INTELIGENCIA ESPIRITUAL. CONCEPTUALIZACIÓN Y CARTOGRAFÍA PSICOLÓGICA

Mª Cruz Pérez Lancho
Universidad Pontificia de Salamanca, España

INTELIGENCIA ESPIRITUAL. CONCEPTUALIZACIÓN Y CARTOGRAFÍA PSICOLÓGICA

International Journal of Developmental and Educational Psychology, vol. 2, núm. 1, pp. 63-69, 2016

Asociación Nacional de Psicología Evolutiva y Educativa de la Infancia, Adolescencia y Mayores

Recepción: 24 Enero 2016

Aprobación: 15 Febrero 2016

Resumen: En las dos últimas décadas del siglo XX, Gardner presenta y difunde su teoría de las inteligencias múltiples, estableciendo inicialmente ocho tipos de inteligencia. Apunta posteriormente la existencia de otro tipo, para la que no tiene suficientes evidencias científicas: la inteligencia existencial. Desde comienzos del siglo XXI, la psicología positiva se aproxima con interés al estudio de este tipo de inteligencia: la denominada inteligencia espiritual. En la presente comunicación se revisa el concepto de Inteligencia espiritual. Seguidamente se presentan los estudios realizados sobre la localización cerebral de esta facultad, con el hallazgo de múltiples áreas cerebrales implicadas. A continuación se reflexiona sobre su carácter de función mental genuinamente humana. Como el lengua- je, necesita ser desarrollada desde la crianza, en un contexto social y familiar. Finalmente se plantean algunas reflexiones educativas.

Palabras clave: Inteligencia espiritual, localización cerebral, función mental superior, educación.

Abstract: In the last two decades of the XXth century, Gardner presents and disseminates his theory of multiple intelligences, initially establishing eight types of intelligences. Then he points to the possible existence of another kind of intelligence, for which there is not sufficient scientific evidence: “the existential intelligence”. Since the beginning of the XXIth century, positive psychology approaches forward to studying this kind of intelligence: the so-called “spiritual intelligence”. In this communi- cation the concept of spiritual intelligence is reviewed. Then, studies on brain location of this mental faculty are presented, with the discovery of multiple brain areas involved on it. We then reflect on its nature as a genuinely human mental function. Like language, it needs to be developed from the infancy, in a family and social context. Finally, the importance of promoting it through education arises.

Keywords: Spiritual intelligence, cerebral localization, higher mental function, education.

INTRODUCCIÓN

La teoría de las ocho inteligencias múltiples de Gardner, nacida a finales del siglo XX, origina el gran auge del estudio de la inteligencia emocional. Gracias a la enorme difusión de los trabajos de Goleman (1996) hoy ya nadie cuestiona su existencia ni su importancia para un adecuado ajuste psico-social de la persona. Tampoco se cuestionan sus correlatos cerebrales y ni la íntima conexión entre cognición y emoción. Afortunadamente, su promoción en el ámbito escolar y laboral va siendo una realidad.

Posteriormente, Gardner sugiere la existencia de otro tipo de inteligencia para la que no tiene suficientes evidencias científicas: la inteligencia existencial o trascendente. Gardner la describe como la capacidad de situarse uno mismo frente a facetas más extremas del cosmos –lo infinito y lo infinitesimal- y la capacidad de preguntarse por determinadas características existenciales de la condición humana, como el significado de la vida y de la muerte, el destino final del mundo físico y el mundo psicológico, y la posibilidad de experimentar algunas emociones especiales, como un pro- fundo amor o la contemplación artística.

El siglo XXI ha abierto el debate sobre este tipo de inteligencia. Filósofos, psicólogos y neurocientíficos han empezado a cuestionarse sobre si existen diferentes formas de espiritualidad asociados a diferentes rasgos de personalidad; si podemos localizar esta facultad, genuinamente humana, en el cerebro; si se trata de una facultad innata o si se puede desarrollar a través de la educación formal o informal.

