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Memoria y olvido. El franquismo y la transición, treinta años después

MEMORIA E ESQUECIMENTO O Franquismo e a transição, trinta anos depoi

MEMORY AND FORGETFULNESS Franquism and the transition, thirty years after

Manuel Pérez Ledesma
Universidad Autónoma de Madrid, España

Memoria y olvido. El franquismo y la transición, treinta años después

Revista Tempo e Argumento, vol. 1, núm. 1, pp. 217-235, 2009

Universidade do Estado de Santa Catarina

Memoria y olvido: dos términos de notable éxito en los últimos años. Sobre todo el primero, que a punto está de dar nombre a una ley, la Ley de la Memoria Histórica, si el Parlamento español lo considera oportuno. De ella, de la “memoria histórica” o “colectiva” se ha hablado en otras intervenciones de este Encuentro; como se sabe, la expresión, procedente de Maurice Halbwachs, ha dado objeto a múltiples discusiones en torno a su significado y sus usos. Pero yo no voy a entrar en ese debate, que nos llevaría mucho tiempo y nos desviaría del caso concreto de España, desde la transición hasta nuestros días, al que está dedicada mi intervención. En lo que sí quiero entrar, como preámbulo al análisis de este caso, es en la relación entre los dos conceptos -la memoria y el olvido- que sirven de título a mi conferencia.**

¿Contrapuestos o complementarios?

En un primer acercamiento, da la impresión de que se trata de dos términos opuestos, que responden a dos realidades no sólo distintas, sino también enfrentadas. Dos realidades de las que una, la memoria, representa la cara positiva, mientras la otra, el olvido, se refiere a la cara negativa, oscura y desagradable. Ésta es la imagen que en nuestro país se ha reforzado considerablemente en los últimos años, en especial en el actual debate sobre el recuerdo de la guerra y el franquismo desde los momentos de la transición a la democracia hasta nuestros días. En ese debate, a la dicotomía entre la memoria, o lo positivo, y el olvido, o lo negativo, se le ha unido, además, la consideración de que ambas son el resultado de decisiones conscientes de individuos o grupos de individuos. En la España del postfranquismo hubo, o al menos eso es lo que se dice, un “pacto de olvido”: es decir, un acuerdo entre las élites políticas procedentes del franquismo y de la oposición con el fin de esconder el pasado, de dejar de hablar de la guerra y la dictadura franquista, y de arrastrar a los españoles en la misma dirección. De ahí que, para los críticos de la transición resulte ahora necesario dar la vuelta al proceso, acabar con dicho pacto, y hacer que la memoria triunfe frente a la negación que representa el olvido.

Antes de entrar a examinar el caso español, conviene poner en cuestión esas relaciones entre los dos conceptos mencionados. Para empezar, ni el olvido ni la memoria son el fruto de decisiones totalmente voluntarias y absolutamente libres de los individuos o de los pueblos. De hecho, junto a esas decisiones hay un cierto componente coercitivo, que nos obliga a recordar cosas que desearíamos echar al olvido, aunque también nos hace olvidar otras de las que nos gustaría acordarnos. ¡Qué más quisiéramos que tener una memoria auténticamente selectiva, capaz de recordar sólo aquello que resulta apetecible y de olvidar todo aquello con lo que nos sentimos a disgusto! Lo malo es que las cosas no son tan simples: la memoria juega malas pasadas, y nos hace recordar los que no desearíamos y olvidar a veces lo que nos haría felices.

Memoria y olvido pertenecen a aquello que los escolásticos llamaban “potencias del alma”: unas potencias que los seres humanos no controlan, o al menos no controlan por completo. Y si esto es así para la memoria individual, para la memoria de los sujetos tomados uno a uno, también lo es para la memoria de los grupos sociales, para la llamada “memoria histórica” o “colectiva”. Mucho más en la medida en que, por tratarse de una colectividad, es más difícil y complicado controlar los recuerdos, con el fin de evitar los no deseados y sólo conservar aquéllos que resultan satisfactorios.

Por otro lado, y a pesar de lo que la sabiduría establecida da por bueno, memoria y olvido no son términos absolutamente contrapuestos, de los que uno debe predominar sobre el otro; antes al contrario, ambos son igualmente necesarios y tienen algo de complementarios. Como nuestra capacidad para el recuerdo es limitada, en la medida en que recordamos unas cosas, tendemos a olvidar el resto. Recuerdo y olvido, por ello, son dos procesos que se necesitan mutuamente, que se complementan, y que no aparecen enfrentados como lo bueno y lo malo, o lo positivo frente a lo negativo.

Algunas citas del siglo XIX servirán para confirmar este rápido análisis. En un texto famoso por su definición de la nación como un principio espiritual, que no dependía de rasgos objetivos sino de la voluntad de los habitantes del territorio implicado, señaló Renan: “Dos cosas que, a decir verdad, no son más que una, constituyen este alma, este principio espiritual. La una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa” (Qué es la nación, apartado III, 1882). Pero no se trataba sólo de recuerdos; páginas antes había explicado el propio Renan que, para mantener viva esa voluntad, era necesario además “que todos los individuos tengan muchas cosas en común y que todos hayan olvidado muchas cosas” (la cursiva es mía). Lo que en el caso de los franceses se concretaba en que ningún ciudadano recordara su origen (si era “burgundio, alano, taifalo o visigodo”), y en que todos hubieran olvidado los enfrentamientos del pasado, como la noche de San Bartolomé o las matanzas del Mediodía de Francia en el siglo XIII. Llevando aún más allá las cosas, Renan atribuyó un papel decisivo en la formación de las naciones tanto al olvido como a los errores históricos, al tiempo que veía en “el progreso de los estudios históricos” nada más y nada menos que “un peligro para la nacionalidad”. Y ello por una razón bien simple: porque las naciones se habían construido mediante la violencia, a través de actos brutales de los que más valía no acordarse.

