Resumen: En el Asilo de Expósitos y Huérfanos de Montevideo existió un torno desde 1818 (siendo la Inclusa) hasta 1934 (año en que el torno fue prohibido). En este torno o dispositivo giratorio, se dejaban bebes con señales, objetos como cartas, medallas, fotos, ropa, entre otros. En este artículo se busca analizar estos objetos a través de los lentes de la historia de las emociones, buscando entender las emociones como un eco de valores y prácticas sociales propios de una moral y época determinadas. Se propone visibilizar y analizar estas señales y el lenguaje simbólico de las mismas, verlas como mensajes cifrados propios de un diálogo íntimo entre las familias y sus proles. El 90 % de estos bebés traían señales, el tiempo de recuperación legal era de dos años, en ese período, sólo el 30 % lograba recuperar a su prole.
Palabras clave: señales, torno, abandono, expósitos, huérfanos.
Abstract: In the refuge of foundlings and orphans of Montevideo there was a circular lopende band from 1818 until 1934 (a year in which it was forbidden). In this torno or rotary device, people used to leave babies with signs such as letters, medals, pictures, among other things. This article analyzes such objects through the perspective of the history of emotions as an example of values and social practices of morality in a determined period of time. It visibilizes and analyses these signals and the symbolic language used in such practices, approaching them as cipher messages of an intimate conversation between families and progeny. 90% of the babies brought such signs, and the legal period for recovering them was two years. During that period only 30% of the childs were recovered by their family.
Keywords: signs, torno, abandonment, foundlings, orphans.
Seção Temática - Infâncias e Juventudes: Perspectivas Transnacionais e Interseccionais
Seña y contraseña en el torno. Las huellas de un lenguaje simbólico en el Asilo de Expósitos y Huérfanos de Montevideo 1894-1934
Lock, key, and a wheel. The traces of a symbolic language in the Asilo de Expósitos y Huérfanos of Montevideo 1894-1934
Recepción: 25 Octubre 2021
Aprobación: 28 Febrero 2022
Esta es una historia centrada en el Asilo de Expósitos y Huérfanos de Montevideo. El Asilo tiene su antecedente en la creación de la Inclusa en 1818, a los fondos del Hospital de Caridad (hoy Hospital Maciel), donde se establecerá el primer torno que existió en nuestro territorio. El torno era un dispositivo giratorio, cilíndrico, donde “depositaban a las criaturas” transitoria o definitivamente, en forma anónima.
En este trabajo abordaremos un análisis de las “señales” y sus distintas interpretaciones posibles desde una mirada de las emociones y de las infancias. Las señales fueron los objetos que las familias dejaban junto a los bebés, cuando eran depositados en el torno. Proyectándonos en las emociones, se buscará analizar y decodificar mensajes cifrados, sentimientos y diálogos que hasta ahora habían quedado silenciados en el olvido. Qué sintieron los padres y las madres al separarse de sus hijos en el Asilo de Expósitos y Huérfanos de Montevideo, cuáles fueron sus motivaciones explícitas y ocultas, para dejar sus criaturas en el torno, son algunas de las interrogantes que guían este artículo.
Las fuentes trabajadas pertenecen al acervo del Departamento del Torno del Consejo del Niño, localizado en el Archivo General de la Nación, ellas son: Registros de señales del torno, registros de ingresos y salidas y Libros de Mayordomía. Se parte de la idea que las “señales”, los objetos dejados por las familias a sus bebés contienen un código emocional, cifrado, que puede reflejar valores y prácticas sociales. El propósito central de este trabajo es interpretar esas señales, y poder leer esos códigos emocionales transmitidos por las familias a sus proles.
La producción historiográfica de quienes han trabajado con "señales" abarca un espectro bastante acotado. La argentina Gabriela Dalla Corte, cuyo trabajo de investigación exhaustivo y minucioso en el Asilo de Huérfanos de Rosario (Santa Fe) ha sido inspirador y motor para mi trabajo. Dalla Corte analiza el origen étnico-social de las señales, poniendo énfasis en el reflejo de la presencia de inmigrantes de la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo de italianos y españoles. Sus investigaciones son las primeras en el Río de la Plata que visualizan y analizan las señales. La francesa Arlette Farge en su obra “Efusión y Tormento el relato de los cuerpos. Historia del pueblo en el siglo XVIII” (2008), da un paso más, y analiza a partir de algunas prácticas, la simbología de las emociones y del tratamiento de los cuerpos. A partir de algunos paralelismos, utiliza figuras metafóricas del vínculo materno y el lenguaje no verbal entre la madre y su criatura. En respuesta a la ausencia de estudios interdisciplinarios, y siguiendo la línea planteada por la mexicana Susana Sosenski (2012) de visibilizar "las infancias" plurales y como agentes transformadores de la sociedad, se buscará analizar las "señales" como objetos subjetivos, que contienen emociones expresadas simbólicamente hacia la infancia.
