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La idea de sociología filosófica: entrevista a Daniel Chernilo 1
La idea de sociología filosófica: entrevista a Daniel Chernilo 1
Revista de Humanidades, núm. 47, pp. 299-314, 2022
Universidad Nacional Andrés Bello
La conformación de la sociología como disciplina científica fue producto de un esfuerzo explícito por distanciarse de la filosofía. Ya a mediados del siglo XIX, Karl Marx construye su enfoque teórico criticando, por una parte, a la economía política clásica y, por otra, al idealismo alemán, herencia intelectual que todavía se observa en sus primeros escritos. En la misma línea, el propósito de Émile Durkheim es elaborar una ciencia positiva de la vida moral de las sociedades, buscando superar el punto de vista filosófico que todavía caracterizaba al proyecto de sociología de Auguste Comte. Sin embargo, este esfuerzo de excluir a la filosofía del discurso sociológico siempre ha chocado con la preocupación normativa de contribuir, por medio de la descripción de la sociedad, a mejorar la convivencia humana. En la tradición de la teoría crítica esto es particularmente evidente. En su famoso ensayo “Teoría tradicional y teoría crítica”, Horkheimer señala que “las categorías marxistas de clase, explotación, plusvalía, ganancia, pauperización, crisis, son momentos de una totalidad conceptual cuyo sentido ha de ser buscado, no en la reproducción de la sociedad actual, sino en su transformación en una sociedad justa” (Horkheimer, Teoría 250).
Para explorar esta relación entre sociología y filosofía, el día 27 de octubre de 2021 organizamos, desde la carrera de sociología de la Universidad Andrés Bello, una conversación con el Dr. Daniel Chernilo. Daniel ha sido académico en distintas universidades tanto en Chile como en el Reino Unido. Actualmente, es profesor titular de sociología en la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez y dirige el Doctorado en Procesos e Instituciones. Durante su trayectoria académica, ha publicado seis libros y más de sesenta artículos en distintos idiomas.
Desde comienzos de este siglo, Chernilo se ha dedicado sistemáticamente a analizar las preguntas filosóficas que orientan el desarrollo de la sociología como disciplina científica. En 2004, por ejemplo, se pregunta por el papel que cumple el concepto de sociedad en el pensamiento sociológico, en un contexto marcado por los llamados que se hacían, desde la sociología de la globalización, a abandonarlo, en la medida que su destino se asociaba a la crisis que estaban experimentando los Estados nacionales. Contra este nacionalismo metodológico, Chernilo recupera el concepto kantiano de “ideal regulativo” para demostrar que el concepto de sociedad no puede dejarse de lado, pese a estar asociado a un contenido histórico específico, ya que su función no es solo descriptiva, sino también evaluativa respecto de una sociedad en constante evolución (Chernilo, “El rol”).
En los libros sobre universalismo (Pretensión universalista), derecho natural (Natural Law) y, sobre todo, con la publicación de su libro Debating humanity: towards a philosophical sociology, Chernilo ha recuperado el concepto de “sociología filosófica”, ya presente en los trabajos de Tönnies o Simmel (Chernilo, Sociología), para destacar cómo un correcto análisis de la vida social presupone la existencia de un principio universalista de humanidad. Desde esta perspectiva, la sociología, por medios distintos, habría contribuido a la tarea que la antropología filosófica se propuso a comienzos del siglo XX, preguntándose por las características inherentes a todos los seres humanos. Este programa de investigación supera los límites disciplinares de la sociología. De hecho, en su libro analiza la producción de siete pensadores, de los cuales solo cuatro forman parte del canon sociológico. Asimismo, va a contracorriente de buena parte de los proyectos sociológicos contemporáneos que, como veremos, proponen la construcción un enfoque poshumanista.
La entrevista que presentamos surge a propósito de la publicación de su último libro Sociología filosófica: ensayos sobre normatividad social (2021). En continuidad con su libro anterior, este reúne diez ensayos (ocho capítulos y dos excursos) donde, además de presentar el programa de investigación, se inserta en distintos debates que buscan demostrar la importancia de contar con un principio universalista de humanidad para sostener un punto de vista normativo que permita evaluar y, eventualmente, criticar el devenir histórico de las sociedades contemporáneas. En lo que sigue de esta presentación, se señalarán algunos ejes que orientaron nuestra conversación.
En su libro, Daniel Chernilo toma como punto de partida de su programa a la antropología filosófica (Chernilo, Sociología 21). Esta decisión no deja de ser controversial en las ciencias humanas y sociales. Ya en 1966, en su célebre libro Las palabras y las cosas, Michel Foucault declara que el hombre, en tanto invención reciente, ha llegado a su fin: “en nuestros días, y nuevamente Nietzsche marca por lejos el punto de inflexión, no se trata tanto de la ausencia o la muerte de Dios, sino del fin del hombre” (Foucault 396, traducción propia). Con ello, Foucault asocia la preocupación del psicoanálisis y la etnología por el inconsciente con un intento de disolución del hombre en tanto categoría central del pensamiento moderno. Este giro poshumanista ha tenido un profundo impacto en la sociología contemporánea. Parte de sus proyectos teóricos más influyentes como la teoría de sistemas de Niklas Luhmann o la teoría del actor-red de Bruno Latour han identificado en el concepto de ser humano un obstáculo epistemológico que debe ser superado para avanzar en la construcción de un conocimiento que mantenga sus pretensiones universales2. Tal como destaca Chernilo, este giro habría hecho posible la extensión de las ciencias sociales hacia ámbitos hasta ahora poco explorados como el ecologismo, el animalismo o el cyborgismo. Sin embargo, advierte que “una dificultad fundamental de este argumento es que pierde de vista el hecho de que su propia orientación normativa es paradigmática de la frustración fundamentalmente humana con la pregunta de qué es un ser humano” (Sociología 64). En este sentido, el autor inscribe su programa en la recuperación antropológica contemporánea que él identifica con mayor claridad en el enfoque de las capacidades de Martha Nussbaum y en el realismo crítico de Margaret Archer (ver capítulo dos).
