Notas
Casos Garzón: Necesario distinguir
The Garzón Cases: The Need to Distinguish
Casos Garzón: Necesario distinguir
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 37, pp. 169-200, 2012
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Recepción: 02/05/2012
Aprobación: 04/05/2012
Resumen: La información masiva sobre los casos Garzón se ha caracterizado por la confusión, no siempre desinteresada, de los tres supuestos objeto de las querellas. Esto, a juicio del autor, obliga a individualizarlos cuidadosamente y a hacer lo mismo con las vicisitudes de cada una de las causas.
Palabras clave: Audiencia Nacional, Juzgados Centrales de Instrucción, jurisdicción-poder difuso, crímenes del franquismo, proceso acusatorio, derecho de defensa-inviolabilidad, uso de la condición de juez para fines privados.
Abstract: Information in the mass media on the Garzón cases has been singularized by a not always disinterested confusion as to the subject matter of the three lawsuits. In the author’s opinion, this makes it particularly important to carefully individualize them and underline the specifics of each one of the court proceedings.
Keywords: National Court of Spain, Central Courts of Investigation of Spain, jurisdictiondiffuse power, crimes committed by the Franco dictatorship, adversarial system, right to counsel-inviolability, use of professional position for private purposes.
I. Algunas indicaciones previas
La Audiencia Nacional (AN) es un tribunal con sede en Madrid y “jurisdicción en toda España” (art. 62, Ley Orgánica del Poder Judicial [LOPJ]). Tiene tres salas que, en cada caso, reciben el nombre de la propia materia de su competencia: de lo Penal, de lo Contencioso-Administrativo, y de lo Social.
La AN nació, por Real Decreto Ley del 4 de enero de 1977, el mismo día de la supresión del franquista Tribunal de Orden Público, el instrumento judicial de la dictadura para la represión de cualesquiera actos de oposición al régimen, desde los de carácter violento hasta los simplemente de opinión. Fue un tribunal especial, directa y abiertamente político, cuyos integrantes, magistrados de profesión, eran designados en régimen de completa discrecionalidad y por razón de su adscripción ideológica al franquismo.
La AN fue creada, esencialmente, con el fin de mantener fuera del País Vasco el enjuiciamiento de los delitos de terrorismo; y se la dotó también de competencias extrapenales tratando de normalizarla como instancia, en el plano de la imagen. Hoy goza de la consideración de órgano de la jurisdicción ordinaria, cuyos puestos se cubren por concurso, con criterio semejantes a los del resto de los tribunales. No obstante en ella, en la vertiente penal (incluidos sus juzgados de instrucción), siguen concurriendo rasgos de patente atipicidad que, cierto que con menor intensidad, mantienen viva la polémica.1 En especial porque su principal (y durante bastante tiempo casi exclusiva) dedicación, el enjuiciamiento de delitos propios del terrorismo de eta, ha sido fuente de una jurisprudencia, procesal sobre todo, de marcada excepcionalidad; con frecuente traducción en prácticas judiciales infraconstitucionales, infralegales incluso, de acusado signo emergentista. Y con una clara tendencia a privilegiar las informaciones auto y heteroinculpatorias obtenidas durante la detención policial,2 según estándares de apreciación notoriamente deficitarios en cuestión de garantías, que han acabado por teñir de forma significativa toda su actividad jurisdiccional, en particular también la relacionada con los delitos de narcotráfico. Claro que —no debe ocultarse— muchas veces, debido a la gravedad de los hechos y a la presión de una fuerte demanda social de contundencia en la respuesta, tales líneas jurisprudenciales han encontrado lamentablemente una acogida demasiado favorable en el Tribunal Supremo y también en el Tribunal Constitucional.
A la Sala de lo Penal de la AN corresponde conocer, entre otros y aparte de los actos de terrorismo, de la gran delincuencia económica, del tráfico de drogas a cargo de grupos organizados y de los delitos producidos fuera del territorio nacional cuando, conforme a las leyes y los tratados, su enjuiciamiento competa a los tribunales españoles. Las funciones de investigación están atribuidas a seis Juzgados Centrales de Instrucción, asimismo con sede en Madrid y competencia en toda España.
Baltasar Garzón Real ha sido desde 1988 titular del Juzgado Central de Instrucción número 5. Como tal, le ha correspondido gestionar causas de gran trascendencia pública, en materia de terrorismo de eta y también, en algún momento, del llamado terrorismo de Estado. Y en ese contexto protagonizó la actuación que llevó en su día a la detención de Pinochet: histórica decisión que, no hay duda, marca un antes y un después en la persecución de los crímenes contra la humanidad.3 De Garzón puede decirse, además, que inauguró un estilo en lo relativo a las relaciones con los medios de comunicación y a su presencia en ellos. El resultado es una notoriedad sin precedentes en un juez, en el país y fuera de él. Debida, ciertamente, al fundado interés de algunas de las causas tramitadas, pero también al modo muy personal y cuidado de cultivar y administrar la proyección publicitaria, e incluso en algún momento política, de su papel, que ha distinguido a este magistrado singular.4 Todo favorecido, en su origen, por el peculiar régimen de competencias del Juzgado Central de Instrucción, que propicia la anómala concentración de poder judicial en el titular. De un poder en el que, precisamente, esa forma acumulada de producirse induce un inevitable, peligroso, salto —aquí pérdida— de cualidad, capaz de hacer del juez, como ha sucedido en este caso, un pequeño (o no tan pequeño) Leviatán.5 En efecto, pues en la materia —se sabe bien— el exceso, ya sólo por razones objetivas, comporta un riesgo de deterioro de la propia naturaleza jurisdiccional de la actividad —que, no por casualidad, en el Estado constitucional, tiene en la atomización, en su carácter difuso, en la discreción de su ejercicio, uno de los rasgos caracterizadores y una garantía frente al abuso a que inevitablemente está expuesta. Y no es la única peculiaridad cuestionable que incorporan, como figura orgánica, los Juzgados Centrales de Instrucción, pues al aludido sobredimensionamiento de las atribuciones de sus titulares por ellos provocado, se une la postulación implícita de un cuestionable modelo de juez: el del superinstructor televisivo o cinematográfico en lucha6 contra la delincuencia. Anómalo estereotipo regularmente presente en las actitudes e incluso en los discursos de algunos jueces centrales, en los de Garzón en particular; cuando, como debiera saberse, el juez, en el ejercicio de la jurisdicción, no puede perseguir ningún interés (ni siquiera político-criminal) predeterminado que no sea el de la imparcial comprobación de lo sucedido en el (en cada) caso concreto.
