Resumen: Este artículo explora la hipótesis de la existencia de una relación intrínseca entre la configuración de problemas públicos situados en distintos momentos históricos de la Argentina, y la definición de los atributos de la condición infantil y juvenil, tanto las consideradas hegemónicas como aquellas clasificadas como “problemáticas”. Para ello revisa investigaciones socio-históricas sobre infancias y juventudes a la luz de las perspectivas de la socioantropología relacional de las edades y de la sociología de los problemas públicos. Como resultado, presenta una genealogía de las “figuras de las infancias y juventudes problemáticas” más emblemáticas en la Argentina y de su abordaje hegemónico, que motivaron sendas discusiones públicas desde fines del siglo XVIII (con la primera institución destinada a niños) hasta la actualidad. Construir tal genealogía requiere dar cuenta de las condiciones sociales que hicieron posible la emergencia de determinadas figuras, las concepciones y disciplinas teóricas que organizaron los relatos en cada momento, los actores que intervinieron en el debate público y las respuestas institucionales que suscitaron y terminaron de darles forma. Desde la figura del “hijo ilegítimo” en la sociedad virreinal hasta la actual figura del “menor delincuente” o “pibe chorro”, estas figuras constituyen un marco interpretativo, una especie de sedimento cultural disponible en el que los actores inscriben las construcciones de cada nuevo problema, retomándolas y resignificándolas en diálogo con los procesos sociales de la actualidadde los límites que la práctica de tiro tuvo durante el período entre los estudiantes.
Palabras clave: infancia y juventud “problemática”, construcción social de la minoridad, sociología de los problemas públicos.
Abstract: This article explores the hypothesis of the existence of an intrinsic relationship between the configuration of public problems located in different historical moments in Argentina, and the definition of the attributes of childhood and youth condition, those considered hegemonic and also classified as "problematic”. For this purpose, it revises socio-historical research on childhood and youth regarding the perspectives of relational socio-anthropology of ages and the sociology of public problems. As a result, it presents a genealogy of the most emblematic “figures of childhoods and youths problematics” in Argentina and their hegemonic approach, which has led to public discussions from the end of the 18th century (starting with the first institution aimed to children) to present day. Constructing such a genealogy requires accounting for the social conditions that made possible the emergence of certain figures, the theoretical conceptions and disciplines that organized the discourses at different periods, the actors who intervened at the public debate and the institutional responses that they aroused and gave shape to these institutions. From the figure of the "illegitimate son" in viceregal society to the current figure of the “minor delinquent” or “pibe chorro”, these figures constitute an interpretive framework, an available cultural sediment in which actors inscribe the constructions of each new problem, following them and re signifying them in dialogue with current social processes..
Keywords: “troubled” childhood and youth, social construction of minority, sociology of public problems.
Seção Temática - Infâncias e Juventudes: Perspectivas Transnacionais e Interseccionais
Genealogía de las figuras de la infancia y juventud “problemática” en la Argentina moderna
Genealogy of the figures of “troubled” childhood and youth in modern Argentina
Recepción: 15 Noviembre 2021
Aprobación: 04 Marzo 2022
Al reflexionar sobre los procedimientos sociales de clasificación, el sociólogo interaccionista Anselm Strauss afirma que “en la medida en que clasificación y evaluación no son simplemente actos individuales, sino que se inscriben frecuentemente en un contexto colectivo, las situaciones problemáticas y sus consecuencias son el objeto de debates públicos” (STRAUSS, 1992, p. 29). Las clasificaciones etarias, y en particular los procedimientos sociales a través de los cuales se definen en cada momento histórico la condición infantil y juvenil (MARTIN-CRIADO, 2009), corren la misma suerte. En efecto, la reciente proliferación de investigaciones historiográficas sobre infancias y juventudes en la Argentina permite identificar distintos momentos en el desarrollo histórico de los debates públicos sobre estas categorías de edad alrededor del proceso de conformación del Estado moderno, en función de los distintos proyectos de incorporación de las nuevas generaciones (CARLI, 2002). En ese proceso se fueron definiendo tanto los estatus y atributos de lo considerado infantil y juvenil (distinto de lo adulto), como las experiencias que no se adecuaban a ellos como “problemáticas”, estados “fuera de la niñez” que motivaron apasionados debates sobre los modos de su tratamiento social.
Dado que el estudio del surgimiento de los problemas sociales es, en este aspecto, uno de los mejores reveladores del trabajo de construcción social de la realidad (LENOIR, 1991), la propuesta de este artículo es la de reconstruir, a través de un recorrido de largo plazo, la genealogía de las aquellas figuras de la infancia y juventud clasificadas como “problemáticas” y, a través de ellas, dar cuenta de los sentimientos morales y las dinámicas políticas que conformaron los atributos del estatus de infancia y juventud en la historia de la Argentina.
Se trata de un abordaje socio-histórico y cultural que permite, a través de una perspectiva de largo plazo, identificar los grandes trazos de procesos extendidos en el tiempo, más difíciles de visualizar en los trabajos que se centran exclusivamente en un período histórico determinado. Realizar este abordaje de largo alcance hace posible explorar la principal hipótesis que aquí se presenta: la existencia de una relación intrínseca entre la definición de los atributos que clasifican a las infancias y juventudes como “problemáticas”, y la configuración de los problemas públicos de cada época. Y a su vez, que tales sentidos, clasificaciones y figuras configuradas en cada época, no caducan con el paso del tiempo sino que conforman un acervo cultural de sentidos disponibles (SCHUTZ, 1987) que se reactualizan y orientan los debates actuales sobre el tratamiento de les niñes, adolescentes y jóvenes a la luz de los nuevos problemas públicos.
El artículo contiene un primer apartado en el que presento los aportes de un abordaje teórico que entrecruce los principios de la sociología de los problemas públicos y una socioantropología de las edades. Para luego, en sucesivos apartados, abocarse a la presentación de las figuras de infancia y juventud “problemáticas” más emblemáticas que motivaron sendas discusiones públicas desde fines del siglo XVIII (con la aparición de la primera institución destinada a “niños”) hasta la actualidad, y su relación con los abordajes hegemónicos de los problemas públicos situados en cada momento histórico.
La elaboración de tal genealogía de las figuras infantiles y juveniles “problemáticas” es tributaria de la articulación entre una perspectiva socioantropológica relacional de las edades con una sociología de los problemas públicos, que venimos desplegando a la largo de diversas investigaciones.[1] Ello supone, por un lado, comprender las clasificaciones etarias como parte del “procesamiento social de las edades” (MARTIN-CRIADO, 1997; CHAVES, 2006; GENTILE, 2017), en el que las edades cronológicas son sólo un elemento más entre otros utilizados en las luchas sociales por su definición (BOURDIEU, 2000) y de las que las instituciones estatales son constitutivas (LENOIR, 1979; MAYALL, 2002; SIMMEL, 2005). Reconstruir esta genealogía de las categorías de la infancia y juventud “problemáticas” requiere entonces dar cuenta de la relación de tales figuras con las condiciones sociales e históricas que hacen posible su emergencia, tanto como de las concepciones y disciplinas teóricas que organizaron los relatos de lo normativo y lo desviado en cada momento, los actores que entraron en disputa e intervinieron en el debate público y las respuestas institucionales que suscitaron y terminaron de darles forma.
Por otro lado, la propuesta de analizar la configuración histórica de los problemas públicos se distingue de los trabajos (más extendidos en la Argentina) que historizan las políticas públicas sobre infancia y juventud, si bien se basa en ellos. Aunque se trate de temáticas similares, tales análisis se centran en los aspectos más administrativos y técnicos que en algún sentido, como explica Pereyra, “suelen dar por sentado aquello que constituye el núcleo central de análisis de los problemas públicos: el proceso de problematización de un tema, cuestión previa y más general que el análisis de su tratamiento por parte de la agenda gubernamental” (PEREYRA, 2010, p. 19).
