Batallas contra la informalidad en Argentina (1990-2018). Un análisis de las políticas dirigidas hacia los trabajadores más vulnerables
Battles against informality in Argentina (1990-2018). An analysis of policies addressed to the most vulnerable workers
Batallas contra la informalidad en Argentina (1990-2018). Un análisis de las políticas dirigidas hacia los trabajadores más vulnerables
Revista Pilquen - Sección Ciencias Sociales, vol. 25, núm. 1, pp. 049-077, 2022
Universidad Nacional del Comahue
Recepción: 15 Junio 2020
Aprobación: 19 Noviembre 2021
Resumen: En Argentina, la informalidad afecta a uno de cada tres trabajadores. Es por ello que la formalización se consolidó como un tema central de la agenda pública. Esto permitió la introducción, a lo largo de casi 30 años, de una serie de normativas que buscaban combatirla. Desde una perspectiva sociohistórica, este artículo se propone estudiar las diversas respuestas regulatorias adoptadas en Argentina desde la década de 1990. A partir del análisis de los cambios en la legislación laboral, fiscal y de la seguridad social, y debates parlamentarios, este artículo se focaliza en diferentes experimentos que buscaron formalizar la situación de los trabajadores más vulnerables: (1) trabajadores por cuenta propia y empleadores y asalariados de pequeñas empresas, y (2) trabajadoras domésticas.
Palabras clave: Argentina, Informalidad, Formalización, Trabajo doméstico, Cuentapropismo.
Abstract: In Argentina, informality affects one in three workers. That is why formalization was consolidated as a central issue on the public agenda. This allowed the introduction, over almost 30 years, of a series of regulations that sought to combat it. From a sociohistorical perspective, this article aims to study the various regulatory responses adopted in Argentina since the 1990s. Analyzing changes in labor, tax, and social security legislation and parliamentary debates, this article focuses on different experiments for formalizing the situation of the most vulnerable workers: (1) self-employed workers, and employers and employees of small businesses, and (2) domestic workers.
Keywords: Argentina, Informality, Formalization, Domestic work, Ownaccount Workers.
INTRODUCCIÓN
La informalidad es una característica estructural del mercado de trabajo en los países latinoamericanos. En Arge
La informalidad es una característica estructural del mercado de trabajo en los países latinoamericanos. En Argentina, al menos un tercio de los trabajadores desarrollan actividades dentro del poroso mundo de la informalidad. Es por ello que la formalización laboral se consolidó como un tema central de la agenda pública. Desde la década de 1990, la informalidad se mantiene alrededor de 35%, con vaivenes según los períodos. Esto permitió la introducción, a lo largo de casi 30 años, de una serie de normativas que buscaban combatirla. Desde entonces, se libraron distintas batallas contra la informalidad cimentadas en principios antagónicos. Entre 1991 y 2001, en el marco de las políticas neoliberales que caracterizaron la década, formalización y flexibilidad fueron consideradas como parte de la misma ecuación. Toda la legislación –promulgada bajo los auspicios de la Reforma Laboral– promovió la flexibilidad bajo formas clásicas: contratos a corto plazo, a tiempo parcial, pasantías, subcontratación laboral a través de agencias de empleo temporal, y contratación de prestadores independientes de servicios. Por el contrario, a partir de 2004, en el marco de la denominada contra-reforma laboral (Goldín 2012), la formalización apareció como un mecanismo para ampliar las protecciones sociales. En línea con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), se buscó extender las fronteras del trabajo decente.
Si bien los fundamentos de las políticas de formalización en ambos periodos son claramente diferentes, la forma en que éstas fueron concebidas e implementadas resulta bastante similar. Desde una perspectiva socio-histórica, este artículo se propone estudiar las respuestas regulatorias adoptadas en Argentina desde la década de 1990, focalizándose en dos experimentos que buscaron formalizar la situación de los trabajadores más vulnerables. El primero estuvo dirigido a trabajadores por cuenta propia y a empleadores y asalariados de pequeñas empresas, basándose en una redefinición del estatuto de “trabajador autónomo”. El segundo experimento tuvo como objetivo formalizar el trabajo doméstico remunerado. Utilizando diferentes estrategias, el Estado buscó innovar tanto en la producción de nuevas regulaciones como en sus mecanismos de implementación. El estudio de estos dos experimentos permite comprender el modo en el que las políticas contra la informalidad fueron desarrollándose a partir de la introducción de un sinnúmero de innovaciones regulatorias.
Adoptando una perspectiva socio-histórica del estudio de las regulaciones, este trabajo se inscribe en la línea desarrollada por el CRIMT Partnership Project (Murray, Lévesque, Morgan, Roby 2020) que busca hacer inteligible las experimentaciones a nivel de las regulaciones relativas al mundo del trabajo, atendiendo principalmente al modo en el que las regulaciones (nuevas y viejas) se articulan, complementan y compiten en un mismo espacio de aplicación (Helmke y Levitsky 2004, 2006). En este sentido, el análisis de los efectos concretos de las políticas, su impacto e implicancias quedan excluidos del marco analítico. El material empírico sobre el que se basa la investigación está compuesto por un corpus que incluye la legislación laboral y relativa a la seguridad social, las regulaciones fiscales y debates parlamentarios.
El artículo muestra que, en Argentina, las políticas de formalización implicaron principalmente reformas del régimen fiscal y del sistema de seguridad social. Las deducciones fiscales y la reducción de contribuciones patronales se proponían incentivar a los empleadores para formalizar a sus dependientes. Asimismo, los beneficios de la seguridad social –el seguro de salud y las pensiones– sirvieron como incentivos para los trabajadores informales.
El artículo se organiza en tres apartados. El primero discute el concepto de informalidad, particularmente desde la perspectiva de la OIT, buscando comprender el marco en el que se sitúan las políticas de formalización en Argentina. El segundo se centra en la redefinición de la categoría “trabajador autónomo” durante el período estudiado; y el tercero, se focaliza en la nueva regulación sobre el trabajo doméstico y sus mecanismos de implementación. La conclusión presenta los resultados de estos experimentos.