II. Peculiaridades del marco procesal
La Ley de Enjuiciamiento Criminal, que, con múltiples reformas, data de 1882, consagra el carácter público de la acción penal (art. 101). Luego, en el artículo 105, la atribuye, con carácter obligatorio, a los funcionarios del Ministerio Fiscal7. Pero el propio artículo 101, tratándose de delitos públicos, reconoce a “todos los ciudadanos españoles” ese derecho; y el artículo 270 precisa que deben ejercitarlo mediante querella; es decir, no sólo con el simple traslado al juez de la notitia criminis, sino asumiendo activamente la posición de parte activa en la causa.
La Constitución de 1978, en su artículo 125, acogió el instituto de la acción popular como medio de participar en la administración de justicia. Esta institución ha tenido singular protagonismo en las últimas décadas, sobre todo en la persecución de delitos imputados a sujetos públicos, en casos en los que el Ministerio Fiscal (jerarquizado y dependiente del gobierno en última instancia) se ha caracterizado por una ostensible, crónica pasividad. Ahora bien, es cierto asimismo que la acción popular, que ha cumplido esa relevante función de benéfica suplencia de la inactividad del actor oficial, ha sido también frecuente objeto de una utilización oportunista. Y, en concreto, aun promovida en la persecución de delitos públicos, se ha constituido a veces en el recurso instrumental de grupos de oscura filiación y de sujetos particulares, y de los propios partidos, en el contexto de estrategias no siempre claras, o quizá sí.
Ello ha contribuido a crear un clima, podría decirse transversal, de opinión política (tampoco desinteresada), de franca hostilidad hacia el instituto; y a que se hayan prodigado tomas de posición favorables a la drástica reducción de su ámbito, también en los medios de la cátedra y del foro. Con todo, lo cierto es que de no haber sido por la acción popular, aun cuando movida por manos no santas, delitos gravísimos, producidos en medios públicos, en años recientes, se habrían visto favorecidos por la impunidad.
La Sala Segunda del Tribunal Supremo, de lo Penal, formada por quince magistrados, tiene competencia para la instrucción y el enjuiciamiento —en única instancia—8 de las causas por delito seguidas contra determinados cargos públicos que gozan de ese fuero privilegiado (según el art. 57, LOPJ). Entre ellos se encuentran los magistrados de la Audiencia Nacional. Estas causas contra aforados deberán promoverse mediante querella, del Ministerio Fiscal o de particulares. El régimen interno de asignación de las competencias a concretos magistrados dentro de la Sala Segunda, para proceder en estos y otros casos, se rige por las normas aprobadas con carácter general por la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo.
El modo legal, tradicional, de proceder es el siguiente. La decisión de admitir o no la querella compete a un sala, constituida por turno (en la actualidad por cinco magistrados). Cuando ésta admite a trámite la querella, la instrucción corresponde a otro magistrado, designado también por turno de entre los restantes de la propia Sala Segunda. En fin, el juicio (como he dicho, en única instancia) y la decisión sobre el fondo estaban atribuidos a la propia sala de admisión, que también habría conocido de los incidentes eventualmente promovidos contra la resoluciones del instructor. Pero aquí hablo en pasado, debido a que en este punto, y con ocasión del enjuiciamiento de la primera causa de las seguidas contra Garzón (la conocida como de loscrímenes del franquismo), se ha producido un bien fundado cambio de criterio en la formación de la sala de enjuiciamiento, al que me referiré.
III. Algunas incidencias relevantes del trámite en las causas seguidas contra Garzón
La causa conocida como de los crímenes del franquismo se inició por la acumulación de tres iniciativas, respectivamente, del llamado Sindicato de Funcionarios Manos Limpias,9 de Falange Española10 y de la Asociación Civil Libertad e Identidad,11 cada una de las cuales, ejercitando la acción popular, formuló querella contra Garzón como autor de un delito de prevaricación por el modo como, en 2008, decidió hacerse cargo de la denuncia de los crímenes del franquismo y asumir su persecución, y por las resoluciones dictadas al efecto.
Una sala, compuesta12 del modo que he anticipado, resolvió admitir a trámite las querellas, al entender que existía materia de delito en el proceder del magistrado; y a continuación, según lo legalmente previsto, entró en funciones el instructor13 de turno en ese momento. Éste llevó a cabo la investigación y, haciéndose eco de las acusaciones, dispuso la apertura del juicio.
La sala —que, luego de haber admitido las querellas, conoció de distintos recursos de la defensa contra resoluciones del instructor, confirmándolas—, operando según el criterio tradicional antes expuesto, manifestó su disposición a asumir también el enjuiciamiento.14 Tal modo de proceder —legal, pero ya poco defendible, en vista de la mejor jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y del Tribunal Constitucional español en materia de “imparcialidad objetiva”— fue respondido por la defensa con la recusación de todos los integrantes de aquélla. Del incidente —por falta de “imparcialidad objetiva”— conoció la sala prevista en el artículo 61 de la LOPJ,15 que, como cabía esperar, estimó la recusación. De este modo, el tribunal encargado de juzgar debería ser otro, ninguno de cuyos componentes hubiera intervenido con anterioridad en la misma causa. Es el que, compuesto ahora por siete magistrados, juzgó finalmente a Garzón por este caso, absolviéndole.16
La causa conocida como de las escuchas del caso Gürtel, se inició en virtud de la querella (por un posible delito continuado de prevaricación judicial y otro de uso de artificios de escucha y grabación con violación de las garantías constitucionales cometido por funcionario), presentada el 9 de diciembre de 2009 por un abogado; a esta primera iniciativa se sumaron posteriormente otras dos del mismo género. En todos los supuestos se trató de reacciones contra la interceptación por Garzón de las comunicaciones presenciales de imputados del conocido como caso Gürtel, durante las entrevistas mantenidas con los profesionales del derecho encargados de su defensa, cuando se hallaban en prisión preventiva.
La sala correspondiente resolvió admitir a trámite la querella; y fue designado el instructor, que oyó en declaración al magistrado, decidió imputarle y, luego de algunas diligencias de investigación, a instancia de las acusaciones populares, abrió el juicio oral. La misma sala de admisión, que había resuelto algunos recursos de la defensa contra decisiones del instructor, según el criterio tradicional aludido (y discrepando por tanto del expresado por la Sala del artículo 61 LOPJ a que antes hice referencia), manifestó su propósito de juzgar al acusado.17 También ahora la defensa promovió un incidente de recusación, resuelto del mismo modo que en el supuesto anterior, lo que llevó a la formación de un tribunal distinto para el enjuiciamiento, formado por siete magistrados que no habían tenido intervención en momentos anteriores de la misma causa.18
El 12 de junio de 2009, los abogados Antonio Panea Yeste y José Luis Mazón Costa (ajenos a los otros casos), igualmente en el ejercicio de la acción popular, formularon querella contra Baltasar Garzón por los posibles delitos de prevaricación, estafa y cohecho. Todo porque el magistrado, cuando disfrutaba de una licencia por estudios en Nueva York, realizó personalmente gestiones ante los dos más importantes banqueros españoles y los responsables de tres de las más relevantes empresas del país, para obtener fondos con que financiar actividades académicas que él iba a dirigir en un centro académico de aquella ciudad.
