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LA RECEPCIÓN DE UN MITO CLÁSICO EN CLAVE CRISTIANA: EL AVE FÉNIX EN CLEMENTE DE ROMA
The reception of a classical myth in a Christian key: the Phoenix in Clement of Rome
Revista de Humanidades, núm. 47, pp. 167-191, 2022
Universidad Nacional Andrés Bello

artículos



Recepción: 08 Agosto 2021

Aprobación: 09 Diciembre 2021

Resumen: En la Primera carta a los Corintios, Clemente de Roma establece una correlación entre la cultura helenístico-romana y la revelación, a través de la cosmología estoica y el mito del Fénix. Tal cosmología sostiene que cada elemento de lo real es solidario con los restantes, lo que establece el fundamento para una lectura simbólica del mundo. El Fénix es presentado como un signo prodigioso de la resurrección; por ello, nuestro autor no se pregunta si la historia es cierta o no, sino que ofrece al lector aquellos elementos que pueden colaborar con la comprensión del dogma central de la resurrección.

Palabras clave: Clemente de Roma, cultura clásica, estoicismo, cristianismo, ave Fénix, revelación cristiana, resurrección.

Abstract: In the First Letter to the Corinthians, Clement of Rome establishes a correlation between Hellenistic-Roman culture and revelation, through Stoic cosmology and the myth of the Phoenix. Such a cosmology maintains that each element of the real is in solidarity with the rest, which establishes the foundation for a symbolic reading of the world. The Phoenix is presented as a prodigious sign of the resurrection; For this reason, our author does not ask himself if the story is true or not, but he offers the reader those elements that can contribute to the understanding of the central dogma of the resurrection.

Keywords: Clement of Rome, Classic Culture, Stoicism, Christianity, Phoenix, Christian Revelation, Resurrection.

Introducción

En este artículo, trabajamos la recepción del mito del ave Fénix en clave cristiana, según el modelo que establece Clemente de Roma en la Primera Carta a los Corintios (Carta). Para comprender los mecanismos de esta relectura, que, en el marco conceptual de Clemente de Roma, conduce al preámbulo del dogma de la resurrección, nos detenemos en el horizonte más amplio de la filosofía estoica, en específico de su cosmología, pues la carta explora modos posibles de comprender la creación del mundo y de exponer sus consecuencias y reclamos en la vida concreta de los cristianos y de las comunidades que fundan. En efecto, esta carta constituye el documento más antiguo hasta ahora, que nos presenta una instantánea del modo en que la novedad cristiana fue interpretada a la luz de la cultura helenístico-romana (et retour). Se trata de un texto extenso, redactado en griego, que nos ubica en el siglo I, entre las persecuciones de Nerón y de Domiciano, tal vez en la época inmediatamente posterior al asesinato del segundo. Clemente escribió esta carta con motivo de las noticias que llegaban de la comunidad cristiana de Corintio, que referían graves desórdenes internos. En ella, argumenta en favor del restablecimiento del orden mediante la concordia, lo que le da oportunidad de presentar los núcleos fundamentales de la doctrina cristiana. Sus argumentos descansan sobre dos pilares: el texto bíblico y la cultura clásica; el primero está presentado por referencias que, casi con exclusividad, pertenecen al Antiguo Testamento y, el segundo, por el modelo argumentativo de la paideia, según los instrumentos de la retórica deliberativa (Serafim 21-2; Vega Reñón 160-1), y de la cosmología estoica, que proporcionaba un modelo de solidaridad entre la comprensión de la naturaleza y sus consecuencias éticas. En este contexto se ubica el mito solar del ave Fénix, que Clemente presenta como “un signo prodigioso” (τὸ παράδοξον σημεῖον), en 25.1., es decir, comprendido en términos más próximos al símbolo que a la vivencia de un mito arcaico. Desde el principio, anotamos que el signo/símbolo echa raíces en una concepción del cosmos en que cada parte es solidaria con las demás. Mediante este recurso (τὸ σημεῖον) y su lógica de sucesión de imágenes, Clemente de Roma busca hacer más accesible el dogma de la resurrección.

Seguimos el significado de este modelo de recepción, sobre el complejo horizonte del mito del ave de fuego, tal como llega al mundo clásico desde Hesíodo en adelante. Por ello, en la primera parte del artículo, afincamos nuestro seguimiento puntual en Heródoto, quien nos legó el primer relato extenso del ave, ligado a sus fuentes egipcias, y en Plinio, de quien consideramos que, en última instancia, emerge la interpretación cristiana de los tiempos inmediatamente posteriores a los apóstoles. En este paso de la tradición clásica al cristianismo, observaremos la transformación de la apariencia del ave y, a este ritmo, cómo tomó vida en la tradición cristiana, antes de constituir una entidad abstracta, es decir, carente de posibilidades de expresar los cambios culturales acontecidos, en el cristianismo, a partir del siglo II. El mito presenta un núcleo fundamental y dos relatos, que no necesariamente se encuentran relacionados entre sí: se trata de un ave, en cuya trayectoria vital se identifican el morir y el inicio de procesos que la conducen nuevamente a la vida; cuando el ave presiente que se aproxima la muerte comienza a acumular plantas aromáticas. A partir de aquí, las dos variantes: por un lado, el ave Fénix construye con aquellas plantas un nido, en el que muere y entra en descomposición y de estos materiales que se corrompen surge un gusano, del que se genera el nuevo Fénix; el pichón, en cuanto toma fuerzas suficientes, parte hacia la ciudad egipcia de Heliópolis, con los despojos de su predecesor, colocándolos en el altar del dios del sol (en este punto hace énfasis Heródoto, aunque silencia el lugar de origen del ave). Por otro lado, en el segundo relato, el ave Fénix arde junto con las plantas aromáticas, que entran en combustión por el calor del sol y de sus cenizas surge el nuevo Fénix. El episodio del gusano inserta también en esta versión, aunque su sentido se nos escapa, pues la carne del ave no transita por un período de descomposición. Hay una tercera variante menos difundida: el Fénix vuela de su país natal a la Heliópolis egipcia y allí se quema, en el altar especialmente dispuesto para ello; es posible que originalmente el nexo entre el Fénix y Heliópolis no perteneciera a esta versión (Van den Broek 146).