A partir de esta recuperación contemporánea de la pregunta por el ser humano, Chernilo busca reconstruir la relación, propia del conocimiento sociológico, entre descripción y normatividad. Nuevamente la decisión teórica adoptada no está exenta de controversias. Si bien es cierto que el uso de los conceptos sociológicos para describir la realidad ha tenido históricamente una carga normativa importante, ya rastreable en la sociologías de Marx o Durkheim, parte de la sociología contemporánea ha avanzado en la dirección opuesta. Pierre Bourdieu, posiblemente el sociólogo más influyente en la actualidad, pese a que tiene como objetivo reconstruir una mirada crítica en la disciplina, considera que la tarea fundamental de la sociología es describir las relaciones de dominación que estructuran la vida social. De esta forma, solo mediante la persuasión, la sociología permitiría “volver la realidad inaceptable” (Boltanski, Rendre) a individuos que viven inmersos en la ideología dominante. En la misma línea que Boltanski, Chernilo argumenta que el proyecto sociológico de Bourdieu es ciego respecto del punto de vista normativo que justifica su posición crítica frente a la realidad social tal cual es:
La motivación normativa de su sociología militante es que los intereses de los actores menos poderosos deben ser favorecidos en contra de los actores que concentran el poder. Los sociólogos pueden ser vistos como un amplificador reflexivo con cuya ayuda los actores subordinados consiguen hacer avanzar sus intereses en cualquier campo y cada vez que sea necesario. (Chernilo, “Sociología” 50)
En oposición a la opacidad normativa que caracteriza a la sociología crítica de Bourdieu, el programa de sociología filosófica busca identificar las propiedades antropológicas que permiten comprender la dimensión normativa de la vida social. En su libro Debating Humanity, Chernilo identifica siete propiedades antropológicas que aparecen resumidas en este nuevo libro: 1) la autotrascendencia, entendida como la capacidad de entender la realidad superando nuestras limitaciones contextuales; 2) la adaptación, que refiere a nuestra capacidad de ajuste a los cambios del entorno; 3) la responsabilidad, que permite entender la preocupación del ser humano que supera sus intereses egoístas; 4) el lenguaje, que indica nuestra capacidad para coordinarnos por medio del entendimiento; 5) las evaluaciones morales, que refieren a nuestra capacidad para comprometernos en asuntos públicos; 6) la reflexividad, que media entre las preocupaciones que nos produce una realidad internamente diferenciada y nuestros proyectos de acción; y 7) la reproducción de la vida, que supone el constante desafío de distinguir la dimensión orgánica de la dimensión sociocultural de la existencia humana.
En este análisis, Chernilo defiende el rendimiento que tiene su programa de sociología filosófica, no solo para aclarar disputas teóricas respecto de lo que define al ser humano, sino para insertarse en los debates normativos que animan a las sociedades:
las ideas normativas más importantes –igualdad, justicia, dignidad y vida buena– son todas irreductibles a factores materiales o posiciones estructurales porque su valor normativo depende de la forma en que se movilicen concepciones acerca de lo que es un ser humano. (Chernilo, Sociología 73- 4)
A partir de esta idea, el capítulo ocho está dedicado al análisis de la sociología constitucional contemporánea. Desarrolla el concepto de revolución jurídica propuesto por Hauke Brunkhorst (2014). Desde esta perspectiva, las revoluciones en el transcurso de la historia no pueden describirse solo como hechos de relevancia política, sino también de relevancia moral, en la medida que los procesos de aprendizaje social que caracterizan a la modernidad suponen la instalación de los derechos humanos como producto de la deliberación democrática y fundamento de la convivencia social. En este sentido, Chernilo señala como ejemplo que la Constitución actual tiene un doble déficit: por una parte, no es el resultado de la deliberación democrática, aun cuando se aprobaron distintas reformas en 1989 y 2005; y, por otra parte, plantea serias limitaciones a la voluntad democrática, la autodeterminación colectiva y reduce el contenido de ciertas instituciones a la tradición católica con la cual solo una parte de la sociedad chilena se identifica. De esta forma, tras el rechazo a la propuesta de nueva Constitución elaborada por la Convención Constituyente, todavía queda pendiente la tarea de dotarse de una carta fundamental que regule nuestra vida democrática y emane de una voluntad popular. A continuación, reproducimos la entrevista3 donde se profundiza en estos y otros temas presentes en su último libro.