Admitida la querella, el magistrado instructor desarrolló la correspondiente investigación, consistente, sobre todo, en recabar datos del propio imputado, de los patrocinadores y de la universidad neoyorquina, y en la realización de alguna pericia contable.
Concluida la indagación, descartando los delitos de prevaricación y de estafa, dispuso la continuación del procedimiento para abrir el juicio por posible cohecho.19 En ese momento el fiscal objetó que, por el tiempo transcurrido desde el momento de los hechos hasta el inicio de la persecución, ese delito habría prescrito. El instructor se manifestó conforme, cerrando el caso. Lo hizo con una resolución en la que dejaba sintética pero expresiva constancia de los indicios delictivos apreciados, de que a su entender satisfacían las exigencias del tipo penal, y del porqué legal de la prescripción.
IV. Los hechos de las distintas causas
Reiteraré que las causas promovidas contra Garzón han sido tres: la conocida como de los crímenes del franquismo, la de las escuchas del caso Gürtel, y la de los fondos de los cursos de la Universidad de Nueva York. En lo que sigue expondré de forma sucinta los hechos, tal y como resultan fijados en las resoluciones judiciales que han puesto fin a cada uno de los procesos.
a) Causa de los crímenes del franquismo
La sentencia, conforme he anticipado, fue absolutoria. En ella se reprochó a Garzón haber actuado en la persecución de los crímenes del franquismo contradiciendo el derecho aplicable: al acudir a la legalidad internacional en materia de derechos humanos, por un cauce no previsto en el ordenamiento constitucional español y desconociendo la vigencia de la Ley de Amnistía 46/1997, de 15 de octubre; y por haberlo hecho, en cualquier caso, con manifiesta falta de competencia objetiva. Ahora bien —según el tribunal—, se trató de una intervención en respuesta a legítimas demandas de víctimas de acciones criminales del franquismo, que hoy serían calificables de delitos contra la humanidad; dándose la circunstancia de que aquéllas se encuentran en una situación de objetiva desigualdad en relación con otras víctimas de hechos similares producidos en el tiempo de la guerra civil, en el territorio de los vencidos, que sí fueron perseguidos por los vencedores. Por todo, fue la conclusión, en la conducta del juez habría faltado el elemento de injusticia que, más allá de la mera ilegalidad, requiere el tipo penal.
El artículo 9.3 de la Constitución española —razonaba también el tribunal— “garantiza [...] la irretroactividad de las normas sancionadoras no favorables”.20 Ello hace que las acciones criminales de referencia (delitos de asesinato, ampliamente prescritos) no pudieran ser perseguidas en el momento de la querella como crímenes contra la humanidad, al ser este un tipo penal introducido en el Código español en 2003.21 Por otra parte, la Ley de Amnistía, promulgada al inicio de la transición por consenso de todas las fuerzas políticas, y cuya modificación fue expresamente rechazada el pasado 19 de julio de 2011 por el Congreso de los Diputados, mantiene su vigencia.22 Además, la competencia nunca habría correspondido a los Juzgados Centrales de la Audiencia Nacional, que para la investigación de esa clase de delitos solo la tienen atribuida cuando los mismos se hubieran cometido fuera de España (art. 23, LOPJ). Por eso, y para sortear tal obstáculo —consciente por tanto de la propia falta de competencia objetiva—, Garzón23 desarrolló una doble estrategia procesal. Por un lado, condujo formalmente su actuación como persecución de un delito contra los altos organismos de la nación en la época del golpe militar.24 Para ello simuló ignorar el hecho notorio de que todos los posibles responsables habían fallecido; y, con el fin de mantener abierta la causa, ordenó a la policía investigar la (im)posible existencia de algún superviviente. Luego, por conexidad, y mientras tanto, se atribuyó también la competencia para perseguir los crímenes del franquismo, acudiendo a la ficción de calificarlos como desapariciones forzadas, es decir, delitos de carácter permanente, que estarían ejecutándose cuando los restos de las víctimas no hubieran aparecido todavía.25 Prescindiendo también del hecho, asimismo notorio, de tratarse de asesinatos ciertos, cometidos hace bastante más de setenta años; crímenes, pues, en absoluto asimilables a las “desapariciones” perpetradas en el marco de las dictaduras del Cono Sur de América Latina. De este modo, el magistrado pudo llevar a cabo algunas diligencias, de alcance poco más que simbólico, bajo la cobertura de un proceso penal objetivamente destinado a no producir ningún resultado que no fuera el meramente publicitario, logrado, eso sí, con manifiesta eficacia.
Con posterioridad a la sentencia absolutoria en la causa de los crímenes del franquismo, con fecha 28 de marzo de 2012, la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha dictado una resolución que versa sobre la competencia y el modo de operar en los casos de aquella naturaleza, en particular, en la recuperación de restos de posibles víctimas de aquellas acciones. El punto de partida es que, al no ser ya perseguibles penalmente, cuando hubiera claridad sobre la fecha de las muertes, no será pertinente la apertura de una causa penal y, en consecuencia, tampoco la intervención del juez de instrucción; que sí estará justificada, en cambio, en los supuestos de duda acerca de ese dato. Ello supone que, a tenor de este criterio, los procesos penales abiertos por hechos de la guerra civil tendrán que archivarse.
En la misma resolución se subraya el obvio derecho de los familiares a la recuperación de los cadáveres de las víctimas y a la formalización de las correspondientes situaciones, bien por vía administrativa, para lo que existen previsiones específicas (Ley 52/2007), y también por vía civil.
b) Causa de las escuchas del caso Gürtel
La investigación del conocido como caso Gürtel había correspondido a Baltasar Garzón, como titular del Juzgado Central de Instrucción número 5. La causa tenía por objeto hechos que podrían constituir delitos de blanqueo de capitales, defraudación fiscal, falsedades, cohecho, asociación ilícita y tráfico de influencias; plausiblemente cometidos, en una pluralidad de escenarios territoriales, por sujetos integrados en una amplia trama, con implicación de distintos exponentes del Partido Popular y el resultado de una importantísima apropiación de fondos públicos.
