido, de modo que cuando se promulgó la Constitución de 1857, Aguascalientes se convirtió en un estado más de la república.
Una vez obtenida la autonomía política, los vecinos de Aguascalientes se propusieron obtener la independencia eclesiástica, lo cual significaba la erección de una nueva diócesis. El terreno fue preparado con la formación de dos parroquias, que fueron desprendidas de la de Nuestra Señora de la Asunción, cuya sede se encontraba ubicada en la ciudad de Aguascalientes, justo al lado de la mansión colonial que fue comprada por el gobierno para convertirla en sede de los poderes estatales (Ramírez, 2014, p. 41).
El 19 de febrero de 1853, aprovechando que la parroquia estaba acéfala, el alcalde de Aguascalientes y el jefe político del partido, secundados por 150 vecinos, le mandaron una representación a Diego de Aranda, obispo de Guadalajara, solicitando la erección de una parroquia en el barrio de Triana, para atender de mejor forma las necesidades de su crecida población (Gutiérrez, 2003, vol. 2, pp. 370-372).
El cabildo había sido el principal impulsor del proyecto de formación del estado y ahora promovía la reorganización eclesiástica, lo que pone de manifiesto la simbiosis entre los ciudadanos de la comunidad civil y los feligreses de la comunidad religiosa. De hecho, desde la época novohispana, en muchas villas y ciudades la elite participaba simultáneamente en comercio, política y religión; hacía negocios, controlaba el cabildo y tenía una clara injerencia en el gobierno eclesiástico. En Veracruz contribuían al desarrollo de la región mediante actividades comerciales, eran miembros del ayuntamiento y benefactores de la Iglesia; además, en tanto que hijos de los principales vecinos, los eclesiásticos formaban parte de la elite (Carbajal, 2005, p. 190). En Aguascalientes, Juan Francisco Calera, uno de los comerciantes europeos más importantes del lugar, patrocinó en la década de 1790 la construcción del suntuoso Camarín de la Virgen, anexo a la iglesia del convento de San Diego (Gómez, 2002, pp. 186-191).
El obispo Aranda no vio con buenos ojos la idea de crear una nueva parroquia en el barrio del Encino, pues según él la “ayuda de parroquia” era suficiente (Gutiérrez, 2003, vol. 2, pp. 372-373). Sin embargo, Aranda murió en marzo de 1853 y su sucesor, Pedro de Espinosa, consideró el asunto de otra manera y decidió erigir, en junio de 1854, la parroquia del Señor del Encino (Gutiérrez, 1999, vol. 3, pp. 206-210). Sólo un poco después, en agosto de ese mismo año, se formó la parroquia de Jesús María,10 de manera que el departamento de Aguascalientes tenía ya cinco parroquias, dos de ellas en la capital, lo que volvía aconsejable la formación de un obispado.
La primera referencia a la conveniencia de crear la diócesis de Aguascalientes es una solicitud fechada el 5 de junio de 1869, en la que poco más de 200 vecinos le plantearon el asunto a Pedro Loza, arzobispo de Guadalajara. La propuesta no prosperó, entre otras razones porque cinco años antes se había formado la diócesis de Zacatecas con territorio perteneciente a Guadalajara, metrópoli que, por obvias razones de poder e influencia, no veía con buenos ojos estos desmembramientos.11 De todas formas, es interesante observar que, entre los firmantes de esa solicitud había algunos que también habían firmado las representaciones hechas en 1835, cuando el cabildo de Aguascalientes demandó su separación de Zacatecas; por ejemplo José María Ávila, Manuel Camarena, Francisco Macías, Rafael Castañeda y José Antonio Alonso.