La conceptualización del término tiene sus orígenes en la psicología humanista. Maslow (1943) ya había situado al término “autorrealización”, en la cúspide de su pirámide de las motivaciones humanas, definiéndola como un estado espiritual en el que el individuo emanaba creatividad, era feliz, tolerante, tenía un propósito y una misión de ayudar a los demás a alcanzar ese estado de sabiduría y beatitud. Considerado como un precursor, estaba describiendo lo que ahora llamamos inteligencia espiritual. Victor E. Frankl (1966) superviviente de los campos de concentración, también defiende la idea de un inconsciente espiritual. Es en este inconsciente en donde tendrán cabida una moralidad y unas creencias o religiosidad profundas que permiten al hombre dar sentido al sufrimiento.

Para Robert Cloninger, Przybeck y Svrakic (1994), la espiritualidad es una dimensión de la personalidad que abarca la capacidad de trascendencia del ser humano, el sentido de lo sagrado o los comportamientos virtuosos que son exclusivamente humanos, como el perdón, la gratitud, la humildad o la compasión. Más adelante, Emmons, Cheung, y Tehrani (1998) establecen que los cinco componentes de la inteligencia espiritual son: la capacidad de trascendencia; la capacidad de experimentar estados elevados de conciencia; la capacidad de influir en las actividades cotidianas y relacionarlas con un sentido de lo sagrado; la posibilidad de utilizar recursos espirituales para resolver problemas de la vida; y la posibilidad de presentar comportamientos virtuosos.

Según Zohar y Marshall (2001), que acuñan el término de inteligencia espiritual, los seres humanos buscamos dotar la realidad de significado. La describen como la capacidad de reformular y re-contextualizar la experiencia y, por ende, la capacidad para transformar nuestra comprensión de la realidad. Por esto, resulta necesario esbozar una propuesta que articule tres inteligencias humanas. Por un lado, la inteligencia racional queda vinculada a la inteligencia emocional, ya que cognición y emoción se imbrican entre sí, y por otro, se asocia a nuestra percepción de significados y valores: la inteligencia espiritual. Los principales rasgos de la inteligencia espiritual, según Danah Zohar, son: la capacidad de flexibilidad; un grado elevado de autoconocimiento; la capacidad de afrontamiento del dolor; la capacidad de aprender con el sufrimiento; la capacidad de inspirarse en ideas y valores; el rechazo a causar daños a otros; la tendencia a cuestionarse la propias acciones; así como la capacidad de seguir las propias ideas incluso en contra de lo establecido o convencional.

Por su parte, Frances Vaughan (2002) añade a la conceptualización del término que la inteligencia espiritual implica múltiples vías de conocimiento y se orienta hacia la integración de la vida interior de la mente y el espíritu con la vida exterior del trabajo en el mundo. Para ella, la inteligencia puede ser cultivada a través de preguntas fundamentales, la indagación, la práctica y las experiencias espirituales. Una persona espiritualmente inteligente es capaz de conectar lo personal con lo transpersonal. La espiritualidad es una dimensión de la personalidad que habita y se desarrolla en lo más íntimo, identificándose con el sí mismo, que se integra con los valores culturales en un sistema de creencias, símbolos, visión del mundo y sentido de la vida personal. Esta dimensión espiritual se expresa en ideas, sentimientos, actitudes y conductas de unidad e integridad hacia uno mismo y hacia el entorno (seres, mundo, universo), llegando a conformar con la maduración un soporte esencial de la identidad y la autotrascendencia.