La policía trasladó al instructor su sospecha de que algunos de esos imputados, situados en el vértice de la trama, no obstante hallarse en situación de prisión preventiva, podrían estar realizando acciones dirigidas a reciclar u ocultar las ganancias obtenidas en sus ilícitas actividades ya objeto de persecución penal.
En vista de ello, el juez dictó una resolución, de 19 de febrero de 2009, que afectaba a tres de los implicados. En ella decía, literalmente, que dada “la complejidad de la investigación [...] con objeto de determinar con exactitud todos los extremos [de las actividades de aquellos] y especialmente para determinar el grado de imputación que pudieran tener otras personas dentro del grupo organizado investigado” era “necesario ordenar la intervención de [sus] comunicaciones orales y escritas”. Continuaba:
Igualmente y dado que en el procedimiento empleado para la práctica de sus actividades pueden haber intervenido letrados y que los mismos aprovechando su condición pudiesen actuar como “enlace” de los tres mencionados con personas del exterior, deviene necesaria también la intervención [de las comunicaciones] que aquéllos puedan mantener con los mismos, dado que el canal entre otros miembros de la organización y los tres miembros ahora en prisión podrían ser los letrados que estarían aprovechando su condición en claro interés de la propia organización y con subordinación a ella.
En fin, disponía la interceptación de las comunicaciones personales de los imputados en prisión con los abogados que ya les prestaban asistencia. Inicialmente, alguno de éstos se hallaba también imputado; pero la medida se extendía, indiscriminadamente, con o sin sospecha, a cuantos profesionales pudieran intervenir en el futuro con ese carácter. El magistrado advertía, curiosamente, que todo debería hacerse “previniendo el derecho de defensa”(!).
Como fundamento legal de la decisión, Garzón citaba el artículo 51 de la Ley Orgánica General Penitenciaria. Éste dispone que las comunicaciones de los presos con su abogado “no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo”. Prescripción que el Tribunal Constitucional (desde su sentencia 183/1994) ha interpretado regularmente en el sentido de que ambas exigencias son acumulativas y no alternativas. Pero es que, además, las injerencias que contempla sólo están previstas para mantener el régimen interno de los establecimientos penitenciarios. Lo que resulta del propio precepto legal, ajeno al código procesal penal,26 y también del que lo reglamenta27 que, incluso, obliga a informar ex ante a los posibles afectados de que sus comunicaciones podrían ser intervenidas. Un requisito claramente sugestivo de que la previsión de esta clase de medidas no tiene nada que ver con la investigación criminal.
La policía, el 13 de marzo de 2009, presentó al juez un informe con el resultado de las escuchas, solicitando su prórroga. El fiscal —advirtiendo que “una parte importante de las transcripciones se refer[ían] en exclusiva a estrategias de defensa”— se manifestó favorable al mantenimiento de aquéllas, pero “con expresa exclusión de las comunicaciones mantenidas con los letrados que representen a cada uno de los imputados y, en todo caso, con rigurosa salvaguarda del derecho de defensa”. Garzón, sin atender esa petición, dictó de inmediato una nueva resolución prorrogando las escuchas en los mismos términos en que se estaban produciendo.
De este modo, resultaron interceptadas las conversaciones de los imputados en prisión con algunos abogados, al parecer, suspectos, y con otros cuatro abogados fuera de toda sospecha, designados por aquéllos para su defensa y formalmente admitidos como tales en la causa. Ésta es la razón por la que tres de ellos ejercitaron la acción penal contra el juez.
Cerrada la fase de investigación, los afectados (no el ministerio fiscal)28 formalizaron las correspondientes acusaciones por delito continuado de prevaricación judicial y delito cometido por funcionario público, de uso de artificios de escucha y grabación con violación de las garantías constitucionales. Finalmente, se celebró el juicio oral y hubo sentencia, de fecha 9 de febrero de 2012.
Ésta es condenatoria: a) porque el juez conocía que su decisión afectaba de manera esencial al derecho fundamental de defensa de los imputados; y fue consciente de que su decisión no podía fundarse en ninguna interpretación razonable de la norma constitucional y de la ley procesa penal; b) porque, además, actuó de ese modo gravísimamente antijurídico sin que existieran datos de ninguna clase de que los letrados estuvieran aprovechando el derecho de defensa para cometer nuevos delitos.29
El tribunal recordaba que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha admitido, de manera excepcional, la grabación de comunicaciones de un imputado con su letrado, pero exigiendo: previsión legal suficiente y clara (que aquí no concurre); indicios de delito contra el abogado afectado (aquí nunca precisados en unos casos y por completo inexistentes en los restantes); y adopción de garantías para evitar abusos de la medida (algo imposible en estos casos por la propia calidad invasiva de las injerencias).
c) Causa de los fondos de los cursos de la Universidad de Nueva York
El Consejo General del Poder Judicial había concedido a Garzón “licencia por razón de estudios relacionados con la función judicial, a disfrutar del día 1 de marzo al 1 de diciembre de 2005, al objeto de desarrollar actividades de docencia e investigación en la New York University School of Law, así como en el The Center on Law and Security, y en el Centro Rey Juan Carlos I de España, sobre temas relacionados con el terrorismo internacional y nacional”. La licencia fue luego prorrogada hasta el 30 de junio de 2006. Y durante todo ese tiempo Garzón mantuvo en su integridad las retribuciones propias del cargo judicial.
Nombrado titular de la cátedra Rey Juan Carlos I de España en la Universidad de Nueva York; y pactó con sus autoridades académicas un régimen retributivo consistente en el pago de gastos de viaje (por un importe total de 22 152 dólares) y de los ocasionados por la escolarización de su hija en la Escuela Internacional de Naciones Unidas (por importe de 21 650 dólares); cantidades efectivamente satisfechas.
También fue designado profesor distinguido por el Centro de Derecho y Seguridad de la misma Universidad de Nueva York, que en total le hizo trece pagos por importe de algo menos de 6 000 dólares cada uno. Garzón ocultó estas percepciones al Consejo General del Poder Judicial; y también las propias del cargo judicial a la Universidad de Nueva York, a pesar de haber pactado con ella un rígido compromiso de incompatibilidad en materia salarial, que excluía la posibilidad de cualquier otra percepción que no fuera la del propio centro.