El tiempo pasó y en 1887 el periódico católico El Tiempo publicó una nota en la que se decía que el papa León XIII erigiría “un nuevo obispado” y que “la jurisdicción del nuevo pastor será el estado de Aguascalientes”.12 Sin embargo, en 1891, cuando se anunciaron las nuevas circunscripciones eclesiásticas, Aguascalientes no figuró en la lista, debido a la oposición del arzobispo Loza, quien contaba con el apoyo de Eulogio Gillow, obispo de Oaxaca.13
En 1895, con motivo de la visita apostólica de Nicolás Averardi, el asunto fue retomado, pero esta vez con más bríos. La cabeza visible del proyecto era Felipe Nieto y Obregón, uno de los comerciantes y hacendados más ricos del lugar, hijo además de un exgobernador. La ciudad de Aguascalientes había ganado importancia gracias al trazo del Ferrocarril Central Mexicano y a la Gran Fundición Central Mexicana, un gigantesco establecimiento industrial cuyos hornos empezaban a trabajar justo en esos momentos, lo que nos ayuda a entender los renovados esfuerzos de la elite local para lograr la erección de la diócesis. En una carta dirigida a Averardi, Nieto y otros vecinos prominentes se quejan de que Aguascalientes era el único estado de la república en el que no había un obispado, aparte de que en los últimos 50 años sólo había recibido tres visitas pastorales. Era necesaria la presencia de un obispo en la capital del estado para velar por los intereses de la Iglesia y combatir la influencia protestante, que estaba creciendo gracias a la Fundición, que tenía muchos técnicos americanos.14 Al igual que cuando abogaron por la creación del estado, los peticionarios falseaban los hechos que les eran incómodos, pues en Tlaxcala tampoco había un obispado.
Pese a sus inconsistencias, Averardi le dio su visto bueno al proyecto y lo turnó a Roma y Guadalajara para su revisión. Como era previsible, el arzobispo Loza se opuso, lo que molestó a Felipe Nieto, quien le dijo a Averardi que no era necesario “pedir aprobación a Guadalajara”.15 Averardi replicó que el eventual establecimiento de la nueva diócesis implicaba el visto bueno del titular de la arquidiócesis de la que se iban a desmembrar.
El asunto llegó a las páginas de la prensa católica nacional, en la que se señalaba al visitador como el principal impulsor del proyecto,16 aunque este, diplomático al fin, trataba de tranquilizar a Loza, diciéndole que no se iba a tomar una decisión sin tener en cuenta su opinión. El arzobispo argumentaba que las quejas de los de Aguascalientes eran infundadas, pues siempre había existido una buena comunicación con la parroquia, incluso en la época en la que no había telégrafo ni ferrocarril.17 En forma momentánea, el arzobispo logró detener el proyecto.
En enero de 1897, la Santa Sede solicitaba información sobre la viabilidad del asunto,18 mientras se seguían enviando representaciones de apoyo desde Aguascalientes. El proyecto estaba estancado, sin duda, pero en noviembre de 1898 murió el arzobispo Loza, lo cual retiró el principal obstáculo, aunque el cabildo del arzobispado, ahora en sede vacante, mantuvo su oposición (Bautista, 2005, pp. 129-130). Había tantos intereses en juego que Averardi recibió un escrito anónimo, probablemente urdido por el cabildo eclesiástico de Guadalajara, pidiéndole que no favoreciera a Aguascalientes y amenazándolo veladamente, pues entre los prelados de Guadalajara había “hombres de gran valor en Roma” que podían “perjudicarlo”; era mejor dejar las cosas como estaban.19
Sin embargo, pese a la evidente oposición de Guadalajara, el 27 de agosto de 1899 se expidió la bula de erección del obispado de Aguascalientes, el cual quedó conformado con las parroquias que había en el territorio del estado, para evitar tensiones con Jalisco.20 De esta manera, Felipe Nieto y los que lo acompañaron en esta promoción obtuvieron una victoria cabal.
Podemos ahora reparar en los paralelismos que hay entre el proceso de emancipación política, que culminó con la reerección del departamento de Aguascalientes (1853), y el proceso de emancipación eclesiástica, que culminó con la erección de la diócesis de Aguascalientes (1899). En ambos casos, los promotores expusieron, a través de diversas representaciones, los males que achacaban al estatus de dependencia y los beneficios que traería consigo la emancipación. Los perjuicios eran culpa de las metrópolis (Zacatecas y Guadalajara), pues Aguascalientes era una ciudad que podía valerse por sí misma y con los méritos suficientes para que se le concediera una mayor autonomía.