La novedad de Clemente de Roma reside en establecer los cimientos de la interpretación del dogma en términos filosóficos y en la comprensión de la cultura en la que irrumpió la revelación; ello significó un desafío fundamental: el mundo helenístico-romano fue ajeno a una idea trascendente de lo divino, en el sentido que la expresión conlleva en la tradición judeocristiana; su comprensión es completamente inmanente a la noción de physis (conjunto y norma de lo que existe, en sentido ontológico y ético), tanto que lo divino no puede ser comprendido fuera de ella, es decir que grados de lo divino y grados de inteligibilidad se corresponden hasta alcanzar la sinonimia. Resulta importante insistir, al final de este apartado, que la mitología griega no reconoce un dios que haya tenido la responsabilidad de crear el mundo (Calabrese 2-3). Nuestro método de trabajo es hermenéutico, es decir, un método de explicación y exposición de textos; si toda cultura implica una interpretación, una consideración de esta naturaleza contiene una reflexión expositiva sobre la tradición a la que pertenece. La acogida de la cultura clásica como un recurso privilegiado para la interpretación del dato revelado es un procedimiento intelectual complejo que implica, por un lado, confrontar los universos propios de cada tradición y, por otro, aceptar la perspectiva cristiana de quien hace la selección de los materiales y manifiesta su voluntad de comprender a la luz de la tradición helenístico-romana (4).

En orden a nuestra búsqueda de los alcances de la expresión signo prodigioso en la carta, damos los siguientes pasos: 1) presentación de la estructura del mito solar del ave de fuego, según su recepción en Heródoto y Plinio; 2) presentación de la estructura y del contenido de la epístola y, en este marco, de los capítulos vigésimo (cosmología estoica) y vigesimocuarto (relato del ave Fénix) y de la correlación entre estos; 3) conclusiones.

1. El mito solar del ave de fuego

En las diversas versiones del mito del Fénix es posible establecer una conexión entre el pájaro y el sol, respecto de su muerte y de su resurrección. Distintos autores lo mencionan explícitamente; así el senador romano Manilio dijo, según Plinio, que en Arabia el Fénix estaba consagrado al sol; lo mismo se encuentra en Tácito (Ann. VI, 28; Van den Broek 188-9; Keitel 429-42). Los poetas posteriores convirtieron el término pájaro del sol en referencia inequívoca al ave Fénix (Van den Broek 225-7). Es significativo que su morada usualmente fuera ubicada en Oriente, donde –justamente– surge el sol; esta conexión arraiga también a partir de la apariencia del ave, especialmente en los atributos que, de manera usual, están asociados con la cabeza del Fénix: un nimbo con o sin rayos. El nombre Φοῖνιξ (Fénix) tiene, en griego, tres acepciones relevantes para nuestro trabajo: ‘púrpura’, ‘fenicio’ y ‘palmera’ (Phoenix dactylifera); de hecho, las mencionadas acepciones estaban, en el uso clásico, íntimamente interrelacionadas en el nombre del ave1; es posible también que la relación entre el Fénix y Fenicia haya sido establecida por la similitud de las palabras. Según Ovidio (Met., 15, vv. 391-408), los asirios llamaron Fénix a esta ave, aunque él es casi el único en hacer esta mención, pues el origen del Fénix se asignaba a Arabia, India o Etiopía; cabe señalar, sin embargo, que los poetas clásicos unificaban sin demasiada preocupación estas geografías en sus imaginarios (Van den Broek 51).

Heródoto nos presenta el relato más antiguo que ofrece una caracterización bastante detallada del ave:

También hay otro pájaro sagrado cuyo nombre es Fénix (ἒστι δὲ καὶ ἂλλος ὄρνις ἱρός τῷ οὒνομα Φοῖνιξ). Yo no lo he visto más que en pintura (ἐγὼ μέν μιν οὐκ εἶδον εἰ μὴ ὅσον γραφῇ), pues resulta que visita a los egipcios en contadas ocasiones: cada quinientos años, según cuentan los de Heliópolis; y aseguran que solo se presenta cuando muere su padre. Ahora bien, si es fiel reflejo de su representación pictórica, su tamaño y contextura son como sigue. Tiene las plumas de sus alas doradas y rojas; por lo demás, se asemeja mucho a un águila por su silueta y tamaño. Y cuentan –aunque, a mi juicio, el relato es inverosímil– que este pájaro lleva a cabo la siguiente proeza: partiendo de Arabia, transporta al santuario de Helios el cuerpo de su padre envuelto en mirra y lo sepulta en dicho santuario. Lo transporta del siguiente modo: primeramente, da forma a un huevo de mirra todo lo grande que puede llevar y luego prueba a volar con él; una vez realizada la prueba, hace, entonces, un agujero en el huevo y mete en él a su padre, emplastando con la mirra extraída el orificio por el que, al hacer el agujero en el huevo, introdujera el cuerpo (con su padre dentro, el peso vuelve a ser el mismo) y, una vez emplastado el agujero, transporta el huevo al santuario de Helios en Egipto. Esto es lo que, según cuentan, hace ese pájaro. (cit. en Freán Campo 73).

