In memoriam

Recepción: 20 Agosto 2024
Aprobación: 04 Septiembre 2024
DOI: https://doi.org/10.36446/af.e1120
Resumen: In memoriam. Ernesto Garzón Valdés
Palabras clave: Ernesto Garzón Valdés.
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Ernesto Garzón Valdés se pasó los últimos años de su vida buscando y atesorando con afán ideas o citas filosóficas, fragmentos literarios, obras artísticas o musicales o referencias culturales en general sobre el tema de los viajes. Le fascinaba el tema en todas sus dimensiones, desde el sentido literal del viaje hasta el metafórico, desde su dimensión experiencial individual hasta sus consecuencias sociales y políticas o su valoración moral. Ernesto, que fue un permanente viajero, incansable, discreto, elegante, increíble, ha emprendido ahora su último viaje. Me consuela imaginarle sentado, conversando y sonriendo, en el lobby del mejor hotel del otro lado. Ernesto, mi maestro, mi amigo.
Una de las facetas públicas más importantes de Ernesto fue la de ser maestro de jóvenes investigadores. Formó y ayudó a cientos de jóvenes profesores y estudiantes de decenas de países del mundo. Nunca le faltó tiempo, energía, ni ilusión para atender a un joven y darle un oportuno consejo o simplemente unas palabras de aliento. De Ernesto aprendí que este es, quizás, el aspecto más importante en la vida académica de un profesor, mucho más en realidad que la impartición de una conferencia exitosa o la publicación de un libro influyente o de un artículo en una revista de prestigio internacional —tres cosas, por cierto, que Ernesto siempre hizo también, aunque con total modestia y discreción—.
Puedo identificar con notable precisión en qué momento Ernesto comenzó a ser mi maestro. Eso ocurrió en el mismo instante en que le conocí, en la primavera de 1997, siendo yo todavía un estudiante de último año de licenciatura, cuando Jorge Malem me invitó a asistir a un ya legendario seminario sobre la Ilustración impartido durante meses por Ernesto en la Universidad Pompeu Fabra. Desde el momento en que asistí a la primera sesión de ese seminario y le escuché hablar por primera vez, comencé a aprender de él, fascinado. Durante 26 años, Ernesto no ha dejado de enseñarme cosas, cada vez más, de hecho, y mi fascinación y admiración no han dejado de crecer, y ha sido uno de mis más importantes maestros académicos y de vida. Extrañamente, albergo la esperanza de seguir aprendiendo de él, a pesar de su muerte, aunque solo sea sobre la base de mis recuerdos.
Mucho más difícil es determinar el inicio temporal de una amistad. ¿En qué momento exacto dos conocidos que sienten aprecio mutuo y gozan compartiendo charlas y experiencias pueden comenzar a llamarse amigos? Este era el tipo de preguntas que a Ernesto le divertía plantear para amenizar una conversación en un bar. Es muy probable que determinar con exactitud el inicio de una amistad sea una tarea imposible. En el caso de mi amistad con Ernesto, diría que comenzó muy tempranamente, tal vez hace más de 20 años también. Y, como toda buena amistad, fue construyéndose, madurando, tejiéndose con el paso del tiempo, hasta el mismo momento de su muerte. Ha sido uno de mis mejores amigos. De hecho, nuestro común amigo Hugo Seleme me hace notar que, si por amistad entendemos un sentimiento o afecto por el otro y un preocuparse por promover o proteger sus intereses, nada impide que mi amistad con Ernesto perdure.
Así pues, vale decir que me siento enormemente afortunado de haber sido y seguir siendo su discípulo y su amigo. He tenido el privilegio de compartir decenas de seminarios, conferencias y congresos con Ernesto, e innumerables almuerzos o cenas, muchas de ellas con otros colegas y amigos. He viajado con él a muchas ciudades de diversos países. El número de horas de conversación acumuladas en cafés, lobbies de hotel, autobuses o paseos es incuantificable. He gozado de todas y cada una de estas conversaciones, así como de su mera compañía, esta que, al menos en su sentido físico, se ha visto truncada por su muerte.