Cuando se promovió la separación de Zacatecas, se argumentó que Aguascalientes contaba con “elementos sobrados no sólo para subsistir, sino para progresar; y muchos más tendría si Zacatecas no se los hubiera absorbido para engrandecerse” (Representación, 1935, p. 41). En forma parecida, cuando se pidió la creación del obispado, se argumentó que “la independencia de esta iglesia […] hará que sus elementos se dediquen a ella misma” y que se combatiera de manera más efectiva el peligro de que la ciudad se convirtiera en “uno de los principales centros de protestantismo en el país”.21
En 1835 se argumentó que las autoridades de Zacatecas eran contrarias al “catolicismo nacional mexicano” y que, embriagadas como estaban de “furor marcial”, oprimían a sus ciudadanos “con gravámenes y contribuciones” para mantener su milicia cívica (Representación, 1935, pp. 28-29). De manera similar, se dijo que la oposición de los canónigos de Guadalajara a la creación de la diócesis de Aguascalientes tenía una motivación económica, pues eran “demasiado ricos” y “ganan más que los cardenales en Roma”; evidentemente era injusto que con el dinero de los aguascalentenses esos prelados mantuvieran sus “palacios elegantes” y vivieran como “grandes magnates”.22
Un argumento recurrente era el de los males asociados al estatus de sujeción. En 1835 se dijo que “era público y notorio” que Aguascalientes “había sido siempre postergada, abatida y desairada” por Zacatecas; la capital del estado alimentaba un espíritu de “rivalidad”, no quería que Aguascalientes progresara y, por culpa de su espíritu castrense, los ciudadanos eran vejados y se inducía “la paralización de la agricultura, de las artes y de la industria” (Acta, 1935, p. 29). Después, se argumentó que los fieles de Aguascalientes estaban desatendidos, pues su pastor residía en Guadalajara y el arzobispado era muy grande, lo que no le permitía atender adecuadamente sus necesidades.23 Como ejemplo de esta desatención se decía que en Aguascalientes, gracias al éxito que habían tenido las industrias de capital extranjero, que llegaban de la mano de personas que no practicaban la fe católica, se había abierto un templo y una escuela protestantes, lo que hubiera impedido un obispo si Aguascalientes fuera diócesis.24 Cabe aclarar que el peligro protestante se magnificaba en forma interesada, porque según el censo de 1895, 99.82% de la población era católica (Peñafiel, 1897, pp. 54-55).
También se esgrimía como argumento a favor de la emancipación la vocación agrícola de Aguascalientes. Como no había minas de plata, se decía en 1835, no se podía “contribuir al sistema de guerra zacatecano” (Representación, 1935, p. 29), pero esa carencia podía tener un significado positivo, puesto que al ser la agricultura la principal actividad de la región, Aguascalientes no tenía la fragilidad de los pueblos mineros.25
El estado y la diócesis de Aguascalientes eran pequeños, pero se tenía la idea de que podían crecer. En 1842 se quiso agrandar el departamento añadiéndole poblaciones pertenecientes a Jalisco y Zacatecas (Gómez, 2016, p. 88); en forma parecida, cuando se promovió la creación del obispado se pidió la incorporación de parroquias ubicadas en Jalisco. El arzobispo Loza decía que lo único que querían los de Aguascalientes era contrapesar su escasa importancia como entidad política, pues esas parroquias que querían anexarse serían luego agregadas al gobierno civil, lo que tendría como consecuencia un aumento de la relevancia política de la entidad.26
Zacatecas y Guadalajara se opusieron a la independencia de Aguascalientes. En 1836 se publicó el “Cosmograma de Aguascalientes”, en el que se burlaban de las pretensiones de los habitantes del pequeño partido (“Cosmograma”, 1935, pp. 49-60), mientras que en 1898 se publicó en las páginas de La Patria un artículo titulado “Nuevo obispado para Aguascalientes”,27 descalificando la empresa. Es interesante advertir que ambos artículos se publicaron en forma anónima, lo que puede interpretarse como una señal de la guerra sucia que había entre los contendientes.
En el “Cosmograma” (1935) se decía que lo de la independencia de Aguascalientes era una simple ocurrencia que había “salido tan mal como todo lo que se improvisa”. En tono de burla se mencionaba que “fueron muchos muy grandes y poderosos los motivos que hicieron que Aguascalientes se separase de Zacatecas, constituyéndose en Territorio; y poco faltó para que se erigiese en nación libre, independiente y soberana”. Los campeones de esa causa le “escribieron al Papa [para] que abandonase a Roma para establecerse aquí”, decían en uno de los pasajes más agudos de esa sátira (p. 50).
