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LA MORFOLOGÍA DEL VIAJE A ITALIA, DE GOETHE 1
Marco Aurélio Werle; Damião Esdras Araujo Arraes
Marco Aurélio Werle; Damião Esdras Araujo Arraes
LA MORFOLOGÍA DEL VIAJE A ITALIA, DE GOETHE 1
The morphology of Goethe’s Italian Journey
Revista de Humanidades, núm. 47, pp. 139-165, 2022
Universidad Nacional Andrés Bello
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Resumen: En este artículo se plantea reflexionar sobre la morfología del viaje del poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe a Italia, circunscrita en la autoformación y en la interacción entre las categorías naturaleza, arte y sociedad. Es esencial, en este sentido, atender a la estética de la mirada para comprender la Antigüedad clásica, el arte moderno, el paisaje italiano y la naturaleza, mediante el análisis, sobre todo, de los relatos descriptivos compilados en la obra Viaje a Italia en relación con otros escritos poéticos, científicos y autobiográficos de Goethe.

Palabras clave: Goethe, literatura de viaje, Romanticismo, viaje.

Abstract: In this essay it seeks on the morphology of Johann Wolfgang von Goethe`s travel in Italy circumscribed on his self-formation and the interaction among the categories nature, art and society. It draws attention over the rule of Goethean eye`s aesthetics essential to the knowledge of Classical Antiquity, modern art, Italian landscape and nature. The article based mainly upon the compiled accounts of the work Italian Journey, but without forgetting to relate them with other poetical, autobiographical and scientific Goethe`s writings.

Keywords: Goethe, Travel Writting, Romanticism, Travel.

Carátula del artículo

artículos

LA MORFOLOGÍA DEL VIAJE A ITALIA, DE GOETHE 1

The morphology of Goethe’s Italian Journey

Marco Aurélio Werle
Universidad de São Paulo (USP), Brasil
Damião Esdras Araujo Arraes
Universidade Federal Rural do Semi-árido (UFERSA), Brasil
Revista de Humanidades, núm. 47, pp. 139-165, 2022
Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 25 Marzo 2021

Aprobación: 30 Septiembre 2021

Cuán pocos se sienten emocionados por lo que surge propiamente solo al espíritu. El sentido, el sentimiento y el ánimo ejercen mucho más poder sobre nosotros y, en verdad, con razón: pues estamos referidos a la vida y no a la observación.

Goethe

1. El viaje y la autoformación del ser humano

Una etapa de la formación humana tiene lugar en los viajes cuando nos alejamos de las costumbres inmediatas y nos involucramos con culturas ajenas, con el fin de comprender la alteridad que se impone frente a nosotros. El viaje posibilita una transformación humana en la medida que nos desplazamos en el tiempo y en el espacio. Los relatos del itinerario, distintos en varios aspectos por los temas y por quien los escribe, expresan el exotismo de los sitios vivenciados y la admiración in situ de aquello que se había conocido por representaciones pictóricas y literarias y los niveles logrados por el cambio. Esto resulta en experiencias estéticas, cuyos efectos se sentirán en el curso de la vida y serán eternizados en formas sensibles.

Aunque esta significación parezca actual, no es una novedad. Francis Bacon (79) ya había reflexionado, en 1625, acerca de los efectos del viaje en el espíritu de quien lo emprende. Para el filósofo, el trayecto se convierte poco a poco en una experiencia estética, perceptible en diarios y dibujos que se producen durante el movimiento o en los intervalos de descanso. La visión sobresale de los demás sentidos en la aprehensión del mundo. En cierta medida, Bacon pronosticó la práctica que se volvería común en la centuria siguiente. Los relatos de viaje y diarios se popularizaron en Europa a fines del siglo XVII, lo que resultó en la emergencia de un nuevo estilo editorial dedicado exclusivamente a esa literatura (Segeberg 14). La proliferación de libros de viaje ha sido uno de los resultados de la conquista secular y científica que marcó la modernidad. En efecto, la obra de Richard Lassels, An Italian Voyage, or, a complete journey through Italy, editada en 1697, es uno de los marcos iniciales, incluso por inaugurar el término grand tour en el léxico de las narrativas, lo que fue substituido por pittoresque voyage después de la era napoleónica (Milani 92).

El grand tour, como mediación para lograr conocimiento y formación, empieza a practicarse en Inglaterra, Alemania y Francia. Se elegía el suelo clásico como el principal destino: Grecia e Italia conservaban los objetos de la Antigüedad imprescindibles para la comprensión de la historia y del arte en la modernidad. Además, el redescubrimiento en los circuitos intelectuales europeos del tratado del arquitecto Andrea Palladio atrajo a artistas a investigar su arquitectura e implementarla como modelo en residencias construidas en sus patrias de origen.

Fue en ese contexto que Johann Caspar Goethe, padre de Johann Wolfgang von Goethe, tuvo interés en viajar por Italia en 1740 tras haber finalizado el curso de jurisprudencia. Sus experiencias de viaje impactaron en su hijo (Werle 1). En Poesía y verdad (29), Goethe relata que, en su niñez, convivía con imágenes de Roma, que habían sido cuidadosamente puestas por su padre en una de las antesalas de su casa en Fráncfort. El niño Goethe presenció incluso los momentos en los cuales su progenitor se dedicaba a redactar, en italiano, las descripciones del viaje y las hacía públicas bajo el título Viaggio in Italia. Más tarde, Goethe expresó el deseo de hacer lo mismo.

Para Goethe también fue decisiva la estancia en Roma de Johann Joachim Winckelmann. En Italia, Winckelmann pudo comprobar su concepción de “noble simplicidad y grandeza serena” [edle Einfalt und stille Grösse] del mundo griego, mediante la observación directa y el estudio detallado de las obras del arte de la Antigüedad clásica (Werle 2). El período romano fue, en sus palabras, el más feliz de su vida, razón por la cual cuando regresó a Alemania en 1768, sintió una desolación al acercarse a los Alpes. Solo a regañadientes siguió adelante, pero sin llegar a su destino, pues lo asesinaron en Trieste. De Winckelmann, Goethe aprendió a ejercitar su mirada con rigor, con el fin de reconocer en los objetos de arte la articulación entre lo universal y lo particular, es decir, como cada objeto devela el momento histórico de su producción.