1. INFORMALIDAD: UN CONCEPTO POLISÉMICO
La OIT es sin duda la entidad responsable de producir y difundir el concepto de informalidad. Durante más de cuarenta años, en diferentes momentos y con diferentes intenciones, el adjetivo “informal” fue adoptando nuevos significados (Trebilcock 2006). La definición de “sector informal” propuesta en 1972 por la misión de Kenia dio origen a este concepto (Bangasser 2000). En el marco de la discusión sobre la evolución de los mercados de trabajo de los países en desarrollo, desencadenada por el ensayo de Arthur Lewis de 1954, la misión encabezada por Singer y Jolly demostró que existía un sector tradicional de la economía con capacidad para crear empleo y, por consiguiente, reducir la pobreza (Chen 2012). A partir de ese momento, el concepto de “sector informal” se convirtió en eje de debates en los países en vías de desarrollo. Desde entonces, distintos actores del universo de la OIT fueron sucesivamente proponiendo nuevas definiciones, buscando precisar los alcances de dicho concepto. En algunos casos, estas precisiones se relacionaban con el desarrollo de sistemas de medición de la informalidad, y en otros, con la voluntad de elaborar recomendaciones para políticas públicas.
En 1991, recuperando el debate latinoamericano –particularmente las investigaciones producidas por el Programa Regional del Empleo para América Latina y el Caribe–, la OIT1 estableció que el “sector informal” estaba compuesto por unidades productivas de pequeña escala y actividades de trabajadores independientes no calificados, con escaso capital, bajo nivel tecnológico, bajos e irregulares ingresos (Neffa 2008). Si bien se subrayaba la heterogeneidad de este sector, se consideraba que las actividades desarrolladas en su seno representaban estrategias de sobrevivencia de los pobres de las urbes de los países en desarrollo (Le Hovary 2015). Siguiendo esta definición, en 1993, la Conferencia Internacional de Estadísticas Laborales estableció que la noción de “sector informal” se refiere a las características de las empresas en las que se desarrollan actividades informales, y no a las modalidades de contratación.
En 2002, la OIT introdujo la noción de “economía informal”, definiéndola como el “conjunto de actividades económicas desarrolladas por los trabajadores y las unidades económicas que, tanto en la legislación como en la práctica, están insuficientemente contempladas por sistemas formales o no lo están en absoluto”2. Un año más tarde, la Conferencia Internacional de Estadísticas Laborales introdujo la noción de “empleo informal”. En este caso, se considera que:
(…) los asalariados tienen un empleo informal si su relación de trabajo, de hecho o de derecho, no está sujeta a la legislación laboral nacional, el impuesto sobre la renta, la protección social o determinadas prestaciones relacionadas con el empleo (preaviso al despido, indemnización por despido, vacaciones anuales pagadas o licencia pagada por enfermedad, etc.)3.
Economía informal y empleo informal aparecen desde entonces como conceptos complementarios (Hussmanns, 2004). En 2015, la Recomendación 204 sobre “la transición de la economía informal a la economía formal” retomó la definición de economía informal propuesta en 2003, extendiendo el campo de aplicación a todos los trabajadores, incluso a aquellos insertos en unidades económicas formales. Esto significó un reconocimiento del carácter multifacético y, por consiguiente, heterogéneo de la informalidad (Novick, Mazorra y Schleser 2007).
Desde los años 90, la OIT ha sostenido innumerables iniciativas con el objeto de instaurar la formalización como prioridad en las agendas estatales, particularmente en los países del Sur. En Argentina, los modos en los que las políticas públicas plantearon la lucha contra la informalidad articulan los sentidos superpuestos que contiene el concepto propuesto por la OIT. Por un lado, la informalidad se explica por la exclusión de ciertos trabajadores de las leyes vigentes y, por otro lado, aparece como un problema de incumplimiento con la regulación (Davidov, 2005). En el primer caso, se observa un déficit en la normativa existente que no cubre todas las posiciones en el mercado de trabajo. Por el contrario, en el segundo caso, se trata de desobediencia legal o fraude. Según la OIT, la informalidad es una consecuencia de marcos normativos deficientes, y al mismo tiempo, el resultado de estrategias individuales de incumplimiento de la ley. Por consiguiente, la intervención del Estado implica dos acciones muy distintas: la expansión de los marcos regulatorios, por una parte, y la puesta en marcha de mecanismos eficaces de implementación, por otra. En el caso argentino, el Estado desarrolló ambas estrategias, basándose en dos nociones diferentes de informalidad: sector informal y trabajo informal.
Quienes consideran la informalidad como una característica de la estructura de producción, argumentan que el sector informal se refiere a un modo de producción que se origina en la heterogeneidad estructural característica de las economías de América Latina –empresas con poco capital, tecnología rudimentaria y sin acceso al crédito formal– (Klein y Tockman 1982). La noción de trabajo informal en cambio es utilizada para enfatizar los acuerdos contractuales por fuera de la ley entre empleadores y trabajadores. Para medir la informalidad entendida como el sector informal se consideran cuatro categorías de trabajadores: trabajadores por cuenta propia (no profesionales), empleadores y trabajadores de microempresas (menos de cinco trabajadores), trabajadores familiares no remunerados y trabajadoras domésticas. Aquellos que consideran que la informalidad está asociada con los términos de contratación proponen usar la exclusión del sistema de seguridad social como un indicador de informalidad, lo que significa que cualquier trabajador no inscrito en ese sistema es considerado informal (Tockman 2007). Estas dos nociones coexistentes de informalidad se encuentran en la base de diversas políticas de formalización. La alineación de estas dos perspectivas conceptualmente opuestas parece posible porque empíricamente estas nociones se superponen parcialmente.
En el primer caso aquí analizado, el de empleadores y trabajadores de microempresas en sectores con baja productividad, y el conjunto de trabajadores no asalariados con bajos ingresos, la informalidad resulta del incumplimiento de las regulaciones existentes. Sin embargo, la interpretación del Estado fue que era consecuencia de la inadecuación de la normativa. Según los legisladores, el incumplimiento no podía considerarse una desobediencia legal debido a la inaplicabilidad de la ley. Aunque estos trabajadores estaban cubiertos por la legislación, las condiciones para su cumplimiento resultaban imposibles debido a los bajos ingresos. Por lo tanto, se planteó modificar la ley y no rediseñar mecanismos de aplicación más efectivos capaces de garantizar el cumplimiento de la legislación existente.
En el segundo caso de estudio, el de las trabajadoras domésticas, la informalidad apareció relacionada tanto con el restrictivo campo de aplicación de la ley como con su incumplimiento. Hasta el año 2000, el régimen vigente, aprobado en 1956, cubría solo al 47% de las trabajadoras domésticas, dado que sólo reconocía como tales a quienes trabajaban cuatro horas por día, cuatro días a la semana para un mismo empleador (MTySS 2006). Por consiguiente, ese mismo año se creó un Régimen Especial de Seguridad Social para incluir a trabajadoras domésticas que se desempeñaban a tiempo parcial o por horas. En 2013, ambos sistemas fueron unificados.
