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Escritos sobre Picasso de Michel Leiris. Traducción de María Dolores Picazo

Traducción de María Dolores Picazo

María Dolores Picazo
Universidad Complutense de Madrid, España

Escritos sobre Picasso de Michel Leiris. Traducción de María Dolores Picazo

Revista de Humanidades, núm. 48, pp. 415-444, 2023

Universidad Nacional Andrés Bello

Cuadros recientes de Picasso2

Lo propio del genio siendo cortar de raíz todo tipo de comentario, si ya es absurdo en general escribir sobre pintura, con mayor razón lo es, y de un modo aún más acusado, en el caso particular de Picasso. Teniendo en cuenta el estado de mediocridad particularmente avanzado en el que vivimos hoy, las creaciones de un hombre semejante sobrepasan tanto lo que habríamos podido imaginar antes de que nos lo hubiera mostrado, que, sea cual sea la perspectiva en la que nos situemos (plástica, poética, metafísica, etc.), todo lo que podemos decir no es más que una caricatura siniestra de la realidad… ¡Curioso parásito somos, siempre agarrándonos a las axilas del genio! A pesar de la estúpida pretensión que existe de intentar meter en la trama medida del discurso lo que, por definición, es inconmensurable, no dudamos en confiar plenamente en nuestra intuición, sin darnos cuenta de que así –y de cualquier otra manera, por lo demás‒ tenemos todas las posibilidades de ahogarnos en una verborrea estéril, género apestoso de sacristía cuando no pedante de pueblo.

Casi todos los que hablan de Picasso hablan de sí mismos y no se atreven a acercarse a él, más que con astucias salvajes (¡ojo! hay trampas de lobos, navajas abiertas alrededor de sus cuadros); o bien, si se apartan un solo instante de esta prudencia, se lanzan de cabeza a la mayor torpeza, ya que adoptan bien el tono de un catedrático o de un físico describiendo sus experimentos, bien el tono tembloroso del iniciado ante el maestro, e incluso el simple e infantil balbuceo de una vieja devota sin fervor. Sin embargo, convendría tratar un arte tan actual como el de Picasso de una manera totalmente diferente a todo esto. Ni el intelectualismo oscuro y pretencioso, ni el tono romántico recalcitrante, ni el sentimentalismo bobalicón convienen, sino una manera absolutamente directa, franca, espontánea, inocente, sin ninguna de esas falsas corazas que no son más que medios (¡muy ineficaces!) de falsear el tema. El mismo Picasso no deja de ofrecernos el ejemplo admirable de alguien que aborda con naturalidad todas las cosas, las trata tan familiarmente como se puede (con esa familiaridad que implica respecto de ellas una libertad de conducta que un antiguo manual de buenos modales consideraría ciertamente fuera de lugar), porque, a primera vista, las conoce y se podría, sin riesgo de equivocarse, aplicarle el viejo adagio latino y decir que nada de lo que es humano –no más de lo que es inhumano, por otra parte‒ le es ajeno. Por tanto, habría que actuar de igual forma con él; en todo caso, no subirle a un pedestal como ese espanto funerario con el epitafio de “un gran hombre” o como un semidiós a él que –y nunca lo repetiremos bastante‒ muestra sobre todo una vitalidad y una movilidad bastante excepcionales para rebelarse por completo y siempre contra la pretensión de ser aprisionadas en las líneas muertas de una estatua.

Sin embargo, si sigue siendo difícil, por razones elementales de deferencia, adoptar respecto de Picasso esta actitud desprovista de toda “carga” que sería la única buena, porque sería la única capaz de responder a su extraordinaria naturalidad, no es imposible acabar con algunos errores, disipar ciertos malentendidos. Ni qué decir tiene, por otra parte, que Picasso no va a esperarnos para solventar magníficamente esta tarea, por sí mismo. Pues, cada nueva serie de obras suyas demuestra de manera perentoria qué propuestas incompletas, erróneas e idiotas habíamos avanzado, con la sorpresa y el entusiasmo que la serie de obras anterior había suscitado en su momento.

Ahora bien, entre los burdos, pero perniciosos errores que, a lo largo de estos últimos años, se han propagado sobre Picasso, el que se sitúa en primer plano es el que tendía a confundirle más o menos con los surrealistas, en definitiva a hacer de él una especie de hombre en rebeldía, o más bien en huida de la realidad (por mucho que se quiera, las palabras dicen a menudo una cosa bien distinta de la que habríamos querido que dijeran originariamente). Aunque haya poderosas razones (al menos en apariencia) para considerarlo como una especie de visionario o de mago negro que se propone bien sustituir el mundo de las percepciones cotidianas por un mundo de una naturaleza superior, bien perseguir simplemente la fractura de las relaciones con objeto de demostrar el vacío y la estupidez de la disposición de las cosas sensibles, no creo que se pueda considerar a Picasso a priori como un enemigo del mundo. De manera menos contestable aún que las otras, creo que sus últimas obras dan fe de ello. En mi opinión, para él se trata mucho menos de rehacer la realidad con el único fin de rehacerla, que con el fin, incomparablemente más importante, de expresar todas las posibilidades, todas las ramificaciones imaginables, para observarla más de cerca, para tocarla de verdad. En lugar de ser una combinación vaga, un panorama lejano de fenómenos, lo real se ve entonces iluminado por todos sus poros, lo penetramos, se convierte así por primera vez y realmente en una REALIDAD. En la mayor parte de los cuadros de Picasso se observará que el “tema” (si se puede emplear esta expresión) es casi siempre completamente cotidiano, en todo caso nunca vinculado al mundo vaporoso del sueño, ni susceptible inmediatamente de convertirse en símbolo –es decir, en absoluto, “surrealista”–. Toda la imaginación consiste en la creación de nuevas formas, situadas ni por encima ni por debajo de las formas cotidianas, sino verdaderas como ellas, aunque diferentes y enteramente nuevas.