La descripción nos permite pensar que Heródoto tuvo acceso a textos o que observó frescos explicativos de los ritos celebrados en el santuario de Heliópolis. La peculiaridad del relato contiene todos los elementos para acrisolar, en el ave, recursos simbólicos y míticos, apelando a su belleza, su carácter majestuoso y sus posibilidades de renovación; la asimilación con el águila colaboró, sin duda, con la perduración de este efecto. El color de las plumas del animal, purpúreas y áureas, se mantendrá a lo largo de la recepción del mito y unificará la denominación del ave, pues su nombre griego, Φοῖνιξ, habla tanto de su tonalidad rojiza y de un contacto más remoto con la geografía fenicia o arábiga, en especial a partir de su vínculo con la mirra. El tamiz griego del mito egipcio nos coloca ante tres características fundamentales: a) un ave que se regenera indefinidamente a partir de su cadáver; b) su vinculación con el templo de Heliópolis, es decir, con ritos solares; c) su origen, como ya mencionamos, se remonta a Arabia o a las tierras allende el Mar Rojo2. Si bien el historiador de Halicarnaso omite la muerte y resurrección del Fénix, destaca el vuelo de la cría a la ciudad egipcia del sol, con los despojos de su predecesor y si bien se muestra escéptico sobre la información que recogió en Egipto o, al menos, deslinda su responsabilidad de testigo (2, 73: ἐγὼ μέν μιν οὐκ εἶδον εἰ μὴ ὅσον γραφῇ; “Yo no lo he visto más que en pintura”), la cita que presentamos no muestra reparos a la existencia en sí del Fénix (Van den Broek 404-6).

Recién en Plinio hallamos una descripción minuciosa del ave con variantes significativas respecto del relato de Heródoto, las que darán forma definitiva al Fénix en el imaginario latino; veamos el texto:

Dicen que Etiopia y la India crían aves de muy diversos colores e indescriptibles y la más famosa de todas, el Fénix de Arabia (no sé si se trata de una fábula), única en todo el mundo y muy difícil de ver. Se cuenta que es del tamaño de un águila, con el brillo del oro en tomo al cuello y el resto de color púrpura, con plumas rosas que adornan su cola azulada y con el ennoblecimiento de crestas en la garganta y de un copete de plumas en la cabeza. Manilio, aquel senador famoso por sus grandísimos saberes sin haber tenido maestro alguno fue el que, entre los romanos, se refirió a él primero y con el mayor rigor. Señala que no ha existido nadie que lo haya visto comer, que en Arabia está consagrado al Sol, que vive quinientos cuarenta años y que, al envejecer, hace un nido con ramitas de canelo y de incienso, lo llena de aromas y muere sobre él. Añade que, después, de sus huesos y médulas nace primero como una larva y de él a continuación resulta el polluelo, y lo primero que hace es rendir las honras fúnebres debidas a su predecesor, y lleva el nido entero cerca de Pancaya, a la Ciudad del Sol, y allí lo deja en un altar. El mismo Manilio manifiesta que con la vida de este pájaro se cumple la revolución del Gran Año y que de nuevo retoman los mismos signos de las estaciones y las constelaciones, y que esto comienza en torno a mediodía, el día en que el Sol entra en el signo de Aries, y que el año de esta revolución en que el escribía, en el consulado de Publio Licinio y Gneo Cornelio, era el doscientos quince. Cornelio Valeriano cuenta que el Fénix voló a Egipto en el consulado de Quinto Plaucio y Sexto Papinio. Fue traído también a Roma durante la censura del emperador Claudio (en el año ochocientos de Roma) y expuesto en el Comicio, lo que está atestiguado por las Actas. Pero nadie dudaría de que era falso. (Nat. 10.2)3

Resulta significativo que Plinio asevere el origen solar del mito y que el nombre ‘Arabia’ sostenga el recuerdo de un origen remoto; el relato de Plinio señala el peregrinaje del ave con los despojos de regreso al santuario de Heliópolis, en cuyo altar los depositaba; describe también la mortaja, que Heródoto presentaba como “un huevo de mirra”, hecha de canela e incienso y fragancias que no especifica (replere odoribus), cuya forma denomina nido. La concurrencia del nacimiento del Fénix con el llamado gran año implica la observación astronómica de los aproximadamente 1640 años que se requieren para que coincidan, en el cómputo egipcio del tiempo, el inicio del año civil con el astronómico u orto helíaco de sirio, cuando esta estrella se ve por primera vez luego de un lapso en que no era observable; este fenómeno celeste coincide con el inicio del período de inundaciones del Nilo, hecho de importancia religiosa y económica para sus habitantes, que marcaba el inicio del año nuevo (Van den Broek 71). Uno de los componentes más antiguos del mito del Fénix es el ciclo fijo: después de un tiempo determinado, que siempre es de la misma duración, muere y surge de nuevo de sus restos. Se creía universalmente que el período abarcado por la vida del Fénix era muy largo; dado que los relatos diferían sobre el lapso exacto de años, los escritores solo afirmaron que el pájaro se renovaba luego de un tiempo muy dilatado, que se contaba por siglos (67). La primera referencia de los quinientos años la leemos en Heródoto (2, 73), quien afirma explícitamente que esta cifra proviene de los sacerdotes de Heliópolis; según relata Eusebio, Porfirio afirmó que Heródoto recabó toda su información sobre el Fénix de la obra geográfica de Hecateo de Mileto, titulada Periegesis (Alganza Roldán 27-28; 38). Después de Heródoto, el poeta Ovidio es el siguiente en mencionar los quinientos años de vida del Fénix y, a partir de él, dicho lapso fue aceptado de manera casi unánime (Van den Broek 68).

La gran novedad que presenta Plinio respecto de Heródoto radica, sin duda, en la metamorfosis que se da entre la muerte y el resurgimiento del ave: de sus huesos nacía una larva (vermiculum) que, más tarde, se transforma en polluelo (pullum), que llegaría a ser la majestuosa ave Fénix. La metamorfosis del ave reclamó especialmente la atención de Ovidio (Freán Campo 173-4; Nigg, The Phoenix 63-80):

Hay un ave que se reanima (reparet) y se vuelve a la vida (reseminet) ella misma; los asirios la llaman Fénix. No se alimenta de granos o de hierbas, sino de lágrimas de incienso y del jugo del amomo. Cuando ha completado los cinco siglos que vive, construye para sí un nido, con las uñas y su limpio pico, en las ramas de una encina y en la copa de una trémula palmera. Luego que ha construido la base con casias y con las espinas del nardo suave y con quebrados cínamos, junto con rubia mirra, se coloca encima y concluye su tiempo entre aromas; de allí dicen que un pequeño Fénix renace del cuerpo paterno, quien debe vivir igual número de años. Cuando la edad le ha dado vigor y puede llevar una carga, las ramas de su árbol alto alivia el peso del nido y lleva piadoso el sepulcro paterno como su cuna, y a través de las leves auras, adueñándose de la ciudad de Hiperión, lo suelta ante las puertas sagradas de Hiperión. (15, versos 391-408)4