El viaje de Goethe a Italia [Italienische Reise] entre el 3 de septiembre de 1786 y el 18 de junio de 1788 se publicó en forma de relato autobiográfico casi treinta años después, en 1816-1817, conforme las notas en su diario y las cartas escritas a lo largo del viaje. La distancia entre el viaje y la edición es clave para comprender el género de ese trabajo del poeta. Se debe considerar no solo como una descripción de la realidad o como reminiscencia, sino como una elaboración o reelaboración de una vivencia (Erlebnis, utilizando una expresión muy cara a Wilhelm Dilthey), una obra al mismo tiempo ficcional y autobiográfica. Aunque se aproxime al género biografía, el tipo de vivencia remite a varias dimensiones teóricas y estéticas.

En Italia el poeta y aspirante a pintor habituará [gewöhnen] su mirada para aprehender los objetos de la Antigüedad, del Renacimiento y los colores del paisaje que se le presentaban como un cuadro. A su amigo Herder le comentó por carta que recorrería sitios incógnitos para vivenciar la libertad del mundo y la feliz soledad (Miller 44). Sin embargo, lo han reconocido en algunas ocasiones como el autor del Werther, novela epistolar de gran éxito escrita en su juventud bajo los principios estéticos del movimiento Sturm und Drang [Tormenta e ímpetu]. Y estaba decidido a volver a Alemania “renacido hasta los huesos” (Goethe, Viagem 259).

La experiencia del viaje de Goethe plantea distintos intereses desde la perspectiva del estrato morfológico2. Los asuntos y objetos de su atención orbitan en torno a la arquitectura, la escultura, la pintura, el paisaje, las costumbres de los pueblos y la historia, así como a la botánica, la geología y la mineralogía. De manera sistemática, esos temas circunscriben tres campos interconectados entre sí –el arte, la naturaleza y la sociedad–, conforme el propio Goethe recuerda años más tarde en sus estudios de morfología:

En el curso de dos años, yo he observado, colectado, pensado, buscado continuamente desarrollar mis facultades [Anlagen]. He aprendido a reconocer hasta un cierto grado cómo había procedido la favorecida nación griega para desarrollar el supremo arte en sus propios círculos nacionales, de manera que pude tener la esperanza de aprender a mirar gradualmente el todo y elaborar así para mí un puro deleite artístico, destituido de prejuicios. Además, he creído que había percibido cómo la naturaleza procede en sus leyes para producir configuraciones vivas, como un modelo para todo lo que es artístico. La tercera cosa en que me he ocupado han sido las costumbres de los pueblos, con los cuales he comprendido cómo un tercer elemento emerge del encuentro de la necesidad y de la arbitrariedad, del impulso [Antrieb] y de la voluntad, del movimiento y de la resistencia, y que no es ni arte ni naturaleza, pero ambos a la vez, necesarias y accidentales, intencionales y ciegas. (102)

El historiador del arte Herbert von Einem ha articulado su interpretación del viaje a Italia teniendo en cuenta las consideraciones de Goethe. En sus palabras: “en esa etapa tenemos el flujo de pensamiento del viaje que se expresó de forma breve. Naturaleza, sociedad humana y arte: estos son los tres grandes temas que han ocupado a Goethe en su recorrido por Italia y que nos falta aclarar en su íntima conexión” (58). El vínculo entre aquellas categorías ya se encuentra en la narrativa de Goethe antes de su encuentro efectivo con objetos de la Antigüedad. Ese momento previo devela un significativo pasaje de la estética goethiana relacionada con la compensación del sentimiento y la objetividad del mundo. Mientras el joven poeta creaba sus poemas, piezas teatrales y novelas distinguido por el genio creativo, conforme la estética del Sturm und Drang, el viaje le posibilitó el cambio de dirección, “el deseo de mirar los objetos con otros ojos, imprimiéndolos en el espíritu” (118).

2. Nuevos mundos

Para Goethe, la estancia en Italia le ha permitido pensar en sí mismo y la forma en que había conducido su escritura hasta entonces. No hubo espacio para ingenuas fantasías la medida en que su atención estaba centrada en la objetividad de las cosas. Así, el relato es pródigo en describir las formaciones geológicas de las montañas, los colores y vapores atmosféricos, la arquitectura de la Antigüedad clásica y del Renacimiento italiano y los paisajes que se formaban en su contemplativa y analítica mirada. La reflexión sobre la vida se encuentra en su decisión de dedicarse integralmente a la literatura, dejando la idea de ser pintor de paisajes, género artístico que apreciaba muchísimo y que nítidamente se puede ver en los dibujos que hizo en el transcurso del viaje y en las lecciones que tomó con Jacob Philipp Hackert, un renombrado paisajista alemán contratado por el rey Ferdinand IV.

El efecto del viaje ha sido suficiente para transmudar la poética goethiana. Antes, en su fase Sturm und Drang, Goethe había reconocido el genio como fuerza de creación artística, propósito aclarado en su ensayo de juventud sobre la catedral de Estrasburgo (Von deutscher Baukunst, 1772). Pero a lo largo y después del viaje, Goethe ha limitado el ímpetu de subjetividad y lo compensó con la apariencia externa. Luego ha comprendido la insistencia de su padre respecto del acto de desplazarse hacia sitios extranjeros, así como la experiencia relevante en la construcción de su personaje Wilhelm Meister, de la novela titulada Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, escrita entre 1794 y 1795.

Ese cambio había empezado a delinearse en los días iniciales del trayecto. La novedad lo ha despuntado a Goethe ya en Alemania: “a mí se me abría un nuevo mundo. Me acercaban las montañas, extendiéndose más y más” (Viagem 16). Le parecían raros muchos de los pueblos visitados y le sorprendían los hábitos de las sociedades. En Mittenwald, observó con atención las formas vegetales, las costumbres y el movimiento de las nubes mientras se movía el coche.