La idea de sociología filosófica: entrevista a Daniel Chernilo
Nicolás Angelcos (NA): Uno de los esfuerzos más importantes de la sociología ha sido delimitar su campo en relación con la filosofía, sin embargo, en tu libro propones la idea de sociología filosófica. ¿Podrías explicarnos, primero, en qué consiste esta idea? y, segundo, ¿por qué toma la forma de una antropología?
Daniel Chernilo (DC): La idea de sociología filosófica es un concepto viejo y nuevo. Viejo porque, de manera poco sistemática, de manera más bien esporádica, como chispazos, está en los textos de los autores clásicos. Simmel habla de vez en cuando de eso, Durkheim lo mismo, Tönnies se refiere un poco a eso también. Cuando ellos están pensando en la idea de sociología filosófica, lo que tienen en mente es justamente este deslinde en que la sociología moderna se ve a sí misma como la superación científica del discurso metafísico de la filosofía tradicional, pero, al mismo tiempo y, esa es una intuición que yo creo es muy importante, las preguntas fundantes de la sociología no son tan distintas a las preguntas fundantes de la tradición filosófica. En el fondo, las preguntas más significativas de la sociología son las preguntas asociadas a la existencia humana en contextos colectivos, sociales: ¿cómo es posible la legitimidad?, ¿cómo es posible la autoridad?, ¿qué es el poder?, ¿qué es la colaboración?, ¿qué son las clases sociales?, ¿qué es la competencia?
En ese sentido, distintos autores juegan con esta idea de que la sociología debe separarse de la filosofía para ser propiamente ciencia, pero, al mismo tiempo, para mantener una suerte de conexión con las preguntas fundamentales de la existencia humana, no puede separarse completamente de la filosofía y debe mantenerse conectada con ella. Por ejemplo, Tönnies lo hace en una clave más epistemológica: ¿cómo se definen los conceptos rigurosamente? Weber, por su parte, se pregunta ¿qué clase de reflexiones le corresponden a la sociología? Simmel, finalmente, es alguien que usa una idea más contemporánea, él dice que la sociología se pone realmente interesante cuando decide a especular de una manera en que ya no es una cuestión asociada simplemente al testear hipótesis concretas de manera científica.
Las preguntas más atractivas tienen que ver con cuestiones que no se pueden reducir, diríamos hoy, a los métodos o a la posibilidad de encontrar evidencia empírica incontrovertible. Entonces, hay que ir más allá. Y eso es un poco a lo que apunta mi libro. La idea de sociología filosófica implica mantener siempre a la vista esta doble dimensión. Todas las buenas preguntas sociológicas son también preguntas filosóficas ¿Por qué, cómo y cuáles son las dinámicas fundamentales con las cuales nos relacionamos?
Otro tema es por qué toma una forma que se asemeja a la antropología filosófica, que es una disciplina, también del mismo período (1910-1920), que trató de reunir conocimiento de la biología-medicina y del mundo de la filosofía para tratar de crear un concepto de ser humano unificado que sea científico y filosóficamente pertinente.
¿Por qué toma esa forma en mi caso? Por dos razones: primero, porque esta pregunta por cómo comprende la sociología la idea de ser humano, me había estado preocupando ya por buen tiempo, y me parecía que había poco trabajo sistemático en los últimos cincuenta años sobre la siguiente pregunta: ¿cómo entiende la sociología aquellas propiedades fundamentales con las que definimos qué nos caracteriza como especie? Es relativamente poco lo que hay escrito sobre eso.
La otra dimensión de esa pregunta antropológica tiene que ver con la hipótesis de que la forma en que las intuiciones morales se despliegan en prácticas e instituciones sociales está anclada en las propiedades que asumimos son parte de la naturaleza humana. El ejemplo tal vez más claro al respecto es decir que, si uno cree que los seres humanos somos seres racionales, que nos movemos por un afán utilitarista de conseguir nuestros fines, entonces una institución social como el mercado deviene una institución fundamental para la existencia humana, justamente porque en ella los seres humanos podrían realizar su naturaleza humana. Por el contrario, si uno cree que los seres humanos somos fundamentalmente seres lingüísticos, que desplegamos nuestra humanidad en el lenguaje, entonces un concepto más habermasiano de esfera pública es más central que el mercado para la realización de este potencial humano. Se trata entonces de intentar observar qué clase de ideas normativas se movilizan en función de qué propiedades antropológicas. Es parte del movimiento que el libro trata de instalar.
NA: De los distintos autores clásicos que mencionaste, Simmel es probablemente el que trata de forma más sistemática esta relación entre sociología y filosofía, pero también, por la misma razón, es de los autores más difíciles de situar únicamente en la sociología. En tu caso, cuando piensas este proyecto de sociología filosófica, ¿en qué público estás pensando?
DC: Sin duda, lo que uno quisiera es poder convocar al público más amplio posible y que las dos tradiciones disciplinares se vieran convocadas. La realidad tiende a indicar, y hay una indicación al respecto en la introducción del libro, que sobre todo la filosofía académica es todavía un gremio bien especial donde los límites disciplinares se juegan bastante en el título de pregrado que uno tiene: uno es o no es filósofo. En ese sentido, la llegada a ese mundo más filosófico, para alguien que no es parte de esa disciplina o que no está formado en esa tradición, es un poco más difícil. En general, el público al que el libro espera llegar, así como los autores sobre los que el libro trabaja, tienden a ser más conocidos en el ámbito de las ciencias sociales. Dicho eso, mi impresión es que he conseguido permear al menos parcialmente en distintos espacios. Yo creo que el debate sobre el humanismo y el poshumanismo, del que seguramente vamos a hablar más adelante, es un debate muy significativo en el mundo de la filosofía. Entonces, el público es fundamentalmente de ciencias sociales, pero mi expectativa es llegar a una discusión un poco más amplia que no se preocupe tanto por límites disciplinares.