Por supuesto, la perspectiva de Renan sólo encaja en una concepción no esencialista, sino contingente, del pueblo y la nación. Sólo desde esta óptica el olvido, e incluso el error, eran tan importantes como la memoria y la verdad. Aunque desde presupuestos muy diferentes, esta actitud fue compartida por otro heterodoxo decimonónico, Friedrich Nietzsche, que le dedicó algunas reflexiones en la segunda de sus Consideraciones intempestivas, cuyo título -Sobre la utilidad y el perjuicio de la Historia para la vida- resulta por sí sólo bien expresivo. “Es posible vivir casi sin recuerdos, e incluso vivir feliz, como muestra el ejemplo del animal, pero es completamente imposible vivir en general sin olvidar”, explicó Nietzsche; o lo que es igual, “lo ahistórico [entendiendo por ello “el arte y la fuerza de poder olvidar”] y lo histórico son en igual medida necesarios para la salud de un individuo, de un pueblo o de una cultura” (en esta ocasión, las cursivas proceden del autor).

La razón en este caso era distinta a la esgrimida por Renan. Sólo debían mantenerse aquellos conocimientos históricos que servían para vitalizar a un pueblo; el resto, la “enfermedad histórica” que a su juicio vivía la juventud alemana, debía ser contrarrestada tanto por lo ahistórico, es decir por el olvido, como por lo suprahistórico, el arte y la religión. Porque sólo tenía sentido una historia al servicio de la vida, capaz de impulsar la construcción del futuro: dicho en las propias palabras de Nietzsche, “el conocimiento del pasado (...) sólo se desea en cualquier época al servicio del futuro y el presente; pero no para la debilitación de este último ni para el desarraigo de un futuro lleno de vitalidad”. Lo otro, la pura acumulación y clasificación de montañas de datos, guiada en exclusiva por criterios eruditos, era un menester de cabezas huecas, más dañino que saludable para la vida de los hombres y los pueblos.

Cuarenta años de olvidos

Ahora bien, no hace falta llegar tan lejos, hasta Renan o Nietzsche, para encontrar testimonios de la complementariedad entre el recuerdo y el olvido. Más cercana a nosotros, la propia historia española de las últimas décadas ofrece buenos ejemplos de ese mismo carácter. En la medida en que en este terreno hay decisiones conscientes de individuos y grupos (y ya hemos visto que las decisiones importan, aunque no controlen del todo la situación), podríamos decir que durante el franquismo, o al menos a partir de los años sesenta, tanto el régimen como la oposición se esforzaron por colocar al olvido en un destacado primer plano, mientras los recuerdos y la memoria quedaban relegados a un segundo lugar menos relevante. Esa relación desigual se mantuvo durante la transición, gracias de nuevo a las actitudes de quienes buscaron un nuevo ajuste entre los recuerdos y los olvidos; un ajuste del que probablemente nos estamos alejando en los últimos diez años –o, al menos, ésa es la pretensión de quienes desean situar a la memoria en el lugar destacado del que hasta ahora había estado ausente.

Veámoslo por partes. Es verdad que durante el franquismo tanto los libros de historia como, más en general, la propaganda del régimen intentaron adoctrinar a los españoles en el recuerdo de algunos personajes y episodios gloriosos de la historia patria: en el recuerdo de los Reyes Católicos, de Carlos V y de Felipe II; pero también del descubrimiento, la colonización y la cristianización de América, y de la grandeza del imperio europeo y el Siglo de Oro de la cultura española. Pero más que estos recuerdos, en lo que el dictador y su régimen pusieron mayor empeño fue en conseguir que los españoles olvidaran las tres centurias posteriores. Que olvidaran, para empezar, el siglo XIX, al que Franco –emulando a Fernando VII, tras su vuelta del exilio- pretendió excluir de la memoria nacional. Lo explicó así en un discurso de 1950: “El siglo XIX, que nosotros hubiéramos querido borrar de nuestra historia, es la negación del espíritu español, la inconsecuencia por nuestra fe, la denegación de nuestra unidad, la desaparición de nuestro imperio, (...) algo extranjero que nos dividía y nos enfrentaba entre hermanos y que destruía la unidad armoniosa que Dios había puesto sobre nuestra tierra”. Pero también el siglo de las Luces, acusado de nuevo de extranjerizante, así como el primer tercio del siglo XX, en el que España se vio “arruinada y desarmada”, y por supuesto la Segunda República, cuyo balance no pudo ser “más desdichado”, debían caer en el olvido. Porque lo mejor era olvidar un periodo que –como señaló el propio Franco en muchas ocasiones- había llevado a España a la “desintegración nacional” derivada del éxito de los separatismos, a la persecución de la religión y la Iglesia, al quebrantamiento del orden y del “principio de autoridad”, a la paralización económica reflejada en las huelgas y los conflictos laborales, y por fin al “deslizamiento rápido hacia el comunismo”.

En conjunto, el franquismo sólo quería que se recordaran los años y las décadas posteriores al levantamiento militar. Desde su óptica, la “cruzada” permitió superar la decadencia anterior y establecer un nuevo comienzo; un comienzo o una renovación radical que hacían innecesario el recuerdo detallado del declive precedente. Más tarde, cuando el poder pasó a estar en manos de civiles y no de militares, y hasta el propio Franco abandonó la imagen de caudillo militar para adoptar el tono paternalista propio de los últimos años de la dictadura, en lo que se insistió fue en el recuerdo de la paz, el orden y el desarrollo económico; un recuerdo que, al menos desde la campaña de los “25 años de paz” que el régimen puso en marcha a bombo y platillo en 1964, se convirtió en su principal instrumento propagandístico.

Desde una óptica radicalmente opuesta, también la oposición hizo todo lo posible por convertir al olvido, y no a la memoria, en un ingrediente fundamental para la construcción del futuro de España. No hay más que recordar la política de reconciliación nacional defendida desde los años cincuenta por la principal fuerza antifranquista, el Partid Comunista de España; o la propuesta de los promotores de la Unión de Fuerzas Democráticas, en 1959, para superar las diferencias de la guerra civil y acabar con toda distinción entre vencedores y vencidos en la misma.

