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TRADICIÓN Y TOTALIZACIÓN: PROBLEMAS DE HISTORIOGRAFÍA LITERARIA1
Tradition and totalization: problems in literary history
TRADICIÓN Y TOTALIZACIÓN: PROBLEMAS DE HISTORIOGRAFÍA LITERARIA1
Revista de Humanidades, núm. 33, pp. 11-38, 2016
Universidad Nacional Andrés Bello
Recepción: 27 Octubre 2015
Aprobación: 15 Enero 2016
Resumen: El presente ensayo busca observar críticamente la idea de tradición a partir de los modos específicos en que la historia literaria chilena la ha construido. Específicamente, se propone estudiar esta construcción ideológica a partir de la noción de totalización, entendida como la estrategia discursiva de elaboración histórica en el contexto literario nacional. A partir del análisis de las propuestas de Ricardo Latcham y Cedomil Goic, en tanto representativas de modalidades predominantes de producción historiográfica, se pretende abrir la discusión en torno a la idea de tradición atendiendo a las condiciones concretas en que esta se construye en el discurso.
Palabras clave: Historia literaria chilena, periodos, generaciones, totalización, producción historiográfica.
Abstract: This essay looks at the idea of tradition from the specific ways in which Chilean literary history has constructed it. More specifically, its aim is to study this ideological construct from the notion of totalization, understood as a key discursive strategy of historical narratives within the national literary context. Analyzing the works of Ricardo Latcham and Cedomil Goic, as representative of predominant modes of historical narratives, I attempt to open the discussion on tradition beyond its essential imagination, and from the specific material conditions in which it is constructed in discourse.
Keywords: Chilean Literary History, Period, Generation, Totalization, Modes of Historical Narratives.
La idea de tradición literaria pareciera tener poco que hacer en la actualidad de los estudios literarios. Se la asocia, por una parte, a una conceptualización particularmente conservadora de la literatura, que no busca sino enarbolar, a través de ella, abstractos valores tradicionales, desde posturas tanto beligerante como cándidamente esencialistas. Por otra, a un discurso burocrático y mecanicista donde a la tradición invocada no se le asigna mucho más valor que el de capital de inversión, en este caso, cultural. Ambas asociaciones tienen fundamentos reales y no están tan lejos la una de la otra. En ellas se denuncia cierto uso que observa o derechamente busca instalar naturalidad, allí donde operan prácticas y construcciones históricas. En ambos casos, también, el recelo que despierta la idea de la tradición apunta a la función moralizante que esta persigue al entendérsela como naturalidad: a la fantasía de unificación y la imposición de homogeneidad que esta implica; a los sistemas de exclusión que requiere semejante construcción armónica, y a los escenarios de violencia que reproduce (y con los que colabora) desde su estatuto moral.
Con todo, sin embargo, en la idea de tradición se juega también una dimensión fundamental del propio fenómeno literario: su existencia histórica, y lo que podríamos llamar su política particular, en los procesos de formación de canon. La negación radical de la tradición, por totalitaria o por burocrática, conlleva a lo menos el riesgo de desvincular literatura y estudios literarios de su realidad como prácticas situadas tanto histórica como políticamente. Aún más, toda vez que en la práctica crítica y docente se recurre con frecuencia a periodizaciones y selecciones estandarizadas de textos y autores, la negación simultánea de la tradición que en ellas se invoca no hace más que reconstruirla como naturalidad, como grado cero (anterior y siempre ya resuelto) de toda discusión. La pregunta por la tradición literaria, de esta forma, no debiese dirigirse a su aceptación o rechazo, problema más bien circunstancial, y en el que no deja de operar mayoritariamente una conceptualización esencialista de la misma. En cambio, convendría preguntarse por los modos de producción de esta tradición, entendidos como parte de los procesos intelectuales que van determinando su desarrollo y transformaciones históricas. En otras palabras, ¿cómo leer críticamente la producción de tradición literaria considerando su dimensión ideológica y normativa, sin por ello reducirla a sus series (variables en el tiempo) de dictados morales?
La tarea, por supuesto, tiene más de una entrada, tantas como actores y tensiones en la literatura, pensada como hecho estético y social. Una forma de abordarla, la que me interesa en este ensayo, es detenerse en cómo la historia literaria construye tradición a través de la inscripción de obras y autores en periodos y procesos literarios, participando así de los procesos de formación del canon. La revisión que propongo parte de la base, quizás algo obvia a estas alturas, de que esta no es la expresión de la materia histórica como tal, ni tampoco la mera organización de procesos autoevidentes; ni debiera ser lo uno o lo otro. En cambio, se trata de un modo de representación que no es único ni estable y que, desde la diversidad de sus modalidades de producción, construye a su vez tradiciones diversas, no obstante puedan ser coherentes en lo que respecta a los órdenes de sentido que en cada caso se impulsa. La ilusión de estabilidad y armonía que puede desprenderse de estos órdenes, al entenderlos como totalidad del sentido histórico de los procesos que exponen, es en definitiva el espacio donde se impulsa la función moral de la historia literaria (esto es, mediante series específicas de predicados ideológicos propios de aquel sentido totalitario, que se presentan como naturalidad). Es por ello que, para abordar la heterogeneidad de la tradición literaria y así trascender su dimensión moral, resulta necesario tomar distancia del corpus representado y detenerse en los modos de su representación. En particular, a continuación me detendré en un aspecto de la producción de historia literaria, dominante en escenario chileno, y dos de sus modalidades. A saber, la totalización como estrategia fundante de la narración historiográfica, y sus modalidades trascendente e inmanente, que detallaré más adelante.
1. Plenitud y totalización
Como cualquier discurso que asume la tarea de representar eventos reales —esto es, eventos que, aun teniendo una existencia discursiva, existen también más allá del discurso— la historia literaria recurre necesariamente a estrategias que reducen en cierta medida el fenómeno observado, reducción necesaria toda vez que se busca cierta medida de contención en el discurso. La totalización, en el marco de la discusión propuesta, opera al menos inicialmente en esta dimensión, como instrumento que haría abordable, desde el lenguaje, la oceánica heterogeneidad y dinamismo de la realidad material. Esto mediante dos procedimientos simultáneos y colaborativos: la delimitación de objetos y campos de acción de los mismos y la significación de estos a partir de una matriz de sentido que los ordena. De esta forma, se hacen discernibles unidades (formales y de sentido) que pueden ser abordadas de modo sistemático y conclusivo. Desde la perspectiva de la historia literaria nacional, estos procedimientos han estado reflejados, por una parte, en la demarcación de periodos y generaciones; y, por otra, en la selección de descriptores (de obras y autores, y, también, periodos y generaciones) que se ordenan como evidencia de la matriz de sentido que opera en cada caso.