El incumplimiento apareció como problema luego de la aprobación del Régimen Especial de Seguridad Social en 1999, cuando la mayoría de las trabajadoras domésticas estaban cubiertas por la normativa. En ese momento, considerando por un lado la imposibilidad del Estado de verificar el cumplimiento de la ley dentro de los hogares y, por otro, la forma que tradicionalmente toma esta relación laboral –generalmente basada en lazos personales–, se establecieron mecanismos indirectos para garantizar el cumplimiento de la ley. Estos mecanismos incluían incentivos fiscales y nuevas formas de formalización de oficio.
2. REINVENTANDO LA CATEGORÍA “TRABAJADOR AUTÓNOMO”
En 1997, el año anterior a la creación de un nuevo régimen para los trabajadores no asalariados, la informalidad alcanzó 48% (Beccaria, Carpio y Orsatti 1999). Las dos categorías de trabajadores más afectados por la informalidad fueron los empleados de pequeñas empresas (menos de cinco empleados) y los trabajadores por cuenta propia (no profesionales). La primera categoría representaba alrededor del 35% de todos los trabajadores informales y la segunda 50% (Lepore y Schleser 2006). Además, se estima que en ese año, 62% de los trabajadores por cuenta propia ya inscritos en la seguridad social no pagaron sus contribuciones (Beccaria 1999). El peso de las contribuciones a la seguridad social parecía entonces explicar el incumplimiento (Jimenez 2011).
Por consiguiente, para facilitar la formalización de estos trabajadores y garantizar su participación en el sistema de seguridad social, en 1998, como parte de una reforma tributaria, se creó el Régimen Simplificado para Pequeños Contribuyentes, conocido como Monotributo. Este régimen surgió en el contexto de una importante reforma laboral que buscaba aumentar la flexibilidad del mercado de trabajo. Los defensores de la liberalización del mercado afirmaban que se necesitaba un mercado laboral desregulado para lograr niveles aceptables de competitividad internacional. Entonces, un marco legal rígido solo fortalecería al segmento no regulado del mercado de trabajo, exacerbando así el dualismo propio de los países en desarrollo (Marshall 1990; Beccaria y Galín 2002).
Para los trabajadores informales, la mayor ventaja de este régimen eran los beneficios sociales, especialmente el seguro de salud. Durante el debate sobre la reforma del sistema de pensiones en 1993, el seguro de salud apareció como un incentivo fundamental para que los trabajadores independientes hicieran contribuciones regulares al sistema de seguridad social4. El argumento principal fue que beneficios sociales ofrecidos en el presente (el seguro médico) eran incentivos más efectivos que beneficios futuros (las pensiones) para alentar aportes regulares al sistema de seguridad social. En el caso del Monotributo, el seguro médico también sirvió como incentivo para el pago de impuestos5, al mismo tiempo que estableció bajos niveles de contribuciones sociales.
2.1. La formalización de los trabajadores no asalariados de bajos ingresos
Cuando se presentó el régimen de monotributo en la Cámara de Diputados, en mayo de 1998, el Diputado informante planteó que:
Hace tres años, un grupo de vendedores ambulantes visitó la Comisión de Presupuesto y Finanzas, argumentando que querían ser incluidos en la ley, es decir, en el mismo sistema que todos los demás trabajadores. Recuerdo que dijeron: 'No somos ciudadanos de segunda clase, queremos ser tratados como todos los demás. La única diferencia entre nosotros y ellos es que ganamos menos, pero queremos pagar lo que podamos.
En cierto punto, el sistema tributario tuvo que cambiar. La gente ya no podía hacer sus contribuciones de jubilación. Cuando los trabajadores independientes abandonaron la seguridad social, esto provocó una deserción masiva del sistema tributario. Miles de argentinos se están moviendo hacia una economía no registrada: trabajan duro y producen, pero no tienen una identidad clara, es decir, no pueden ser ciudadanos como todos los demás. (...)
Además, dado que están fuera de la ley, están sujetos a extorsión y chantaje: ‘Puedo pagarle tanto y si no le gusta, salga’. Obviamente, esto no puede ocurrir en un sistema democrático donde los ciudadanos, cualquiera sea su condición, deberían tener los mismos derechos. (Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, 06/05/1998)
La descripción del legislador incluye dos aspectos destacables: la demanda explícita de protección legal por parte de los trabajadores informales y la necesidad de evitar que los trabajadores independientes “abandonen” el sistema de seguridad social por acumulación de deudas. Para el legislador, que interpretó esta demanda como un deseo de equidad fiscal, resultaba esencial reconocer que no todos los trabajadores tenían las mismas capacidades para contribuir a las finanzas estatales, dado que participaban en el mercado de trabajo de diferentes maneras. Muchos de ellos, debido a sus bajos e irregulares ingresos, incumplieron "involuntariamente" con la normativa vigente (Salim y D’Angela 2006). Los evasores no eran entonces responsables del fraude fiscal. Por ello, el nuevo régimen buscaba integrar de jure a aquellos que fueron excluidos de facto.
Tal como lo señaló el legislador, dentro de un régimen democrático, el Estado debía garantizar a todos los ciudadanos los mismos derechos. En este sentido, la Ley 24.9776, que creó el Monotributo, buscó establecer un acceso igualitario al sistema de protecciones sociales. Sin embargo, dado que en Argentina el acceso a estos beneficios depende principalmente (aunque no exclusivamente) de contribuciones, el Estado necesitaba diseñar un sistema que integrara a los trabajadores con menos capacidad para contribuir. Estos trabajadores estaban excluidos en la práctica de los regímenes de seguridad social existentes que, en ese momento, eran el régimen de asalariados y el de trabajadores independientes. El nivel de ingresos apareció así como la principal condición de elegibilidad para participar en este sistema integrado que unificaba los pagos de impuestos (IVA e impuesto a las ganancias) y las contribuciones a la seguridad social.
El monotributo estableció ocho categorías de contribuyentes de acuerdo con cuatro criterios: ingreso bruto, superficie del establecimiento comercial, consumo de energía y precio unitario. Sin embargo, el ingreso bruto sería el criterio decisivo para la clasificación de los contribuyentes. El nivel de ingreso máximo establecido para la categoría más alta era doce veces mayor que el estipulado para la más baja. Así, el régimen preveía la inclusión de trabajadores con una amplia gama de ingresos. Durante el primer año, los trabajadores en la categoría de ingresos más bajos representaron 40% del total de monotributistas; los de las categorías intermedias representaban 32%; y aquellos inscritos en las categorías de ingresos más altos, 28%. Sin embargo, en los años siguientes, la mayoría de los trabajadores se registraron en las categorías más bajas, siendo por lo general trabajadores por cuenta propia del sector de servicios, comercio o minorista (Salim y D’Angela 2006). En los hechos, el monotributo permitió la formalización de cuentapropistas de bajos ingresos.