NA: La pregunta por el ser humano ha estado asociada a un contexto sociohistórico inmerso en una crisis profunda, a una Europa golpeada por dos guerras mundiales. ¿A qué asocias la emergencia de tu propia pregunta por lo humano? ¿Es una pregunta simplemente intelectual o también crees que está inscrita en un contexto sociohistórico donde tiene sentido nuevamente hacerse la pregunta por lo humano?
DC: Sin duda está ligado a un contexto que tiene varias temporalidades. Hay una temporalidad más larga ligada a los cien años de institucionalización de las ciencias sociales como cuerpo de conocimiento. Desde la sociología, tenemos la pretensión de querer hablar de todo lo que sucede en el mundo: desde el antropoceno y la geología hasta el amor, pasando por el Estado y las innovaciones tecnológicas. Entonces, al plantearse esas preguntas, en mi libro hay un esfuerzo de mirar cuál es el sustrato filosófico sobre el que se ha construido buena parte de los discursos sociológicos durante cien años. Entonces hay un contexto que es intelectual, más de media duración.
Pero el contexto sociopolítico más inmediato tiene dos partes. Una es, sin duda, lo que uno debiese llamar la crisis del proyecto de la Ilustración. No lo digo en el sentido de la crisis de los metarrelatos del que habla la posmodernidad, pero sí de esta pérdida de confianza bien dramática que en las últimas décadas se ha expresado, por ejemplo, en cómo la idea de democracia se ve problematizada, entre otras cosas, porque los presupuestos sobre los cuales está construida aparecen muy cuestionados. El otro contexto, que no está desligado del anterior, son las críticas más poshumanistas asociadas a cuestiones de cambio tecnológico, referidas a que hoy estamos en presencia de máquinas que hacen mejor aquello que se suponía que era lo propio de los seres humanos. Durante la revolución industrial, aparecieron máquinas que hacían mejor cosas que los seres humanos compartimos con los animales, por ejemplo, la capacidad de producir energía. Pero cuando los computadores son mejores que los seres humanos para procesar información, cuando son mejores incluso para pensar creativamente o para analizar información, casi para reflexionar en un sentido más específico, la pregunta por lo humano adquiere una dimensión concreta mucho más evidente. Entonces, uno se encuentra con ciertos trabajos contemporáneos que intentan abandonar esta pregunta por lo humano. Algunos dicen que las ideas de humanidad pueden ser simplemente de sentido común o ser parte de una suerte de lastre religioso. Otros asumen una suerte de falacia presentista que deduce de un conjunto de cambios tecnológicos específicos la idea de que toda reflexión sobre lo humano ha quedado obsoleta, o que la humanidad del futuro va a ser radicalmente diferente a la del pasado. A mí, esas me parecen exageraciones que uno tiene que tratar de evitar.
NA: En tu libro, criticas la forma en que el estructuralismo abandona la idea de ser humano. En el caso de Althusser, por ejemplo, describe al marxismo como un antihumanismo teórico, pero aclara que esto no significa que el fin último de la lucha revolucionaria no sea la liberación del hombre, sino que los conceptos de hombre y de humanismo, desde su perspectiva, son ideológicos. Al interior de tu sociología filosófica, considerando su pretensión científica: ¿cuál es el estatus del concepto de hombre?
D.C: El libro, en algunos de los capítulos, trata de mostrar en qué medida muchos de los debates más importantes del siglo XX, tanto en filosofía como en ciencias sociales, están en cierto sentido ligados al problema del humanismo. En lo fundamental, esto significa reconocer en qué medida debates sobre temas como la igualdad, la justicia o incluso la emancipación son una contribución a la consecución de esos ideales o, por el contrario, son más bien un obstáculo epistémico o ideológico para aclarar ideas que, en buena medida, son ya problemáticas, ideológicas o eurocéntricas. Entonces, yo creo que uno puede mostrar que buena parte del debate de los últimos cien años se construyó a partir de esa polaridad respecto del humanismo y que queda resumida en la pregunta habermasiana sobre si la modernidad es o no un proyecto ilustrado inacabado. Si es un proyecto inacabado, es porque estos ideales humanistas siguen siendo válidos, pero hay que buscar formas contemporáneas de implementarlos que sean más reflexivas o menos racistas y androcéntricas. O, al contrario, si lo que hay que hacer es olvidar completamente esos debates. Si uno ve el asunto desde esta perspectiva, el concepto de ser humano en mi trabajo no tiene un estatus científico, tal como el concepto de clase social o de Estado. No aspira a ese nivel de precisión o de operacionalización científica. Yo lo describiría más bien como una suerte de principio regulativo, en el sentido kantiano de la expresión.