La formación de Goethe en Italia se debe, entre otros aspectos, a su mirada3, como ha señalado con mucha propiedad el historiador de arte Javier Arnaldo. En Poesía y verdad, la visión se vuelve en el sentido con el que el autor mejor aprehendía el significado de los objetos naturales y artísticos contemplados (Poesía y verdad 378). En crítica a la obra de Sulzer –Las bellas artes– se conjetura que el objeto que se mira, o la imagen formulada en el espacio ocular, se convierte en fundamento de auténtico conocimiento (Goethe, Escritos sobre arte 54). Y al aclarar a Friedrich Schiller el propósito de la redacción de Teoría de los colores, el poeta subraya el primado de la contemplación de la naturaleza como una experiencia interactiva entre la objetividad de las formas y la subjetividad de las pasiones. De hecho, decía el autor del Fausto, se firmaba “el mundo de los ojos” que se consume en formas y colores (Correspondence 195). El ejercicio visual abarca, por lo tanto, la esencia de la naturaleza y sus vínculos con el arte, como se puede observar en una carta escrita a Herder el 10 de noviembre de 1786:

Vivo aquí en una claridad y paz que no sentía hace mucho tiempo. Al ejercitarme con la mirada de las cosas como son, comprendiéndolas por medio de la observación, mi resuelto propósito de traer la luz a los ojos, mi total abandono de toda pretensión vuelve y me hace muy feliz y bienaventurado. (Goethe, Viagem 159)

Los ojos son solo luz mientras expresan su función productiva, capaz de captar los fenómenos en su verdadera manifestación, no opaca o corrompida por deseos y pretensiones conducidos en los meandros de la excesiva subjetividad. Ese será el anhelo profundo de Goethe en Italia.

La experiencia visual capta la naturaleza como un todo esencialmente polarizado. Los opuestos no se excluyen, al revés, de acuerdo con Maria Filomena Molder (102), los polos son partes de una unidad que se rechazan y se atraen recíprocamente, siendo la existencia de uno fundamental en el contenido del otro. En ese juego de fuerzas antagónicas, pero armoniosas, la materia, o la dimensión objetiva y humana, subsiste en razón del estado comprimido, que tiende a una intensificación [Steigerung] en la búsqueda de lo etéreo o de lo divino. En la transición de un estrato a otro, irrumpe el daimon, la condición prometeica de la naturaleza, es decir, el tránsito entre fuerzas humanas y divinas, entre lo sensible y lo suprasensible.

El entendimiento goethiano acerca de la naturaleza polarizada, y que aspira a la dimensión divina, es sintomático en lo que el poeta había nombrado, en Innsbruck, de “vida silenciosa de las formaciones rocosas” (221). Percibido en su exterioridad, el peso de la montaña se recubre de negatividad, como objeto natural inanimado sin fuerza para expresar el movimiento original de su composición. La materia, la dimensión objetiva, está muerta justamente por su dureza y pasividad, y se convierte en inactiva y perpetuo descanso. La inercia eclipsa la fuerza de atracción mantenedora de vitalidad evidente en el devenir de la atmósfera, por medio de la danza de las nubes, pues “la atmósfera es sutil y amplia, lo suficiente para enseñarnos sobre aquella silenciosa actuación” contingente que aumenta y disminuye el pulso orográfico:

Por mínima que sea la reducción en aquella fuerza de atracción, la disminución del peso y de la elasticidad del aire luego la denuncia […] No obstante, si aumenta la fuerza de la gravedad de las montañas, se restablece la elasticidad del aire y se producen dos importantes fenómenos. Por un lado, las montañas congregan en su entorno inmensas masas de nubes y las retiene allí, firmes e inmuebles, tal cual una segunda cumbre, hasta que, en consecuencia, de la lucha interna de las fuerzas eléctricas, las nubes se precipitan en forma de tormenta, niebla o lluvia y, entonces, el aire elástico […] Pude ver una nube consumirse muy nítidamente: flotaba sobre la cumbre más pronunciada, la luz del ocaso la iluminaba. Fueron apartándose muy lentamente sus extremidades, algunos copos fueron arrastrados y alzados más arriba. (22)

Las reflexiones sobre el carácter morfológico de las nubes son recurrentes en todo el viaje, y llegan a un grado más elevado en los escritos poético-científicos de Goethe, en particular tras la lectura de las investigaciones meteorológicas de Luke Howard. En Essay on the modifications of clouds [“Sobre las modificaciones de las nubes”, 1803], Howard clasifica las nubes de acuerdo con la concentración y la localización en la atmósfera, al comenzar por las camadas más cercanas de la corteza terrestre y ascender hasta los niveles elevados. En su poema Trilogía sobre la doctrina de las nubes de Howard, Goethe circunscribe las formas nebulosas en stratus, cumulus, nimbus y cirrus. Stratus y cirrus señalizan la polaridad de la naturaleza, justamente porque configuran la concentración y la expansión de la materia, las demás representan zonas de conflicto entre las camadas inferiores y superiores, es decir, entre la concentración del stratus y la fugacidad del cirrus. Cumulus y nimbus se hallan en camadas intermedias, en la dimensión prometeica de la naturaleza e inherente a las transiciones. La apariencia etérea del cirrus es reivindicada por el peso del stratus en un incesante juego de fuerzas físicas que culminan, empíricamente, en cumulus o en nimbus, es decir, si las camadas inferiores vencen la batalla de fuerzas, el resultado conduce a la formación del stratus, lo contrario sirve para formar los cirrus.

La intensificación ocurre porque hay una materia original que se fragmenta en otras, igualmente polarizadas y alzadas en su inconmensurabilidad. Goethe publica sobre esos temas a partir de la década de 1780, en distintos artículos científicos. En 1784, el poeta alemán redactó Acerca del granito, texto que establece la relación sensibilidad versus entendimiento como metodología de investigación científica. En este trabajo se conjetura que el granito sería la roca original del desarrollo geológico y morfológico de la Tierra, el fenómeno más antiguo que existe “antes de la vida y sobre la vida” (Goethe, Goethes Werke 256). En el transcurso del viaje, el autor ha encontrado distintas tipologías minerales cuya observación inmediata le ha posibilitado la profundización de su hipótesis de que el granito sea la causa fenoménica del origen y la fisionomía de la Tierra. Este tema era muy caro a Goethe, pues se halla en diferentes escenas del Fausto II, así como en la novela Los años itinerantes de Wilhelm Meister. El granito sería un fenómeno primevo [Urphänomen] del cual derivan las características geomorfológicas de los Alpes o de las llanuras de la Sicilia.