En el contexto de una amplia reforma laboral, la creación de este régimen especial, que buscaba formalizar a los trabajadores no asalariados, fomentó tipos de participación no estándar en el mercado laboral. En particular, favoreció la creación de complejas redes de subcontratación de proveedores de servicios independientes. La categoría "trabajador autónomo", particularmente en la versión "monotributista", fue utilizada como una nueva herramienta legal para flexibilizar las relaciones laborales. Este uso particular se observó tanto en mercados laborales altamente regulados (el empleo público, por ejemplo) como en mercados menos regulados (como el sector agrícola). En consecuencia, la formalización de los trabajadores por cuenta propia de bajos ingresos permitió su contratación como prestadores independientes en todos los sectores de actividad.
2.2. Trabajadores independientes eventuales
Durante los primeros tres años, el monotributo permitió la formalización de numerosos cuentapropistas. Entre 1998 y 2001, 1.225.000 trabajadores se inscribieron como monotributistas (Salim y D’Angela 2006). Sin embargo, más allá de estos logros, se hizo evidente que un gran número de trabajadores seguía excluido porque trabaja de manera eventual. Hasta entonces, este tipo de actividad no había sido de particular interés para el Estado, dado que se la consideraba como complemento de una actividad principal. La creación de la categoría “monotributista eventual” se fundamentó en, por una parte, la necesidad de extender las protecciones sociales en el marco de una importante crisis económica y, por otra, la voluntad de formalizar ciertas actividades y facilitar el pago de contribuciones. En palabras del Poder Ejecutivo:
(…) la grave situación social derivada del marco económico actual hace necesario y de suma urgencia arbitrar medidas tendientes a la ampliación de la cobertura a un gran número de ciudadanos de bajos ingresos y situación de informalidad laboral que, precisamente, requieren de prioritaria atención, todo en el marco de racionalidad, eficiencia y eficacia del gasto público7.
En línea con lo planteado en el momento de la creación del Monotributo, en 2001, el Poder Ejecutivo sostenía que: “razones de equidad y justicia social hacen aconsejable instrumentar un régimen aplicable a aquellos contribuyentes que por la modalidad de sus negocios, no pueden asumir con regularidad las obligaciones previsionales dispuestas por el marco normativo vigente.”8
De esta manera, el Estado buscaba que los trabajadores más vulnerables –y por consiguiente, susceptibles de solicitar asistencia estatal– estuvieran protegidos por el régimen de seguro colectivo. Aun siendo su capacidad contributiva reducida, el objetivo de este sub-régimen fue incorporar a los cuentrapropistas eventuales al régimen fiscal y al sistema de seguridad social. Para ello se estableció un impuesto integrado (IVA+ impuesto a las ganancias) variable que representaba el 5% de los ingresos brutos anuales. Esto implicaba una disminución del valor de las contribuciones sociales, al mismo tiempo que condicionaba las contribuciones a la percepción variable de ingresos mensuales.
2.3. Expansión de las protecciones sociales
Tras la denominada contra reforma laboral, el régimen del monotributo se convirtió en una de las herramientas clave de política social. En 2004, otro subrégimen especial, el “monotributo social”, buscó incorporar a los trabajadores que prácticamente no podían pagar sus contribuciones. El calificativo “social” indicaba su proximidad con prestaciones sociales no contributivas. En este caso, el Estado se focaliza en prevenir y mitigar los efectos de la informalidad laboral.
Lo que se busca es, aun cuando las actividades laborales se desarrollen al margen de la ley, ampliar el acceso efectivo de los trabajadores y sus familias a algunas de las dimensiones del trabajo decente, como la seguridad económica, que provee la protección social, o las acciones de formación para el trabajo, que facilitan una transición hacia la formalidad. (Bertranou, Casanova, Saravia 2013: 23)
Los trabajadores inscriptos bajo este subrégimen estaban exentos de hacer aportes al sistema de pensiones durante los dos primeros años, y recibían un descuento de 50% en las contribuciones al seguro de salud9. Los trabajadores por cuenta propia en puestos altamente precarios eran elegibles para esta categoría, ya sea porque se encontraban dentro de las dos categorías más bajas de monotributo10, porque eran desempleados de larga duración, trabajando en programas estatales de empleo11, o porque eran miembros de cooperativas de trabajo12. Esta categoría introdujo la yuxtaposición de diferentes tipos de relaciones laborales. En el primer caso, se aplicaba a cuentapropistas con ingresos bajos, a menudo irregulares, no porque estuvieran contratados por tiempo determinado o de manera eventual, sino porque trabajaban en los sectores menos productivos de la economía. En los otros dos casos, las relaciones laborales eran similares a las de los asalariados. En los programas de empleo estatales, la institución que administraba el programa funcionaba como empleador, incluso si no existía una verdadera relación laboral. Quienes trabajaban en cooperativas se encontraban en una situación parecida, dado que en muchos casos la cooperativa podía considerarse el empleador principal.
Un caso particular de “monotributista social” fue el de los miembros de pequeñas cooperativas de trabajo. A través de la acreditación del Ministerio de Desarrollo Social de un “Proyecto Productivo de Servicios”, se autorizaba la “formalización” de pequeñas cooperativas de no más de 3 trabajadores, cuyo ingreso anual fuera inferior a la primera categoría del régimen general de monotributo. Estos trabajadores estaban exonerados del pago de contribuciones al sistema de seguridad social. Se trataba principalmente de actividades ligadas a la economía social.
En la práctica, el “monotributo social” incorporó más cuesntrapropistas de bajos ingresos que trabajadores en programas estatales de empleo. De hecho, en 2004, se permitió la combinación de categorías, creando el monotributista eventual/social13.
El régimen de monotributo permaneció sin cambios hasta 200914 cuando se crearon dos nuevos subregímenes. El primero, denominado “monotributo de inclusión social y promoción del trabajo independiente”, buscaba facilitar la primera inserción en el mercado de trabajo de jóvenes profesionales en los dos primeros años luego de la finalización de sus estudios. Con el objeto de ayudar a estos jóvenes a desarrollar una actividad como trabajadores independientes, el Estado redujo las contribuciones sociales durante esos dos primeros años de inserción en el mercado de trabajo. Se suponía que luego de ese período podrían integrarse al régimen general del trabajo independiente o a las categorías superiores del monotributo.
