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LA REGULACIÓN SOCIOPOLÍTICA EN LA COYUNTURA: focalización y remercantilización
SOCIOPOLITICAL REGULARIZATION IN CONJUCTURE: focusing and remarketing
Revista de Políticas Públicas, vol. 20, núm. 1, pp. 327-341, 2016
Universidade Federal do Maranhão

Temas Livres


Recepción: 20/01/16

Aprobación: 20/03/16

Resumen: Texto que resulta de análisis referentes al Proyecto ”Estudo Comparado - Bolsa Família (Brasil), Asignación Familiar del Plan de Equidad (Uruguay), Asignación Universal por Hijo (Argentina)”. Tiene como soporte investigación teórica y documental. Objetiva problematizar la configuración actual de los programas sociales en América Latina y Caribe, en su procesualidad socio-histórica y como parte de una totalidad estructural. Concluye que, de verdad, la crisis de los años setenta desencadenó un proceso regresivo de ruptura unilateral del pacto inter-clases por el capital, lo que se refleja, en el momento presente, en la pérdida de su eficacia - práctica y simbólica - de que los Estados Nacionales operen sobre la cuestión social con el propósito de garantizar políticas de bienestar social.

Palabras clave: Focalización, Mercado, Pobreza, Políticas sociales, Trabajo.

Abstract: paper that is a result of analysis refering to the project “Comparative study - Bolsa Familia (Brazil), Asignación Familiar del Plan de Equidad (Uruguay) Asignación Universal por Hijo (Argentina) ” and its part in a full structure. Concludes that, in truth, the crisis in the seventies unleashed a process that reflects the unilateral rupture of the interclass capital pact, losing its practical and symbolic efficiency – of the National States operate on the social question in order to ensure social welfare policies.

Keywords: Focalización, Mercado, Pobreza, Políticas sociales, Trabajo.

1 PRESENTACIÓN

La presente comunicación es resultado de la reflexión del autor a partir de su participación en el proyecto Estudio comparado – Bolsa Familia (Brasil), Asignación Familiar del Plan de Equidad (Uruguay) Asignación Universal por Hijo (Argentina) , bajo la coordinación de la Dra. María Ozanira da Silva e Silva. A nuestro entender, este proyecto supera conceptual y prácticamente una evaluación tautológica (BENTURA; VECINDAY, 2013) de los programas sociales. Esta investigación, a contrapelo de las evaluaciones contemporáneas que se agotan en evidenciar aspectos epidérmicos de la política social, avanza en problematizar estos programas sociales ubicándolos en una procesualidad socio-histórica y engarzándolos en el análisis concreto de la significación que cobran en una totalidad estructural.

La crisis de los años setenta fue el comienzo de un proceso a través del cual los estados sociales pierden su eficacia - práctica y simbólica - de operar sobre la cuestión social en una dinámica que, tendencialmente, sin superar la alienación y desigualdad propias del gobierno del capital, lograba procesos de ciudadanización que los actores sociales en pugna evaluaban - sin que esto eliminara el conflicto - como razonables. El desencadenante de ese proceso regresivo fue la ruptura unilateral del pacto inter-clases por parte del capital.

El Estado, reconfigurado a partir de esta coyuntura, abandona la pretensión de garantizar el bienestar y comienza a intervenir con políticas asistenciales revestidas de un discurso legitimador donde la integración social es el objetivo nunca alcanzado. Esto supone una inversión ideológica: mientras los estados sociales operaban sobre el mercado reconociendo e intentado minimizar sus efectos perversos, el Estado que emerge en esta coyuntura interviene con el objetivo de integrar al mercado, convirtiéndolo en una entidad idealizada remedio de todos los males.

El análisis de la política social queda, entonces, reducido al análisis de los programas asistenciales aislados de la integralidad de la intervención del Estado. En otros términos, la intervención del Estado social sobre los efectos perversos del mercado y, por tanto, la política social, suponía inversiones de distinto orden que iban desde la construcción de infraestructura social, cuyo efecto era, no solo la mejora de las infraestructuras sociales, sino también, la generación de empleo, hasta las regulaciones sobre el mercado laboral, que garantizaban más y mejor empleo, pasando por la protección de la industria nacional.