En efecto, los trabajos sociológicos acerca de la generación de “problemas públicos” han mostrado cómo la configuración de determinados fenómenos sociales como “problemas sociales” o “públicos”[2] no se debe a su naturaleza problemática per se, sino a un complejo proceso histórico y político de producción y visibilización en el que participa una multiplicidad de actores sociales y saberes concurrentes. Proceso que supone, en primera instancia, la generación de un consenso social acerca de una definición moral: la consideración de una situación evaluada como negativa e intolerable; en segundo lugar, el reconocimiento público del carácter extendido de tal situación; y por último, requiere suponer que esta situación problemática es reversible, lo que implica convocar a la responsabilidad pública para solucionarlo (PEREYRA, 2010; BECKER, 1996). En este proceso, donde también se definen las figuras culturales y categorías sociales que encarnan esos problemas públicos, entran en disputa grupos sociales que enarbolan distintos saberes, pero en cada momento histórico algunos de esos saberes se imponen como los legítimos para la interpretación y la acción sobre el problema en cuestión (BECKER, 1996; PEREYRA, 2010).
A la luz de estas perspectivas, realizamos aquí una relectura de las investigaciones historiográficas sobre infancias y juventudes que proliferaron en las últimas décadas en la Argentina. Especialmente de los trabajos centrados en lo acontecido en el Área Metropolitana de Buenos Aires, por ser la región del país sobre la que existen más investigaciones que permiten sustentar los distintos períodos incluidos en el análisis de este artículo. Tales trabajos nos brindan elementos para construir las categorías y figuras (FASSIN, 1996) de la niñez-juventud problemática, que en cada época cristalizaron las construcciones de estos problemas de manera típico ideales y las distintas moralidades y afectividades que circulan y entran en disputa en cada momento histórico, constituyendo formas de concebir, sentir, construir y clasificar en función de la edad. Lejos de pretender identificar a estas figuras como causantes de los problemas sociales con los que se los asocia, se interpreta, retomando a Rossana Reguillo (2007), que ellas son producto de un “proceso de antropoformización” de la emoción (miedo, odio y esperanza), que supone “dotar de un cuerpo y una figura concreta a los temores o esperanzas de la época; proceso que sigue siendo alimentado por una historia de dominación, exclusión y estigmatización de lo diferente, lo anómalo, lo trasgresor” (REGUILLO, 2007, p. 5). Las distintas figuras de la infancia y juventud problemáticas permiten identificar la alternancia de sentimientos encontrados de compasión y temor, de protección y cuidado, de represión y control, que se encuentran en la base de las respuestas sociales que suscitaron en cada época. Y desde una perspectiva relacional, de las que también son producto.
A continuación, presentamos las distintas figuras de las infancias y juventudes “problemáticas” que emergieron en distintos contextos de la historia de la Argentina. Las concepciones y abordajes que se identifican constituyen los debates centrales en cada momento, pero no son los únicos existentes, puesto que en cada época convivieron múltiples voces en disputa. Se presentan de manera modelizada, como tipos ideales por su utilidad para el análisis, a sabiendas de que subrayan sólo los elementos más distintivos de complejos procesos socio-históricos menos lineales y unívocos.[3]
Según revelan los estudios historiográficos más recientes, las primeras preocupaciones sobre la infancia y la juventud como problema público pueden ubicarse previamente a la consolidación del Estado nacional moderno en la Argentina. Entonces, la Iglesia católica virreinal advertía sobre el problema de la niñez en relación con la distinción entre la “legitimidad” o “ilegitimidad” de los nacimientos (MORENO, 2000, p. 669).
En aquella sociedad virreinal, organizada en castas sociales, se distinguía tanto social como jurídicamente el estatus de las familias surgidas de una pareja unida en matrimonio religioso de aquél de las surgidas de uniones por fuera de la institución religiosa y de allí la figura de los hijos “ilegítimos” (MORENO, 2000, p. 669). La Iglesia católica fue la encargada de generar una respuesta social para recoger y criar a esos niños basada en el ejercicio de “la caridad y el amor cristiano” (DI STEFANO, 2002) y que, al mismo tiempo, permitiera salvaguardar el honor de las damas “que habían caído en la tentación” (MORENO, 2000, p. 669), en nombre de los intereses de la religión y el Estado, dándoles “la posibilidad de ser criados como hombres de bien” (MORENO, 2000, p. 676).
Es así como en 1779 se crea la primera institución destinada a niños “problemáticos”: la Casa de Expósitos, dependiente de la Iglesia católica, que recibía a los niños dejados en ella anónimamente. Una vez recibidos, los niños pasaban a ser criados por “amas de cría” hasta conseguir un hogar sustitutivo definitivo donde se les debía enseñar un oficio (MORENO, 2000). Para el tratamiento social de estos niños, se concebía que la actividad laboral era moralmente ordenadora y, por lo tanto, no perjudicial. Los destinos de colocación laboral generalmente estaban diferenciados según sexo: las niñas como criadas en casas de familias y los varones como aprendices de oficios (MORENO, 2000, p. 682).
Esta etapa se producen los primeros pasos en la diferenciación social de la infancia, que aún no termina de delinear su estatus específico, puesto que clasifica a los nuevos miembros según su filiación y según las prácticas religiosas de sus progenitores, y las respuestas e intervenciones que se generan responden a la construcción de un tipo de necesidades específicas de los niños: la restitución de su honor.
Con la caída del régimen virreinal y la conformación de los gobiernos independentistas, se fue consolidando la concepción iluminista liberal que llevó a la separación de la Iglesia católica y la administración pública respecto del gobierno político y del tratamiento de las cuestiones públicas. Fue así como en 1823 se creó la Sociedad de Beneficencia, que tomó el control de las entidades caritativas hasta entonces desarrolladas por la Iglesia (incluyendo las destinadas a la niñez), y las puso en manos de las “damas virtuosas de la sociedad porteña” (MORENO, 2000) y a través de ellas, de las élites políticas y económicas terratenientes de la época. Si bien la administración de las instituciones que atendían a los niños continuó siendo privada, los primeros gobiernos patrios definen este cambio institucional para distanciarse de la Iglesia,[4] y comienzan a subsidiar las acciones de la Sociedad de Beneficencia. Así se fue estableciendo el campo de atención al “problema de la infancia”, basado en principios filantrópicos, como un sistema mixto en donde la atención la ejercen instituciones privadas (aunque laicas), con algunos subsidios gubernamentales (y por entonces, con escaso control sobre su uso).
En aquel momento, la alta mortalidad producida por las guerras independentistas en primer lugar, y las guerras internas posteriormente, comenzó a delinear la figura problemática del “niño huérfano” del que la joven Patria debía ocuparse. Al mismo tiempo que se va delineando a la familia nuclear como el espacio privilegiado para la crianza de los niños, se clasifica y comprende como problema público a aquellos “niños y jóvenes huérfanos, desvinculados de sus núcleos familiares y/o hijos de madres solteras” (ZAPIOLA, 2006, p. 67; 2019). Esta figura del niño sin familia se relaciona con una manera específica de concebir la conformación familiar, ligada al honor y al ordenamiento patrimonial (AVERSA, 2010).[5]
La respuesta institucional para este “problema”, a cargo de la Sociedad de Beneficencia, consistía en derivar a estos niños a amas de crianzas, para con los años ubicar a las mujeres como “criadas o sirvientas”, y a los varones en estancias o batallones militares (AVERSA, 2010, p. 38). Como sucedía con la Casa de Expósitos, los niños allí derivados muchas veces no eran niños “sin familia” sino que se trataba de prácticas difundidas entre las clases populares de la época, que muchas veces cedían temporariamente el cuidado de sus hijos a otras familias, a amas de leche o las instituciones de beneficencia, como un recurso posible para hacer frente a la crianza. Las investigaciones historiográficas dan cuenta que esta práctica, llamada “exposición”, era considerada por las familias populares una manera de que sus hijos accedieran a una buena formación laboral y/o educación que de otra manera no podían garantizarles. Por lo tanto, no suponían la pérdida definitiva de la patria potestad sino su cesión temporaria (VILLALTA, 2010, p. 74).