Pero no es tal el núcleo de la imputación. Éste se cifra en el hecho de que Garzón, que había concebido la idea de organizar, en el aludido marco académico, eventos, de los que él sería director, con personalidades relevantes del mundo político, empresarial y jurídico, quiso lograr fondos para su financiamiento, y también para el abono de los salarios de una persona de su confianza, que le auxiliase en la gestión de tales actividades. Con ese fin entró personalmente en contacto con los directivos de los dos principales bancos del país —Banco Santander Central Hispano (BSCH),30 Banco Bilbao Vizcaya Argentaria (BBVA)—31 y de las empresas Telefónica, Compañía Española de Petróleos S.A. (CEPSA), y Empresa Nacional de Electricidad S.A. (ENDESA); llegando a solicitar un total de 2 595 375 dólares, de los que obtuvo 1 237 000 dólares. A juicio de los querellantes y del instructor, para conseguir estos fondos habría contado de manera relevante la condición profesional de Garzón.32 Y esto es lo que le haría imputable como posible autor de un delito continuado de cohecho impropio. A juicio del instructor, no se daban en cambio las condiciones para atribuir a Garzón delitos de prevaricación y tampoco de cohecho propio.33 Finalmente, ya se ha dicho, concluyó descartando la existencia de estos delitos y resolviendo que el de cohecho impropio habría prescrito, en vista del tiempo transcurrido entre el momento de los hechos y el inicio de su persecución, que es lo que dio lugar al archivo de la causa (mediante resolución de 13 de febrero de 2012).
V. Los casos en la opinión pública
Hay un dato incuestionable, y ciertamente dramático, de la realidad española de un largo periodo, del que hay que partir. Es que los crímenes del franquismo no han tenido respuesta penal y, además, los cadáveres de muchas de las víctimas de la represión, sobre todo de las producidas durante el tiempo de la contienda civil, permanecen en las fosas a las que fueron arrojados por sus verdugos. Con frecuencia, en emplazamientos más o menos conocidos, sobre los que, en una infinidad de supuestos, no ha podido intervenirse, ni siquiera con el fin de llegar a la identificación de los restos y para darles una sepultura digna.34 En la época de las acciones criminales, obviamente, por el miedo más que justificado de las familias afectadas, comprensiblemente transmitido a la generación posterior, crecida también en ese clima, que, por ello, tuvo que mantenerse inactiva al respecto. Así, debió llegar una nueva generación, la de los nietos, que, en contexto democrático, ha reaccionado con un celo ejemplar y una fuerza extraordinaria en la justísima reivindicación de la memoria de sus muertos. Al principio bajo la forma de iniciativas dispersas y poco más que personales; más tarde con cierto grado de articulación a escala nacional, y siempre con poco más que los propios recursos, a los que se han unido algunas ayudas oficiales, siempre insuficientes. Todo, fundamentalmente con el fin de documentar las masacres y dignificar la situación de las víctimas, que, en un primer momento, lo fueron de fusilamientos producidos en el marco de acciones de depuración del adversario político; y, tras la victoria de los sublevados, en la aplicación de penas de muerte masivamente impuestas en procesos sumarísimos a cargo de la justicia militar del franquismo.
Pues bien, en el contexto del aludido movimiento de familiares de víctimas, dotado ya, como he dicho, de cierta articulación, en 2006, se produjeron distintas denuncias de acciones del género de las aludidas, en las que los denunciantes comunicaban al juzgado haberlas sufrido en sus familiares, haciendo saber que desconocían las circunstancias del fallecimiento y el lugar de enterramiento, a la vez que invocaban su derecho a saber y solicitaban la tutela judicial para el descubrimiento de la verdad y la práctica de las actuaciones necesarias para la localización e identificación de aquellos.
Las denuncias, al fin convergentes en el Juzgado Central de Instrucción número 5, recibieron del magistrado titular el tratamiento procesal que se ha dicho, que, en sí mismo, como también resulta de lo expuesto, estaba destinado a no llevar, dentro de la jurisdicción penal, a ninguna parte. Pero, aunque sólo sea en el plano simbólico, y sin prejuzgar, pues no hace al caso, la posible ultraintención del magistrado, lo cierto es que esas actuaciones representaron la primera reacción oficial a unas demandas sobre cuya justicia no es preciso insistir. Por eso la extraordinaria valoración, en realidad sobrevaloración de las mismas, con abstracción de lo más que cuestionable de su fundamento legal y del hecho de estar condenadas a la inefectividad.
Así las cosas, la apertura de la causa contra Garzón que dio lugar a este caso, en virtud de una decisión jurídicamente cuestionable, según resulta de la propia sentencia, tuvo en la opinión pública el eco más obvio: Garzón perseguido por investigar los crímenes del franquismo. Si además, la iniciativa de la persecución partía de exponentes de la extrema derecha española, la conclusión de que el eco hallado en el Tribunal Supremo español respondía a idéntica coloración ideológica de sus magistrados, se movía en el mismo plano de la obviedad. Pero es que si, más todavía, con patente coincidencia temporal, sobre ese mismo tribunal llovían nuevas querellas contra Garzón, la hipótesis conspiratoria (ampliamente difundida en sus informaciones por un medio tan relevante como El País) como algo plausible, estaba servida para el hombre de la calle. Más, tratándose de un magistrado con alguna acción tan emblemática en su curriculum como la detención de Pinochet y la persecución de los crímenes de otras dictaduras militares.
Lo cierto es que esa hipótesis prendió con tan explicable facilidad como incontenible tendencia a la simplificación, en amplísimos sectores de la ciudadanía nacional e internacional, especialmente de izquierda. Es algo que, lo creo sinceramente, no merece el menor reproche: por la extraordinaria plasticidad de la versión tan eficazmente difundida; abonada, además, por la constancia de la secular experiencia de la impunidad de crímenes como los del franquismo. Y favorecida, en fin, por la dificultad de difundir en tales ambientes una información cabal del perfil real de las actuaciones de Garzón en el caso de los crímenes del franquismo; y una noticia cumplida de la naturaleza de los otros hechos atribuidos al mismo y objeto de persecución.
Tal estado de opinión masiva ha contado, se ha nutrido más bien, con las aportaciones de alguna intelligentsia jurídica de izquierda, producidas en una clave casi exclusivamente política. Digo esto porque, si bien es cierto que —según puede leerse en la propia sentencia absolutoria de la causa de los crímenes del franquismo— la persecución de los mismos35 sería, al menos en hipótesis teórica,36 defendible con apoyo en cierta lectura de la normativa internacional en materia de derechos humanos y de derecho humanitario; lo que no tiene el menor sustento en ésta es la inferencia de que las otras dos causas carecían de cualquier fundamento que no fuera acabar con el magistrado a cualquier precio, dentro de una y la misma estrategia. Así lo ha entendido la mayor parte de la comunidad jurídica, la académica en particular, y lo acredita el dato de la patente ausencia de trabajos de un mínimo calado teórico en favor de legitimidad de las actuaciones de Garzón en el caso de las escuchas37 y en el de los fondos para los cursos de Nueva York, que no han contado con otro apoyo que el brindado por algún escrito periodístico de muy escaso fuste.