Entenderlo como principio regulativo implica que hay un tipo de ideas cuya presencia empírica no se obtiene nunca en forma pura, pero sin las cuales la observación de los fenómenos empíricos es muy compleja o difícil de obtener. Kant, en la Crítica del juicio, argumenta que la idea de humanidad tiene esa función: uno nunca observa la humanidad como un todo, puesto que solo hay seres humanos de carne y hueso, cada uno con sus atributos biológicos, biográficos, socioculturales, etcétera. Entonces, el concepto de ser humano tiene esa propiedad. No es un concepto que uno vaya a observar empíricamente, pero nos permite dar sentido, por ejemplo, a la máxima sociológica de que la sociedad es algo que se realiza de manera consciente, pero bajo condiciones que no son nuestra elección, y en una dinámica de consecuencias no anticipada, que tampoco queda bajo nuestro gobierno.
La segunda característica del concepto de ideal regulativo es que son nociones que, a diferencia de los juicios sintéticos, tienen alguna clase de intuición normativa. Son conceptos que, cuando uno los indica, permiten pensar también cuáles son las implicaciones morales a ellos asociados. Este es el otro sentido en que Kant usaba un concepto como el de humanidad. En mi libro, uno puede ver este uso en el primer capítulo, sobre el discurso de los derechos humanos, en el que el concepto de ser humano permite también esa indicación normativa.
¿Qué instituciones, entonces, favorecen o perjudican el desarrollo de nuestros potenciales humanos?, ¿por qué conceptos como el de igualdad ante la ley, solidaridad, autonomía privada o pública, tienden a indicar alguna clase de vínculo entre los seres humanos con una intencionalidad normativa que uno no debe dejar de lado? Esa intencionalidad normativa me distancia nuevamente de una definición puramente científica de esos términos. Al contrario, tratan de moverse en un plano que les permita interactuar con la terminología científica, pero, al mismo tiempo, abrirse a esta otra dimensión más filosófica, más especulativa y, en último término, más de filosofía moral.
NA: Desde el pensamiento posestructuralista, especialmente en el trabajo de Judith Butler, se señala la imposibilidad de analizar el cuerpo de forma abstracta. Los cuerpos siempre están enclasados, generizados o racializados. ¿Cómo dialoga la idea de ser humano que tú sostienes, aparentemente neutral, con las denuncias que provienen del feminismo o el poscolonialismo?
DC: Yo creo que podemos hacer dos argumentos. El argumento más fuerte permite una polémica, pero eventualmente es menos atractivo. Esto sería decir: se trata de posiciones inconmensurables. Entonces, mi posición se describiría –positiva o negativamente– como un antropocentrismo no reconstruido, idealista, proveniente de la filosofía de Kant. Por otra parte, existe una tradición más generizada, enclasada y corporeizada, que vendría de un pensador como Spinoza y que se opondría a la primera. Es cierto que estas tradiciones chocan. Pero, a pesar de ello, desde mi enfoque yo pensaría que hay espacios en común, que hay una posibilidad de diálogo. Si uno va a pensar sociológicamente el concepto de ser humano, nunca es un ser humano abstracto. No hay tal cosa como ese ser humano abstracto, no hay una persona que esté en un no-tiempo y no-lugar. Esto abre la discusión más importante: ¿cómo se específica esa dialéctica entre lo universal y lo particular?
Yo no soy experto en el trabajo de Butler, pero asumiendo la mejor versión de su argumento, hay ahí una pretensión de vincular lo universal con lo particular y no un mero rechazo de lo universal. Del mismo modo en mi trabajo, habría un intento por vincular lo universal y lo particular, y no un mero rechazo de lo particular. Disponemos de un conjunto de categorías bien profundas y fundamentales, tanto en la filosofía como en la sociología, que nos permiten pensar en algunas de nuestras propiedades antropológicas más fundamentales como seres humanos. Estas, por un lado, son universales en el sentido de que no dependen de cuestiones contextuales (del género, nuestra religión o lo que fuese), pero, por otro lado, solo se despliegan de forma diversa en distintos contextos culturales, como las ideas de reflexividad, de responsabilidad, de preocupaciones últimas, entre otras. Tomemos como ejemplo la idea de responsabilidad, que debe ser entendida como un tipo de vínculo social con otros seres humanos, así como también con otros seres no humanos, respecto de los cuales hay una diferencia de poder que construye un vínculo normativo –así al menos la entiende Hans Jonas–. Esta idea de responsabilidad es siempre un vínculo que está históricamente situado, pero la idea genérica de responsabilidad uno la puede pensar más allá de distintas especificaciones culturales.
NA: En el campo sociológico, el autor más citado en el mundo es Pierre Bourdieu, quien destaca el carácter no reflexivo de la acción humana. ¿Cómo se relaciona tu proyecto de sociología filosófica con su trabajo?
DC: Bourdieu juega un rol bastante pequeño en el libro, pero su sociología es muy importante. Yo hice muchos años clases en el Reino Unido y creo que no hay duda alguna sobre cuál es el sociólogo más importante de los últimos 50 años. Tiene un estatus fundamental en la sociología contemporánea.
