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JOSÉ RAMÓN ANDAUR Y SU RELATO DEL COMBATE NAVAL DE PUNTA GRUESA (21 DE MAYO DE 1879)
JOSÉ RAMÓN ANDAUR Y SU RELATO DEL COMBATE NAVAL DE PUNTA GRUESA (21 DE MAYO DE 1879)
Revista de Humanidades, núm. 52, pp. 471-493, 2025
Universidad Andrés Bello
Presentación
Los combates navales de Iquique y Punta Gruesa, ocurridos en paralelo el 21 de mayo de 1879, fueron dos eventos de primer orden para el desarrollo de la guerra del Pacífico, que enfrentó a Chile contra la alianza peruano-boliviana por el control de los territorios salitreros de Antofagasta y Tarapacá. El conflicto se inició en febrero de 1879 con la ocupación chilena de Antofagasta, luego la incorporación del Perú al contencioso en abril de 1879 y culminó con el pacto de tregua entre Chile y Bolivia en abril de 1884. En octubre 1883, se firmó el cese de las hostilidades entre chilenos y peruanos. La derrota final significó para los aliados la pérdida de la zona en disputa. Bolivia se vio obligada a ceder Antofagasta. El Perú hizo lo propio con Tarapacá, Arica y Parinacota.
Frente a Iquique y Punta Gruesa se produjeron dos acciones navales con implicancias a nivel simbólico y militar. En la primera, en Iquique, Chile perdió una vetusta corbeta de madera, la Esmeralda, que sin rendirse hasta su hundimiento plantó cara en un combate desigual al monitor acorazado peruano Huáscar. Esa acción implicó que el capitán Arturo Prat, jefe de la Esmeralda muerto en el abordaje a la nave adversaria, pasó rápidamente a formar parte del panteón heroico de Chile, convirtiéndose además en un estímulo para que los chilenos se involucraran directa e indirectamente en el conflicto (Verbal 398-404). En paralelo, en Punta Gruesa, la antigua goleta chilena Covadonga mandada por Carlos Condell, también en un enfrentamiento dispar, hizo encallar a la fragata blindada peruana Independencia que luego fue quemada por su propia tripulación. Con ello, Perú perdió gran parte de su poder naval e hipotecó sus posibilidades de triunfo en la guerra que recién se iniciaba.
Chile ganó un emblema patriótico que enardeció a la multitud y también una victoria estratégica. En efecto, en los meses y años siguientes, pese a las vacilaciones iniciales, las fuerzas navales y terrestres de Chile, avanzaron prácticamente sin pausa ocupando el territorio peruano, incluyendo su capital Lima en enero de 1881. Aunque entre 1881 y 1883 en la Sierra se produjo una enconada resistencia a la invasión, la victoria final favoreció a los chilenos.
La prensa contemporánea de las naciones beligerantes tuvo un rol fundamental en la distribución de noticias relacionadas con el conflicto, haciéndose parte del circuito nacional e internacional de circulación de información, a partir del flujo constante de comunicaciones telegráficas y la reproducción de contenidos periodísticos provenientes de medios de distinta procedencia. También fue portadora de representaciones culturales, vitales para construir la interpretación contemporánea y futura del enfrentamiento. Los periódicos chilenos permitieron la expresión de diversas experiencias y puntos de vista respecto del conflicto, por parte de combatientes y civiles que escribieron desde el frente de batalla o que realizaron un ejercicio de memoria, relatando su experiencia luego de terminar su participación en la campaña. En los rotativos fueron publicados documentos personales tales como cartas, diarios y reminiscencias referidas a las alternativas de la guerra.
Uno de esos documentos autobiográficos que vieron la luz en la prensa contemporánea al conflicto del salitre, fue el escrito de José Ramón Andaur Rojas donde relató su participación en el combate de Punta Gruesa, como mayordomo de la Covadonga. Fue publicado en La Patria de Valparaíso el 20 de mayo de 1882, en la víspera del tercer aniversario del encuentro naval. El medio fue uno de los más importantes de Chile en la época, vinculándose con el liberalismo de la segunda mitad del siglo XIX. Fue fundado por Isidoro Errázuriz y en sus páginas escribieron personajes tales como Eusebio Lillo, Fanor Velasco, Vicente Grez o Augusto Orrego Luco (Silva 267-68).