Se identifican a partir de esta reducción dos extremos analíticos, a nuestro entender, con pobres rendimientos heurísticos. En uno de los extremos encontramos análisis cuantitativos de los supuestos impactos de los programas sociales. En este caso se pueden apreciar los argumentos tautológicos ya presentados en Bentura y Vecinday (2013) y, además de lo señalado allí, estos análisis muestran una pobreza argumental al intentar enfrentar la dificultad explícita de aislar los efectos de la política de otros procesos coyunturales que tienen efectos evidentes en aumentar o reducir la pobreza en forma circunstancial.

Por otro lado, es paradigmático todo el esfuerzo argumental por parte de los programas sociales para mostrar el carácter multifacético de la pobreza, sus aspectos cualitativos y culturales, para luego mostrarse complacidos con una mejora epidérmica y apenas cuantitativa de la problemática abordada. Como es lógico, estos análisis son celebrados por los operadores técnico- políticos que valoran sobremanera cualquier cifra que les ofrezca legitimidad, pero también resultan gratificantes para los operadores terminales agobiados por el sufrimiento institucional cotidiano, estas cifras, en general apologistas, les ofrecen al menos un sentido a su esfuerzo.

En el mismo sentido apologista, desde nuestro punto de vista, un aspecto mistificado y mistificador es el argumento del aumento del gasto social; un movimiento ideológico clásico es presenter las debilidades como fortalezas, como bien muestra el saber popular dime de qué pregonas y te diré de qué padeces.

Las políticas sociales, autonomizadas en el análisis de la intervención del Estado sobre el mercado como una totalidad, hacen que la tendencia creciente del gasto social a partir de los años noventa se explique por la necesidad de amortiguar las consecuencias del ajuste estructural. Este aumento es, a partir de estos procesos, consecuencia directa de la claudicación del Estado ante los procesos de empobrecimiento de “[…] la clase que vive de (su) trabajo.” (ANTUNES, 1995) y la necesidad de un aumento sin precedentes de la intervención asistencial.

En el otro extremo, encontramos análisis que, por el contrario, ecualizan toda política social en una estructuración pictórica sin matices. En este extremo, establecer el carácter funcional de la política social cierra la discusión, establecer que bajo el gobierno del capital la política social es funcional al capital es tan flagrante que en apariencia quita la relevancia al objeto, el efecto inmediato es la deshistorización y despolitización inmediata. El retorno del estructuralismo vulgar acaba empobreciendo el debate.

En nuestra perspectiva el escenario de la política social continúa siendo un espacio de lucha política relevante y dinámica. Abandonar este espacio y dejarlo librado a la mediocridad del análisis tecnocrático es claudicar en una esfera que debe continuar como un lugar fundamental para la crítica teórica y la lucha política.

2 POLÍTICA SOCIAL HEGEMÓNICA: claves para leer la coyuntura

Discutir la política social supone, en última instancia, establecer ciertas regularidades en las representaciones sociales y la particular coyuntura que establece una hegemonía entre aquellas representaciones, buscando delimitar qué aspectos de la vida social deben ser regulados políticamente, que en otras palabras es decir sobre qué aspectos y cómo debe intervenir el Estado y, por tanto, cuáles son los asuntos que recaen bajo su responsabilidad y a los cuales debe dar respuesta.

En otros términos, es establecer la relación entre lo público y lo privado y, fundamentalmente, dónde se establece el límite entre ellos, es decir, donde termina lo privado y empieza lo público en tanto esfera política donde es legítimo intervenir.

Existe, por tanto, una tensión cotidiana entre procesos de individualización de lo social y su opuesta politización estableciendo distintos límites entre lo público y lo privado y a partir de esto delimitar niveles y términos de cómo debe ser la intervención política sobre lo que es considerado público.

