Artículos Originales
Emociones y frustración en bebés: El temperamento y la vulnerabilidad social como factores moduladores
Emotions and frustration in babies: Temperament and social vulnerability as modulating factors
Emociones y frustración en bebés: El temperamento y la vulnerabilidad social como factores moduladores
Subjetividad y Procesos Cognitivos, vol. 23, núm. 2, pp. 115-139, 2019
Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales
Resumen: Las emociones son consideradas como mecanismos que se configuran a largo del tiempo para adaptarse a las demandas del medio ambiente, procurando de esta forma la supervivencia. Una de ellas es la frustración que se define como las respuestas del organismo que se desencadenan cuando existe una discrepancia negativa entre un incentivo esperado con el que realmente recibe. Estas situaciones provocan respuestas conductuales, emocionales y neurofisiológicas análogas a las que ocurren con la presentación de estímulos aversivos o su anticipación, tales como la ansiedad, el miedo, el estrés y el dolor nocioceptivo. El objetivo del presente artículo es: a) presentar los principales modelos teóricos de la emoción y frustración, su desarrollo y sus relaciones con factores individuales (temperamento) y ambientales (pobreza), y b) hacer un relevamiento de la bibliografía existente sobre los efectos de la frustración en bebés de hasta un año. Se encontró que el temperamento contribuye a los niveles de emoción y frustración expresados por los infantes. Son necesarios más trabajos para evaluar la influencia del ambiente y en un segundo momento, realizar intervenciones que puedan aumentar la tolerancias a la frustración.
Palabras clave: Emociones, Frustración, Temperamento, Pobreza.
Abstract: Emotions are considered as mechanisms that are configured over time for conflicts to the demands of the environment, thus seeking survival. Frustration is defined as an organism response that is triggered when there is a negative discrepancy between an expected incentive and the one that actually receives. These situations provoke behavioral, emotional and neurophysiological responses analogous to those that occur with the presentation of aversive stimuli or their anticipation, stories such as anxiety, fear, stress and nocioceptive pain. The objective of this article is: a) to present the main theoretical models of emotion and frustration, their development and their relationships with individual (temperament) and environmental (poverty) factors, and b) to survey the existing bibliography on the effects of frustration in babies up to one year old. Temperament and vulnerability were found to have the levels of emotion and frustration expressed by infants. However, it will be necessary to carry out more studies to decrease the contradictory results and generate, in a second moment, those that can increase the levels of this ability.
Keywords: Emotions, Frustration, Temperament, Poverty.
Introducción
Hoy en día existe cierta discrepancia en cuanto a la concepción y naturaleza de las emociones; las teorías contemporáneas han reconocido la importancia de conocerlas y manejarlas como parte fundamental del desarrollo del individuo, ya que, además de favorecer las habilidades sociales, promueven al desarrollo de competencias cognitivas (Bennett, Bendersky, & Lewis, 2005; Garner & Waajid, 2012) y del lenguaje (Garner & Waajid, 2008) desde edades muy tempranas. Andrés (2014) señala que, a pesar de las diferencias en los planteos relacionados son las emociones, existe un acuerdo al considerarlas como aquellas reacciones del organismo necesarias para su adaptación al entorno, que se da como resultado de una evaluación cognitiva en la que intervienen aspectos atencionales y de evaluación, que a su vez genera una activación en los componentes comportamentales, fisiológicos y subjetivos del individuo, lo que permite el autocontrol emocional.
El desarrollo de las emociones, como el de la conducta en general, está modulado por una compleja interacción entre factores individuales y ambientales. Entre los factores individuales, la mayoría de los trabajos evaluaron el temperamento (Gago Galvagno et al., 2019), el desarrollo cerebral y las habilidades cognitivas, capacidad motora y competencia lingüística (Bennett et al., 2005). Entre las variables ambientales que más se estudiaron en los infantes fueron la interacción padre-hijo (Brophy, Stansbury & Horodynsky, 2012; Elgier et al., 2017; Henao & García, 2009), pautas de crianzas y del lenguaje afectivo usado por los padres (Brophy et al., 2012; Clerici et al., 2020), relación docente-alumno (Garner & Waajid, 2008) y nivel socioeconómico (Bradley & Corwyn, 2002; Lipina & Colombo, 2009).
Los humanos pueden manifestar emociones desde edades muy tempranas. Esto sugiere que desde el nacimiento se encuentran dotados de un sistema biológicamente desarrollado que le permite detectar estímulos ambientales y responder con cambios conductuales relacionados con ellos (Andrés, 2014; Kobre & Lipsitt, 1972; León & Sierra, 2008; Windden & Russell, 2010). Entre las diversas emociones que puede experimentar el individuo (ej. alegría, tristeza), se encuentra la frustración, considerada como aquel estado del organismo que se desencadena cuando existe una discrepancia negativa entre un incentivo esperado con el que realmente se recibe. En ese sentido se puede preguntar cómo son las reacciones de frustración en los infantes y si ellas se relacionan con el temperamento y el nivel socioeconómico.