El problema que inmediatamente salta a la vista, levantando banderas de alarma, es el de la arbitrariedad y autoritarismo que se percibe en la representación construida de esta forma. En parte, esta alarma se levanta como reacción al reduccionismo historiográfico, alojándose en la desconfianza, más general, ante la posibilidad de que efectivamente el discurso histórico pueda dar cuenta de la realidad; desconfianza más que asentada luego de medio siglo de objeciones en esa dirección. Sin embargo, el problema no se resuelve en la alarma, que más bien llama a la fuga. Aceptando que la historia encuentra su forma en la mediación, y no en un reflejo inmediato de la realidad, tanto las reducciones como ampliaciones posibles en la representación, resultan perfectamente razonables. Esto considerando que la historia no está llamada a ser la realidad, sino más bien una narración a propósito de ella. No cualquier narración, por cierto, pero sí un relato, a fin de cuentas; cuya particularidad estaría situada en el ejercicio de un balance narrativo, entre lo que Hayden White llama “lo imaginario y lo posible” y “las exigencias de lo real” (20).2 En este sentido, el problema no es que la historia reduzca lo real, o que lo transforme en alguna medida; sino más bien cuál es la forma concreta en que, en cada caso, se busca y resuelve ese balance. Para White, dicha búsqueda está cifrada en la negociación de una modalidad narrativa que tiende a un deseo “por la plenitud” (31) y una tendiente a un “deseo de realidad” (25). En otras palabras, se trataría de la negociación entre la prioridad de la coherencia y la conclusividad internas del relato, en tanto ley y orden formados; y la prioridad del referente, en tanto imperativo que rige la narración, siendo anterior y ajeno a la misma.
La totalización, aunque no cancela necesariamente la presencia de un deseo por la realidad, opera desde el territorio de aquel por la plenitud. Desde allí es que reconocemos la conformación de su potencia moral, como una ley, que, al presentarse los objetos y procesos que rige como totalidad acabada, se presenta a su vez como anterior y natural. Más adelante abordaré el esquema específico en que este orden se desarrolla en ambas modalidades de la totalización. En este punto, me detendré en dos discusiones teóricas que abordan las dos dimensiones (formal y de sentido) de la totalización como estrategia estructurante de la narrativa histórica. Por una parte, la organización periódica-generacional de la historia; y, por otra, la construcción orgánica de estos procesos, en tanto ejercicio de identificación (y estabilización) del sentido.
La noción de período es uno de los nudos teóricos que más debates concentran en el ámbito de la historiografía literaria contemporánea.3 Se trata de un concepto que ha llegado a operar como categoría rectora de la estructura narrativa histórica, enmarcado en el avance de aquel deseo por la plenitud narrativa que describe White. Parafraseando a Claudio Guillén,4 Walter Mignolo ofrece una definición certera del concepto, dice: “el período no es solo una clase de hechos cronológicos sino una organización entre la cronología y la tipología” (Mignolo 36). La idea de período ofrece la unidad plena por excelencia, unidad capaz de disciplinar la heterogeneidad empírica, en la medida que: a) fracciona la historia de modo de producir parcelas de conocimiento totalizadas, es decir, concluidas en sí mismas; y b) introduce simultáneamente los marcadores de sentido (tipologías) que sostienen aquella parcelación, a la vez que se desprenden de ella misma. Enmarcado en la sistematización de las nacientes disciplinas humanistas, y, especialmente, de la propuesta por una ciencia literaria, en el siglo XX el concepto de período es impulsado en la historia literaria como estandarte e instrumento de un conocimiento que se imagina objetivo. Una de las figuras intelectuales más visibles en la promoción de esta postura fue René Wellek, con su influyente The Rise of English Literary History (1941). Para el profesor estadounidense, la única forma de desarrollo coherente de la historia literaria es aquella comprendida en la sucesión de periodos literarios, en la medida que a través de ella es posible observar tanto las características fundantes (la tipología en su dimensión sincrónica) como los cambios en la tradición literaria (Trujillo 129).
Aunque avanzando el siglo pierden fuerza la apuesta por el conocimiento objetivo y la idea de una ciencia literaria, la noción de período conserva su lugar en la historiografía literaria. El motivo de la pervivencia del concepto, propone David Perkins en su Is Literary History Posible? (1992), es metodológico antes que epistemológico. El autor argumenta, en concordancia con Wellek, que solo a través de estas generalizaciones sería posible resistir la atomización de los procesos históricos de la literatura, a partir de la identificación de las tendencias dominantes que los ordenarían.5 Asimismo, continúa Perkins, la elaboración de marcos periódicos contribuiría no solo a facilitar la comprensión de estos procesos, sino también a la delimitación de los contextos que permiten contrastar y, de ese modo, particularizar el modo individual de producción de cada autor en dicho período (67-68).