Dada esta coincidencia, no puede resultar sorprendente que tanto la élite política procedente del franquismo como los líderes de la oposición encontraran un terreno de acuerdo en el olvido de las divisiones del pasado. Hubo lo que algunos han llamado un “pacto de olvido”, y otros una decisión de “echar al olvido” (ambas expresiones, pese a los debates a que han dado lugar, pueden considerarse casi como sinónimas) todos aquellos recuerdos que dificultaban el reencuentro entre los españoles. Lo explicó con toda claridad Marcelino Camacho: “¿Cómo podíamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?”. Lo repitió Ramón Tamames, diputado en 1979 por el Partido Comunista: “De cara al mañana lo mejor que podemos hacer los españoles es olvidarnos de franquismos y antifranquismos”. Junto con ellos, la importancia del olvido apareció tanto en la esfera pública, en numerosos discursos de dirigentes de casi todas las corrientes políticas, como en la privada: porque también muchas familias, en las que la participación de sus miembros en uno u otro bando había sido causa de división y enfrentamiento, necesitaban del olvido para conseguir la reconciliación. Las reclamaciones de amnistía, que desembocaron en manifestaciones masivas en 1976 y 1977 y en la aprobación de varias normas legales hasta la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977, fueron el momento culminante de este proceso de reconciliación y olvido. (Conviene recordar que es precisamente eso lo que significa el término “amnistía”: al igual que “amnesia” procede del griego amnêsia, que significa olvido).

Es precisamente esa decisión de olvidar manifestada, entre otras formas, en las reclamaciones de amnistía la que ha sido objeto de las mayores controversias en los últimos años. Unos años en los que, no sólo en España sino también en la mayoría de los países europeos (y en muchos americanos que también vivieron la experiencia de una dictadura, y de la transición hacia la democracia), la memoria, y más en concreto la memoria colectiva, se ha convertido en un tema central en la vida pública. Estamos “enfermos de memoria”, dijo Todorov hace pocos años, hasta el punto de que la memoria se ha convertido en una de las piezas clave de nuestra identidad. Quizá sea porque, como han señalado los postmodernos, en la medida en que se han acabado los grandes relatos que desde el siglo XVIII daban sentido a la historia y articulaban nuestra concepción del mundo, hemos perdido toda capacidad para imaginar el futuro. O lo que es igual, sólo vemos el futuro como una continuación sin grandes cambios del presente, o en todo caso como el resultado de acontecimientos que están fuera de nuestro alcance y cuyas repercusiones no podemos siquiera sospechar. Por eso, si no podemos imaginar un futuro que suponga una mejora sustancial con respecto al presente, si el futuro es sólo un tiempo oscuro e imprevisible, lo único que nos queda es el pasado.

Más aún en el caso español en el que buena parte de ese pasado prácticamente había desaparecido, en la medida en que el franquismo, como ya hemos visto, intentó que los españoles no lo conocieran o se olvidaran de él. Bien es verdad que, al menos para algunos, la responsabilidad no se limita el franquismo: tras su final, el “pacto de olvido” de la transición, que hizo posible la continuidad de la élite política anterior sin que nadie pidiera cuentas a sus miembros de lo ocurrido durante la dictadura, desembocó en una conspiración de silencio de las minorías dirigentes, y trajo consigo la “ablación de la memoria histórica” (Vidal Beneyto) o, al menos, el triunfo de una especie de “amnesia colectiva” (Sartorius- Alfaya), a la que habría que culpar de la debilidad de la cultura democrática de los españoles hasta nuestros días.

Esta formulación, tan repetida en los últimos años, mezcla, al menos a mi juicio, varias cuestiones distintas, en una extraña cacofonía que ha enturbiado hasta ahora el debate. Por eso, para que la discusión tenga algún sentido quizá haya que distinguir tres diferentes niveles de análisis. Uno es puramente descriptivo: ¿hubo en realidad un olvido tan intenso, una amnesia colectiva provocada por un acuerdo para ocultar el pasado? Se supone que los datos objetivos deberían servir para contestar a esa cuestión, aunque de hecho es en ella donde se ha centrado el debate. Porque lo que no se ha hecho normalmente explícito, pero ha influido decisivamente en las diferentes respuestas a aquella pregunta, son otras dos cuestiones, que tienen más que ver con la valoración que con la descripción. Si hubo olvido, y en especial si fue el resultado de un pacto entre las élites, ¿se trató de un pacto necesario, o al menos fue positivo para la transición hacia la democracia? Y, por fin, teniendo en cuenta que han pasado más de treinta años desde la muerte del dictador, ¿es bueno que perviva el olvido, en la medida en que responde al “espíritu de la transición”, y que se evite todo intento de rememoración del pasado? O, por el contrario, ¿es un freno para la plena consolidación de la democracia, que sólo se producirá cuando los recuerdos triunfen sobre la amnesia?

En esta intervención, me ocuparé sobre todo del nivel descriptivo: de medir en lo posible el recuerdo y el olvido, y de precisar cuáles fueron los contenidos de uno y otro en el proceso de transición a la democracia. Pero también me referiré al final de la misma, y aunque sea de forma más breve, de las cuestiones normativas, es decir de la bondad o maldad de las actitudes ante el pasado mantenidas hace treinta años y continuadas en nuestros días.

Memoria, pero no conmemoración

Tanto quienes piensan que hubo un pacto de silencio y olvido como quienes por el contrario insisten en el peso de la memoria suelen utilizar el singular a la hora de definir lo ocurrido. En cambio, en el análisis que sigue predominará el plural: porque lo que hubo, al menos a mi juicio, fueron memorias diferenciadas, recuerdos plurales y olvidos selectivos, en una mezcla mucho más compleja y difícil de desentrañar de lo que se deduce de las respuestas univocas en una u otra dirección.