En esta investigación se presentará en primer lugar una revisión de los principales modelos teóricos de la emocionalidad y la influencia de factores individuales (en particular el temperamento) y socioambientales (en especial la pobreza) en su desarrollo. Finalmente se presentarán trabajos sobre los estudios de frustración en infantes de hasta un año. Su objetivo final es ofrecer información para tener una mayor comprensión de los mecanismos y factores que influyen en las reacciones emocionales de los infantes, proponer nuevas investigaciones para que se puedan diseñar estrategias de intervención orientadas a padres, docentes y cuidadores que permitan un mejor manejo de las reacciones emocionales de los bebés. Para los estudios de frustración, se realizaron búsquedas en bases de datos (Scopus, EBSCO, PsycInfo, Redalyc) utilizando las palabras clave: infants, emotions, frustration, individual diferences, ambiental factors. Se seleccionaron aquellas publicaciones de fuentes primarias sobre frustración en niños de hasta un año. Se hallaron 12 publicaciones que se resumirán en el apartado correspondiente.
Modelos teóricos de las emociones
Las emociones han sido consideradas como mecanismos que se configuran a largo del tiempo para adaptarse a las demandas del medio ambiente, procurando de esta forma la supervivencia (Damasio, 2006; LeDoux, 1989; Panksepp, 1992). Durante su estudio se presentaron diversas posturas y planteos sobre el concepto de emocionalidad, lo que ha generado discrepancias en cuanto a su naturaleza. No obstante, las teorías contemporáneas reconocen la importancia de conocerlas y manejarlas como parte fundamental del desarrollo del individuo, ya que, además de favorecer las habilidades sociales, promueven al desarrollo de competencias cognitivas (Bennett et al., 2005; Garner & Waajid, 2012) y del lenguaje (Garner & Waajid, 2008) desde edades muy tempranas. A pesar de la variedad de teorías en la actualidad existe un acuerdo al considerar a las emociones como aquellas reacciones del organismo necesarias para su adaptación al entorno, que es el resultado de un proceso cognitivo en el que intervienen aspectos atencionales y de evaluación, que a su vez genera una activación en los componentes comportamentales, fisiológicos y subjetivos del individuo, siendo este último de naturaleza cognitiva, lo que permite el autocontrol emocional (Andrés, 2014). Según Tooby y Cosmides (2008), la psicología contemporánea ha considerado a las emociones como programas especializados de orden superior (como otras funciones psicológicas, por ejemplo, la capacidad de regular el ritmo cardíaco) que ayuda a la organización y el funcionamiento de los diversos mecanismos que permiten diversas adaptaciones; ellos evolucionaron para ayudar a controlar de forma jerárquica diferentes mecanismos cognitivos (Andres, 2014; Cosmides & Tooby, 2000; Nesse, 1991; Tooby, 1985; Tooby & Cosmides, 1990).
Entre las diversas posturas que intentaron explicar los procesos que intervienen en el desarrollo de las emociones, Moor (2010) considera que se encuentran estructurados por tres componentes: el cognitivo, encargado de atender y evaluar los estímulos del medio ambiente; el subjetivo, es el que se encuentra relacionado con los sentimientos y cuya función es hacer los ajustes neuronales y endocrinos que preparan al organismo para la acción, y el comportamental, enfocado hacia la acción en sí misma, encargada de las respuestas verbales y no verbales al estímulo. El procesamiento de dichos componentes estará regido bajo un orden jerárquico y secuencial en el desarrollo natural (y cerebral) de los bebés.
Barrett, Ochsneer y Gross (2007), tras analizar las diversas teorías que definen y caracterizan a las emociones, presentaron un modelo teórico que permite integrar las diversas concepciones y a su vez dar razón de los mecanismos presentes en el procesamiento de las emociones. Para ello, proponen un Modelo Modal de la Emoción, que presenta el orden y la secuencia en la que interactúan los diferentes componentes, los cuales se darían de forma automática, rápida e involuntaria durante el desarrollo (Arnold, 1960; Ekman, 1972; Frijda, 1986; Izard, 1977; Lazarus, 1991). Según este modelo, para que un procesamiento emocional se lleve a cabo es necesario que el sujeto entre en contacto con una situación relevante que capte su atención. De allí, el individuo elaborará una serie de evaluaciones cognitivas que estarán relacionadas a la familiaridad, valor y relevancia del estímulo (Ellsworth & Scherer, 2003). Esto, a su vez, activará el sistema de respuesta, que producirá cambios tanto en la experiencia subjetiva, el comportamiento y la fisiología del individuo (Mauss et al., 2005).
Gros y Thompson (2007) señalan que, a pesar de la diversidad de teorías que intentan explicar los diferentes pasos, dimensiones y mecanismos presentes en el procesamiento de las emociones, es la evaluación la que genera las respuestas en los dominios experienciales, comportamentales y neurobiológicos; ella se da de forma rápida, automática e inconsciente ante situaciones que suceden en el medio ambiente o a través de representaciones internas, como recuerdos o pensamientos (Arnold, 1960; Scherer, 2001; 2004). Este modelo considera la noción de “recursividad”; significa que la respuesta emocional provocada por un determinado evento puede producir cambios en la misma situación, alterándola en diferentes sentidos, con lo que el ciclo volvería a comenzar.
En el estudio del desarrollo de las emociones, se tuvo en cuenta la interrelación entre los aspectos cognitivos, fisiológicos y ambientales, mostrando evidencia que estos progresan de forma paralela a medida que el individuo va creciendo (Sourfe, 1995), por eso la necesidad de comprenderlas y trabajarlas desde etapas muy tempranas del desarrollo (Sarduní & Rostan, 2004). Ambos mecanismos están modulados tanto por factores biológicos o individuales y ambientales, aunque siempre hay que tener en cuenta que ellos interrelacionan de manera constante (Freidin & Mustaca, 2001, Kandel, Schwartz,& Jessel, 1991), de modo que la separación de esos factores es una manera de poder abordarlos empíricamente en las investigaciones psicológicas y conductuales.