No es otra cosa que lo señalado por Coutinho (1994) cuando hace ver que en su lucha histórica, el proletariado busca politizar aquello que la burguesía pretende una esfera natural: el mercado con su lógica contractual entre privados que, para el pensamiento liberal, no tolera regulaciones estatales.

La política social, tratada de la forma antedicha, se torna un analizador pertinente para el estudio de la coyuntura política de una sociedad. Se puede establecer una continuidad entre la concepción de cuestión social hegemónica con la coyuntura política de una sociedad, o en otros términos, el estado de la lucha de clases.

Es evidente que no hay aquí una delimitación técnica ¿qué es mejor? ¿qué perspectiva es más eficiente?, etc. sino una delimitación política: ¿qué problemas sociales son responsabilidad del Estado? ¿cuáles son los límites a la intervención en el mercado?, etc. En última instancia las respuestas a estas preguntas permiten establecer la fuerza y eficacia política de los actores políticos en pugna.

Desde nuestra perspectiva, la comprensión del sentido práctico y simbólico de la intervención contemporánea del Estado - reveladora de una coyuntura en que la ofensiva del capital sobre las conquistas del trabajo continúa operante – debe tomar a la focalización como un elemento central en el análisis, como establecíamos en otro lugar:

Los procesos de regulación sociopolíticos que se vienen procesando en este nuevo siglo parecen construir un doble patrón de regulación, de un lado la regulación general que apunta a la creciente mercantilización de todas las esferas de la vida. Del otro la regulación de los sectores `excluidos´, su descalificación como `ciudadanos´ es derivada de su incapacidad para valerse por sí mismos en el mercado, para esta población está reservada la refilantropización, la vigilancia indiscreta y agobiante sobre sus vidas y la represión. (BENTURA, 2014, p. 117, grifo do autor).

La construcción de un doble patrón de regulación supone necesariamente un mecanismo para identificar las poblaciones sobre las que se ejerce esas regulaciones. La focalización es el mecanismo a través del cual se establece el límite entre los que participan del mercado y aquellos que su incapacidad, para manejarse en ese espacio, pone en riesgo su reproducción biológica y/o moral.

El concepto de focalización, en contraposición al de universalidad, se volvió de uso normal en el análisis de las políticas sociales a partir del llamado Consenso de Washington y el comienzo de las llamadas políticas sociales de segunda generación, que, de acuerdo con su discurso, apuntan a la identificación lo más precisa posible de las poblaciones objetivo, cuyas carencias se buscan superar a partir de la coordinación de políticas y de estrategias integrales.

Resulta inevitable hacer nuevamente mención a los procesos de reestructuración productiva llevados adelante a partir de la crisis de los años 70. Esta reestructuración productiva implicó, en términos más o menos globales, el repliegue de aquellos aspectos de la intervención del estado que desplegaron los llamados Estados de Bienestar Social. En tal sentido, los analistas (ver por ejemplo: ANTUNES, 1995;2000; GRASSI et al., 1994; DANANI, 2005; UGÁ, 2004) coinciden en que se inicia un proceso marcado por el avance del mercado como distribuidor de beneficios, en otros términos un repliegue de los procesos de desmercantilización propios de los Estados de Bienestar (ESPING-ANDERSEN, 1993).

Si bien América Latina nunca llegó a desarrollar Estados de Bienestar, a partir de la segunda posguerra los estados lograron cierto éxito en el avance de la industrialización a partir de procesos de sustitución de importaciones. El moderado desarrollo económico alcanzado tomó, en parte, como modelo para la distribución de beneficios a los exitosos Estados de Bienestar europeos.

A partir de la crisis del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, los esfuerzos de los Estados Sociales son reorientados: los procesos de ampliación de la ciudadanía con enclave en el mundo del trabajo retroceden apuntando a generar sistemas residuales de integración social de los sectores marginados. En otras palabras, el Estado desplaza la centralidad de sus intervenciones desde la esfera productiva a la social regulando aspectos reproductivos de la vida en la pobreza. De este modo, los programas de transferencia de renta condicionada, en tanto estrategias de combate a la pobreza, permiten continuar con los procesos de mercantilización sin desatender las necesidades de reproducción social -en su versión mínima- de aquellos desplazados del proceso productivo total o parcialmente.