Podemos, en todo caso, empezar a desentrañarla partiendo de una doble negación. En el periodo de la transición, ni el régimen franquista ni la oposición democrática consiguieron que sus propias memorias fueran las dominantes. Por supuesto, el franquismo no pudo, y ni siquiera intentó que la población española se acordara de los Reyes Católicos, de los grandes monarcas de la Casa de Austria o del Siglo de Oro: todos esos recuerdos, tan influyentes en los años cuarenta, habían quedado obsoletos y resultaban demasiado lejanos para un país que se había modernizado con suma rapidez, por lo menos en el terreno económico, y al que símbolos como el águila imperial o el yugo y las flechas ya no le decían nada. Los recuerdos de la guerra civil, de nuevo bien visibles en los cuarenta, difícilmente encajaban en una dictadura que al final de su trayectoria estaba en manos de tecnócratas, y no de militares. Y en cuanto a la paz, el orden y el desarrollo, a cuya exaltación y recuerdo se había dedicado el régimen desde los años sesenta, no parece que influyeran decisivamente, al menos en las generaciones más jóvenes, que no habían vivido los enfrentamientos de la república y la guerra civil y no atribuían un mérito especial al régimen de Franco por mantener el orden público y fomentar el crecimiento económico.

Pero tampoco la oposición consiguió imponer en la memoria pública una imagen del pasado al que ella misma remitía, es decir de la Segunda República, como un modelo de experiencia democrática. En parte, porque el franquismo, como ya he señalado, había conseguido difundir una imagen negativa global del periodo, como una nebulosa de caos y desorden, que aún subsiste en nuestros días. Pero también porque la oposición no hizo nada por defender aquel recuerdo: bien porque aceptaba la monarquía, o bien porque las políticas precedentes de olvido y reconciliación les llevaban a dejar de lado la etapa republicana y a defender la democracia como “un nuevo comienzo”.

A falta de recuerdos en positivo, lo que imperó en la transición fue un recuerdo negativo, pero sumamente influyente, de la guerra civil. Al margen de lo mucho que se escribió sobre ella en libros, revistas y periódicos (lo que pone en duda la existencia de un “pacto de silencio”), lo importante era que la guerra estuvo presente en la cabeza y las actitudes de los españoles. Era un recuerdo más bien genérico y en cierta medida involuntario o no querido; un recuerdo que se imponía a la voluntad de los sujetos, muchos de los cuales habrían preferido olvidar aquel enfrentamiento, como consecuencia del temor ante una situación inédita, aunque no inesperada (no se sabía qué iba a pasar tras la muerte del dictador) La memoria, en gran medida compartida, del conflicto se basaba en una ficción moral que tanto el franquismo como gran parte de la oposición habían defendido en los años anteriores: la ficción de una “guerra fratricida”, resultado del fracaso en la convivencia de los españoles, un fracaso del que todos eran de alguna manera responsables. No era la guerra como cruzada frente a la amenaza comunista, ni tampoco como la consecuencia del levantamiento militar contra un régimen legítimo; más bien, era la guerra como tragedia, como el fruto de las pasiones desatadas en los dos bandos, de los odios y las parcialidades contrapuestas. En suma, la guerra como una “culpa colectiva”, derivada de la sinrazón de los españoles, o como una pesadilla frente a la cual sólo servía el firme propósito de no repetir semejante locura.

Esta presencia de la guerra en la transición, que una especialista ha definido como “abrumadora”, tuvo para empezar fines aleccionadores: era aquello que no debía repetirse “nunca más”. Pero también sirvió, de forma indirecta y en un grado muy inferior, para traer al recuerdo, por primera vez en el interior del país, a los vencidos que habían estado silenciados durante todo el periodo franquista. De ahí la insistencia, en algunos periódicos y revistas, en la represión, en los “paseos” y fusilamientos, y en general en los sufrimientos de quienes combatieron en el bando republicano o eran conocidos por sus convicciones políticas o religiosas contrarias a la ortodoxia franquista.

Ahora bien, a diferencia de lo que entonces y ahora ha hecho la Iglesia católica, los recuerdos que recogieron los medios de comunicación no llevaron a la formación de un auténtico “martirologio”. De hecho, no tuvieron un claro reflejo en la esfera oficial, donde se pretendió más bien pasar página, y no remover un pasado que podía ser fuente de divisiones y enfrentamientos. No hubo por ello una memoria “conmemorativa”: o lo que igual, los recuerdos no se reflejaron en actos de homenaje, en monumentos o en lugares de memoria. La prueba más visible fue la política seguida en muchos municipios, en especial en los en los que triunfó la izquierda, que se concretó en la eliminación de algunos lugares de memoria del régimen franquista (en especial, monumentos o nombres de calles), sin sustituirlos por otros relacionados con el bando derrotado. Se optó, más bien, por volver a las denominaciones anteriores a la República, lo que supuso la recuperación de nombres y recuerdos de figuras militares o civiles del liberalismo decimonónico, y sólo excepcionalmente de personajes del republicanismo o el socialismo de las primeras décadas del siglo XX.

Ni siquiera se recuperaron del todo las memorias familiares del conflicto, en parte por miedo y en parte por el afán de no abrir de nuevo heridas que no habían cicatrizado del todo. De manera que, aun en los años ochenta, en muchas familias se seguía ocultando lo ocurrido a aquellos parientes que no estuvieron en el bando de los vencedores. Las sorpresas, de las que hay numerosos testimonios orales, de quienes tardaron décadas en descubrir esas partes del pasado familiar son una clara prueba de las limitaciones de tales recuerdos.

En conjunto, esta mezcla de una memoria genérica y un tanto oblicua de la guerra, y del afloramiento de recuerdos parciales y en muchos casos incompletos de los vencidos, pero sin que hubiera lugar para una auténtica o conmemoración de los mismos, es la que define las actitudes de los españoles ante la guerra civil que imperaron en los años de la transición. Y no sólo en ellos. Una encuesta realizada en junio de 1991, quince años después de la muerte del dictador y más de medio siglo tras el final de la guerra, ofrecía resultados que encajan bien con la anterior descripción. En ella, un 68 por ciento de los españoles estaba “de acuerdo” o “muy de acuerdo” con la siguiente afirmación: “lo que ocurrió en la Guerra Civil fue tan terrible que es mejor olvidarlo que hablar de ello”. Un porcentaje superior, el 75%, estaba de acuerdo o muy de acuerdo con esta otra frase: “el recuerdo de la Guerra Civil ha estado siempre bastante presente, sobre todo a comienzos de la democracia, porque nadie quería que una cosa así volviese a ocurrir”. Por fin, dos tercios de los encuestados pensaban que los dos bandos fueron “igualmente culpables de las atrocidades ocurridas en la Guerra Civil”; y algo más de la mitad, un 56%, consideraba que a pesar del tiempo transcurrido, “aún sobreviven muchos odios personales” como consecuencia del conflicto.