Entre los factores individuales o biológicos se incluyen variables genéticas y epigenéticas, el desarrollo de habilidades cognitivas (Bennett et al., 2005), del cerebro y redes atencionales, capacidad motora, competencia lingüística y el temperamento del infante (Lozano, González & Carranza, 2004); esta última variable es la que más se evaluó en las distintas investigaciones sobre el desarrollo emocional. Los factores ambientales hacen referencia a aquellos agentes de socialización del infante, tales como la interacción padres-hijos (Brophy et al., 2012; Henao & García, 2009; Root & Rubin, 2010), pautas de crianzas y del lenguaje afectivo usado por los padres (Brophy et al., 2012; Lozano et al., 2004), relación docente-alumno (Garner & Waajid, 2008) y nivel socioeconómico (Bradley & Corwyn, 2002).
Desarrollo emocional y temperamento
Entre los diferentes factores que modulan el desarrollo emocional se encuentra el temperamento (Mundy et al., 2007). Su estudio ha tenido una revalorización durante los últimos años; los investigadores intentaron identificar sus mecanismos y la influencia que ejercen en el desarrollo de la personalidad y el desempeño social de los infantes (Kagan, 2005; Rothbart & Bates, 1998).
Si bien existen diversas posturas sobre el concepto de temperamento (Buss & Plomin, 1984; Goldsmith & Campos, 1986; Thomas & Chess, 1977), la que mayor influencia ha ejercido hasta el momento es la propuesta por Rothbart y Bates (1989), quien, desde una visión evolutiva, intenta dar una definición amplia, involucrando no sólo aspectos psicológicos, sino también biológicos y conductuales (Rothbart & Bates, 1998). Para estos autores, el temperamento involucra las diferencias individuales en cuanto a la reactividad y autorregulación de las emociones, que se manifiesta en el individuo desde edades muy tempranas y cuyo origen constitucional está influenciado a lo largo del tiempo por la herencia, la maduración y la experiencia del individuo. La reactividad se refiere a las respuestas conductuales de excitabilidad y activación (arousal) propias del sistema nervioso central y autónomo. Los signos de reactividad son diferentes en cada persona, incluyen respuestas motoras, fisiológicas, emocionales y atencionales que pueden medirse a través de la latencia e intensidad de la reacción ante un determinado estímulo o situación. La autorregulación se refiere a los procesos que modulan (facilitan o inhiben) la reactividad inicial e incluyen la atención, el acercamiento o retirada, el ataque o la inhibición y la capacidad para auto calmarse. Estos procesos pueden observarse en las conductas de los bebés: sonrisas o disgusto ante restricciones, la tendencia de acercarse o retirarse de un estímulo, el nivel de actividad, la tranquilidad, miedo, la duración en la orientación y la capacidad de mantener o desenfocar la atención hacia el estímulo desencadenante de la reacción (Rothbart & Derryberry, 1981). En resumen, la postura evolucionista de estos autores acerca del temperamento es la que mayor influencia ha ejercido en los últimos tiempos. Su definición no solo abarca aspectos psicológicos sino también considera aspectos biológicos y conductuales, convirtiéndola en un concepto integral (Rothbart & Derryberry, 1981; Rothbart & Garstein, 2003).
Entre las diversas técnicas y métodos que se han utilizado para medir el temperamento, durante el primer año es el cuestionario Cuestionario de Conducta Infantil el más utilizado (Infant Behavior Questionnaire (IBQ), Rothbart & Derryberry, 1981). Tiene como finalidad medir las diferencias individuales en la reactividad y regulación emocional en situaciones concretas de la cotidianidad a través del informe de los padres para identificar la estructura del temperamento infantil y evaluar las relaciones entre temperamento, socialización y funcionamiento parental y familiar (Gago et al., 2015). Desde su creación ha estado sujeto a modificaciones, lo que permitió presentar un mayor detalle y precisión en las descripciones conductuales de los infantes. Su validación y adecuación en diferentes idiomas ha estado sustentada en diferentes investigaciones, lo que lo convierte en un instrumento confiable (Gartstein & Rothbart, 2003; Clark, Hyde, Essex & Klein, 1997).
El temperamento se divide en dimensiones, fundamentado en trabajos realizados mediante técnicas de análisis factorial (e.g., Diamond, 1957; Escalona, 1968; Shirley, 1933; Thomas, Chess, & Birch, 1968; Thomas, Chess, Birch, Hertzig, & Kom, 1963). Las dimensiones que se hallaron son extroversión, que se caracteriza por describir los altos niveles de actividad, sociabilidad, impulsividad y la posibilidad de disfrutar de momentos de alta intensidad de placer (Yap, Allen, & Sheeber, 2007); afectividad negativa, que comprende el malestar, miedo, tristeza, timidez, irritabilidad, con baja capacidad para calmarse y cierta susceptibilidad hacia las emociones negativas (Rothbart, Ahadi, Hershey, & Fisher, 2001); y por último el esfuerzo de control, que incluye el control inhibitorio, la atención focalizada, la sensibilidad perceptual y el placer de baja intensidad (Rothbart & Derryberry, 1981).