El segundo subrégimen de monotributo creado en 2009 buscaba la inclusión de trabajadores rurales15. Representaba una extensión del “monotributo social” a los pequeños productores agrícolas. El objetivo era formalizar la situación de pequeños productores familiares y proporcionarles acceso a los beneficios del sistema de seguridad social. En este caso, los trabajadores estaban exonerados del pago de contribuciones. El Ministerio de Agricultura y el Ministerio de Desarrollo Social asumían el pago de los aportes al sistema de seguridad social, es por ello que este régimen fue conocido como “monotributo a costo cero”. Teniendo como modelo el de las pequeñas cooperativas de trabajo instauradas por la ley sobre el “voluntariado social”16, este subrégimen buscó integrar al mercado formal de trabajo a trabajadores rurales en actividades de baja productividad.
Desde 2004, el régimen de monotributo se convirtió en una herramienta para formalizar las actividades de los trabajadores sin capacidad de contribución. Por un lado, se encontraban aquellos que no podían pagar los aportes debido a una coyuntura particular o aquellos que se insertaban por primera vez en el mercado de trabajo. Por otro lado, se encontraban los trabajadores para quienes su incapacidad de pagar sus contribuciones sociales estaba ligada al tipo de actividad realizada. En el caso de los primeros, su incorporación a los subregímenes del monotributo representaba una situación transitoria, ya que se esperaba que luego se incorporaran al régimen general de monotributo o al régimen de trabajo independiente. En el caso de los segundos, contrariamente, se suponía que permanecerían en ese régimen de características asistenciales.
2.4. Simplificación burocrática como estrategia de cumplimiento
Si bien la generación de nuevas regulaciones permitió la inclusión de jure de nuevas categorías de trabajadores independientes en el mercado formal, la incorporación de facto se presentaba como un gran desafío. La histórica exclusión de muchos de estos trabajadores del mercado formal comprometía la implementación del nuevo régimen de pequeños contribuyentes. Para hacer efectiva la formalización, el Estado se basó en dos estrategias. La primera fue la simplificación de los trámites administrativos. Esta comenzó con la generación del número único de identidad laboral, y continuó con la creación del “Programa de simplificación y unificación en materia de registración laboral y de la seguridad social” en 200517. A través de una plataforma informática, los trabajadores podían fácilmente registrarse como monotributistas, así como también realizar cambios de categoría y modificar los modos de pago de sus obligaciones. La segunda estrategia fue ajustar constantemente las obligaciones a las capacidades de pago de los monotributistas. Por consiguiente, se establecieron mecanismos de recategorización (cuatrimestrales o anuales). Además, se estableció la mensualización de los aportes para garantizar un mayor cumplimiento18.
A través del monotributo, el Estado buscó adaptar la estructura del sistema de seguridad social a las diferentes formas de participar en el mercado laboral. Además de los trabajadores por cuenta propia, incluía a los trabajadores que no encajaban en las categorías tradicionales y, por lo tanto, no podían cumplir con las regulaciones existentes debido a la naturaleza de su actividad laboral. Este nuevo marco legal permitió a los trabajadores en situaciones atípicas, en los sectores menos productivos de la economía acceder a beneficios sociales. En este sentido, el monotributo representó una herramienta de formalización de esa extensa franja del mercado de trabajo donde la informalidad persiste.
3. FORMALIZACIÓN DEL TRABAJO DOMÉSTICO REMUNERADO
Si bien el trabajo informal fue un tema central en la agenda estatal desde el retorno de la democracia, la preocupación por mejorar los índices de registro del trabajo doméstico se manifestó recién a fines de los años 90. Entre 2000 y 2013, con el objeto de disminuir la informalidad del trabajo doméstico, el Estado desarrolló dos tipos de estrategias. Por un lado, modificó el marco regulatorio en varias ocasiones para que la totalidad de las trabajadoras domésticas estuvieran cubiertas por la ley, y por otro, introdujo incentivos directos e indirectos para el cumplimiento de la ley, destinados tanto a trabajadoras como a empleadores. A partir de 2013, luego de la aprobación de la Ley 26.84419, el Estado desplegó otro tipo de estrategias que incluyeron, por un lado, la promoción a través de campañas y modos de simplificación técnica del registro, y por otro, diversos mecanismos de inducción a la formalización –formalización “de oficio”, cartas personales, inspección en las puertas de inmuebles–. La formalización se presentó entonces como la llave de acceso al conjunto de derechos laborales y de seguridad social inscriptos en la ley.
3.1. Innovaciones normativas
A principios de 2000 se implementó el Régimen Especial de Seguridad Social para Empleados del Servicio Doméstico creado por la Ley 25.23920. Este régimen buscaba incluir en el sistema de seguridad social a las trabajadoras domésticas excluidas del régimen de 195621 por no alcanzar el número mínimo de horas de trabajo (16 horas semanales para un mismo empleador). El régimen permitió entonces que quienes trabajaban seis horas y más a la semana, para un mismo empleador, pudieran acceder a la cobertura de salud y al sistema de pensiones. Aún si este régimen extendió el derecho a la seguridad social a casi la totalidad del sector, la estructura de las contribuciones mantuvo la misma lógica establecida en el régimen de 1956. Esto significaba que el único caso en el que los aportes de los empleadores cubrían el total de las contribuciones necesarias para acceder a los beneficios era cuando las trabajadoras trabajan 16 horas semanales para un mismo empleador. Por consiguiente, cuando las trabajadoras domésticas trabajaban entre 6 y 15 horas semanales para un mismo empleador, debían completar los aportes patronales con aportes denominados “voluntarios”, para poder alcanzar el monto mínimo necesario para acceder a los derechos. Si bien el sistema preveía la posibilidad de acumular los aportes de distintos empleadores, no siempre los mismos alcanzaban ese mínimo.
En 2004, con el objeto de proveer un marco normativo a aquellas trabajadoras domésticas que trabajaban menos de 6 horas semanales para un mismo empleador, el Estado habilitó la inclusión de las trabajadoras domésticas en el monotributo22. En este caso, las trabajadoras domésticas –al ser consideradas trabajadoras independientes– eran responsables por el pago del impuesto integrado que incluye el impuesto a las ganancias, el IVA y las contribuciones al sistema de seguridad social.