Si bien esta investigación es de corte cualitativo, se presentará también algunos aspectos cuantitativos para complementar la mirada hacia las prácticas de “abandono”. Por un lado, se busca analizar experiencias afectivas y emocionales del pasado, concibiéndolas como construcciones culturales. Desde la perspectiva de la subjetividad, en el sentido que define la Antropóloga Paula Cabrera (2017): "la subjetividad refiere a los modos de pensar, sentir y hacer, los sentimientos, significados, sentidos, conformados socioculturalmente, que el sujeto tiene incorporados constitutivamente”. Estas subjetividades que se analizarán, no versan exclusivamente sobre lo individual, lo personal, íntimo, sino que lo que se busca es entender que la subjetividad es construida socialmente, que se conforma en interacción y relación con otros. En las últimas décadas, las ciencias sociales y las humanidades han participado de un "giro emocional" que ha llevado a analizar las emociones y las consecuencias de una "subjetivación" de la sociedad. Así, desde ese prisma, la historia de la vida cotidiana intenta recordar aquello que la historia tradicional desecha y la memoria personal rescata. Por otro lado, se hará un planteo cuantitativo de ingresos por el torno, y sobre todo de los porcentajes de “criaturas” dejadas con señales afectivas, para entender la importancia de estas prácticas y resignificar el concepto de “abandono”.
En Uruguay, el antecedente más relevante para esta investigación es Historia de la sensibilidad en Uruguay (1989) de José Pedro Barrán. El autor, tanto en el estudio de la “barbarie” como en el “disciplinamiento”, visibiliza a distintos actores vinculados a las señales y sus formas de sentir y relacionarse. Hablará del tratamiento de la infancia, del abandono, de las nodrizas o amas de leche, de los educadores y las formas de vincularse con sus cuerpos como espacio de poder. Marcando siempre las transformaciones que se van produciendo entre la primera mitad y la segunda mitad del siglo XIX, generando distintos tipos de sensibilidad. Si tomamos la división cultural que hace Barrán entre la barbarie y el disciplinamiento, podemos decir que la Inclusa perteneció al período de barbarie, cuando la muerte y la vida tenían el mismo nivel de presencia cotidiana; cuando existía una sensibilidad más laxa, más cercana a la muerte y al dolor físico, más distendida en las formalidades y la educación; cuando la infancia no era concebida como una etapa especial, sino simplemente como el preámbulo de la adultez temprana. En la segunda mitad del siglo —lo que Barrán llama período de disciplinamiento—, se inicia el proceso de secularización, cuando el estatismo del gobierno comenzó a cobrar protagonismo, junto a la consolidación de la incipiente economía capitalista. En esta segunda mitad del siglo, la sociedad montevideana se vio impregnada del higienismo como forma de vivir y convivir. Este rápidamente invadió las escuelas, junto con la reforma vareliana, los hospitales y los hogares. La voz del médico cobró cada vez más poder y autonomía. Sus tratados y consejos se transformaron en la biblia de un rebaño que comenzaba a separarse de su antiguo pastor y que, sediento de un guía que sustentara una nueva moral, transformaba sus prácticas sin cuestionar de ningún modo el discurso médico. En este cambio de sensibilidad, comienza a cambiar la percepción hacia la infancia, lo que Philippe Aries llamó para Francia el reinado del niño y lo que Barrán llamó para Uruguay “el niño amado”. Las políticas públicas, la salud y la educación confluyen en la idea que la infancia debe ser un problema del Estado, y como tal debe velar por sus derechos, y por que sus padres cumplan con sus deberes. De la mano de este cambio, va la mirada hacia la infancia abandonada o expósita, que deja de estar en manos de la caridad católica y comienza a ser parte de las políticas públicas estatales. El menor sin familia pasó a ser una amenaza en potencia, un posible delincuente que había que disciplinar y educar para evitar los malos hábitos.
Entre los trabajos más relevantes en la línea de las emociones trabajada en esta investigación destacamos los de Steve Gordon (1981, 1990), quien se ha enfocado en las emociones y la infancia. También Arlie Russell Hochschild (1979,1989, 2009), quien ha estudiado la evolución del cuidado familiar en relación con la sociedad postindustrial y el mercado, también la historiadora norteamericana Bárbara Rosenwein (2010), quien ha trabajado la idea de evolución emocional en la historia y del concepto de “comunidades emocionales”.
La socióloga norteamericana Hochschild, considerada la fundadora de la sociología de las emociones, propone como su tesis fundamental que la emoción y el sentimiento son sociales, y que por tanto la alegría, la tristeza, la ira, los celos, la envidia son en parte sentimientos sociales. Según Hochschild, la cultura guía el acto que permite reconocer una sensación al proponernos qué sentimientos son socialmente posibles y cuáles no lo son. Por último, el aporte más importante de este capítulo radica en recuperar aquellas emociones que no fueron registradas en el relato histórico hasta el momento. Se trata, en cierto modo de interrogar a mujeres y hombres que al dejar sus niños la expresión de emocional, fue silenciada.