La homonimia entre Fénix y palmera tuvo también un efecto duradero en el marco de la recepción latina, aunque esto no significa, para nosotros, que el mito del Fénix pueda explicarse únicamente a partir de la imagen de esta planta y de la larga vida que se le atribuye. Encontramos ejemplo de ello, en la representación del Fénix en una palmera, tal como está en ciertas composiciones tradicionales del arte paleocristiano (“Phoenix. Mythological bird”); desde la antigüedad, la palma ha sido vista como un símbolo de la victoria, y el Fénix que se muestra posado en ella no es, como en Ovidio y Lactancio, un ave preparándose para su propia muerte, sino más bien un símbolo de la entrada en el paraíso celestial, donde los que ingresan han recibido la palma de la victoria. Los límites de esta homonimia fueron difíciles de establecer no solo en el marco de la cultura clásica, sino también en el cristianismo primitivo; así el Salmo XCII, 12, “El justo florecerá como una palmera”, fue entendido erróneamente por Tertuliano (De resurr. mort., XIII, 3) y el Ambrosiaster (De trinitate 34), pues la palabra usada en la Septuaginta, Φοῖνιξ, fue entendida literalmente como Fénix (Van den Broek 57; 222-3; Nigg, “Transformations” 93-102).

2. San Clemente de Roma y su Carta

Poco sabemos sobre la vida de Clemente de Roma; las distintas identificaciones que han intentado realizarse, a partir de textos de Suetonio (Domitianus XV en De vitis Caesarum) y de Dión Casio (Hist. Romana, LXVII, 14), con el cónsul Tito Flavio Clemente, ejecutado por orden de su primo, el emperador Domiciano, bajo la acusación de ateísmo, no alcanzan suficiente fundamento (Cuesta Fernández 127-41). Sí está comúnmente aceptado que Clemente fue discípulo de los apóstoles Pedro y Pablo (Eusebio 15) y que podemos ubicarlo en los días de la persecución ordenada por Nerón, en el año 64 (Carta. caps. V VI). En el año 95, cuando Domiciano desató una nueva asechanza de cristianos, encontramos a Clemente como cabeza de la comunidad de Roma como tercer sucesor de san Pedro (Ireneo 3; Eusebio 34). Por esta época, y tal vez como producto de estos graves sufrimientos, llegaron noticias de las divisiones en la comunidad de Corinto y de que algunos sacerdotes habían sido depuestos de sus funciones. Recién al año siguiente, luego de que el asesinato de Domiciano aliviara la situación de los cristianos, Clemente pudo ocuparse de la comunidad corintia:

A causa de las repentinas y sucesivas calamidades y tribulaciones que nos han sobrevenido, creemos, hermanos, que hemos atendido algo tarde a los asuntos discutidos por vosotros. Nos referimos, carísimos, a la execrable e impía sedición, extraña y ajena a los elegidos de Dios, las que unas cuantas personas, temerarias y arrogantes, han encendido hasta punto tal de insensatez, que vuestro nombre, venerable, celebrado y digno de ser amado por todos los hombres, ha sufrido grave menoscabo. (I. 1)

La carta de Clemente formó parte temporalmente del canon de las iglesias de Egipto y de Siria, lo que permite forjarnos una idea del prestigio del que gozó en la Antigüedad cristiana (Vielhauer 530)5. No quedan dudas acerca de cuál fue el propósito de la carta: como ya mencionamos poco más arriba, una profunda división en el seno de la comunidad de Corinto (3, 3; 44, 6; 46, 9; 47, 6); el texto llama a la concordia, al restablecimiento del orden e intenta convencer a los líderes de la revuelta de que partan a otras comunidades (51; 54). Sin embargo, la extensión de la carta, las copiosas digresiones, la voluntad de estilo y finezas retóricas no debe llevarnos a concluir que fue pensada fuera de los fines pastorales que ella misma declara. Al mismo tiempo, son significativas sus peculiaridades, como es el caso de su presentación o saludo: “La Iglesia de Dios que habita como forastera en Roma, a la Iglesia de Dios que habita como forastera en Corinto” (1,1). Quien escribe no es un individuo, sino la comunidad romana, lo que es una novedad para el epistolario del Nuevo Testamento; Eusebio (3) afirma que Clemente es el autor, ya que en la carta no se menciona la autoría. Aunque la epístola se presente como una carta de una comunidad a otra, en cuanto al contenido y el estilo es obra de un único autor, muy calificado en cuanto al conocimiento del dogma, perfectamente familiarizado con el Antiguo Testamento, y con una fina formación retórica y literaria tal como seguidamente describimos. El estilo es grave, como corresponde a la temática que afronta; para alcanzar esta gravedad, se vale de los modelos retóricos usuales en la época, lo que implica una transformación muy profunda respecto, por ejemplo, del epistolario paulino; efectivamente, se pone de manifiesto un uso retórico más diestro que el que podemos seguir en san Pablo: así las figuras (preguntas, antítesis, anáforas, entre las más significativas) y los modelos de justificación de las enseñanzas y amonestaciones (Vielhauer 531). Podemos seguir los ejemplos con cierta facilidad: las consecuencias de los celos y la envidia (4-8), los efectos de la fe y la hospitalidad (9-12), la amonestación para alcanzar la paz de la humildad (16-8), la recomendación de la penitencia (51-3), entre las más significativas. Los ejemplos, por lo común, provienen del Antiguo Testamento (a veces con citas extensas), de la tradición evangélica, del breve pero fecundo pasado cristiano (5; 6, con la nota sobre el martirio de Pedro y Pablo 5, 2-7), de la historia pagana (6, 4; 55, 1) y la referencia al ave Fénix, de la que nos ocuparemos en particular. Estos elementos retóricos y estilísticos se concentraron en un horizonte literario más amplio, a partir de patrones homiléticos y parenéticos, cuyo modelo de advertencia es el gozne sobre el que gira la carta.