La sensibilidad de Goethe en los primeros días del itinerario le ha hecho mirar el horizonte lejano trazado por los bordes de las montañas hacia el cielo; la atmósfera en colores por distintos vapores en dirección al suelo o al núcleo de la Tierra a fin de comprobar su concepto de Urwelt [“mundo original”]. Por medio de la experiencia visual, el hombre es capaz de entender el paisaje al fijarlo en representaciones literarias o pictóricas, como lo ha reportado Goethe en el espacio entre Brenner y Verona: “los días son bien largos, nada molesta mi reflexión, y contemplar el paisaje alrededor no me quita la creatividad poética; bien al revés, acompañada del movimiento y del aire libre, el paisaje la estimula con mucha más rapidez” (Goethe, Viagem 26). La sorpresa de la novedad emergía frecuentemente en cada sitio vivenciado, sobre todo en la Arcadia idealizada, donde iba a producir su renacimiento.

3. Auch ich in Arkadien

Con el viaje a Italia nos encontramos una vez más con otro aspecto peculiar de todo el trayecto poético de Goethe, que consiste en hacer de su vida una obra y de su obra una vida. Si Poesía y verdad subraya los años de juventud, cuyo centro es el movimiento Sturm und Drang y todas las relaciones operadas antes del período de Weimar, las cartas, los dibujos y otros escritos hechos en Italia nos presentan un Goethe en constante búsqueda del balance entre vida y arte. Fue en Italia donde desarrolló una visión integrada y orgánica de las actividades humanas en estrecho vínculo con la naturaleza, según una nueva percepción de los procesos formales que entrelazan los dos ámbitos. El ser humano es evaluado ahora como un proceso morfológico que se articula desde adentro hacia afuera y viceversa. En las palabras de Einem: “tal como el estudio de la naturaleza le ha instruido el secreto de la forma como garantía de la vida, en su poesía la forma más rigurosa apunta a una vida más profunda y plena” (69).

Las experiencias de Goethe relacionan la morfología del viaje –sostenida en el ejercicio constante de la mirada y en la aprehensión sensible de la naturaleza–, de la sociedad y del arte. En la feria de Bolzano, por ejemplo, ha criticado los tiempos estadísticos o los inventarios científicos relativos al racionalismo iluminista. En vez de guiarse por tales normas, se debería cultivar solo “las impresiones capturadas por los sentidos, las cuales ni libro ni pintura ofrecen. El hecho es que mi interés por el mundo se renueva, pruebo mi poder de observación […] si mis ojos están limpios y ven con claridad” (Goethe, Viagem 30).

Conviene recordar que en el centro de la narrativa se encuentra el tema del encuentro con la Antigüedad. El epígrafe del libro –Auch ich in Arkadien [“Yo también en Arcadia”]– trae una expresión que remonta al pintor Guercino y se ha vuelto muy conocida debido al cuadro del pintor francés Nicolas Poussin, hecho alrededor de 1626-1628, en que se presenta la imagen de pastores que buscan descifrar el sentido misterioso de la inscripción Et in Arcadia ego [“También yo en la Arcadia”] que había en la parte superior de un sarcófago antiguo. Para el historiador del arte Erwin Panofsky, ese yo en Poussin significa la muerte que, a pesar de toda la atmósfera pastoril, también se haría presente en Arcadia:

En el uso de la frase Et in Arcadia ego por Goethe, la idea de norte ha sido completamente eliminada. Se la usa en una versión abreviada –Auch ich in Arkadien– como un subtítulo para su muy conocida descripción de su feliz viaje a Italia, de manera que significa simplemente “Yo también estuve en Arcadia, tierra de la alegría y de la belleza”. (Panofsky 408-9)

En la época de Goethe, por lo tanto, la expresión ya había perdido su primera acepción semántica y ha pasado a tener un sentido de una experiencia subjetiva, de modo que el yo de Goethe remite no a la muerte, sino a la vida, una vivencia íntima.

En ese sentido, el poeta percibe en Italia tanto el proceso de formación y de desarrollo de la naturaleza como el espíritu humano, su dialéctica interna o relación recíproca. Es menester decir que es extraño comentar aquí su dialéctica. Sin embargo, ese pensamiento se encuentra en la base de aquello que Hegel llama “concreto” en las “Conferencias acerca de la historia de la filosofía” apoyándose justamente en la “Morfología” de Goethe de que “el formado siempre se vuelve él mismo otra vez materia” (Hegel 45). Al incorporar la morfología al movimiento dialéctico del espíritu, Hegel afirma:

La materia que se forma, tiene forma, es nuevamente materia para una nueva forma. El espíritu entra en sí mismo y se convierte en objeto; y esa dirección de su pensamiento le da forma y determinación al pensamiento. En ese concepto en el que ha aprehendido y que es su formación [Bildung], su ser, nuevamente separado de él, lo vuelve a convertir en su objeto, nuevamente le aplica su actividad. Así esta acción sigue formando lo que antes había sido formado [Formierte], le da más determinación, lo hace más determinado en sí mismo, más formado [ausgebildeter] y más profundo. (45-6)

Goethe se reconoce en Italia y con su historia en las primeras vivencias. En Trento, ha afirmado: “disfruto de todo como si hubiera nacido y creado aquí” (Goethe, Viagem 31). En su tránsito de Venecia a Roma, le acometen sensaciones similares: “mi impresión no es la de que estoy mirando las cosas por la primera vez, pero me siento como si las hubiera revisto” (116). En Roma, se reitera lo que había aprehendido previamente: “ningún pensamiento completamente nuevo me ha ocurrido, pero los viejos se han vuelto tan definidos, tan vivos, tan coherentes, que podrían pasar por nuevos” (149). Así Italia ha sido la confirmación concreta de aquello que solo conoció en Alemania por libros o dibujos o, en el caso de la escultura antigua, por copias de yeso. En compensación, el viaje provee una nueva elasticidad, acostumbra la mirada al presentar sorpresas y aventuras, propicia menos la reflexión sobre lo que se mira que el contacto vivo con los objetos y la tierra extraña, lo que hace que el propio sujeto también se transmute en esa perspectiva y, de esa manera, dificulta la evaluación de sí mismo.