En 2013, reconociendo la multiplicidad de formas de contratación y el crecimiento del trabajo por horas en este sector, la ley no fijó un mínimo de horas para definir quiénes estaban cubiertas. La nueva ley reconoció como trabajadora doméstica a quien realizara tareas de limpieza y cuidados no terapéuticos en domicilios particulares, sin importar el número de horas trabajadas. Sin embargo, dado que el Régimen de Seguridad Especial vigente desde 2000 no fue modificado, sino simplemente adjuntado al nuevo régimen laboral de 2013, la estructura de contribuciones y por consiguiente el acceso a los beneficios de la seguridad social, siguió siendo el mismo. Solo las trabajadoras domésticas que trabajan 16 horas semanales (o más) para un mismo empleador no tienen que realizar contribuciones complementarias –denominadas “voluntarias”– para cubrir el monto mínimo que habilita las prestaciones. Esto significa que, si bien a partir de este momento, en relación con el ámbito de aplicación de la regulación, todas las trabajadoras domésticas pueden exigir la formalización de sus contratos de trabajo, la formalización no significa lo mismo –en términos de acceso a derechos– para todas ellas. El acceso a los derechos a la seguridad social permanece condicionado al tipo de contratación.
3.2. Promoción de la formalización
Con el objeto de promover la formalización del trabajo doméstico, el Estado buscó romper con las barreras burocráticas, facilitando los trámites administrativos. En ese sentido, la incorporación de nuevas tecnologías de comunicación contribuyó significativamente a la simplificación del registro. En 2002, por primera vez, la Agencia Federal de Ingresos Públicos (AFIP) estableció un sistema on-line que facilitó tanto el registro como el pago de los aportes al sistema de seguridad social. A partir de la aprobación de la ley 26.844 de 2013, se establecieron además tres modalidades de registro simplificado: a través del sitio web de la AFIP, vía telefónica –utilizando una línea gratis–, y vía la App de Casas Particulares lanzada en 2018. Esta aplicación es una herramienta facilitadora del pago de las contribuciones, permite la confección de recibos de sueldo, envía avisos sobre los vencimientos, y al mismo tiempo, permite a la trabajadora controlar el pago de las contribuciones patronales23.
Además, en colaboración con la OIT, sindicatos de trabajadoras domésticas y otras organizaciones, el Ministerio de Trabajo desarrolló distintas campañas de información, algunas dirigidas a empleadores, otras a trabajadoras domésticas, así como también destinadas a trabajadoras migrantes.
3.3. Incentivos a la formalización
Considerando que la informalidad es una consecuencia de las decisiones de los actores de incumplir con la ley, el Estado propuso diferentes medidas para incentivar la formalización, o para evitar su contrario, el mantenimiento en la informalidad. Se trata de medidas diferenciadas, algunas dirigidas exclusivamente a los empleadores y otras a las trabajadoras domésticas. Con el objeto de incentivar a los empleadores, la ley 26.063 de 2005 estableció un mecanismo de deducción fiscal de las remuneraciones y aportes y, por su parte, la ley de 2013 instauró la provisión de un seguro de accidentes de trabajo. Buscando motivar a las trabajadoras domésticas para que exijan el registro de la relación laboral, en la ley de 2013, se mantuvo el acceso a los beneficios de la seguridad social y la posibilidad de continuar percibiendo la Asignación Universal por Hijo, y en 2012 se estableció el acceso a la tarifa social de transporte.
En 2005, la Ley 26.06324 sobre recursos de la seguridad social, estableció la posibilidad para los empleadores de deducir del impuesto a las ganancias, tanto los pagos de sueldos como las contribuciones, hasta el equivalente al monto no imponible25. En el momento de su implementación, esta medida mostró ser muy eficaz. Durante el primer año, el nivel de formalización prácticamente se triplicó, pasando de 52.150 trabajadoras domésticas registradas en 2004 a 142.200 en 2006 (Salim & D’Angela, 2006). Con el correr de los años, su eficacia se redujo, sin embargo, sigue vigente.
Otra medida destinada a incentivar la formalización del trabajo doméstico por parte de los empleadores fue la inclusión del seguro de riesgos de trabajo en la ley de 2013. Si bien la introducción de este seguro fue muy debatida, particularmente por el costo que implicaba para los empleadores, los legisladores consideraron que podía representar un incentivo fundamental para los empleadores dado que les garantizaba no tener que responsabilizarse individualmente de accidentes ocurridos en el trabajo o durante el trayecto hacia y desde el trabajo (Pereyra y Poblete, 2015). En el momento en el que se discutió la ley algunos bancos ofrecían seguros privados para empleados de casas particulares, por lo que el riesgo ya resultaba visible para los empleadores.
Respecto de las trabajadoras, la ley de 2013 mantuvo el acceso –aún sin diferencial– a las prestaciones de la seguridad social como beneficio tangible de la formalización. La posibilidad de tener un seguro médico y de acceder a una pensión representó para muchas trabajadoras la razón para reclamar a los empleadores su registración. Además, la ley de 2013, estableció que las trabajadoras domésticas que cobraban menos del salario mínimo podían seguir percibiendo la Asignación Universal por Hijo26. Si bien esta decisión contradice los lineamientos generales de la AUH –destinada a trabajadores informales–, al incorporar a las trabajadoras domésticas a esta prestación social, los legisladores buscaban evitar que las mismas prefirieran mantener relaciones laborales informales con el objeto de no perder las prestaciones sociales asistenciales. Otro incentivo fue la tarifa social del transporte público. A partir de 2012, las trabajadoras domésticas accedieron a un descuento del 55% del valor del transporte público27.
3.4. Inducción a la formalización
Debido a que los incentivos no parecían ser suficientes para alcanzar mayores niveles de formalidad en el sector, el Estado desarrolló también tres dispositivos cuyo objeto era inducir a la formalización. Estos últimos estuvieron dirigidos exclusivamente a los empleadores. El primero fue la formalización “de oficio”; el segundo, las cartas intimatorias y el tercero, las inspecciones en las entradas de edificios y barrios cerrados.