Los argumentos de Wellek y Perkins no pueden sino resonar con familiaridad en un contexto, como el nuestro, marcado por una historia literaria formada en el método generacional. Se trata de una sub-estructura narrativa que depende directamente del modelo historiográfico que descrito hasta aquí. Más específicamente, lo entenderemos aquí como una forma específica del marco periódico, organizada en torno a un instrumento de periodización que, de igual forma que sucede con el concepto período, se ha defendido tanto desde una perspectiva epistemológica, como también desde una estrictamente metodológica —desde A. Comte y W. Dilthey hasta J. Petersen y J. Ortega y Gasset, y las revisiones formalistas de R. Wellek y C. Goic.6 En particular, el concepto de generación introduce tres elementos que sirven para formalizar modos estables de interpretar los procesos históricos, los dos primeros, desarrollados por José Ortega y Gasset y, el tercero, por Julius Petersen. Estos son: a) un anclaje vital, tanto temporal como espacial, relativo la experiencia y temporalidad de la vida de los sujetos; b) una concepción orgánica de la sucesión de periodos, a partir de tensiones estandarizadas entre generaciones que conviven en sus tres etapas de desarrollo vital (juventud, adultez y vejez); c) una serie de marcadores reconocibles y estables que formaliza dicha progresión histórica como una constante estructural.7
Las objeciones que se han levantado ante el método generacional guardan estrecha relación con los debates que, paralelamente, se han desarrollado en torno al concepto de período. Patricia Trujillo, en su ensayo “Periodos y generaciones en la historia de la poesía colombiana del siglo XX”, repasa estas discusiones:
De acuerdo con Rafael Gutiérrez Girardot, por ejemplo, la división por generaciones de la literatura hispanoamericana y española es un residuo de la historiografía literaria positivista alemana que tomaba como puntos de referencia lo que un autor hubiera podido heredar, aprender o vivir, desdeñando las polémicas y antagonismos dentro de un periodo literario. La crítica que José María Cuesta Abad hace a las generaciones apunta en la misma dirección. Cuesta Abad sostiene que la aplicación de las generaciones a la historia cultural fue un producto de una concepción orgánica de la historia, heredada de Hegel pero modificada por teorías biológicas muy difundidas en la segunda mitad del siglo XIX. Como resultado de este proceso, la historia literaria se convirtió en una translación mecánica de los postulados genéticos evolucionistas . . . Por su parte, José Carlos Mainer, insiste sobre la falsa unidad que plantea el concepto de generación. Mainer sostiene que el método generacional es una forma estrecha de periodización porque ‘se basa en un idealismo histórico (se busca, a riesgo de simplificar las cosas, un determinante hegemónico que aglutine las reacciones de un elenco privilegiado), porque desdeña la permeabilidad entre los grupos y porque abandona a su suerte lo que no coincide con la cronología o el ideario prefijados. (Trujillo 135-136)8
Las críticas que destaca Trujillo remiten, en cada caso, a aristas específicas del mismo postulado cognitivo positivista que subyace en el concepto de período. Esto es, como observábamos a partir de la definición que da Mignolo, el deseo de elaborar un conocimiento conclusivo, totalizado, de la realidad objetiva. Contra esta premisa, como se desprende de la cita, se levanta el problema de la imposibilidad de dar cuenta de un escenario complejo en lo empírico, desplazado en el desarrollo de taxonomías cuya estricta limitación las sitúa más cerca de la prescripción, que de la descripción. Este problema se presenta en dos dimensiones. Por una parte, vemos en las críticas de Gutiérrez Girardot y Mainer, un énfasis en la serie de exclusiones que implica la abstracción generacional. Con esto, se pone de relevancia la ineficacia de un modelo prescriptivo (en los términos de su abstracción) al momento de dar cuenta de la singularidad de la producción literaria, tanto en lo colectivo —las “polémicas y antagonismos”— como en lo individual —aquella producción “que no coincide con la cronología o el ideario prefijados”. Por otra parte, esta limitación fundamental en la descripción sincrónica, encuentra un correlato igualmente prescriptivo en la elaboración propiamente histórica: reducida cada generación a una descripción consolidada y estable, su narración queda reducida, como señala Cuesta Abad, a la sucesión mecánica de un predicado generacional tras otro. En este sentido, se entiende, la propia práctica historiográfica se fundaría en la mera especulación idealista que acusa Mainer, en la medida que estaría desplazando definitivamente las condiciones concretas de la producción literaria en la historia.
De esta última objeción se desprende el segundo problema teórico que anunciaba, a propósito de las matrices específicas de sentido que operan desde la totalización. Como argumenta Eric Hayot en su artículo “Against periodization; or, On institutional time”, se trata de un modo de construcción histórica que descansa en sus propias prescripciones, antes que en los procesos que pretende retratar. Para el autor, la historia que elabora desde la unidad período (y podríamos afirmar lo mismo sobre la unidad generación) no logra más que la consolidación de una temporalidad institucional. En un sentido similar a lo descrito por T. Adorno y M. Horkheimer a propósito de la lógica formal.9 Hayot observa allí un sistema abstracto de correspondencias internas que reducen los hechos históricos a la mediación que este mismo sistema ejerce respecto de ellos (745). Esto es, en el vocabulario de White con que abríamos la discusión, un sistema de representación donde opera una subordinación radical de las exigencias de la realidad al deseo por la plenitud narrativa. La noción de período, por su parte, aparece como la unidad formal en torno a la cual se actualiza, en el ámbito de la historiografía literaria, aquella “gran escuela de la unificación” (Adorno y Horkheimer 63) que introduce el pensamiento ilustrado. La función de los periodos, en el contexto de la temporalidad institucional, sería la de disponer el territorio discursivo propicio para la contención y estabilización del sentido, haciéndolo de esta manera aprehensible en su totalidad. Esta última, consecuentemente, es la que se desprende del procedimiento —de la mediación—, o bien, de la formalización de la historia.
No sorprende, así, que todo proceso descrito en el marco de esta temporalidad institucional resulte ser en efecto orgánico. La intensa fragmentariedad que el mismo Hayot acusa en el ejercicio de objetivación y disección del tiempo histórico a través de los periodos (745-746), no incide en la producción narrativa de estos procesos, tanto en cada período, como a través de ellos. Por el contrario, la formalización de la historia ofrece un terreno especialmente propicio para una narración fluida, toda vez que la exigencia de sentido se desplaza de lo real a lo formal, y, más específicamente, a la demanda de coherencia formal en la narración. De aquí que la totalización del sentido —en la selección microscópica de marcadores parciales— cumpla una función central en el desarrollo de esta perspectiva historiográfica. El sistema de representación formal que la sostiene demanda un sentido totalizado, en la medida que solo este podría responder a la exigencia total de coherencia. Esto porque la totalidad, al estar siempre contenida y acabada, presupone un objeto de conocimiento no solo abordable, sino también necesariamente resuelto: no obstante las tensiones que se pueda tematizar, al tratarse de un objeto de sentido concluido en sí mismo, estas solo se presentarían en calidad de vestigio, susceptible de ser integrado en la narrativa estándar de origen, desarrollo y término que venga al caso.
