Resumen: Este artículo analiza algunos problemas teóricos que se han suscitado a raíz del proceso de "especificación" de los derechos humanos en relación con el sujeto menor de edad. Con ese fin, la autora toma en consideración tanto los "viejos" derechos del niño, es decir, los primeros derechos que históricamente han obtenido reconocimiento en el plan jurídico, como la categoría de los así llamados "nuevos" derechos, adscritos al niño por la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989. Los primeros se refieren a derechos de prestación (como el derecho a la salud o a la educación), su contenido está determinado por deberes "positivos" a cargo de terceros; en cambio, los nuevos derechos se refieren al disfrute de algunas esferas de libertad (como la libertad de expresión, de pensamiento, conciencia y religión y el derecho a la protección de la vida privada), las cuales son generalmente entendidas como objeto de derechos "negativos". En ambos casos, el objetivo es resaltar como la relación entre niños y derechos, si bien ésta puede ser problemática, es, al mismo tiempo, útil desde un punto de vista teórico, en cuanto permite poner en entredicho la concepción liberal de los derechos humanos, al menos en su versión más tradicional, mostrando, al mismo tiempo, ciertos límites y descuidos.
Palabras clave:derechosderechos,niñoniño,especificaciónespecificación,paternalismopaternalismo.
Abstract: This article analyzes some theoretical issues that arise from the process of "specification" of human rights in relation to underage subjects. The author takes into consideration both "old" children's rights, that is, the first rights to have obtained legal recognition, as well as "new" rights, those ascribed to the children by the Rights of the Child Convention in 1989. The first refer to social rights (such as the right to health or education), which content is determined by positive duties to third parties. The second refer to the enjoyment of certain liberties (of expression, of thought, of conscience and religion, of protection of private life), which are usually understood as the subject of negative rights. In both cases, the purpose is to underline how the relationship between children and rights is -even if problematic- theoretically useful insofar as it allows to question the liberal conception of human rights, at least in its more traditional version.
Keywords: rights, child, specification, paternalism.
Los derechos del niño
“VIEJOS” Y “NUEVOS” DERECHOS DEL NIÑO. UN ENFOQUE TEÓRICO*
Recepción: 06 Mayo 2009
Aprobación: 05 Junio 2009
La Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas hace veinte años, constituye, sin lugar a dudas, una de las etapas más significativa en el proceso de especificación de los derechos humanos en relación con el sujeto menor de edad. En este artículo me propongo analizar algunos problemas teóricos que surgen a raíz de este proceso histórico relativamente reciente.1
En particular, reelaborando un esquema clasificatorio muy conocido en la elaboración teórica continental, tomaré en cuenta dos categorías de derechos fundamentales: la categoría de los derechos de prestación, a los cuales corresponden deberes "positivos" (de hacer) a cargo de terceros y la categoría de los derechos de protección, cuyo contenido está determinado principalmente, si bien no de forma exclusiva, por deberes "negativos" (de no hacer).
Con frecuencia, estas dos categorías suelen relacionarse con otras dos clases de derechos, cuyo criterio distintivo se encuentra, no tanto en el contenido, sino más bien en las diferentes fases históricas de la positivación de los derechos humanos en el ámbito constitucional e internacional: me refiero, respectivamente, a los derechos de tercera generación (o derechos sociales) y a los derechos de primera generación (o derechos de libertad).2 Pues bien, aunque dicha relación es cierta respecto al ser humano sin calificaciones ulteriores, es decir, el sujeto adulto, en el caso del niño, por el contrario, el proceso de especificación de sus derechos se verificó de forma inversa. En efecto, los primeros derechos del menor que obtienen reconocimiento formal en el plano jurídico son derechos sociales, económicos y culturales que, desde un punto de vista estructural, se configuran como derechos con contenido positivo, es decir, derechos que imponen deberes de "hacer" a cargo de las instituciones, de los progenitores y de los terceros en general.3 Sólo en 1989, la ya citada Convención de la ONU reconoce al niño o, si se prefiere, al adolescente (tomando en cuenta que evidentemente se refiere a personas ya dotadas de un cierto grado de desarrollo psicofísico) el disfrute de algunas esferas de libertad, como la libertad de expresión (art. 13), de pensamiento, conciencia y religión (art. 14), la libertad de asociación (art. 15) y el derecho a la protección de la vida privada (art. 15): todas prerrogativas que tradicionalmente se consideraban exclusivas de los sujetos adultos.