Probablemente, el más original de los dispositivos de intimación a la formalización fue el que se basó en “la determinación de oficio”; también conocido como “presunción de empleada doméstica”28. Este procedimiento no es nuevo, sus antecedentes datan de 1970, cuando la ley 18.82029 estableció, en su artículo 16, que “si el empleador previamente intimado a facilitar los libros, registros y demás elementos de juicio que le fueran requeridos no lo hiciere”, el agente encargado de la gestión de esos recursos podía “determinar de oficio la deuda por aportes y contribuciones”. Esta determinación del monto de la deuda se basaba en índices y coeficientes generales estimados en función de las actividades realizadas. En 2005, la ley 26.063 –que modifica a la ley 18.820– retomó la “determinación de oficio” como procedimiento clave para determinar las deudas de la seguridad social. Según lo establecido por esta ley:
Cuando la Administración Federal de Ingresos Públicos carezca de los elementos necesarios para establecer la existencia y cuantificación de los aportes y contribuciones de la Seguridad Social, por falta de suministro de los mismos o por resultar insuficientes o inválidos los aportados, podrá́ efectuar la estimación de oficio, la cual se fundará en los hechos y circunstancias ciertos y/o en indicios comprobados y coincidentes que, por su vinculación o conexión con lo que las leyes respectivas prevén como generadores de la obligación de ingresar aportes y contribuciones, permitan inducir, en el caso particular, la existencia y medida de dicha obligación30.
Entre los indicadores sobre los que puede basarse la AFIP para determinar la deuda previsional se encuentra el consumo de gas, de electricidad u otros servicios públicos, la adquisición de materia prima o embalajes, el monto de servicios de transporte, el valor total de los activos, la superficie explotada, el nivel de tecnificación.
En 2010, una nueva resolución de la AFIP31 avanzó sobre la simplificación de la “determinación de oficio” respecto de las deudas previsionales utilizando lo que se denominó el “Indicador Mínimo de Trabajadores”. Este indicador permitía imputar trabajadores no registrados en una actividad económica específica ya que hacía posible el cálculo de “la cantidad de trabajadores requeridos por cada unidad de obra o servicio, según la actividad, de acuerdo a un período determinado”32. Los indicadores propuestos en este caso se circunscribieron al sector de la construcción y la industria textil que presentaban los más altos índices de informalidad.
En 2013, se estableció el “Indicador Mínimo de Trabajo Doméstico”33. Este indicador tomaba en cuenta dos datos: los ingresos brutos anuales y los bienes personales (particularmente bienes inmobiliarios) declarados por el contribuyente. En los casos en los que los ingresos brutos anuales y el valor de la vivienda superasen el mínimo establecido, el Estado estaba en capacidad de suponer el desempeño de una trabajadora doméstica informal en ese domicilio. En esos casos, la AFIP intimó a los contribuyentes a formalizar esa relación laboral en un lapso de seis meses. Si el contribuyente no formalizaba a la trabajadora doméstica durante ese período, la AFIP procedería a la captación de las cargas sociales de oficio. Esta medida conocida como “presunción de empleada doméstica” resultó controversial, sin embargo, eficaz –al menos durante el primer año– se registró un aumento del trabajo doméstico registrado. En 2016, considerándose que estos indicadores resultaban insuficientes para presuponer la existencia de una trabajadora doméstica no registrada, se derogó este mecanismo de formalización de oficio34.
El segundo dispositivo que desarrolló el Estado para inducir al registro de trabajadoras domésticas fue el envío de cartas o mails a los contribuyentes. Las cartas enviadas entre 2016 y 2017, buscaban informar a los empleadores de los beneficios de formalizar el trabajo doméstico. En una de las cartas enviadas en 2017, por ejemplo, la AFIP utilizó principalmente un argumento moral para convencer a los empleadores, focalizándose en los beneficios de la seguridad social para ambas partes.
Sabemos que te esforzás por ser un buen empleador y queremos ayudarte. Para ganar todos, es necesario cumplir con las obligaciones que establece la ley y registrar a las trabajadoras del servicio doméstico.
¿En tu casa trabaja personal que no está registrado? Es responsabilidad de los empleadores registrar a todas las trabajadoras que realizan tareas de limpieza, cuidado o mantenimiento en el hogar; incluso a las que trabajan menos de 6 horas por semana. El trabajo formal brinda a empleadores y trabajadoras acceso a los beneficios de la Seguridad Social. Con un trámite simple, esa trabajadora que te facilita el día a día va a poder acceder a todos los derechos del trabajo registrado.35
Entre mayo y julio de 2018, la AFIP decidió intimar a 650 mil contribuyentes a que regularizaran la situación de las trabajadoras domésticas trabajando en sus casas particulares36. El mensaje enviado a través de correo electrónico informaba:
A partir del cruce de tus datos patrimoniales y de consumo, te estamos enviando esta comunicación, porque nos llama la atención que no tengas a nadie registrado que te ayude en tus tareas domésticas.
Con un costo muy bajo y un trámite sencillo, el registro de Casas Particulares te permite registrar a todas aquellas trabajadoras que atienden las labores del hogar, cuidando a los niños, adultos mayores y desarrollan otras tareas fundamentales. De lo contrario, podés estar sujeto a sanciones.37
Este mensaje fue ampliamente criticado en la prensa y las redes sociales por su carácter coercitivo. Sin embargo, la medida probó su eficacia porque se logró el registro de 36 mil trabajadoras domésticas en los meses que siguieron el envío de correos electrónicos según informó la AFIP.
El tercer dispositivo de inducción a la formalización utilizado fue la inspección en las puertas de complejos habitacionales. Dada la imposibilidad del Estado de ingresar a los domicilios particulares, la AFIP realizó una inspección en mayo de 2018 en la entrada de treinta barrios cerrados en el Gran Buenos Aires y diez edificios en Puerto Madero. Se relevaron 1.051 trabajadoras domésticas, de las cuales 628 estaban registradas38. En este caso, la AFIP entregó material informativo a las trabajadoras domésticas para que solicitaran su registro a los empleadores, pero no procedió a penalizarlos. Esta fue la primera experiencia de fiscalización que tuvo lugar después de que se aprobara la nueva regulación en 201339.
En síntesis, desde el año 2000, la formalización del trabajo doméstico remunerado fue una prioridad en la agenda estatal, y se avanzó tanto en la ampliación del marco normativo para permitir la incorporación del total de trabajadoras domésticas al ámbito de aplicación de la ley, como en la experimentación de mecanismos de implementación, ya sea facilitando el registro, incentivándolo, o induciéndolo con estrategias coercitivas. La formalización fue presentada entonces como la llave de acceso a los derechos laborales y de la seguridad social40.