En cuanto a las investigaciones sobre el temperamento y las emociones, Aureli, Coppola, Picconi, Grazia y Ponzetti (2015), evaluaron las relaciones entre el temperamento y los comportamientos de autorregulación en un grupo de 65 infantes (31 niños y 34 niñas) a través de la observación de la interacción entre la madre y su bebé. Encontraron que las dos dimensiones evaluadas del temperamento (baja intensidad de placer y posibilidad de calmarse) correlacionaron únicamente con el autoconsuelo, considerada una conducta autorregulatoria. Además, el autoconsuelo resultó ser más intenso a los cuatro meses que a los seis, lo que hace presumir que la edad funciona como un moderador entre el temperamento y el comportamiento (baja intensidad de placer). Esto se puede deber a que los bebés mientras más pequeños, son menos capaces de enfrentar estímulos altamente emocionanles, por eso recurren al autoconsuelo como una forma de conducta autorregulatoria.
En Argentina se han hecho estudios con las intenciones de determinar la posible influencia del temperamento en el desarrollo. Reyna y Brussino (2015), evaluaron el comportamiento social de los niños en edad preescolar en función del temperamento, la edad, el género y nivel socioeconómico y regulación emocional. Hallaron que los infantes, cuanto más pequeños son, tienden a mostrar peor desempeño en las habilidades sociales y de conducta en comparación con los de mayor edad. Así mismo las habilidades de atención focalizada y control inhibitorio resultaron ser menos controladas en los niños de 3 años que los de 5 y 7. En cuanto al sexo, las niñas mostraron mejor comportamiento social y un nivel mayor de habilidades sociales en comparación a los varones. El nivel socioeconómico no mostró un impacto significativo en el desarrollo de las habilidades sociales y conductuales en los infantes.
Influencia de la pobreza en el desarrollo cognitivo y emocional de los infantes
Uno de los fenómenos de mayor impacto en el desarrollo de las diferentes sociedades ha sido la pobreza. Su presencia en el hogar no solo repercute en la calidad de vida sino también en el desarrollo de las habilidades y capacidades humanas (Otero, Pliego, Fernández & Ricardo, 2003).
La pobreza resulta un fenómeno complejo de estudiar debido a las múltiples dimensiones presentes en ella y a la variada cantidad de disciplinas que lo abordan. Los organismos internacionales han hecho un esfuerzo por dar una definición amplia; consideran que es aquella dificultad que tiene el hombre de acceder a los requisitos básicos necesarios para tener una calidad de vida aceptables (BID, 1997); es el resultado de procesos sociales, económicos y políticos deficientes que generan esa falta de condiciones necesarias para el acceso de oportunidades que le permitan conseguir un contexto de vida aceptable (UNICEF; 2010). La imposibilidad del individuo de obtener dichas condiciones a través de los ingresos económicos familiares le impide el cumplimiento de sus derechos de tener los bienes básicos necesarios para una vida digna (CEPAL, 2013; INDEC, 2012).
Existen numerosos estudios que han mostrado el impacto negativo que ejerce el estado de pobreza en el desarrollo emocional, físico, cognitivo y psicológico de los infantes desde edades muy tempranas (Duncan, Brooks & Klebanov, 1994; Gago Galvagno et al., 2019; Gunn & Duncan, 1997; Tuñón, Poy & Coll, 2015). En la actualidad coexisten diversos enfoques teóricos que intenta dar razón de los diferentes factores involucrados. No obstante, el paradigma epigenético del desarrollo cerebral constituye una visión integradora que considera diversos niveles de análisis en el estudio de la pobreza y el desarrollo cognitivo. Para este enfoque el desarrollo cognitivo del infante es el resultado de la permanente interacción entre lo genético y lo ambiental (Eisenberg, Fabes, Nyman, Bernzweig, & Pinulas, 1994).
Mazzoni, Stelzer y Cervigni (2014) señalan que el ambiente ejerce una influencia significativa en el desarrollo infantil sobre todo en los primeros años de vida, donde aspectos como la alimentación son cruciales para el desarrollo. Al ser distintos los contextos donde se desarrollan los bebés, se espera que exista diferencias en su desempeño, lo que podría incidir en sus posibilidades de desarrollo futuro (Di Lorio, Urritia & Rodrigo, 1998; Lacunza, 2010; Monckeberg & Albino, 2004). Por ello es necesario considerar el nivel socioeconómico de los hogares como uno de los factores claves en el desarrollo cognitivo y emocional de los infantes.
Andraca, Pino, De la Parra y Rivera (1998), tras interesarse por determinar los posibles factores que podían influir en el desarrollo motor y cognitivo en infantes de extracto socioeconómico bajo, realizaron un estudio longitudinal en una muestra de 788 bebés desde los 6 a 12 meses (48% varones) realizando un conjunto de evaluaciones que pudiera dar razón de su influencia. Los factores considerados fueron los siguientes: a) tasa de morbilidad y crecimiento del niño realizada por un especialista durante toda la investigación; b) temperamento evaluado con el IBQ (Rothbart & Derryberry, 1981) cuando los bebés tenían 7 meses de edad; c) desarrollo psicomotor: tomada a los 12 meses con la Escala del Desarrollo Infantil que mide el índice de desarrollo mental (MDI), índice de desarrollo motor (PDI) y registro de conductas (Bayley, 1969); d) índice específico, tomado a los 6 meses donde se recolectó información del nivel socioeconómico del hogar, la composición familiar, nivel educativo y ocupación de los padres. Los resultados analizados con análisis de varianza mostraron que el temperamento infantil, el nivel socioeconómico, el orden de nacimiento en relación a sus hermanos, los eventos estresantes, la depresión materna y la ingesta de alcohol de los padres fueron los factores de riegos de mayor impacto en el desarrollo infantil.