Si tomamos las dos primeras opiniones, el resultado puede parecer contradictorio. Mientras en un caso se insistía en la presencia del recuerdo, en el otro se reclamaba la necesidad del olvido. Lo cual sólo puede entenderse si se tiene en cuenta el carácter no del todo voluntario de una y otra actitud. Si pudiéramos, se viene a decir, olvidaríamos el conflicto; lo malo es que no podemos, porque aún pesa sobre nosotros un recuerdo no querido del conflicto y las atrocidades que trajo consigo, como aún pesan los odios desatados por las acciones de unos y otros.

Del olvido al desinterés

Frente a la presencia de la guerra, con todas sus contradicciones, en la memoria de los españoles, lo más llamativo es el olvido al que se vio sometido lo más inmediato, la dictadura franquista. Un olvido, como es fácil suponer, relativo e incompleto, pero también innegable, como pusieron de manifiesto los resultados electorales, desde las primeras elecciones generales celebradas en 1977, menos de dos años después de la muerte del dictador. A pesar de lo que afirma la versión más extendida, lo que demuestran esos resultados es que fue una mayoría de la población la que decidió olvidarse del régimen anterior. Y no lo hizo por la presión de los líderes políticos, ni por un pacto de silencio impuesto desde arriba. De hecho, no había una total unanimidad en la élite política sobre el tema; antes al contrario, los dirigentes de Alianza Popular no tuvieron empacho en alabar la “obra del Generalísimo”, en reconocerse herederos de ella, en exaltar la “paz fecunda” establecida por la dictadura frente a quienes querían “volver a 1931, a 1934 o a 1936”, o en dedicar buena parte de su propaganda a un tema típicamente franquista, la unidad de la patria. “Nosotros defendemos la unidad sagrada de España; proponemos un Estado fuerte, capaz de defender el orden, la paz, la ley y los intereses nacionales de la Patria”, dijo Fraga en el primer congreso del partido, celebrado tres meses antes de las primeras elecciones democráticas.

En esos momentos, Alianza Popular contaba con una buena organización –en las últimas Cortes franquistas, eran el único grupo realmente organizado, con casi 200 procuradores- y un liderazgo conocido (los “siete magníficos”, encabezados por Manuel Fraga); habían conseguido que la ley electoral les otorgara algunos beneficios sustanciales; y en su propaganda jugaban con la ventaja de presentarse a la vez como defensores de la unidad nacional, la paz y el orden -es decir, de los valores más típicamente franquistas-, y como partidarios de una apertura política, bien que controlada y ajena a cualquier clase de aventuras. Teniendo en cuenta estos ingredientes, quienes al final del franquismo se atrevieron a realizar pronósticos sobre los resultados previsibles en unas hipotéticas elecciones futuras, les habían atribuido entre una cuarta y una quinta parte de los votos; pero en las elecciones de junio de 1977, tuvieron que conformarse con menos del 9 por ciento. Es decir, sólo un millón y medio de votantes se sintieron atraídos por los recuerdos del régimen anterior; menos, por cierto, que los que preferían recordar la lucha antifranquista del PCE (1,7 millones), y desde luego mucho menos que los que optaron por las nuevas esperanzas democratizadoras encarnadas en la UCD (6,3 millones) o por la mezcla de renovación generacional y recuerdos del pasado prebélico que representó el PSOE en aquella ocasión (5,3 millones). Los resultados fueron aún peores en los siguientes comicios, en 1979 (poco más del 6 por ciento); de forma que sólo tras el hundimiento de la Unión de Centro Democrático, y gracias al acercamiento de AP a otras fuerzas menos identificadas con el franquismo –lo que le ayudó a borrar su pecado de origen-, consiguió este partido atraer en 1982 a una cuarta parte del electorado.

Con su voto reiterado en contra del pasado franquista y de sus continuadores en la transición, los españoles pusieron de manifiesto las pocas huellas que los cuarenta años de régimen dictatorial habían dejado en su comportamiento político. El escaso apego a los símbolos de ese pasado se puso de manifiesto casi al mismo tiempo. Cuando los nuevos Ayuntamientos democráticos, en especial en las localidades en que ganó la izquierda, acordaron sustituir las denominaciones franquistas de calles o plazas, no encontraron ninguna resistencia entre una población que por su cuenta había seguido utilizando en muchos casos los nombres tradicionales. Nadie, salvo escasos grupos de nostálgicos, salió en defensa de los símbolos añadidos por el régimen de Franco en la bandera o el escudo tradicionales; ni hubo protestas, o solo muy minoritarias, tras la desaparición de los retratos de Franco de la mayoría de los centros oficiales, la retirada de algunas estatuas del dictador o de signos falangistas como el yugo y las flechas colocados en todo el país a la entrada de los pueblos y las ciudades.

Se podría decir, en suma, que el franquismo se había esfumado de repente, sin que nadie lo echara de menos. Lo cual contrasta notablemente con la más intensa pervivencia en otros países europeos de valores y actitudes procedentes de los totalitarismos o autoritarismos de entreguerras, a pesar del tiempo transcurrido desde su desaparición. Aquí radica, sin duda, la mayor paradoja de la transición española: sin una ruptura en el sentido fuerte del término, ni una revisión crítica del pasado, los españoles consiguieron desprenderse de los restos del franquismo con más rapidez e intensidad que los ciudadanos de otros Estados europeos en los que, al menos a primera vista, las fuerzas autoritarias habían sido derrotadas con mucha mayor contundencia.