El relato de Andaur ejemplifica la existencia, y recurrencia, de la circulación como parte del contenido de los periódicos chilenos durante los años del conflicto, de una serie de escritos testimoniales que hicieron públicas las experiencias y puntos de vista de múltiples combatientes de la guerra. El campamento letrado de la Guerra del Pacífico, es decir, quienes dejaron registro escrito de su trayecto vital durante la confrontación, encontró un canal efectivo en la prensa periódica para justificar, destacar y enaltecer su rol individual y como grupo, en un fenómeno relevante para la sociedad contemporánea (Rama 31-41; Ibarra 175-76). La publicidad de sus opiniones, en tanto expresiones dadas a la luz pública impresas y circulando en los medios refiriéndose a un tema de contingencia e interés general, implicó dotarles de una mayor autoridad respecto de sus afirmaciones, que amplió la fianza sociocultural entregada por ser observadores y protagonistas de los hechos narrados (Díaz 122). Se trató de combatientes devenidos en escritores circunstanciales producto de la coyuntura bélica, que irrumpieron en la esfera de la opinión pública (Amelang 14). En definitiva, fue “la voz de los soldados”, como lo denominó el periódico santiaguino El Nuevo Ferrocarril (1 diciembre 1879).
Como testimonio de primera mano, el escrito de Andaur se constituye como un ejercicio autobiográfico al dar cuenta de acontecimientos relevantes de su trayecto vital. La revisión del documento permite señalar la existencia de al menos tres planos en el relato. El primero es la reconstrucción en primera persona de los hechos acaecidos el 21 de mayo de 1879, como testimonio del combate desde la perspectiva de un sobreviviente de guerra, cuyo bando resultó victorioso constituyéndose en un registro para sus contemporáneos y la posteridad (Stewart 41-49; Lomsky-Feder 5). Andaur destacó su participación afirmando que “El que esto escribe tuvo la suerte de encontrarse en esa fecha memorable a bordo de la gallarda goleta que mandaba el invicto Condell” (La Patria, 20 de mayo de 1882). En segundo lugar, como insumo para el discurso y retórica nacionalista desplegada por los diarios en torno a la defensa de la causa nacional, que permitió legitimar ante el gran público la guerra (Flores 217). Esa narración entregó datos de interés para el público general interesado por el desarrollo de las acciones militares, acercando la guerra a los grandes centros poblados de Chile, que se encontraban alejados del teatro de operaciones. De manera adicional, permitió a los medios entregar contenidos originales que los diferenciaran de su competencia en el mercado de las noticias. Por último, la reflexión de Andaur en torno a la trascendencia de acontecimientos ocurridos en tiempo presente respecto de un conflicto en curso, satisfaciendo su aspiración de reconocimiento público y su lugar en la historia nacional (Amelang 14). En ese contexto, igualó la importancia del combate de Punta Gruesa con el de Iquique, asegurando que “La gloria de Prat es también la de los sobrevivientes de Punta Gruesa. A ellos también les corresponde un lugar en el panteón heroico”, pues, “cual más, cual menos, contribuyó con su grano de arena a escribir la página de oro” (La Patria, 20 de mayo de 1882). Aludió a la preeminencia en la atención, valoración y preferencia que se dio por el gran público contemporáneo, y que a la fecha en que se escribe esta introducción aún continúa, a las acciones ocurridas en Iquique por sobre las de Punta Gruesa.
Se conocen algunos datos biográficos de Andaur. Nació en Valparaíso (Chile). Sirvió en la Marina chilena como mayordomo. Antes de la Guerra del Pacífico, lo hizo en la cañonera Magallanes y en la Esmeralda (La Patria, 20 de mayo de 1882). El 9 de abril de 1879, a cuatro días rotas las hostilidades por parte de Chile contra el Perú, ingresó a la dotación de la corbeta Abtao. Fue trasladado a la Covadonga donde asistió al combate de Punta Gruesa. Luego fue asignado al pontón Valdivia y más tarde al transporte Thalaba, sin participar nuevamente en nuevos encuentros. Se desconoce la fecha de su muerte (Pelayo 7-8).