Hoy Picasso pone en pie, no solo formas nuevas, sino auténticos organismos, y esas criaturas gigantes se levantan y andan, como seres bien vivos (aunque enteramente reinventados) y no como fantasmas. En mi opinión, es pues un completo contrasentido olvidar el carácter profundamente realista de la obra de Picasso y situarlo en una esfera de alucinaciones fantásticas, una especie de plano astral donde lo real no hace más que dar vueltas. Cuando una obra ensancha los límites del entendimiento, es demasiado fácil apelar, para explicarla, a lo sobrenatural de baja estofa tipo mesas giratorias, o bien mirar esta obra como esencialmente hostil al propio entendimiento, hostil a esta vida, separada de ella, y flotando en una especie de cielo quimérico donde el menor deseo se convierte en ley. La verdadera libertad, por otra parte, no consiste en absoluto en negar lo real o en evadirse; muy al contrario, implica el reconocimiento necesario de lo real que hay que socavar y minar cada vez más, en cierto modo acorralar; y es en este último sentido en el que sobre todo se puede decir que Picasso es libre –el pintor más libre que jamás haya existido‒, el que conoce mejor que nadie el peso exacto de las cosas, la escala de su valor, su materialidad…

Otro error que algunos no dudan en cometer consiste en aplicar a Picasso, en un sentido bastante particular, la vieja noción antinómica de lo bello y lo feo, opuestos como el día y la noche, Ormuz y Ahrimán, o dos entidades maniqueas. Bajo el pretexto de que Picasso se ha sublevado contra los cánones académicos, se le alaba por haber atacado la belleza antigua, anodina, fría y tonta como una ninfa de parque, y haber inventado formas inquietantes y monstruosas. Ciertamente, no podría negar el desasosiego muy especial e incluso la impresión positivamente heladora que genera la visión de algunos de los cuadros de Picasso, pero considero que ese aspecto “inquietante” solo interviene de forma accesoria y que el valor único de estas obras reside totalmente en otra parte. Aparte de lo que esta manera de considerar el problema tiene de arbitrario, de exageradamente esquemático y de anticuado, las obras más recientes de Picasso parecen confirmar, más claramente aún que las anteriores, qué erróneo sería creerle capaz de querer producir “inquietud” (suposición tan vana y equivocada como aquella otra, por ejemplo, según la cual querría ser hermético a priori), tanto como querer producir monstruos. Y asimismo, cuánto el simple hecho de admirar a Picasso en la medida en que, lo haya querido o no, algunas de sus obras tienen un aspecto horroroso y terrible, adolece de ceguera, puesto que el éxito extraordinario que representan las obras de este orden consiste precisamente (pienso aquí en las ultimísimas) en que los personajes que figuran parecen estar bien construidos y ser viables, cuando una libertad total determinó su estructura y sus proporciones, convirtiendo a estas criaturas en criaturas ciclópeas sin duda, pero naturales y tanto más bellas y emotivas cuanto que alcanzan tal grado de verdad.

Miembros humanos, cabezas humanas, paisajes humanos, animales humanos, objetos humanos situados en un ambiente humano, esto es en definitiva, y pesar de algunas apariencias, lo que se encuentra en Picasso. Nunca nadie hasta él había afirmado con tanta determinación, en el terreno artístico, lo que constituye la naturaleza y la humanidad del hombre. Cada nuevo objeto, cada nueva combinación de formas que nos presenta es un nuevo órgano que nos añadimos, un nuevo instrumento que nos permite insertarnos más humanamente en la naturaleza, volvernos más concretos, más densos, más vivos. Habría que hacer gala de una imbecilidad sin parangón para apreciar estas obras bajo el pretexto místico de que nos ayudan a deshacernos de los hábitos humanos siendo sobrehumanos. Si hubiera que emplear para referirnos a ellas el término de “sobrehumano”, sería más bien en el sentido de que son el colmo de lo humano, como lo son las más grandiosas creaciones mitológicas, que son desmedidas, pero no dejan nunca sin embargo de hacer temblar la tierra bajo sus pies.

Como siempre, Picasso parece haber alcanzado hoy el cénit de genio. Los seres que inventa nos ignoran y respiran impasiblemente ante nosotros, en un mundo cerrado tal vez, pero cerrado por nuestra debilidad. Por mucho que su disposición tenga poca relación con la que ordena nuestros órganos, no son por ello ni fantasmas ni monstruos. Son otras criaturas diferentes a nosotros, o más bien, son las mismas, pero con una forma distinta, con una estructura más brillante, y, sobre todo, con una evidencia maravillosa. Y aún no hemos llegado al final de los asombros…

A quien me preguntara ahora cuál es la obra de Picasso que prefiero, le respondería que en cada momento es siempre la última. En una época en la que la mayoría dan la espalda o se contentan con sacar el mejor rendimiento del modesto terreno conquistado, solo hay unos pocos de los que se podría decir lo mismo.

[1930]

Homenaje a Picasso3

De un latigazo

el aire mata los muebles y los ofrece en trozos sangrantes

a la criada que corre por las calles entristecidas

perdidas en entramados de vísceras

como medias para siempre desmalladas

Los ovillos de lana que se secan

en las alturas

no necesitan un carruaje de constructor

para convertirse en locas ardientes y folladoras en babuchas

conductos que llevan directos al polo a esta hora en la que todas las

[manos se congelan

en las cárceles

Las herramientas cotidianas defecan astros

y los astros

se lo devuelven bien

Sus entrañas se deshacen

de los frutos consumidos

y de los cuerpos devorados mal que bien por la ventana de ojos cínicos

cuyas maderas húmedas espían

Copos de marfil Jarros de labios de seda Cristales automáticos

tapices caídos Cambios de viento Catedrales

los horizontes se elevan lentamente y pierden todo su encanto

Aparecen entonces las agujas desnudas

crucifixión de un contable con cuello almidonado

[en las columnas de su balance

osamenta de una habitación de molduras descoloridas

marea amarga que arrastra vértebras

jirones de ropa usada cuyos hilos se transparentan y se iluminan

como a veces se encienden en el agua turbia de los abismos

las espinas del pescado

espinas sonoras que transmiten los remolinos

y las transforman pinza a pinza

(Pinza de agua dulce, ¿no es acaso un bello instrumento?)

en canciones tiernas que anidan en esos estantes

que los corazones llenos de estrellas apilan en lo alto de los mástiles

Dibujos, gouaches y acuarelas de Picasso4

(Galería Jean Aron)

Se han podido ver reunidas, en la galería Jean Aron, varias obras de Picasso de distintas épocas.

Cabe destacar, entre otras, un bellísimo gouache de la época azul, El viejo guitarrista ciego (1903), que el Museo de Toledo (Ohio) acaba de adquirir.

Asimismo, Dos figuras sentadas (gouache, 1920), réplica del cuadro erróneamente llamado “Adán y Eva”, cuya reproducción hemos proporcionado en nuestro “Homenaje a Picasso”.

A pesar de las pocas obras presentadas, esta exposición está lejos de carecer de interés.

[1930]

“Max Raphaël: Proudhon-Marx-Picasso”5

En un estudio más que indigesto –cuyo autor tiene la desfachatez de afirmar en la nota editorial que “en el cincuentenario de Marx, no hay lectura más útil”‒, Max Raphaël, historiador del arte y comunista estalinista ciento por ciento reúne tres ensayos pedantes sobre Proudhon, Marx y… Picasso.