Las respuestas e intervenciones a la figura del “niño huérfano”, que van constituyendo un campo mixto privado-público, construyen y responden así a un tipo de necesidades para los niños pobres: proporcionarles una crianza que haga posible su incorporación a lo público en tanto fuerza de trabajo o en tanto fuerza de combate en las guerras de la época (CONTE, 2021).
Una transformación sustancial se opera cuando el Estado asume la intervención sobre un problema, dando lugar a la creación de agencias y normas jurídicas específicas para su tratamiento (SPECTOR y KITSUSE, 2006, p. 9 citado por PEREYRA, 2010). Hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX comienza a consolidarse el proceso de centralización política y administrativa y constitución de un Estado moderno y liberal en la Argentina y se opera un progresivo despliegue administrativo-institucional basado en las disciplinas liberales y positivistas hegemónicas de la época como el derecho, la pedagogía y la medicina-higienista, en detrimento de la incumbencia de la Iglesia católica. La constitución del andamiaje estatal se ocupó de responder a la preocupación por la naciente “cuestión social” que entremezclaba la preocupación por las condiciones miserables de vida de las clases populares de los centros urbanos nutridas por los contingentes de inmigrantes, con el temor por la consolidación del orden político, pues con la nueva población llegaron también las ideas anarquistas y socialistas y formas organizativas de la conflictividad obrera.
El tratamiento de las nuevas generaciones se define en este contexto a través de una intervención estatal determinante: el desarrollo del sistema educativo estatal y la obligatoriedad de la enseñanza primaria laica. Su influencia es tal que los estudios historiográficos llegan a identificar este momento con la conformación del estatus moderno de la infancia en la Argentina: (CARLI, 2002). El sistema educativo se propuso la misión “civilizatoria” de convertir a las nuevas generaciones en futuros ciudadanos, lo que requería trasmitir (y crear) una “cultura nacional” a la que integrar a los hijos de inmigrantes, al tiempo que calificarlos para su desempeño como futuros trabajadores. La figura del niño-alumno comienza allí a constituirse como experiencia definitoria por excelencia del estatus infantil en la Argentina, permitiendo clasificar quién es un niño de quién no lo es (LIONETTI, 2007; ZAPIOLA, 2019). Categoría que delinea a la escuela como el ámbito propicio para su socialización y al mismo tiempo, a la pedagogía como el saber adecuado sobre esta clase de edad y que comprende la naturaleza infantil como materia maleable en el presente, definida por una futura transformación que requiere de la intervención estatal como guía, protección y corrección para garantizar su utilidad y valor social en el futuro.
Simultáneamente a este proceso, se comenzó a debatir la relación de los niños y jóvenes con las actividades laborales y la existencia de una figura de niño-trabajador, considerada como una figura posible para los nuevos miembros de las clases populares. A principios del siglo XX, la participación de niños y adolescentes en actividades laborales era extendida y está documentada a través de los primeros censos de población[6]. Los debates de la época llevaron a regular esta práctica, estableciendo las condiciones del trabajo en fábricas (lo cual legitimaba su existencia): en 1907 se aprobó una ley que establecía como edad mínima la de 10 años para el ejercicio laboral (MACRI, 2005; SURIANO, 2007; ZAPIOLA, 2019).
La conformación del niño-obrero como posible figura de la infancia de clases populares fue enfatizada también por los discursos de las vanguardias políticas contestatarias en la época: el socialismo y el anarquismo (MACRI, 2005; CARLI, 2002). Ambas concepciones dieron un lugar privilegiado a la infancia proletaria: los socialistas preocupados por las condiciones laborales y escolares del niño obrero, los anarquistas proponiendo la necesidad de formación política de estos niños en una red de escuelas autónomas del Estado. Ambas ideologías compartían con las concepciones hegemónicas la importancia de su educación para la transformación del orden en el futuro (BARRANCOS, 1987, p. 2).
A la vez que se van consolidando las figuras de niño-alumno y de niño-trabajador como dos roles posibles de los nuevos miembros de un proyecto político nacional, se comienzan a clasificar aquellas trayectorias de niños y jóvenes que transcurren por fuera del sistema escolar, por fuera de los talleres y fábricas y por fuera de las configuraciones familiares consideradas legítimas por la moral de la época (situación en la que se encontraban gran parte de los hijos de familias populares), como problemas públicos acuciantes, capaces de, justamente, poner en peligro el porvenir de la Nación. Para ellos se acuña la categoría de “menores”, de uso extendido a principios de siglo XX entre las élites políticas e intelectuales para designar a estos niños y jóvenes pobres (ZAPIOLA, 2019; FREINDERAIJ, 2020). Si bien jurídicamente el término designaba a “toda” persona con menos de 22 años,[7] en la práctica esta categoría era utilizada para clasificar “situaciones de pobreza, de abandono, de marginalidad de los niños” (CARLI, 2006, p. 80), por la que se definían a aquellos niños “considerados ajenos a las pautas de comportamiento, localización espacial, educación, trabajo, sexualidad y relación con los adultos aceptables para su edad” (ZAPIOLA, 2019, p. 117). Fuera del trabajo en espacios cerrados, fuera de la escuela y fuera de los modelos familiares concebidos como moralmente convenientes, en la figura de “menor” se pone el énfasis en un sentimiento de peligrosidad (social, política y moral) asociado a una figura infantil.
Los estudios historiográficos permiten identificar que estos sentimientos de peligrosidad y amenaza colectiva cristalizados en una figura infantil, se relacionan con un cambio en la concepción de la pobreza: en un contexto de modernización económica, pasa de constituir el “templo vivo del señor” a ser considerada por la mirada médico-higienista como fruto de la ignorancia y de los vicios (DI STEFANO, 2002). La pregnancia de las ideas anarquistas en las primeras protestas sociales urbanas sumaba una dimensión política a la idea de la peligrosidad que los pobres representaban para el orden social, que se constituyen así como clases peligrosas (GAYOL; KESSLER, 2002). Asociando pobreza y criminalidad, se la considera un problema moral y político antes que socioeconómico.
En su doble acepción de problema social y peligro político, la categoría de “menores” englobaba a dos tipos de figuras infantiles y juveniles. Por un lado, los niños “vagos y mendigos” que realizaban actividades recreativas y/o laborales en las calles de las ciudades, fuera de las fábricas y las escuelas (AVERSA, 2010, p. 35), acuñándose la figura del “chico de la calle” como problema público (ZAPIOLA, 2007). Éstos se distinguían de los niños de clases populares que trabajaban en talleres y fábricas, y sus actividades callejeras eran consideradas la antesala de la delincuencia (LEZCANO, 1997, p. 29 citado por Macri, 2005). Por otro lado, la novedosa figura del “menor delincuente”, considerando como tales tanto a aquellos que cometían delitos, como a los que participaban de protestas sociales. Los discursos positivistas de la época realizan una asociación lineal entre una y otra de estas figuras, comprendiendo ambas prácticas como efecto de su socialización en un “ambiente social y moral inadecuado” y considerándolos por lo tanto “moral y materialmente abandonados” (ZAPIOLA, 2019, p. 118).[8]
Definidos de esa manera, una nueva matriz interpretativa se consolida para explicar los problemas públicos que involucran a los nuevos miembros de la sociedad: el “abandono” de niños. Como muestra la investigación de Villalta (2010), se resignifican así viejas prácticas populares (por ejemplo, la de la “exposición”, circulación de los niños entre familias, permanencia en las calles, etc.) bajo una mirada patologizante que las homologa bajo un rótulo moral que encubre las diferencias de clase. En medio de un contexto de aumento de la conflictividad social en las ciudades a inicios de 1919 donde niños y jóvenes fueron protagonistas en revueltas callejeras, se termina de instalar la idea de un gradiente imaginario que llevaba de la figura del “menor abandonado” a la del “chico de la calle”, de ella a la figura del “menor delincuente” y de allí a la del “menor anarquista” (ZAPIOLA, 2019). La demanda para la intervención del Estado sobre los “menores” aumenta, y motiva debates legislativos que dan origen a la promulgación de la Ley de Patronato o Agote (N°10.903), base del tratamiento estatal de la infancia y juventud pobre durante todo el siglo XX.