Dicho eso, mi dificultad con Bourdieu tiene que ver con su antropología, que me parece deficiente. Y me parece deficiente porque hay una ausencia en Bourdieu de motivos normativos como una esfera autónoma de la acción humana. Mi interpretación de Bourdieu es que el énfasis que él le da a las categorías de habitus, capital, así como los campos en que se distribuye el capital, lo acerca demasiado a una dinámica de relaciones de poder donde la movilización y uso de argumentos normativos está siempre supeditado a la distribución y disputa por recursos que tiene lugar en la sociedad. Yo no creo que eso esté mal en sí mismo, me parece que es un hecho de la vida social, pero no creo que cuando apelamos a ideas normativas, es decir, a la forma en que las ideas morales se expresan en las instituciones sociales, ni los actores individuales ni los actores colectivos estén únicamente haciendo eso.
En el debate constitucional en que hoy estamos inmersos, hay muchísima movilización de argumentos normativos: cuando decimos que queremos una sociedad digna, o una sociedad más justa, puede que sepamos exactamente qué es lo que queremos, pero no estamos solamente movilizando argumentos para que un grupo determinado tenga acceso a más recursos. Estamos tratando de imaginar alguna forma de vida colectiva, alguna forma de legitimidad que tiene valor en sí mismo. Me parece que eso es difícil de capturar con las herramientas de la sociología de Bourdieu. Mi diferencia con la sociología de Bourdieu es que creo importante movilizar estos argumentos normativos de manera menos instrumental que lo que su sociología permite. Y esto es ilustrativo de lo que creo es un punto ciego de gran parte de la sociología contemporánea: en la medida en que siga entendiendo lo normativo como supeditado a cuestiones de distribución de recursos materiales o de poder político, entonces no estamos siendo capaces de abordar cuestiones que son fundamentales para los desafíos de la sociedad contemporánea.
NA: Lo último que te quería preguntar, justamente, tiene que ver con lo que mencionaste en relación con el momento constitucional. De hecho, en el libro, el capítulo ocho está dedicado especialmente a un análisis sobre la sociología constitucional contemporánea como un programa de investigación, desde la sociología filosófica. En este capítulo, muestras cómo, para esta sociología, los procesos de aprendizaje social son revoluciones jurídicas. Considerando el momento político en el que estamos, ¿cómo crees que podría contribuir tu proyecto de sociología filosófica a entender lo que hoy día está en juego en esta redefinición de lo que somos como país?
DC: Hablemos sobre este concepto de revoluciones jurídicas. Es un concepto muy interesante del profesor de la Universidad de Flensburg, Hauke Brunkhorst –formado en la tradición de Habermas y Hannah Arendt–. Su idea, en clave de la tradición de la teoría crítica, es que es posible pensar que las sociedades aprenden, es decir, que se producen saltos cualitativos en la forma en que las sociedades se organizan y que hacen difícil la vuelta atrás en términos institucionales. Ese aprendizaje es tecnológico, pero también es normativo.
Habermas tiene discusiones en esta línea en la década de 1970 y Brunkhorst las adopta para desde allí afirmar que los aprendizajes normativos se condensan en textos constitucionales, en grandes momentos constitucionales. A su juicio, hay un primer momento de ese tipo que tiene que ver con las revoluciones papales en el siglo XII o XIII, pero los eventos más significativos para nosotros se encuentran en el período de las revoluciones burguesas: desde la revolución en el Reino Unido a mediados del siglo XVII hasta la Revolución francesa, donde el concepto de soberanía del pueblo se transforma en un momento insoslayable. Hoy no podemos pensar la organización política de las sociedades más allá de alguna clase de soberanía popular y eso se ha condensado en revoluciones jurídicas. Algo similar puede decirse respecto de ideas como los derechos humanos, los crímenes de lesa humanidad y todo ese conjunto de figuras jurídicas que están asociadas a nuestro estatus de seres humanos, con prescindencia de cualquier otra cualificación particular.
Entonces, lo primero que uno debiese decir es que el debate constitucional que se está llevando a cabo en Chile se enmarca en ese contexto. Uno podría preguntar: ¿cuáles son los grandes límites del debate constitucional?
Por un lado, si recordamos la discusión original sobre la hoja en blanco sobre la que se escribiría la nueva constitución, un argumento relevante es que Chile tiene algunos compromisos internacionales que no es llegar y dejar de lado. Hay una dimensión económica de esa discusión, que tiene que ver con los tratados comerciales, pero tiene también una dimensión estrictamente normativa que se relaciona con los compromisos que Chile ha asumido –por ejemplo, en materia de derechos humanos– que la Convención no tiene autonomía para llegar y descartar. Ahí hubo desde el inicio una suerte de límite a la tesis de la hoja en blanco.
El segundo límite, también polémico, tiene que ver con la idea de soberanía. Tanto en lo que refiere a los plebiscitos dirimentes (si es que van a haber iniciativas populares o plebiscitos para poder dirimir cuestiones que la constituyente no se consiga poner de acuerdo), como la idea de si la soberanía de este Estado en el que vivimos va a seguir siendo de una nación o de múltiples naciones. El debate sobre la plurinacionalidad demostró ser uno de los debates de la Constituyente.
El concepto de revoluciones jurídicas nos ayuda a pensar cuáles son los nudos más cruciales que están en juego en el debate constituyente. Podemos dejar de lado, para hacer el argumento, los debates sobre tratados internacionales y derechos humanos del país pensando que sobre ellos no habrá gran polémica, pero respecto de los plebiscitos dirimentes y respecto del concepto de soberanía de una o múltiples naciones, eso sí está en el corazón del nuevo proyecto constitucional. Ahí lo que está en juego, lo que vuelve a aparecer, son discusiones asociadas a ¿qué es la soberanía?, ¿qué es la representación?, ¿qué es la nación?, ¿por qué son estas las naciones originarias del país y no otras? Es una discusión académica y políticamente muy importante, por qué algunos grupos son los que obtuvieron representación en la Constituyente y otros no.