A partir de esto último se abre una discusión política a la que me referiré solo brevemente, de modo de avanzar hacia la discusión de las modalidades de la totalización. Volviendo a White, podemos ver cómo la historia formalizada o institucional mantiene un espacio para el orden moral. No se trata, por cierto, de pensar esta forma de representación histórica como un diseño estratégico de control que simplemente pueda asignarse a un grupo específico, en un momento dado, lo que presumiría la existencia literal de un monopolio absoluto y autoconsciente de poder. Se trata, en cambio, del modo en que circula a través de ella esa legalidad que White entiende involucrada en la formación tanto de la representación de la experiencia como plenitud (28), como de los sujetos inscritos en ella (54). Esto es, las condiciones materiales y simbólicas que en un momento dado describen el territorio de la legitimidad, que se traduce en orden moral en tanto delimita una estructura de reconocimiento y valoración.
La impronta moralizante, en el modelo historiográfico que observamos, se despliega en dos niveles siempre simultáneos e interconectados. Veíamos que la formalización de la historia presupone un desplazamiento hacia la coherencia interna de la estructura de categorización que se utiliza, adentrándose, quizás de la manera más radical posible, en el deseo por la plenitud narrativa. La moral, en esta forma, entra en la identificación de la coherencia propia de este nivel interno, o estructural, de la narración, con la de los predicados específicos que propone, en su relación con el mundo real. No obstante, a diferencia de las primeras versiones de la historia moderna, donde el orden moral se presenta a través de predicados y valoraciones más o menos explícitos, la moral aquí se funda en la identificación de la coherencia formal como principio de realidad. Aquí la crítica en la que insisten Adorno y Horkheimer: las condiciones materiales de la existencia, su compleja heterogeneidad, son reemplazadas por la abstracción unificadora que hace de ellas el pensamiento ilustrado —y más específicamente, en el caso de nuestro objeto de estudio, el postulado formalista-positivista. De esta manera, si inicialmente la moral aparece en el ámbito de la narración plena de la historia bajo la forma de una fábula, que trabaja sobre resoluciones moralizantes, la historiografía de herencia positivista (la del método generacional, por ejemplo) moraliza a partir de la presunción de una coherencia a priori, que es la que emana de la fluidez formal del propio sistema al que se ingresa la realidad. Se asigna así a los textos periodizados, a los periodos dispuestos, y a la noción misma de proceso histórico una identidad estructurante. La fábula moralizante —en muchos casos explícitamente rechazada— se presenta entonces bajo la forma de la naturalidad objetiva, esto es, aquella conocida científicamente.
Ciertamente esto no implica que la contingencia con las formas vigentes de legalidad quede excluida. En el estudio comparativo de estas mismas historias son inmediatamente visibles los modos en que la presunta naturalidad objetiva se construye desde posiciones involucradas en aquella contingencia. El recorrido que realizaremos a continuación, además de observar las modalidades de la totalización, busca justamente mapear posiciones de enunciación desde las cuales se propone una u otra interpretación de lo que constituiría aquel saber objetivo.
2. Modalidades de la totalización
Como anticipé en un comienzo, la forma concreta en que se conduce la estrategia de la totalización puede organizarse en dos modalidades, a partir del lugar donde se sitúa la matriz de sentido histórico-literario que rige la tradición construida, a la vez que de los criterios de periodización que la acompañan. La primera, trascendente, contempla una matriz situada fuera de la especificidad literaria de la obra, en procesos históricos de más amplio espectro. Los criterios de periodización a partir de los cuales se narran los procesos literarios, responden aquí al ordenamiento de las distintas funciones que cumpliría la literatura en el desarrollo de aquellos procesos (políticos, sociales, nacionales, etc.) en los que se enmarca. La segunda, inmanente, aunque desde luego considera cierto grado de trascendencia (la diacronía necesaria para entrar al dominio de la historia), afirma una distinción fundamental entre lo propiamente literario (textual) y aquello que constituye su contexto. A partir de esta distinción, se levanta la necesidad de una historia específicamente literaria, es decir, una que se ocupe de las transformaciones históricas desde la observación de elementos de la estructura interna de las obras periodizadas. Consecuentemente, los criterios de periodización que operan aquí responden a la interpretación de aquellas transformaciones estructurales, vinculando las observadas en textos particulares con las que serían transversales a los procesos literarios.
Para graficar la forma específica en que cada una de estas modalidades opera en propuestas historiográficas, detengámonos en dos aproximaciones a los procesos de la narrativa chilena de la primera mitad del s. XX. Por una parte, consideraré la propuesta trascendente de Ricardo Latcham, a propósito de las etapas del criollismo; y por otra, la inmanente de Cedomil Goic a lo que lee como la transición entre el período naturalista y el superrealista, que en su estudio supone también la transición de la novela moderna a la contemporánea.
Es algo evidente que para Latcham la matriz fundamental que organiza la producción literaria chilena comenzando el s. XX, es esa que se desprende del concepto de criollismo. Son menos claros, sin embargo, el sentido y los alcances específicos de este, en la descripción que hace de las obras literarias que allí se desarrollarían. Entendemos que se enmarca en un proceso cultural de amplio espectro, vinculado a la formación y expresión de la identidad nacional —y específicamente latinoamericana—, como la forma a través de la cual se realizaría “el descubrimiento de lo autóctono” (Latcham 19). A partir de esto, se aprecia que el principio rector de la progresión histórica que elabora, se situaría fuera de la especificidad de las obras literarias, que pasan a ser observadas (y evaluadas) en los términos de su capacidad expresiva. Es decir, la producción literaria es leída como síntoma de este proceso cultural de mayor alcance e importancia, y valorada en su capacidad para expresar adecuadamente la consolidación de ese sustrato identitario.