Como veremos, mientras los derechos de prestación del niño, si bien incluyen derechos específicos4 (i.e. el derecho a la protección especial del Estado formulado por el artículo 20, inciso 1 de la Convención ONU de 1989), comparten los mismos problemas teóricos que caracterizan los correspondientes derechos del ser humano adulto (por este motivo, Neil MacCormick pudo indicar los derechos de los niños como un test para las teorías de los derechos en general),5 los "nuevos" derechos de libertad conferidos al niño por la Convención citada, en cambio, son derechos específicos que plantean problemas específicos, que surgen como consecuencia de la condición particular del sujeto titular.
En ambos casos, el objetivo de mi análisis es resaltar cómo la relación entre niños y derechos, si bien problemática, es, al mismo tiempo, útil desde un punto de vista teórico, en cuanto permite capturar algunas aporías, límites y condicionamientos ideológicos que caracterizan la concepción liberal de los derechos humanos, al menos en su versión tradicional.
Para la concepción liberal de los derechos o, repito, al menos para la concepción más fiel a la tradición, el primer problema que surge de la relación entre niños y derechos humanos se refiere a la plausibilidad de considerar al niño, en cuanto ser ajeno a las características típicas del agente moral, como sujeto de derechos. El problema, así formulado, puede suscitar estupor, al menos a la luz de documentos normativos, como la Convención citada, que atribuyen derechos a los niños. En realidad, la cuestión en entredicho es si estos derechos (y me refiero, en particular, a la categoría de los derechos de prestación del niño, como el derecho a una adecuada protección o el derecho a la educación) se deban considerar, más allá de la terminología empleada, como "verdaderos" derechos.
Ahora bien, según un cierto modo de entender, no tanto el concepto de derechos, sino su justificación en el plan normativo, éstos se configurarían como instrumentos para promover la libertad o la autonomía, con un titular que sería, en consecuencia, un soberano libre para ejercer una parcela de libertad de acción, una pretensión frente a otros, una potestad normativa o una inmunidad.
Éste es el núcleo de las concepciones que se reconducen a la teoría de la voluntad (willo choice theory), de la que Herbert Hart es uno de sus máximos exponentes en la jurisprudence anglosajona contemporánea. Según este autor, la afirmación según la cual un sujeto tiene un derecho (moral o jurídico) es cierta si éste se encuentra en la condición (moral o jurídica, respectivamente) de poder determinar, mediante un acto de elección individual, el comportamiento de otros sujetos, interfiriendo de esta forma en su libertad.6 Especialmente en la versión hartiana, el elemento de la elección está destinado a jugar un papel crucial: en efecto, para que haya un ("verdadero") derecho, quien lo revindica tiene que ser el mismo sujeto que controla su ejecución por medio del ejercicio de los poderes de renuncia, extinción, enforcement que tiene el titular sobre las obligaciones ajenas.7
Como lo precisó Neil MacCormick hace ya treinta años, este modelo interpretativo presenta, sin embargo, un límite que no se puede subestimar; o sea, no logra explicar la intuición moral, generalmente compartida, con base en la cual "desde su nacimiento, todo niño tiene el derecho (moral) a ser alimentado, cuidado y, en lo posible, querido, hasta que sea capaz de cuidarse a sí mismo".8 Pero, si se observa con atención, el mismo modelo también excluye del estrecho recinto de los genuine rights todas las situaciones subjetivas generalmente denominadas 'derechos', en las cuales el poder de control por parte del titular del derecho (también adulto) parece algo vago, por no decir inexistente. Es el caso de los derechos, conocidos en la literatura como derechos "obligatorios"9 (mandatory rights) o derechos-deberes,10 los cuales no permiten ningún tipo de elección por parte del sujeto activo, puesto que su contenido está determinado por obligaciones ajenas que ni el titular del derecho ni su representante, pueden abstenerse de exigir voluntariamente: entre éstos sobresalen aquellos derechos jurídicos que el ordenamiento considera de tal importancia que los sustrae de la órbita de disponibilidad del titular (como, por ejemplo, el derecho a la educación, la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades). En términos más generales, y como fue admitido por el mismo Hart, la teoría de la voluntad tiene dificultad en dar cuenta de los derechos que suponen una acción positiva de los poderes públicos y de los particulares para la satisfacción de necesidades básicas del individuo y cuya satisfacción no depende de un acto discrecional del titular,11 es decir, los derechos que precisamente resultaría más plausible adscribir a los niños pequeños.
