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Interrogaciones sobre el valor de la palabra. Violencia y narración
Revista Tempo e Argumento, vol. 2, núm. 1, pp. 71-85, 2010
Universidade do Estado de Santa Catarina

Dossiê



Recepción: 01 Marzo 2010

Aprobación: 01 Mayo 2010

Resumen: Este artículo se ocupa de la palabra de los perpetradores puesto que se propone analizar la evocación de la violencia desde el punto de vista de quienes cometieron actos atroces. En tal sentido, el interés es reflexionar sobre los problemas éticos y teóricos que se manifiestan en la tarea de investigación a la hora interpretar la memoria de los perpetradores en “primera persona”, así como también busca pensar las dificultades que se presentan en el espacio de escucha e interlocución cuando estos relatos tienen lugar. Como estas narrativas exceden los conceptos y categorías teóricas a nuestra disposición, el desafío es construir un marco desde el cual analizar estos discursos. Además se propone reflexionar sobre la posición subjetiva de los investigadores en historia oral dadas las dificultades que estas narrativas pueden generar en quien las escucha. Para tal fin, se habrá de revisar los debates académicos sobre el valor del testimonio, por un lado, y la literatura sobre las confesiones de represores o torturadores en las Comisiones de Verdad y Reconciliación.

Palabras clave: Violencia, Narrativa, Perpetradores, Trauma, Memoria.

Resumo: O artigo ocupa-se da palavra dos perpetradores pois o interés é analisar a evocação da violencia do punto de vista de quem cometeu actos atroces. Nesse sentido, o propósito é refletir sobre os problemas éticos e teóricos que manifestan-se na tarefa da pesquisa na hora de interpretar a memória dos perpetradores em “primeira pessoa”, assim como as dificuldades que poden-se apresentar no espaço da fala e nas condições da escuta quando esses relatos acontecem. Como taes narrativas excedem os conceitos e categorias teóricas a nossa disposição, o desafio é construir um marco para o análise esses discursos. Tambén o artigo propõe-se a refletir sobre a posição subjetiva dos pesquisadores em historia oral atendendo as dificuldades que essas narrativas podem producir em quem as escuta. Por último, se abordaram os debates académicos sobre o valor do testemunho, por um lado, e sobre as conffecções dos repressores e torturadores nas Comissões de Verdade e Reconciliação, por outro.

Palavras-chave: Violencia, Narrativa, Perpetradores, Trauma, Memória.

Abstract: This paper proposes to focus on the agressor’s speech acts, aiming at unveiling the meaning that the word ‘violence’ may have to the violence perpetrator. This study seeks to analyze the theoretical and epistemological problems that arise when attempting to document the memory of perpetrators, reflecting about the difficulties that arise when listening and interacting with those discourses. As the narratives exceed the theoretical categories and concepts available, this work attempts to build a better framework to analyze such discourses. This paper tries to examine the subjective position of the researcher in oral history, given the difficulties associated with that kind of interaction. These facts compel us to question whether ther should be a line separating the testimonies (that Primo Levi describes as a way of testifying the horror) from the confession (as a public performance of acknowledging or denying those crimes).

Keywords: Violence, Narratives, Perpetrators, Trauma, Memory.

La palabra de los perpetradores

Si bien la producción testimonial sobre la represión en Argentina nació de las víctimas y de los afectados directos, sin embargo, en diversas circunstancias y bajo diferentes requerimientos, algunos hombres de las Fuerzas Armadas y de Seguridad hablaron públicamente[1]. Terminada la dictadura, los secretos sobre la represión se transformaron en un silencio corporativo mantenido como un “pacto de sangre” por oficiales y suboficiales frente a las demandas de verdad de los organismos de Derechos Humanos y de la sociedad civil. Años más tarde, en el banquillo de los acusados o protegidos por las leyes de impunidad, los represores rompen el silencio y se disponen a evocar el pasado. Se trate de descargos y alegatos judiciales, presentaciones ante el poder legislativo, entrevistas periodísticas o libros testimoniales, todas estas declaraciones públicas divergen en el modo en que fueron solicitadas y producidas (Pollak, 2006, p. 62), por ello, muestran diferentes grados de espontaneidad, múltiples propósitos en el acto de “tomar la palabra”, diversas estrategias de exculpación y justificación, además de dirigirse a interlocutores y públicos distintos. No obstante estas diferencias, habría un denominador común sobre el que busca reflexionar este trabajo: se trata de la evocación de un pasado de violencia desde la palabra de quienes cometieron actos atroces.

