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Informe Social Hilda M.
Revista de Humanidades, núm. 48, pp. 399-414, 2023
Universidad Nacional Andrés Bello

El documento que se presenta a continuación corresponde a un informe realizado por una visitadora social de la Casa de Menores de Santiago, en julio de 1930, y es parte de un expediente del Primer Tribunal de Menores que se encuentra en el Archivo Nacional de Chile. Si bien en el expediente las personas aparecen identificadas con nombre y apellido, en este texto solo usaremos el nombre y la inicial del apellido para resguardar la privacidad de los datos de las personas involucradas.

Es importante señalar que los informes sociales eran instrumentos de análisis, redactados por visitadoras sociales, que daban cuenta de diversos aspectos de la vida de un niño, niña o adolescente (NNA) que, por alguna razón, entraba en contacto con los tribunales de menores. No todos los expedientes de este tipo contienen informes sociales. Solo aquellos casos más complejos, en los que se requiere una mirada amplia del NNA y de su entorno, cuentan con estos informes. Este tipo de documentos son una fuente muy valiosa para la historia de la infancia, ya que incluyen datos de la historia personal de los/las menores, así como de sus padres, guardadores, hermanos y de su entorno general.

Es indudable que estos informes son, como todos los expedientes, mediados por un funcionario judicial –en este caso una funcionaria– y conllevan una interpretación subjetiva de la situación y, en muchos casos, un afán moralizante (Vetö). Asimismo, en estos informes no están las voces de los NNA, sin embargo, gracias a ellos, se puede conocer mejor aspectos de su vida personal y familiar, de sus condiciones materiales, de sus vínculos afectivos o la carencia de ellos, entre muchas otras cosas. De estos informes se deducen los estereotipos de género de la época y cómo se traducen en prácticas específicas diferenciadas para varones y mujeres que cruzan el sistema proteccional chileno hasta bien entrado el siglo XX.

Como se señaló, los informes sociales eran redactados por visitadoras profesionales, que trabajaban para la Junta de Beneficencia o para otras instituciones, como la Casa de Menores de Santiago. A partir de la creación de la Escuela de Servicio Social en 1925, los saberes y prácticas de las visitadoras se profesionalizaron (Zárate y González 381-2) y su quehacer se condensó en el llamado diagnóstico social, inspirado en los principios científicos e higienistas de la época. Las principales herramientas del diagnóstico eran la visita y la entrevista, que debían seguir una metodología específica que las visitadoras luego vaciaban en sus informes, dando cuenta de los problemas sociales de los visitados y de las formas de prevención o intervención más adecuadas (Illanes 295-6).

Desde comienzos del siglo XX, las visitadoras sociales se integraron a diferentes instituciones públicas y privadas, especialmente vinculadas a la higiene, la salud y el bienestar de los sectores populares, colaborando así con la construcción del Estado asistencial (Zárate y González 370). Tenían la responsabilidad de llevar las políticas públicas y de intervención relacionadas con la higiene, la salud, el descenso de la mortalidad y el cuidado de los niños recién nacidos, entre otras, a los sectores populares, principales destinatarios de estas medidas. Según Angélica Illanes, las visitadoras fueron una herramienta fundamental en las políticas de intervención sobre las clases populares en el contexto de la modernización capitalista de la nación (15), de ahí que su labor fuera establecer vínculos entre estas políticas y sus beneficiarios/as, mediante la visita y la elaboración de informes.

En el contexto de la justicia de menores, las visitadoras sociales adquirieron un papel muy destacado y sus informes se convirtieron en insumos fundamentales para la toma de decisión de los jueces (Vetö 4). Cuando hablamos de justicia de menores, nos referimos tanto a las leyes como a la institucionalidad que dieron forma al sistema de protección de menores, que surge en nuestro país con la ley 4.447, dictada en octubre de 1928.

Esta ley significó un cambio importante en la gestión de los niños, niñas y adolescentes cuyos derechos estaban siendo vulnerados o que habían cometido algún delito (Errázuriz, “Castigar” 222-6), creando un conjunto de instituciones como la Dirección General de Protección de Menores, el Primer Tribunal de Menores de Santiago, las casas de menores y el Politécnico Alcibíades Vicencio, que debían actuar coordinadamente para proteger y reeducar a los NNA que llegaban a los tribunales. Así, un/una menor podía llegar frente al juez por diversas razones y, dependiendo de la causa, este decidía si lo enviaba de regreso a su hogar o bien lo internaba en una casa de menores. Estas eran centros de internación provisorios, donde eran enviados los NNA que, según decisión del tribunal, debían ser observados por médicos, psicólogos, pedagogos y visitadoras sociales. Una vez realizada esta evaluación, y teniendo toda la información a la vista, el juez decidía el destino de los menores (Vetö y Bayer 132), que podía ser regresar al hogar o la internación en una institución cerrada, que normalmente era el politécnico para los niños y las casas del Buen Pastor para las niñas1.