La transferencia de renta en metálico en vez de la oferta de servicios es notablemente funcional a estos procesos de mercantilización; la transferencia de dinero a aquellos con dificultades en operar en el mercado les ofrece la posibilidad de hacerlo ya no como productores, sino como pobres consumidores. El dinero es trabajo condensado, su valor ya se expresó y representa a todas las mercancías en tanto puede comprarlas. De este modo, cualquier otra mercancía resulta en trabajo presente, es decir, asistir con cualquier otra mercancía (alimentos, vivienda, etc.) supone una interferencia en el mercado. Hay que comprar esa mercancía, almacenarla, preservarla, distribuirla, controlar su entrega, etc. Es inevitable la interferencia en el mercado pues se benefician empresas, se genera empleo y aumentan los costos para el Estado.

El avance de la ideología y acción del neoliberalismo puede ser atribuido a dos aspectos determinantes: por un lado un proceso de deterioro y crisis de las formas institucionales que componían a los estados sociales. Este deterioro y posterior crisis tiene como causa evidente la desfinanciación del Estado a partir de las transformaciones llevadas adelante por el capital, las transformaciones en el mundo del trabajo generan niveles crecientes de desempleo, que en los modelos Bizmarkianos reduce la cantidad de aportantes a la Seguridad Social, y que desencadenan en una lógica pro-cíclica la reducción de las exigencias al capital por parte de los Estados, reducción de impuestos, menores controles y reglamentaciones etc. El llamado proceso de flexibilización trae de la mano la desfinanciación de los Estados Sociales (HOBSBAWN, 1995).

Pero tampoco puede desatenderse el análisis de la capacidad ideológica del discurso neoliberal, su astucia al generar un discurso sencillo y eficaz para articularse y modelar el sentido común de una época:

A partir de ahí [de la crisis de los años 70] las ideas neoliberales pasaron a ganar terreno. Las raíces de la crisis, afirmaban Hayek y sus compañeros, estaban localizadas en el poder excesivo y nefasto de los sindicatos y, de manera más general, del movimiento obrero, que había corroído las bases de acumulación capitalista con presiones reivindicativas sobre los salarios y con una presión parasitaria para que el Estado aumentase cada vez más los gastos sociales. (ESPING- ANDERSEN apud SADER; GENTILI, 1995, p. 10).

Esta argumentación es central para legitimar el avance de las políticas focalizadas en oposición a las políticas universales con efecto desmercantilizador. Los grupos organizados habrían, desde esta perspectiva, secuestrado al Estado, capturaban todos los recursos destinados al gasto social y, como resultado, la pobreza y la marginalidad no logran abatirse.

La crisis de los Estados Sociales en América Latina es atribuida a la incapacidad de incorporar a estos sectores. Se argumenta que la gran deuda de los Estados Sociales ha sido su incapacidad para abatir la pobreza. Como respuesta se proponen nuevas políticas sociales que tendencialmente aumentan la desprotección de los sectores integrados, argumentando en la necesidad de focalizar los sistemas de protección social en los sectores marginados (IGLESIAS, 1993)

Las principales orientaciones en materia social prevalecientes en las últimas décadas que surgen del Consenso de Washington (IGLESIAS, 1993) tenían una doble dimensión que no se modifica sustancialmente con el más reciente Pos Consenso de Washington:

i) El ajuste estructural (Grassi et al., 1994) cuyo principal objetivo era desmontar todos los sistemas corporativos que habían configurado los frágiles Estados Sociales en América Latina, dar el tiro de gracia a los restos de la industria de sustitución de importaciones, eliminando toda protección arancelaria para, al eliminar la garantía de pleno empleo, reducir así el valor del trabajo a fin de captar inversiones externas. (BENTURA, 2014, p. 102).