El olvido continuó en los años siguientes, prácticamente hasta el final del siglo XX. Como ha señalado Paloma Aguilar, frente a la más que abundante producción literaria, cinematográfica o historiográfica dedicada a la guerra civil en el último cuarto del siglo, la que se ocupaba de los cuarenta años del franquismo era más bien raquítica. Raquítica y en buena medida escindida: porque mientras en el terreno literario e historiográfico la atención se había dedicado sobre todo a reconstruir la tragedia de los años cuarenta –es decir, el periodo de más intensa represión que en gran medida continuaba la propia guerra-, las películas que se han ocupado del franquismo más bien tienen un aire de farsa (baste pensar en La escopeta nacional) o de comedia amable, al estilo de la serie de televisión Cuéntame cómo pasó, un relato de la vida cotidiana de una familia de clase media y de los cambios en sus actitudes durante los últimos años del régimen.

Diversas encuestas de las décadas de 1980 y 1990 pueden servir igualmente de testimonio del olvido y el desinterés. La valoración positiva del régimen había ido cayendo lentamente, hasta llegar al 10,4% de los encuestados en 2000; en cambio, la visión negativa había ido subiendo hasta el 37,4% en esa última fecha. Por supuesto, eran las personas mayores las que mantenían una visión más positiva, y sus recuerdos se referían sobre todo al orden y el desarrollo económico de los años sesenta y setenta; mientras que las opiniones negativas eran las que predominaban en las cohortes más jóvenes, cuyos recuerdos se referían a la represión y la ausencia de libertad. Lo más llamativo, en todo caso, era el predominio de quienes atribuían al régimen de Franco una mezcla de cosas buenas y cosas malas: representaban más del 45%, un porcentaje que se había mantenido de forma estable desde 1985, y que se repartía por igual entre todos los grupos de edad.

Quizá podamos interpretar este último dato, en línea con lo señalado hasta ahora, como una clara confesión de desinterés. Recordar tanto la paz y el desarrollo como la falta de libertades y la represión es sin duda una forma fría y desapasionada de enfrentarse con el pasado más reciente.

Cambio de clima, treinta años después

Se ha dicho con frecuencia que la memoria cambia cada veinticinco o treinta años, es decir en unos plazos similares a los que según Ortega y Gasset daban origen a una nueva generación. Si esto es así, habrá que pensar que a finales del siglo pasado se abrió un nuevo periodo, y que las novedades que entonces aparecieron no eran puramente episódicas, sino que indicaban un cambio de tendencia.

Se pueden resumir en dos esas novedades. La primera tiene que ver con la sustitución de la memoria común de la guerra por una nueva memoria profundamente escindida del conflicto. La segunda, con la difusión y consolidación de una memoria, en gran medida compartida y altamente valorativa, de la transición a la democracia; de una transición a la que se ha convertido en un mito, en el mito de un nuevo comienzo, que excluiría o al menos haría innecesaria toda mirada hacia el pasado que la precedió. Junto a estas dos novedades en el terreno de la memoria, probablemente subsiste el mismo olvido del cuarto de siglo anterior hacia la etapa intermedia entre esos dos hitos, la guerra y la transición.

Veámoslo de nuevo por partes. De alguna forma, la memoria de la guerra ha abandonado la ficción de la culpabilidad generalizada y del nunca más, que estuvo en la base de todas las formulaciones anteriores, para preguntarse por la responsabilidad específica de uno y otro bando. Es verdad que la guerra desató la violencia de los dos, y que dio lugar a atrocidades tanto en uno como en otro. Pero frente a la opinión anterior, que atribuía el conflicto a las pasiones desatadas de los españoles, conviene señalar que fue más bien la guerra la causa y el escenario en el que tales pasiones llegaron a desatarse; lo que obliga a poner de nuevo en primer plano la pregunta sobre la responsabilidad por el estallido del enfrentamiento.

Es en este punto en el que han aparecido en los últimos años dos posturas irreconciliables, defendidas en primer lugar por historiadores de distinto signo pero que han acabado incidiendo en el debate político. Una es la versión más extendida entre los profesionales, que después de décadas de buscar en las estructuras económicas o políticas las raíces del conflicto, en los últimos años han empezado a otorgar una mayor importancia a los acontecimientos y el corto plazo. En concreto, la guerra aparece ahora en sus relatos como el resultado del golpe militar, y más específicamente de la desunión del Ejército, que fue la causa del fracaso de aquel golpe. Frente a esta versión, y como desde el análisis crítico de los documentos que llevó a cabo Herbert Southworth ya nadie puede seguir defendiendo que el levantamiento militar fue un movimiento preventivo ante la amenaza de un golpe comunista, quienes intentan justificarlo han utilizado un argumento relativamente nuevo. La guerra comenzó, reza esa nueva justificación, con el conato de revolución de octubre de 1934, y tras año y medio de hibernación, resurgió en julio de 1936. Con lo cual, la responsabilidad recae en quienes protagonizaron aquella revolución, es decir en la izquierda y los separatistas.

No es mi tarea, al menos en este texto, discutir tal versión, por otro lado sumamente endeble, de los orígenes del conflicto. Lo que aquí me interesa es más bien la pregunta por las alteraciones en la memoria que refleja la nueva explicación. ¿Por qué a finales del siglo pasado se rompió el consenso que se había mantenido hasta entonces? ¿Cuáles son las razones de que se abandonara la vieja visión de la responsabilidad compartida? A mi juicio, los principales motivos tienen que ver con el cambio político que se produjo en aquellos años; aunque también la aparición de una nueva generación alejada de los temores y esperanzas de la transición ha jugado un papel relevante.