El 21 de mayo de 1879 Recuerdo de un hecho memorable contado por un actor en tan glorioso drama1
I
A medida que pasa el tiempo, los acontecimientos que han conmovido más profundamente tanto el espíritu de las naciones como el de los individuos, adquieren mayor importancia, son mirados con vivo interés y despiertan mucho más entusiasmo que el que revistieron a los ojos de los mismos contemporáneos.
Estos últimos, si bien comprendieron su alto significado, no pudieron asistir a los resultados que aquellos produjeron en la marcha y progreso de las naciones en que se desarrollaron.
El humo de las batallas agita y conmueve siempre el ánimo de los combatientes, provocando las miradas del mundo entero sobre los que, depositando en el altar de la patria la ofrenda de su heroísmo y abnegación, la hicieron grande, digna y feliz; pero disipada la aureola del triunfo, llega el caso de examinar si aquellos esfuerzos fueron provechosos o estériles en la obra común de la civilización.
La historia nos presenta más de un ejemplo de gloriosas victorias que han ido a herir, pero tiempo después, los intereses mismos de los vencedores.
Felizmente no puede decirse lo mismo de esa admirable campaña del Pacífico, aún no del todo terminada, y aunque no ha pasado el tiempo suficiente para que se puedan palpar los grandes beneficios que ha reportado para Chile, puede mirarse, desde luego, la vasta y halagüeña perspectiva abierta a sus futuros destinos.
En una campaña de tantos combates en el mar y en tierra, ha existido un hecho que por su significación moral y material merece figurar en primera línea en la historia de esta sin par contienda.
Me refiero a la gloriosa acción del 21 de mayo de 1879, sostenida en la bahía de Iquique2 y sus costas por los buques chilenos Esmeralda y Covadonga contra los blindados peruanos Huáscar e Independencia3.
El que esto escribe tuvo la suerte de encontrarse en esa fecha memorable a bordo de la gallarda goleta que mandaba el invicto Condell4, y cual más, cual menos, contribuyó con su grano de arena a escribir la página de oro que con esa acción y desde ese día enriqueció la historia nacional.
Muchas veces en mis ratos de estudio o de ocio me había entretenido ya en el solitario gabinete de lectura, ya alrededor del hogar de los buenos amigos y de la familia, imponiéndonos de cuentos o anécdotas en que figuraban como personajes principales y dignos de la admiración un veterano de la Independencia, un soldado de las guerras del primero Bonaparte5 o un marinero de la escuadra, que al mando de Nelson6 venció en Trafalgar7.
Al ver las muestras de respeto y satisfacción que imperaba entre los oyentes la memoria de semejantes personajes sentía, lo confieso, algo de vago y confuso que no podría decir si era mal disimulada envidia o pena del alma, por no haber podido encontrarme en iguales circunstancias.
¡Profundos secretos del destino!
¿Quién de aquellos buenos compañeros de la amistad pudo imaginarse que entre ellos mismos existía uno bastante afortunado que pocos años más tarde debía ser actor en el más grande hecho histórico de los tiempos modernos; hecho mucho más glorioso y fecundo que aquellos mismos que interesaban, en la citada época, mi imaginación, porque fue ofrecido a la gloria y grandeza de la patria y no a la fama y poderío de un solo hombre?
Pero dejando consideraciones a un lado, dediquemos, por medio de algunos ignorados detalles, un recuerdo a esa titánica acción, en su tercer aniversario.
II
Mi empleo en la dota≠ción de la Covadonga era el de mayordomo del comandante. En el mismo carácter había hecho en la Magallanes8 y en la Esmeralda poco antes [de los] viajes al Estrecho9 y a Tahiti10.
Cuando [estalló] la guerra fui embarcado en el Abtao11 y en este buque hice el viaje hasta Iquique, apostadero entonces de la escuadra chilena mandada por el contraalmirante don Juan Williams Rebolledo12.
Antes de la expedición al Callao en los primeros días del mes de mayo de 187913, fui trasbordado, en unión del comandante Condell a la Covadonga.
Mi deseo había sido seguir a mis compañeros al sitio donde iban a conquistar inmarcesibles glorias y donde muchos también debían ay! perecer, pero órdenes superiores dispusieron otra cosa.