El mismo límite se puede encontrar en otras propuestas "minimalistas", expuestas recientemente en el ámbito filosófico-político, que reivindican como una justificación "prudente e histórica" de los derechos humanos el criterio de la tutela de la capacidad de actuar (agency, variadamente calificada como free, basic, human) como alternativa al confuso y controvertido criterio de la salvaguardia de la dignidad y/o del valor intrínseco de todo ser humano. Ésta es, por ejemplo, la posición expresada por Michael Ignatieff, quien, en polémica con la expansión anémica de los derechos humanos, defiende la oportunidad de reconducir el catálogo de estos derechos al originario espacio normativo de la libertad negativa.12 En esta óptica, los derechos humanos se configurarían como una caja de herramientas a disposición de actores individuales que, en cuanto dotados de la capacidad de actuar, tienen que ser libres de usarlos, cuando lo consideren oportuno, para protegerse de las injusticias.13
Ahora bien, a pesar de que el concepto (político) de derechos defendido por Ignatieff no se puede sobreponer con aquel (esencialmente jurídico) de la teoría de los derechos hartiana, y a pesar de que son diferentes los objetivos teóricos perseguidos por los dos autores, ambos convergen en considerar los derechos humanos como vehículos para la afirmación de determinados valores (sea la capacidad de actuar, sea la libertad de ejercitar elecciones discrecionales) que se pueden reconducir, en última instancia, a la autonomía individual. Además, en ambos casos, el esfuerzo por recuperar una noción mínima de derechos que sea fiel a la elaborada, en el plano doctrinal y normativo, por la tradición jurídica liberal, produce el efecto de deslegitimar las especificaciones y/o integraciones que el catálogo de los derechos humanos, si bien en caótica evolución, ha conocido en las últimas décadas, convirtiéndose en un instrumento de reivindicación no sólo de la libertad y de propiedad, sino también de expectativas sociales que hoy encuentran una amplia acogida en el derecho positivo, especialmente constitucional. En fin, dichas concepciones minimalistas reenvían a un modelo de sujeto titular (racional, capaz de escoger y operar con destreza y, entonces, bajo este perfil) "adultocéntrico", con diversos puntos de contacto con el sujeto expresado por el "individualismo posesivo" acogido por los códigos liberales del siglo XIX.14
Por cierto, fue el mismo Hart, en su conocido ensayo de 1955, quien advirtió sobre la extensión indiscriminada de la expresión "tener un derecho" a niños (y animales) que, aunque sancionada por el lenguaje ordinario, se revela no sólo innecesaria, sino también inapropiada bajo un perfil técnico.15 Haciendo referencia al más emblemático de los derechos de prestación del niño, es decir, el derecho a obtener un trato adecuado, Hart demuestra cómo la misma situación moral por la cual se hace uso de la noción de right, pueda ser descrita sencilla, y adecuadamente, afirmando "que tenemos el deber de no maltratarlos".16 Sin embargo, es necesario subrayar que en la óptica hartiana hablar de 'deberes' no es lo mismo que hablar de 'derechos'. En efecto, Hart, no sólo polemizó con los (supuestos) resultados reduccionistas de las tesis de la correlación lógica entre derechos y deberes,17 sino que puede decirse que todo su interés por la cuestión nace precisamente de la intención de salvar al lenguaje de los derechos de la acusación de redundancia, formulada originalmente por Jeremy Bentham.18 De esta forma, si el propósito de Hart es sobre todo el de demostrar, en contravía con la postura benthamiana, que el ser beneficiario de un deber ajeno no es una condición, ni necesaria ni suficiente, para los fines de la subsistencia de un derecho, entonces de su choice theory deriva, también, la consideración según la cual el candidato al título de sujeto de derechos puede ser sólo el "adulto capaz de elección".
En realidad, no siempre la adhesión a presupuestos voluntaristas han conducido a conclusiones tan drásticas como aquellas prospectadas, al menos originalmente, por Hart. En particular quienes, en tiempos más recientes, han profundizado la cuestión específica del niño como rightholder, han tentado de mitigar su exclusión del mundo de los derechos, principalmente por medio del recurso a dos estrategias argumentativas que llamaré, respectivamente, el argumento de la "representación" y el argumento de la "potencialidad".