En esta Ley se enmarcan dos tipos de intervenciones públicas que se venían desarrollando hasta el momento. Por un lado, las que implicaban la separación del niño del ámbito familiar a través de su internación en asilos e internados (de gestión privada, salvo los correccionales), para aislarlos de la influencia de un ambiente considerado “pernicioso”. La Ley promulga y amplía las razones para la quita definitiva de la patria potestad de los padres al considerar que no cumplían con sus “deberes naturales” por someter a sus hijos a situaciones de “abandono” (VILLALTA, 2010),[9] y otorga la guarda de los niños a los directorios de los asilos de la Sociedad de Beneficencia bajo consenso de los Jueces de Menores (VILLALTA, 2004; ZAPIOLA, 2007, 2019). Por otro lado, se consolida la realización de actividades laborales como tratamiento de los niños y jóvenes de clases populares, que se concebía con fines asistenciales y correctivos, como forma de evitar por un lado su presencia en las calles, y por otro lado, de inculcar “disciplina y moral” (consideradas necesarias para su conformación futura como buenos ciudadanos y trabajadores) (AVERSA, 2010; MACRI, 2005).
Este tipo de abordaje estatal es el que se irá consolidando durante la década del ’30 y del ’40, a través de la conformación de una burocracia estatal especializada, como se plasma en la creación del Patronato Nacional de Menores en 1931 (GOMEZ, 2004, p. 54 citado por POJOMOVSKY, 2008a), y del Primer Tribunal de menores de 1937 (VILLALTA, 2010; STAGNO, 2011). Aunque aún este abordaje estatal se base en la articulación con las organizaciones de la sociedad civil (particularmente la filantropía de la Sociedad de Beneficencia y las organizaciones caritativas de la Iglesia católica) para llevar adelante las políticas asistenciales que se proponían (BILLOROU, 2010; RAMACIOTTI, 2010).
De manera sintética, esta etapa se caracterizó por una fuerte intervención estatal sobre las nuevas generaciones y la creación de agencias estatales y legislaciones específicas, aunque aún en articulación con las organizaciones caritativas (Iglesia) y filantrópicas (Sociedad de Beneficencia). Bajo la influencia de los discursos médico-higienistas, se responsabiliza de los problemas de niños y jóvenes al medio social en el que se produce su socialización, y el Estado desarrolla entonces intervenciones que interpretan y construyen su necesidad de un “ambiente sano” donde crecer (escuela, actividades laborales, instituciones de Beneficencia) que garanticen su transformación en futuros ciudadanos y trabajadores. Estas intervenciones estatales delinean dos categorías que sientan las bases del estatus moderno de infancia en nuestro país y aún perduran: la categoría de “alumnos” y la de “menores”. Mientras la institución escolar se convirtió en el parámetro de la infancia, designando lo que se considera propio de esta clase de edad (y lo que no) (COLÁNGELO, 2003, p. 1), “bajo la categoría ‘menores’, se apeló a un sector de niños que no ingresaban o desertaban tempranamente de la escuela y que eran miembros de núcleos familiares que, por su situación de precariedad, no se ajustaban a los modelos de familia regular. Huérfanos, abandonados, vagabundos, trabajadores (callejeros), delincuentes, eran identidades marcadas por la irregularidad” (CARLI, 2006, p. 84). A lo largo de la década del ’30 y del ’40, se despliegan las burocracias específicas que definen los derroteros institucionales de quienes son clasificados en una o en otra categoría social.
La llegada del peronismo al poder (en 1946) puso en discusión −desde el propio Estado− la legitimidad de las instituciones establecidas hasta entonces para el tratamiento de la infancia y juventud problemática, proponiéndose nuevas alternativas de intervención. Lo que, como indican Spector y Kitsuse, (citado por PEREYRA, 2010, p. 9-10), constituye una etapa distintiva de la dialéctica de configuración de los problemas públicos.
La redefinición de la infancia y juventud problemáticas se enmarca en un cambio profundo en la relación entre el Estado, las clases populares y las nuevas generaciones. El proyecto peronista se propuso revertir la marginación que las clases populares habían sufrido hasta entonces, e interpeló y otorgó un lugar central a estas nuevas clases trabajadoras, consagrando una expansión y garantía de derechos sociales, económicos y culturales, con el objetivo de alcanzar la “justicia social”, contrastando con la visión moral de la pobreza propia de la filantropía. Se desarrolló así un Estado Social con una concepción cercana al “conservador-corporatista” (ESPING-ANDERSEN, 1993), que se irguió como agente central de la redistribución de los recursos y de la extensión de la ciudadanía social a amplios sectores de clases populares anteriormente excluidas, a través del despliegue de políticas sociales y universales que buscaban garantizar un determinado nivel de bienestar a toda la población. Es por ello que, además de los derechos sociales otorgados a través de la inserción laboral, para la atención de aquellos que se encontraban por fuera del mercado de trabajo (entre los que se encontraban los “niños pobres”), se disolvió la Sociedad de Beneficencia y se creó una red de asistencia social y atención directa organizada alrededor de la Fundación Eva Perón (JAMES, 1990; ROMERO, 2004).
Las nuevas generaciones tuvieron un rol fundamental en esta transformación. “El reclamo por los derechos de la infancia cobró un protagonismo central en la discursividad de los años peronistas y se plasmó en la modificación del rol estatal que fue presentado como la ruptura de la beneficencia privada y el paso hacia la asistencia social” (LIONETTI; MIGUEZ, 2010, p. 28). Se creó la Dirección de Menores, que absorbió las funciones del Patronato Nacional de Menores y los institutos de la antigua Sociedad de Beneficencia (POJOMOVSKY; CILLIS, 2008b), y se desplegaron múltiples acciones estatales destinadas a distribuir bienes y recursos y reconocer derechos para garantizar la igualación de las condiciones de vida de los niños y revertir la discriminación de los niños pobres (CARLI, 2002).[10] Los ejemplos van desde el fomento de la industria del juguete y su distribución que hizo posible su acceso masivo −hasta entonces exclusivo de la niñez de clases acomodadas (ROSTOYBURU, 2011) − hasta la equiparación en términos legales de los derechos de los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio (COSSE, 2006).
La infancia fue interpretada por el peronismo como una categoría históricamente subordinada, como un sujeto “nacional y popular” (CARLI, 2002) y por lo tanto se proponía su revalorización, al punto de ser reconocida como “la única privilegiada”. El Estado extendió la ciudadanía infantil, asumiendo la responsabilidad de garantizar condiciones de igualdad para la crianza de los nuevos miembros, y estableciendo la idea de un vínculo directo entre el Estado y los niños en donde las familias quedaban desdibujadas. El gobierno peronista interpeló e interpretó políticamente a los niños y jóvenes, convocándolos a participar en la escena política desbordando las fronteras de la escuela y la familia para garantizar la suerte de la Nación (CARLI, 2002). Este reconocimiento del rol político de los niños fue comprendido como la contracara necesaria del reconocimiento de sus derechos, entendidos desde una interpretación social corporativista no tanto como derechos individuales sino sociales, económicos y culturales de los niños en tanto miembros de una categoría específica del colectivo social.