Mazzoni, Stelzer, Cervigni y Martino (2014) tras realizar una revisión de los trabajos realizados desde el 2000 sobre la influencia de los factores mediadores de la pobreza (estimulación del hogar y nutrición) en el desarrollo cognitivo de los infantes en edad escolar, hallaron que el estado de desnutrición severa de los infantes, sobre todo en los primeros años de vida, genera consecuencias graves e irreversibles en el desarrollo cognitivo de los chicos, no siendo de la misma manera en aquellos niños cuyo estado de desnutrición es leve o moderado (Bhoomika, Shobini & Chandramouli, 2008; Cortés, Romero, Hernández & Hernández, 2004; Pérez et al., 2009; Pollitt et al., 1996).
El tipo de estimulación que los infantes reciben en el hogar significó también un factor mediador clave y de mayor influencia sobre el impacto de la pobreza en el desarrollo cognitivo de los infantes (Andrade, Santos, Bastos, Marcondes, Almeida, & Barreto, 2005; Barros, Matijasevich, Santos, & Alpern, 2009; De Tejada & Otálora, 2006; Otero et al., 2003). Farah et al. (2006) realizaron un estudio longitudinal con la intención de determinar la influencia que ejerce el bajo nivel socioeconómico en el desarrollo cognitivo de infantes americanos. Encontraron que los niños pertenecientes a hogares de clase media mostraron un mejor desenvolvimiento en el desarrollo de las tareas de lenguaje, memoria de trabajo, control cognitivo y memoria, que los chicos provenientes de clase baja, sin encontrarse relaciones alguna con la edad ni el género de los niños.
Musso (2010), al interesarse en analizar los efectos que podría ejercer algunos mecanismos de pobreza sobre el desarrollo de funciones ejecutivas en infantes en edad escolar, se planteó realizar un estudio longitudinal con dos grupos de infantes. El primero estuvo conformado por 80 niños de ambos sexos (41 varones y 39 mujeres), de 6 a 10 años de edad, provenientes de una escuela de riesgo de la ciudad de Paraná en la Provincia de Entre Ríos, Argentina. El segundo grupo (control), estuvo compuesto por 40 infantes de escuelas urbanas de la Provincias de Entre Ríos que no se encontraban catalogadas como escuelas de riesgo. Halló diferencias significativas en el desempeño entre los chicos de clase media y los de clases bajas; además los chicos que percibieron menor aceptación por parte de sus madres y padres (comportamiento hostil), mostraron tener mayor dificultad en la capacidad de planificación. En cuanto a la resolución de problemas, los infantes de hogares vulnerables mostraron tener mayor dificultad al momento de expresar verbalmente las reglas del juego sin ayuda, presentaron problemas en la elaboración planes, dificultad para guiarse con auto instrucciones y tardaron más en llegar a la meta propuesta en el juego. Estos resultados vienen a respaldar la evidencia sobre la influencia que ejerce el estado de pobreza en el desarrollo cognitivo.
Otras de las investigaciones que se ha enfocado en estudiar la posible relación entre el nivel socioeconómico bajo y el desarrollo de las funciones ejecutivas fue el realizado por Lipina, Martelli, Vuelta y Colombo (2005). A través de un estudio exploratorio evaluaron los perfiles de desempeño cognitivo de los infantes provenientes de hogares con Necesidades Básicas Satisfechas (NBS) vs. necesidades Básicas Insatisfechas (NBI). La muestra estuvo conformada por 247 niños de 3 a 5 años de edad que asistían a jardines públicos del Distrito Escolar 4 de la Ciudad de Buenos Aires y privados del Conurbano Bonaerense Norte. Tras analizar las relaciones entre el nivel socioeconómico y el desempeño ejecutivo en cada una de las tareas, mostraron que los infantes provenientes de hogares NBI tuvieron un desempeño deficiente en las pruebas A-no-B, Inversión Espacial; Inversión por Color, Tres y cuatro colores y Torre de Londres en comparación con grupo de hogares NBS. Además el grupo NBI presentó más errores reiterativos en el desarrollo de cada una de las tareas, dificultades en la organización perceptual, en la habilidad de razonamiento no verbal y en la habilidad espacial, dificultad para prestar atención a los destalles, para ser persistentes y para efectuar las tareas con rapidez y eficacia. En cuanto a la edad, los infantes de mayor edad tendieron a cometer menos errores que los niños más pequeños. En cuanto al sexo, no se observaron diferencias significativas en el desarrollo de las tareas.