Los criterios de periodización que utiliza Latcham apuntan, como es de esperar, en esta dirección. La trayectoria descrita supone un primer movimiento, protagónico, de formación, y uno secundario, de depuración de esa matriz criollista. En términos formales, esto se traduce en dos generaciones criollistas (1900, 1920),10 con antecedes en el costumbrismo, realismo y naturalismo decimonónicos; y, por último, una generación neocriollista (1940). El eje transversal que da unidad orgánica a esta progresión es, desde la perspectiva literaria, una línea de desarrollo marcada por la propuesta cognitiva del realismo, es decir, la propuesta de conocer y representar la realidad. De aquí que el trabajo estético de las obras sea evaluado en términos de su presunta desnudez retórica:11 entendido como vehículo de expresión de aquella identidad nacional, el adecuado ejercicio de la escritura literaria se centra justamente en hacerla trasparente. La herencia del naturalismo, en este mismo sentido, es apropiada por la literatura criollista no en función de su construcción estética, sino de su impacto tanto en el contenido como en la práctica de la representación de lo social-nacional. Dice Latcham: “El naturalismo contribuyó considerablemente a vincular al escritor a su oficio y a segregarle sus prejuicios de clase o de educación. Esa escuela sustituyó también el estudio del hombre abstracto, del hombre metafísico, para considerar el análisis del hombre natural” (21). Se trata, como puede apreciarse, de una serie de procedimientos que apuntan a la misma acción: la supresión de las mediaciones de las que, se presume, es susceptible la escritura. Por una parte, la de la subjetividad del escritor, necesariamente situado en un lugar concreto de la estructura social (“sus prejuicios de clase”) y en una experiencia individual de aprendizaje (los “de educación”). Por otra, la propia de los postulados cognitivos idealistas, que por excelencia presuponen la experiencia de mundo en tanto mediada por la abstracción de la conciencia (la propia de aquel “hombre metafísico”).
El énfasis que hace Latcham en la contribución del criollismo a la independización del oficio del escritor,12 además de señalar una forma literaria privilegiada, anclándola a un modo de producción (y representación), es consistente también con la matriz identitaria que ordena su narración histórica. La idea de cierta madurez que se logra en la autonomía del oficio de escritor —en cuanto al modo de producción, y su reconocimiento social—, hace eco en al menos dos otras instancias de la argumentación: la madurez de la nación (encarnada en el celebrado “Año del Centenario”) y la maduración de las formas del criollismo (la generación de Mariano Latorre). El estrecho vínculo entre estos procesos es explícito en su estudio: “Alrededor de 1910 cuaja uno de los fenómenos literarios más valiosos de la evolución intelectual chilena. El suceso eje que polarizó ese movimiento fue el año del Centenario. Un poco antes o un poco después se publican las obras más decisivas del llamado criollismo y también otras que son de gran consistencia en el desarrollo cultural del país” (17).
El centenario de la independencia sirve de escenario para la consolidación del criollismo chileno, al mismo tiempo que es síntoma del proceso histórico que consolida tanto la identidad nacional como su expresión. “El Año del Centenario —continúa más adelante— dio cierto contenido nacionalista a las letras patrias y en torno a concursos literarios y a diversas circunstancias de crecimiento y madurez observadas en el ambiente santiaguino cuajaron corrientes desconocidas en etapas anteriores de nuestra cultura” (Latcham 18-19). El proceso literario, así, se identifica como parte de este “crecimiento y madurez” nacional que, por su parte, es precisamente el que propicia y se aprecia en la expresión literaria de la promoción criollista de 1910.
La concomitancia de estos procesos nos remite, por un lado, a la imaginación orgánica de la historia, y, por otro, al lugar específico donde se sitúa la matriz de sentido. La profesionalización de la escritura, la expresión depurada del criollismo y la celebración de un siglo de independencia nacional, forman parte de un mismo proceso: aquel que señala la consolidación de una identidad nacional. La progresión histórica no puede sino afirmarse en la identificación de estos eventos y, con ella, la asimilación de la producción literaria en la única dimensión del rol que desempeña en aquel proceso. La identidad nacional, y muy específicamente aquella que se configura en la idea de “lo autóctono”, subsume toda desviación anclando la literatura en la descripción de aquella función expresiva que le corresponde en el proceso de su consolidación. Esto es, no en la manipulación retórica (la que derivaría de la mediación subjetiva e idealista en la escritura) sino en la manifestación “espontánea” de lo real. En otras palabras, la función expresiva que Latcham asigna al criollismo no se limita a que este hable de la realidad, o la refleje (a la manera de la pretensión realista decimonónica), sino que consiste en ser su expresión; se trata, en sus palabras, de ser “fruto espontáneo de la tierra chilena” (24).
Se desprende, de forma bastante explícita, el orden moral que funda tanto de la concepción de la literatura que opera aquí, como de la construcción histórica en que se presenta. Bajo el signo del criollismo, Latcham establece un sistema de valoración evidente no solo en la exclusión de parte importante de la producción literaria de la época, sino también en la forma de su inclusión. La historia es presentada como una progresión orgánica: primero, como el proceso evolutivo de las letras y la identidad nacionales que conduce naturalmente al gran hallazgo de la generación de 1910 (y principalmente de Mariano Latorre); y, segundo, la consolidación de aquel hallazgo como tradición verdadera, sin otro destino que la necesaria continuación. En este proceso orgánico, la matriz externa moldea el trabajo de los creadores que reconoce, a partir de su única (y absoluta) demanda, la mencionada capacidad expresiva. Más allá del corpus literario que se desestima, la dimensión moralizante está primero presente en esta forma de inclusión, que moldea desde la exclusión, en la medida que solo reconoce aquello que anticipa, o bien, reproduce aquel punto estático señalado en el criollismo de 1910. Esto es evidente en el comentario de Latcham a propósito de las generaciones posteriores:
Casi todos estos maestros de la pluma y numerosos pintores asimilaron a cabalidad en el sentido de arte universal yacente en toda obra nacionalista, el sentido preciso y alerta de las costumbres y tipos que manipula, la expresión nativa característica que se asienta en nuestras letras con las novelas posteriores de Manuel Rojas, González Vera, Marta Brunet, Salvador Reyes, Benjamín Subercaseaux, Daniel Belmar y Luis Durand. En otras palabras, sin el esfuerzo de los primeros no habrían emergido los segundos, ya que los fenómenos literarios no se producen por generación espontánea o por simple y ocioso esteticismo. (28)
La asimilación es ostensible: no hay cabida alguna para la particularidad. No es solo la asimilación de este conjunto disímil de escritores: la propia noción de proceso histórico es también subsumida por la progresión orgánica y afirmativa de la tradición como continuidad por influencia en la formación. Asimismo, los autores aquí reconocidos y valorados, resultan sujetos a la moral impuesta, toda vez que el lugar histórico que se les reconoce es, a lo menos, unidimensional.