Las “señales” fueron el código de rescate entre la familia y la criatura, la seña y la contra seña, eran los códigos indispensables para poder recuperar al bebé que se dejaba temporalmente. Dentro del periodo 1894-1910, más del noventa por ciento de las criaturas dejadas en el torno traían señales. Las señales podían ser fotografías, estampitas, monedas, medallas, escapularios, ropitas, cartas y notas. Los propios actores definieron las señales, cómo lo explica el Jurista uruguayo Jaime Estrázulas en 1882: “Estas señales que se guardan cuidadosamente, y de las cuales se toma razón en un libro, bajo numeración, suelen ser de varias clases, una prenda fina, u ordinaria, como una cruz, un medallón, atados con una cinta de color, un papel con inscripciones …”[1].
Las señales eran las impresiones, los mensajes que sus progenitores dejaban, era su legado, su memoria, “La nota hallada entre las mantillas es un escrito sobre el cuerpo. Mal ortografiado, poco preciso, poco legible, entre trapo y papel, rapidez y aplicación, es un signo del cuerpo que escribe sobre el cuerpo debilitado”. (Farge, 2008, p. 187). Dos cuerpos expresaban sentimientos, el de la madre o padre frente al cuerpo debilitado o vulnerable de la criatura. Las señales fueron la llave al reencuentro, por eso eran cuidadosamente registradas y guardadas por el Asilo.
Estas señales son como huellas de una presencia pretérita, pero también son huellas de ausencias. Huellas de una imposibilidad, de un no ser, de un impuesto desapego temporario o definitivo. Las huellas que dejaron estos objetos son pistas, indicios que marcan un posible reencuentro. Son claves que expresaron emociones como amor filial, o culpa por la necesidad de la separación de los cuerpos. Huellas de lo borrado, de lo que se quiere ocultar, de lo no dicho. Huellas de un pasado, de una identidad oscurecida por el torno que es “mudo y ciego”[2].
Esta huella es percibida en el sentido derridaniano: “La huella es el borrarse a sí mismo, el borrarse su propia presencia, está constituida por la amenaza o la angustia de su desaparición irremediable, de la desaparición de su desaparición. Una huella imborrable no es una huella, es una presencia plena, una sustancia inmóvil e incorruptible...” (Derrida, 1989).
Las señales encierran un concepto paradojal, porque representan una presencia y una ausencia al mismo tiempo. Presencia de un deseo de recuperación, de mantener un vínculo filial, un sentimiento de amor y protección, pero a la vez es la ausencia de lo que no pudo ser, la imposibilidad de mantener un vínculo físico y presente. La separación de la madre y el padre de esa criatura, representa dolor, desapego, culpa, desesperación, tristeza, y esa separación está representada en la propia ausencia. Paradoja de lo que es y lo que se está borrando.
Pero a su vez, la huella es constituida por la memoria, como lo establece el mismo Derrida (1989): “La huella como memoria no es un abrirse-paso puro que siempre podría recuperarse como presencia simple, es la diferencia incapturable e invisible entre los actos de abrirse-paso”. Memoria de lo que no es, y pudo ser, memoria incapturable porque ya no es, pero esa memoria de la señal abre paso, trae indicios de lo que fue y de lo que será.
Huella de todo lo que se afirma como idéntico a sí mismo, en el interior de lo idéntico está lo otro. En toda afirmación de sí mismo está inscripta la huella de lo diferente. Pero estas huellas son paradójicas porque son una marca singular e irrepetible dejada por lo que ya no está presente, pero lo ausente resulta presentado, regresa justo en esa huella: en el potencial reencuentro de la criatura y su familia.
Las señales son objetos que simbolizan emociones y mensajes cifrados, que fortuitamente el Asilo - por motivos económicos y administrativos - registró a la perfección. Lamentablemente, sólo existen registros de señales a partir del año 1894 hasta 1934, año en que se prohibió el Torno por ley. Igualmente, la riqueza material de estas fuentes permite analizarlas desde las emociones y las intenciones simbólicas por parte de las familias.
El ingreso al Asilo de Expósitos y Huérfanos, se daba de dos maneras, por la Oficina de Admisiones. O la segunda forma de ingresar (y la predilecta por las y los usuarios del siglo XIX) era a través del torno. El torno se resignificaba con las prácticas cotidianas. A partir de la lectura de las señales podemos valorizar los usos de este recinto. En varias ocasiones fue un puente de esperanza hacia una vida mejor. También fue considerado un lugar de tránsito, mientras la criatura era amamantada, estipulando un plazo de 2-3 años para recuperarla. Por último, nos encontramos que el torno también era un espacio de descarte de cuerpos, como un lugar “sacro” (representaba a la caridad católica) donde los cuerpos podían descansar en paz, lejos de las miradas moralizantes de la época. Era un “depósito” anónimo, sin explicaciones, sin responsabilidad, el único requisito era tener una criatura para dejar, del resto la “Caridad” tomaba cuenta.