La vida en su sentido amplio es uno de los ámbitos de formación de Goethe, incluso cuando el objeto explorado tiene una connotación obvia relativa a la muerte. Solo se puede medir el tamaño del anfiteatro de Verona por medio de la efervescente elocuencia de las acciones humanas conferidas en el espacio: “la simplicidad de forma oval es perceptible de manera más agradable a todos los ojos, y cada cabeza provee la medida de la magnitud del todo. Al observar el vacío, resulta que no se tiene medida, no se sabe si es grande o pequeño” (49). Después el poeta ha apuntado:

los monumentos [de Verona] son serenos y conmovedores y siempre representan la vida. Allá está un hombre que, junto a su mujer, se debruza sobre el nicho como se mirase por una ventana. Ahí adelante un padre y una madre, juntos al hijo, mirando el uno al otro. (51)

En esos casos, no existen representaciones de esculturas funestas, como aquellas de los reyes de la Edad Media que esperaban la suprema providencia de la resurrección, sino imágenes de la simple existencia humana, su continuidad y la permanencia de sus acciones.

A partir del contrapunto entre Goethe y Winckelmann para determinar la particularidad del viaje de Goethe, se nota que ambos tuvieron objetivos e intereses distintos. En primer lugar, el poeta no ha terminado su viaje en Roma, pero ha continuado hasta Sicilia. Si en Roma se ha educado e ilustrado en relación con el mundo antiguo desde las obras de arte, en Sicilia ocurre la vivencia efectiva de la Grecia. De acuerdo con Walther Rehm, “de manera diversa y más plena que Heinse y Winckelmann le ha permitido llevar para el norte una ‘imagen del alma’ de la antigua gran Grecia, la magna Grecia. Sicilia fue el punto culminante del itinerario en Italia y ya era, para Goethe, casi un viaje griego” (138). Winckelmann buscó en el suelo clásico el ideal de formación del género humano. Por su parte, Goethe confiere en su relato el sentido de autoformación vital, como lo ha intuido en su Urpflanze [planta primordial]. Si Winckelmann viajó a Italia con el fin de instruir el mundo sobre el sentido del arte clásico y, así, establecer nuevos parámetros para la formación [Bildung] de la época moderna, el autor del Fausto, en cambio, tiene por objeto la formación de sí mismo [Selbstbildung], una renovación de sí en términos intelectuales y en experiencia de vida. Para él, era necesario cuestionar las vivencias del ser humano y no solo la perspectiva del amante de lo bello o de aquello al que aspira a la erudición con el fin de alcanzar efectivamente la llave de la elucidación del arte y de la vida (Einem 52).

La autoformación goethiana también se ha fijado en objetos no circunscritos a la Antigüedad clásica y, a su vez, fuera del contexto de lo bello. En Palermo, Goethe se encontró con las grotescas formas arquitectónicas y escultóricas utilizada por el príncipe de Palagonia, quien edificó un castillo donde primaba lo disforme y lo cómico. Para Goethe, no hubo imaginación en la ejecución artística de Palagonia. Este tema lo retomará más tarde en breves notas sobre la imaginación en Escritos sobre arte, así como en la reseña que hizo del libro La arquitectura moderna de Sicilia, en 1828 (Goethe, Goethes Werke 251). Es curioso que Kant (Schriften 251), en un extracto de Antropología, tomó justamente el príncipe de Palagonia como un ejemplo de imaginación excesiva:

Cuando el artista trabaja con base en imágenes que son semejantes a las obras de la naturaleza, sus productos se llaman naturales; pero si elabora algo a partir de imágenes que no pueden surgir de la experiencia, configura objetos (como el príncipe de Palagonia en Sicilia) que se llaman aventureros, no naturales, figuras de caretas [Fratzengestalten], y esto es, por así decirlo, imágenes de sueño de alguien que está despierto (velut aegri somnia vanae finguntur species4). (Schriften 251)

En contrapartida, la arquitectura de Andrea Palladio llevó a Goethe atratar el papel del Renacimiento en la configuración del arte moderno. Palladio relee las preceptivas de Vitrubio y las reelaboró creativamente de acuerdo con su momento histórico. Los numerosos proyectos de edificios públicos e iglesias, pero sobre todo las residencias de la aristocracia local, muestran a un artista empeñado en seguir las directrices de la arquitectura clásica: “me han dicho [que Palladio] tenía más que ofrecer en términos de la utilidad y aplicación de sus ideas que el propio Vitrubio, pues había estudiado en profundidad los antiguos y la Antigüedad, y buscaba aproximarlas a nuestras necesidades” (Goethe, Viagem 62).

El uso de la pilastra en los proyectos de Palladio, es decir, la unión entre columna y pared es ejemplar en ese aspecto. Contemplado a partir de Vicenza, ese elemento arquitectónico forjaba una contradicción: expone tanto la verdad de la columna y su función estructural como la mentira de no tener dicha función, solamente su sentido plástico. La pilastra sería una ficción [Fiktion]. Ella reside en el pasaje entre la sustentación tectónica y la belleza de su originalidad:

La mayor dificultad contra la cual ese hombre [Palladio], así como toda la arquitectura reciente, tuvo que luchar, consiste en la disposición cierta de las columnas en la construcción burguesa, pues la unión de columnas y paredes permanece siendo algo contradictorio. Sin embargo, ¡cómo las combina! ¡Cómo se impone la presencia física de sus obras, haciéndonos olvidar que, en realidad, solo nos persuade! De hecho, hay algo de lo divino en sus construcciones, algo que se asemeja muchísimo al poder del gran poeta, capaz de, partiendo de los universos de la verdad y de la mentira, crear un tercero, cuya existencia prestada nos cautiva. (62)

Para Goethe, la época moderna instauró una doble ficción. Mientras la Antigüedad cimentó la ficción primordial, estableciendo las normas de lo perfecto de los sentidos y de la forma que se ejecuta en el arte, los contemporáneos aplicaron las reglas clásicas según el entendimiento del espíritu moderno. Las obras de Palladio evocan la receptividad de la doble ficción en la modernidad al sobrepasar las fronteras de las leyes de su tiempo y recorrer libremente la poética de la arquitectura.

Palladio fue una referencia en los Escritos sobre arte que Goethe escribió en los años 1790, ya de regreso en Weimar, circunscrito en el proyecto de periódico Propileus. En el artículo “Arquitectura” de 1795, que resulta directamente de las vivencias en Italia, defiende el carácter poético, ficcional y no imitativo de la arquitectura: “la arquitectura no es un arte de imitación, sino un arte por sí mismo; incluso en la suprema fase no puede dispensar la imitación” (Goethe, Escritos sobre arte 71). Herbert von Einem (196) afirma que ese artículo es uno de los textos más importantes sobre teoría del arte de Goethe, pues articula el asunto que el poeta ya había introducido en una epístola remetida a Heinrich Meyer, el 30 de diciembre de 1795. En él, se distinguen tres finalidades de la arquitectura: la necesidad, que se presenta en la primera posición; el sensible-armonioso, con el que el acto de construir se eleva al nivel del arte; y, por último, lo supremo o la satisfacción, que reside más allá de los sentidos [Überbefriedigung].