Para vincularlo con la pregunta anterior, por supuesto que en las votaciones de la constituyente y en la movilización de los distintos actores políticos se van a buscar argumentos estratégicos para ganar adeptos, pero eso no nos impide comprender que lo que está efectivamente en juego son ideas normativas profundas, como, por ejemplo, las ideas de autonomía y autodeterminación. ¡Qué idea más normativa filosóficamente cargada que el concepto de autodeterminación, tanto individual como colectiva! Lo mismo con las ideas de autonomía, la idea de nación y nacionalidad. Entonces, el aporte que un enfoque de este tipo pudiese llegar a tener, tal vez no será nunca demasiado directo o concreto, pero diría yo que tiene la capacidad de generar alguna clase de resonancia, de conversación asociada a cuáles son las implicaciones normativas de apelar o no a distinta clase de argumentos.
NA: Muchas gracias, Daniel. Ahora, le doy la palabra al público para que haga sus preguntas.
Asistente 1: ¿Es necesario un concepto de lo humano? Daniel habló de la especie humana al hablar de lo humano, pero, en cierto sentido, la especie es un hecho empírico, no un concepto.
DC: Por supuesto, el concepto de especie es más bien una noción descriptiva o clasificativa que apela a reunir y separar grupos de objetos con características distintivas que existen en el mundo. Hay una especie de libros que es distinta de la especie de las revistas, y eso es algo que, en sí mismo, tiene utilidad en la medida que es o no capaz de discriminar entre los objetos del lado de acá de la distinción y de los del lado de allá. Sin embargo, el punto es que vivimos en sociedades y, diría yo, aspiramos aún a vivir en sociedades donde las normas que regulen nuestra vida en común sean normas que nos damos los propios seres humanos y que valen para todos quienes formamos parte de esa especie humana.
Yo no conozco todavía proyectos normativos significativos que apelen a que cambiemos este sustrato democrático basal de que queremos vivir en órdenes sociales que apelen a la autolegislación y autodeterminación de los seres humanos. Si eso es así, entonces tenemos que construir esa especie, porque no nos está dada, la idea de especie humana, si se quiere, que es parte de ese contrato social que se construye mediante las ideas de autodeterminación y autolegislación.
Parte entonces de la apelación a la idea de seres humanos, no es tanto como concepto científico, sino más bien en el estatus regulativo que sugerí antes: en la medida que nos reconocemos mutuamente con el mismo derecho de participar de ese proceso de autolegislación y autodeterminación, nos reconocemos también como parte de la misma especie. Ello no tiene lugar solo en función de nuestras propiedades físicas, sino también en función de algún conjunto de propiedades antropológicas que apelan a cuestiones que son también normativas, simbólicas, morales. Entonces la idea de ser humano, me parece a mí que ha devenido cada vez más imprescindible en ese sentido, ya que apela a aquel sujeto último que está en condiciones de hacer ese ejercicio de autolegislación y autodeterminación.
Asistente 2: ¿Es necesario diferenciar sociología filosófica de filosofía sociológica y por qué?
DC: Uno podría decir que hay varios conceptos similares dando vueltas. Algunos de ellos pueden ser mejores que sociología filosófica. Durante una época, se habló bastante de filosofía social. Hoy hablamos de teoría social, de teoría sociológica y de pensamiento social. En algún sentido, todas estas denominaciones apelan a alguna clase de género intelectual o académico, más bien interdisciplinar, donde se reúnen de manera relativamente desordenada, pero atractiva, distintas tradiciones y formas de conocimiento.
Yo he venido trabajando por más de una década con la idea de sociología filosófica para darle identidad a un conjunto específico de preocupaciones, pero no tengo ningún problema en usar la idea de pensamiento social, de teoría social o de filosofía social, cuando eso contribuye a hacer de la conversación una cuestión más fluida.
Lo que me parece fundamental son estas dos intuiciones: primero, que estamos hablando de un tipo de enfoque interdisciplinar, donde las fronteras de los conocimientos disciplinares están al servicio de un problema o preocupación y no tienen valor en sí mismos; en segundo lugar, la indicación normativa de que, cuando nos preocupamos de algún problema (la pobreza, la desigualdad u otro), no hay únicamente una preocupación científica y empírica, por importante que ella sea. Hay también alguna clase de preocupación por cómo corregir, por cómo mejorar, por cómo aumentar o reducir alguna cuestión que nos parece que es problemática en el mundo social tal y como es. Y eso implica, además, hacer de esa reflexión normativa no simplemente una cuestión de intuición, de preferencias subjetivas, sino que buscamos darle alguna clase de contenido reflexivo que esté asociado a lo que la misma investigación empírica nos informa sobre qué es lo que sucede en la sociedad. En la medida en que esas condiciones se cumplen, esta dimensión más interdisciplinar y esta vocación más normativa, ese es el tipo de trabajo intelectual que mi trabajo trata de ofrecer.
Asistente 3: ¿A tu juicio, existen antecedentes relevantes para una sociología filosófica en autores chilenos o latinoamericanos?