El universo humano del Asilo era complejo, había tanto personal interno como externo. En la cabeza de la institución estaba la Comisión de Caridad, que en la segunda mitad del siglo XIX pasó a ser Comisión de Beneficencia, de la mano con el proceso de secularización que se iniciaba en el país. La Comisión de Caridad, compuesta por hombres prestigiosos de Montevideo, se encargaba de la Administración externa del Asilo (buscar donaciones y aportes económicos, y resolver en los temas de alta gravedad). En la administración y dirección interna del Asilo estaba la Comisión de Damas de la Caridad, constituida por las mujeres católicas de la alta sociedad. Siguiendo el ritmo del crecimiento poblacional, componían el ensamblado de funcionarios del Asilo, aquellos nacidos en el territorio como inmigrantes. El ritmo de aumento de población de niños/as era creciente, sobre todo a finales del siglo XIX llegó a haber más de 780 niños en el Asilo. Fueron numerosas las instancias en que la Dirección del Asilo rechazó ingresos y solicitó apoyo al gobierno por el exceso de lugares ocupados en la institución. Pero el exceso no era solamente de los internos, también de aquellos que estaban en casas de las nodrizas: los externos. Se necesitaba controlar y revisar esos niños periódicamente, y el personal escaseaba para dichas tareas.
Dentro del Asilo se encontraba la hermana tornera, que se ocupaba de la recepción de los expósitos del torno – ésta recibía al expósito, daba parte de ello al mayordomo, procedía a lavarlo, vestirlo y buscar el ama para alimentarlo -; el mayordomo registraba en un informe diario los acontecimientos principales, detallaba los ingresos: el sexo, la hora de ingreso, la ropa que traía, la nota y señales que lo acompañaban y, en algunos casos, también la edad aproximada y el estado aparente de salud.
Las amas de leche internas tenían como tarea principal alimentar a los niños ingresados por el torno. Las amas de leche y las amas secas externas – aquellas que crían los bebés en sus propias casas- eran controladas por médicos e inspectores que controlaban el bienestar de los expósitos y huérfanos. Por otro lado, estaban las Hermanas del Huerto o Hermanas de la Caridad, monjas italianas que fueron traídas en 1856 para ayudar con los huérfanos y con el Hospital de Caridad. Estaban encargadas del cuidado directo con los niños/as y de su educación. Luego había inspectores e inspectoras de nodrizas y de adopciones, cuya función era controlar que las condiciones de los niñoas/as sea higiénica y saludable. Dentro de las figuras importantes en la vida de los niños estaba el maestro-ayo, maestro, preceptor o tutor de los varones, encargado del apoyo en la educación curricular, moral y religiosa.
El mundo de las “señales” se vincula a una compleja red de mujeres que se solidarizaron con la madre parturienta que por lo general estaba sola por ser madre soltera, lo que en la época era considerado inmoral y digno de ser ocultado. La madre o parturienta era asistida por una partera, quien tenía amplia experiencia en el quehacer obstétrico y sobre el destino de la criatura. En general estas criaturas eran llevadas al Asilo por la partera o por su propia madre, pocas veces figuran los padres en las notas dejadas. En esta red de mujeres, aparecían también, las nodrizas o amas de leche, mujeres que recién habían parido y que se candidateaban para amamantar a los bebés del Asilo. Cobraban un salario por bebé entregado, que no era bajo en relación a los salarios de las mujeres del período. Una nodriza cobraba la mitad del sueldo de un doctor y el doble de lo que cobraba una cuidadora de niños[3]. Se encontraron varios casos de nodrizas que se encariñaron de sus “hijos de leche” y que solicitaban la adopción del mismo. Las nodrizas fueron muy importantes para la sobrevivencia de primera infancia montevideana, en general, las particulares trabajaban a domicilio. Las nodrizas del Asilo, algunas trabajaban en la institución, pero la gran mayoría amamantaba a los bebés en sus propios domicilios.
Las “señales” generalmente estaban atadas por cintas o cordones al cuerpo del bebé. La criatura era dejada en el torno por la madre, la partera, o a veces - muy pocas - el padre. Luego, en el mundo interior del Asilo, la criatura era acogida, alimentada, bautizada (o rebautizada) y nombrada (o renombrada). El apellido era elegido al aleatoriamente siguiendo un orden alfabético, cada mes una letra, y el nombre era elegido al azar.
Las madres que no querían o no podían tener a su criatura, encontraban un sistema oculto y silenciado, pero que era bastante efectivo para su problema. Los padres que no reconocían a su descendencia descansaban en manos de este sistema de mujeres que se encargaban de su destino en el torno de la “Caridad”, recogiendo la criatura no deseada. Este sistema, igualmente tenía sus reglas, el torno al final, no siempre estaba disponible, sino que en la madrugada a veces era trancado. Una partera en 1883 denunciaba en una carta que, cuando llamó para que le abrieran, la hermana tornera salió gritando "que aquellas horas no eran para depositar ninguna criatura porque no la dejaban dormir y que viniese de día para hacer el depósito" [4]. El nombre, elegido por sus padres biológicos no era respetado, aunque la criatura hubiese sido inscripta en el Registro Civil o en alguna parroquia cuando se bautizaba. Tenían hasta dos o tres años para reclamar la criatura siempre con el sistema de las señales, seña y contra seña. Para recuperarlo debían pagar por los días de nodriza remunerados por el Asilo. Este sistema no fue totalmente favorable para las familias biológicas, pero sí generaba un desahogo en momentos imposibles de sobrellevar, ya sea por la vergüenza social o problemas económicos. El torno se presentaba así, como una válvula de escape para canalizar las consecuencias de relaciones extramatrimoniales, siendo un aliciente impoluto a la moralidad de la época.