Trabajar sobre los relatos, declaraciones y memorias de los perpetradores produce, además de la pregunta clásica por cómo fue posible, otra también ética y teóricamente fundamental: ¿cuál es el valor de estos relatos en “primera persona”? Las respuestas disponibles a este interrogante son, en cierto sentido, extremas. Por un lado, están quienes consideran que carecen de valor puesto son puras justificaciones que intranquilizan y retraumatizan a quienes los escuchen –particularmente a la víctimas; y por otro lado, están quienes encuentran en sus confesiones la posibilidad de dar con una verdad que sólo ellos conocen. Si la primera surge de los debates sobre las declaraciones mediáticas de los represores (Payne, 2008, p. 135), la segunda se apoya en la construcción de la confesión del acusado en la escena jurídica. A pesar de que estas interpretaciones antagónicas tienden a simplificar las posiciones entre todo o nada, nuevos aspectos y desafíos se perfilan cuando los perpetradores hablan sobre la violencia que perpetraron.

Pues bien, este artículo se propone reflexionar sobre los problemas éticos y teóricos que se manifiestan en la tarea de investigación a la hora interpretar la memoria de los perpetradores en “primera persona”, así como también busca pensar las dificultades que se presentan en el espacio de escucha e interlocución cuando estos relatos tienen lugar. En otras palabras, en estas páginas se intenta dar cuenta de las dificultades y desafíos que surgen al abordar la tensión entre el sujeto de la palabra y el sujeto de la experiencia, entre narración y experiencia, cuando se trata de relatos de violencia que se materializan en recuerdos, sentidos, representaciones y valores articulados en términos autobiográficos por los perpetradores (Jelin & Kaufman, 2006, p. 9). Para tal fin, se habrá de revisar los debates académicos sobre el valor del testimonio, por un lado, y la literatura sobre las confesiones de represores o torturadores en las Comisiones de Verdad y Reconciliación, por otro lado, para finalmente adentrarse en la relación entre narración, experiencia, violencia e identidad.

Las declaraciones de los perpetradores obligan a preguntarnos dónde se debe trazar la delgada línea que separa los relatos que alcanzan la condición de testimonio, en el sentido de testificación del horror que le atribuyera Primo Levi (1990) y la condición de confesión como performance pública de reconocimiento de los crímenes. Pero sobretodo las narraciones de los perpetradores constituyen expresiones simbólicas, como diría Arendt (1964, p. 023324), de un tipo de crimen sui generis que trasciende todas las categorías morales e, incluso, lanzan a las ciencias humanas, como afirma Ricouer (1997, p. 199), “una provocación a pensar más, a pensar de otro modo”.

Sobre el testimonio

Después de Auschwitz se ha escrito mucho sobre la imposibilidad de testimoniar el horror que allí se vivió, pero también sobre la necesidad de hacerlo. (Benjamín, 1970; Levi, 1990, 2003; Semprún, 1997; Agamben, 1998b; Pollak, 2006; LaCapra, 1994; Caruth, 2000; Van Alphen, 1999; Felman & Laub, 1992) A tal punto que esta tensión entre imposibilidad y necesidad se convirtió en el telón de fondo no sólo del testimonio personal de los sobrevivientes, sino también de las ciencias humanas que buscan comprender esta y otras experiencias traumáticas. “Horror y representación”, “catástrofe y lenguaje”, “guerra y narración”, “trauma y memoria”, “silencio y testimonio” son expresiones que han servido de amparo frente al desamparo que estos acontecimientos provocan. Sin embargo, del Mal es preciso hablar, escribir y reflexionar, como dice Primo Levi (1990), “siempre aunque nos cueste”.

Si bien la literatura sobre el testimonio señala las dificultades y obstáculos en la capacidad de narrar aquello que los sobrevivientes vieron o vivieron en los campos de concentración, también reconoce que puede asegurar o verificar la existencia de hechos atroces y construir un discurso verosímil sobre lo acontecido frente al estado de incredulidad y descreimiento que provocan la magnitud y naturaleza de la masacre (Levi, 1990, p. 1) Allí donde hombres y mujeres murieron en silencio y con sus vidas se sustrajo la palabra que podría devenir testimonio, el relato de los sobrevivientes vehiculiza la posibilidad de develar qué fue lo que sucedió y cómo se llevó a cabo. Lo que conlleva la presencia de un desacuerdo en la memoria colectiva e, incluso, estimula la posibilidad de sacar a la luz lo encubierto.