No entraré a discutir la hipótesis de la conspiración universal, que, como toda hipótesis de este género, es en sí misma un insulto a la inteligencia. Tampoco la del “corporativismo transversal” con fundamento en el brote epidémico de una celotipia profesional, que, contagiándolos, habría llevado a los magistrados de la Sala Segunda en bloque a hacer causa común con el franquismo redivivo, en el marco de aquella conjura, por la misma razón de falta de rigor y por su inconsistencia. Me basta señalar que la defensa de ambas tesis ha tenido que recurrir a la omisión deliberada de cualquier análisis de los datos de hecho que forman los antecedentes de la causa de las escuchas del caso Gürtel38 y de la causa de los fondos de los cursos de la Universidad de Nueva York. Olvidando, como lúcidamente señala Ridao, que “cada causa es cada causa, y lo que cada causa reclama son argumentos y no la creación de un clima de opinión válido para todas”, en lo que el mismo autor ha calificado expresivamente como una operación de “escamoteo”.39 Paso necesario para formar con la existencia de las tres el totum revolutum que se ha manifestado como la más eficaz cortina de humo, que, a partir de la causa de los crímenes del franquismo, se ha difundido sobre las otras, cubriéndolas con un “velo de ignorancia” que no tiene nada que ver con el benéfico hipotizado por Rawls como fundamento del contrato social originario.
Lamentable y paradójicamente, el mejor ejemplo de este modo de operar lo ha brindado un penalista de prestigio, Zaffaroni, al sustituir lo que tendría que haber sido el análisis matizado y bien informado de cada uno de los supuestos en presencia, por una suerte de exabrupto caótico, difundido (para que todo cuadre) en el que ahora es el espacio natural de tantos desahogos apresurados presididos por la falta de rigor: facebook. Allí (el 11 de febrero de 2012) ha podido leerse:
El problema y el pésimo ejemplo que dio el Supremo español es institucional y nos atañe a todos los jueces del mundo que actuamos en el marco de Estados de derecho democráticos. Si según el Supremo la medida de Garzón era incorrecta, debió revocarla. Si el Supremo considera que la ley de amnistía prevalece y no deben abrirse las fosas, debió revocar las decisiones de Garzón. Pero lo que el Supremo no debió hacer jamás —y allí finca la aberración— es imponerle una pena, porque eso es una violación flagrante a la independencia interna de los jueces. Ningún Supremo puede ejercer una dictadura sobre los jueces de otras instancias, que son tan jueces como ellos. Esto es corporativismo, modelo judicial bonapartista, importa considerar a los otros jueces como sus empleados de menor jerarquía, sus amanuenses, a los que debe disciplinar cuando interpretan el derecho en forma que no les gusta. Éste es el pésimo ejemplo para todos los jueces del mundo y para todas las personas que defienden el Estado democrático de derecho.
Como cualquier jurista (incluso el lector no jurista) mínimamente informado puede advertir, Zaffaroni lo confunde todo: las tres causas abiertas contra Garzón y lo jurisdiccional con lo disciplinario. Desconoce que el Tribunal Supremo español, como instancia, no tiene ninguna superioridad jerárquica sobre los demás jueces ni capacidad de ejercer sobre ellos la potestad disciplinaria. También ignora que carecía de competencia para revocar las medidas procesales adoptadas por Garzón, que, en cambio (tampoco lo sabe), sí habían sido anuladas tiempo antes por el pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, resolviendo un recurso de apelación. Prescinde, en fin, de que Garzón no resultó condenado en la causa de los crímenes del franquismo (en la que ha sido absuelto), sino en la causa de las escuchas del caso Gürtel; y que lo fue, no por abrir fosas,40 como arbitrariamente supone, sino por desmantelar el derecho constitucional de defensa de varios imputados, situándose con ello al margen de la ley y la Constitución.
Por eso —y aun sin estar de acuerdo con algunas de las cosas que se han hecho en estas causas— tengo que decir que aquí “el pésimo ejemplo” lo ha dado Zaffaroni, al poner su incuestionable autoridad jurídica al servicio de un infundio, que ha circulado profusamente con su aval en todos los medios jurídicos de Latinoamérica; en lo que le incumbe, pues, una muy grave responsabilidad moral.
VI. La necesidad de distinguir
Riccardo Guastini, un filósofo del derecho analítico particularmente riguroso, tituló, hace algunos años, una de sus obras con el expresivo gerundio del verbo distinguir.41 Sin duda, para denotar que tal es una de las más relevantes funciones de la teoría del derecho, de la que se sigue la inobjetable necesidad de un esfuerzo al que están convocados, mejor, obligados, todos los juristas.
Pues bien, como se desprende de algunas de las afirmaciones y datos que preceden, es claro que este esfuerzo ha faltado en demasiadas ocasiones, en el abordaje de los casos Garzón. En efecto, pues con la mayor frecuencia, en el tratamiento de los mismos, se ha transitado de la política al derecho, cual si se tratase del mismo espacio para, ya dentro de este segundo campo, promover no la claridad, sino la espesa nebulosa a la que me he referido. Digo esto, no porque piense que las cuestiones jurídicas y las decisiones judiciales sean inasequibles a la crítica política, en modo alguno, sino porque, parafraseando a Guastini, es necesario distinguir, ya que cada campo tiene sus propias connotaciones y cada opción de campo está sujeta a sus propias reglas de método, que deben respetarse si no se quiere incurrir en aterrizajes de tanto riesgo y tan penosas consecuencias como el de Zaffaroni, al que me he referido.
Desoyendo la sensata demanda de Ridao antes trascrita: “cada causa es cada causa y lo que cada causa reclama son argumentos”;42 éstos, no siempre merecedores de tal nombre, prodigados bastante más en clave político-demagógica que jurídica y generalmente a propósito de la causa de los crímenes del franquismo, se lanzaron en bloque, indiscriminadamente, sobre las otras dos causas. Para ello, los detractores pasaron, por sistema, como quien pisa fuego, por encima de los hechos que las motivaron. Incluso distorsionándolos, en ocasiones de forma mendaz, sobre todo en la causa de las escuchas del caso Gürtel.43
Por eso, a mi juicio, la pertinencia de algunas valoraciones de síntesis, atentas a los datos de los que se ha dejado constancia.