En esa línea, es interesante advertir que en Zacatecas se argumentaba que ellos eran liberales, federalistas y laicos, a diferencia de los de Aguascalientes, a los que tachaban de conservadores, centralistas y mochos, lo que de alguna manera era un presagio del empeño puesto después en la creación de la diócesis. El autor del “Cosmograma” decía que bajo el yugo zacatecano “todo daba […] indicio de un gobierno activo, patriótico, pensador y enérgico, y todo marchaba a su prosperidad y engrandecimiento”, pero eso no era del agrado de los habitantes de Aguascalientes, donde “la devoción iba acabando y flaqueaba la fe”. Los “adelantos y mejoras”, las “máquinas y otras invenciones infernales” que admiraban a los viajeros extranjeros que pasaban por Zacatecas, como Henry George Ward (1981, pp. 668-669), se veían “con un santo horror” en Aguascalientes, cuyos vecinos, “piadosos y ejemplares varones, cuyo reino no es de este mundo”, querían un gobierno que les enseñara a rezar y les diera procesiones, un gobierno que los embruteciera, “pues la tontería se asemeja mucho a la inocencia y con esta se gana el reino de los cielos”. Para ellos, la separación significaba “apartarlos para siempre de los filisteos, de los réprobos e infelices zacatecanos, causa de tantos males y autores de tantos agravios” ( “Cosmograma”, 1935, pp. 54-56, 58-59).
A finales del siglo, el pleito no tuvo un carácter ideológico, porque no fue entre liberales y conservadores, sino al interior de la elite de Aguascalientes, que quería que la capital del estado fuera también cabecera de una nueva diócesis. En forma anticipada (y no equivocada), los detractores de ese “complot” decían que sus promotores eran “personas acomodadas” y su líder visible “un rico hacendado” (Felipe Nieto), pero que habían fracasado. “Compraron una casa”, la arreglaron “de manera que sirviera para palacio episcopal”, e incluso tuvieron el atrevimiento de nombrar como obispo a “un sacerdote apellidado Portugal”,28 pero como era de esperarse, el papa no los complació. Fue entonces cuando apareció en escena el visitador Averardi, quien, según esta crónica, “les ofreció arreglar el negocio, mediante ciertas condiciones, que fueran cumplidas en dinero sonante por parte de los interesados”.29
Es realmente difícil de creer que el visitador apostólico hubiera pedido o aceptado un soborno, pero eso se dijo, añadiéndose que el proyecto sólo se detuvo debido a la resistencia “insuperable” del arzobispo Loza, que por esa razón “estuvo a punto de ser lanzado de su puesto”. Pero el clero de Guadalajara “supo arrostrar la tormenta y hacer triunfar su causa en el Vaticano”. De paso por Aguascalientes, Averardi les dijo a los promotores del proyecto que el papa erigiría el obispado, a condición de que el estado de Jalisco no perdiera parroquias. Pese a esas concesiones y al “dinero sonante” que según el cronista había de por medio, “el decreto santo no ha podido obtenerse”, lo que implicaba que el visitador había sido “derrotado en toda la línea”. Usando palabras muy parecidas a las del autor del “Cosmograma”, concluía que los “beatos y beatas de Aguascalientes gastaron su dinero” de balde y se habían quedado “con un palmo de narices”.30
Como podemos ver, el camino de la emancipación política y religiosa estaba lleno de obstáculos. En el primer caso, la reforma de 1847 a la Constitución determinó la reincorporación de Aguascalientes a Zacatecas, mientras que en el segundo fueron derrotadas cuatro iniciativas (1869, 1875, 1886 y 1891) antes de que la propuesta que se hizo en 1895 llegara a Roma, apoyada por el visitador Averardi, hasta obtener el visto bueno del papa.
Finalmente, es necesario resaltar que en ambos procesos la elite local, conformada por ciudadanos de la sociedad civil y feligreses de su iglesia, amalgamados en un solo conjunto, supo aprovechar las circunstancias. En lo civil, la ocasión se presentó cuando el gobierno de Zacatecas desafió con su milicia cívica al gobierno de la capital del país, con el propósito de defender el sistema federal; en el campo eclesiástico hubo dos momentos clave, el primero fue la visita de Nicolás Averardi, quien hizo suyo el proyecto de erección de la diócesis, y el segundo la muerte del arzobispo de Guadalajara Pedro Loza, quien era, debido a su elevada posición, un obstáculo verdaderamente insalvable. Todo indica que fue el deceso no previsto de este personaje lo que aceleró el proceso y permitió que llegara a buen puerto.