Sin embargo, a este poder revelador del testimonio se contraponen los silencios, fantasmas, repeticiones y retornos, que guardados pasivamente, reaparecen en los relatos de los sobrevivientes. Las huellas de lo traumático obligan a pues a correr el foco de atención de la descripción fáctica o de la fidelidad del recuerdo a la dimensión subjetiva de la memoria. Como la relación personal con el pasado encierra el riesgo de revivir el dolor y el sufrimiento, el testimonio requiere una toma de distancia para no reingresar del todo a los horrores (Jelin, 2006, p. 73), de lo contrario, contar lo vivido resulta imposible e insoportable. En suma, el acto de testimoniar es al mismo tiempo acercamiento y distanciamiento que permite incorporar el pasado a la vida presente.

A pesar de los impedimentos para sobrellevar los efectos traumáticos de la violencia que pesa sobre los sobrevivientes y para integrar narrativamente las vivencias dolorosas pasadas, el valor del testimonio reside también en que puede llevar paz y consuelo a las víctimas. El testimonio adquiere así un poder “curativo” puesto que la narración en primera persona otorga la posibilidad de enunciar una verdad y recrear las condiciones sociales y culturales de una escucha colectiva. De modo tal que se presenta como una forma de recuperar la humanidad negada por la violencia (Carnovale, Lorenz y Pittaluga; 2006, p. 41) o de de salir de la cosificación impuesta por el silencio. El relato en “primera persona” se convierte pues en un lugar posible de rescate del sujeto. De allí que para Semprún (1997), sobreviviente de Buchenwald, el “no contar” la historia sirve para perpetuar su tiranía.

En la misma línea de análisis, los trabajos académicos (Pollak, 2006; Da Silva Catela, 2001) que se ocupan de la producción social de identidades en situaciones límite sostienen que cuando el orden natural de la vida cotidiana se quiebra, aquello que era evidente y familiar de sí mismos y, por tanto, espontáneo, irreflexivo y automático en situaciones “normales”, se vuelve objeto de reestructuraciones, recomposiciones y adaptaciones después de la ruptura traumática. Allí donde el trauma ponen a los sobrevivientes frente a la ruptura del mundo habitual, tornar públicos los recuerdos, si se encuentran con una escucha, encierra la posibilidad de afrontar la crisis de identidad (Pollak, 2006, p. 54) Pero esta re-construcción de sí exige la presencia de una alteridad, es decir, un otro que por medio del diálogo ayude a construir una narración con sentido. El testimonio tiene pues una cualidad dialógica, pero no se trata de un espacio de iguales donde se reproduce un nosotros, sino con un “otro” frente al cual los sentidos del pasado tienen que ser transmitidos y reflexionados. Luego de lo cual, el sujeto de la narración nunca es igual a sí mismo.

A partir de estas teorizaciones sobre el testimonio podemos, aunque de un modo en cierta medida esquemático, preguntarnos qué ocurre cuando los perpetradores son los que hablan y rememoran el pasado: ¿rompen el silencio o lo restituyen?, ¿confirman los horrores testimoniados por las víctimas o los niegan?, ¿producen un desacuerdo con la versión denegatoria de los hechos o favorecen una versión exculpatoria del pasado autoritario?, ¿se distancian de los efectos traumáticos de la violencia o los reviven?, ¿producen un re-posicionamiento subjetivo en la narración en “primera persona” o refuerzan irreflexivamente los relatos corporativos?, ¿se exponen al carácter dialógico de toda interlocución o buscan controlar el espacio del habla y las condiciones de la escucha? En suma, ¿podemos decir que testimonian?

Sobre la confesión

La figura de la confesión, que surgió a partir las puestas en funcionamiento de las Comisiones de Verdad y Reconciliación[2], se ocupa de reflexionar directamente sobre las declaraciones públicas de quienes perpetraron la violencia durante los regímenes autoritarios. Tal como afirma Arfuch (1995, p. 9), la confesión instala su legitimidad en el espacio ético de veridicción: confesar es traer al presenta una verdad oculta. Pero también, por su carácter performático, la confesión vale por sí misma puesto que no sólo una vez realizada no hay modo de echarse a atrás sino que, en muchos casos, el hecho mismo de que se produzca es más importante que su contenido. Ciertamente, la confesión encierra una contradicción: el acto de habla se convierte en una acción en sí misma, es capaz de construir una verdad enunciándola (Grüner: 1995, p. 31).