De esta forma, en la Justicia de Menores, las visitadoras actuaban según los requerimientos del juez: “informe la Visitadora Social” era la fórmula con la que el tribunal solicitaba la intervención de la profesional. Independientemente que los informes médicos, psicológicos y pedagógicos solo se realizaban a los NNA internados, los informes de las visitadoras se podían realizar sobre cualquier/a menor si el juez lo consideraba necesario. Como se señaló, los informes sociales no se hacían para todos los casos que llegaban ante el tribunal, pero sí para aquellos que implicaban decisiones mayores sobre la vida del menor, es decir, cuando había que decidir en qué hogar viviría, si se evaluaba su posible internación o cuando era necesario sacarlo de un ambiente considerado dañino, aunque fuera su propio hogar.

A diferencia de los informes médicos o psicológicos que se realizaban en la Casa de Menores, que solo evaluaban los aspectos relativos a la salud física y mental de los NNA, los informes sociales, como el que acá presentamos, indagaban en el entorno general del menor, en su familia, su barrio, sus vecinos, incluso su comunidad escolar, en el caso de que asistiera al colegio2, lo que no solía ser habitual en los NNA que llegaban ante el juez, salvo cuando se trataba de casos de tuición o alimentos. En el informe social, la visitadora buscaba determinar las condiciones materiales de la familia, qué influencias del ambiente perjudicaban el desarrollo de ese menor, cómo eran las relaciones familiares, qué ejemplos tenían, qué enfermedades físicas o mentales había en el grupo familiar, qué vínculos afectivos se podían utilizar para su reeducación y una serie de otros elementos que le permitían hacerse una idea de cómo era la vida material y moral del menor (Cordemans 3; Gajardo 35).

Las visitadoras construían sus informes sociales a partir de entrevistas realizadas a la familia y entorno del menor, llegando a veces a entrevistar a sus profesores y vecinos, con el objeto de construir un panorama lo más amplio y completo posible sobre su vida. Así, las visitadoras actuaban como los ojos y oídos del juez fuera del tribunal, a la vez que sugerían las medidas de protección adecuadas para cada caso. De esta manera, sus informes eran insumos fundamentales para los jueces de menores que, en una gran mayoría, decidían en concordancia con lo propuesto por la visitadora (Lea Plaza 12). En este sentido, resulta interesante constatar que en un ámbito laboral fuertemente masculinizado como era la judicatura (Errázuriz, “Las juezas/madres” 168), estas mujeres profesionales adquirieron una relevancia inusitada, y fueron determinantes para las vidas de los NNA que llegaban a los tribunales de menores.

Una vez descrito este panorama, abordaremos el documento, pues da cuenta de una serie de fenómenos y situaciones que eran habituales en la vida de los menores que llegaban frente al juez, al menos en las primeras décadas de funcionamiento del sistema de protección de menores en nuestro país.

El informe social corresponde al caso de Hilda M., caratulado como “reclusión”, y es de 1930, es decir, apenas dos años después de la ley 4.447. La denuncia que da origen al caso fue presentada ante el Primer Tribunal de Menores de Santiago por Mercedes B., quien solicita la reclusión de la menor de edad por mala conducta. Los casos de mala conducta o solicitud de reclusión eran relativamente habituales, y afectaban mayoritariamente a niños, niñas y adolescentes que se consideraban incorregibles o cuya mala conducta los ponía, según sus denunciantes, en peligro moral. Es decir, menores que desafiaban la autoridad de sus padres o guardadores y que no se comportaban según los parámetros que la sociedad esperaba de la infancia. Según Samuel Gajardo, juez del Primer Tribunal de Menores de Santiago, había casos en los que era indispensable la reclusión “a fin de modificar sus malos hábitos, proporcionándole un ambiente sano que lo pueda transformar en un elemento útil a la sociedad” (57).