En cuanto al desarrollo emocional, Fan y Eaton (2001) se enfocaron en determinar la influencia que ejerce el nivel socioeconómico y factores de riesgo en el nacimiento en la posterior aparición de problemas emocionales en la edad adulta. Este estudio longitudinal estuvo compuesto por 1824 estadounidenses, quienes fueron evaluados al momento de nacer, a través de indicadores de riesgo perinatal tales como la escala Apgar, bajo peso y tamaño del bebé al nacer, tiempo de gestación, edad de la madre al momento del parto y número de embarazos. Cuando los infantes tenían 7-8 años, se consideró el ingreso medio de los hogares de los chicos con la finalidad de dividir la cohorte en dos categorías: altos y bajos ingresos. Posteriormente, a los 27-33 años de cada participante, se le realizaron una serie de evaluaciones a través de entrevistas con especialistas donde realizaban preguntas relacionadas a la existencia o no a lo largo de su vida de una lista de enfermedades, se les aplicó un cuestionario de salud general (The General Health Questionnaire, GHQ), que incluía 28 ítems relacionadas a determinar la existencia de angustia y 7 ítems enfocadas evaluar conductas depresivas. Los resultados revelaron que los infantes que se encontraban en hogares con un estatus socioeconómico bajo cuando tenían 7-8 años, fueron los que sufrieron mayor número de riesgo al momento de nacer. Asimismo, los chicos que experimentaron factores de riesgo al nacer tendieron a sufrir más alteraciones emocionales cuando fueron adultos en comparación con que nacieron sin ningún tipo de riesgos. Los autores sugirieron que los infantes que crecen en condiciones adversas tienden a desarrollar baja autoestima y frustración, puesto que se desarrolla la sensación de baja eficacia y control, situación que se mitiga en aquello infantes pertenecientes a un nivel socioeconómico alto.
Efectos de frustración y su desarrollo en la infancia
Entre las diversas emociones que puede experimentar el individuo se encuentra la frustración, definida como aquel estado o respuesta conductual, fisiológica, emocional y neural del organismo que se desencadena cuando un sujeto experimenta una devaluación sorpresiva en la calidad o cantidad de un reforzador positivo (ej. alimentos, juguetes, dinero, etc.), en presencia de señales previamente asociadas a un reforzador de mayor magnitud, o en situaciones de demora o el impedimento de llegar a reforzadores apetitivos. Desde los primeros trabajos (Tinklepaugh, 1927) se estudió ampliamente con modelos animales, lo que permitió descubrir sus efectos y mecanismos involucrados. Amsel (1992) fue uno de los principales exponentes en su estudio. Descubrió la presencia de al menos dos etapas de la frustración. La primaria o incondicionada, poco influida por factores individuales, que es la primera reacción ante la omisión de los reforzadores (Amsel, 1958; Flaherty, 1996); y la secundaria o condicionada relacionada a la persistencia del individuo ante esta situación, y está más influída por factores individuales y de aprendizaje previos. Existe amplia evidencia que estas situaciones desencadenan respuestas conductuales, emocionales y neurofisiológicas análogas a las que provocan la presentación de estímulos aversivos o su anticipación, tales como la ansiedad, el miedo, el estrés y el dolor nociceptivo (ver Mustaca, 2013, para una revisión).
Los métodos más utilizados para el estudio de frustración en infantes se centraron en la disminución u omisión de incentivos, demoras de recompensas, interrupción de las tareas reforzantes por sí mismas o porque traen como consecuencia recompensas, realización de pruebas difíciles o irresolubles con distintos grados de presión social, exclusión social e interrupción de juegos de entretenimiento (Kamenetzky et al. 2009). Los reforzadores más utilizados fueron alimentos, juguetes y afecto como reforzadores primarios, que se presentaron solos o combinados. También se puede considerar al procedimiento de Still face (cara de piedra) una manera de estudiar las reacciones de los infantes ante la omisión de reforzadores sociales (Gago Galvagno, Clerici, De Grandis, & Elgier, 2017).
El primer antecedente acerca de la edad de aparición de la reacción de frustración fue descubierto por Kobre y Lipsitt (1972). Hallaron sus efectos en la conducta de chupeteo en bebés de entre las 4 y 10 hs. de nacimiento. Mostraron que la tasa de chupeteo ante un biberón con agua, disminuía drásticamente si antes habían recibido agua azucarada, mientras que no ocurría si siempre recibían agua. Este resultado mostró que los humanos son capaces de memorizar y predecir lo que van a recibir en función de la experiencia previa, compararlo con lo que obtienen en el presente y actuar en consecuencia, lo que implica que poseen desde su nacimiento un desarrollo neural y fisiológico que les permite adquirir expectativas en función de un recuerdo específico del reforzador que recibieron, compararlo con el presente y expresarlo mediante respuestas diferenciales. Previamente, Sears y Sears (1940) mostraron que en los bebés de 23 semanas existió una relación directa entre la cantidad de leche que el bebé había consumido antes de sacarle el biberón de manera drástica y la intensidad del llanto que le provocaba. En la misma línea, Marquis (1943), mostró que la interrupción del suministro alimenticio también provocaba un aumento en la actividad general y de los movimientos de su cara hacia el lugar del alimento.
Más adelante, Mast, Fagen, Rovee-Collier y Sullivan (1980), investigaron el efecto de frustración en una conducta operante. La investigación consistió en brindarles a bebés de entre 2 y 4 meses la posibilidad de jugar con un móvil con diferentes números de elementos (2, 6 y 10) dispuestos en dos barras distintas colgadas, pudiendo controlar el movimiento del móvil a través de patadas. Hallaron que los bebés a los cuales se les bajaba el número de elementos del móvil de 10 a 6 o a 2, mostraron una disminución de las patadas, de la atención visual y un aumento de las vocalizaciones negativas (llantos) en comparación con grupos controles que siempre estuvo expuesto al móvil de 2 o 6 componentes. Además, cuanto más grande era la discrepancia entre el móvil que tenían antes y después, mayor era la intensidad de la respuesta.