Si bien las confesiones de los represores y torturadores son escasas y hasta excepcionales en los contextos de transición democrática –más allá de impacto que generan cuando se produce alguna-, el caso de Truth & Reconciliation Commission en Sudáfrica abrió un nuevo campo de teorizaciones sobre el tema a partir de la problemática de la Justicia Transicional[3] (Payne, 2008). Esta perspectiva centra su foco de atención en el significado político de las declaraciones de los perpetradores en tanto performances de carácter públicas. Esto es, conciben las confesiones como el primer paso de un proceso que involucra a toda la sociedad y que, en cuanto tal, permite dejar atrás el pasado por un medio de un diálogo abierto que restablezca la verdad sobre los hechos del pasado y promueva la cura individual y colectiva hacia la reconciliación. En efecto, tal como sostiene Scheper-Hughes (1999, p. 157), las Comisiones de Verdad y Reconciliación son parte de una narrativa maestra que une memoria con curación y que surge al final del siglo XX para que los individuos y las naciones superan las formas de violencia y las atrocidades de su historia: una suerte de triunfo de lo terapéutico.

En las Comisiones de Verdad y Reconciliación, el poder de las confesiones deriva del hecho de que solamente los perpetradores fueron testigos directos de la violencia y los únicos que están vivos para contar lo que sucedió. Por ello, sus relatos podrían no sólo esclarecer hechos que se mantuvieron en secreto durante años sino también aportar detalles sobre quién lo hizo, a quién, cómo, dónde y cuándo. Las confesiones tienen, desde esta perspectiva, el potencial de confirmar la experiencia de las víctimas y reconstruir la verdad sobre los hechos. Cuando los perpetradores admiten lo que hicieron, se puede, por un lado, verificar los relatos de los sobrevivientes y superar las dudas y el descrédito que pesaban sobre ellos; y por otro lado, construir una memoria oficial para que la sociedad pueda aceptar que irremediablemente tales cosas sucedieron (Payne, 2008, p. 31). Sin embargo, cabe preguntarse, como lo hace Grüner (1995, p. 27) para la Argentina posdictadura, porqué, en muchos casos, las sociedades les cree a los verdugos lo que en su momento no le creyeron a las víctimas.

Como ya mencionamos, las confesiones públicas de los perpetradores podrían dar inicio a un proceso de curación tanto individual como colectivo. Como los sobrevivientes necesitan que se sepa que alguien, con nombre y apellido, cometió los hechos de violencia, el reconocimiento por parte de los responsables podría entonces tener efectos terapéuticos puesto que ya no se dude de su palabra. De igual modo, tal reconocimiento permitía, para esta perspectiva centrada en las Comisiones de Verdad y Reconciliación, que los familiares de las víctimas puedan iniciar el trabajo de duelo y curar las heridas. En el plano social, las confesiones podrían estimular condenas colectivas a la violencia pasada y la revisión y crítica de las tradiciones autoritarias que la hicieron posible.

Para que el diálogo abierto, que esta perspectiva propone, se lleve a cabo son necesarios el arrepentimiento público y el perdón. Con una marcada influencia de la cosmovisión judeocristiana, en la confesión los victimarios deben asumir el daño causado y reconocer la propia culpabilidad, esto es, hacer público su contrición y arrepentimiento (Lira y Loveman, 1998, p. 15). Sólo con un reconocimiento sincero y público de las maldades cometidas se puede iniciar el diálogo que se completa con el pedido de perdón. Sólo los victimarios pueden pedir perdón y las víctimas darlo. El perdón adquiere, de este modo, el poder de inaugurar una nueva vida después de los eventos traumáticos. El perdón liberaría pues a las víctimas y sobrevivientes del dolor y del miedo irresueltos y removería así a los perpetradores del lugar del poder. Y por último se especula que los mismos perpetradores podrían recuperar un lugar en la sociedad (Payne, 2008, p. 31).