De los 107 casos que revisamos en el Archivo Nacional, encontramos siete expedientes de reclusión (entre los que está el caso de Hilda M.) y cinco de mala conducta (que podían o no terminar en reclusión), con una proporcional entre varones y mujeres. La petición de reclusión estaba consagrada en el artículo 233 del Código Civil (1855), que señalaba que “El padre tendrá la facultad de corregir y castigar moderadamente a sus hijos, y cuando esto no alcanzare, podrá imponerles la pena de detención hasta por un mes en un establecimiento correccional. Bastará al efecto la demanda del padre, y el juez en virtud de ella expedirá la orden de arresto […] El padre podrá a su arbitrio hacer cesar el arresto”. La ley 4.447 mantuvo esta forma de corrección, introduciéndole algunos cambios importantes. El artículo 37 señalaba que “El padre tendrá la facultad de corregir y castigar moderadamente a sus hijos. Cuando lo estimare necesario, podrá recurrir al Tribunal de Menores, a fin de que este determine sobre la vida futura del menor por el tiempo que estime más conveniente, el cual no podrá exceder del plazo que le falte para cumplir veinte años de edad. Las resoluciones del juez de Menores no podrán ser modificadas por la sola voluntad del padre”.

Entre los artículos del Código Civil y los de la ley 4.447 hay una evidente transferencia de potestad del padre al juez. En el primero, la reclusión solo podía durar un mes y el padre podía decidir terminarla antes de este plazo. En el segundo, no hay límite de tiempo para la reclusión (queda a criterio del juez o se acaba cuando cumplen 20 años) y el padre no puede modificar voluntariamente las resoluciones del juzgado. En este sentido, la ley de Protección de Menores otorgaba más facultades a los jueces para utilizar la medida de reclusión, ya que les permitía aplicar su criterio de experto (informado por los médicos, psicólogos, pedagogos y visitadoras sociales), independiente de la opinión de los padres o cuidadores del menor. Esta medida respondía al espíritu de la ley, que buscaba reeducar y/o rehabilitar a los NNA como estrategia preventiva para combatir la delincuencia infanto-juvenil (Errázuriz, “Castigar” 224), por lo que la reclusión no podía tener un tiempo determinado, ya que dependía del eventual progreso del proceso de reeducación.

El caso de Hilda M., de 13 años aproximadamente3, comienza así: en abril de 1930, la cuidadora de Hilda, Mercedes B., solicita al juez que recluya a la joven por mala conducta. La menor es llevada a la Casa de Menores por primera vez. No será la última. En los informes de observación de la institución, el psicólogo señala que Hilda es “débil mental” (foja 5) y la profesora agrega que “el vocabulario es concreto, corresponde a 10 años de edad mental. La expresión oral es deficiente. El desarrollo mental según el dibujo está muy retrasado. No lee ni escribe ni hace cálculos aritméticos”. Y en cuanto a su carácter, la define como “lenta, indecisa, cuidadosa, dócil, aseada” (foja 6).

Cuesta conciliar la imagen de una menor que ha sido recluida por mala conducta con estos informes que la definen como una persona más bien pasiva. Solo al leer el informe social del caso se comprende mejor a Hilda, y las causas que la llevaron frente al juez de menores.

La niña era huérfana de padre y madre. Al morir su madre, que trabajaba como empleada en una casa particular, la empleadora, Rosa R., se quedó con ella. Esta información nos permite reflexionar sobre la desprotección que afectaba a los NNA que quedaban huérfanos y que, como parece ser el caso de Hilda, no tenían una familia que se hiciera cargo de ellos. La Ley de Protección de Menores no establecía un procedimiento claro en los casos de niños y niñas huérfanos o abandonados. En teoría, podían ser llevados a instituciones como la Casa de Huérfanos, dirigida por las Hermanas de la Providencia desde fines del siglo XIX (Milanich, “Los hijos” 81) u otras de ese tipo, o bien podían presentarse ante el tribunal para que el juez decidiera sus destinos, pero ese procedimiento podía ser engorroso y lento, por lo que en algunos casos, el cuidado de los menores huérfanos se resolvía de manera informal, como parece ser el caso de Hilda.