Clasificamos las señales en dos grandes grupos: las informativas y las afectivas. Las informativas, eran las reproducidas por personal externo al niño o niña: parteras, médicos, enfermeras, etc. Contenían información básica como nombre, hora de nacimiento, fecha, si fue “cristianado” o no, si fue bañado o no. Las señales afectivas, la gran mayoría, eran aquellos objetos creados o colocados por sus familiares, donde había una intencionalidad de rescate, de reencuentro futuro.
El 90 % de las criaturas ingresadas por el torno, hasta entrado el siglo XX, traían señales en sus cuerpos el día que fueron encontradas. Dentro de las señales afectivas existían diversidad de expresiones, desde cartas, que eran las más numerosas, hasta medallas, estampas religiosas, fotografías, monedas, barajas españolas, escapularios con cabello dentro, cadenas de oro, caravanas, ropas, entre otros.
Como se muestra en este gráfico, el tipo de señal más dejado en la infancia del torno eran cartas, donde la familia podía expresar sus emociones, sus sentimientos. Donde expresiones como la culpa y la religiosidad estaban muy presentes y vinculados.
Luego seguían otras señales como ropas, escapularios, (pequeñas bolsitas cocidas con notas, medallitas dentro).
Las notas dejadas transmitían legados familiares y todo tipo de emociones como sufrimientos, frustraciones, culpa, desesperación. Una señal dejada por una madre. posiblemente de la alta sociedad montevideana, en el año 1823, decía así:
La desgraciada madre no lo arroja de sí, sino [por] su estado, su honor y la crítica circunstancia del día. Lo hace depositar en la casa de amparo y misericordia, hasta tanto lo rescate Dios mediante. Lo que es notorio es que está bien ejercitada (dirigida) por los Sres., dignos de todo elogio y memoria, que la gobiernan. En esta virtud, prefiere esta desventurada madre ponerlo al cuidado de dichos Sres, suplicándoles – y en particular – a Don Joaquín Sagra, tenga la bondad de ser su padrino, le haga poner el nombre de Nicolás Manuel de la Encarnación y lo mire como a uno de sus hijos, que a su tiempo su comadre le dará las gracias quedando desde ahora reconocida a este favor. La seña que lleva es ese papel, quedando como de su tenor, para cotejarlo a su tiempo con el del Asiento.[5]
En esta nota podemos analizar varios aspectos importantes, a partir de algunas palabras claves expresadas. En primer lugar, la adjetivación que se hace de sí misma “Desgraciada madre”, nos indica un pasaje de sufrimiento anterior, que ha padecido muchos inconvenientes en forma solitaria, el padre no aparece en la información brindada. Necesitamos contextualizar el sufrimiento y la vergüenza que implicaba tener un hijo sola, en el siglo XIX. En un período donde los métodos anticonceptivos no eran efectivos, y donde la doble moral que conllevaban los matrimonios arreglados, eran la moneda corriente en las prácticas sociales. A su vez, legalmente los hombres no eran obligados a reconocer y sustentar esos hijos, por lo que quedaba todo en manos de las mujeres. Estas mujeres para proteger su “honra” y dignidad social, para poder tener un “digno” futuro casamiento, ocultaban estos embarazos, teniendo que dejar sus bebes en el torno.
Siguiendo con el análisis de la nota, parece importante detenernos en la aclaración que realiza “no lo arroja de sí”, o sea, no lo abandona. Arriba del torno había una inscripción que decía: “Mi madre y mi padre me arrojan de sí, la Caridad Divina me recoge aquí”. Ante esta interpelación escrita que figuraba arriba del torno, la “desgraciada madre” aclara, que no lo abandona, sino que es algo temporario que se debe a mantener “su honor” social, lo que además nos da la noción del grupo social del que provenía. Su status social es confirmado cuando le solicita que al Director del Asilo que sea el padrino y que además “lo mire como a uno de sus hijos”. Si la “desgraciada madre” solicitaba que Joaquín Sagra, el Director del Asilo, lo apadrine y eduque, seguramente tenía un trato directo o personal con el mismo, un vínculo que nos puede hablar de rangos sociales cercanos.