Las vivencias que conforman la espiritualidad frecuentemente se ligan a fenómenos de comunión con percepciones, imágenes y símbolos que representan relaciones de conexión entre el sí mismo y determinados objetos y sucesos del mundo y el universo. Sus representaciones pueden desarrollarse de un modo espontáneo o intuitivo, o de un modo más sistematizado y elaborado; en un estilo expresivo creativo o en comportamientos más estructurados y ritualistas, hasta convertir- se para algunos en una disciplina de vida con propósitos definidos y una práctica coherente con una jerarquía de valores. Lo espiritual puede ser interpretado y relacionado a orígenes de un orden superior de la naturaleza y el universo, y a una mística religiosa. Frecuentemente estas experiencias espirituales y su práctica son vividas con aceptación, gozo y paz interior (González Ramella y Varela, 2002). No en vano, la intensidad subjetiva de algunas experiencias religiosas específicas ha provocado que sean consideradas como ‘experiencias de flow’; suponen una motivación intrínseca en la tarea que el sujeto desarrolla e implican una inmersión total en ella mediante una profunda atención focalizada (Csikszentmihalyi, 1990).

ESPIRITUALIDAD Y CEREBRO

Desde los trabajos de James (1999) se reconoce la plausibilidad del estudio empírico de la espiritualidad como un fenómeno psicológico per se. Compartimos la perspectiva de autores como Valiente-Barroso y García-García (2010), cuando afirman que la espiritualidad y el fenómeno religioso pueden ser analizados científicamente, como cualquier otro aspecto de la realidad. Así pues, como fenómeno que posee un correlato mental, tanto cognitivo como emocional, la neurociencia puede acercarse al estudio del fenómeno espiritual, desde el convencimiento de que toda experiencia humana, como tal, también ha de ser regida por el cerebro.

A finales de los años noventa, el neuropsicólogo Michael Persinger (1996), el neurólogo V.S. Ramachandran (1998) y su equipo de la Universidad de California, llevaron a cabo investigaciones para demostrar la existencia de un “punto dios” en el cerebro humano. Este área espiritual parecía estar localizada entre las conexiones neurales de los lóbulos temporales. En las imágenes funcionales registradas mediante Tomografías por Emisión de Positrones (PET), estas áreas cerebrales se activaban de forma diferenciada cuando los sujetos estudiados hablaban sobre temas espirituales o religiosos. Los estímulos capaces de activar estas áreas variaban con las culturas y las religiones: los occidentales reaccionaban ante el término “dios”, mientras que los budistas lo hacían ante símbolos espirituales propios de su religión. Inicialmente, esta actividad en el lóbulo temporal había sido asociada a visiones místicas de pacientes epilépticos. El_trabajo de Ramachandran es el primero en demostrar que también se recogen en sujetos sin daño neurológico. Este “punto divino” no pretendía probar la existencia de Dios, sino que el cerebro ha evolucionado de forma tal que nos permite hacernos preguntas trascendentales y generar una facultad para procesar este tipo de significados y valores.

Más adelante, los neurocientíficos Mario Beauregard y Vicent Paquette (2006), de la Universidad de Montreal (Canadá), diseñaron un estudio en el que, utilizando la técnica de Imágenes de Resonancia Magnética Funcional (fMRI), se registraron los cambios de actividad cerebral mientras los sujetos experimentales recordaban vívidamente alguna experiencia mística. Este trabajo se realizó con la colaboración de monjas carmelitas contemplativas. En él se evidenció que la memoria espiritual puede activar varias regiones cerebrales como el núcleo caudado, región mesencefálica relacionada con el aprendizaje, la memoria o el enamoramiento. También descubrieron otra zona cerebral activada, la corteza insular o ínsula, vinculada a las emociones y a los sentimientos, y que podría estar en el origen de las emociones agradables que suelen asociarse a las experiencias relacionadas con lo divino. Por último, constataron la activación del lóbulo parietal, relacionado con la conciencia espacial, lo que podría explicar la sensación de hallarse inmerso en algo mucho mayor que nosotros mismos, típica de este tipo de experiencias. La investigación de Beauregard (2007), desmonta la consideración de una localización única en el cerebro para las experiencias espirituales.

La literatura científica también recoge evidencias de la participación del hemisferio derecho en algunas experiencias subjetivas, como la percepción personal corporal, emocional y espiritual (Devinsky, 2000). Asimismo, el lóbulo frontal derecho podría estar implicado en aquellos elementos arraigados a la personalidad, como sucede con los valores y principios sociales, políticos y religiosos. El lóbulo temporal derecho desempeñaría un papel fundamental en las intensas experiencias místicas, con un carácter predominante más emocional (Milar, 2001).