La niñez como categoría social tenía, a su vez, una responsabilidad concreta en el presente para preservar el conjunto social: ser reformadores sociales. La idea era que “una vez que pudieran modificar la conducta de los niños, serían estos los que podrían cambiar las conductas de sus familias” (RAMACCIOTTI, 2010, p. 183-184), especialmente los de clases populares. Por eso el Estado desplegó nuevos dispositivos de intervención para la niñez popular, como por ejemplo los Hogares-escuela, que proveían educación, vivienda transitoria, ropa y calzado, y alimentación; las escuelas de orientación profesional y tecnológica; la realización de torneos deportivos y los permanentes controles médicos.
La imbricación entre esta concepción política y social promovida desde el Estado, y los nuevos saberes científicos especializados sobre la infancia (entre otros la pediatría, la medicina e higiene infantil y la psiquiatría infantil), dio lugar a nuevas distinciones y clasificaciones que delinearon una nueva “problemática” de la infancia y juventud cuyo clivaje no era social sino corporal: el “atraso infantil”. Si el Estado garantizaba condiciones de igualdad para el desarrollo del colectivo social en su conjunto, la desigualdad sólo era posible de concebir en términos médicos, como un atraso en el desarrollo médicamente estipulado como meta a alcanzar por todos. A través de una política estatal de controles médicos permanentes, se intentaba así diferenciar lo médico de lo asistencial, y en los términos de la época, “el retardo verdadero del falso retardado o retardado pedagógico” (Ramacciotti, 2010, p. 188), que constituía el único límite al ideal correccionista sobre la infancia (ideal condensado en la expresión “de chico el árbol se endereza”, como destaca Ramacciotti (2010). La figura del “atraso infantil” era así el único límite concebido a la intervención para el logro de la igualdad-justicia social buscada tanto a través de las intervenciones sociales como médicas.
El período que va de la década de los ’50 a mediados de los ’70 en la Argentina se caracteriza por la agudización de las tensiones y conflictividad político-sociales. En el plano socioeconómico, la mirada desarrollista hacía comprender las situaciones derivadas de la pobreza como situaciones transitorias y marginales, cuya solución vendría de la mano de la progresiva integración de tales sectores en las dinámicas propias de la modernidad capitalista. En el plano político, el establecimiento de gobiernos dictatoriales y semidemocráticos que restringían la participación de las mayorías, produjo un desborde por fuera del sistema partidario hacia otras organizaciones y modalidades de participación política.
En tal contexto, las juventudes se vuelven tema y objeto de los debates públicos, puesto que organizados a través de movimientos estudiantiles, sociales y políticos y reivindicando ideales revolucionarios, los jóvenes se convirtieron en protagonistas de la resistencia a los regímenes dictatoriales (GORDILLO, 2003; MANZANO, 2018). Frente al aumento de la conflictividad, los gobiernos militares y las organizaciones como la Iglesia católica retomaron discursos tradicionalistas, conservadores y de inspiración católica respecto a la visión de la familia y el respeto a las jerarquías (GRASSI, 1991 citado por Villalta 2004; COSSE, 2010).
Pero paralelamente, la vida cotidiana de los sectores medios se vio alterada por la modificación y modernización en las costumbres y relaciones familiares, que dieron lugar a nuevas formas de pensar la pareja, las relaciones entre padres e hijos y la condición de los niños y jóvenes (COSSE, 2010, p. 239). Así, conservadurismo y modernización protagonizaron disputas abiertas sobre la sexualidad y el modelo de la familia nuclear, basado en el matrimonio indisoluble y la división genérica del trabajo que ubicaba a la mujer como ama de casa y al varón como proveedor, y los modos de relación intergeneracionales entre niños, jóvenes y adultos (COSSE, 2010, p. 239).
Como parte de esta disputa se consolida en la Argentina el psicoanálisis como discurso científico privilegiado para comprender la naturaleza infantil, sus problemas y soluciones, de la mano de Florencio Escardó, Eva Giberti (y su Escuela para Padres) y Arminda Aberastury (RUSTOYBURU, 2019; COSSE, 2010). En pleno auge de esta nueva “cultura psi” que pregnó fuerte en las clases medias urbanas (PLOTKIN, 2003), se consolida un nuevo modelo de crianza que “redoblaba la centralidad de la individualidad y la autonomía de los niños y rechazaba la disciplina basada en el autoritarismo” (COSSE, 2010, p. 239).
Esta expansión local del psicoanálisis en las cuestiones de la infancia, a su vez influido por el paradigma funcionalista norteamericano en vigor en las ciencias sociales de entonces, generó varios efectos. En primer lugar, la revalorización de la experiencia infantil como determinante de la formación de la personalidad, en lo que algunos autores identifican como el pasaje de un determinismo “biológico” a un determinismo “psicológico” (BORINSKY, citado por COSSE 2010, p. 240). En segundo lugar, la comprensión de las conductas de los niños y jóvenes como un síntoma de las relaciones y vínculos familiares, estableciendo entre ellos una relación de causa-efecto. Esta concepción llevó a que cada vez más, en el debate sobre la infancia y juventud problemática, se fuera desplazando el interés de los factores ambientales hacia el estudio de las constelaciones familiares (BORINSKY, citado por COSSE 2010, p. 210). En tercer lugar (y en relación con lo anterior), el establecimiento de un modelo familiar doméstico (y de roles y conductas) más cercano a la experiencia de las clases medias, como el modelo “normal” y adecuado para una buena crianza y para el buen “funcionamiento” de la sociedad (COSSE, 2010, p. 246). En consecuencia y último lugar, un impacto directo en las familias que llevó a comprender todas las prácticas y experiencias de otros grupos sociales que no se correspondieran con ese modelo ideal como producto de vínculos familiares enfermos, disfuncionales y por lo tanto, patológicos en términos psicológicos (COSSE, 2010; BORINSKY, 2010; RUSTOYBURU, 2019).
La influencia del discurso “psi” termina de consagrar la concepción de la condición infantil como “naturalmente lúdica” en la Argentina (RUSTOYBURU, 2019). La especial influencia de Melanie Klein en los psicoanalistas locales subraya esta construcción de las necesidades y naturaleza infantil desde las experiencias de las clases medias, en la que la práctica del juego aparece como expresión de su “naturaleza”, permitiéndoles desarrollarse de manera sana y realizar los aprendizajes de los roles sociales del mundo adulto. El juego se convierte desde esta concepción en una necesidad vital de las personas de menos años, y esta idealización de la práctica del juego lleva a una concepción también idealizada del niño: “los juegos forman parte del mundo mágico de los niños, eran el espacio donde el chico se realizaba plenamente y ‘se integraba a un mundo en el que las presiones sociales y educativas desaparecen y en el que él puede ejercitar la plenitud de su personalidad” (GIBERTI, 1963, p. 230 citado por RUSTOYBURU, 2011).
Estos discursos comienzan a tener una influencia decisiva en la formación de los agentes estatales que trabajan con niños (maestros y trabajadores sociales) (CARLI, 2000; LLOBET, 2009), e influyen en la definición de la infancia y juventud problemática. La tensión entre desarrollo-modernidad vs. tradición, que atravesaba las preocupaciones públicas de la época, llevaron a que los “problemas de la infancia” fueran comprendidos como efecto de formas de crianza tradicionales (por ejemplo, autoritarios), lo que se traducía en conductas problemáticas de los niños que se configuraban en síntomas de relaciones familiares psico-patológicas: “la psicología había descubierto que la experiencia de los cinco primeros años de vida se grababa ‘perdurablemente en el psiquismo’ y que la misma explicaba los trastornos, como la inadaptación, la neurosis y la delincuencia” (COSSE, 2010, p. 248). Así, los problemas de los niños son “privatizados”, considerándolos efectos de causas relacionales privadas (sus vínculos familiares), y no de dinámicas socio-políticas.