Lo que aprendí de Ernesto Garzón Valdés sobre la vida y las personas, sobre literatura, música o política, es de un valor extraordinario. Pero estas lecciones de vida eran en su mayor parte privadas y creo que deben mantenerse así. Me gustaría compartir aquí, en cambio, algunas de las lecciones que él me enseñó sobre cómo debemos comportarnos en nuestro mundo académico. Tomo estas lecciones como un legado, y trataré de transmitirlas a mis jóvenes colegas investigadores de la mejor manera que pueda, comenzando por las cinco que relato a continuación:
1) Los que nos dedicamos a la filosofía (del derecho, de la moral, de la política) lo hacemos motivados, al menos inicialmente, por el amor a la verdad. Y tal vez la lección garzoniana más importante es que no debemos olvidar ni perder nunca esa motivación primigenia, sin extraviarnos en la jungla de ruidos y peligros que caracterizan buena parte de la vida académica, sin dejarnos arrastrar por los engañosos cantos de sirenas. En nuestras lecturas debemos tratar de aprender y comprender las ideas de los autores que estudiamos, tomándolas siempre a su mejor luz, siempre con modestia intelectual. En nuestras investigaciones y publicaciones debemos tratar de contribuir, honesta y también modestamente, al avance del conocimiento sobre los temas de estudio. En nuestros seminarios debemos discutir siempre con respeto intelectual con el ánimo de comprender bien el punto de vista del otro, de aprender de él, más aún si se trata de un joven colega, y eventualmente de ponernos de acuerdo sobre aquello que tomamos por verdad. Ernesto repetía que debemos resistir siempre la tentación, tan habitual en la academia, de exagerar los desacuerdos, pues el consenso entre personas que razonan debe tomarse, si no como garantía, al menos sí como indicio de que nos estamos acercando a la verdad. En nuestras clases debemos tratar de transmitir aquello que hemos aprendido previamente, pero sobre todo estimular la capacidad de nuestros estudiantes para que ellos persigan también la verdad y sigan su propio camino al hacerlo. En todos los aspectos de nuestra carrera, debemos buscar la verdad y hacerlo con amor. Todo lo demás es secundario o superfluo.
2) En relación con lo anterior, Ernesto nos conminaba incansablemente a evitar a toda costa uno de los grandes males —uno de los pecados capitales, digamos— que atenazan el ámbito académico, el mundo de aquellos que trabajamos en el negocio del conocimiento: la vanidad. Todos queremos sentirnos respetados y reconocidos. Los que escribimos queremos ser leídos y tomados en serio. Eso es legítimo. Pero muchos académicos anhelan otra cosa, buscan ser admirados, ser influyentes, tener seguidores de su obra. En la ultracompetitiva carrera en la que se ha convertido nuestra profesión, muchos desean ser el número 1 del ranking que cuelga de las paredes de su despacho, aunque eso implique ir reduciendo el ámbito o el tema particular que sirve de base para dicho ranking. En una expresión que a Ernesto le gustaba repetir, muchos prefieren ser cabeza de ratón antes que ser cola de león. Esa es una de las muchas manifestaciones de la soberbia o vanidad académicas, que Ernesto deploraba, y que tenemos el deber de combatir.
A fin de cuentas, nos decía, los filósofos no deberíamos darnos nunca tanta importancia, ni individual ni colectivamente. Aunque pensemos que la filosofía constituye el más alto estadio de conocimiento humano, al menos en el sentido de que implica una mirada reflexiva sobre todos los demás ámbitos de conocimiento, es evidente que la clase de los filósofos tiene una importancia relativa para el devenir de nuestras sociedades, y en consecuencia para la mejora o el empeoramiento de las condiciones de vida y bienestar en dichas sociedades. Por otra parte, es evidente que, como Ernesto afirmaba con rotundidad, ninguno de nosotros es ni va a convertirse nunca en Kant. Nuestra “obra” no va a ser leída y estudiada dentro de 200 años, ni 100, ni tal vez 50. De hecho, en el caso de la mayoría de nosotros, gran parte de nuestra obra va a pasar totalmente desapercibida. No se trata solo de que, en otra frase de Newton y antes que él de Bernard de Chartres que a Ernesto le gustaba citar, no seamos otra cosa que enanos a hombros de gigantes. Somos indudablemente enanos. Pero lo importante es darse cuenta de que nadie nunca va a subirse probablemente sobre nuestros propios hombros. Y ello no debería entrar en conflicto ni con nuestras aspiraciones ni con la dignidad de nuestro trabajo diario.