El cambio en la situación política, en primer lugar. Con el triunfo del Partido Popular en 1996, repetido y ampliado en las elecciones de 2000, se abrió la posibilidad de revisar el consenso anterior, y en especial las versiones del enfrentamiento y sus causas que durante dos décadas habían ofrecido los historiadores, y que a ojos del partido en el poder estaban claramente escoradas hacia la izquierda. Una nueva hornada de periodistas e historiadores, que vinieron a sustituir al ya amortizado Ricardo de la Cierva, tuvieron fácil acceso a los medios de comunicación con el fin de ofrecer esa nueva explicación; una explicación que, entre otras virtudes, tenía la de liberar de responsabilidad a un importante sector de la clientela electoral del PP, y devolverla a quienes no sólo habían sido objeto de las acusaciones franquistas, sino que además eran los adversarios políticos de la derecha gobernante.

En sentido contrario, la izquierda descubrió con retraso que durante el largo periodo de permanencia en el gobierno, no había tenido una auténtica “política de la memoria”. Así lo reconoció el propio Felipe González tras perder el poder; y ese reconocimiento fue lo que llevó a los socialistas a tratar de recuperar el tiempo perdido impulsando iniciativas parlamentarias que, por otro lado, podían resultar incómodas para la mayoría de derechas. Por eso, en la primera legislatura, tras las elecciones de 1996, y sobre todo en la segunda, a partir de 2000, fue cuando se presentaron en el Parlamento más proposiciones de condena del levantamiento, definido como “golpe fascista militar”, y de la guerra civil. Aunque el Partido Popular fue muy reacio a estas iniciativas, finalmente en noviembre de 2002 aceptó sumarse a una proposición de condena de la dictadura presentada en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, quizá con la esperanza de que esta condena cerraría definitivamente el asunto.

Pero no lo cerró. Y no lo hizo, en gran medida, porque al mismo tiempo había llegado a la vida pública una nueva generación, la generación de los nietos de quienes vivieron la guerra y el franquismo; una generación cuya forma de enfrentarse al pasado era sustancialmente distinta a la de sus padres o sus abuelos. En concreto, sus miembros no habían vivido el temor de sus predecesores, ni se sentían atados a los compromisos y sobreentendidos en los que se basó la transición. Por eso, fueron ellos quienes, en especial desde la fundación en 2000 de las primeras asociaciones destinadas a este objetivo, trataron de recuperar la “memoria histórica” del conflicto, empezando por la propia memoria familiar, en muchos casos todavía oculta o cegada a pesar del tiempo transcurrido desde el final del mismo.

Sus acciones, sobre todo la apertura de las fosas y la exhumación de los cadáveres de muchas víctimas del terror franquista (hasta el verano de 2006 se habían producido más de 600 exhumaciones), reflejaron una forma de memoria sin duda distinta a la de los libros de historia, tan abundantes en las décadas precedentes: porque no se trataba sólo de descubrir qué ocurrió en el pasado, como habían hecho los autores de esas obras, sino de rememorar y conmemorar a quienes pagaron con su vida el apoyo al bando republicano.

La otra gran novedad del siglo XXI, aunque sus antecedentes se encuentran en las últimas décadas del XX, tiene que ver con la creación de una memoria mítica de la transición a la democracia. En este caso, la palabra mito se puede usar con los dos significados que habitualmente se le atribuyen: es un relato de los orígenes, pero un relato alterado e incluso falseado con el fin de servir a las necesidades del presente. Como demuestran las encuestas, la satisfacción de los españoles con el proceso que llevó al establecimiento de la democracia ha ido creciendo a lo largo de las dos últimas décadas: si en los años 1985-95 superaba el 70%, en 1998 llegó al 80%, y en 2000 al 86%. Hay sin duda, razones para el orgullo: tanto por el éxito de una transformación pacífica del régimen político, sin que en aquellos momentos hubiera muchos precedentes en que apoyarse ni ninguna certeza sobre su resultado, como porque finalmente los españoles pudieron librarse del pesimismo y las imágenes negativas sobre ellos mismos en las que habían sido socializados. Los españoles no eran los sujetos pasionales, individualistas y violentos, incapaces para vivir en un régimen democrático y que acabarían desencadenando una nueva guerra civil..., a los que durante cuarenta años se había referido el franquismo. Podían por eso abandonar el miedo a sus compatriotas que Franco había tratado de inculcarles, y mirar con optimismo un futuro democrático sin graves tensiones o enfrentamientos.

Precisamente, lo que más destacaban las encuestas era que el cambio se había hecho por consenso y de forma pacífica. De aquí que se haya creado la ficción de un “espíritu de la transición”, definido al parecer por el acuerdo o el consenso, olvidando con ello las dificultades y luchas abiertas de aquellos años. Ya nadie parece recordar que la transición tuvo lugar en medio de amenazas de involución procedentes de sectores militares, de conflictos en el seno del principal partido del momento, la UCD, que acabó desapareciendo víctima de esos enfrentamientos, y también de críticas de una derecha integrada en Alianza Popular, la mitad de cuyos parlamentarios estuvo en contra de la nueva Constitución.

Del énfasis en el acuerdo a la definición del consenso como la esencia de la democracia sólo hay un paso: un paso peligroso, si se me permite decirlo, en la medida en que puede perturbar el debate público y paralizar toda la acción política. Porque una cosa es la construcción de un régimen democrático, momento en el que es necesario el más alto grado de acuerdo, y otra el funcionamiento ordinario de un régimen de esas características, que debe basarse en el enfrentamiento de ideas y propuestas. La democracia existe, ha dicho Jeremy Waldroom, porque no todo el mundo piensa igual; por eso es necesario hacer explícitas las opiniones contrapuestas y medir el apoyo de unas y otras.

Volvamos, en todo caso, a nuestro asunto. Frente a las novedades en la memoria y la valoración de la guerra y la transición que aportó el cambio de siglo, el franquismo ha seguido sumido en el olvido y el desinterés. Los historiadores, y muchos lectores, recuerdan con especial insistencia los años cuarenta, en la medida en que esa década supuso la continuación de la guerra y la represión bélica. Pero el resto del largo periodo de poder del dictador forma parte, consciente o inconscientemente, del reino de la desmemoria.