Como respuesta a estos problemas,
para que los niños se convirtieran en seres humanos ‘realizados’, ‘equilibrados’ y ‘felices’ los padres no sólo debían brindarle un hogar ‘feliz’, ‘sano’ y ‘fecundo’ (sin ‘autoritarismos’ ni ‘agresiones’) sino también debían entender las necesidades, los lenguajes y los requerimientos propios de los niños (COSSE, 2010: p. 248).
En este sentido, si bien el psicoanálisis aparecía como una contraposición con los discursos tradicionalistas y conservadores de la época, coincidía con ellos respecto a la importancia de la familia en la explicación de los “problemas” de niños y jóvenes, y significaba, por lo tanto, un reenvío del origen de los problemas sociales al ámbito de lo privado.
Estas nuevas concepciones dieron lugar a discusiones acerca de las intervenciones institucionales que trataban el problema de la infancia y la juventud, a través de la crítica abierta a la internación en “instituciones totales” por las consecuencias para los niños y jóvenes que pasaban por ellas. Se propusieron entonces estrategias alternativas como la reintegración familiar de los niños, como puede verse con la aprobación del Régimen de Familia Sustituta (LLOBET, 2009).
Sin embargo, las preocupaciones de los distintos actores del campo de la minoridad parecieron tener como foco principal ya no tanto a la infancia desamparada y potencialmente delincuente proveniente de los sectores populares –para la cual ya se contaba con una sólida estructura institucional y distintos mecanismos de intervención– sino fundamentalmente a la adolescencia y juventud de las clases medias, que comenzaron a ocupar cada vez más el espacio público (VILLALTA, 2004, p. 16). Y que, dado su cuestionamiento de los ordenamientos morales y políticos, pasaron en este contexto a ser vistos como potenciales disolventes del orden familiar y nacional (MANZANO, 2018).
El período de la última dictadura militar (1976-1983), considerado desde las ciencias sociales como una bisagra en los modos de funcionamiento y organización en nuestro país, consolida nuevas configuraciones de las infancias y juventudes “problemáticas” y su tratamiento social. En el marco del despliegue del terrorismo de Estado como práctica de represión política y social (BENITEZ; MÓNACO, 2007), los problemas de los nuevos miembros de la sociedad pasaron a comprenderse como “problemas de Seguridad Nacional”.
El discurso dictatorial acerca del .peligro de la subversión” como matriz interpretativa de los conflictos y tensiones políticas y sociales que caracterizaron las décadas anteriores, llevó a identificar a los jóvenes politizados como portadores de “ideales extranjerizantes antinacionales” que ponía en riesgo la seguridad nacional. Los jóvenes se convirtieron en el blanco privilegiado de las acciones de represión y violaciones de los derechos humanos que caracterizaron el terrorismo de Estado: el 45% de las personas desaparecidas por la dictadura tenían menos de 25 años al momento de su detención (CONADEP, 1985).
Respecto de los niños, en consonancia, se retomó una concepción moral, política y securitaria de principios de siglo XX que definía como causa de los problemas el ámbito familiar de crianza, en particular de las familias acusadas de “subversivas”, lo que suponía el peligro de su conversión en “futuros subversivos”. Por lo tanto se retomaron las intervenciones en el sentido de separar al niño de ese ambiente, cortando todo tipo posible de vínculo filiatorio. Carla Villalta (2012) describe como práctica sistemática durante esta época, el robo de niños de las familias acusadas de subversivas (a las que se secuestraba, torturaba y asesinaba) para dar lugar a la apropiación y sustracción de su identidad por parte de otras familias constituidas según los cánones morales sostenidos por la dictadura. Estas prácticas, que más adelante fueron denunciadas como una violación inédita de los derechos humanos en este período, no hubieran sido posibles sin basarse en narrativas sociales y prácticas preexistentes en relación con las ideas de “abandono” de niños y de la “salvación” que ejercían aquellos que los adoptaban, como muestra el trabajo de Villalta (2012).
Durante la dictadura militar la niñez fue convertida en botín de guerra como parte de una política de secuestro, a la vez que fue encerrada en el ámbito familiar como consecuencia de una interpelación estatal que satanizó la peligrosidad del espacio público y promocionó los beneficios del ámbito privado. La idea de nación como conjunto de familias –que formaba parte del discurso militar (FILK, 1997, p. 44-45) – sedimentó también nuevas ideas sobre la relación entre infancia y sociedad” (CARLI, 2006, p. 24). Así, el tratamiento de las nuevas generaciones se basó en el “reingreso del modelo policíaco persecutorio” mediante la doctrina de la “situación irregular” (POJOMOVSKY, CILLIS, 2008b). Ésta llevó a producir un deslizamiento que agregaba a la idea de menor abandonado, la concepción de múltiples “situaciones irregulares” que expandía la problemática sobre todos los niños y jóvenes de aquellas familias –sobre todo las pobres, que por sus conductas y/o condiciones de crianza no se adecuaban al modelo de familia “regular”.
La transición democrática de las décadas de 1980 y 1990 presenció, al mismo tiempo, la estabilización del régimen democrático en términos políticos, y la adopción de políticas de corte neoliberal en el plano económico y rol del Estado. Se produjeron efectos desestabilizadores de la estructura social (niveles inéditos de aumento de la pobreza, desempleo, precariedad laboral y desigualdad social), redefiniciones de las funciones e intervenciones estatales (privatizaciones, achicamiento, descentralización y focalización de las políticas públicas), y la consolidación de las lógicas de mercado como criterio principal de asignación de capitales económicos y sociales.
En el plano de los debates sobre la infancia y juventud estos procesos se plasman en “tendencias progresivas y regresivas: si por un lado se produjeron avances en el reconocimiento de los derechos del niño y una ampliación del campo de saberes sobre la infancia, el conocimiento acumulado no derivó en un mejoramiento de las condiciones de vida de los niños, y en ese sentido éstos perdieron condiciones de igualdad para el ejercicio de sus derechos” (CARLI, 2006, p. 20). En efecto, por un lado, la importancia que cobraron los movimientos de derechos humanos en la resistencia a la dictadura incidió en el hecho de que el paradigma de los derechos humanos aparezca como una matriz interpretativa fundamental en la Argentina de la post-dictadura. En el plano específico de la infancia y la juventud, ganaron visibilidad en el terreno público los organismos de derechos humanos como Abuelas de Plaza de Mayo, Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, Asamblea Permanente por los Derechos Humanos e HIJOS, ejerciendo denuncias e instalación en el debate público del problema de la búsqueda de los chicos apropiados durante la dictadura, y del tema del “derecho a la identidad”.
Esta es la matriz local desde la que se articuló la discusión sobre los “niños como sujeto de derechos” que atravesó países y que dio lugar a la redacción de la Convención de los Derechos del Niño (1989). En la Argentina, esta articulación particular llevó a la denuncia de las formas de intervención estatal sobre esta población como represivas, autoritarias y violatorias de sus derechos, conformándose distintas organizaciones sociales de “defensa de los derechos de los niños” que propiciaban la derogación de las viejas leyes (VILLALTA, 2004, p. 17). En este sentido, la retórica del “discurso de derechos” se constituyó en un “frente discursivo” (FONSECA; CARDARELLO, 2005), “cuyos tópicos centrales fueron la desjudicialización de las situaciones de pobreza, la desinstitucionalización de los niños, y la restitución, protección y exigibilidad de derechos” (Villalta, 2004, p. 17).