En parte, la modalidad inmanente que vemos en la propuesta de Cedomil Goic, reacciona y busca responder a la forma específica de moral que se impone en la totalización trascendente, que aquí he ejemplificado con el texto de Latcham. La perspectiva de Goic, muy cercana a la propuesta de René Wellek en 1941, explícitamente busca tomar distancia de las formas moralizantes que se desprenden de la historiografía literaria con matriz cultural, política o social. Esto considerando que, aun cuando la literatura puede en efecto tener una existencia cultural, social y política, estos vínculos son variables y dependientes de aquello que se reconoce como externo al fenómeno estrictamente literario, es decir, a las condicionantes estructurales de la obra literaria. En la introducción a su libro, La novela chilena: los mitos degradados (1968), Goic declara casi de inmediato: “no existe una sola forma de concebir la literatura como expresión y función social… los cambios en la concepción de la literatura y de su función van diferenciados notoriamente por la tendencia literaria en que se articulan” (19). La existencia de la obra literaria como estructura, y la descripción de sus particularidades, se oponen estos como rasgos estables y, como tales, susceptibles del estudio específico, sistemático y conclusivo que se propone.
Vemos de esta forma, que la matriz de sentido opera en dos niveles en el trabajo de Goic. Por una parte, en el de la definición de lo que sería reconocible como particular de la literatura; y, por otra, en el del propio modelo formal de periodización. En gran medida, la introducción recién citada se ocupa de presentar los alcances del primero de estos niveles, fundado en dos principios rectores, presentados en forma de axiomas. Primero, se llama literario aquello que dice relación inmediata con la obra literaria, esto es, como leíamos arriba, excluyendo las variables que la trascienden, cuya variabilidad depende precisamente de que se generen en una mediación posterior a la obra, en su interpretación y uso (político, social, identitario, etc.). De aquí la defensa de una historia específicamente literaria, emanada de aquellas características inmediatas; historia autónoma respecto tanto de la historiografía en general como de los asuntos que la ocupan. Segundo, se entiende obra como estructura, como aquella red de funciones y relaciones que formaría el objeto autónomo que es la literatura. A partir de este axioma, “la obra es estructura”, se desprenden los aspectos centrales del modo en que se percibe y se construye la historia literaria. Dice el texto:
La novela puede ser abordada a partir de cualesquiera de sus elementos sin que se pierda su sentido de totalidad y por lo mismo, cualesquiera de sus elementos fundamentales puede constituirse en criterio de clasificación o periodización. Estructura de narrador, contenido del mundo y estructura de la novela, permiten reconocer lo que constituye efectivamente tradición literaria en la novela chilena; permiten determinar sus momentos de continuidad y de discontinuidad; reconocer las variaciones significativas, los momentos de cambio; observar la actualización de posibilidades de estructura de la novela o su significación intemporal; y trazar, en fin, históricamente, el múltiple condicionamiento de la aparición de nuevas formas. (18)
Son tres los momentos clave de la cita: una extensión lógica del axioma inicial, que avanza hacia el terreno metodológico; la propuesta específica de los ítems estructurales que serán prioritarios, observados desde su dimensión histórica; y, por último, la delimitación de lo que se interpreta como transformación histórica, que fija a nivel estructural, una matriz de sentido que ordena y da dirección a los procesos narrados (y por narrar).
La extensión lógica puede apreciarse claramente en la declaración inicial: siendo la obra estructura, y estructura la totalidad de relaciones de una serie finita de elementos interconectados, cualquiera de estos elementos (en la medida que su valor es relacional y no intrínseco) debiera siempre dar cuenta de la totalidad. Totalidad de la obra, y totalidad de los diversos niveles estructurales que la obra sintomatiza, y que constituyen los procesos histórico-literarios que la involucran. Este es un punto fundamental. Los criterios de periodización, no obstante, se presentan como desprendidos de las mismas obras periodizadas, no dependen de ellas en particular (sean las que sean), sino de las constantes que se expresan en ellas, y que permiten reconstruir estructuras mayores, a nivel de generaciones, primero, y, desde estas, a nivel de y sistemas de preferencias. En su ensayo “Aspectos del cambio literario”, a propósito de la Historia de la novela hispanoamericana publicada por Goic en 1972, Walter Mignolo comenta este aspecto: “el corpus que sirve de punto de articulación de la propuesta no es fundamental . . . lo que cambia no son las obras, sino las configuraciones que las hacen posibles” (33). En la medida que se interpreta a las obras en su dimensión estructural, la propia y la que integran, su particularidad individual pierde relevancia (al menos desde la perspectiva histórica) ante la dimensión de su expresividad formal. En otras palabras, la especificidad de la representación en tal o cual obra (vital desde la perspectiva de Latcham) aparece decididamente subordinada a la manera en que la forma de aquella representación se relaciona con las constantes estructurales que rigen un momento dado y determinan aquellas “configuraciones” mayores.
“Estructura de narrador, contenido del mundo y estructura de la novela” (Goic 18), en este sentido, efectivamente sirven como un puente entre obra y tradición, y no cualquier puente, no cualquier conexión, sino la más fluida imaginable, un vínculo total. Es este el punto donde se materializa la posibilidad de una expresividad formal, toda vez que el valor de especificidad está subsumido por el de coherencia estructural, mismo procedimiento que en páginas anteriores identificábamos con la fórmula de coherencia formal como principio de realidad (histórica-literaria en este caso). Solo de esta manera puede accederse a esa fluidez total, por la cual se hace posible el acceso directo e inmediato de la parte al todo: en cierto sentido, han sido siempre lo mismo. Tomemos como ejemplo el caso de Manuel Rojas, el lugar que se le asigna a su obra, en La novela chilena, en el marco del tránsito al superrealismo.