Otro dato importante que aparece en el informe es que los padres de Hilda no habían contraído matrimonio, por lo que ella fue catalogada como hija ilegítima. Esta situación era bastante habitual, especialmente entre las clases populares. Para el período 1925-1929, se calcula que el porcentaje de nacimientos de niños ilegítimos era del 34,5% (Milanich, Children 16). Por su parte, el Código Civil hacía diferencias en cuanto a los derechos de la descendencia legítima e ilegítima, produciendo así no solo una distinción, sino también una jerarquización entre las familias. Esto porque se consideraba que la ilegitimidad de un menor podía llevar, con mayor facilidad, a su abandono material y moral, y de ahí, la vagancia, la delincuencia y la prostitución estaban a un paso. Así, “El hogar irregular, consecuencia ineludible de uniones ilegítimas, suele causar esta triste situación [abandono]. El niño abandonado busca la calle, que lo atrae con sugestión irresistible, y entra de lleno en la vagancia, que es una etapa fatal en el camino del delito” (Gajardo 47). En el caso de Hilda, su ilegitimidad no fue obstáculo para que fuera recibida por el matrimonio de Mercedes y Rosa. Sin embargo, como veremos más adelante, su situación familiar irregular dejará su impronta en el informe social, apareciendo como una posible causa de las conductas de Hilda.

Según la visitadora, el matrimonio que acogió a la menor vivía “con bastante decencia y goza[ba]n de comodidades. Atendieron a Hilda como si fuera su propia hija y le prodigaron toda clase de cuidados”. Sin embargo, a los 12 años, Hilda comenzó a rebelarse, “hurtaba dinero, hasta el estremo de despojarles a las personas que venían de visitas, sin corregirse ni por consejos ni por castigos, hechos que empezaron a producir cierto desaliento en sus guardadores con la consiguiente pérdida de cariño”. Cuando la sorprendieron “introduciendo muchachos al hogar”, sus guardadores decidieron pedir su reclusión al juez (foja 7).

No deja de ser interesante que sus hurtos reiterados no ameritaran reclusión (o siquiera una petición de amonestación del juez, que también se podía solicitar al tribunal), pero sí la posibilidad de que tuviera relaciones sexuales. Una posible pérdida de la virginidad de Hilda suponía una deshonra (y un problema) no solo para ella sino también para sus guardadores. De este modo, los estereotipos de género de la época juegan un papel muy relevante en estos casos. El fantasma de la deshonra, la pérdida de la virginidad, el embarazo fuera del vínculo matrimonial o la prostitución son elementos que rondan permanentemente en los expedientes de las niñas, y que modelan las decisiones que toma el juez respecto de ellas4 (González 101-2). En este caso, es evidente que el hecho de introducir muchachos en la casa fue el factor determinante para la petición de reclusión de Hilda, más que las hurtos que relató la visitadora.

El informe también señala que la madre de Hilda era “de conducta dudosa”, que había “vivido maritalmente” con el padre de la niña sin haberse casado y que, posteriormente, había tenido relaciones con dos hombres fuera del vínculo matrimonial (foja 7). Estos detalles de la vida de la madre ya fallecida no aportan más información para comprender el entorno de Hilda, salvo si la visitadora consideraba que esta conducta dudosa de la madre podía haber sido imitada por la hija. Aunque el informe no lo señala, parece sugerir que el ejemplo de la madre habría modelado la conducta de la hija, especialmente en lo que se refiere a sus relaciones con varones. Esto tiene sentido para la visitadora, ya que Hilda tenía aproximadamente siete años cuando murió su madre, por lo que habría estado expuesta a estos “malos ejemplos” el tiempo suficiente como para que tuvieran consecuencias en su conducta. La idea del mal ejemplo es muy importante en la época, ya que se considera que el entorno de los NNA tiene una influencia decisiva en su formación intelectual y también moral. Según Gajardo, “Los padres que maltratan o dan malos ejemplos a sus hijos cooperan en forma directa a su ruina moral” (44). Estos malos ejemplos normalmente tenían que ver con el alcoholismo, la constitución irregular de las familias (parejas de hecho) y, sobre todo, con la llamada vida inmoral, es decir, cuando el padre o la madre tenía distintas parejas sexuales a lo largo de su vida y los hijos estaban expuestos a estas formas de convivencia. Por cierto, este tipo de críticas afectaba mucho más a las mujeres, quienes –al disolverse una pareja (estuvieran casadas o no)– solían quedarse con los hijos. Por tanto, si ellas convivían con otro, para las visitadoras, estaban sometiendo a sus hijos e hijas a un ejemplo de inmoralidad, como fue el caso de Hilda. Nuevamente, los estereotipos en torno a la mujer y su sexualidad se hacen presentes, de diversas formas, en la mirada de las visitadoras.