Resulta evidente que Clemente de Roma, por tanto, fue una figura destacada, por su formación y por su autoridad, en la comunidad romana, aunque no disponemos de más noticias sobre él. La posteridad cristiana manifestó su admiración por él, uno de cuyos modos consistió en la atribución de obras literarias, que circulaban de manera anónima (Epístolas Decretales, las Constituciones Apostólicas y dos Epistulae ad virgines); esta fascinación de la época inmediatamente posterior lo convirtió en narrador en primera persona de un relato novelesco, Las Pseudoclementinas (Hennecke – Schneemelcher 373-98; Kerenyi, Die griechisch 67ss. y Der antike), y en testigo de la fe.

3. Estructura y contenido

La epístola comprende una introducción (1-3), una parte central que podemos dividir en dos (4-36; 37-61) y una conclusión (62-65). El punto central de la introducción considera cómo la comunidad de Corinto pasó de una situación floreciente a estar dividida por graves querellas; el capítulo tercero hace hincapié en la decadencia que sufre Corinto por efecto de la discordia y de la envidia que se ha adueñado de parte de sus miembros. Exhorta, como remedio a esa situación, a la penitencia, a la humildad y a la piedad, proponiendo gran número de ejemplos, en especial, del Antiguo Testamento. El horizonte de tales acciones es la omnipotencia y la bondad de Dios y la consideración de la armonía de la creación. En la segunda parte de la introducción se explaya sobre las disputas entre los cristianos de Corinto: Dios, creador del orden, exige a sus criaturas conservar ese orden en la sociedades civil y religiosa, que ejemplifica con la rigurosa disciplina y el adiestramiento del ejército romano; aduce además ejemplos de la jerarquía del Antiguo Testamento y aclara que, por esa misma razón, Cristo primero llamó a los apóstoles y ellos nombraron a los obispos y a los diáconos.

En esta síntesis de Clemente de Roma, resuena, con toda nitidez, la cosmología estoica y su fuerte inspiración monista, a partir de la herencia del pensamiento de Heráclito, que asume como propio, y del carácter panteísta, que ahonda el legado presocrático; el estoicismo, entonces, planteó una metafísica de la inmanencia, a través de la correlación divinidad-naturaleza-logos. La perfecta identidad entre physis y logos, en efecto, dio forma a una metafísica, que culminó en una teología; en ella, cada uno de los términos que designan el principio último del universo nombra, desde distintas perspectivas, un mismo núcleo: la realidad última no solo es sustancia / οὑσία, sino también razón / λόγος y fuerza / δύναμις.

uno es el mundo (κόσμος τε γὰρ εἷς) compuesto a partir de todas las cosas, uno es el dios a través de todas las cosas; una la sustancia, una la ley, una la razón común a todos los seres inteligentes y una la verdad… (Marcus Aurelius VII, 9)

En la física de los estoicos, la divinidad se identificó con la providencia, que mantiene la cohesión y armonía del cosmos; por lo tanto, también es el logos el que permite el equilibrio de todas las cosas entre sí, negando la ausencia de causa o caos, aunque, al mismo tiempo, esto no implique afirmar que el hombre pueda conocer todas las causas (Plutarco, De Stoic. repugn 1045 C -SVF II, 449). Si lo anterior sostiene que todo lo que existe está cohesionado a partir de la íntima conexión causal de todo lo real, ello implica que nada puede llegar a ser sin una función determinada, ya que todo ocupa el lugar que le corresponde por su función (Bobzien 196-242). Los estoicos llamaron destino a este determinismo del cosmos; al mismo tiempo en que creían en la interdependencia de las cosas y en un teleologismo, no dejaron de lado la existencia del libre albedrío, pues consideraban que el sabio guiaba su vida y sus actos. En efecto, los estoicos afirmaron que el hombre puede escoger entre dejar que el estímulo exterior o interior actúe o no sobre él. Todo hecho tiene causas preliminares, pero puede extenderse por causas secundarias: si un cilindro es lanzado por una rampa, este rodará por ella no solo porque haya sido lanzado o causa preliminar, sino también debido a su peso y redondez, es decir, las causas secundarias (Braicovich 676-7). Junto con la necesidad, la cosmología estoica propone la existencia de la probabilidad. En efecto, si la necesidad postula que todo hecho depende de una causa, la mencionada probabilidad consiente diversos efectos de una misma causa; así la contingencia del número que salga de una tirada de dados está contenida por las posibles combinaciones; del mismo modo, la existencia de cualquier objeto solo es posible por la relación que tiene con otros objetos que le son afines (la piedra con la montaña, la luz con la oscuridad o el par con el impar) (Lapidge 1379-429).

En la doctrina estoica, el pneuma es una sustancia activa que ordena los fenómenos físicos de la naturaleza; cumple, en efecto, la función de nexo, de sustancia activa o combinación de fuego y aire, y, como tal, mantiene comunicadas las distintas partes del universo. Este modo viviente de comprender lo real conlleva la atribución de cualidades a los elementos; para los estoicos, esto significó que el fuego es caliente; el aire, frío; la tierra, seca y el agua, húmeda. Esto sirvió para agrupar los elementos en activos (fuego y aire) y pasivos (agua y tierra); los primeros expresaron el carácter dinámico y vital (en sentido propiamente biológico) de la naturaleza:

posibles

Las cosas son de tal manera que todo lo que se nutre y crece contiene en sí mismo una fuente de calor, sin la que su nutrición y crecimiento no podrían ser posibles; pues todo cuanto posee una naturaleza caliente e ígnea se mueve y agita por impulso propio; lo que se alimenta y crece se vale de un impulso regular y uniforme. (Cicerón 23; Furley 412-451)