En relación con la "representación", el mecanismo que opera en el campo jurídico, en virtud del cual los derechos adscritos a sujetos legalmente incapaces se pueden hacer valer por parte de un sujeto capaz que actúe en nombre y por cuenta del representado, sugiere que también en el campo moral pueda verificarse algo análogo.19 Dicha estrategia, sin embargo, no ofrece una gran ayuda en el caso que nos interesa; en particular, no explica los llamados derechos obligatorios, cuyo ejercicio, como ya señalamos, no forma parte de la órbita discrecional de los titulares ni de sus representantes. Además, la plausibilidad de exportar al campo moral el esquema jurídico de la representación no se revela, a los ojos de un coherente defensor de la teoría de la voluntad tan pacífica.20 Efectivamente, los autores que se sirven de dicha estrategia para resolver el problema de los llamados hard cases-o bien, de los sujetos caracterizados por un estatus moral ambiguo- tienden a referir el hecho, considerado como determinante, según el cual tales sujetos son portadores de determinados intereses (como, por ejemplo, el tener una propia vida emocional, gozar de un cierto grado de autonomía, tener la capacidad de experimentar la condición del bienestar y del sufrimiento) que merecen tutela moral y pueden ser representados por adultos racionales y autoconcientes. Éste es el caso de la teoría "mixta" elaborada por Joel Feinberg, quien a partir de una definición general de derecho subjetivo en términos de "pretensión justificada" (valid claim), llega a reconocer la titularidad de algunos derechos morales incluso a sujetos, como los animales, absolutamente incapaces de poder formular una pretensión.21 Sin embargo, este enfoque se basa en un presupuesto implícito (y difícilmente demostrable) según el cual la capacidad de un sujeto de tener intereses constituye una condición no sólo necesaria, sino también suficiente, para tener derechos: presupuesto que, además de tener que vérselas con la ley de Hume (y, entonces, con la imposibilidad de derivar conclusiones normativas, como los derechos, de la mera premisa factual según la cual algunos sujetos son capaces de tener intereses),22 es, de todas formas, inaceptable desde un punto de vista de una teoría de la voluntad, preocupada por defender una clase de agentes morales mucho más estrecha que aquélla de los menores titulares de intereses dignos de protección.
Menos problemático parece entonces el recurso al argumento de la "potencialidad" que permite, si bien parcialmente (y, como veremos, no de manera definitiva), la inclusión de los niños en el círculo de los titulares de derechos, sin "incomodar" el punto de vista de los intereses. Dicho argumento se basa en la consideración según la cual los niños, aunque no cuentan, en acto, con las capacidades típicas del modelo paradigmático del sujeto de derechos, a diferencia de los no humanos, u otros sujetos humanos igualmente irracionales, están en grado, sin embargo, de desarrollarlas. El llamado a la potencialidad como criterio inclusivo y, al mismo tiempo, comparativo de estatus morales, constituye un argumento más bien recurrente en la literatura.
Por ejemplo, John Rawls, en el parágrafo 77 de su Theory of Justice, cuando establece a cuales sujetos les deben ser aplicados los derechos y los procedimientos que se derivan de los principios de justicia, hace referencia a las llamadas personas morales; es decir, a "seres racionales que tienen fines propios" (expresión de un plan racional de vida) y "dotados [...] de un sentido de justicia" (entendido como el deseo de actuar con base en principios de justicia).23 Sin embargo, con una referencia expresa a los niños, Rawls precisa como la posesión de dichos "requisitos mínimos de la personalidad moral" no se verifica en su efectiva totalidad, sino que se refiere a la capacidad potencial del sujeto para desarrollar dichas características.24
La estrategia usada por Rawls no es nueva: en efecto, la idea de un niño como ser en devenir, dotado de potencial agency, en fin, futuro adulto -además de caracterizar el paradigma interpretativo de la minoria de edad aún hoy dominante en el campo de las ciencias sociales y sicológicas- representa, si observamos bien, un legado típico de la tradición del iusnaturalismo contractualista. Por ejemplo, en la óptica antiabsolutista de Locke, todos los hombres (adultos y niños) son igualmente libres y potencialmente racionales desde el nacimiento, pero sólo con la adquisición de la plena madurez y de la racionalidad (considerada como una prerrogativa exclusiva de la edad adulta), podrán ejercer su libertad y prestar el propio consenso para el ejercicio del poder político. Por cierto, esto justifica la tendencia a la exclusión de los niños del pacto social (al igual que de la posición originaria rawlsiana)25 y del goce de los derechos políticos.