El informe también destaca que, como una medida de castigo, los guardadores de Hilda “como medio de darle una buena lección [la obligaban] que ejecutara los quehaceres de la casa y los mandados” (foja 8), lo que da cuenta de una situación particularmente compleja, porque no queda claro si esa medida era excepcional o permanente. Por otro lado, no sabemos si Hilda vivía en la casa de sus guardadores como hija adoptiva o bien como empleada doméstica, tal como había sido su madre. Podríamos elucubrar que es más bien lo segundo, dado que una vez que salió de la Casa de Menores, Hilda no regresó donde sus antiguos guardadores, sino que en octubre de 1930 fue entregada al cuidado de Berta P. como parte del servicio doméstico.

La colocación en el servicio doméstico de menores huérfanas o que vivían en precarias condiciones económicas, era una costumbre bastante generalizada desde el siglo XIX (Bergot 28) y en el sistema de protección de menores se usaba como forma de reeducación. La colocación estaba implícita en una atribución otorgada por la ley 4.447, que señalaba que el juez podía confiar al NNA “al cuidado de alguna persona que se preste para ello, a fin de que viva con su familia, y que el juez considere capacitada para dirigir su educación” (artículo 20).

Resulta interesante constatar que, a ojos del tribunal, el servicio doméstico operaba como una forma de reeducación específica para las menores, haciéndose eco de la división sexual del trabajo. Si a los niños que necesitaban ser reeducados se los enviaba al Politécnico a aprender un oficio, a las niñas se las enviaba a trabajar al servicio doméstico o a alguna institución privada, como las casas del Buen Pastor, que se habían hecho cargo de la correccional de mujeres en 1864, y también de la Casa de Menores femenina, a partir de 1929 aproximadamente. En esas instituciones, las niñas aprendían labores domésticas, conocimientos que les servirían más adelante para ganarse la vida, como sirvientas, costureras o lavanderas (González 21).

Evidentemente, las visitadoras, el juez y el sistema de protección de menores en su totalidad se hacían eco de las costumbres y cultura de la época, en la que la subordinación del género femenino y la división sexual del trabajo eran parte estructural de la organización social. Sin embargo, es interesante también reflexionar cómo esos estereotipos y sesgos de género penetran en el sistema de justicia, y cómo determinan la vida de los NNA que necesitaban protección o reeducación.

Luego de una segunda estancia en la Casa de Menores entre marzo y agosto de 19315, Hilda es nuevamente colocada en una casa, pero aparentemente fue recluida en fecha desconocida de 1931, ya que se le busca una tercera colocación en mayo de 1932. Finalmente, después de estar un año bajo el régimen de libertad vigilada, el juez decide suspender la medida. Con eso, termina el expediente y no sabemos más de Hilda M.

El informe social que presentamos a continuación es una fuente privilegiada para el estudio de la historia social de la infancia, no solo porque nos habla de sus formas de vida, costumbres y entornos, sino porque también da cuenta de cómo la sociedad en general y las élites en particular consideran la infancia, qué expectativas y prejuicios existen en torno a ella. Aunque en rigor debiésemos hablar de las infancias, ya que las experiencias vitales de niños y niñas son muy diversas, especialmente si tenemos en cuenta las categorías de género y clase.

Por otro lado, es importante señalar que el concepto de menores que atraviesa el sistema de protección fundado por la ley 4.447 no es necesariamente sinónimo de menores de edad, sino más bien representa a una parte de la infancia que no cumple con las expectativas que la sociedad tiene para niños y niñas, que no juegan ni van al colegio, que no encajan en los roles que se han determinado para ellos. Menores son esos NNA pobres, abandonados, incorregibles, escasamente escolarizados, vagos o delincuentes, es decir, niños y niñas excluidos de los modelos de infancia construidos por las élites (Zapiola 69), y sobre los cuales el Estado tiene la potestad de intervenir, como en el caso de Hilda M.

Informe Social

(fojas 7-8)

Hilda M. M. Chilena, de 14 años, analfabeta, no se sabe fecha ni lugar de su nacimiento. Es hija ilegítima de Rogelio N. y de Isabel M. Se encuentra en la Casa de Menores, a petición de Mercedes B., por mala conducta.