A esta altura podemos nuevamente preguntarnos de un modo esquemático sobre las confesiones de los perpetradores: ¿reconstruyen la verdad sobre el pasado o son meras justificaciones?, ¿reconocen los relatos de los sobrevivientes o compiten con estos para imponer su versión en la agenda política?, ¿inician un proceso de cura colectiva o intranquilizan a quienes los escuchan?, ¿dan explicaciones o defienden el pasado?, ¿se disculpan o minimizan su responsabilidad?, ¿se arrepienten o se autoexculpan? En síntesis, ¿podríamos decir que se confiesan?

Experiencia, identidad y narración

A partir de estos interrogantes, nos atrevemos a decir que los actos de habla de los perpetradores se apoyan en un terreno teórico-epistemológicamente movedizo que tiene dificultades para dar cuenta de la especificidad de este discurso. Efectivamente, los dichos de los verdugos nos obligan profundizar en aspectos problemáticos, tales como la relación entre memoria y experiencia, el lugar de lo traumático/violencia en el relato y el vínculo entre narración e identidad.

Siguiendo la definición de Lejeune (1994) sobre la autobiografía, los relatos en “primera persona” sobre la que busca reflexionar este trabajo consistirían una narración retrospectiva que hacen los perpetradores sobre su propia participación en la empresa de de exterminio, poniendo el acento en la experiencia individual (Arfuch, 2007, p. 45). Sin embargo, se imponen aquí algunas preguntas sobre el acto de rememoración de tal experiencia individual: ¿el sujeto que narra es el mismo que participó directamente en los hechos de violencia?, ¿cómo se reconoce en la historia de violencia que cuenta?, ¿se produce en su relato un extrañamiento entre presente y pasado?, ¿se adecuan estos dichos a los criterios de veracidad?, ¿se prefigura en esta narración la posible reacción de los receptores?, ¿cómo se produce el efecto de credibilidad (confianza) de estos relatos? En suma, ¿cuál es el valor entonces del relato de los perpetradores en “primera persona”?

Por una parte, la literatura sobre la crisis del testimonio explica la irrepresentabilidad del horror sosteniendo el agotamiento del relato por el agotamiento de la experiencia que le da origen. Las consideraciones de Walter Benjamin (1970) sobre el enmudecimiento de los soldados que volvieron de la primera guerra mundial suelen ser extendidas a los crímenes masivos del siglo XX. Desde esta perspectiva, en ambos sucesos se ha perdido la posibilidad de elaborar significativamente lo vivido y de reconocerse en ello. Ambas experiencias extremas se presentan como ajenas, enajenadas de los agentes debido al avance de las mediaciones técnico-racionales que disponen a los cuerpos en una máquina abstracta cuyo devenir es la destrucción masiva. En este sentido, las acciones de los perpetradores se explican como el resultado de un mecanismo técnico-social que alimenta la desaparición de las inhibiciones morales contra el crimen y el sufrimiento ajeno. Se trata de un proceso social por el cual la instancia sustantiva y valorativa de la vida social se diluye y desaparece por el poder de los sistemas formalizados y racionales, y en su lugar se desarrolla un tipo de acción que no se pregunta por las consecuencias morales de sus actos. El debilitamiento de la experiencia contribuye a producir el carácter eufemista y denegatorio de los relatos de los sujetos que pusieron en funcionamiento las máquinas de muerte y desaparición. Lo que está ausente, afirma Sarlo (2005, p. 31), no es simplemente el relato de lo vivido sino la experiencia misma como suceso comprensible puesto las condiciones de la experiencia son las que están en ruinas.

Por otra parte, van Alphen (1999) argumenta que las dificultades para la representación del horror no deben explicarse por la cualidad de los eventos en sí mismos, sino en los procesos y mecanismos de la experiencia y su representación. Apoyándose en los trabajos de Scott (1991), sostiene que la experiencia surge con el discurso en el que los eventos se expresan, piensan, conceptualizan.[4] Pero, ¿cómo es la relación entre experiencia y narración cuando se trata de la representación de eventos traumáticos? El vínculo entre experiencia y narración está roto puesto que los sobrevivientes son incapaces de expresar y narrar –también de evocar- lo vivido y, por tanto, de experimentarlo. Existen situaciones o eventos –el Holocausto es un caso prototípico- en las que la experiencia no puede expresarse en los marcos interpretativos disponibles en un momento determinado (van Alphen, 1999, p. 26). El problema es la diferencia entre vivir “a través del evento” en “experiencia del evento” dado que no es lo mismo ser objeto de esa experiencia que sujeto de la experiencia.