De esta forma, si la representación del niño en términos de potencial agent constituye una herencia del exordio de la tradición liberal, parece más original el tentativo impulsado por algunos exponentes de la will theory que busca conjugar dichas representaciones del niño con una concepción igualmente "potencial" o "evolucionista" de sus derechos. Así, bajo el presupuesto, de naturaleza conceptual, según el cual los derechos presentan una estructura compleja (o bien, no se agotan en singulares pretensiones, o libertades, o poderes, o inmunidades, sino que se configuran como sistemas o agregados de posiciones hohfeldianas, diversamente combinados dependiendo los casos),26 la concepción "evolucionista" está caracterizada por la tesis según la cual los niños, gradualmente y a la par con el proceso de crecimiento psicofísico, adquieren, poco a poco, los diferentes elementos normativos de los que se compone el derecho, hasta "hacer propio", con el paso de los años, el contenido completo del derecho en cuestión.27
En realidad, se trata de una tesis muy simple, que refleja la idea de sentido común, según la cual un niño puede gozar progresivamente de ámbitos más amplios de autonomía (entendida como el derecho a no estar sujeto a la voluntad ajena) en la medida en que desarrolle determinadas capacidades de autodeterminación. El problema es que aquí se está hablando de otra cosa: se está haciendo referencia a una clase específica de derechos (los derechos de prestación) para analizar la posibilidad de que el correctivo de la potencialidad permita tener en cuenta, incluso, los derechos referidos a los niños más pequeños. Si se examinan críticamente los dos ejemplos utilizados por Cari Wellman, es decir, por el más significativo portavoz de la concepción "evolucionista", se debe excluir dicha posibilidad.
Los ejemplos en cuestión se refieren al derecho a la libertad de movimiento (así como está formulado en el art. 13 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948)28 y al derecho a una especial protección previsto en la declaración de la ONU de los derechos del niño de 1959. En relación con el primero, Wellman, después de haber identificado el núcleo definitorio en una libertad bilateral (de moverse dentro un cierto espacio, o bien, de abstenerse de dicho movimiento), indica algunas condiciones, a las cuales corresponden sendos tipos de capacidades (motoras, tanto físicas como raciocinantes), que tienen que ser satisfechas para que tenga sentido (meaningful) la adscripción de dicha esfera de libertad a un sujeto.29 De la aplicación del modelo interpretativo "evolucionista" se desprende que el niño, en la medida en que desarrolle dichas capacidades, adquiere ámbitos, cada vez más complejos, de esferas de libertad de movimiento, hasta cuando adquiere el total contenido del derecho en cuestión.30
Y hasta aquí no hay problemas. Pero el escenario al parecer se complica en relación con el segundo derecho examinado por Wellman, es decir, el derecho del niño a una protección especial. En este caso, aclara el autor, nos encontramos ante un derecho cuyo elemento definitorio consiste en una pretensión protegida por un perímetro de deberes, entre los cuales sobresale el deber de los progenitores (o de los terceros en general) de dar al niño las medidas de protección idóneas para permitirle un proceso de crecimiento adecuado. Además, la misma pretensión implica para el titular, y según los mejores dictámenes de la choice theory (especialmente, como ya vimos, en la versión hartiana),31 un poder, tanto de renuncia y/o de extinción, como de enforcement sobre los deberes correlativos.
En este punto es necesario preguntarse lo siguiente: ¿bajo qué condiciones un niño puede "genuinamente" ejercer el propio poder de renuncia y extinción frente a las obligaciones ajenas? Obviamente no será suficiente un simple acto lingüístico con el cual el niño manifieste la propia voluntad de renunciar al contenido de un derecho.32 Más bien, será necesario que dicho acto lingüístico se apoye en un cierto bagaje de competencias racionales idóneas para que la renuncia del niño sea justificada y responsable, etc. Así, hasta cuando el niño no haya adquirido ese preciso bagaje de capacidades, no podrá ser considerado titular del derecho a una especial protección.