Si bien la reactividad emocional ante la frustración tiene componentes incondicionados y condicionados y son universales (Amsel, 1952, Gago Galvagno et al., 2017), existen diferencias individuales que tienen, entre otros factores, relación con la regulación emocional y el temperamento. Se halló que hay bebés que tienen mayor latencia en llorar que otros ante situaciones de frustración (Bornstein & Lamb, 1992). Braungart y Stifter (1996) determinaron la posible relación entre las conductas de reactividad y regulación emocional así como la continuidad, estabilidad y cambio de cada uno de los constructos a lo largo del tiempo en 82 bebés de 5 y 10 meses de edad. Hicieron un diseño longitudinal donde se desarrollaban una serie de tareas entre las cuales había situaciones de frustración. La reactividad y la regulación emocional la evaluaron con observaciones. Se halló que en los bebés de 5 meses la reactividad y la regulación emocional obtuvieron correlaciones negativas significativas entre ellas: a mayor regulación, menor reactividad y viceversa. En cambio, no se hallaron correlaciones significativas entre regulación y reactividad a los 10 meses. Por otra parte, los infantes que tuvieron altos niveles de reactividad a los 5 meses, mostraron bajos niveles de regulación a los 10 meses; los que manifestaron bajos niveles de reactividad a los 5 meses, tuvieron un alto grado de regulación a los 10 meses. Los investigadores interpretaron que estos resultados se pueden deber a que ambos factores comienzan a ser más independientes y diferenciados a medida que el infante se va desarrollando.
Otras investigaciones mostraron que la tasa cardíaca de infantes muy miedosos es más alta que aquellos que no lo son (e.g., Kagan, 2005) y que la disminución de las emociones negativas está relacionada con el control atencional (e.g., Rothbart, Posner & Boylan, 1990). Por otra parte, se halló que la desaceleración de la tasa cardíaca refleja la atención dirigida hacia afuera (e.g., observar un objeto nuevo), y su aceleración se asocia a la atención dirigida hacia adentro (e.g., resolver un problema, Ruff & Rothbart, 1996). Con esos antecedentes, Calkins, Dedmon, Gill, Lomax y Johnson (2002) observaron las reacciones conductuales y fisiológicas de 162 bebés de 6 meses en situaciones de frustración. Evaluaron 5 clases de respuestas: reactividad emocional y regulación emocional, medidas fisiológicas (tasa cardíaca antes y durante la tarea de atención), y medidas de atención y de actividad. Las madres evaluaron a sus hijos con el IBQ (Rothbart & Derryberry, 1981). Los investigadores clasificaron a los infantes en dos grupos en función de las respuestas que exhibían ante las pruebas, en baja y alta frustración. Los primeros se caracterizaron por mostrar mayor atención en la primera tarea atencional y exhibieron diferentes estrategias de regulación emocional; los que se frustraron fácilmente mostraron menor atención en la primera tarea, más distracción, mayor orientación hacia la mamá y mayores acciones físicas que los que se frustraron menos. Asimismo, estos infantes fueron caracterizados de acuerdo al informe de sus madres como más activos, menos atentos y mostraban mayor angustia ante la novedad. En las tareas de atención los bebés más frustrados tuvieron un menor puntaje, índices más altos en la tasa cardíaca, tanto en la línea de base como en la tarea de atención que los menos frustrados. Adicionalmente, no hallaron diferencias de género, etnia y niveles socioeconómicos en relación a las medidas obtenidas en el laboratorio, aunque encontraron algunas discrepancias entre los puntajes del cuestionario de temperamento informados por la madre y las medidas conductuales y fisiológicas de los infantes.
Stifter y Grant (1993) estudiaron la motivación y actitudes de los padres sobre la expresión facial y verbal de respuestas emocionales ante un evento frustrante bebés de 10 meses. Mostraron que a mayor nivel de interés y de interacción con un juguete, mayor fue la intensidad de enojo cuando se lo quitaban, aunque no hubo correlación con expresiones de estrés; cuantas mayores fueron las expresiones verbales y faciales de enojo cuando le sacaban un juguete, mayores también fueron las expresiones negativas cuando se lo devolvían. En base a esas respuestas ante la frustración y devolución del juguete, clasificaron tres grupos de niños: 1) bajo nivel de enojo y estrés en ambos episodios (LL); 2) altas respuestas emocionales cuando se les quitó el juguete, pero pocas cuando se lo devolvieron (HL), y 3) un número pequeño de la muestra (9 bebés), presentaron altos niveles de enojo y estrés en ambos episodios (HH). Al relacionar los grupos con los informes de los padres, se halló que los infantes clasificados como HL, los padres evaluaron a sus hijos como que se estresaban más cuando se les imponían limitaciones y ellos mismos se consideraron con menos expresiones positivas en ambos parámetros comparados con los bebés del grupo LL. Además, los padres, no las madres, de los infantes del grupo LL se consideraron así mismos como que tenían una alta expresividad negativa. Además, los padres pertenecieron a los bebés del grupo HL se declararon como con poca expresividad de emociones positivas comparado con los padres que se autoevaluaron como con muchas expresiones positivas.