De hecho, vale decir que Garzón Valdés hizo aportaciones fundamentales a la filosofía del derecho, moral y política en español. Su influencia en Europa y América Latina ha sido enorme. Cientos de académicos nos hemos subido sobre sus hombros para andar una parte de nuestro camino filosófico. Pero quizás uno de los aspectos centrales de la actitud académica de Ernesto fue su increíble modestia. No solo se comportó siempre con discreción y humildad, sino que criticó y despreció la vanidad de algunos colegas, sin importarle nunca lo poderosos que ellos fueran en nuestros pequeños círculos académicos.
Es importante entender bien esta lección garzoniana. El problema no es que algunos académicos hayan cedido a la tentación de la vanidad, mientras otros se mantengan firmes en la humildad. No se trata de una cuestión dicotómica. Nadie está a salvo. La vanidad, consustancial a la naturaleza humana, es un vicio en el que todos los académicos caemos en una u otra medida. Lo que Ernesto trató de enseñarnos a lo largo de su vida es que precisamente por ello todos tenemos el deber de combatirla, incluso aunque esa batalla la tengamos parcialmente perdida de antemano.
3) Ernesto también repetía una y otra vez que debemos tratar de rodearnos de las mejores personas. En la academia, como en la vida, acabamos pareciéndonos a aquellos que tenemos a nuestro lado, con quienes trabajamos y convivimos. Dado que nuestro objetivo no debe ser otro que el mejoramiento personal, deberíamos tratar de relacionarnos con aquellos que son mejores que nosotros, tanto en lo académico como en lo moral o personal, porque solo de ellos aprenderemos realmente y porque ellos nos forzarán a ser autoexigentes y extraer lo mejor de nosotros mismos. Y para ello es necesario desterrar otro de los pecados académicos más graves, pero desgraciadamente más extendidos: la envidia. Ernesto reconocía y admiraba a muchos colegas, y siempre buscó su compañía y el trato con ellos. Nunca temió sentirse inferior a ellos. Nunca tuvo reparos en reconocer públicamente que él los consideraba mejores, más brillantes, más productivos, incluso más honestos. Nunca intentó rodearse de aduladores y mediocres seguidores que le permitieran brillar o destacar. De nuevo, y como he dicho en relación a la vanidad, Ernesto no se engañaba al respecto. Los humanos en general, y los académicos en particular, somos todos envidiosos en un grado u otro. Pero aceptar este rasgo de nuestra naturaleza no implica que debamos rendirnos a la envidia y no sigamos combatiéndola desde la generosidad y la honestidad. Dado que nuestro tiempo es siempre finito —y fugaz—, nos decía Ernesto, tratemos de pasar gran parte de él con personas que son mejores que nosotros. Eso es lo que yo traté de hacer con él. Y ello me lleva a la siguiente lección.
4) El tiempo —en la vida, y en la academia más— es uno de los recursos más escasos y valiosos. Por consiguiente, afirmaba Ernesto, debemos evitar a toda costa un tercer pecado académico capital demasiado extendido: el de la pereza. No deberíamos nunca perder nuestro tiempo, y menos aún hacer perder el de los demás, que es sagrado. La correcta economía del tiempo era, pues, para Ernesto, un aspecto crucial de la tarea de un profesor. Es nuestro deber trabajar arduamente, pero también elegir bien las prioridades. En este mundo académico de publicaciones compulsivas y obsesión por el impacto medido por el número de citas o los índices de revistas y editoriales en que vivimos, muchos colegas han acabado por invertir los términos en la ecuación de la economía del tiempo. Han terminado pensando que asistir a un seminario sobre un tema nuevo que no se relaciona con nuestro objeto de investigación, ir a comer o cenar o pasear con el ponente, mantener una conversación informal con los colegas en un bar o café sin discutir necesariamente el trabajo de ninguno de ellos, o publicar en una revista local de un país académicamente periférico, son una pérdida de tiempo. Ernesto lo veía justamente al revés.
Escribir y publicar es por supuesto importante, pero es algo que tenemos el deber de dosificar. Ernesto deploraba la hiperinflación de publicaciones, gran parte de las cuales no cambiaban de ningún modo significativo nuestro conocimiento de los problemas profundos. Deberíamos publicar únicamente cuando creamos que tenemos algo verdaderamente valioso para compartir con los demás. Y cuando lo hagamos, deberíamos asegurarnos que nuestros trabajos son claros, sintéticos, sin prosa innecesaria. Ahorrando tiempo al lector. Facilitándole tanto como podamos la comprensión. Y sin preocuparnos nunca por el número de citas, por el lugar de publicación, por el impacto —siempre relativo— de nuestro trabajo.