Allí es inmediatamente visible la identificación de la estructura de narrador como síntoma del sistema de preferencias —principio rector que permite identificar periodos, a la manera de una tendencia gregaria hacia ciertas estructuras estables. La obra de Rojas, leída desde Hijo de ladrón (recordemos, y aceptemos de momento, que en este contexto los elementos particulares exhiben la estructura total), se entra en la tradición, en palabras de Goic, como “un salto, un momento discontinuo, un movimiento de ruptura” (147). La ruptura ocurre respecto del sistema de preferencias del periodo de la novela moderna,13 encarnada en ese narrador que presenta el mundo “lleno de su espíritu, como que no es visto sino a través de él, de su mirada, de su ideología, de la opción que ejerce sobre la realidad. No es otro que el mundo cotidiano, común, representado con ilusión de realidad en formas concretas, particularizadas, con precisión de sus coordenadas temporales, con frecuentación de lugares públicos conocidos y aposentos privados comunes” (146). Se trata de una estructura de narrador, el que el autor ha ido describiendo en capítulos anteriores, evidenciando en obras concretas de la tradición narrativa nacional. Sin desmedro de ello, advertimos rápidamente que la unidad narrador, como estructura, se evalúa desde esa, llamémosle, valoración desplazada, por la cual su unidad adquiere relevancia solo en la medida que resuena en una estructura mayor. Se trata de narradores, y de narradores que podemos rastrear en textos concretos, pero la discusión real está más allá de ellos, en el plano del sistema de preferencias que dramatizan. En el caso del narrador moderno, uno organizado en torno a la propuesta estético-cognitiva del naturalismo. Goic da cuenta de ambas dimensiones en la cita: primero, aludiendo a la apuesta por la representación positiva de la realidad, aquí ya puesta en crisis como “opción que se ejerce sobre la realidad”; y, segundo, aludiendo explícitamente a la estrategia formal característica de la estética realista, la particularización.14 A este sistema se le opone el que se dramatiza con el narrador de la novela de Rojas:
Lo que se presenta como limitación (incapacidad del narrador de recordar y ordenar linealmente la experiencia) es recurso, logro y ventaja de la narrativa contemporánea; expresión de fatiga de las formas tradicionales ya irrepetibles; expresión también de la incertidumbre o inseguridad con que el narrador contemporáneo sustituye la presuntuosa fe del narrador moderno en el conocimiento positivo y en la ideología, que encuentra como supuesto la universalidad de creencias que caracteriza a la época y que el narrador contemporáneo no puede reclamar y se prohíbe auténticamente. (150-151)
Una vez más, se retrata las características formales que fundan el modo narrativo de la novela: el desafío al relato lineal y al mundo de certezas que caracteriza la apuesta cognitiva positivista; al mismo tiempo que se aprecia en estas dudas un cuestionamiento que señala un nuevo escenario, un “auténtico” reconocimiento de desarraigo respecto del saber antes vigente. Esta sensación de desarraigo que lee Goic en Aniceto Hevia, apunta más adelante, en tanto constituye “ley de estructura” —tanto vital (del personaje) como narrativa—, sitúa a la novela como tendiente a una “auténtica universalidad” (159) —opuesta al supuesto de universalidad que opera en esa “fe del narrador moderno”— (151). ¿Qué la hace auténtica? Ostensiblemente, el hecho de que se trata de un narrador consciente de su saber y capacidad limitados; un narrador que se reconoce como tal, en la medida que al hablar de la experiencia de limitación habla también y necesariamente del acto narrativo. Ahí la ley de estructura: la que se retrata en el paso del narrador panóptico, omnisciente; a un narrador sujeto, limitado y lleno de dudas. Auténtica universalidad que no puede sino llevarnos al predicado de un sistema de preferencias vanguardista, donde lo universal se reconoce arquetípicamente en las profundidades del sujeto y la conciencia sobre la mediación de la forma.
Volvamos con esto al tercero de los momentos de la introducción, que habíamos dejado pendiente: la matriz de sentido que se fija en la estructura narrativa del modelo historiográfico, y el orden moral que deriva de ella. Decía Goic al final de aquella cita, luego de introducir las dimensiones que hemos discutido hasta aquí: “trazar, en fin, históricamente, el múltiple condicionamiento de la aparición de nuevas formas” (18). La idea de avance y transformación históricos se resume en la discusión por la novedad. No se trata de algo trivial. La aparición de esas nuevas formas efectivamente tensiona la idea de continuidad de los procesos históricos y, en ese sentido, sí conducen al menos parte de dichos procesos; sin embargo, no su totalidad. En el modelo que observamos las formas novedosas llegan a reemplazar aquellas “fatigadas” y, por ello, “irrepetibles” (Goic 150). Tácitamente, se introduce un modo prospectivo al relato histórico, donde la tradición se construye por innovación, cancelando de manera tajante la posibilidad de vigencia de las formas que hayan sido desplazadas. Así, por ejemplo, si bien la obra de Rojas se enarbola como síntoma de la aparición de la novela contemporánea, para hacerlo se realiza la selección y totalización de los marcadores textuales que colaboran de forma coherente con las demandas estructurales del nuevo sistema de preferencias. Los marcadores que refieren al sistema anterior, cuya vigencia se asume agotada, se necesita que sean invisibles: la estructura, en tanto es total, no admite desviación. De esta manera, por ejemplo, se hacen ilegibles los marcadores que dan cuenta de la negociación con las formas del realismo en la obra de Rojas, abundantes en sus cuentos y también en la tetralogía sobre Aniceto Hevia.
Pensándolo desde la clásica tríada conceptual de Raymond Williams, vemos cómo mientras en el modelo de Latcham la tradición se construye en el permanente retorno de lo residual, y su influjo (como herencia) en las formas dominantes; en el de Goic esta surge, antes que nada, de la negociación entre lo dominante y lo emergente, donde el último no puede sino aparecer para desplazar, de forma radical, al primero. En ambos casos, el influjo totalitario de estos elementos, determina que el otro sea situado en un lugar de extrema pasividad. En Latcham, lo emergente después de 1910, adquiere la forma de simples síntomas de un proceso de depuración técnica, de aquella herencia fundamental que se mantiene. En Goic, lo residual aparece en la forma de una huella agotada y de poco impacto, que aunque puede persistir obstinadamente, su existencia será necesariamente extemporánea y, en definitiva, fuera de lugar.
3. ¿Lo inorgánico/inarmónico?