Para el ser humano, el pneuma es el alma, entendido como soplo vital, en cuanto principio dinámico que mantiene interrelacionada la totalidad del cuerpo:

Los estoicos dicen que la Tierra y el agua no poseen una fuerza cohesiva propia, ni pueden ligar otras sustancias, las cuales mantienen su unidad al participar del poder del pneuma y del fuego. El aire y el fuego, por el contrario, gracias a su tensión interna y a su mezcla con las otras dos, proporcionan a estas su tensión, permanencia y sustancialidad. (Plutarco, De comm. not., 1085 D - SVF II, 313)

Debido a este principio, los estoicos entienden la naturaleza en términos de un medio continuo, pues la percepción sufre un movimiento bidireccional: desde el objeto hasta el alma del observador, pero del mismo modo que las ondas que forma en un estanque una piedra lanzada sobre él, al llegar al alma las ondas retornan al objeto (Colomina Albiñana 49-50); de este modo, la interconexión se transforma en el orden y en la armonía que provee el pneuma (Lloyd 135-46).

Tal concepción orgánica asume, en manos de san Clemente, un realce místico: la doctrina helenística, que no es modificada en lo más mínimo, es leída a la luz de la revelación, generando un modelo radicalmente nuevo de especulación. La afirmación de que la novedad cristiana encuentra su vehículo de expresión en el lenguaje de la cultura grecolatina –en cuanto filosofía y teoría sobre la educabilidad humana– no implica limitar sus alcances a una reflexión sobre el estilo de pensamiento, sino que dota al modelo intelectual clásico de alcances impensados. Por las razones antes apuntadas, el capítulo vigésimo de la carta captura la atención de sus lectores. Allí el obispo romano reclama a la iglesia de Corinto el regreso a la unidad mediante una verdadera reconciliación y el restablecimiento de la autoridad de sus líderes espirituales; con esta finalidad, ofrece, según el modelo de la retórica griega, múltiples ejemplos del poder disolvente de la discordia, que refuerza con ejemplos bíblicos de obediencia (Jaeger, “Echo” 331). En este sentido, el obispo de Roma era un conocedor diligente de la elocuencia deliberativa (Serafim 21-2; Vega Reñón 160-61) y su recurso del ejemplo histórico, tanto del Antiguo Testamento cuanto a la historia de una iglesia marcada por la persecución; es evidente el conocimiento de la retórica de Demóstenes, quien ofrecía ejemplos primero del pasado y luego se aproximaba al presente del auditorio, cuyos miembros podían conocer de primera mano (Jaeger, “Echo” 331). A esta situación histórica, personal y comunitaria, Clemente suma un elemento de raigambre clásica: el orden del mundo físico también se fundamenta en la noción de armonía. En el capítulo decimonoveno, Clemente prepara la descripción del cosmos que hará en el siguiente; sin embargo, no se refiere propiamente al modelo de la physis, sino que dispone la atención en el Creador, que ordenó el cosmos de manera tan armoniosa que solo el ojo espiritual puede percatarse de ella; en efecto, la doctrina acerca de la vida en comunidad está inferida por Clemente de Roma, a partir de las cualidades normativas de la creación de Dios. Conculcar el principio cósmico, que Clemente liga siempre a la creación, es una desviación de la norma, cuya posibilidad ha estado latente en la historia de la paideia, en especial, en lo que atañe a la teoría política; en esta, cuando surgían dudas acerca de la validez del obrar humano, se imponía la apelación al ejemplo de la naturaleza (332).

La filosofía estoica se caracterizó por la conexión más estrecha entre la ética y la física, de la vida humana con la norma superior que reconoce su fundamento en el cosmos. La argumentación de Clemente de Roma también se basa en que el orden humano proviene del cósmico y, por ello, opone el obrar de la physis a la sedición en la comunidad corintia; el llamado a restaurar la paz significa el reclamo de comprender e imitar a la naturaleza (Jaeger, Das frühe 10-11)6. De hecho, Clemente de Roma vuelve sobre el vocabulario y sobre las imágenes del orden cósmico: comienza con la sucesión de los días y de las noches, que siguen su “marcha regular” (τεταγμένος δρόμος; Carta 20, 1-2) y que completan sin sobreponerse ni estorbarse; luego Clemente sube a los cuerpos del cielo, “los coros de las estrellas que sigue sus órbitas en un orden inmutable” (20, 3), cuya imagen presenta la comprensión más elevada de la armonía. La descripción regresa sobre la superficie de la tierra, mediante la imagen significativa de los pechos maternos (μαζούς), que dan el alimento necesario para seres humanos y animales (20, 10); luego, sigue la mención del inframundo y del océano, el que, allí donde se ha acumulado, no sobrepasa los límites establecidos por Dios, y de los “mundos más allá de los océanos”, que también están ordenados por los designios divinos (20, 6-8); luego las estaciones, que se suceden pacíficamente (ἐν εἰρήνῃ) y los manantiales, que fluyen eternamente (20, 9); los vientos cumplen sus tareas sin molestarse. “Todas estas cosas ordenó el grande Artífice y Soberano de todo el universo que se mantuvieran en paz y en concordia (ἐν εἰρήνῃ καὶ ὁμονοίᾳ)” (20, 11). La cosmología estoica proporciona, entonces, mediante un pensamiento filosófico coherente, la correlación entre la naturaleza y la vida moral. En el conjunto de la argumentación, queda claro que Clemente de Roma hizo propias estas ideas, pero con una mirada radicalmente nueva, pues la noción veterotestamentaria de creación imponía la visión trascendente de la physis. Es importante notar, a su vez, que Clemente de Roma estaba por completo consciente de la novedad del paso que estaba dando, al leer creacionalmente la realidad, pues recurre, en su argumentación –más veces de lo que esta pide en su discurrir–, a Dios creador del cosmos. Si bien no hay elementos que permitan identificar una fuente u orientar esta búsqueda (Jaeger, “Echo” 335; Thorsteinsson 15-38), ese texto debió centrarse en la actividad divina ínsita en la naturaleza, aunque es evidente que hay nuevos ojos que leen la eventual fuente estoica, pues el modelo filosófico está orientado a comprender la voluntad creadora de Dios y el ideal ético de la paideia, puesto al servicio ahora de una comunidad cristiana dividida en facciones.