Es interesante destacar que, a su vez, la práctica repetida de actividades como la meditación o la oración originan cambios significativos en las funciones ejecutivas. En un estudio con religiosas meditadoras contemplativas, las investigaciones realizadas mediante técnicas de neuroimagen parecen apoyar la evidencia de una mayor activación en áreas frontales y subcorticales, relevantes para la atención sostenida y la regulación emocional. Así, los estudios sobre meditación elaborados con Tomografía por Emisión de Positrones (PET), muestran mayor activación de córtex frontal y límbico, preponderante en el hemisferio izquierdo, concomitante a sentimientos positivos y al ejercicio de la atención sostenida. A partir de resultados obtenidos por Tomografía Computarizada por Emisión de Fotón Simple (SPECT), se constata un incremento en el metabolismo frontal y talámico, sugiriendo mayor protagonismo de redes de concentración y atención focalizada. Las investigaciones basadas en imagen por Resonancia Magnética Funcional (fMRI), manifiestan, fundamentalmente, un aumento de activación en regiones frontales, límbicas y paralímbicas –amígdala, hipotálamo, hipocampo y cingulado anterior-, y ganglios basales, involucradas en la atención sostenida y el control autónomo (Valiente-Barroso, 2011).

Según esta investigación, la cantidad y diversidad de regiones cerebrales implicadas apunta a que el fenómeno de la espiritualidad es altamente complejo en el ser humano, del orden de la complejidad que tiene la representación cerebral de funciones mentales superiores como el lenguaje.

CARTOGRAFÍA COGNITIVA DE LA FUNCIÓN ESPIRITUAL

Nos gustaría ampliar nuestra reflexión sobre si la inteligencia espiritual puede considerarse como una capacidad innata o aprendida, genéticamente programada o mediada por la cultura. Como hemos presentado en el apartado anterior, nuestro cerebro está diseñado biológicamente para procesar contenidos espirituales. Sin embargo, al igual que ocurre con el lenguaje, este bagaje neuronal no es suficiente para el desarrollo de la función, resultando necesario que se vehicule dentro de un contexto social, con unos referentes simbólicos y en un marco cultural (Torralba 2010).

Como afirma Deacon (1997), la especie humana es una especie simbólica. Gracias a esta condición, y al especial desarrollo de las áreas prefrontales, tenemos la capacidad de crear símbolos que se utilizan en el lenguaje y en las diversas manifestaciones culturales (creencias, valores, moral…). Las manifestaciones culturales surgen unidas a la capacidad simbólica y en concomitancia con la comunicación lingüística. El lenguaje, aun siendo de marcada naturaleza social, dadas las propiedades de arbitrariedad y convencionalidad que contiene el signo lingüístico, ha logrado cambiar la estructura del cerebro, de modo que ambos han co-evolucionado. Así, un sistema complejo como el lenguaje ha hecho del cerebro un órgano también altamente complejo.

En suma, el lenguaje es una entidad del mundo tres de Popper (1979), que se acaba ubicando en el cerebro, porque sostiene el edificio entero de la especie humana y le otorga ventajas adaptativas. No hay estructuras únicas ligadas al lenguaje; sin embargo, probablemente, cambios cuantitativos han alterado de múltiples maneras los patrones de conectividad, y esto ha permitido exhibir estas inusuales capacidades al ser humano (Deacon, 1997).

El gran psicólogo cognitivo Angel Riviére (2003) también nos revela una genuina propuesta sobre los tipos de funciones mentales. Propone 4 tipos de funciones que integran perfectamente la interacción entre la herencia y el ambiente, en una combinación magistral entre la perspectiva constructivista y la innatista.

Las funciones de tipo I: inscritas en el genoma humano, como por ejemplo, el desarrollo perceptivo de las constancias de brillo, tamaño y color. Este tipo de funciones resultan básicas para la adaptación del individuo a su entorno y para su supervivencia.