Guardando las notables distancias entre una y otra forma de totalización, resulta claro, a partir de lo anterior, que las tradiciones construidas en ambos casos operan en un nivel moral, con sus respectivos puntos ciegos y espacios autoritarios. Más aún, podría afirmarse que, no obstante no se reducen a él, en ambos casos la construcción de tradición literaria contempla la fundación de un orden moral, que presenta como naturalidad lo que en efecto es una opción ideológica. Se trata, como advertía White, de una condición del deseo por la plenitud. Difícilmente podría hacerse de la historia una totalidad armónica sin una ley detrás que llame a la existencia los elementos que la armonizan, y a la inexistencia las desviaciones. El problema nos devuelve a la pregunta que abrió este ensayo: ¿cómo leer críticamente la tradición, atendiendo a su dimensión moral, sin por ello reducirla a ella? Despejemos, antes de terminar, una conclusión equívoca que podría desprenderse del desarrollo realizado hasta este punto.
Se trata de la misma que advertíamos en un comienzo: alarmados ante su abrumadora impronta moral (tan del siglo XX, dirán algunos), redundar una vez más en el gesto de Francis Fukuyama, declarando agotada, junto con la historia, la categoría misma de tradición literaria. Conclusión equívoca, en primer lugar, porque se basa en una falsa dicotomía. En el caso de Fukuyama, la historia de las oposiciones de la guerra fría, o el fin de la historia, diluida en la fluidez neo-liberal; en el caso que nos ocupa, alguna modalidad de totalización (y sus respectivos autoritarismos y reducciones), o la indistinción absoluta, ese inmaterial oceanísmo que fascina al posmodernismo conservador. En segundo lugar, esta ilusión de escasez conduce, como decíamos, a la misma autoridad naturalizada que se busca desafiar, toda vez que por su parte totaliza la noción de historia y tradición literaria, observándola únicamente en la dimensión moral de la tendencia a la plenitud, y desconociendo la realidad histórica de su producción como discurso. De esta manera, aun cuando se la niega, al hacerlo en estos términos, solo se refuerza la mistificación de ambos conceptos; mientras los eventos concretos que retratan siguen ocurriendo, y siguen levantando desde su materialidad las exigencias de lo real.
Una vez más, la huida no solo no responde la pregunta, sino que acaba ocultándola. ¿Cómo dirigirse a ella? Antes que nada, cambiando la ilusión de escasez propia de esta dicotomía, por las condiciones reales de la producción de la tradición literaria. La discusión de este ensayo, observando las modalidades en que el discurso historiográfico en Chile participa de estos procesos, se dirige a esa tarea inicial de establecer que la tradición, como la historia, ocurre en la negociación permanente entre el discurso y los eventos reales que ordena. Desde este punto, la pregunta por la moral, y sus pretensiones de naturalidad, se traslada a una por el ejercicio de poder tanto en el orden discursivo de la tradición literaria, como en su materialización histórica (por ejemplo, en los criterios de valoración estética que operan y son impulsados en uno u otro momento). Y, como toda pregunta razonablemente situada a propósito del poder, esta se desvía de las trampas de su imaginación esencial, a las formas específicas, y específicas consecuencias, de su ejercicio. En el caso que observamos, la forma totalizante, el problema no es que exista algún orden y en él se realice una opción y un ejercicio de poder: ambos son parte de todo proceso histórico, y por cierto también de los literarios. El problema, en cambio, es que ella opera velando en el discurso las tensiones y oposiciones reales en torno al ejercicio de poder, a través de la construcción de la plenitud narrativa como realidad (y por tanto necesidad) orgánica.
La pregunta que se abre entonces, y con la que quisiera terminar, es por la forma historiográfica que, sin incurrir en el simulacro de renuncia a la opción crítica, pudiese abordar la tradición más allá de las restricciones de la totalidad. En términos generales, este no es un territorio inexplorado. El trabajo de Florian Sedlmeier,15 a propósito del concepto de constelación en Theodor Adorno y su aplicación al campo de la historia literaria, aborda el problema proponiendo un modelo de redes de relaciones y tensiones que pueden reconstruirse a partir de un corpus literario, y que informarían sobre su lugar histórico. La estructura narrativa que se desprende de este modelo, sería una particularmente resistente a la totalización, en la medida que, primero, el mundo de tensiones aludido no es fijo (y se define por su permanente transformación) y, segundo, llama en todo momento y de forma explícita a un pronunciamiento crítico, junto con la selección y el orden, en la medida que dicho pronunciamiento es parte del mundo de tensiones narrado. Este tipo de lectura es el que ponen en práctica reflexiones recientes a propósito del canon desde la perspectiva poscolonial,16 buscando leer la diversidad de formas en que el canon occidental opera y es reinventado, sin desconocer pero más allá de la consabida función moral que cumple como instrumento de colonización. Asimismo, en nuestro contexto latinoamericano, resuena este modo de trabajo y pensamiento en la tradición crítica que funda Antonio Cornejo-Polar, desde la propuesta de la heterogeneidad como categoría de valor epistemológico.
En cada caso, se destaca la resistencia a las restricciones de la totalización, apuntando en cambio a escenarios más complejos que los que allí se permiten. Lo que resulta interesante, sin embargo, no radica en la negación de la totalidad, sino en la afirmación, en cada caso, de la necesidad de una opción crítica. La apuesta, de este modo, no es por la indeterminación (que no hace sino desestimar el propio acto crítico), sino por formas de determinación capaces de dar cuenta de escenarios complejos y, a la vez, de sí mismas en dicho escenario. Volviendo a nuestra preocupación específica, la tarea que aquí queda pendiente, en este sentido, no es la creación de una nueva narrativa historiográfica que llegue a reemplazar a las que he discutido, presumiéndolas obsoletas. No lo son (su influjo, aun siendo residual, es actual y visible), ni sería productivo dicho reemplazo (solo redundaríamos en la práctica totalizante que hemos criticado). En cambio, la tarea llama a la reconstrucción de la tradición literaria en su condición múltiple, no solo a partir de un corpus de obras que se quiera destacar, sino manteniendo un diálogo justamente con el ejercicio heterogéneo de las opciones que la han construido. Se trata sin duda de una tarea de largo aliento, que aquí solo se alcanza a introducir, cuyo desarrollo demanda un proceso continuo de revisión.
Referencias
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Notas