A este punto del discurso, algo no encaja: la aplicación del esquema "evolucionista" no considera el hecho según el cual la exigencia de una protección especial es inversamente proporcional al desarrollo de las capacidades racionales por parte del niño (en palabras pobres, a la capacidad del niño de velar por sí mismo), y lleva a resultados contraintuitivos en tanto que, así las cosas, sólo un adolescente en buenas condiciones psicofísicas podría gozar el derecho correspondiente y, además, sólo por un breve período de tiempo, considerando que, como observa el mismo Wellman, dicho derecho-pretensión está destinado a disolverse con la llegada de la edad adulta.33
La razón de tal incongruencia es evidente: el modelo interpretativo de los derechos de los niños propuesto por Wellman no es otra cosa que un desarrollo coherente y específico de la (versión hartiana de la) choice theory. Como tal, sí tiene la capacidad de explicar la estructura de un cierto tipo de derechos (en este caso la libertad de movimiento, cuyo defining core consiste en una libertad), pero no es igualmente adecuado para ofrecer una explicación plausible de un derecho, como aquél de la especial protección, que por un lado envía a una noción de derecho estrictamente vinculada a aquella de las necesidades humanas fundamentales y, por el otro, no atribuye a su titular ningún poder sensato de renuncia (extinción, enforcement) frente a los deberes ajenos.
En consecuencia, frente átales consideraciones, se puede confirmar lo ya señalado por MacCormick, es decir, que no existe alternativa: o renunciamos a adscribir a los niños el derecho al cuidado y a la nutrición (y, así, también el derecho a una protección especial), o estamos obligados a abandonar la teoría de la voluntad, incluso en su versión revisada y corregida.
Eligiendo sin muchos reparos esta última opción, el modelo alternativo adoptado por MacCormick junto con otros autores, es el de la teoría del interés (interest o benefit theory).
A partir de dicha teoría, recordémoslo aquí brevemente, los derechos son instrumentos para proteger y promover el bienestar individual mediante la imposición de deberes sobre otros sujetos.
Ahora bien, sin duda la alternativa de la teoría del interés juega con ventaja respecto a su tradicional adversaria, en cuanto proporciona una mayor capacidad explicativa, no sólo porque consigue dar cuenta de la posibilidad de que los niños tengan derechos, sino también porque logra captar aquellas situaciones normativas que no se pueden reconducir expresamente al esquema voluntarista. Sin embargo, también el modelo justificatorio de los derechos basado en los intereses o, si se prefiere, en las necesidades básicas de los individuos,34 suscita algunas inquietudes no despreciables, entre las cuales me parece importante señalar una de ellas.
Si, como ya decía, uno de los propósitos principales de la teoría de la voluntad, al menos en su versión hartiana, era salvar al vocabulario de los derechos de la acusación de redundancia respecto al vocabulario de los deberes, el abandono de esta teoría condenaría a la trivialidad el vocabulario de los derechos. Utilizando el argumento de MacCormick: ¿qué diferencia hay entre afirmar que los niños tienen derecho a la nutrición y al cuidado y decir que los progenitores (o alguien en su lugar) tienen la obligación de cuidarlos? Según MacCormick -con un enfoque análogo al de Raz, Marmor,35 Waldron-36 la diferencia se centra en el tipo de razones y justificaciones que ambas afirmaciones presuponen o, en otros términos, en el tipo de aserciones que inteligiblemente pueden ser adoptadas como justificaciones de la primera afirmación y no de la segunda. Por ejemplo, un defensor de la modesta propuesta de Jonathan Swift,37 podría argumentar a favor del deber de nutrir a los niños, afirmando que de este modo crecerían sanos y fornidos, convirtiéndose en deliciosos manjares para satisfacer las exigencias alimentarias de la nación. En cambio, obviamente, el mismo argumento sería inaceptable como justificación del derecho del niño a ser nutrido. Bajo este enfoque, el derecho a la nutrición, al cuidado y a la educación del niño, y en general "los derechos", más bien derivan de la apelación a una necesidad, o un interés del sujeto titular considerado de tal importancia que hace moralmente obligatoria su satisfacción en todo caso y, en particular, mediante la imposición de deberes correspondientes a otros sujetos.38
Precisamente la referencia a los derechos morales del niño constituye, para los partidarios de la teoría del interés, un estímulo conveniente para lograr girar la conocida máxima ubi remedium ibi ius y para argumentar a favor de la tesis opuesta, es decir, a favor de la prioridad axiológica de los derechos sobre los deberes. No es plausible afirmar -como insinúa la will o choice theory- que un derecho subsista sólo cuando exista un poder que pueda ser activado por parte del titular; por el contrario, es frente a un derecho (es decir, según las instancias de la interest theory un bien o un interés particularmente relevante para el sujeto titular) que se debe establecer el deber que lo satisfaga, así como las formas (y, en consecuencia, también los poderes) por medio de las cuales exigir el cumplimiento (ubi ius, ibi remedium)39. Según Joseph Raz, en esto consistiría el carácter dinámico de los derechos-razones, es decir, su capacidad de "crear" (en el sentido de justificar) siempre nuevos deberes.40