En suma, la naturaleza de los eventos de violentos y los relatos que los tornan vivibles nos imponen la obligación de aceptar que la coincidencia entre el sujeto de la experiencia y el sujeto de la narración está perdida. Pero, ¿qué sucede con la representación de sí en la narración autobiográfica? En otras palabras, ¿qué sucede con el sujeto si la relación entre experiencia y narración está rota?

Para responder este interrogante, proponemos hacer un rodeo por el problema de la identidad narrativa, esto es, el relato de sí como otro según Ricoeur. Del mismo modo en que no hay experiencia sin narración, -en el sentido en que el discurso no es meramente el medio para en el cual la experiencia se expresa sino que juega un rol central en proceso que permite que las experiencias se constituyan como tales-, no hay identidad sin relato de sí. En efecto, la identidad no es sino narrativa pues no existe sujeto exterior al texto que pueda sostener esa ficción de unidad entre el yo del relato y el yo de la experiencia vivida. La identidad narrativa (Ricoeur, 1995) se construye a través la relación dialéctica entre dos polos: el polo de la estabilidad, de la continuidad, que Ricoeur llama mismidad y el polo de la promesa de sí, de la reflexividad que denomina ipseidad. Esta dialéctica impide que la identidad narrativa que convierta en un caos de acontecimientos incoherentes e incompresibles en el fluir de la vida y en una sustancia inmutable e incomprensible al devenir. A partir de esta teorización Robin (1996, p. 38) afirma que en la actualidad ambos polos tienden a separarse: por un lado, la fluidez de identidades y su multiplicidad; y por el otro, la fijación en identidades fuertes.

Si no hay persona tras el relato, hay personaje que surge en él. En efecto, el relato autobiográfico, considerado como estructura narrativa, no implica la presencia plena de un sujeto que le da origen sino la construcción de sí como otro (Oberti, 2006, p. 50) Entonces, si no hay sujeto, hay una máscara que dice ser “sincera” y decir la “verdad” (Sarlo, 2005, p. 38). Cabe preguntarse ¿cuál es el valor del relato en primera persona? y ¿de qué podría ser revelador? Para Bajtin (1982, p. 134), el valor puede ser la forma de compresión, visión y expresión de la propia vida. Arfuch (2007. p. 57-60) toma esta noción de Bajtin y sostiene que el valor de las narrativas vivenciales no reside en su lógica descriptiva, en la exposición de su devenir como una trama de causalidades, sino la fábula de la propia vida, narrada una y otra vez. Una voz enmascarada que dice ser héroe, combatiente, vengador, seductor, víctima (Sarlo, 2005, p. 39). No se trata pues de la verdad de los ocurrido sino de su construcción narrativa: los modos de nombrar(se) en el relato, la capacidad de hacerse creer, el punto de vista, lo dejado en la sombra. En síntesis, no hay subjetividad tras el relato, ni una experiencia pasada que le sirva de fundamento, sino una serie de estrategias de representación que son las que le otorga sentido a la trayectoria vital de narrador.

Ahora bien, esta trayectoria no se construye sin la ayuda de otros: los otros invocados en el relato, los otros por los que se testimonia, los otros relatos con los que estos se confirman o confrontan, las voces que son parte del discurso social que el narrador asume en forma natural, los otros a los que se dirige el relato, los otros con los que se conversa en la situación de entrevista, los otros de la lectura. En suma, los relatos en “primera persona” dejan vislumbrar la particularidad de una vida al tiempo que iluminan sobre la pertenencia a un grupo y la relación con un contexto social y cultural (Oberti, 2006, p. 51)

Reformulemos pues nuestro pregunta rectora, sabiendo que no hay sujeto sino personaje construido en el relato, ¿qué sucede con el personaje (el sí mismo como otro de la autobiografía) si la relación entre experiencia y narración está rota cuando se trata de representar el horror? Según van Alphen (1999), la irrepresentabilidad del horror tiene su correlato en las dificultades de los sobrevivientes de ocupar una posición de agente activo. Se trata de una subjetividad ambigua, que encuentra posición actancial en los marcos interpretativos disponibles: a veces es un yo activo y a veces un sujeto pasivo, a veces víctima, a veces responsable. Estamos frente una posible negación de la subjetividad pues los sujetos se ven reducidos a la nada como si su subjetividad les hubiera sido aniquilada en el campo. Tal como afirma Jelin (2006, p. 72), al depender los marcos conceptuales, la relación entre narración, experiencia e identidad adquiere pues un carácter social y colectivo. Y así, como sostiene Pollak (2006), la posibilidad de encontrar una escucha puede ayudar a recomponer la crisis de identidad.