La Convención Internacional de los Derechos del Niño (1989) se convierte en el marco legal y filosófico de las críticas y disidencias con las formas de intervención estatal sobre el problema público de la infancia y la juventud. Y en base entonces de las propuestas alternativas: “por un lado, la separación de las problemáticas de índole penal de las de origen social; por otro, el cuestionamiento a las instituciones totales, los Institutos de menores, y el consecuente desarrollo de estrategias alternativas de tratamiento, basadas en la pedagogía social y en la desmanicomialización y la antipsiquiatría” (LLOBET, 2009, p. 12-13). Si bien esta nueva perspectiva o “paradigma” se impone progresivamente a nivel mundial, la particularidad de su incorporación en la Argentina, en la década del ’90, se da en relación al contexto de una hegemonía de la concepción neoliberal de implementación de políticas públicas (GENTILE, 2015). Esta confluencia llevó a que, por un lado, se generara una interpretación particular de los “derechos de los niños”, que difiere de la anterior experiencia durante el peronismo, ya que en este momento se resaltan los derechos individuales y civiles en lo que respecta a la “ciudadanía infantil” (derecho a ser escuchado), por sobre los derechos sociales y económicos (VILLALTA et. al., 2011). Por otro lado, en imbricación con las críticas al Estado de Bienestar y la inspiración neoliberal en la implementación de las políticas públicas de entonces llevó a que, en términos generales, la propuesta de “protección integral” del nuevo paradigma sea buscada a través de la implementación de múltiples “programas sociales” o dispositivos focalizados sobre aquellas poblaciones consideradas con un mayor nivel de vulnerabilidad y riesgo social (COSTA; GAGLIANO, 2000; GENTILE, 2011).
El enfoque de derechos se convierte también en el marco de comprensión de las figuras infantiles y juveniles de la “nueva cuestión social”. Entre ellas, vuelve a cobrar relevancia la figura del “chico de la calle”, en este caso como paradigma del crecimiento abrupto de la pobreza y la desigualdad que se evidenciaron en esta época como efecto de las políticas neoliberales (CARLI, 2006). Su novedad no residía exclusivamente en el crecimiento de la población de niños de familias pobres que transitaba y permanecía en las calles de la ciudad, sino en la reconceptualización de ciertas problemáticas históricas en relación con la infancia pobre, que anteriormente habían sido caracterizadas como “menores carenciados”, “menores abandonados”, “niños trabajadores”, “menores delincuentes”, etc. (GOMES DA COSTA, 1992). Esta figura comenzó a asociarse a una serie de estereotipos y prejuicios -abuso, explotación, abandono, delincuencia, drogas - y con la idea de una figura “asocial” que conlleva una dimensión de temor y peligrosidad (POJOMOVSKY; GENTILE, 2008). En los medios de comunicación, la figura del “chico de la calle” cobró relevancia, presentada alternativamente como “víctimas” de la sociedad, y como “victimarios” (delincuentes) (POJOMOVSKY; GENTILE, 2008).
A partir del 2004 tiene lugar en la Argentina una recuperación relativa de la economía y las condiciones sociales de vida de la población y al mismo tiempo, la consolidación del problema público de la “inseguridad” (KESSLER, 2009). En este marco, se produce reconfiguraciones de la infancia y juventud problemática al calor de estos debates.
Por un lado, un nuevo enfoque de los problemas sociales y del lugar del Estado para resolverlos reinstala el debate en términos de la desigualdad como problema social de niños y jóvenes que requiere de la intervención activa estatal (LITICHEVER; MAGISTRIS; GENTILE, 2013). Desde el nivel nacional, las políticas públicas sociales en general y en particular las destinadas a niños y jóvenes, comienzan a desarrollar una retórica de crítica a la orientación neoliberal de las décadas anteriores que lleva a reinstalar al Estado como redistribuidor de ingresos y promotor de políticas sociales (por ejemplo: Asignación Universal por Hijo, Conectar Igualdad, Plan Progresar). Se produce en esta época (2005) la derogación de la Ley de Patronato y la sanción de una Ley de Protección Integral, lo que supone un avance fundamental en la extensión de derechos para la población infantil. Los movimientos sociales que llevaron adelante esta reivindicación comienzan una nueva etapa de debates, en donde se discute si el rol del Estado respecto de los derechos de los niños se agota en el reconocimiento o debe a su vez garantizarlos. Tiene lugar así una “segunda interpretación” de la Convención de los Derechos del Niño (VILLALTA et al., 2011), en la que se visibilizan los derechos sociales y económicos de niños y jóvenes como deudas pendientes. Más allá de las nuevas orientaciones, las ideas de focalización fuertemente instaladas durante las décadas anteriores como criterio de eficacia en la asignación de los recursos, a través del desarrollo de “programas sociales”, siguen conviviendo con las nuevas orientaciones de las políticas sociales de infancia y juventud (GENTILE, 2017).
Por otro lado, la recuperación económica y social, que combina crecimiento económico y disminución del desempleo y pobreza con un fuerte incremento del consumo, se da sobre las marcas que dejaron las décadas anteriores: la intensificación de la relegación urbana y la segregación espacial (KESSLER, 2010). Progresivamente, los jóvenes de sectores populares y sus prácticas son asociados a lo que se convierte en un problema público de primer orden, “la nueva delincuencia”. Es así como se instala la figura del “pibe chorro”. Es a través de la construcción estereotipada, la visibilización y puesta en escena de esta figura, que se estructura la discusión social acerca del aumento del delito, el sentimiento de inseguridad y la violencia urbana (ARFUCH, 1995) (KAMINSKY, KESSLER, KOSOVSKY, 2007) (GENTILE, 2011).
La figura del pibe chorro hace referencia a nuevas formas de relacionarse tanto con el mercado de trabajo como con el delito, propias de las condiciones de vida de las nuevas generaciones y que las distinguen de las generaciones anteriores (KESSLER, 2004) (TONKONOFF, 2018). En esa figura se identifica a los jóvenes que realizan actividades ilegales pero que no se dedican a ellas necesariamente de manera exclusiva ni prioritariamente, sino que tienen una relación intermitente tanto con éstas como con el mercado de trabajo. Lejos de la imagen del delito organizado, la figura del pibe chorro está asociada a la realización de pequeños robos y otro tipo de actividades ilegales como la prostitución, el tráfico de drogas a microescala, el “apriete”, “cobrar peaje”,[11] etc. (MIGUEZ, 2002, p. 329). Figura de infancia y juventud que condensa los miedos urbanos de la actualidad (REGUILLO, 2006), alrededor de ella reaparecen fuertemente las demandas de intervención del Estado en carácter punitivo.
A partir del año 2015 se recrudecen las disputas políticas en la Argentina en las que se vuelve a legitimar un enfoque neoliberal de las políticas públicas y del rol del Estado. Cuya implementación llevó a reforzar los efectos regresivos de estas políticas en la estructura social, resultando un crecimiento acelerado de desigualdad y la pobreza en la población infantil. Paralelamente, tal enfoque legitima una mirada que responsabiliza a los individuos de la situación de precariedad y exclusión social en la que se encuentran, retomando la idea de la “peligrosidad social” relacionada con la pobreza, lo que propicia un abordaje securitario-punitivo de los problemas sociales. En este contexto, la configuración de la “inseguridad” como problema público entronizó la figura del “menor delincuente o pibe chorro” aun cuando los índices dan cuenta de una participación ínfima de los y las adolescentes en el total de delitos (Cf. MPBA, 2018; Consejo de la Magistratura-PJN, 2015).