A continuación, veremos una de las pocas notas escritas por padres. Este padre relata una situación bastante desafortunada, típica de esta época, muertes que desequilibraban la estructura familiar patriarcal. Cuando una madre en el siglo XIX moría, los varones acostumbrados a estar fuera de casa, perdían la noción de estas funciones domésticas que nunca había realizado: crianza y cuidado de hijos y casa. No era su rol asignado socialmente, nunca fue preparado para eso, los padres sólo se ocupaban traer el sustento fuera del hogar. Los roles estaban tan claramente delimitados, a tal punto, que si uno de los dos moría, el otro difícilmente salía adelante solo, sin volverse a casar. Contraían nupcias en poco tiempo, los viudos buscaban una mujer cercana a la familia, hermana o prima de la esposa, o alguna vecina o comadre que andaba a la cercanía. Si no lograban casarse a la brevedad, llevaban alguno de sus hijos al Asilo como lo relata la siguiente nota. El padre promete rescate “a su debido tiempo”. El hombre además estaba enfermo y con tres hijos más. La enfermedad era otro factor que podía desestructurar la familia. Los cuerpos de estos actores eran la única fuerza de trabajo y medio de ingreso económico. Si los afectaba alguna enfermedad, en un momento donde no existían efectivos tratamientos médicos, la probabilidad de muerte era muy alta. Además, laboralmente no funcionaban los subsidios por enfermedad, si no trabajaba, no ganaba, por lo tanto, sus hijos no comían. Era un círculo bastante cerrado y difícil de salir en las precarias condiciones en que se encontraban. Veamos su carta:
Este niño que hoy pongo en el torno de la caridad, es hijo legítimo que fue bautizado el día de 10 de Setiembre de 1894 en la Iglesia de la Aguada, su madre murió el 9 de Setiembre de 1894 de sobre parto, el niño se llama Julián H., yo el padre lo entrego a la caridad, por encontrarme hace cuatro meses enfermo y sin recursos y con tres hijos pequeños, el niño será reclamado a su debido tiempo. Sin más, les saluda… L. H. 18 de abril de 1895[6]
La mirada que historiadores pueden dar a estas señales será siempre impregnada de la subjetividad y del contexto actual de quienes interpretan las fuentes. No podemos pensar que el texto originario o puro es posible trasladar tal cual como fue realizado. Por eso me adhiero a Derrida (1989) cuando expresa: “El texto no se puede pensar en la forma originaria o modificada de la presencia. El texto inconsciente está ya tejido con huellas puras, con diferencias en las que se juntan el sentido y la fuerza, texto en ninguna parte presente, constituido por archivos que son ya desde siempre transcripciones”. Estas transcripciones son reinterpretadas y resignificadas por quien escribe ahora, y además lo serán nuevamente por ustedes.
En varias oportunidades, entre las señales aparecía un escrito que se repetía, llamado por sus actores de “pensamiento”. Este pensamiento, tenía un formato similar que se parecía a una especie de ruego u oración, veamos algunos ejemplos. El caso del niño Enrique Varela de 1895, quien luego fue nombrado por el Asilo como Juan Gordoni, decía así su señal: “pienso en ti, a ti sólo miran mis ojos. Dios tiene piedad de mi”[7]. O el caso del niño Francisco Pino en 1896, - identificado por el Asilo como Aurelio Revoledo- a quien su madre escribió: "pienso en ti, a ti sólo miran mis ojos, Dios ten piedad de mí".[8]. También está el caso de Angela -a quien se le puso por nombre Filomena Monaster- nacida el 10 de enero, a las 4 de la tarde de 1896, y dejada en el Torno esa misma noche. El pensamiento tenía una variante: "pienso en ti, Dios, tened misericordia de mí. Virgen María piedad"[9]. Se le agrega el elemento de la súplica también a la Virgen María.
Un par de mellizas Matilde y Luisa Hortiz, dejadas por su madre el 2 de febrero de 1896, quien también redacta este ruego: “en ti miran mis ojos. Pienso en ti, Dios ten piedad de mi”[10]. Al ingresar, el Asilo les pusieron María Mercedes y María Dolores Medrano.
Este formato de oración aplicada en las señales, nos habla de un ruego, una súplica a la divinidad o a los santos. El poder de la oración para los cristianos desarrolla una sensación de bálsamo que alivia las culpas. Porque Dios todo lo perdona, incluso el dejar su propia descendencia. En la expresión “pienso en ti" que se repite en cada súplica, nos da la pauta de que el pensar podría sustituir al estar físicamente. Como no puedo estar, te pienso, y le ruego a Dios te proteja, pero además que “tenga piedad de mí”. Esto nos anuncia sobre la carga que esta gente llevaba sobre sus hombros, tan pesada era, que precisaban de la piedad de Dios para ser perdonados. El poder de la oración por momentos redime incluso al sentimiento de culpa que generaba en estas mujeres dejar a estos bebés. Aliviaba, perdonaba, alivianaba las cargas que estas mujeres tenían al dejar a sus bebés.
Es importante contextualizar económicamente a estas mujeres que dejaban. Si analizamos el gráfico 2, donde figuran los motivos de “abandono” explicitados en las notas, percibimos que el principal motivo es el de falta de recursos. A partir de esta apreciación, es preciso contextualizar a las mujeres en Uruguay en el siglo XIX desde el punto de vista laboral. Quienes trabajaban formaban parte de los sectores más carenciados, y los trabajos disponibles para las mujeres en este período eran precarios, con salarios muy bajos, menos de la mitad de lo que ganaban los varones. Un informe de la Oficina Nacional de Trabajo de 1925 todavía notaba esta diferencia: “… Ella, ya sea en el taller, en la fábrica, en el comercio, trabaja y rinde igual que un hombre y a veces más. ¿Es justo que su salario sea menor y sus condiciones de trabajo sean iguales que las del hombre?”[11]. Las leyes laborales y los beneficios sociales comenzaron a regularse recién a partir del primer y segundo batllismo (1903-1919), donde se estableció la ley de 8 hs y la licencia por maternidad entre otras leyes. Antes del inicio del siglo XX si las mujeres quedaban embarazadas, sin un marido que las sustente, debían trabajar, y si debían trabajar no tenían cómo compatibilizar el trabajo con un recién nacido, en momentos donde los complementos alimenticios artificiales no existían. Las largas jornadas laborales impedían amamantar a los recién nacidos. Dejarlos en el torno en general, fue la única salida para la sobrevivencia del bebé.