A la interpretación en clave cristiana de la filosofía estoica, sigue el capítulo en que Clemente exhorta al cuidado (ὁρᾶτε; 21, 1) de la vida cristiana, luego el reclamo de la fe en Cristo y seguidamente la contrapartida del anterior, es decir, las tribulaciones del alma que duda (μὴ διψυχῶμεν μηδὲ ἰνδαλλέσθω ἡ ψυχὴ; 23); todos se encuentran en evidente correlación con el capítulo vigésimo. El capítulo vigésimo cuarto, dedicado al dogma de la resurrección, contiene una nueva apelación al valor normativo de la naturaleza y el simbolismo del ave Fénix. Así como Cristo muestra la resurrección futura en el paso del mismo tiempo (el tránsito continuo del día y de la noche; 24, 3), también hace esto con el ejemplo de la siembra de semillas frutales: el sembrador sale al campo y arroja semillas; estas se deshacen y luego la providencia de Dios las hace resucitar y muchas brotan y dan fruto (24, 5). Es evidente que estos argumentos están ligados al capítulo vigésimo y a la cosmología estoica, aunque en un registro más poético, ligado a la experiencia del tiempo cósmico.

El relato del Fénix continúa a estos argumentos, que sin duda lo preparan. Clemente considera que este relato es “un signo prodigioso” (τὸ παράδοξον σημεῖον; 25, 1; Wünenburger, Philosopie); esta nos parece la primera aproximación a la óptica de Clemente de Roma: aquello que es propiamente un signo, es decir, algo cuyo significado no es obvio, reenvía al relato en estado puro: no designa hechos, no nombra cosas, pero ambos (hechos y cosas) están ahí presentes, porque el signo muestra y oculta al mismo tiempo y “gana su función representadora por la actualidad de ser mostrado o dicho” (Gadamer 110). El carácter “prodigioso” que le asigna Clemente de Roma al Fénix reside, en parte, en la fuerza expresiva del relato, pero también en que el estado de latencia de las imágenes lleva inconscientemente a la analogía o, en otras palabras, a comunicar un pensamiento implícito en aquellas imágenes: una comprensión que requiere de sucesivas explicaciones, porque la razón no tiene la capacidad de vaciar ese recipiente (Wünenburger, 1998, 10). Al poner de manifiesto un sentido particular, invariablemente, debido a la solidaridad de los elementos entre sí, se manifiesta el sentido del mundo, que, en cuanto tal, es inagotable. El relato de Clemente se ajusta, en general, a los esquemas que hemos presentado: la tierra del prodigio es Arabia; el ave vive quinientos años y, cuando siente que se acerca la muerte, fabrica un féretro con especies aromáticas (nombra el incienso y la mirra) y allí permanece hasta que muere. Se inicia el proceso de descomposición, del que nace un gusano que se fortalece alimentándose de la materia en putrefacción. Cuando ha crecido lo suficiente, el ave transporta los restos de su antecesor desde Arabia hasta la ciudad egipcia de Heliópolis. Luego, lo que parece un cambio por cuenta del propio Clemente de Roma: “Y en pleno día, a la vista de todo el mundo (βλεπόντων πάντων), vuela sobre el altar del sol y allí deposita los huesos” (25, 4). Nuestro autor acota, con toda claridad, que el acontecimiento es seguido por abundante concurrencia, a plena luz del día. Resulta claro que el Fénix era evidencia (asignamos al término su sentido fuerte) de la resurrección; consideramos que introdujo, en el relato, el giro βλεπόντων πάντων por razones de credibilidad, para referir el aspecto público de la llegada del Fénix, aunque no volvió sobre esto en el dispositivo retórico de interpretación. Cirilo de Jerusalén, cuya información dependía de Clemente, comprendió el valor apologético de este aspecto, al punto que creó una variante del relato, para situarlo en una perspectiva más amplia y concluyente respecto de aquel uso apologético: el surgimiento del Fénix, a partir del cuerpo en descomposición de su predecesor, no tuvo lugar fuera de Egipto, sino en la propia Heliópolis, donde era visible para todos (Cirilo de Jerusalén, Catech. XVIII, 8; van den Broek, 194-5). Con claridad se percibe que esta variante altera uno de los motivos del mito: el viaje a Egipto cada quinientos años y la regeneración del ave; por ello, la variante describe que, inmediatamente después de adquirir alas, el nuevo fénix regresa a su país natal, destacando que es el equivalente exacto de su predecesor muerto (van den Broek, 196). Es importante notar que esta variante de hacer público el acontecimiento muestra la voluntad de otorgarle un sentido evangélico y así aislar el relato de posibles interpretaciones relacionadas con las religiones mistéricas, tan ampliamente difundidas en el siglo I; en efecto, “porque nada hay oculto, si no es para que sea manifestado; ni nada ha estado en secreto, sino para que salga a la luz” (Dan 2, 22; Mc. 4, 22; Mt. 10, 26; Lc. 12, 2-3; 1 Cor. 4, 5). Por ello, es significativo que, en este contexto, Clemente de Roma se preocupe por afirmar indirectamente la expresión de sacralidad del relato; en efecto, la intervención de los sacerdotes de Heliópolis, que computan los quinientos años transcurridos desde su última aparición y que verifican así que es el verdadero, testifican la continuidad de una tradición que, mediante la resurrección de Cristo, alcanza su significado absoluto.