Kramer y Rosenblum (1970), evaluaron las respuestas de bebés de alrededor de un año ante una tarea de frustración y su relación entre la motivación y el sexo y su edad. clasificaron a los infantes de acuerdo a tres clases de respuestas ante la frustración. 1. Ganadores (9 bebés): lograron obtener un objeto que no era fácil alcanzarlo, alrededor de los 50 segundos, no hubo emociones negativas, unas pocas positivas, predominando las neutras; persistencia en la tarea, y constante interés en la tarea, 2. Cambiante (7 bebés) no lograron obtener el juguete, el interés fue intermitente, cambiando el foco atencional hacia otras partes del contexto, hubo disminución gradual del interés intercalada con interés, un 75% de emociones positivas y 25% de negativas; la duración de la prueba fue aproximadamente de 85 segundos; 3. Lloroso (9 bebés), aparentemente no logró comprender la tarea, tuvo muchas emociones negativas, una caída rápida y una duración corta del nivel de interés ya que duró 14 segundos. Asimismo, los varones demostraron mayor foco atencional hacia el objeto en comparación a las niñas. Estos resultados fueron similares a los del estudio que realizaron posteriormente Stifter y Grant (1993) con bebes de 10 meses.
Conclusiones
El objetivo del presente artículo fue: a) presentar los principales modelos teóricos de la emoción y frustración, su desarrollo y sus relaciones con factores individuales (temperamento) y ambientales (pobreza), y b) hacer un relevamiento de la bibliografía existente sobre los efectos de la frustración en bebés de hasta un año.
En cuanto a los modelos teóricos si bien hay controversias, actualmente predominan los modelos fundados en el procesamiento de la información. Además, se mostró que las emociones y los procesos cognitivos se desarrollan de forma paralela a medida que los individuos se desarrollan (Sourfe, 1995) y que las emociones influyen en el desarrollo de habilidades sociales, lenguaje y competencia cognitiva (Bennett et al., 2005; Garner & Waajid, 2012; Garner & Waajid, 2008). El desarrollo emocional está influenciado por factores tanto individuales (temperamento) como ambientales (nivel socioeconómico), que interactúan constantemente entre ellos. La variable individual más estudiada en el desarrollo de las emociones es el temperamento de los infantes, evaluados con cuestionarios contestados por los padres o con observaciones del comportamiento. En general los trabajos mostraron su influencia en la intensidad y duración de las respuestas. De todos modos, se precisan más de estudios experimentales y longitudinales que permitan analizar con mayor precisión aquellos procesos que están involucrados en su desarrollo (Fox & Calkins, 2003).
Con respecto a las variables ambientales, la pobreza es uno de los factores que afectan el desarrollo. Los aspectos cognitivos y motores comienzan deteriorarse desde temprana edad por estar expuestos a un medio ambiente desfavorable. Los niños criados en hogares pobres tuvieron importantes déficit cognitivos y emocionales, siendo la alimentación y la estimulación las variables fundamentales para un desarrollo adecuado. Obliga a las políticas de gestión a arbitrar medios para resolverlo. En varios países incorporan comedores y programas de estimulación y educativos en las escuelas para aliviar estas falencias, aunque no se encontraron trabajos que evalúen su eficacia.
Entre las diferentes emociones que se puede experimentar se encuentra la frustración. Si bien son diversas las investigaciones que se han centrado en su estudio en el campo de la psicología comparada (Amsel, 1958; Amsel & Roussel, 1952, Mustaca, 2003), son pocos, aunque promisorios, los que se estudiaron en bebés. Se puede resumir que los humanos desde su nacimiento cuentan con los mecanismos cerebrales necesarios para memorizar experiencias previas, compararla con las presentes y reaccionar en función de ellas (expectativas). Sus respuestas se relacionan con emociones negativas (llantos, quejas, alejamiento, activación general y alteraciones fisiológicas). A medida que trascurre su edad varían en función del desarrollo cognitivo, pudiendo ser más controladas, aunque nunca desaparecen (Fox & Calkins, 2003).
Los efectos negativos de la frustración están influenciados por la discrepancia entre el reforzador esperado y el recibido: a mayor discrepancia mayor es la reacción de frustración y en general no se encontraron diferencias entre los sexos. Estos datos son similares a los hallados con animales no humanos y están vinculados con las leyes generales de la percepción (Papini & Pellegrini, 2006). En el mismo sentido, el nivel de intensidad de las reacciones emocionales está relacionado con la motivación y las características individuales y ambientales de los infantes. Los que tienden a ser más reactivos ante situaciones inesperadas son más distraídos, con el foco atencional más disperso y tienen reacciones fisiológicas diferentes a los infantes menos reactivos (e.g. aumento de la tasa cardíaca). Estos comportamientos están relacionados con el temperamento del infante, puesto que el nivel de reactividad e intensidad de la respuesta, estaría mediado por la posibilidad del infante de manejar o regular sus emociones (Gago et al., 2015). En cuanto a la influencia que puede ejercer el medio ambiente sobre las conductas de frustración, no existe una relación clara con las actitudes de los padres y el nivel socioeconómico no se estudió específicamente. Se necesitan futuras investigaciones que indaguen con mayor profundidad esta área del conocimiento.
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