Las suplicas y ruegos que aparecen en las notas, nos muestran sus miedos, sus debilidades, sus deseos y también aquello en que creían y confiaban. El Asilo era una institución que les inspiraba confianza como para dejar sus criaturas. Veamos una carta firmada por “una madre muy pobre”, que nos muestra la realidad de precariedad económica a la que se podía ver enfrentada una madre soltera. La mamá de Isabel Jorgelina explica que su hija es “hija de la desgracia”, omite nombrar al padre, en esta omisión podemos ver una posible hija ilegítima. Si bien los argumentos que presenta en toda la carta son económicos, y termina prometiendo que a los tres años la recuperará, podemos analizar lo no dicho en el sentido foucaultiano: intentar descifrar la “palabra muda, murmurante, inagotable, que anima la voz interior que escuchamos, de restablecer el texto molido e invisible que recorre el intersticio de las líneas escritas y, a veces, las desordena” (Foucault, 2009, p. 31). Analizar un discurso, en este sentido, sería volverlo libre para describir en él y fuera de él los juegos de relaciones. Surgen varias preguntas, la primera es donde está el padre de Isabel, por qué su paternidad aparece sustituida por hija de la desgracia. Si hubiera desaparecido por un accidente, enfermedad o muerte, lo habría mencionado, la omisión de su nombre y de su situación, nos habla de que tal vez era hija de alguien que ya tenía un compromiso social y moral con otra familia. La madre sola, se presenta como la única responsable de esta vida. La carta nos relata una vida de necesidad y desesperación. La mujer no da su nombre, oculta su identidad, otra omisión que nos puede hablar de una situación socialmente no aprobada. Pero esta carta tiene una promesa de recuperación. Muchas cartas la tenían, las criaturas que llegaban con señales afectivas nos hablan de una intención de recuperación., pero en los hechos sólo entre el 20 y el 30 % lograban recuperarlas. La promesa de recuperarla algún día, expiaba temporalmente la culpa de dejarla, calmaba la tristeza. Además de la promesa de recuperación, estas madres encontraron otro aliciente a su culpa: los dejaban en el Asilo, en la viva representación de la Caridad divina, de alguna forma la divinidad allí las protegería. No las estaban dejando en cualquier lugar, sino en manos divinas que cuidarían a su prole mejor que ellas mismas. En la promesa y la caridad, las familias descansaron y encontraron consuelo a las prácticas de dejar en el torno a su descendencia. Veamos la carta:
Isabel Jorgelina (que así deseo se le llame a mi hijita) ha nacido el 23/4/1895 a las 12:10 pm en el día de San Jorge Martir. Es hija de la desgracia, porque ha nacido rodeada de la más honda miseria la cual me obliga a depositarla en las manos caritativas de tan noble y elevada institución. Prometo que el día que cumpla 3 años, menos 1 mes, es decir al 23/3/1898, la retiraré, pues de aquí a allá el país variará. Y siendo más fácil su sustento, podré recoger a mi hijita sobre cuyo destino quedo tranquila xq sé que se la confío a una institución tan filantrópica como bien dirigida. Firma, una madre muy pobre. Montevideo, 24/4/1895 [12]
Otro aspecto que se puede analizar en esta carta, y en todos los casos del torno, es el desconocimiento absoluto de la identidad otorgada por la familia biológica. A la niña Isabel, le pusieron por nombre Elvira Fajardo. Este desconocimiento expreso, se puede vincular a una especie punición moral por parte del Asilo, donde la voz de los padres y madres biológicos era totalmente desautorizada, y hasta callada. Si dejaban a su hija, no podrían ni siquiera elegir su nombre. Alicia Pierini, afirma al respecto del derecho de identidad: "Precisamente porque el derecho a la identidad nos remite, a su vez, al más ancestral de los interrogantes: el que pregunta acerca del ser que se es. Y porque el derecho a la identidad es el más próximo a los derechos respecto del derecho a la vida. El derecho a ser el ser que auténticamente se es, es el derecho al reconocimiento de la propia identidad." (Pierini 1993, p. 9). El Asilo, negando toda posibilidad de identificación con la familia biológica, cortaba la vinculación con la vida anterior al torno. Pero las señales, objetos paradójicos en sí mismos, permanecieron recordando una presencia y vinculación con su identidad. Las señales eran los únicos objetos que los relacionaba a su pasado. Una pregunta surge, ¿por qué guardaron con tanto cuidado y detalle las señales (único elemento que los une a las familias biológicas)?. En esta investigación se ha constatado que para poder reclamar a su prole -únicamente a través del sistema de señales- la familia biológica debía pagar por los meses que el Asilo invirtió en el amamantamiento de ese bebé. En los reclamos figuran las cuentas detalladas de los gastos a pagar. Entonces la respuesta se presenta por un interés económico y no por mantener el lazo identitario con la familia biológica.