Después de haber criticado torpemente la estética de Proudhon, el autor se propone establecer con gran alarde de citas, una “teoría marxista del arte”, de la que da al lector, al final de la obra, un magnífico ejemplo de aplicación: interpretación materialista dialéctica de la pintura de Picasso, cuya “obra completa… hasta hoy está considerada como la expresión tipo del arte burgués del siglo XX”. En una época en la que el movimiento reaccionario reprime como ya se sabe en todos los terrenos, incluido el intelectual (quema de libros en Alemania, exilio obligado para todos los artistas de valía, etc.) y en la que, hasta en el seno de una nación comparativamente liberal como Francia, se elevan voces (la del pseudocrítico de arte vanguardista Waldemar George junto a la del repugnante Clément Vautel) para celebrar con deferencia –incluso con simpatía‒ la estética oscurantista de la pandilla hitleriana, parece cuando menos atrevido, por parte de un autor que se dice marxista revolucionario, convertir un espíritu tan eminentemente creador como el de Pablo Picasso en “el símbolo de la sociedad burguesa contemporánea”.

Cada vez más, parece que la humanidad esté decidida a manifestar, tanto por parte de los fascistas como de los pretendidos comunistas, su marcada inclinación por el catecismo: idéntica desconfianza de un lado y de otro hacia los hombres cuya calidad de pensamiento les lleva a liberarse de las normas –ya se trate de psicólogos como Freud o artistas como Picasso‒, idéntica manera de ahogar la inteligencia bajo el garrote de una filosofía de Estado.

Exponente tipo del dogmatismo estalinista y del comunismo cerril, Max Raphaël, manipulador de especulaciones como otros lo son de decretos o de estadísticas, aporta su granito de arena al edificio común. Se puede predecir que un investigador tan cercano al aparato del sistema pronto descubrirá una explicación dialéctico-histórico-materialista válida para cualquier hecho estético (por ejemplo, la nariz de Cleopatra), contribuyendo así a la degradación de este método marxista de pensamiento que podría llegar a cambiar la faz del mundo.

[1933]

Esquela6

El mundo convertido en una habitación de hotel ‒donde todos, gesticulando, esperamos la muerte‒, el sol reducido a las proporciones de una bombilla eléctrica luciendo a dos dedos de nuestras cabezas en una sórdida intimidad, la angustia del caballo retorcido como un Pegaso atrapado de pronto en algún paraje terrible, el toro –único vencedor– amenazando eternamente con sus cuernos, los personajes convulsionados, la mesa dura, el pájaro desgañitándose: inútil buscar palabras para intentar describir este compendio de nuestra catástrofe negra y blanca, la vida que vivimos, semejantes a las piezas de un ajedrez que serían capaces de sentir como otros tantos cuchillos todas las relaciones hostiles que se establecen entre ellas, según decida el jugador, y sin que los sobresaltos de dolor puedan modificar las reglas una geometría salvaje.

Coger una pluma, alinear palabras como si tuvieran que añadir algo al Guernica de Picasso es, de todas las tareas, la más vana. En un rectángulo negro y blanco, como aparece la antigua tragedia, Picasso nos envía nuestra carta de condolencias: todo lo que amamos va a morir, y por ello era tan necesario que todo lo que amamos se resumiera, como la efusión de las grandes despedidas, en algo inolvidablemente bello.

Como en el grito del cante jondo que debe subir a la garganta del cantaor para que brille y refulja el dolor procedente de la tierra, entre los dedos de Picasso cristalizan y deslumbran como diamantes los humores negros y blancos, aliento de un mundo agonizante que los más terribles meteoros –puñales de nuestro amor‒ pronto clavarán hasta los huesos.

[1937]

La exposición de Picasso en la Galería Louis Carré7

Pintor de una gloria sin igual desde hace siglos, Picasso encarna esa curiosa paradoja de ser al mismo tiempo, de todos los pintores de nuestros días, aquel cuya personalidad desata la oposición más violenta. Cuando se podía pensar que pasada la época heroica de los inicios del cubismo, su arte no iba a encontrar ya tanta resistencia, la exposición de una selección importante de sus obras en el último Salón de otoño provocaba un nuevo escándalo. “Arte monstruoso, hostil, agresivo, inhumano, incomprensible para la gran mayoría del público”, estos son los términos que, muy recientemente, se han dicho sobre él por parte de un crítico que, sin embargo, no dejaba de reconocer que Picasso “tiene talento”. Un cortinaje que pintó para un espectáculo de ballet suscitó silbidos hace apenas unos días. Muchos no le perdonan, además de la subversión de su pintura, haberse situado políticamente adhiriéndose al Partido Comunista. En definitiva, parecería que Picasso se erigiera, más que nunca, en enemigo público en el terreno de las artes, a la vez que ocupa en él una posición única.

La extraordinaria capacidad de renovación que hace que cada serie reciente de sus obras sorprenda incluso a las personas más conocedoras de su arte –capacidad elevada al máximo en la historia de la pintura en el caso de Picasso‒ podría parecer suficiente, en primera instancia, para explicar esta reacción hostil: en su constante metamorfosis. Picasso sobrepasa a un público al que le harían falta no años sino siglos para educarse y llegar a apreciar cada uno de sus nuevos “estilos”. No obstante, no parece que la auténtica razón resida ahí: de siempre y, particularmente, durante todo el siglo XIX, un desgaste de las formas comparable al desgaste de las palabras, del que hablan las obras de semántica, ha llevado a los artistas a crear formas nuevas –igual que a las palabras demasiado usadas para que sigan siendo eficaces vienen a sustituirlas otras más vivas‒ y, sin embargo ninguno, de esos artistas ha levantado, en la transformación que proponía del lenguaje pictórico, un escándalo comparable al que levanta Picasso. A este escándalo, conviene pues buscarle una causa más profunda.

En el debate que se abrió en torno a la exposición de las obras de Picasso en el Salón de otoño, los que querían defenderlo contra la indignación de los filisteos subrayaron muchas veces el carácter humano de su pintura, no solo en un sentido general, sino en un sentido actual: el hombre de los cuadros de Picasso es el hombre de hoy, en su cruda realidad; a una época desgarrada le corresponde una pintura ella misma desgarrada. Los que adoptaron este punto de vista para apoyar a Picasso, al parecer, señalaron el verdadero motivo de la protesta: a lo que se niega el hombre que se irrita o se mofa delante de un cuadro de Picasso es, sobre todo, a admitir la imagen de sí mismo que se le propone o que cree que se le propone: su reacción será menos violenta delante de una naturaleza muerta, por muy extraño que le parezca el tratamiento dado a los objetos que en ella se reúnen. Que el pintor dé a una mesa, a un vaso, a una botella la forma más disparatada, puede pasar; pero, que arremeta contra la figura humana, hasta el extremo en el que lo hace (hasta que el personaje, sin perder nada de su humanidad, parezca una criatura llegada de otro planeta), eso no se le perdonará jamás.