El ajuste estructural tiene un fuerte impacto en el mundo del trabajo, es pro cíclico a los procesos de restructuración productiva desarrollado por el capital a partir de los setenta y en el mismo sentido se tomaran medidas cuya intención es,

ii) […] aminorar el impacto social de estas reformas, propiciar un cambio en el sistema de protección social asociado al mundo del trabajo, donde las nuevas políticas sociales venían a sustituir la pauta sectorial, universal y administrada centralmente por la pauta integral, focalizada y descentralizada (con participación de la sociedad civil) (Filgueira, 1998) orientada, como fuera dicho, a atender “los niveles de la pobreza crítica” (Iglesias, 1993: 7). (BENTURA, 2014, p. 102, grifo do autor).

Lo que parece resultar determinante para los procesos de focalización es, como fue señalado, buscar confirmar que la población sobre la que se interviene no participa del mercado, o participa inadecuadamente, poniendo en riesgo su reproducción cultural y biológica, ya que intervenir sobre población que ya participa del mercado sería interferir sobre las leyes del mercado.

Es así que, para ingresar, se debe constatar de manera indudable que el potencial beneficiario no sólo no participa del mercado sino que no tiene condiciones objetivas para poder hacerlo – esto refiere a que 1) no tiene que poseer mercancías pasibles de ser vendidas en el mercado: vivienda, electrodomésticos, etc., 2) no tiene que tener capacidades pasibles de generar empleo al beneficiario, el nivel educativo es descalificador y, por supuesto, 3) sus ingresos deben estar por debajo del límite de la indigencia. Y la prestación que se realiza es inferior en cualquier caso a la que se puede obtener a través de la participación en un empleo formal.

En concordancia, en Uruguay, la fundación en 2005 de un Ministerio de Desarrollo Social se justifica a partir del surgimiento de nuevos pobres dejando el Ministerio de Trabajo para los asuntos que aún se resuelven entre trabajadores y patrones. En América Latina el nuevo sentido común impuesto en los años noventa (GRASSI, 2003) exigía nuevas formas de intervención sobre los brutales problemas de integración, generados como consecuencia de las políticas de ajuste estructural, sin, aunque parezca paradójico, interferir en las nuevamente deificadas leyes del mercado.

Hay un elemento sustancial que no debe dejarse pasar: la nueva programática, construida para intervenir sobre las lacerantes consecuencias de la aplicación del modelo neoliberal, es diseñada a partir de una institucionalidad, un ministerio, que confiesa que estas consecuencias son visualizadas como permanentes, que no se plantean propuestas que busquen alcanzar las causas de esta realidad miserable. La convicción (o claudicación ante la idea) de que es el mercado quien debe regular los procesos de producción y distribución tiene que generar mecanismos para atender a aquellos que fracasan en el mercado sin que esos mecanismos alteren las reglas del mercado como establece Hobsbawm (1995, p. 20):

[…] gradualmente se hizo patente que había comenzado un período de dificultades duraderas y los países capitalistas buscaron soluciones radicales, en muchos casos ateniéndose a los principios enunciados por los teólogos seculares del mercado libre sin restricción alguna, que rechazaban las políticas que habían dado tan buenos resultados a la economía mundial durante la edad de otro pero que ahora parecían no servir.

Las nuevas políticas sociales implementadas en los noventa, episódicas, que by - paseaban las instituciones tradicionales de integración, implementadas a través de préstamos internacionales que no se incorporaban al presupuesto nacional (MIDAGLIA, 1993), sostenidas por la fuerza del voluntariado (MORALES, 1998), etc. debían ser repensadas. La sentencia era incontestable: la sociedad neoliberal necesita de mecanismos permanentes de atención a los expulsados del sistema.

La nueva institucionalidad que se construía para esta nueva y permanente tarea nacía con el nombre de su auto impuesta impotencia: Ministerio de Desarrollo Social. El mandato que les impedía liderar cualquier proyecto de desarrollo social era, precisamente, aquel que deviene de la convicción de que la única esfera de integración social es el mercado y que debe ser libre de cualquier intervención por fuera del mismo.