Felizmente, en algo mitigaba ese alejamiento la circunstancia de quedar al lado del valiente Condell, jefe este último que siempre me pareció tan digno como valeroso.
Los acontecimientos se encargaron más tarde de manifestar elocuentemente que no me engañaba en esa apreciación.
III
Fue, pues, en ese carácter cuando en las primeras horas del 21 de Mayo y estando sacudiendo la cámara del comandante, se me presentó el guardia-marina señor Sáez [sic]14, y me dijo:
–Avisa al comandante que se ven el horizonte y por el lado norte, dos humos.
Dejé el plumero y me fui al camarote de aquel jefe. Dormía este profundamente por lo cual tuve que levantar la voz y repetir el aviso del oficial de guardia.
Levantóse inmediatamente el intrépido Condell y a medio vestir, cruzándose su espada al cinto, subió a cubierta dando las primeras órdenes de avanzar para reconocer lo que significaban esos humos.
Lo seguí hasta el puente, donde él subió, siguiendo yo en dirección a la proa a juntarnos con un grupo de tranquilos marineros, que departían animosamente sobre lo que podía representar aquella extraña y súbita aparición.
Desde el primer momento, tanto aquellos como el que esto escribe, no se equivocaron en sus juicios y calcularon inmediatamente la realidad de las cosas.
–Son buques peruanos, dije a los marineros.
–Son el Huáscar y la Independencia, me contestaron aquellos valientes servidores de Chile.
En ese momento la Covadonga viraba en dirección al puerto a comunicarse con la Esmeralda, y el toque de zafarrancho nos llamaba a todos a nuestros puestos.
Reunime [sic] con el mozo de cámara Pablo [sic] Opazo15 y ambos bajamos enseguida a la escotilla del pañol de granadas16, lugar donde estuvimos, con ligeros intervalos, hasta que fue echada a pique la Independencia.
En aquel puesto sentimos los primeros cañonazos del combate y sobre nuestras cabezas oíamos gran movimiento en la cubierta del buque, y los vivas a Chile que lanzaban los marineros, animados por sus jóvenes decididos oficiales y por sus propios instintos de valor y fiereza.
Como a las diez de la mañana, y en lo más crudo de la pelea recibí orden del comandante Condell de llevarle un vaso de agua, orden que cumplí gozoso porque me proporcionaba la ocasión de presentar mi pecho descubierto al odioso plomo enemigo.
Cuando llegué al puente encontré al entonces futuro vencedor de Punta Gruesa cubierto de sudor, con los ojos inyectados en sangre, pero tranquilo y resuelto.
–Adelante, muchachos, fueron las palabras que pronunció después de haber humedecido sus labios en el líquido.
Yo me dirigí a mi puesto por la escalera que a él conducía.
En ese instante sentí un gran estruendo, como un techo que se desplomaba y que al caer hacía astillas. Creí en los primeros momentos que nos íbamos a pique, pero al poco tiempo pude ver que era una granada que entraba frente a la máquina y se enterraba en las carboneras.
Detúveme algunos instantes a contemplar el efecto causado por el proyectil e inmediatamente volví a mi puesto de combate.
Ninguna clase de esperanza alimentaba nuestra alma en esos solemnes instantes. La lucha tan desigual, que el triunfo era para mí como para mis compañeros cosa que no se nos pasaba ni por la mente.
Sin embargo, cuando las horas pasaban y seguíamos resistiendo los repetidos ataques del ensañado enemigo, sin ser ultimados, un rayo de esperanza de salvar, como fugaz meteoro, cruzó mi mente y me hizo exclamar dirigiéndome a Opazo:
–¡Qué fuéramos a salvar de las garras de estos malditos cholos!
Sonrió este sin responder, lo que, observado por mí, me callé, pero siempre con ese vago presentimiento de salvación aunque no de triunfo.
A la hora poco más o menos en que esto sucedía, y después de sentir muchos cañonazos, oímos un gran clamoreo sobre cubierta.
El fuego no disminuía en lo menor a bordo de la goleta.