Esto, por cierto, basándose en un total malentendido. Una de las metas esenciales de la pintura de Picasso –y es por lo que se puede decir que es, de todas, la más humana‒ es crear signos. ¿Cómo hacer, pintando, para decir “hombre”, para decir “mujer”, para decir “silla”? Este es uno de los problemas que Picasso no ha dejado nunca de plantearse, de la forma más incisiva. La función del pintor no es la de representar, ni siquiera la de trasladar lo que le ofrece la naturaleza: consiste en fabricar, en crear un signo, una figura tal que se reconozca en ella a un hombre, a una mujer, a una silla, y en la que exista sin embargo, entre ella y lo que significa, una distancia que medirá la parte exacta de la invención humana que ha intervenido en la operación (en suma: la carga humana que entra en el cuadro). Que esta distancia se manifieste a propósito de una cosa inanimada o, más precisamente, de un objeto manufacturado como una botella, una silla, una mesa, etc., es un agravio menor: el objeto manufacturado, especie de apéndice de nuestro cuerpo, posee una figura a la que estamos acostumbrados; no obstante, al hombre se le concede un cierto poder sobre las cosas inanimadas y solo depende de nuestra voluntad, puesto que somos nosotros quienes las fabricamos, que las botellas sean, más que redondas, cuadradas. Pero, que la misma distancia aparezca a propósito de un animal, y sobre todo de un ser humano, será una usurpación de poderes y casi un crimen de lesa divinidad. El malentendido proviene del hecho de que el espectador olvida que, al estar en presencia de cuadros, está en presencia de signos (o de grupos de signos) y no frente a realidades que esos signos tan solo indican.

Otro motivo de confusión para un espectador inocente es que los signos en cuestión son siempre sintéticos: el signo ‘mujer’, por ejemplo, no es la reproducción de un aspecto concreto de una mujer captado por la visión; no es tampoco una colección de detalles de ‘mujer’ o de atributos femeninos y menos aún un esquema; sino, de manera global, es ‘mujer’ como precisamente lo es la palabra ‘mujer’, cuando al pronunciarla comprende, sin describirla analíticamente ni resumirla, la totalidad de una mujer. Así, sin que haya que ver en ello nada de monstruoso, ese rostro de perfil tendrá dos ojos de cara y esa boca no estará en el lugar que se le suponía tener que ocupar.

Además, Picasso no pintará nunca una mujer, una mesa, una silla en general; sino siempre esa mujer, esa silla, esa mesa, etc., seres particulares que necesitan signos particulares y no signos algebraicos muertos. La libertad del pintor se desarrolla entre los objetos concretos que sirven de pretexto a la invención de estos signos y el otro objeto concreto que es el cuadro por hacer (cosa organizada dotada de una estructura coherente); a falta de esta doble condición, la libertad se vería carente de eficacia, sin fuerza de choque, porque se perdería en el vacío, fuera de toda situación definida.

Con ese realismo que le lleva a apegarse constantemente a los objetos, incluso cuando parecen no incomodarle las apariencias tradicionales, es con lo que está relacionado el aspecto agresivo que revisten tantas obras de Picasso: no tendrían tanta eficacia si el contacto se viera roto con lo más trivial de la existencia cotidiana. Tan alejadas de las monótonas geometrías como de los caprichos livianos de los sueños, carentes de toda solemnidad pontifical y ubicadas en la más cruda realidad, tales composiciones ancladas en la experiencia vivida no corren el riesgo de caer en la abstracción ni de disiparse en las nubes, por mucho que intervenga la imaginación. Así, firmemente plantada y arraigada en el suelo, lo que critica la pintura de Picasso es el mundo en el que vivimos y los hombres que somos, no porque sea satírica y corresponda al ejercicio puramente psicológico de una ironía, sino porque lo que cuestiona es la manera misma en la que el mundo se nos hace presente, bajo las especies de cada uno de los elementos individuales (cosas y seres) que captamos de él. De ahí, esa subversión, esa apariencia de juego destructor o de humor sacrílego.

Un arte tan humano –es decir, en el que el hombre muestra hasta tal punto su intervención y pone en cuestión su condición (ser esa mirada que soy, capaz de transcender a los demás y de dar sentido a los objetos)‒ exige necesariamente, para ser comprendido, una cierta apertura de mente y el rechazo de algunos prejuicios. Lo que este hombre, lo que esta libertad de nombre Picasso, se ha propuesto hacer en tal cuadro en concreto, es normal que ese otro hombre, si no tiene preparación alguna, no pueda adivinarlo; sin embargo, a aquel otro le bastará un poco de adaptación para saber al menos reconocer la maravilla de esta libertad a la que se da rienda suelta y se impone a nosotros desde fuera con la autoridad de una evidencia.

Tal impresión de libertad y de evidencia, es lo que producen los veintiún cuadros (figuras, naturalezas muertas, escena de interior, paisaje parisino) actualmente reunidos en la galería Louis Carré. Respecto de ellos, no se podría hablar de agresividad, de monstruosidad, ni tampoco de hermetismo, sino más bien (recurriendo a esos nombres de cualidades que utilizan tan fácilmente los críticos de arte) de fuerza, de equilibrio, de brillantez en la sobriedad. A través de esta selección numérica y cronológicamente restringida de obras todas ellas posteriores a 1940, la pintura de Picasso aparecerá como una pintura cuya grandeza, hoy sin parangón, repele a esos comentarios complacientes que suelen halagar a las mentes perezosas.

[1945]

Picasso y las meninas de Velázquez8

Cuando uno mira Las Meninas de Velázquez, no son las meninas lo que mira, sino un cuadro de Velázquez o más exactamente las llamadas “meninas” –es decir, más o menos las doncellas‒ tal como fueron vistas y descritas por Velázquez.

Cuando en la parte izquierda de Las Meninas, uno mira al personaje Velázquez que aparece en este cuadro donde el artista se ha representado visto de cara y retratando a la pareja real en una sala donde está la pequeña infanta con su séquito, no es tampoco a Velázquez al que se ve, sino a un personaje pintado por Velázquez y, con más precisión, al personaje en el que se convertía Velázquez cuando, en 1656, para pintarse mientras pintaba a Felipe IV y a su esposa, él mismo se miraba de hecho o con la imaginación. La mirada de este personaje se orienta hacia nosotros, puesto que los dos soberanos, según la lógica del cuadro, deberían de ocupar el lugar donde está el espectador.