La consciencia del valor material de la crianza estuvo representada también en las propias señales. Las monedas o las barajas de oro (figuras 1 y 2), podrían simbolizar el costo que implicaba criar a un bebé por parte de los progenitores, que ellos eran incapaces de solventar. O tal vez, también podía significar el deseo de fortuna y vida próspera para su bebé.
Las medallas o estampas religiosas (figura 3) representaban el 30 por ciento de las señales. Simbolizaba la evocación a la protección divina, al cuidado de la providencia. Los numerosos Santos, la Virgen María, Dios, Jesús o el Espíritu Santo eran los protectores predilectos para aliviar a las almas culposas que entregaban su descendencia al cuidado espiritual y trascendente. De esa manera expiaban su pesado secreto, en manos de la divinidad que los acogía en aquella institución.
Las señales y las cartas estaban atadas por cintas y cordones en los cuarpos (figuras 4, 5 y 6). Una unión simbólica entre dos cuerpos que antes estaban unidos por el cordón umbilical. La investigadora Arlette Farge (2008) nos recuerda este paralelismo simbólico entre las cintas y el cordón umbilical:
“un cordón umbilical dividido en dos del que tanto el niño como la madre son depositarios. Los dos cuerpos se niegan a separarse para siempre, la cinta cortada es el signo sensual y evidente de ello. Cinta de color que traza de manera simbólica y carnal el vínculo que une de modo definitivo el cuerpo del niño al de su madre” (p.190).
En el registro de señales, las cartas escritas (figura 7) fueron las más numerosas, esto nos habla de la necesidad de transmitir los motivos del abandono, de justificar ese acto vergonzoso que hería la sensibilidad de la naciente sociedad disciplinada. Madres y padres argumentando sobre los motivos de estas separaciones. Dejando en palabras el amor que sentían por su prole y la tristeza que la separación generaba. Y por supuesto, la infaltable promesa de recuperación futura, el mejor bálsamo para las almas en pena.
La escritura era el contrapunto perfecto a los objetos, era el discurso hablado, la palabra viva, que a su vez, también conformaba lo no dicho. El objeto simbolizaba, representaba acciones y sentimientos, mientras que la carta era el único instrumento que daba voz a los padres y madres. Carta y objeto (figuras 8 y 9), combinación perfecta que juntos conformaban las señales, y se transformaban en el elemento principal de un diálogo cifrado entre los progenitores, el Asilo y sus criaturas.
A partir del análisis de las señales afectivas, visibilizamos acciones que naturalizan afectos. El número de criaturas que fueron recuperadas por sus familias nunca superó el 30 por ciento, sin embargo, el hecho de que el 90 por ciento quisiera hacerlo nos habla de ilusiones, intenciones, planes y afectos, que en su mayor parte se vieron truncados por una realidad, seguramente económica, limitante que quebró el plano de los sueños. Proyectos de volver a reunir las dos mitades, los dos cuerpos que se anhelaron durante tanto tiempo y quizá habrían de acostumbrarse al frío recuerdo de un trozo de papel, una fotografía, una mitad de ropa o media moneda, en un regazo deshabitado.
Muchas de estas madres, se vincularon a círculos de mujeres que se solidarizaban con las parturientas. Entre parteras, enfermeras y nodrizas, lograban que las criaturas vivan y sobrevivan. Las historias de las señales nos relatan las emociones de actores que se animaron a amar en silencio, en un lenguaje que pocos entendieron, desearon fortuna, buena vida, amor y amparo a su prole separada de sí.
No podemos dejar de reflexionar sobre los motivos de “abandono” o de ese dejar temporario. Se percibe una tensión entre los motivos morales (madres solteras) y los motivos económicos. La investigadora Ann Blum ha demostrado en su trabajo (2010) que a partir de las primeras décadas del siglo XX los motivos de abandono en México, se empiezan definir por razones económicas, perdiendo peso, en parte, las implicancias morales del ser madres solteras. En esta investigación, sin embargo, hemos visto la tensión paradójica que existe entre ambas realidades y la dificultad de poder definir e identificar un peso mayor a alguna de estas condiciones. Tanto la vergüenza social que implicaba ser una madre soltera, como las necesidades económicas que recaían en ellas mismas como jefas de hogar, fueron de peso para estas mujeres madres. Es una tensión, en que ambas situaciones prevalecen y sería imposible en el período trabajado inclinar la balanza hacia una de ellas.
El torno “ciego y mudo”, burlando el anonimato, albergó en su interior lo no dicho, la paradoja, la huella, lo ausente, el amor, la culpa, vergüenza, la caridad y la compasión. Pero también rescató de la muerte a cientos de orientales que lucharon por sobrevivencia, aun cuando la medicina y la moral levantaron resistentes batallas.