A propósito de la causa de los crímenes del franquismo, ya he dicho de la existencia de una justísima demanda social de reparación, desa-tendida con manifiesta injusticia. Precisamente, la constatación de la realidad y la justicia de esta demanda y de la existencia de una corriente de pensamiento jurídico favorable a la perseguibilidad actual de esos crímenes, al amparo del derecho internacional —aunque en el caso de España sea más que discutible y, desde luego, ya hoy impracticable— es lo que llevó a dictar una sentencia absolutoria. A pesar de lo atrevido del montaje de los presupuestos de la (supuesta) competencia del Juez Central de Instrucción número 5 para proceder, que si no fue considerado apto por el tribunal para fundar una condena por prevaricación, sí autoriza a hablar de un verdadero abuso de proceso,44 aunque éste se haya dado in bonam partem. Lo ha puesto muy gráficamente de relieve un escritor nada sospechoso de veleidades franquistas, como Ridao, cuando explica que la actuación de Garzón consistió en “abrir un proceso contra varias decenas de generales muertos, reclamando su competencia en virtud de un código derogado e inventando un tipo penal”.45
Ya lo he anticipado y no me importa reiterarlo: a mi entender, la verdadera calidad del aventurado modo de actuar de Garzón debería haber sido puesta de manifiesto en una resolución de inadmisión de la querella o de sobreseimiento, en la que, suficientemente identificado y caracterizado el abuso del proceso, se hubiera dejado constancia de la ilegalidad y la ligereza de la actuación, mas también de su irrelevancia criminal.
Pero, habida cuenta de que la cuestión de los límites entre la ilegalidad y la injusticia que el Código Penal español requiere para la prevaricación tiene indudables márgenes de apreciación, el criterio de la sala de admisión y del instructor (que, desde luego, no comparto) no estaban exentos de toda plausibilidad en el plano jurídico, en vista de lo aparatoso del artificio puesto en juego por el magistrado. Con todo—insistiré—, nada más lejos de mi ánimo que el propósito de cuestionar la pertinencia de la crítica política, máxime, dada la legitimidad y la altísima sensibilidad de los intereses en presencia. Aunque no puedo dejar de lamentar, cuando los críticos fueron juristas, la persistencia en la interesada confusión de planos que —con la incondicionada canonización del imputado46 (válida para todas las causas en trámite)— llevó a la sistemática demonización de la totalidad de los componentes de la Sala Segunda (incluso, más genéricamente, del Tribunal Supremo en pleno), con o sin intervención en el caso, y del instructor en particular,47 recurriendo con frecuencia al insulto. Y esto, al margen del juicio que en cada caso pudiera merecer el modo de operar48 de los magistrados directamente implicados, que, a tenor de los puntos de partida de los críticos, no tendría por qué ser benevolente. Pero sí ajustado a las reglas de la argumentación racional, con harta frecuencia inobservadas. Podrá oponerse, como se ha opuesto (y no discutiré las razones, aquí no es el tema), la absoluta ilegitimidad política de la actuación contra Garzón en este caso (y ya de paso, en todos los casos: una suerte de inmunidad, por razón de carisma). Pero ni siquiera este argumento, de haber gozado de fundamento, justificaría las descalificaciones y los improperios vertidos, precisamente, por quienes se hacían portavoces oficiosos de la Constitución y de la democracia, olvidando que las dos tienen también sus reglas del juego para el debate público. Y que respetarlas, incluso cuando se trata de denunciar a quienes en hipótesis las hubieran infringido, es la sola manera de trabajar por la vigencia de ambas y de su cuadro de valores de respaldo.
La causa de las escuchas del caso Gürtel tiene un objeto de muy distinto perfil. En ella, lisa y llanamente, el magistrado en funciones de instrucción, sin apoyo legal y sin soporte de indicios de delito, encaminándose, pues, por una vía de puro hecho, decidió eliminar el derecho de defensa de algunos imputados. Privándoles, con ello, de una garantía constitucional básica,49 prevista, precisamente, para evitar eventuales desviaciones de poder del propio instructor, que, así, condujo su actuación, literalmente, al margen de la ley.
Para calibrar tal actuación en su verdadero alcance, conviene traer a primer plano una consideración de fondo. Es que el proceso acusatorio constitucionalmente entendido, se sostiene, por decirlo coloquialmente, sobre tres patas: el juez imparcial; la existencia de un acusador, que formulará con claridad la acusación para que el imputado la conozca, y la colocación de éste en situación de ejercer en plenitud su derecho de defensa. Derecho que acota para él un ámbito propio, que le corresponde en exclusiva y por eso es infranqueable para el Estado, incluso para el Estado-juez.
Los tres son elementos estructurales, es decir, sine qua non. Lo que significa que en ausencia o de darse la esencial degradación de alguno de ellos el resultado sería, no sólo la pérdida de un cierto nivel de garantía (que es lo que suelen generar las nulidades estándar), sino la quiebra masiva del proceso como tal, según la Constitución lo concibe. Así, si un hipotético juez de instrucción privase arbitrariamente de libertad a un imputado, cometería una gravísima acción, vulneradora de un derecho fundamental de éste, e incurriría en delito. Si ese u otro hipotético juez dispusiera una interceptación telefónica sin el necesario fundamento de indicios de delito grave, de esas que a veces se anulan,50 habrá afectación del derecho al secreto y a la intimidad. Nada menos, y también nada más: pues el derecho de defensa, no eliminado como tal, tras la expulsión de la causa de los datos probatorios mal obtenidos, podría cumplir su papel. Y el proceso seguiría sobre aquellas tres patas. Pero, ¿qué ocurrirá si el instructor escruta en la sombra, como espectador privilegiado y subrepticio, el diseño de la estrategia de defensa por el imputado con su abogado para desmantelarla?