Es menester recordar que Goethe había adquirido en Padua una versión de Cuatro libros de la arquitectura de Palladio, obra referencial para la comprensión de la arquitectura moderna y ruinas de la Antigüedad. Y en esa misma ciudad retomó sus reflexiones sobre la planta original, el modelo del que derivan todas las formas botánicas (Goethe, Viagem 71). Tal como el granito es el principio de la formación telúrica, la Urpflanze es una forma-principio [Urform] de la cual se producen, en sucesión, otras formas vegetales (Molder 211). La forma-principio no estaría exclusivamente en el reino botánico, su ley “ha de ser aplicada a todas las formas vivientes” (Viagem 412). En ese momento, se define para Goethe la heurística de sus investigaciones científicas, a partir del concepto de morfología, una teoría que sintoniza en el mismo campo epistemológico de forma [Gestalt], formación [Bildung] y transformación [Umbildung], con el fin de comprender el entrelazamiento entre objetos naturales e inorgánicos (53).

La concepción de Urform se encuadra en algo sensible, sobre todo perceptible al ojo humano. Por eso persigue, en el transcurso del itinerario italiano, crear la imagen definitiva de la Urpflanze. En el jardín de Palermo, Goethe se pregunta de dónde descienden todos los objetos vegetales, cuál sería su origen común. Y encuentra las primeras pistas de tales fenómenos en Nápoles, y describe el núcleo principal de las ideas en una carta dirigida a su amigo Herder, el 17 de mayo de 1787. Las informaciones de la misiva admiten la hoja como la forma-primitiva concreta. Se trata del verdadero Proteo, que ya está acostumbrado a ocultarse y exteriorizarse en todas las formas. Como ha cantado Nereu en la cena “Noche de Walpurgis Clásica” del segundo Fausto, Proteo, el dios del mar, es el “mago del disfraz / Cómo es posible formarse y transformarse” (312). La planta siempre será hoja. Esa significación polarizada, es decir, la totalidad (planta) identificable en una parte (hoja), apunta para una naturaleza a la vez inconmensurable y simple. Para el poeta, lo que hay de notable en la naturaleza es la posibilidad de repetición formal “de los pequeños fenómenos en pequeñas dimensiones” (Eckermann 191). La presentación de la hoja-Proteo en imagen sería una manera de convertir la intuición en percepción empírica. Como lo ha reflexionado con mucha propiedad la filósofa portuguesa Maria Filomena Molder (213), la ley esencial de la Urpflanze en Goethe se da visiblemente por las transformaciones sensibles y objetivas, y permite la deducción de todas las futuras configuraciones fisionómicas posibles.

La reflexión sobre la naturaleza condicionada en la planta-originaria-Proteo, así como su apariencia y transformación, tuvo su origen en Italia en el ensayo Intento de explicar la metamorfosis de las plantas, publicado en 1790. En esta publicación, el poeta alemán presentó “las leyes de la transformación de la naturaleza de una parte a otra, llegando a las más diversificadas formas por medio de la modificación de un simple órgano” (Goethes Werke 574). Es interesante mencionar que estas especulaciones iniciales sobre la naturaleza y sus fenómenos surgieron en momentos de observación y contemplación del paisaje. Por cierto, este tema es recurrente en las narrativas de viaje y objeto muy estimado por Goethe, evidente en sus poemas, novelas y en su determinación de formarse un pintor de paisaje tras lecciones de dibujo del renombrado artista alemán Jacob Philipp Hackert.

4. Goethe y el paisaje italiano

El paisaje y su efecto sobre los sentidos ha ejercido un papel clave en la formación visual de Goethe. Desde su partida de Karlsbad hasta su regreso a Weimar, montañas, el mar, la noche, volcanes, ruinas y eventos cotidianos de las ciudades o del campo reorganizaron su percepción del mundo y de la naturaleza. Los dibujos hechos en el periplo indican un sujeto atento a los objetos naturales y antrópicos relevantes al entendimiento del arte, de la sociedad y de la naturaleza, y a la composición del paisaje. En efecto, después de atravesar los Alpes, Goethe ha admirado el lago de Guarda, en Torbole, que le ha inspirado a dibujar “el paisaje en pocas líneas” (Goethe, Viagem 34). Esa región del norte de Italia le ha servido de escenario para crear la narrativa de la novela Los años itinerantes de Guillermo Meister (Eckermann 94).

Las reflexiones sobre el paisaje en el contexto literario de Viaje a Italia presentan referencias que Goethe ya había esbozado en algunos de sus poemas de ocasión, además de la novela epistolar Las penas del joven Werther. La primera carta de Werther, la del 4 de mayo de 1771, llama la atención para un jardín paisajístico idealizado por el conde M., donde ha sido posible, de acuerdo con la perspectiva del protagonista, transformar la región en un verdadero idilio, como aquellos poetizados por Salomon Gessner (14). Enseguida, se subraya la categoría idilio como rasgo de algunos paisajes italianos. Sin embargo, conviene recordar que los paisajes descritos en el viaje son relativos a la percepción de los fenómenos operados ante una mirada que estaba en constante formación.

La definición de paisaje de Goethe se circunscribe en el universo de la pintura, como un cuadro de la naturaleza. Esa comprensión se encontraba ya formulada en el período universitario en Estrasburgo. En Poesía y verdad, el poeta relata su encantamiento con los paisajes de la región renana, que se le presentan como “cuadros pintados al aire libre, eran como enmarcados en un recorte de vegetación –no se podía imaginar vistas más impresionantes–” (528). De cierta forma, muchas fueron las ocasiones en las que nuestro viajero relacionó el paisaje de Italia con la pintura: por ejemplo, el poblado de Stadtamhof componía “un bello cuadro” (Viagem 12). Las montañas al oeste y al norte de Padua y Vicenza “completan magníficamente el cuadro” (83). Goethe ha declarado, en Venecia, que tenía la costumbre de conocer la naturaleza y sus fenómenos por encuadramiento desde la infancia (102). No obstante, el viaje tuvo un punto de inflexión en su vida, pues “quien nunca se ha visto rodeado por el mar no tiene la idea de lo que sea el mundo y su relación con él. Como pintor de paisajes, esa gran y simple línea del horizonte me trajo nuevos pensamientos” (275).