REFLEXIONES FINALES
En Argentina, la formalización de las relaciones laborales fue adquiriendo distintos significados a lo largo de las últimas dos décadas. En los años 90, coexistían distintos sentidos. La formalización fue concebida como un medio de protección legal; como un mecanismo de captación de ingresos fiscales; como un mero registro administrativo y como un medio para acceder a la protección social. En algunos momentos, los distintos sentidos se encontraron en competencia y dieron como resultado políticas contradictorias, mientras que en otros, alguno de ellos predominó dando lugar a medidas específicas. A partir de 2004, este último sentido –la formalización como acceso a la protección social– se consolidó como el preponderante, por consiguiente, las políticas de formalización se focalizaron en garantizar beneficios sociales al conjunto de trabajadores informales.
Durante el debate de la Ley 24.977 que instauró el régimen del monotributo en 1998, algunos legisladores sostuvieron que el objeto de la formalización era garantizar protecciones legales. Un legislador afirmaba: “Hemos construido este régimen pensando en el pescador del río Paraná quien, cuando llega al puerto con su bote, escucha que le dicen: ‘te pago en negro, te paso tanto por tu pescado, y si no te gusta, tiralo al agua’.” En el caso de la ley que instauró el Régimen de Contrato de Trabajo para trabajadoras domésticas en 2013, el objetivo era otorgar a estas trabajadoras un cierto número de garantías legales contra los abusos de los empleadores. Entre los derechos básicos se encuentran el derecho a vacaciones, licencias por enfermedad y maternidad, pago de horas extras, indemnizaciones por despido, entre otros.
Para otros legisladores, detrás de la formalización existía también la intención de captar aportes fiscales y contribuciones para el sistema de seguridad social. Si bien la incorporación de trabajadores con escasas capacidades contributivas no garantizaba recetas fiscales significativas, se consideraba importante poder aumentar la base de contribuyentes41.
Otros legisladores, consideraban que la formalización en el caso de trabajadores de muy bajos ingresos y en situación de precariedad laboral representaba un simple registro administrativo que solo permitía tener información sobre el número y las características de los trabajadores. El registro era percibido como una mera formalidad burocrática. Incluso, algunos legisladores críticamente denunciaron que “el monotributo se había transformado en un sistema para cometer fraude fiscal”. Es decir que la inscripción en este régimen no tenía ninguna repercusión, ni para los trabajadores en términos de acceso al sistema de seguridad social, ni para el Estado en términos de captación de ingresos fiscales.
Finalmente, para otros legisladores –probablemente para la mayoría de ellos– el objetivo principal de la formalización era la expansión de los beneficios sociales a trabajadores que se encontraban totalmente excluidos del sistema de seguridad social. Este sentido de la formalización se encontraba presente al principio del proceso iniciado en 1998, y con el correr de los años fue consolidándose como el sentido primero. En Argentina, donde el sistema de seguridad social está organizado principalmente (aunque no exclusivamente) en torno a las contribuciones relacionadas con el trabajo, el acceso a los beneficios se encuentra mediado en gran parte por la formalización de las relaciones laborales. Es por ello que la extensión del campo de aplicación de la ley y el cumplimiento de la misma constituyeron las dos preocupaciones principales del Estado.
En síntesis, el proceso de formalización que tuvo lugar en Argentina desde fines de los años 90 puede describirse como experimentos sucesivos en el diseño de sistemas especiales de seguridad social. Sobre la base del régimen de trabajadores asalariados donde las contribuciones se distribuyen entre empleador y trabajador; y siguiendo el modelo del régimen de trabajadores independientes donde el total de las contribuciones es aportado por el trabajador, se diseñaron nuevos esquemas contributivos donde el Estado, en algunas ocasiones, aparecía como un tercer contribuyente.
Con objeto de extender la protección social a de los trabajadores no asalariados de bajos ingresos, dentro del régimen del monotributo, se establecieron tres tipos de regímenes. El primero de ellos replica el régimen general de trabajo independiente, pero se simplifican y reducen las contribuciones para adaptarlas a las capacidades contributivas de estos trabajadores. Dentro de este sistema, es esperable que los cuentapropistas, al mejorar su posición en el mercado de trabajo, puedan circular entre las distintas categorías del monotributo, e incluso lograr inscribirse en el régimen de trabajo independiente. El segundo régimen se presenta como un régimen transitorio, donde durante dos años el Estado exime a los trabajadores del pago de parte o del total de las contribuciones con el objeto de que puedan estabilizar su participación en el mercado de trabajo. El tercer régimen es un régimen en el que no se esperan contribuciones de los trabajadores, sino que las mismas son realizadas por el Estado a través de las jurisdicciones que promueven esta medida: Ministerio de Trabajo y Ministerio de Desarrollo Social. Este último caso podría considerarse como una prestación social asistencial, sin embargo, subrayando la relación entre formalidad y protección social, el Estado prefiere conservar formalmente la estructura contributiva.
En la legislación relativa a la formalización del trabajo doméstico está presente la misma lógica de extensión de beneficios de la seguridad social, sin embargo se estableció un régimen diferente dado que aquí, a diferencia del caso anterior, existe un empleador. El Régimen Especial de Seguridad Social para las Trabajadoras Domésticas de 1999 fue concebido como un régimen dual. Por una parte, para aquellas trabajadoras que trabajan a tiempo completo (16 horas y más por semana para un mismo empleador), los aportes son exclusivamente realizados por el empleador. Por otra, en el caso de quienes trabajan para muchos empleadores menos de 16 horas semanales, se establece un complejo régimen de aportes del que participan tanto empleadores como trabajadoras domésticas.
Estos variados regímenes de seguridad social proveen a los trabajadores registrados dos tipos de beneficios sociales: pensión y seguro de salud. Debido a la estructura del sistema de pensiones, cualquiera sea el período durante el cual coticen, estos trabajadores van a recibir pensiones de valores mínimos. Probablemente, se trate de valores iguales o a penas superiores a las pensiones provistas por el régimen no contributivo existente. Por consiguiente, el único beneficio social adicional al que monotributistas y trabajadoras domésticas acceden al formalizar su participación en el mercado de trabajo, es el seguro de salud. Aún si en Argentina el sistema de salud, dentro de sus componentes incluye servicios no contributivos a los que cualquiera puede acceder, para estos trabajadores de bajos ingresos, el seguro de salud representa un beneficio central ya que asegura un acceso simplificado al sistema de salud y eventualmente mejores prestaciones. El sentido de la formalización parece centrarse entonces en el acceso al seguro de salud. Sin embargo, la estructura contributiva de este régimen condiciona el acceso real a los beneficios a la regularidad del pago de las contribuciones. Esto significa que para ganar la batalla contra la informalidad, la inclusión de la mayoría de los trabajadores en la ley no resulta suficiente. Es necesario asegurar el acceso a los derechos sociales en la práctica.
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Notas