Quizá puedan encontrarse dos razones complementarias de ese olvido. Para muchos miembros de las generaciones que vivieron y se beneficiaron del régimen, funciona un mecanismo similar (aún con todas las diferencias en la magnitud de la tragedia), al que en 1967, y refiriéndose al caso alemán, Alexander y Margarete Mitscherlich definieron como “la incapacidad de sentir duelo”. En la Alemania de los años sesenta, era su argumento, el reconocimiento oficial del horror nazi no fue acompañado de un reconocimiento individual de la propia responsabilidad, del mismo modo, en la España actual la consideración del régimen como una dictadura reprobable -sanguinaria en sus años iniciales, y anacrónica más tarde-, no ha ido unida a una verdadera asunción de la responsabilidad por parte de quienes la apoyaron en su día. Por otro lado, quienes la sufrieron y no hicieron nada para combatirla parecen sufrir los sentimientos de culpa que derivan de su inactividad. De una inactividad que además les ha llevado en muchos casos a ser objeto de las acusaciones de sus descendientes, cuyas acciones también pueden leerse en términos de protesta contra la pasividad de sus mayores.

Sea como sea, no cabe duda de que el olvido es la mejor forma de superar los sentimientos de culpa, mientras que la demanda de pasar página y mirar al futuro representa la manera más adecuada de ocultar la incapacidad de sentir duelo.

Memoria histórica y justicia transicional

Hemos llegado al final del recorrido. Pero antes de acabar mi intervención, querría completar el análisis precedente con una, aunque sea rápida, mención de los aspectos normativos del asunto. En concreto, de lo que se trata es de responder a las dos preguntas complementarias ya mencionadas: la mezcla de recuerdos y olvidos descrita hasta aquí, ¿fue positiva en su momento para la transición hacia la democracia? ¿Es positiva ahora, cuando han pasado más de treinta años desde la muerte del dictador? Dicho en otros términos, ¿es bueno que hoy se intente aumentar el peso de los recuerdos, en especial de los recuerdos de la guerra civil y el franquismo, como pretenden los defensores de esa mal llamada ley de la “memoria histórica”? ¿No sería mejor seguir otorgando la prioridad al olvido, como defienden los críticos de dicha ley?

Mi respuesta puede parecer contradictoria, en la medida en que otorga un papel decisivo al paso del tiempo, y por ello utiliza criterios claramente diferentes en un caso y en otro. Fue bueno, es mi contestación a la primera cuestión, que en los años de la transición primara la consideración de la guerra como una tragedia que convenía echar al olvido, y que se intentara hacer tabla rasa de los cuarenta años posteriores. De esa forma, se evitaron nuevos enfrentamientos que podrían haber dado al traste con la naciente democracia. Pero también es positivo que, treinta años después, se intente traer a la memoria lo ocurrido, recuperar los recuerdos familiares y sociales, y saldar cuentas con un pasado trágico. Ni los individuos ni las sociedades pueden vivir de espaldas al pasado, como tampoco pueden hacerlo de espaldas al futuro; y enfrentarse por fin con lo ocurrido es una buena forma de evitar la permanencia de una relación traumática con el periodo precedente.

Aunque, a decir verdad, poco importa lo que yo opine. Lo realmente significativo, a la luz de lo ocurrido hasta ahora en los procesos de transición de un régimen autoritario a otro democrático es que la recuperación del pasado, con todo el malestar que suele traer consigo, acaba siendo inevitable. Más pronto o más tarde, en todos esos países la memoria ha acabado imponiéndose al olvido. Puede que tenga que pasar bastante tiempo para que eso ocurra: como ha señalado Tony Judt, en el caso de Alemania pasaron treinta años hasta que se empezó a hablar del Holocausto. Pero al final nadie logró impedir que tal recuerdo se impusiera en la conciencia de los alemanes.

De todas formas, no se trata sólo del recuerdo. Como pone igualmente de manifiesto la comparación entre las distintas transiciones, en todos los países que han dejado atrás regímenes autoritarios han acabado aprobándose normas legales de lo que ya se conoce como “justicia transicional”. Según Claus Offe, son tres los aspectos fundamentales de tales normas: inhabilitación, punición y reparación. Es decir, son medidas que castigan a quienes fueron agentes de la represión del viejo régimen, que prohíben o dificultan el ejercicio de cargos públicos a los miembros de la clase política del periodo anterior, y que premian de forma material o simbólica a quienes sufrieron persecución en aquella etapa. El ejemplo más reciente de esa justicia fue la Ley de Lustración impulsada por la derecha en Polonia y aprobada hace unos meses, que perseguía e inhabilitaba a todos aquellos que colaboraron con el régimen comunista.

Puede que, en comparación con las experiencias de muchos países de la Europa del Este, la grandeza de la transición española resida en que en ella no hubo castigo ni inhabilitación de los miembros del régimen anterior. Pero eso no significa que no deba haber reparación, material y simbólica, para quienes sufrieron la feroz represión franquista durante la guerra o en los cuarenta años posteriores. Ése es, a lo que parece, uno de los objetivos de la ley que ahora se prepara. Hablar en este caso de revancha, afirmar que se reabren viejas heridas, o tratar que no se vuelva a mencionar el pasado, no supone sólo que se desconoce lo ocurrido en la mayoría de las transiciones y las peculiaridades del caso español. Significa además que quienes lo hacen siguen siendo incapaces para sentir duelo. Y representa lo que, al menos en mi opinión, es aún peor: un esfuerzo inútil frente a una aspiración que, si tenemos en cuenta lo ocurrido en las otras transiciones, al final acabará por imponerse.

Notas

** Este texto recoge una versión revisada de mi intervención en el Cuarto Encuentro Provincial de Investigadores Locales, el 18 de mayo de 2007. Aunque he tratado de mantener el tono de una exposición oral, he procurado de todas formas eliminar muchas de las reiteraciones habituales en una intervención hablada, así como de precisar con algo más de detalle los principales argumentos. Dado el origen del texto, no se incluyen notas a pie de página ni referencias a la amplísima bibliografía reciente sobre estos temas.
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