Se produce entonces lo que Spector y Kitsuse (2006, p. 145-153) identifican como el cuestionamiento sobre la legitimidad de las instituciones establecidas para el tratamiento de lo considerado problemático, y las propuestas de nuevas alternativas de intervención. Uno de los ejes en los que se estabilizó en estos años tal debate público fue la discusión sobre la “baja de edad de punibilidad penal”, establecida en la Argentina en 16 años, y la propuesta de realizar reformas para incluir en el sistema penal a los adolescentes de 14 y 15 años. Debate que pone en discusión la legitimidad del carácter punitivo de la intervención estatal sobre ellos. Como punto culmine de la discusión pública que suscitó la figura problemática del “menor delincuente”, en el 2019 fue debatida en audiencias públicas del Congreso de la Nación una ley de reforma penal presentada por el propio gobierno y que incluía bajar la edad de punibilidad. Alrededor de ello se posibilitó el despliegue de pasiones, sentimientos, articulaciones y alianzas entre actores a favor y en contra y arduas movilizaciones de actores que contrapusieron distintas nociones sobre la condición de infancia y el vínculo del Estado con los nuevos miembros de la sociedad en la Argentina actual, y que hasta el momento, lograron impedir tal reforma (GENTILE, SZMULEWICZ, HABER, 2017, GUEMUREMAN, 2017; BARCALA et al., 2018).
En el momento mismo de presentación de este artículo, las pasiones públicas volvieron a agitarse en la Argentina alrededor del debate sobre la figura de “los menores delincuentes” y su relación con el problema público de “la inseguridad”. El hecho de que tal debate se avive días previos a una fecha electoral y se cuele insistentemente en las campañas electorales de los últimos 15 años, da la pauta de hasta qué punto tiene vigencia la principal hipótesis de este artículo: el de la existencia de una relación intrínseca entre la configuración de los problemas públicos de cada época, y la definición de los atributos de la condición de lo infantil y juvenil, tanto como de las experiencias divergentes como figuras “problemáticas”. Para abordarla, en este artículo realizamos una relectura de las investigaciones socio-históricas sobre infancias y juventudes en la Argentina (especialmente, las centradas en el AMBA) a la luz de las perspectivas de la socioantropología relacional de las edades y de la sociología de los problemas públicos, y construimos una genealogía de las figuras de las infancias y juventudes problemáticas y de su abordaje hegemónico en cada época y momento histórico.
La revisión de tales procesos mostró cómo las primeras figuras de la infancia y juventud problemáticas de las que dan cuenta los estudios socio-históricos en Argentina se refieren, en primer lugar, a la figura del “hijo ilegítimo” propia de la configuración de los problemas públicos desde la concepción religiosa de una sociedad de castas como la virreinal, que daba lugar a respuestas desde una matriz caritativa. Así también como la figura de los “huérfanos” como problema público configurado luego de la caída del virreinato y en relación con la alta mortalidad en época de guerras independentistas e internas, para cuyo tratamiento desde una mirada filantrópica surgieron las primeras instituciones dedicadas a niños y jóvenes en el país (la Casa de Expósitos para los “ilegítimos”, y las instituciones de la Sociedad de Beneficencia para los “huérfanos”).
Una vez producida la centralización política y administrativa de la conformación del Estado moderno en Argentina, el abordaje médico-higienista de los problemas públicos fue constituyéndose como hegemónico, y desde tal perspectiva se cristalizaron ciertas figuras paradigmáticas del tratamiento de la niñez en el país: mientras los atributos de la infancia normativa se definen alrededor del desarrollo del sistema educativo estatal y la figura del “niño-alumno”, tanto como de la figura del “niño-obrero” para las clases populares, se delineaban figuras “problemáticas” que reaparecerán a lo largo de todo el siglo XX e incluso en la actualidad: las figuras de los “menores”, los niños “abandonados”, los “chicos de la calle” y el “menor delincuente”. La demanda para la intervención del Estado sobre estas figuras problemáticas motiva arduos debates que dan origen a la promulgación de la Ley de Patronato o Agote (n° 10.903) y a la escisión institucional de la infancia en la Argentina (entre “niños-alumnos” y “menores”), que perduró durante todo el siglo XX y hasta hace 15 años como tratamiento estatal privilegiado.
A mediados de siglo pasado, el fenómeno del peronismo redefinió el rol del Estado y su relación con las nuevas generaciones, y la infancia pasó a ser concebida como instancia estratégica de un proyecto político que los considera “los únicos privilegiados”. Esta apelación política y colectiva de los atributos de lo infantil configuró como figura problemática al “atraso” individual en su desarrollo, que se constituía así como límite a la consagración de la buscada igualdad social.
En los años 60 y 70, época de agudización de las tensiones y conflictividad político-sociales y en los que los estudiantes y las juventudes aparecieron como protagonistas públicos, tuvieron lugar tanto los abordajes psicológicos, que reenviaban la conflictividad al seno de las relaciones familiares y delineaban como problemáticas a las conductas de los niños como “síntomas” de familias disfuncionales; tanto como los abordajes represivos “securitarios” que configuraron la figura del “joven revolucionario” como enemigo de la Nación. La última dictadura llevó al paroxismo la consideración de la “situación irregular” que habilitaba la intervención represiva del Estado sobre niños y jóvenes, a través del terrorismo de Estado y las violaciones a los derechos humanos que se perpetraron principalmente sobre adolescentes y jóvenes construidos como “subversivos”, y legitimaron las prácticas de robos de bebés considerados “botines de guerra”.
La transición democrática dio centralidad en la Argentina tanto como en Latinoamérica a la incorporación de los derechos humanos a las políticas estatales, y aparecieron en el debate público las figuras de los “nietos recuperados” y de los “niños como sujetos de derechos”. Pero simultáneamente, la agudización progresiva de las desigualdades sociales y de la pobreza infantil llevó a configurar la figura problemática del “chico de la calle” como paradigmática de la nueva “cuestión social”. La última figura problemática que presenta la genealogía de este artículo se detiene en el abordaje represivo-securitario que fue creciendo en la Argentina desde los años ’90 a través de la conformación de la “inseguridad” como problema público, y que delinea a la figura del “pibe chorro” o del “menor delincuente” dando lugar a arduos debates y movilizaciones que aún están en plena vigencia en la Argentina actual.
Realizar entonces esta genealogía nos permite dar cuenta de la historicidad y del carácter construido tanto de aquellos considerados atributos ‘naturales’ de la niñez y juventud, como de las situaciones que actualmente se consideran problemáticas y suscitan debates, emociones y sentimientos morales, base de los debates políticos y las intervenciones y tratamientos sociales que generan. A su vez, las categorías/figuras históricas que conforman esta genealogía constituyen un marco interpretativo (REGUILLO, 2007) disponible en nuestra sociedad para el tratamiento de los problemas sociales representados por niños y jóvenes, y entonces las construcciones de cada nuevo problema se inscriben sobre esta especie de sedimento histórico, de acervo cultural (SCHUTZ, 1987) resignificándolo y en diálogo con los procesos sociales actuales. La aparición histórica de cada una de estas figuras produce así un mecanismo de “reinscripción”, una operación de búsqueda en los “archivos” culturalmente compartidos de aquellas figuras, situaciones y espacios de aquello que irrumpe en la “normalidad” (REGUILLO, 2007, p. 5). Y por lo tanto, su análisis nos advierte sobre la pregnancia de las transformaciones legislativas e institucionales y la propia idea de “cambios de paradigma” (en relación al reemplazo de la ley de patronato o minoridad por la ley de protección integral de derechos), tan extendida y cara a los análisis de las políticas públicas de infancia en los últimos años. Puesto que su vigencia y circulación dan cuenta de las tensiones, disputas y conflictos que, permanentemente, resurgen y se reactualizan al calor de las pasiones, sentimientos morales y debates políticos que despiertan la suerte y destino de niñes y jóvenes en nuestro país.