(D.C): Sí, yo creo que sí. Pero no me queda alternativa que mostrar mi propio sesgo. Mi formación en pensamiento latinoamericano no es tan buena como me gustaría, pero puedo dar un par de ejemplos chilenos. Yo creo que el primero es Pedro Morandé, quien desarrolló históricamente una reflexión con una carga antropológica muy fuerte. Nuestras antropologías, por cierto, son muy distintas. Yo me distancio del tipo de antropología cristiana que ofrece Morandé, pero la intuición de que hay que poner en relación los diagnósticos sociológicos con estas preguntas antropológicas, considero que es bien fundamental en el caso de Morandé y, en ese sentido, yo tengo mucha admiración por su trabajo.
Además, en la tradición de la teoría de la dependencia, fui estudiante de Enzo Faletto y si bien él no escribía en esos términos, en sus clases había mucho de este espíritu de poner en relación una intuición, él la habría llamado crítica, al servicio de los diagnósticos sociológicos. Desde ese punto de vista, me parece que hay un trabajo en la tradición de la teoría de la dependencia que me parece que es bien significativo.
Yo creo que hoy en Chile hay un escenario académico de debate muy intenso, donde hay una discusión que no tiene nada que envidiarle a las discusiones que se dan en cualquier otra parte del mundo. Yo he trabajado mucho con Aldo Mascareño. Él tiene, por ejemplo, trabajos sobre el concepto de contingencia y cómo la idea de contingencia puede, en alguna medida, ser una sociología y una antropología. Tiene un libro que está próximo a salir, un poco en esa dirección. Con Aldo no compartimos varios presupuestos epistémicos, pero esta vocación por tratar de darle alguna clase de rendimiento más allá de la sociología a esa reflexión sociológica también es visible en su trabajo.
Asistente 4: En relación con el transhumanismo, algunos de sus exponentes, por ejemplo, Bostrom, consideran que este hunde sus raíces en el pensamiento humanista secular, solo que lo radicaliza. La idea de que lo humano puede mejorar, no solo a partir de la educación y la cultura, sino que también gracias a los avances de la medicina, la tecnología y la ciencia en general, ¿cuál sería la respuesta desde la sociología filosófica y el concepto de lo humano que vienes trabajando a esta pretensión transhumanista?
DC: No conozco en detalle el trabajo de Bostrom sobre transhumanismo, pero sí conozco bien el trabajo de Steve Fuller, que es una versión algo distinta y tal vez algo extravagante de transhumanismo. En la forma en que lo entiendo, lo fundamental de la discusión me parece que es lo siguiente: hasta hace veinte o treinta años, las tecnologías eran capaces de transformar lo humano en algunas dimensiones –uso de energía, almacenamiento de información–, pero ahora son capaces de transformarla de forma aún más radical: nuestras facultades cognitivas superiores. Un punto básico, entonces, es que la distinción entre tecnologías que se preocupan de la dimensión física y corporal de lo humano, y tecnologías que apelan a la dimensión más cognitivo-espiritual de lo humano es, en sí misma, un poco falaz.
La historia de la técnica, la historia del desarrollo de la tecnología, es una historia de interacción entre seres humanos y sus distintos entornos, que no permite verdaderamente una distinción tan tajante entre naturaleza y sociedad, o entre sociedad y cultura, o entre cuerpo y alma. Entonces yo tendería a interpretar la aspiración del debate sobre transhumanismo, como una versión contemporánea de la larga cadena de transformaciones tecnológicas con que se formó la especie humana: desde que el homo sapiens se transformó en el único homínido que ganó la batalla evolutiva hace alrededor diez mil años. Es decir, no es que la tecnología, el descubrimiento de cómo controlar el fuego, de la agricultura, la rueda o la escritura sea, en ese sentido, de una naturaleza radicalmente distinta a la innovaciones tecnológicas de ahora, sino que, en cada caso, lo que se produce es una suerte de loop gigante de cambios significativos de cómo nos comprendemos como especie que se retroalimentan con las transformaciones técnicas y en el mundo natural. Tanto nuestro cuerpo como nuestra mente se transforman en esa interacción con las tecnologías.
En el caso de Fuller, que tiene una versión cristiana de este argumento, su tesis es que si el transhumanismo tiene éxito, en un par de décadas seremos capaces de descargar en un computador el conjunto de nuestra vida espiritual de forma tal que, a pesar de que nuestros cuerpos envejezcan, vamos a poder seguir disfrutando del arte, pensando, escribiendo, riendo o jugando ajedrez, porque va a haber una materialidad más resistente que nuestro cuerpo donde nuestra espiritualidad podrá continuar. Lo que dice Fuller es que aquí subyace nada menos que la posibilidad de la realización del ideal cristiano de la vida eterna. El cuerpo es desechable, mientras que el alma es permanente. Su argumento es que ahora, por primera vez en la historia (y, diría yo, en un relato escatológico un poco extravagante), lo que va a suceder es que el alma va a ser realmente eterna porque se va a mantener en el mundo digital, mientras que su soporte orgánico se va a debilitar y será, finalmente, desechable. Yo no comulgo necesariamente con ese argumento, pero no tengo dudas que esas son de las implicaciones más importantes que están en debate.
Bibliografía
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Notas