La nueva propuesta para atender las nuevas manifestaciones de la cuestión social se sustenta en un pacto de dominación social que supone una alianza entre el conservadurismo y el pensamiento neoliberal. La utopía no manifiesta abiertamente es el retorno de una sociedad tutelada; el retorno de las prácticas moralizantes neo-higienistas presentes en las políticas focalizadas es resultado directo de esa utopía.

El retorno del liberalismo decimonono en su presentación neoliberal pregonado por los organismos internacionales e incorporado por los sectores tecnocráticos del gobierno progresista supone un principio innegociable: la política social no debe interferir en el mercado por lo que debe ser focalizada.

La política social debe ser estrictamente focalizada siendo el criterio de focalización fundamental a fin de que no se transfieran recursos a aquella población apta para ingresar al mercado laboral evitando que puedan hacer un manejo estratégico de dichos recursos (desmercantilización en los términos planteados por Esping-Andersen (1990)). Las prestaciones nunca deben constituirse en derechos, estando siempre sujetas a evaluación.

Las prestaciones deben ser inferiores (en cantidad y calidad) a los recursos que se pueden obtener en el mercado con la pretensión de no desestimular para el trabajo. En ningún caso la intervención debe distorsionar las leyes del mercado.

Al respecto resulta revelador que, el Ministerio de Desarrollo Social uruguayo ha realizado su mayor inversión en recursos intelectuales, técnicos y tecnológicos en generar mecanismos objetivos de focalización, al punto que sería más apropiado denominarlo Ministerio de Focalización Social. Esta preocupación obsesiva por evitar que errores humanos interfieran con la buena focalización es extremadamente interesante, el argumento: evitar el clientelismo, lograr una focalización científica que evite que la compasión nos traicione etc.

Más allá de los argumentos, lo que parece estar motivando esta preocupación desmedida por evitar que algún no tan pobre reciba unos pesos miserables, es la histórica preocupación liberal de que la política interfiera en el mercado, aquella sentencia cuasi bíblica que establecía que cualquier intervención sobre el mercado, incluso con las mejores intenciones, va a tener inevitablemente un resultado nefasto.

Es posible afirmar, entonces, que a lo que estamos asistiendo es a la consolidación y ajuste de un doble patrón de regulación social que surge de una alianza entre el pensamiento liberal y el pensamiento conservador, con una supremacía del primero sobre el segundo y una división del t rabajo entre ambos.

La regulación social predominante es liberal, la vigilancia está en manos de los Ministerios de Economía que mantiene la tendencia a la mercantilización creciente de todas las esferas de la vida, regula las relaciones capital trabajo, los criterios de gasto, etc. El elemento rector es el trabajo abstracto: su capacidad de generar valor de cambio. Tal como señalan Britos y Caro (2002), la inversión de la relación trabajo asalariado – protección social es el eje que permite comprender el pasaje hacia un régimen de bienestar liberal – residual a partir de un régimen conservador, en donde la propia intervención asistencial exige los méritos del trabajo.

Subordinada a esta regulación se encuentra la regulación sobre la población en situación de pobreza e indigencia. Desde los Ministerios de Desarrollo Social se controla el uso que la población hace de las prestaciones transferidas procurando que la intervención no interfiera sobre las leyes del mercado. El elemento rector es el trabajo concreto: el valor de uso es su capacidad de disciplinamiento.

La intervención sobre lo social es aceptada por la perspectiva neoliberal, en tanto la misma se restrinja a una población previamente desacreditada y por tanto no calificada para ejercer su ciudadanía por haber fracasado en el mercado.