La emancipación política de Aguascalientes forma parte de un proceso más amplio relacionado con la reorganización del territorio nacional, la formación de nuevos polos de poder en distintas regiones y la lucha entre las elites provinciales y el gobierno de la capital. Algo parecido tuvo lugar en el ámbito eclesiástico, en donde también se observa una reorganización territorial impulsada desde la Santa Sede e influida por la política de conciliación del régimen de Porfirio Díaz con la Iglesia.
A mediados del siglo XIX, la reorganización territorial fue aplaudida por Lucas Alamán, quien veía con buenos ojos ese espíritu de “adhesión a las localidades” o “provincialismo”. Alamán consideraba que la división de los grandes estados, la formación de nuevas capitales y la coincidencia entre los límites civiles y eclesiásticos (un obispado por estado) propiciaría una administración más cuidadosa de los intereses locales y el desarrollo más consistente de las poblaciones; de esa manera, pensaba, se establecería en el país “un orden sencillo, simétrico, uniforme y poco costoso en todas sus partes” (Alamán, 1852, vol. 5, pp. 931-941). A finales del siglo XIX, la Santa Sede trataría de hacer lo mismo, un obispado en cada estado de la república, respetando sus límites territoriales. Por eso, cuando se erigió el obispado de Aguascalientes, se tuvo cuidado de que se ajustara a la superficie del estado, para evitar dificultades con el gobierno de Jalisco.31
En ambos procesos, la participación del ayuntamiento, y a través suyo de la elite local, fue muy importante. En todo el país, los ayuntamientos eran catalizadores de los proyectos de independencia, los más importantes motores del desarrollo regional y los defensores más decididos y celosos de la autonomía. Eran los ayuntamientos los que redactaban las representaciones, conferían poderes, organizaban a la población y se volvían interlocutores del gobierno de la capital. Además, al representar los intereses de las elites locales, que eran abrumadoramente católicas, mantenían una relación estrecha con las autoridades eclesiásticas. En el caso de Aguascalientes, como hemos visto, los protagonistas de la independencia civil y religiosa son los mismos: ciudadanos de la comunidad civil y feligreses de la comunidad religiosa.
Las cosas no fueron fáciles y se presentaron muchos obstáculos, el mayor de los cuales fue la abierta oposición del gobierno del estado de Zacatecas y del arzobispado de Guadalajara, que no veían con buenos ojos la reducción de sus ámbitos de poder e influencia. En general, a lo largo del siglo XIX se observa que los gobernadores de los estados más grandes (Jalisco o Zacatecas, por ejemplo) trataron de evitar la formación de nuevos centros de poder, de la misma manera que los obispos de las diócesis más ricas y extensas (Guadalajara) trataron de evitar su desmembramiento. En ambos casos, veían como “mutilaciones” lo que desde la perspectiva de los centros de poder emergentes se ve como legítima reafirmación.
Gracias a su condición de estado libre y soberano y de sede episcopal, Aguascalientes se ha convertido en un activo foco del desarrollo nacional. Al contar con un gobierno propio, puede negociar directamente con las autoridades de la capital del país y atender las principales variables del crecimiento regional. Al respecto, en términos de comparación contrafactual, cabe recordar el caso de Lagos, una alcaldía mayor que a lo largo de la época colonial fue más rica e importante que Aguascalientes; de hecho, el lugar del que salieron los primeros pobladores de nuestra villa. Las cosas se invirtieron en el siglo XIX y al día de hoy Lagos sigue siendo un municipio de un estado inmenso, cuya capital no admite desafíos. Aguascalientes, por su parte, gracias a su conversión en estado y obispado, ha crecido hasta equipararse en muchos sentidos a San Luis Potosí o Querétaro. Cabe conjeturar que, como municipio del estado de Zacatecas y parroquia del arzobispado de Guadalajara, Aguascalientes pertenecería a la misma liga de la que forman parte Lagos de Moreno, San Juan de los Lagos o San Felipe.
Archivio Apostolico Vaticano: Roma, Italia.
Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara: México.
Archivo Histórico de la Parroquia de Jesús Nazareno, Jesús María: Aguascalientes, México.
Archivo Histórico del Estado de Aguascalientes: México.
Archivo Histórico del Estado de Zacatecas: México.
Biblioteca Digital Hispánica: Madrid, España.