Narrar(se) la violencia

Lejos de interpretar los dichos de los perpetradores como actos performativos en los que se dice todo, como fuentes privilegiadas de la verdad fáctica, o no se dice nada, como meras mentiras deliberadas, nos preguntamos cuál es el valor de la palabra cuando los que toman la palabras son quienes cometieron actos atroces. En este sentido, sostenemos que la palabra de los perpetradores puede ser reveladora, primero, de las estrategias desplegadas para afrontar y elaborar su actuación personal en la hechos de violencia; y segundo, del funcionamiento de los marcos narrativos disponibles para relatar la experiencia violenta de la que fueron parte (van Alphen, 1997). Por tanto, no es tanto el contenido del relato en sí –los hechos, nombres o actividades y no sólo porque muchos ellos son sistemáticamente negados y ocultados- lo que importa, sino las estrategias de autorepresentación de sí y los modos narrativos de naturalización de la violencia que los perpetradores ponen en funcionamiento cuando rememoran en términos autobiográficos.

Hacer de las estrategias de autorepresentación de sí y la relación entre violencia y sociabilidad el terreno de nuestras reflexiones implica interrogarse por el problema de la subjetividad/violencia y sus formas de representación. La voz con la que nos encontramos cuando los perpetradores hablan no es pues “auténtica” en el sentido en que provee un acceso “directo” e “inmediato” a lo sucedido en el pasado –por mas que todo acto de habla suele ser interpretado por la epistemología occidental como una suerte de acceso privilegiado a la realidad-[5], sino una voz narrativa a través de la cual una subjetidad/identidad es construida en la medida en que también esta concepción de sí construyen retrospectivamente la experiencia pasada a través de marcos narrativos socialmente compartidos. A diferencia de los sobrevivientes, van Alphen (1997) sostiene que los perpetradores cuentan con los marcos interpretativos para darle sentido a sus experiencias. Básicamente, la violencia y la crueldad se vuelven comprensibles –y también posibles- porque son integradas dentro de los marcos interpretativos disponibles tales como la guerra, la lucha contra el enemigo o contra el terrorista, la masculinidad, la ideología, la lealtad, la predestinación, el destino, la pureza. Esto les permite transformar eventos extremos en normales y naturales, haciendo que no resulten sorprendentes (van Alphen, 1997, p. 57).

En tal sentido, si las memorias en “primera persona” remiten a las vivencias y recuerdos particulares, estos últimos están mediados por el marco interpretativo en el que viven, piensan, actúan y, por supuesto, recuerdan los perpetradores (Jelin, 2002, p. 34). Las memorias subjetivas se insertan pues en sistemas discursivos, remiten a mundos de sentido y están permeadas por imaginarios que sostienen identidades, refuerzan sentimientos de pertenencia y conllevan criterios de autoridad y de reconocimiento legítimos. A pesar de que las experiencias son vividas subjetivamente, están mediadas por mecanismos sociales y colectivos de apropiación, rememoración y transmisión. Las narrativas de los perpetradores en general muestran que estos se ven a sí mismos y a sus propios actos tras la coraza protectora de un discurso socialmente construido. (Payne, 1998; van Alphen, 1997; Sheper Hugues, 1999) De este modo, los perpetradores reinscriben sus experiencias personales en un horizonte simbólico temporal y espacialmente mayor que el inmediato de sus acciones.

Además, en sus relatos los perpetradores se ven a sí mismos y a sus actos al tiempo que se materializa la línea que separa lo confesable y lo inconfesable, lo decible de lo indecible sobre la violencia perpetrada. En otras palabras, los relatos individuales permiten observar los esfuerzos desplegados por los perpetradores para reconstruir/mantener sus identidades como imagen de sí frente a los cuestionamientos posteriores por las atrocidades perpetradas. Frente a estos, los perpetradores evocan e imaginan a sí mismos y a sus actos desde una coraza narrativa auto-protectora con la que buscan manejar los efectos que provoca la violencia perpetrada. De este modo, buscan controlar las perturbaciones e incongruencias de sus relatos, por medio de una coraza protectora. Lejos de desarmar sus narrativas e interrogarse sobre ellas, los perpetradores se apoyan en sus relatos autobiográficos para fortalecer una identidad narrativa. Se trata de un esquema narrativo que se presenta coherente e incuestionado, que no acepta ni faltas ni inconsistencias y que les permite reconocerse en la historia que se cuentan a sí mismos. De este modo, la memoria en “primera persona” se apoya en el lado estable y constante de la narración. Este lado estable y fuerte elimina las dimensiones reflexivas de la narración y se fija en ciertos ejes biográficos e identitarios, tras los cuales el narrador se vuelve prisionero (Robin, 1996, p. 63).