Estas dos clases de seguridad […] dicho brevemente, la seguridad de un ingreso mínimo y la seguridad de aquel ingreso concreto que se supone merecido por una persona. […] No hay motivo para que una sociedad que ha alcanzado un nivel general de riqueza como el de la nuestra, no pueda garantizar a todos esa primera clase de seguridad sin poner en peligro la libertad general. Se plantean difíciles cuestiones acerca del nivel preciso que de esa manera debe asegurar; hay, en particular, la importante cuestión de saber si aquellos que así dependerán de la comunidad deberán gozar indefinidamente de las mismas libertades que los demás. Una consideración imprudente en estas cuestiones puede causar serios y hasta peligrosos problemas políticos; pero es indudable que un mínimo de alimento, albergue y vestido, suficiente para preservar la salud y la capacidad de trabajo puede asegurarse a todos. (HAYEK, 2006, p. 158, énfasis nuestro).

Esta desacreditación habilita a la perspectiva conservadora a operar moralmente sobre esta población.

3 A MODO DE SÍNTESIS

El Estado Social tenía sentido en tanto combinaba dos aspectos sustantivos que le daban su razón de ser, i) un sistema de protección social basado en políticas universales, donde el seguro social era central y se articulaba con la asistencia para los inhabilitados para el trabajo y ii) una política estatal que garantizaba el pleno empleo, combinando la clásica industrialización por sustitución de importaciones con obra pública y ampliación de la plantilla de empleados públicos en los períodos de crisis.

Ya es un lugar común para las llamadas ciencias sociales establecer que la crisis planetaria de los años 70 tiene como consecuencia la ruptura del pacto inter clases que había permitido el desarrollo de los Estados de Bienestar. La construcción social sobre la que se habían asentado aquellos, los seguros sociales, pierden eficacia en el momento que, a partir de las reestructuración productiva, la garantía de pleno empleo deja de ser una realidad efectiva en aquellos países que la habían alcanzado y un proyecto realizable para aquellos que se lo planteaban como un horizonte posible.

La reestructuración productiva no debe ser pensada como el resultado inexorable del avance tecnológico, es resultado directo de la ruptura del pacto inter- clases mencionado y opera directamente sobre la posibilidad de garantizar pleno empleo (ANTUNES, 1995) erosionando la eficacia política de los seguros sociales que eran el dispositivo material sobre el que se asentaba el bienestar como la promesa contenida en el ideal de progreso. Una de las principales rupturas que se generan a partir de la reestructuración productiva fue el nexo que, establecía automáticamente el sentido común, entre avance tecnológico y progreso, entendido este como el desarrollo del bienestar de la humanidad (PAULO NETTO, 2012).

En términos estrictos, esta nueva configuración no hace otra cosa que retirar del espacio de la solidaridad al capital, que empieza a aparecer como una instancia extra social, asimilando lo social al estado nación. La solidaridad se configura como el nexo entre la población la que se pone a disposición del capital ofreciendo la tasa de lucro para captarlo. Cohesión, integración, competencias, etc., no son más que activos que la población pone al servicio de los estados nación para captar capitales.

La administración de la cuestión social sufre, entonces, una alteración sustancial, la solidaridad entendida como el lazo vinculante entre individuos interdependientes se enfrenta a la existencia irreductible de contingentes humanos, que son visualizados como inútiles al mundo. Los doce trabajos de Heracles en los Estados Sociales, garantizar el pleno empleo y desarrollar políticas tendientes al bienestar de la población, se trasmutan en la necesidad de garantizar la integración social en una sociedad donde la interdependencia dejó de ser visualizada como una realidad operante.

La decisión de crear un ministerio para administrar políticas asistenciales, focalizadas, gestionadas por la sociedad civil organizada parece estar respondiendo que la exclusión social es subproducto inevitable de la política de desarrollo posible a implementar, que la búsqueda de la igualdad y que la nostalgia del Uruguay mesocrático, no son otra cosa que un lastre del pasado del que es necesario desembarazarse para ponerse a construir el Uruguay del futuro.

Lo que parece ocurrir es que el límite de la transferencia de ingresos está colocado en la preocupación liberal de no interferir con el mercado y, en este caso, con el mercado laboral. Cualquier transferencia de ingresos por sobre el límite de la indigencia estaría disolviendo la amenaza de la indigencia como castigo a la vagancia.