4. Conclusiones

A lo largo de nuestro trabajo hemos presentado la primera correlación entre helenismo y cristianismo de los tiempos inmediatamente posteriores a los apóstoles; hemos partido de dos elementos, entre los que hemos buscado establecer la convergencia: la cosmología estoica y el signo del Fénix. Para ello, nos hemos detenido en la lectura del capítulo vigésimo de la carta, donde Clemente argumenta a favor de la concordia y de la paz, a partir de la solidaridad de los elementos de la naturaleza entre sí; hemos señalado en el cuerpo del trabajo que el autor no introdujo variaciones respecto de la doctrina cosmológica estoica, pero que sí se verifica una profunda renovación en la selección y comprensión de esos elementos, puesto que hemos transitado desde un ajuste de la physis, en su concepción inmanente, a aquella trascendente, en cuanto depende enteramente del acto creador de Dios. Esto entraña para el creyente cristiano una nueva exigencia de acuerdo con la comunidad de la que forma parte, entre otras realidades, pues Dios así lo ha establecido en su Providencia. Como hemos considerado, es significativo que las fuentes de la discusión sobre algo completamente nuevo, las comunidades que forman los cristianos, provinieran de la tradición de la paideia.

En este contexto de realidades, en la que cada elemento es solidario con los restantes, Clemente de Roma presenta su lectura del mito de Fénix como un signo prodigioso (τὸ παράδοξον σημεῖον); hemos seguido la recepción y la transformación de este relato de la regeneración del ave ligada a los ritos solares y a la inmortalidad de la vida. Nuevamente aquí nos interesa la mirada de Clemente de Roma: se refiere al Fénix como a un signo a interpretar con rigor, aunque sin establecer una aproximación alegórica; no hay, en efecto, algo detrás del signo en la lectura de Clemente de Roma, sino una exposición la imagen, según la lógica de la propia imagen. En completa coherencia con esta decisión, tampoco racionaliza el signo del ave; por ello, la presentación del valor de verdad resulta simple, pues radica en la realidad de los significados o, en otros términos, Clemente de Roma ve algo de verdadero en el núcleo de la historia. Sin embargo, y quisiéramos poner énfasis en ello, no hay una actitud ingenua en nuestro autor que lo lleve a preguntarse si la historia es cierta o no (procedimiento propio de la lectura o de la creación alegóricas); la fase precrítica de recibir la imagen y sus consecuencias pasa, con naturalidad, a la lectura interpretativa, que queda dentro de los límites del misterio: aquellos elementos que fueron elevados a la comprensión del dogma de la resurrección.

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Notas

1 Consideramos que la explicación de san Isidoro de Sevilla continúa vigente: el nombre del ave se debe al color rojo púrpura que predominaba en su plumaje (Etymologiarum, XII, 7, 22: Phoenix Arabiae avis, dicta quod colorem phoeniceum habeat).
2 Heliodoro (Etiópicas, 6. 3. 3) mantendrá, poco más de un siglo después de Heródoto, la indeterminación geográfica de sus orígenes.
3 Aethiopes atque indi discolores maxime et inenarrabils ferunt aves et ante omnes nobilem arabiae phoenicem, haud scio an fabulose, unum in toto orbe nec visum magno opere. Aquilae narratur magnitudine, auri fulgore circa colla, cetero purpurens, caeruleam roseis caudam pinnis distinguentibus, cristis fauces caputque plumeo apice honestante. Primus atque diligentissime togatorum de eo prodidit Manilius, senator ille maximis nobilis doctrinis doctore nullo: neminem extitisse qui viderit vescentem, sacrum in Arabia soli ese, vivere annis DXL, senescentem casiae turisque surculis construere nidum, replere odoribus et superemori. Ex ossibus deinde et medullis eius nasci primo ceu vermiculum, inde fieri pullum, principiosque iusta funera priori reddere et totum deferre nidum prope Panchaiam in solis urbem et in ara ibi deponere. Cum huius alitis vita magni conversionem anni fieri prodit idem Manilius iterumque significationes tempestarum et siderum easdem reverti, hoc autem circa meridiem incipere quo die signum arietis sol intraverit, et fuisse eius conversionis annum prodente se P. Licinio Cn. Cornelio cos. CCXV Cornelius Valerianus phoenicem devolavisse in Aegyptum tradit Q. Plautio sex, papinio cos. Allatus est in urbem Claudii principis censura anno urbis DCCC et in comitio propositus, quod actis testamentum est, sed quem falsum esse nemo dubitaret.
4 “…una est, quae reparet seque ipsa reseminet, ales: Assyrii phoenica vocant; non fruge neque herbis, sed turis lacrimis et suco vivit amomi. haec ubi quinque suae conplevit saecula vitae, 395 ilicet in ramis tremulaeque cacumine palmae unguibus et puro nidum sibi construit ore, quo simul ac casias et nardi lenis aristas quassaque cum fulva substravit cinnama murra, se super inponit finitque in odoribus aevum. 400 inde ferunt, totidem qui vivere debeat annos, corpore de patrio parvum phoenica renasci; cum dedit huic aetas vires, onerique ferendo est, ponderibus nidi ramos levat arboris altae fertque pius cunasque suas patriumque sepulcrum 405 perque leves auras Hyperionis urbe potitus ante fores sacras Hyperionis aede reponit”.
5 En este sentido es importante la referencia del autor en la misma página: tres de los seis manuscritos en que nos llegó la carta son bíblicos: el códice Alexandrinus (s. V), un pergamino en lengua copta (ss. V-VIII, Biblioteca de la Universidad de Estrasburgo), donde es colocado después del Apocalipsis y, por último, entre las epístolas católicas, en un Nuevo Testamento sirio (la copia está datada en la primera mitad del s. XII). Por nuestra parte, acotamos que la traducción a, por lo menos, tres lenguas también es índice de la autoridad que se le otorgó.
6 En Las fenicias de Eurípides (versos 534-54), leemos un listado similar de ejemplos de cooperación pacífica del universo, con los que Yocasta quiere convencer a Etéocles de convivir en armonía con su hermano desterrado, Polinices. Tenemos especialmente presente: “El ojo oscuro de la noche y la luz del sol ecuánimemente recorren el ciclo anual, y ninguno de ellos guarda, vencido, rencor al otro” (542-543).


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