Aunque no hayamos tenido necesariamente ante nuestros ojos esta obra famosa y quizá tan solo la conozcamos por reproducciones o simplemente de oídas, Las Meninas –incluso si solo se redujeran para nosotros a la extrañeza de este título afrancesado, que no traducido‒ forman parte de las cosas cuya existencia, en el plano de la cultura, tiene sin duda alguna cierta importancia. Ahora bien, ¿qué son estas Meninas cuya celebridad no podría desestimarse?, sino fantasmas de meninas y fantasma de Velázquez o, más exactamente, fantasmas de fantasmas, puesto que ya en vida del artista y de sus modelos, las meninas, el Velázquez y las meninas del cuadro no eran más que unas efigies entre otras efigies proyectadas sobre el blanco del lienzo por el que llevaba el nombre de “Velázquez” y que, como las meninas, ya no tiene en nuestro siglo XX más existencia reconocible que la de un fantasma emboscado en uno de los innumerables corredores del palacio de la historia. Sutil sistema de reflejos y de reflejos de reflejos, con el que el espejo pintado en el cuadro –ese espejo en el que se engastan las imágenes del rey y de la reina y no la nuestra como debería ser‒ parece incitarnos sin cesar a jugar, como si el Velázquez que aparece con la paleta y el pincel en las manos lo hubiera puesto ahí, no para introducir la presencia real de forma tangencial, sino para cumplir la función de broma o de trampa.

Un juego en el que la obra de Velázquez parece tender hoy a expulsar al que la mira, aunque nos gustaría participar en él, si no existiera desde hace unos dieciocho meses –otra especie de espejo en el que adentrarnos‒ otras Meninas de Velázquez: la serie de pinturas inspiradas en Las Meninas que Picasso hizo en su villa de Cannes entre el 17 de agosto y el 30 de diciembre de 1957. Meninas en cierto modo a la segunda potencia que son a la antigua obra maestra lo que eran a las meninas de la corte de España las Meninas del Prado de Madrid y que no son ni Las Meninas de Velázquez ni las de Picasso, sino Las Meninas de Velázquez de Picasso, obra de doble fondo que ‒al llamar nuestra atención‒ nos lleva a descubrir que el objeto del que parte también contiene un doble fondo, de manera que estas Meninas con tres siglos de diferencia deberían aparecer en última instancia como un objeto de triple fondo, incluso de número indefinido de fondos…

Efigies de fantasmas o fantasmas de fantasmas, en esto se convirtieron Las Meninas después de no haber sido más efigies o fantasmas. Efigies de estas efigies, vanos fantasmas de lo que ya no eran más que dobles fantasmas, estas serían las nuevas Meninas si el nuevo Velázquez se hubiera limitado, mediante algunos implantes estilísticos, a renovar la obra de arte original en lugar de hacer lo que ha hecho: tratarla con tanta libertad como a cualquier otro motivo; dicho de otro modo, involucrarla en una sucesión imprevista de aventuras formales, tratándola como un elemento de la naturaleza y como Picasso acostumbra a hacer, él cuyas obras pintadas, dibujadas o esculpidas solo imitan los aspectos de la vida si se da la ocasión y son cosas que parecen vivir por sí mismas –cosas que son la vida de los modelos reales o ideales en forma de pintura, dibujo o escultura‒ mucho más que efigies.

Pintadas de nuevo por Picasso (que las retoma tanto en conjunto como en detalle), Las Meninas de Velázquez admiten personajes nuevos que, de forma natural, ocupan el lugar de los antiguos: el perro de aspecto imponente que había pintado el maestro sevillano se substituye, por ejemplo, por un basset que recuerda –sin ser su imitación‒ a aquel que vivía en casa de Picasso, como el otro que también parecía habitar la corte. Si la cronología de la serie de las Meninas muestra que este mamífero achaparrado aparece desde el primer cuadro, ¿no se debe esto a que desde el principio se sabía que Picasso procedería, según la fórmula, “como en casa” instalándose en la de Velázquez?

“Sentirse como en casa” no quiere decir en este caso retocar y corregir de manera puntillosa, como si se quisiera criticar al dueño de la casa, sino con toda sencillez acondicionar el lugar para que sea más habitable, adecuarlo con las costumbres y los gustos que tenemos, añadir algún recuerdo de familia y no privarse de alterar su disposición, cada vez que se estime necesario o que nos apetezca. A la escena de interior que había dispuesto Velázquez, Picasso se acomodó dejando que su vida igual que su arte se estableciera en ella con armas y bagaje, abriendo las ventanas de par en par para cambiar la atmósfera de museo donde la obra de arte se marchitaba por un aire más salubre.

El mismo deseo vital de libertad que lleva a Picasso a ponerse cómodo cuando decide afincarse en el terreno de Velázquez le lleva igualmente a instalarse con comodidad en relación con su propia tarea: como si necesitara por momentos, no tanto detenerse, como respirar en medio de un trabajo en el cual no puede dejarse encerrar. Al margen de las Meninas, pinta las palomas que por casualidad tienen su pajarera en el balcón de la habitación donde tiene su taller y prosigue el recorrido de su intimidad con paisajes y figuras. Así, motivos naturales dan alegremente el relevo al motivo cultural que representan las ilustres Meninas, sin que por ello haya un hiato entre los cuadros inspirados exclusivamente en la vida de Picasso y los cuadros procedentes de la conversación con Velázquez: vivos y frescos colores ya habían aparecido en estos últimos, cuando el 6 de septiembre sale a la luz la primera ventana llena de palomas, dando a una orilla soleada; de la Infanta del 17 de noviembre a las palmeras de los tres paisajes que llegan al final, la transición se hará de forma armoniosa.

Cuando uno mira Las Meninas de Velázquez, reunión de fantasmas a la que el espectador parece invitado a sumarse, lo que se ve es una de las mayores y más singulares obras de arte producidas por nuestra cultura.

Cuando uno mira Las Meninas de Velázquez a través de Picasso y esos otros cuadros que son como láminas de recuerdo que alcanzan lo prodigioso cualesquiera que sean sus dimensiones, lo que se sigue viendo son productos culturales, pero dotados, tanto unos como otros, de la capacidad de estar ahí como seres vivos. Si las palomas, los paisajes y las figuras más íntimas tienden a fundirse con las variaciones sobre Las Meninas a la manera en la que la Infanta, la enana y la doña de Velázquez se vuelven meninas en la mente del espectador de hoy y si, creado en el corto espacio de unos meses como si pinturas de este tipo solo pudieran surgir de repente, este conjunto nos sorprende tan directamente como un espectáculo de la naturaleza, ¿no es acaso porque Picasso se ha encarnado en él hasta tal punto que se puede creer que “Picasso a través de las Meninas de Velázquez” –antítesis realista de un quimérico “Velázquez a través de las Meninas de Picasso”– sería la definición exacta? Pues Las Meninas de antaño han activado el proceso pictórico por el cual, una vez más, Picasso se muestra en las bases mismas de su verdad como hombre y lo hace como jugando.

[1959]

Romancero del picador9

Galants picadors,

Favoris des Altesses…

(La Traviata, acte III, scène 3, traduction Édouard Duprez)10

El pintor y su modelo, la mujer y su reflejo, el amante y su amante, el picador y el toro ¿no son acaso –si se pueden trenzar hilos parecidos para guiarse en la obra inextricable de Picasso‒ los avatares de los dos polos de una especie de dialéctica donde todo se basaría en la oposición, no resuelta, de dos seres frente a frente, viva imagen de esta dualidad trágica: la conciencia enfrentada a lo que le es ajeno?