En ese momento acertó a pasar frente a la escotilla un marinero, el que al vernos y sin duda por ese instinto de expansión que siente el hombre al sentir en su alma grande alegría, gritó:
–¡La Independencia a pique! Los cholos se han j…! [sic]
–¡Viva Chile!… gritamos todos, subiendo yo primero a cubierta donde pude darme cuenta de la realidad.
IV
No olvidaré, mientras viva, esa hora feliz en mi existencia. La cubierta se encontraba llena de cabos, trozos de madera, fragmentos de balas y otros mil objetos en completo desorden; en diferentes partes de ella, marineros y soldados, al mando de Olave17, disparando sus armas de precisión; aquí el guardiamarina Valenzuela18 haciendo fuego con los cañones de a 9; más allá otro grupo cargando las colisas19 y en medio de este cuadro, que envolvía el humo, el comandante Condell, espada en mano, la gorra echada atrás, cubierta la frente de sudor, dando las últimas órdenes.
Al llegar al puente de proa, comprendí toda la extensión de la victoria.
La Independencia, hacia la costa, tumbada sobre uno de sus costados, estaba envuelta en una ligera nube de vapor; en su palo mayor tremolaba una bandera blanca y gran movimiento se notaba a bordo.
Fue tal la impresión que causó en mí este suceso, que enloquecido, entusiasmado hasta lo infinito rompí a entonar el himno nacional, al que hicieron coro los marineros que había más inmediatos.
Me dirigí inmediatamente donde el comandante Condell, a quien abracé con toda la efusión de mi alma.
–Bueno, muchacho, me dijo este, a sus puestos, agregó dirigiéndose a otros que también se preparaban a imitarme; todavía no habíamos concluido.
Bajé inmediatamente con el ánimo de obedecer alegremente lo que se me ordenaba, pero la curiosidad pudo más que la disciplina y como ya no había que pasar más balas, me quedé departiendo entusiastamente, o mejor dicho, locamente con algunos marineros que yacían echados al pie de sus cañones.
Solo aquí vine a saber lo sucedido al doctor Videla20. Una bala le había llevado dos pies y a esa hora se revolcaba en su lecho en las crueles convulsiones de su horrible agonía.
En la tarde, serían las cinco, bajé al camarote de este digno oficial, a quien abrazó conmovido hondamente. Miróme este, como dándome las gracias por la visita, y me tendió la mano la que estreché con gratitud y respeto.
Perdida la Independencia, quisimos ir en auxilio de los náufragos, pero al acercarnos distinguimos por el lado norte al Huáscar que nos perseguía. No había tiempo que perder y virando a bordo emprendimos nuestra retirada al sur. No podíamos detenernos si queríamos escapar de su furor y de su espolón.
En cuanto a la Esmeralda, nada supimos de ella, pero la presencia del monitor peruano nos dio a comprender que a esa hora debía descansar en el fondo del mar. Y sus tripulantes, ¿qué había sido de ellos? Habían todos perecido indudablemente; no podíamos dudarlo.
Tres días transcurrieron sin saber nada acerca de la vieja corbeta, al cabo de los cuales recibimos su aviso de lo sucedido por el vapor Santa Rosa21. La Esmeralda se había ido a pique con su bandera al tope. Era lo que suponíamos. ¡Pobre barco!
He visto a marineros antiguos, viejos lobos de mar y de las tempestades, llorar como tiernos niños al recordar los detalles de aquel combate.
Desde ese día se fijó en el cielo de Chile la estrella de la victoria.
Los más pesimista depusieron sus dudas ante ese astro luminoso, destinado a guiar a nuestros soldados y marinos, a las más apartadas regiones y obtener los más difíciles triunfos.
Hasta aquí llegan los recuerdos de aquel día memorable.
Hasta la entrada de la noche me ocupé, en unión de Opazo, en arreglar la cámara del Comandante y en prestar ayuda a los tripulantes, en sus faenas de reparación y salvamento del buque.
Estos trabajos debían durar todavía algún tiempo.
El sol del 22 de mayo anunció otro día.
No me toca a mí en este escrito relatar la serie de sucesos en que más tarde tomé parte y que formarán la historia de las hazañas de la feliz goleta Covadonga, hoy sepultada en aguas extranjeras.