Particularmente, en relación con el problema de los derechos de prestación, la teoría del interés, sobre todo en su versión "dinámica", deja abierta la posibilidad de que haya derechos a los cuales no corresponden deberes perfectos, o bien, derechos respecto a los cuales no se especifica, ni quién es el destinatario de la obligación correspondiente ni cuáles son las modalidades y las circunstancias para el cumplimiento de dicha obligación.41 Bajo este perfil, la concepción de los derechos como "razones" (las así llamadas concepciones dinámicas) -en polémica abierta con las llamadas concepciones estáticas de los derechos, expresadas por las teorías formales o estructurales (la teoría hohfeldiana, a la cabeza) y con sus resultados supuestamente restrictivos-42 ponen en entredicho la contraposición tradicional entre derechos perfectos y derechos imperfectos (generalmente identificada con la dicotomía derechos negativos/derechos positivos) que, a menudo, se emplea con el objetivo de sostener la heterogeneidad y, sobre todo, la prioridad de los derechos negativos (perfectos) sobre los derechos positivos (imperfectos) y que se encuentra en la base de la desconfianza de la teoría jurídica liberal frente a los derechos sociales.43
En efecto, como señala MacCormick, sensatamente se puede afirmar que todo niño tiene el derecho (moral) a ser educado, a pesar de no tener claro, por ejemplo, quién sea, o quién deba ser, el titular de la obligación correspondiente y las modalidades mediante las cuales dicha obligación será cumplida. Sin embargo, el aspecto que en ocasiones se tiende a ignorar es que la misma afirmación, cuando se refiere a derechos jurídicos (por ejemplo, a un derecho constitucional a la educación), está destinada a perder mucha fuerza argumentativa. Esto, debido a la diversa y mucho más estrecha relación que los derechos jurídicos tienen, respecto a los derechos morales, con los mecanismos de garantía. En efecto, los derechos jurídicos, para lograr conquistar "dientes capaces de morder" y salir del campo de las meras razones argumentativas, necesitan garantías, tanto primarias, como secundarias. En consecuencia, un derecho jurídico respecto del cual no se haya previsto -por medio de normas, se entiende- el deber, o los deberes, correlativos, y medios de tutela en el caso de violación de tales deberes, es un derecho que, si bien proclamado en un documento constitucional, sirve muy poco.44
A menudo, pareciera que los defensores de la concepción dinámica subestiman la distinción entre el plano moral y el plano jurídico, tal vez debido al papel dominante que ellos atribuyen a los nexos justificativos -o bien, a los argumentos sustanciales de los cuales se hace depender la existencia de los derechos- que deja en la sombra los problemas relativos a su efectividad. Además, la misma tendencia, inscribible en el, aún más general, "imperialismo de la moral",45 tan influyente en las teorías anglosajonas rights based?46 dificulta la posibilidad de admitir que una cosa es hablar de la prioridad de los derechos sobre los deberes desde un punto de vista axiológico, y otra cosa es afirmar que entre los derechos y los deberes hay una relación de conexión (o, en términos hohfeldianos, de equivalencia) lógico-conceptual. Tal como lo señala Matthew Kramer, la prioridad justificativa de los derechos en el plano dinámico/normativo (el "fuego de la justificación") no se identifica, ni implica su prioridad lógica, sino, por el contrario, resulta compatible con la correlación recíproca en el plano estático/conceptual.47
Dejando a un lado estas consideraciones de carácter más general, sin lugar a dudas, como ha sugerido Liborio Hierro, el test de los derechos de los niños ha marcado un cambio significativo en la reflexión teórica sobre los derechos en general,48 estimulando el redimensionamiento del papel subjetivo de la voluntad -del poder o de la capacidad del titular como elemento justificatorio típico de los derechos humanos-, permitiendo concentrar la atención en el aspecto "objetivo" (por lo menos en relación con los fines del sistema normativo), es decir, respecto a la satisfacción de un interés, o de una necesidad, considerados de tal importancia que no se dejan a la discrecionalidad del titular.49
También, aunque de una forma tal vez menos vistosa, la discusión sobre los llamados nuevos derechos del niño ha dado su contribución, llamando al escenario algunas cuestiones hasta ahora descuidadas por la teoría liberal. En particular, el reconocimiento al niño (si bien, como veremos, de forma cauta) de algunos derechos de libertad (religiosa, de conciencia, de opinión) en la Convención de 1989 ha contribuido a reconsiderar el viejo problema del paternalismo y de las medidas de tutela a favor del niño desde un punto de vista inédito: es decir, aquél de los límites y de la justificación de tales medidas. La principal cuestión normativa suscitada por los nuevos derechos de los niños puede ser formulada de la siguiente manera: ¿hasta qué punto el adulto (entendido, sea como individuo, sea como institución) pueden interferir legítimamente sobre las elecciones ejercidas por los menores de edad, sustituyendo con su propia voluntad la de ellos, especialmente si tal interferencia responde, en la óptica del adulto, a la necesidad de evitarles un daño?