Asimismo, la selectividad y ocultamiento de los hechos de violencia es una constante en los relatos autobiográficos de los perpetradores. Para lo cual despliegan diversos mecanismos para enfrentar las contrariedades que los hechos inconfesables pueden conllevar para la imagen de sí, para sí mismos y para los otros. El acto de filtrar, excluir y ocultar el contenido de lo que es transmitido y comunicado sobre sus propias experiencias denota la presencia del secreto como dispositivo de protección. La sombra que el secreto proyecta sobre la memoria subjetiva delimita la frontera que separa lo confesable y lo inconfesable, lo decible y lo indecible sobre la represión en Tucumán. Porque tal como afirma Simmel (1939), como dispositivo de protección, el secreto pone en práctica un conjunto de medios que favorecen psicológicamente la discreción. El secreto, a diferencia del olvido, funciona como un modo de gestión de la imagen de sí en un contexto adverso y de fuertes cuestionamientos. Una estrategia para hacer coincidir los recuerdos inconfesables para sí y los recuerdos confesables para los otros, es decir, lo que se confiesan a sí mismos y lo que pueden transmitir a los demás.

Referencias

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Notas

[1] Se trató de las declaraciones mediáticas del ex-sargento Víctor Ibáñez en abril de 1995, de las apariciones del ex-capitán de corbeta Adolfo Scilingo en el programa de televisión Hora Clave el 2 de marzo de 1995 - así como la edición del libro El vuelo del periodista Horacio Verbitsky, del ex-policía Julio Simón en Telenoche Investiga en mayo de 1995, del ex-comisario Miguel Etchecolatz en el programa de televisión Hora Clave el 25 de agosto de 1997 – su libro testimonial La otra campana del Nunca Más- y las afirmaciones del ex-capitán de fragata Alfredo Astiz en enero de 1998 en la revista Tres Puntos. También podemos nombrar las audiencias públicas de los capitanes de fragata Antonio Pernías y Juan Carlos Rolón en el Senado de la Nación en octubre de 1994.
[2] La Comisión Verdad y Reconciliación, también conocida como Comisión Rettig en Chile (1991), la Comisión de la Verdad en El Salvador (1993), la Comisión para el Esclarecimiento Histórico en Guatemala (1999), Truth & Reconciliation Commission en Sudáfrica (1997) y más recientemente la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú (2003).
[3] A diferencia de la Justicia Transicional, para la Justicia Retributiva solamente en el marco de los juicios las confesiones de los perpetradores pueden tener un poder curativo. Y tal poder radica en que en los tribunales, las confesiones de los perpetradores sirven para establecer la verdad sobre los crímenes y, pero sobre todo, restituyen la igualdad entre víctimas y perpetradores ante ley, puesto que cuando las ilegalidades de todos los ciudadanos, incluso de las elites políticas, pueden ser juzgadas, ya ni el silencio ni el favoritismo político pueden asegurar impunidad.
[4] Recordemos que Scott (1991) critica la noción de experiencia tal como fue pensada por la tradición anglosajona. La experiencia, dice Scott, es concebida como una verdad autoevidente, como un punto de explicación originario. Sin embargo, la experiencia no es ni directa ni inmediata, es fundamentalmente un discursiva.
[5] Hablar sobre experiencia en estos términos, nos lleva a tomar la existencia de los individuos como garantizada (la experiencia es algo que la gente tiene) mas que preguntarse cómo las concepciones de sí (de los sujetos y sus identidades) son producidas. Esto funciona como una construcción ideológica que no sólo hace de los individuos el punto de partida del conocimiento sino que naturaliza categorías como hombre, mujer, blanco, negro, heterosexual y homosexual tratándolos como características dadas de los individuos (Scott, 1991, p. 782)


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