El recuerdo en honor del tercer aniversario del combate gigante está hecho, si no con talento y lucidez, con la sinceridad propia del hombre del mar.
V
Tres años han pasado de esa fecha memorable.
Prat22 y los tripulantes de la Esmeralda han pasado a la historia de Chile, como la más brillante falange de héroes, que jamás la fama haya aclamado.
Murieron aquellos y junto con su sacrificio entraron al templo de la inmortalidad, que solo principia para los individuos cuando el dintel de la vida esta salvado.
Más tarde, cuando la marcha del mundo haga igual con los tripulantes de la Covadonga en el 21 de mayo, sus nombres se grabarán en las mismas tablas donde se encuentran inscritos los de la vieja corbeta.
Nunca se comprende ni se admite la inmortalidad en los vivos. Para que esta exista en la conciencia de los pueblos, es necesario que el humano ropaje, con sus faltas y pasiones, desaparezca y quede solo la memoria de hombre purificados en la abnegación, en el sacrificio y en el heroísmo.
Mientras esa hora llegue, no olvidemos las consecuencias que el célebre combate del 21 de mayo trajo para el éxito feliz de la campaña.
Morir como Prat y sus compañeros, era morir como chilenos.
Así lo comprendió el ejército y la marina.
Hé ahí también el secreto de esas victorias, imposibles para otro ejército que no hubiera sido el chileno; de esas jornadas en que las fatigan, sufrimientos y penalidad se alternaban con el entusiasmo y virilidad para soportarlo todo y triunfar de todo.
En el porvenir será un honor, una prueba de gran distinción y de orgullo decir: –Formó parte del ejército o de la marina de Chile durante la guerra de 1879,1882.
Ese solo hecho formará una aristocracia superior a la del dinero y a la de la familia.
¡Qué mejor timbre de honor para un pueblo libre!
En cuanto a mí, me contentaré con repetir: ¡Fui de la Covadonga el 21 de Mayo de 1879!
Y. R. Andaur.
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Notas
La goleta Covadonga fue construida en 1859 en el astillero español de La Carraca (Cádiz). En la guerra contra España, fue capturada por la corbeta chilena Esmeralda. En la guerra del Pacífico, participó en el combate naval de Punta Gruesa donde derrotó a la fragata blindada peruana Independencia. Apoyó diversas acciones navales y terrestres. Fue hundida en Chancay por un bote cargado de explosivos (13 de septiembre de 1880) (Castagneto y Lascano 54-59).
El monitor Huáscar fue construido entre 1865 y 1866 en Birkenhead (Inglaterra) en los astilleros de los hermanos Laird. Dotado de blindaje de acero, contó con una torreta giratoria y un ariete o espolón. Fue parte de la Marina de guerra del Perú, no alcanzando a participar de la guerra con España. Participó del alzamiento de Nicolás de Piérola contra Manuel Ignacio Prado, combatiendo contra las naves británicas HMS Shah y HMS Amethyst (21 de julio de 1877). En la guerra del Pacífico hundió a la Esmeralda en el combate naval de Iquique (21 de mayo de 1879), para luego merodear las costas chilenas entre mayo y octubre. Fue capturado por los chilenos en Angamos (8 de octubre de 1879), integrándose a su escuadra. Participó del bloqueo a Arica y de las operaciones navales de la campaña a Lima. En 1891, tomo parte en la guerra civil en el bando congresista. A inicios del siglo XX fue destinado como buque madre de submarinos. Fue retirado del servicio en 1934. Hoy sirve a la Armada de Chile como museo flotante en el puerto de Talcahuano (López y Ortiz 10-85).
La fragata Independencia fue construida entre 1864 y 1886 en los astilleros Samuda Brothers (Inglaterra). Contó con blindaje, espolón y piezas de artillería Armstrong. Perteneció a la Marina de guerra del Perú y en 1877 fue parte de las naves que controlaron la sublevación del Huáscar. Tras el estallido de la guerra con Chile, le fue agregado un cañón Vavasseur en la proa. Encalló en Punta Gruesa y luego quemada por su tripulación el 21 de mayo de 1879, luego de perseguir sin éxito a la Covadonga (Grieve 215-218; Carvajal 98; Basadre 211-213).
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