Minuto heroico, el encuentro del toro con el picador es, junto a la estocada, el momento principal de la corrida. Castigo del animal, al que hay que picar para hacerle humillar, prueba que determinará su bravura según reaccione, embestida siempre más o menos impetuosa en la cual el caballero se pone al mismo nivel brutal que el otro cuadrúpedo, la suerte de varas evoca de modo irremediable la cabalgada sexual.

“Los que se caen”, así es cómo en tono de burla se llama a los picadores que, por grande que haya sido su prestigio en otro tiempo, ya no son ahora más que peones miserablemente pagados por el esfuerzo y el riesgo que corren si el golpe de los cuernos les tira abajo, a ellos y a su ridículo corcel.

Con el sombrero castoreño, en lugar de la montera negra y fina que lleva el torero, y las gruesas polainas de protección, el picador no es más que un plebeyo en relación con el artista de la corrida: el hombre de la espada, ese Próspero o ese don Juan del que es el vulgar Calibán o el pobre Leporello.

Chivo expiatorio para el público (que le silba a menudo incluso antes de haber defraudado), el picador es en la corrida moderna el culpable por excelencia, el peso pesado que trabaja con toda su fuerza, el hombre de las acciones prohibidas y al que, a diferencia del matador incluso el más tramposo, ninguna gracia redime. ¿Acaso por ello, en la serie deslumbrante de acuarelas y de dibujos realizados entre el 11 de julio de 1959 y el 26 de junio de 1960, Picasso le muestra tan a menudo en placeres canallas y a veces, diríase, en postura de acusado?

Cuando, a partir del 5 de junio de 1960, ya no son los combates del picador, sino sus amoríos lo que constituye el tema central de esta serie, de la que cada escena es en sí misma un pequeño mundo, la epopeya cede el lugar a la novela picaresca. Sucediendo al espacio incalificable que instauran los ruedos, casas de citas, esquinas, lugares campestres se convierten ahora en los lugares de la acción.

Así, al margen de la corrida, una orgía de axilas velludas, pezones, mantillas, enaguas, sudores y perfumes se desata para nosotros como para el hombre del castoreño, pilar tan pronto visible como escondido de saturnales que vibran al ritmo de guitarras, castañuelas, zapateados y palmas. Así también se ve al picador, perplejo, tantear (como haría con un toro) a una belleza acompañada a veces por una sórdida dueña, a menos que, en silencio, esté soportando el reproche callado por una aventura de Sancho Panza o alguna huida de hijo pródigo. Pues no solo es en el ruedo y en el noble decorado de la fiesta donde tiene lugar un drama inmemorial, sino en todas partes, en el campo y en la ciudad, donde los vivos se ven confrontados con otros vivos o con algo distinto a ellos mismos.

[1960]

La pintura es más fuerte que yo…11

La pintura es más fuerte que yo, me hace hacer lo que quiere. Esta es la frase que Picasso, al final de un cuaderno espléndidamente repleto de dibujos, inscribía a grandes trazos de lápiz y fechaba el 27 de marzo de 1963, como si hubiera querido situar en el tiempo un descubrimiento importante para él.

A primera vista, parecería que con esta ocurrencia Picasso –acostumbrado al humor‒ simplemente se divierte contradiciendo la verdad. Especialmente fecundos, y también ricos en hallazgos, los ultimísimos años de su producción –producción de un hombre a quien la edad empuja a trabajar el doble en lugar de bajar el ritmo‒ incitan a creer que al contrario de lo que dice es él, Picasso, quien hoy hace lo que quiere con la pintura y quien, entre ella y él, sería por tanto el más fuerte.

Pero, ¿qué es “hacer lo que se quiere” con un arte? ¿Acaso no es ser tan hábil que se puede practicar con total libertad, sin tener que tapar al final con los pulgares todas esas opacidades que se interponen como pantallas entre lo que se ha querido realizar y lo que de hecho se realiza? Si se llegan a romper todas las resistencias que temporalmente pueden detenerte, ¿cómo no ser presa del vértigo cuando, a falta de un muro que siguiera interponiéndose, se tiene en efecto la obra tras de sí, pero por delante nada más que un vacío (que rápidamente habrá que ocultar empezando otra obra que a su vez también nos dejará al borde del vacío)? Dominar el arte, hasta el punto de realizar el cuadro de la manera que sea y que sea un éxito –pues esta es la terrible y maravillosa suerte de Picasso‒ ¿no es como si la pintura le redujera a uno, cuya opción cuenta tan poco que gana siempre, a no ser más que el instrumento que le sirve para poder realizarse?

Si hay pintores para quienes la pintura es un fin (alcanzar la obra maestra) y otros que, viendo en ella un medio de expresión o de revelación, la subordinan a otro fin distinto de ella misma, a ninguna de estas dos categorías pertenece Picasso. Ciertamente toda su vida está consagrada a la pintura y, en este sentido también, podría decir que le hace hacer lo que ella quiere. Sus cuadros son, por el contrario, un reflejo de su vida y, además, no dejan de mostrar un mundo. Pero, pintar cuadros sigue siendo para él como un juego cuyo interés esencial consiste en las innumerables combinaciones que permite, un juego que permanecerá eternamente abierto puesto que nunca –por mucho que se haya hecho‒ se habrá intentado todo y siempre habrá, para animar la tarea, un nuevo riesgo que buscar.

Que el artista trabajando –casi siempre el pintor y su modelo, que en la obra de Picasso aparece desde hace tiempo como un tema mayor‒ se haya convertido, si no en su único tema, al menos en el más frecuente, muestra la importancia fundamental que reviste a los ojos de Picasso el propio acto de pintar. Y ¿esta predilección no lleva acaso a pensar que pese al carácter autobiográfico de la mayor parte de su obra (no solo a causa de las motivaciones de su alma, sino porque, queriendo describir con total conocimiento de causa, pinta sobre todo lo que le resulta familiar) el auténtico tema es para él –más allá de cualquier significación circunstancial u otra‒ el propio cuadro en cuestión o, más bien, la manera entre muchas otras en la que este puede hacerse? Ello sin ninguna adhesión romántica a la idea del drama de la creación: él siempre tiene la mente lúcida y, cuando se centra expresamente en el pintor mientras pinta (tema que ante todo es de naturaleza autobiográfica), nos presenta sin estremecimiento a este personaje, llegando incluso a ridiculizarle. Si hay aquí romanticismo, solo puede ser de manera indirecta, en forma de ironía. Cuando pinta, Picasso no olvida nunca que es un manipulador de pinceles y que la pintura, lejos de ser un sacerdocio, es un juego que consiste en hacerse entender por el espectador mediante un lenguaje cuya retórica, gramática e incluso vocabulario no podrían estar determinados de una vez por todas sin desvalorizarse al mismo tiempo. De ahí (cabe suponer) la variedad de sus pruebas, como si quisiera agotar todas las posibilidades de decir algo con los colores o con la ausencia de color, lo que la serie casi contemporánea de la nota manuscrita parece ilustrar claramente, puesto que se le ve por ejemplo emplear en el mismo cuadro los medios de representación más directos y los más alusivos, componer una figura de la que no se sabría decir si es naturalista o todo lo contrario, asociar tachismo y geometría, sugerir un contorno preciso ahí donde en realidad no está más que el blanco del lienzo, alternar suavidad y virulencia y la exuberancia extrema con una desconcertante simplicidad.