Esta nueva concepción establece que el problema está en los individuos que por distintos motivos han quedado fuera del sistema. La respuesta escogida ha sido la transferencia de contenidos simbólicos para volver a integrarlos; en otras palabras, si la culpa no es de ellos, sí lo es la causa.

Bajo estas premisas, los programas apuntan al alcanzar transformaciones en los comportamientos de la población beneficiaria con la finalidad de mejorar sus posibilidades de inserción en el mercado, espacio éste que aparece naturalizado como escenario donde se procesa la verdadera integración social:

La salida de la pobreza reside en mejorar las capacidades económicas del eslabón más débil de la cadena, los propios pobres. Para ello, se propone la potenciación de los recursos del capital social y activos humanos de las familias pobres, generar capacidades de realización de emprendimientos microempresariales. La mejora en capital social y humano contribuiría para que los propios pobres manejen mejor los riesgos imprevistos (como crisis económicas, desastres naturales, epidemias, etc.), se reinserten en la economía y se beneficien de las oportunidades del mercado. (SERNA, 2007, p. 4-5).

De algún modo, este proceso de bivalencia del sistema de protección/integración social fue señalado por Pierre Rosanvallon (1995), estableciendo claramente cómo, de un lado,

i.) el ciudadano pleno, respetado en su privacidad, es protegido e integrado a partir de una institucionalidad que lo reconoce como titular de derechos y, por tanto, no condiciona la protección:

Desde el momento en que se lo universaliza (por la obligación), el seguro se vuelve verdaderamente social. Cumple entonces el papel de una especie de transformador moral y social. El seguro social funciona como una mano invisible que produce seguridad y solidaridad sin que intervenga la buena voluntad de los hombres. (ROSANVALLON, 1995, p. 26)

ii) Del otro, la propia descalificación operada desde el poder, que en la medida en que individualiza la incapacidad de desempeñarse en el mercado, justifica la ruptura del derecho y la indiscreción apoyada en argumentos instrumentales que establecen que es preciso conocer para auxiliar:

Por otra parte, más allá de los procedimientos estandarizados tradicionales, es preciso igualmente que el Estado providencia pueda personalizar sus medios, para adaptarse a la especificidad de las situaciones: en materia de desocupación de larga duración y de exclusión, no hay, en efecto, sino situaciones particulares. (ROSANVALLON, 1995, p. 11).

La moralización es inmediata, no precisa de (o no cuenta con) las mediaciones de un sistema social complejo; el retorno a la comunidad en la retórica de las nuevas políticas sociales es prístina al análisis. En síntesis, es posible identificar una alianza entre la perspectiva liberal y la conservadora con una supremacía de la primera sobre la segunda y una división del trabajo entre ambas.

La perspectiva liberal se ocupa de regular la relación capital – trabajo, demonizando cualquier intervención del Estado que intente mejorar las condiciones de los trabajadores, aspirar, al menos a generar pleno empleo, e, incluso, a contrapelo de todos los discursos que promueven el cuidado del medio ambiente por parte de la población, establecer límites precisos a la devastación del medio ambiente cuando es producto de la acción del capital (como ejemplo basta la destrucción del agua potable por la plantación indiscriminada de soja).

La perspectiva conservadora se ocupa de regular la vida de aquellos desplazados por el sistema; los excluidos son sometidos a inspección ya sea con excusas promocionales como argumentando la necesidad de establecer claramente si son legítimos titulares de las prestaciones.

No tenemos duda de que la crítica radical a los Programas focalizados de Transferencias de Renta no puede confundirse con la crítica reaccionaria que reclama su eliminación lisa y llana. En este contexto su eliminación sería sencillamente criminal, las transferencias de dinero para una población con límites muy precisos a su reproducción biológica es, en muchos casos, la diferencia entre la vida y la muerte. La crítica radical a estos programas supone exigir la intervención decidida del Estado sobre el mercado, generando procesos de desmercantilización en esferas centrales a la vida misma y a la reproducción social: educación, salud, vivienda y empleo.

REFERÊNCIAS

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