Pensar, leer y discutir, junto con enseñar, no eran nunca, para Ernesto, una pérdida de tiempo. Escribir, en cambio, podía serlo muy frecuentemente. Deberíamos, por ejemplo, dedicar mucho más tiempo a hablar y discutir con nuestros colegas que a escribir. Y mucho más tiempo a leer que a hablar o discutir. Y más tiempo aún a pensar que a leer. La tarea filosófica empieza, según decía, con la lectura y el estudio. Pero esa lectura debe ser una puerta de entrada a la reflexión y la meditación, que a su vez debe llevarnos a la discusión y conversación con los colegas y amigos, pues nuestra tarea filosófica y el aprendizaje que conlleva son siempre colectivos. De nuevo, no es que no debamos escribir ni publicar nunca. El propio Ernesto nos dejó una abundante obra, sobre todo en forma de artículos, pero dosificó siempre esos esfuerzos, tratando de que no fueran en detrimento del verdadero núcleo de nuestra actividad: el estudio, la reflexión, la discusión y la enseñanza. Y esto me lleva a la última de las lecciones garzonianas.
5) Ernesto fue un maestro de y en el arte de la conversación. Convencido de que la discusión suponía la forma más elevada de aprendizaje, a la vez que una de las actividades más placenteras dentro de una vida intelectual, Ernesto conversó larga y pausadamente con cientos de colegas de todas las edades y condiciones y de decenas de países distintos, siempre con voluntad de ayuda, siempre con provecho. La conversación podía desarrollarse sobre los temas más diversos, desde la música, la literatura y el arte, hasta la situación política de Argentina o internacional, la historia o, por supuesto, la filosofía. Le interesaba todo. Le encantaba hablar de las personas, pero detestaba los chismes, le ponían visiblemente incómodo. Como todo gran conversador, no era nunca el primero en hablar, sabía escuchar con gran atención, no interrumpía y evitaba acaparar el protagonismo.
No le gustaban las reuniones multitudinarias. En ellas, siempre buscaba un rincón discreto y un grupo reducido de personas, a poder ser de sus amigos, pero no rehuía nunca conocer a nuevas personas, especialmente si eran jóvenes investigadores a los que pudiera ayudar. Hablaba con voz calmada y dulce. Y no soportaba las voces altisonantes ni el hilo musical. No es que le molestara el ruido. De hecho, se sentía cómodo en los cafés, los restaurantes, los lobbies de hoteles, acompañado del rumor de las tazas, las copas, las personas que circulaban a su alrededor. Lo que no toleraba era la mala educación o las distracciones innecesarias. De la fiesta, la comida y el vino lo que más le interesaba era que no perturbara una buena conversación.
Ernesto ponía un gran interés en aquello que quisieras contarle. Si la conversación languidecía, tenía siempre preparada una batería de anécdotas, reflexiones o recuerdos, todos interesantes. Pero su prioridad era escucharte a ti. Era muy observador y en consecuencia conocía bien a las personas. Pero siempre quería saber más de ellas, sin distinciones. Solía tener palabras amables y a menudo elogiosas hacia sus colegas y amigos. Pero era implacable con los presuntuosos, los vanidosos, los desmedidamente ambiciosos, los perezosos y los necios. Fue siempre generoso con su tiempo, sobre todo con el tiempo de conversación, quizás porque era consciente de que discutiendo o charlando siempre podía enseñar algo a los demás y a su vez aprender él de ellos. Como todo buen maestro, siempre buscaba aprender.
Por todo ello, tal vez lo que más echaré de menos con la partida de Ernesto serán las deliciosas conversaciones. Mientras él sigue su viaje, trataré de traspasar el legado de sus innumerables lecciones a los más jóvenes. Intentaré emularle en los cinco aspectos que aquí he relatado. Y, sobre todo, esperaré pacientemente que llegue el momento de reencontrarme de nuevo con él, en ese lobby de hotel del otro lado, en el que estoy seguro que me espera, tal vez acompañado de su querida Delia, ansioso por preguntarme qué tal va todo.
Referencias
Martí, J. L. (2025). Cinco lecciones garzonianas. Análisis Filosófico, 44(2), 355-361. https://doi.org/10.36446/af.e1120
Información adicional
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