Parece lógico suponer que, en ciertos ámbitos, el poeta daba continuidad a los abordajes de tratados y críticas de arte coevos de gran circulación en Alemania, que sometían el paisaje al universo visual y de la pintura. En Teoría general de las bellas artes, Johann Georg Sulzer (654) definió el vocablo Landschaft [“paisaje”] en dos dimensiones complementarias: por un lado, sería la apreciación de una escena rural y, por otro, función de ajustar los excesos de la naturaleza por medio de la pintura. En este caso, son ejemplares las obras de Poussin. En este sentido, el filósofo Christian Cay Lorenz Hirschfeld (121), en su monumental trabajo de cinco volúmenes Teoría del arte del jardín, se ha referido al paisaje como una composición pictórica de gran variedad que ofrece placer a los ojos de quien lo contempla. El paisaje es, entonces, un recorte de la naturaleza hecho por la mirada sensible y formada. Recortado el paisaje de la naturaleza, el fragmento se convierte igualmente en una nueva totalidad a contener la polaridad intrínseca a la naturaleza (Arraes, “A apreensão” 12). El cuadro comporta una forma, que se entiende como una unidad orgánica constituida de distintas partes que se interconectan entre sí (Goethe, Poesía y verdad 581). A esa misma forma, que es también sensible, se atribuye una carga ontológica propia animada por una realidad exterior que se compensa con la subjetividad de la cual se extrae el sentido de la naturaleza (Besse 72).

El encuentro con el paisajista Jacob Philipp Hackert, en Frascati, trajo nuevas luces a Goethe respecto de la técnica de pintura de paisaje. Los cuadros de Hackert evocan idealmente la arcadia vivenciada por el poeta, además de representar pródigamente las pinturas de Claude Lorrain. En Italia, los pintores han tenido la posibilidad de estudiar los efectos de la luz, de los vapores atmosféricos y de los colores de paisaje a fin de acercarse a las obras del maestro del siglo XVII. La vivencia de Goethe en el paisaje italiano y con los objetos que lo forman le posibilitó aprehender el significado de las composiciones de Lorrain: “el fenómeno natural difícilmente ostentaría en otra parte la belleza que ocurre aquí. De la tierra brotan ahora flores que yo aún no conocía […] los almendros florecen y componen una nueva y etérea aparición por entre los robles verde oscuros; el cielo es como tafetán celeste iluminado por el sol” (Goethe, Viagem 207). La idiosincrasia de este paisaje se encuentra “solo en las pinturas y diseños de Claude” (206). El arte de Lorrain deja de ser una mera teoría artística o reminiscencia de dibujos que se observan en tiempos anteriores para volverse parte de la formación y una real vivencia, no pasajera, pero estimada por toda la vida e influyente en las imágenes poéticas de sus poemas y novelas posteriores.

Los paisajes y la pintura de Claude recuerdan escenas pastorales o jardines que transmiten la relación armoniosa e ingenua del ser humano con la naturaleza. Así la región de Caserta, con sus plantaciones, ríos y acueductos, forma un jardín (245). Girgenti era pintoresca, “el escenario ideal para una escena idílica” (324). La imagen de Italia paradisíaca se intensifica en Nápoles cuando Goethe durante el ejercicio de pintura al aire libre ve un paisaje de tonos bucólicos: “un pastor de cabras conducía su rebaño cerca de la playa […] surge un cuidador de cerdos y, mientras los rebaños se refrescaban en las orillas, los pastores se sentaron a la sombra y empezaron a componer música” (239). El poeta percibe el paisaje italiano como una figuración concreta del mito de la Edad de Oro, aquellos tempos celebrados por Ovidio en Metamorfosis, cuando la humanidad vivía feliz y despreocupada: “encuentro en ese pueblo la ingeniosidad más viva y sagaz, no para obtener riqueza, pero para vivir sin preocupaciones” (239).

El viaje a Italia de Goethe es pródigo en écfrasis, o sea, una descripción de contenido pictórico muy diverso, sobre todo de lugares experimentados como locus amoenus, libres de penuria para el deleite de los sentidos y, por lo tanto, paraísos idealizados. Por otro lado, hay écfrasis de loci horridi, lugares cuyo efecto en el alma del sujeto contemplativo acentúan el terror o la sublimidad de la naturaleza. Además, el sentido original de la expresión Et in Arcadia ego también asoma la inseparabilidad del horror a la vida. El Vesubio es, en ese caso, ejemplar. El autor del Fausto dijo, el 16 de febrero de 1787, que en aquellos paraísos terrenos el infierno volcánico “se manifiesta con tanta violencia, que viene poniendo miedo y desconcertando hace siglos tanto a los habitantes como a los visitantes” (202). En la segunda excursión de subida al volcán y uniendo su interés por la mineralogía y la estética, Goethe ha afirmado que las cenizas que se lanzan desde el Vesubio han sido capaces de elevar su espíritu, siempre que el espectáculo no pusiera en peligro su autonomía y fuera contemplado a una distancia apropiada (Goethe, Viagem 231). Enseguida, ha reflexionado que hay algo de seductor y contradictorio en el espíritu humano en la búsqueda de lo sublime y en el desafío del peligro (231).

Quizás es mejor pensar las vivencias de Goethe con lo sublime respecto de la estética de Edmund Burke y Kant. Aunque estos filósofos no sean mencionados directamente en la narrativa del viaje, las consideraciones sobre el Vesubio se aproximan a las premisas de ambos autores. Para Burke (52), todo que es terrible para la visión es sublime, de manera que la aceptación de aquello que es desagradable a los ojos puede, en el sentido estético, provocar sentimientos de placer o elevar el alma. No obstante, si el peligro está muy cerca del espectador, no habrá deleite en la experiencia (Burke 52). En ese sentido, el evento será sublime si preserva la autonomía humana sin que necesite arriesgarse la vida. Algo semejante ha escrito Kant en la Crítica del juicio (el mismo lector de Burke), para quien el sublime es un placer negativo [negative Lust], es decir, el deleite solo ocurre por medio del displacer.