El padre, Rogelio N., chileno, soltero, leía y escribía, era de carácter apacible y de buena conducta. Bebía con moderación y se ocupaba en la Vega como cargador. Falleció a los 45 años de TBC en 1920. Sus antecedentes patológicos hereditarios y personales se desconocen.

La madre, Isabel M., chilena, soltera, leía y escribía, era de carácter tranquila, algo bebedora, de conducta dudosa y se ocupaba como empleada doméstica.

Vivió maritalmente con el padre de esta menor y tuvo dos hijos, Rafael de 17 años, vendedor de mariscos en la Vega e Hilda que es la menor en referencia. Después mantuvo relaciones con Francisco O. y con Julio R. sin tener descendencia. Falleció en 1924 de TBC en el Hospital de San José a los 55 años de edad.

De Hilda no se tienen datos de su nacimiento, desarrollo ni enfermedades. Asistió a la Escuela primero a los 9 años y permaneció tres meses y después a los 11 años y estuvo dos meses, retirándose en ambas ocasiones por prescripción médica.

A la muerte de su madre en poder de la patrona de esta Rosa Rubio dueña de un puesto de pescadería en la Vega central en donde trabaja en compañía de su marido. Viven con bastante decencia y gozan de comodidades. Atendieron a Hilda como si fuera su propia hija y le prodigaron toda clase de cuidados.

Cuando salían a su trabajo dejaban a la menor en casa, recomendándosela encarecidamente a las empleadas. En suma, rodeada Hilda de un buen ambiente familiar desprovisto de vicios y malos ejemplos. Esta menor correspondía a sus protectores hasta los doce años al fin de los cuales empezó a desarrollar malas costumbres; hurtaba dinero, hasta el estremo de despojarles a las personas que venían de visitas, sin corregirse ni por consejos ni por castigos, hechos que empezaron a producir cierto desaliento en sus guardadores con la consiguiente pérdida de cariño. Se le obligó, entonces y como medio de darle una buena lección, que ejecutara los quehaceres de la casa y los mandados, pero los resultados fueron peores, pues invertía en dinero de compras, en proporcionarse rouge y en golosinas.

El año pasado, se la sorprendió en malos pasos con José Miranda, muchacho que ayudaba a los quehaceres y al ser amonestada prometió cambiar de conducta. Sin embargo estas solo fueron promesas, continuó en sus raterías y graves faltas, se le sorprendió nuevamente introduciendo muchachos al hogar y fue el motivo para internarla en la Casa de Menores.

Julio 5 de 1930.

Graciela R. Visitadora Social.

Bibliografía

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Notas

1 Las casas del Buen Pastor estaban regentadas por la misma congregación de monjas que se había hecho cargo de la Correccional de Mujeres a fines del siglo XIX, y, de hecho, algunas de estas se ubicaban junto a la correccional, aunque funcionaban como espacios separados.
2 Hacia 1930, cerca de un 52% de los niños y niñas en edad escolar estaban matriculados en las escuelas, sin embargo, esto no quiere decir que estuvieran efectivamente escolarizados, debido a los altos grados de inasistencia y deserción existentes en la época (Rengifo 137-70). En la gran mayoría de los expedientes revisados en el ANH (107 exactamente), los NNA solo habían asistido algunos años al colegio, sin llegar a completar su educación básica, independiente de la razón por la que se encontraba en el tribunal de menores. Debido a esto, las principales instituciones de reeducación, como el Politécnico Alcibíades Vicencio y las casas del Buen Pastor para niñas, contaban con escuelas para que los menores internos pudieran avanzar en su escolaridad (Rojas 59).
3 En algunos casos no hay datos precisos sobre la edad de los menores, ya que o no existen las actas de nacimiento o, bien, no fueron inscritos en el Registro Civil.
4 Un embarazo fuera del matrimonio implicaba no solo una deshonra para la familia, sino que, la mayoría de las veces, suponía reproducir el círculo de ilegitimidad-abandono-vagancia-delincuencia, por lo que para las autoridades de la época, era importante evitar este tipo de embarazos, lo que se hacía restringiendo las libertades de las niñas y jóvenes, más que educándolas. Este tema es tan relevante que existen casos en los que se pide un informe médico que certifique la virginidad de las niñas , en particular si habían abandonado el hogar o se sospechaba de que hubieran tenido relaciones sexuales.
5 En marzo de 1931, la nueva empleadora regresó al juzgado y solicitó que se recluyera a la joven nuevamente. La acusó de haber mantenido relaciones íntimas con su marido.


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