¿Qué pasará si ese asunto constitucional y exclusivamente de dos se convierte en una suerte de ménage a trois, porque aquel cuya intervención genera y justifica el derecho —recuérdese: del presunto inocente— a defenderse se injiere ocultamente en esa relación confidencial por esencia? Tal es la pregunta suscitada por esa causa. Interrogante que, por cierto, tiene una respuesta clásica, tan plástica en la expresión, como autorizada. Es la de Francesco Carrara, cuando escribió: “El derecho de defensa lleva necesariamente a la libre comunicacióndel acusado con su defensor [...] Restringir esta facultad, es coartar la defensa; prescribir que un carcelero presencie los coloquios, es una medida injusta, y ponerlo en acecho para que los escuche, es una inicua vileza”.51
Cierto que, como se ha sugerido en algún caso, la asistencia letrada a un inculpado podría ser mera cobertura de una forma de contribución activa o de implicación del profesional correspondiente en la conducta criminal del primero. Pero, de existir datos de alguna consistencia al respecto, que tendrían que concretarse en una resolución y estar razonablemente acreditados: ¿sería jurídicamente viable recurrir a la medida aquí adoptada por el instructor Garzón? ¿No habrá un abanico de otras posibles (el apartamiento y la incriminación del letrado suspecto, entre ellas) que, sin afectar de manera nuclear al derecho de defensa, pudieran impedir eficazmente su instrumentalización? Porque, recuérdese: la medida consistió en eliminar el derecho de defensa de los imputados en la instrucción, y fue adoptada sin fundamento legal y sin concreción de indicios de delito, en resoluciones pro forma, vacías de contenido (y prorrogada a pesar de la advertencia en contra del fiscal). Y el magistrado mantuvo la legitimidad de tal modo de operar, en sucesivas declaraciones en la causa seguida contra él. Incluida la de la última palabra en la vista, cuando defendió —urbi et orbi, pues la misma estaba siendo televisada— el derecho incondicionado del investigador judicial a injerirse, en uso de una discrecionalidad no legalmente vinculada, en la relación de defensa: una auténtica voladura del estatuto del imputado.
La legislación excepcional, tan justamente denostada, florecida en algunos de nuestros países bajo el influjo perverso de la barbarie terrorista, ha dado pasos de riesgo para los derechos fundamentales del imputado. Pasos ciertamente graves, tales, en el caso de España, como la ampliación del tiempo de detención policial y la privación del derecho a un defensor de confianza durante la incomunicación. Pero, en la limitación del derecho de defensa del imputado, ni uno más. Porque algunas formas de injerencia propias del régimen penitenciario, en ocasiones confusamente invocadas, no tienen nada que ver con la investigación criminal; en la que, además, tedh dixit: deberán regir previsiones legales claras. Consecuentemente, por lo delicado de la materia, no bastan simples decisiones adoptadas sobre la marcha a partir de tortuosas analogías contra reo.
Situándonos discursivamente —por hipótesis— en la posición de los más críticos, la causa de los crímenes del franquismo podría haber respondido a una estrategia del franquismo residual universalmente profesado por los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, dirigida a poner fuera de juego a Garzón. Supongámoslo, a pesar de su insensatez y de que la sentencia absolutoria pone en quiebra el socorrido argumento. La pregunta, ahora, es si de ello tendría que seguirse (y en tal caso por qué) alguna disminución de la gravedad de la conducta tan brutalmente antijurídica que acaba de analizarse. Es un interrogante no sólo no respondido, sino sistemáticamente eludido, que conserva todo su vigor polémico.
Debo referirme, por fin, a la causa de los fondos de los cursos de la Universidad de Nueva York. Una primera posición al respecto es la representada por la ya aludida contestación por vía de la hipótesis conspiratoria. Por su banalidad y carencia del mínimo rigor intelectual, me abstendré de dedicarle más espacio. Otra actitud, muy extendida, frente al caso ha consistido en, simplemente, ignorar los datos en que se funda o atribuirlos a una manipulación. Pero lo cierto es que ahí están, con todo su soporte documental. Y ya lo estaban, con potencial indiciario bastante y no pocas sombras hábiles para suscitar sospechas razonables de delito, cuando fueron presentados como fundamento de la querella; sombras (ahora jurídico-penalmente indiferentes, por efecto de la prescripción) que no sabría decir si han sido despejadas.52
Siendo así, y dado que, como ya es público, el magistrado instructor de esta causa contra Garzón se halló ante una poco comprensible inicial falta de información y de transparencia sobre el flujo de los fondos de las empresas y su posterior aplicación por la Universidad de Nueva York, la investigación judicial estuvo más que justificada.
Finalmente, concluida ésta y visto que los indicios de posible delito subsistentes sólo apuntaban al ya aludido de cohecho impropio, que, por razón de la pena prevista, habría prescrito,53 el instructor dispuso el sobreseimiento de la causa. Se le ha reprochado no haberlo hecho antes, pero lo cierto es que concurría una pluralidad de imputaciones y que nadie —ni siquiera la defensa— había considerado esa hipótesis. También se ha objetado que la resolución de cierre de la causa fue abusivamente incriminatoria. Mas, dado que la misma tenía por fundamento la prescripción del delito, no carece de pertinencia técnica la previa presentación sintética de los elementos que autorizaron a operar con el correspondiente tipo penal.
Pero como resulta que también sobre los hechos de esta causa se ha lanzado la sombra de la conspiración y se ha insistido en banalizarlos, postulando con ello, implícitamente al menos, su licitud, no está de más poner de relieve su objetiva gravedad, desde luego, en el plano deontológico. Porque es claro que Garzón hizo un uso instrumental, obviamente a sabiendas, de su caché judicial,54 para obtener resultados que, aunque sea en última instancia, le beneficiaban, como se ha visto, en términos de un inobjetable contenido económico y en el plano de las public relations de alto standing (que también cotizan en el mercado). Ya que sin la financiación millonaria obtenida de un connotado sector de las finanzas y del empresariado español, por su mediación personal-profesional (una dimensión, esta segunda, siempre activada), aquellos sus “diálogos trasatlánticos” con una cierta jet política —de una política, en casos bien significativos, ostensiblemente ajena a los derechos humanos—55 con sus correspondientes efectos, no hubieran podido producirse.
Creo que, a la vista de lo hasta aquí razonado, hay una conclusión que se impone. Es que ni el lanzamiento de una indiscriminada sombra de franquismo sobre todo un tribunal, ni la denuncia de una genérica manía persecutoria que hubiese contagiado a la totalidad de sus componentes, ni tampoco el súbito ataque de una supuesta celotipia profesional igualmente epidémica, ya aludidos, pueden borrar la evidencia del abuso de proceso en uno de los casos; la drástica abolición del derecho de defensa, y consecuentemente, del proceso acusatorio, en otro; y, en fin, con o sin delito, la vidriosa y deontológicamente incalificable búsqueda de fondos en medios financieros y empresariales (con beneficio material, siquiera indirecto) por parte del juez, en el tercero de los supuestos.
En fechas recientes, Garzón ha hablado apologéticamente de sí mismo como “el juez [...] que se atrevió...”56 Y en efecto, hacía falta atrevimiento para, colocándose legibus solutus: escribir ad hoc las normas de la propia competencia; abatir las garantías fundamentales del imputado, y sustraerse a alguno de los imperativos de la ética judicial, universalmente aceptados.
Por eso mi insistencia en la necesidad de distinguir. Esto es, en hacer lo que el diccionario define como “conocer la diferencia que hay entre unas cosas y otras”.
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