El Vesubio es un objeto infernal de la naturaleza que se aloja en el paraíso. Es una metáfora que alude a la complementariedad de manera aparente incompatible entre lo bello y lo sublime, lo terrible convertido en bello, que asume formas terribles, “resaltando a uno y a la vez anulando al otro” (Goethe, Viagem 257). De cierta forma hay armonía entre los contrarios como prevalece en la heurística goethiana sobre la naturaleza polarizada. En otros períodos de su vida, Goethe ha percibido esta relación, por ejemplo en la ocasión que se ha posicionado delante de la catedral de Estrasburgo (Arraes “Os sentidos” 2). El objeto de la arquitectura gótica era armonioso por su relevante sintonía entre lo agradable y lo terrible. En Poesía y verdad, el poeta alemán describe algunas impresiones que ha provocado la “masa disforme” en sus sentidos, que acentúan la comunión elocuente de lo bello con lo sublime:

Cuanto más yo contemplaba su fachada, más se avivaba y se asomaba en mí aquella primera impresión de que, allí, lo sublime y lo gracioso andaban de la mano. Para que el colosal, que se nos impone en la forma monstruosa de su masa, no nos confunda cuando intentamos comprenderlo en sus detalles, es necesario que se construya una relación muy poco natural y aparentemente imposible: hace falta unirse a lo agradable. Y si solo es posible hablar de aquella impresión de la catedral cuando consideramos en conjunto esas dos características en general inconciliables […] Comencemos por pensar mejor cómo es que elementos tan contradictorios pudieron unirse y combinarse tan armoniosamente. (459)

El paisaje de Italia estimula la creación de nuevas percepciones cromáticas, que se convertirán en elementales a las conjeturas del origen y la formación de los colores que se publicaron en la obra Farbenlehre [“Teoría de los colores”], años después del regreso a Weimar. Los humos atmosféricos y la luz que irradiaban en el suelo clásico transformaron el paisaje que se contemplaba de manera implacable en verdaderas pinturas. Desde Roma, el poeta alemán ha enviado una carta a su amiga Charlotte von Stein, el 24 de noviembre de 1787, en la que reitera las referidas impresiones:

Lo más bonito en ellos [paisajes] es que los colores vivos se atenúan a una pequeña distancia en tonos del cielo, y que los contrastes entre los tonos fríos y calientes sean tan visibles. Las sombras celestes contrastan de manera atrayente con los verdes iluminados, amarillos, rojos y marrones, que van a disolverse después en vaporosa distancia azulada. Es a la vez brillo y armonía, una gradación de tonos del todo, acerca de la que los habitantes del Norte no logran tener idea. (474)

Incluso con todo su empeño y estudio de la pintura de paisaje, Goethe decidió renunciar a las artes figurativas sin dejar de dibujar a lo largo de su vida, como revelan los veintidós dibujos hechos a principios del siglo XIX (Arnaldo 231). En realidad, había considerado su inclinación para la pintura un error, y los años de formación en Italia le mostraron poca disposición natural para esta actividad destruyendo “el placer que yo sentía con tal práctica; una visión más amplia ha tomado su lugar, pero aquella capacidad originaria del amor se ha perdido” (Eckermann 156). El poema “Amor como pintor de paisaje”, escrito en la segunda temporada en Roma, quizás pueda aludir simultáneamente a la renuncia del pintor y a la afirmación del poeta. La segunda estrofa es emblemática. Sentado en la cumbre de una montaña junto a un pintor, se acerca un niño que le pregunta: “Estimado amigo, ¿cómo ha podido usted mirar fijamente / Para la pantalla en blanco? ¿Ha perdido / Para siempre toda la voluntad de pintar y formarse?” (Goethe, Goethes Werke 235).

En síntesis, si se avanza en el cuestionamiento del lugar de la obra Viaje a Italia en la poética goethiana, hay que referenciar su pieza dramática Ifigenia en Táuride, que concluyó en Roma (183-4). Los amigos más cercanos en Italia, como Tischbein y Hackert, así como los de Alemania a quienes envía los manuscritos para publicación, esperaban del autor de Werther algo más impetuoso, incisivo y no aprecian la figura calmada y serena del personaje central Ifigenia, cuya plasticidad recuerda una escultura griega. En otras palabras, esperaban del joven Goethe una obra del Sturm und Drang y no percibieron que Ifigenia constituía una nueva fase de su poesía centrada en el balance de formas y el abandono de excesos sentimentales (Goethe 187). Así Viaje a Italia representa el pasaje del joven Goethe al período del clasicismo de Weimar cuando empezó su amistad con Schiller.

Material suplementario
Bibliografía
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Notas
Notas
1 Este artículo ha reunido algunos de los resultados de la pasantía de investigación posdoctoral con el apoyo de FAPESP (proceso n.º 2018/19708-7 realizado en coautoría en Alemania, Freie Universität Berlin) entre junio de 2019 y mayo de 2020, bajo la orientación del profesor Michael Gamper. La investigación final se lleva a cabo con la Universidad de São Paulo. Todas las citas de más de cuatro líneas fueron traducidas a partir de obras en alemán y en portugués.
2 Una observación sobre la aplicación del término morfología en este artículo: no se trata explorar la inherente complejidad del concepto. Se utiliza, sobre todo, en un sentido metafórico, referente al propio tono etimológico de la palabra: morfo y logía, lógica de las formas o de la forma. En el viaje, se percibe una complejidad formal o de la multiplicación de las formas a partir de experiencias entretejidas junto al arte, a la naturaleza y a la sociedad.
3 En una conversación con Johann Peter Eckermann el 20 de abril de 1825, Goethe afirmó que su poesía tenía un carácter visual y objetivo: “la objetividad de mi poesía, se debe a mi mirada particularmente atenta y ejercitada; y no puedo dejar de atribuir un gran valor al conocimiento que me ha proporcionado”. Y añadió: “es parte de la formación del poeta que su ojo esté entrenado en todos los sentidos para la aprehensión de los objetos en su exterioridad” (Cf. Eckermann 158, traducción propia).
4 En latín en el original: “Configuraciones delirantes son poetizadas como sueños de un enfermo”.
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