Que, para Picasso, el tema no sea casi más que un elemento de trabajo y se convierta fácilmente en el pretexto de numerosas obras que, completas en sí mismas, no pueden ser contempladas como “estados”, explicaría tal vez por qué le ha gustado tan a menudo retomar los cuadros de otros, como las Mujeres de Argel, Las Meninas (que no son ni más ni menos que ese pintor y sus modelos, Velázquez y los miembros de la casa real), los Almuerzo sobre la hierba (escena de la vida bohemia que se podría imaginar sacada de Murger) o hacer suyo uno de los temas más clásicos que uno o varios grandes pintores ya habían tratado (como aquí El Rapto de las Sabinas). Como sobre un tema musical, ¿acaso no es posible seguir construyendo nuevas variaciones sobre un tema pictórico?

Picasso, hay que insistir en ello, no olvida nunca que es un hombre, ubicado en un cierto entorno de vida, de forma que en general es a su alrededor, entre los seres y las cosas a los que está más íntimamente unido, donde encuentra su punto de partida: la mujer, el perro, el taller, el paisaje local. Sin embargo, parece que la verdadera aventura se desarrolla entre la pintura y él, donde el lienzo blanco es esencialmente el lugar vacante en que se producirá el encuentro. Aventura que se lleva a cabo en un cuerpo a cuerpo tan estrecho, tan excluyente de cualquier distancia, al tiempo que se reiterará tanto de manera indefinida bajo una forma u otra, que produce una especie de tránsito al otro lado del espejo de tal forma que aquel que lo realiza puede plantearse una eventual inversión de los roles. ¿Es Picasso quien vive por y en la pintura? ¿Es la pintura quien vive en Picasso y se encarna de la manera más natural en las representaciones que ofrece de aquello en lo que fija su atención?

Sin duda, Picasso hace hoy “lo que quiere” del arte al que, por otra parte, no puede dejar de dedicarse. Pero, ¿no es como si la pintura, convertida en su vida misma, no hiciera más que nunca de él su objeto? Seducido por el juego cuyos hilos maneja, el artista de talento tan poco frecuente que el término de “genio” le es apropiado se halla en cierto modo expulsado de sí mismo, por el arte que le domina en el mismo momento en el que él lo domina a su vez.

Esta es la ambigüedad difícilmente admisible que parece evocar la breve y paradójica confesión del 27 de marzo de 1963, donde se presenta como derrota lo que aparece como victoria a ojos ajenos. Por una vía muy distinta, pues es la de la curiosidad insaciable y no la de la iluminación, Picasso diciendo que la pintura es más fuerte que él se une a Arthur Rimbaud, cuyo “Yo es otro” expresaba que nadie puede alcanzar, gracias a su arte, el milagro que sería la auténtica posesión de sí mismo.

[1964]

Un genio sin pedestal12

Especie de leitmotiv en la obra tan variada de Picasso: saltimbanquis, gente de circo, músicos, toreros en el coso o descansando, pintores de ayer o de hoy (alguna escena ficticia de taller mostrando a un personaje que podría ser él, Pablo, sentado ante un caballete frente una mujer en posición indolente de modelo, que no es otra que Jacqueline), escultores de perfil antiguo, artistas de todo tipo abundan en esta obra. Y no hay época en la que no aparezcan como si, en alternancia con otros temas, ilustraran un tema predilecto, íntimamente sentido cualquiera que sea la actividad en cuestión: el arte sin más razón que su propia historia y concebido menos como sistema de aprehensión intuitiva de lo que en verdad es el mundo que como el más maravilloso de los juegos, un juego que demuestra que el hombre –animal traidor de sus orígenes‒ es un tránsfuga de la naturaleza y no deja de jugar con ella al escondite.

Picasso: más que genio de cabellera heroica o barba de Dios Padre que dice misa con compunción –como Wagner o Rodin‒, genio que por supuesto tiene plena conciencia de la gravedad de la vida y puede llevar esta conciencia hasta la exacerbación trágica (esa nota del cante jondo, de la que el Guernica, grito arrancado por una desgracia pública, da testimonio con estruendo, igual que en el terreno de lo patético privado el dibujo que representa a un minotauro ciego guiado por una Antígona adolescente); pero, genio que para ser desgarrador no necesita rasgarse las vestiduras y, procediendo a menudo por series como si tuviera un objetivo que conseguir o fuera simplemente hasta el final de un tema o de un estilo antes de cansarse de ello, parece ser un genio al que le gusta profundamente jugar. Si, casi desde el principio, parece ávido de experimentar con todo (desarrollar al máximo la gama de maneras posibles de forjar imágenes que se sostengan por sí mismas y cuya veracidad se impone desde la primera mirada sea cual sea su estructura), es porque, huyendo del aburrimiento como de la peste, mensajero fúnebre, estaba destinado a un cambio permanente (inclinación por los más diversos lenguajes, tanto completamente inventados, como más o menos tradicionales, lenguajes utilizados sucesivamente menos por perfeccionismo que por incapacidad de perseverar en lo que ya no le aporta a uno nada), como si el espíritu dejara de ser espíritu si no estuviera despierto y dispuesto a adentrarse en todo momento, por un golpe de suerte, en una nueva dirección. Y cabe preguntarse a este respecto si, en el transcurso ordinario de sus jornadas, Picasso habrá sabido alguna vez lo que es el reposo: constantemente ocupado bien observando con su aguda mirada, bien trabajando de forma efectiva, bien arreglando uno de esos pequeños objetos, que ha fabricado en buen número al margen de su obra propiamente dicha de pintor, escultor, dibujante, grabador, ceramista y, en el campo literario, poeta en lengua francesa y en lengua española, pero sobre todo picassiana.