Funciones de tipo II: están determinadas fundamentalmente por el calendario madurativo y precisan una mínima interacción con el entorno para desarrollarse de forma óptima. Un ejemplo lo encontramos en la noción de objeto permanente.

Funciones de tipo III: son funciones definidas por el genoma, como en los casos anteriores, pero que se desarrollan en contextos interactivos muy particulares, como son los de crianza, en contacto con modelos adultos competentes en dichas funciones. Entre ellas nos encontramos con el lenguaje, los juegos de ficción o las teorías de la mente. Aunque los agentes del contexto no se planteen de manera formal una instrucción (p.ej. enseñar a hablar), lo consiguen de manera eficaz.

Funciones de tipo IV: funciones muy dependientes de la intencionalidad formal y de artefactos culturales muy especializados. Ejemplos de ello son la lectoescritura, el cálculo aritmético o el análisis gramatical. Su origen está más vinculado a los procesos socio-históricos que a los filogenéticos. Son funciones muy flexibles, inestables y dependientes de cada cultura, que se encarga de desarrollarlas a través de la educación o la instrucción.

Las funciones de tipo I y II se caracterizan por ser compartidas con especies animales, tener una gran antigüedad filogenética y carecer de carácter simbólico. Se adquieren de forma completa en los niños entre los 0-18 meses y se encuentran localizadas en el cerebro en áreas muy especializadas. Sin embargo, las funciones tipo III son específicamente humanas, es decir, son humanizadoras.

Se desarrollan en entornos de crianza, son filogenéticamente más recientes, en relación con a su carácter simbólico. Por este motivo, se desarrollan ontogenéticamente entre los 18 meses y los 5 años.

Las funciones I, II y III dependen de periodos críticos en el desarrollo, es decir, si no se consolidan adecuadamente en un periodo determinado, no pueden adquirirse correctamente (como en el caso de los niños ferales). Las funciones tipo IV, como las tipo III, son específicamente humanas pero no solo humanizan sino que inculturan. Son históricas, no filogenéticas, ya que implican la incorporación de artefactos culturales y poseen un obligado carácter simbólico. En el niño se desarrollan en el periodo educativo, entre los 5 años y 15 años, con variaciones entre culturas. Estas funciones se encuentran menos localizadas, ya que implican el funcionamiento de múltiples áreas cerebrales.

Angel Riviére falleció en el año 2000 y nunca mencionó la inteligencia espiritual. Por lo tanto, no sabemos en qué tipo de función la habría inscrito. En esta comunicación queremos dejar abierta la reflexión al lector sobre el tipo en el que encajaría esta dimensión. Nuestra intuición es que la capacidad espiritual es una función tipo III, que se adquiere en contacto con los modelos de espiritualidad de los adultos que crían al niño en su primera infancia, sin una instrucción formal. Cada sociedad y cada cultura ofrecen unos contextos, modelos, códigos y símbolos espirituales, de tipo IV, donde inscribir y desarrollar la inteligencia espiritual adulta en comunidad.

Para finalizar, la reflexión sobre las implicaciones educativas sería la siguiente. Si consideramos a la espiritualidad como una función tipo III, solo las personas que se crían en un entorno simbólico de carácter espiritual, es decir, con adultos espiritualmente competentes, podrían desarrollar pre- coz y sólidamente esta capacidad, y estarían preparados para asimilar una religiosidad con contenido espiritual. Personas con una primera infancia en ausencia de espiritualidad, estarían incapacitados para adquirir esta capacidad de forma plena. Por el contrario, si la consideramos una función de tipo IV, las personas solo al entrar en la edad de la formación educativa, son permeables al desarrollo de esta facultad, bajo el contexto simbólico que les brinda su entorno social y cultural. Así pues, una sociedad que no potencie los valores profundos que componen la esfera espiritual, generará una sociedad espiritualmente analfabeta.

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