Picasso: genio demasiado agudo para no ser burlón en cuanto puede y que, mofándose de este conflicto de dos géneros pictóricos no siempre separados, pero nunca tan abruptamente conjugados, no ha dudado en ponerle un sombrero con naturaleza muerta comestible a la amiga a la que estaba retratando, ni tampoco en insertar en un reloj-pulsera la muñeca de la mujer enamorada evocando un momento donde todo, empezando por el tiempo, debería olvidarse ‒en verdad, genio bastante lúcido y bastante atrevido para dar vía libre a la burla (forma acerada del cuestionamiento) y aplicarla sobre su propia actividad. Es lo que muestran –en su caso, en el cual más de una obra se relaciona con la sátira, como, entre otros, los grabados extremadamente cáusticos de la serie titulada Sueño y mentira de Franco o, más amables, las composiciones gráficas más o menos caricaturescas donde se ve, por ejemplo, a una madama presentarle una chica a un cliente‒ numerosas obras donde el humor interviene de forma evidente. Así, esta escultura en la que –metáfora burlesca, no verbal sino realizada de manera concreta como aquella que por otro lado hace de un tenedor una pata de pájaro, exactamente una pata de grulla‒ un pequeño automóvil –sacado de entre los juguetes de su hijo Claude– convertido, aun permaneciendo reconocible, en la mandíbula de una mona, ejemplo particularmente sorprendente de uso irónico de los materiales más inesperados, en especies de montajes. Humor que se encuentra también en otras metamorfosis escultóricas de objetos de uso corriente que se transforman en partes del cuerpo humano y, asimismo, en el ensamblaje de dos productos de desecho como eran un manillar y un sillín de bicicleta para hacer una cabeza de toro, maneras sorprendentes de hacer lo que se quiere hacer. De igual forma, en las pinturas se emplean con audacia, por la misma razón de ese vehemente e inextinguible deseo de inventar signos (deseo de renovación del vocabulario que prevalece sobre la indagación propiamente estética), los tipos de escritura más paradójicos, tipos tanto más elocuentes cuanto que rompen con la rutina. De hecho, descolocar y renovar, ¿no es en esto, en definitiva, en lo que consistía el juego en cada una de las magníficas diversiones que parece haberse otorgado al retomar con total libertad las grandes obras maestras reconocidas unánimemente?

Picasso: enemigo de la guerra que asumió dignamente su papel mundial de hombre de la Paloma, pero, a la altura de cada uno sin preocuparse de niveles sociales, se dejaba engañar muy poco para no encontrar en lo que a diario le ofrecía su fama ocasiones de divertirse con un humor desmitificador, como si hubiera evitado dejar que la indudable conciencia que tenía de su valía se le subiera estúpidamente a la cabeza.

Picasso: hace unos años niño prodigio, que sin embargo estuvo lejos de dormirse en los laureles, puesto que pasó toda su vida burlándose –no como iconoclasta, sino como descubridor de otras vías para representar seres y cosas con eficiencia‒ de esa pintura académica que muy pronto dominó. Picasso: uno de esos genios sin envaramiento que constituyen desgraciadamente una de las especies más raras en la cual incluiría –un nombre que al margen de toda reflexión crítica me viene a la cabeza de forma natural‒ a Mozart, quien también fue mucho más allá de su pasado de niño prodigio, como lo prueban la abundancia y la calidad de su producción ulterior. Pablo Ruiz Picasso, hijo de un pintor como lo era el pequeño Wolfgang-Amadeus de un músico, y que hasta su último aliento siguió siendo un prodigio, como el inolvidable nativo de Salzburgo, autor tanto de obras ligeras como de obras graves y cuyo Don Giovanni, ópera que anuncia el romanticismo, justifica de lleno la etiqueta de “dramma giocoso” que designa el género teatral del que procede. Sin embargo, este término a la vez oscuro y alegre que es la ambigüedad misma –“drama alegre” según la traducción literal‒ me parece el mejor para calificar, en el caso de nuestro contemporáneo malagueño, cazador de mil presas diferentes, pero no menos ardiente e insaciable que el conquistador de los “mille e tre”, lo que representa a un alto grado la última fase de su obra tan marcada por la forma y por el sentimiento (romances azules, fugas cubistas y otros movimientos de amplitud a veces titánica, pero siempre exentos de afectación y en contacto con la realidad). Trabajando entonces a marchas forzadas, Picasso –que, a diferencia del legendario compositor de hace dos siglos, sí alcanzó una edad avanzada‒ parece haber lanzado una mirífica traca final para afirmar de forma espectacular, gracias a la audacia del dibujo liberado de toda obligación estilística y a la intensidad de los colores, que estaba más vivo que nunca pese a la cercanía de la muerte.

[1988]

Notas

1 En homenaje a Pablo Picasso, con motivo del quincuagésimo aniversario de su fallecimiento, hemos seleccionado una decena de textos del escritor francés Michel Leiris sobre el pintor malagueño, extraídos del volumen original Michel Leiris, Écrits sur l’art, (edición de Pierre Vilar), París, CNRS Éditions, 2011. La presente traducción, cuyos derechos han sido cedidos por el CNRS, pretende asimismo dar cuenta de la estrecha amistad que unió a estos dos grandes referentes del siglo XX.
2 “Toiles récentes” de Picasso, Documents, n.º 2, año 2, 1930, pp. 57-70; recuperados en el catálogo Picasso, oeuvres reçues en paiement des droits de succession, París, Grand Palais, 11 de octubre-7 de enero de 1980, Éditions de la Réunion des Musées Nationaux, 1980, pp. 25-8.
3 Este poema, inicialmente titulado Picasso fue publicado en Documents, n.º 3, año 2, 1930; posteriormente, fue recuperado con el título de Hommage à Picasso en el volumen Haut Mal suvi de Autres Lancers, Gallimard, 1969.
4 “Dessins, gouaches et aquarelles de Picasso (Galerie Jean Aron)”, Documents, nº 5, año 2, 1930, p. 303.
5 “Proudhon-Marx-Picasso”, La critique sociale, n.º 9, septiembre de 1933, p. 147. Tres estudios sobre la sociología del arte, París, Excelsior, 1 vol in-16, 237 p.)
6 “Faire part”, Cahiers d’art, n.º IV-V (número especial Guernica), 1937, p. 128.
7 “L’exposition de Picasso à la Galerie Louis Carré”, Volontés de ceux de la Résistance, n.º 31, 27 de junio de 1945, p. 1.
8 “Picasso et les Ménines de Vélasquez”, prefacio de la exposición Picasso, Les Ménines, París, Galería Louise Leiris, 1959.
9 “Romancero du picador”, prefacio del catálogo de la exposición Picasso Dessins 1959-1960, París, Galería Louise Leiris, 1960.
10 Estos versos (Galantes picadores, Favoritos de las Altezas) corresponden a la traducción francesa de La Traviata de Édouard Duprez, publicada en París, por Calmann-Lévy Éditeurs, en 1865.
11 “La peinture est plus forte que moi…”, prefacio al catálogo de la exposición Picasso Peintures 1962-1963, París, Galería Louise Leiris, 1964.
12 “Un génie sans piédestal”, prefacio al catálogo de la exposición Le Dernier Picasso, París, Centro Pompidou, 1988.
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