Se trata, como decía, de una cuestión generalmente descuidada. En efecto, la tradición liberal se revela notoriamente reacia a admitir limitaciones de la libertad del individuo (incluidas aquéllas provenientes de normas, o conductas, de tipo paternalista) que no resulten justificadas por el principio del daño a terceros.50 Sin embargo, dichas resistencias se refieren exclusivamente al caso de los adultos. Ya Locke, considerado como uno de los más importantes exponentes del antipaternalismo liberal, criticó todo tipo de asimilación entre el poder político y el poder paterno (y, entonces, puede inferirse, entre paternalismo político y paternalismo en ámbito familiar).51 Por su parte Kant, precisó que si "tratar a los súbditos como niños [...] se convierte en el mayor despotismo imaginable", la consideración de los menores de edad como sujetos "incapaces de distinguir lo que es verdaderamente beneficioso o perjudicial" parece, en cambio, algo que pertenece al orden natural de las cosas.52 Y, sobre todo, más allá de las relaciones políticas, esta referencia exclusiva al adulto se encuentra en el clásico argumento de la "distancia paternalista" formulado por John Stuart Mill,53 con base en el cual, si bien cada uno debe ser considerado como el mejor juez de sus propios intereses, lo mismo no se puede predicar, y así lo señala expresamente el autor, de los menores de edad.54
En relación con dicha categoría de sujetos, el paternalismo liberal no suena, entonces, como un oxímoron. Efectivamente, respecto al niño -percibido, como ya señalé, en términos de agente sólo "potencial", sujeto legalmente incapaz y, de hecho, incompetente ("básico" o "de fondo" diría Garzón Valdés55) para decidir racionalmente sobre su propia vida- no se plantea el problema de salvaguardar espacios de libertad o de autonomía. En la óptica del modelo liberal tradicional (o milliano), los niños tienen que ser "protegidos de sí mismos",56 ayudados para superar su propia condición de dependencia desigual:57 en consecuencia, las intervenciones paternalistas frente a ellos, sí están dirigidas a hacer efectivos sus intereses y/o evitar daños que los niños por sí mismos no podrían evitar, se deberían considerar como objetos de deberes positivos58 o, de todas formas, como conductas que no exigen ninguna justificación ulterior, al contrario de cuanto ocurriría si se tratase de sujetos adultos.
Además, dicho modelo ha tenido una notable influencia en la configuración del estatus jurídico del menor de edad en el ámbito de los ordenamientos liberales, en los cuales, por mucho tiempo, la categoría dogmática de la incapacidad de actuar (que realmente nació para satisfacer exigencias de naturaleza patrimonial) ha constituido la exclusiva clave de lectura de la condición jurídica de quienes todavía no han alcanzado la mayoría de edad legal.
Pues bien, tomar en serio los derechos de libertad del niño impone una relectura del influyente modelo milhano, construido sobre la idea según la cual la adquisición de la mayoría de edad marca un momento de ruptura en la historia personal del individuo: de una fase de construcción de un sujeto autónomo a la cual el niño, en cuanto tal, no participa activamente, se pasaría, sin solución de continuidad, a una sucesiva, en la cual el mayor de edad, más que ciudadano, se convierte, también, en el "único artífice y responsable de su propio plan de vida".59
Y en esta dirección se mueven, por cierto, las más recientes doctrinas sobre los derechos de los niños que, aunque con significativas diferencias, prestan atención al problema de la justificación de las medidas de tutela que comportan una limitación de la libertad y de la autonomía del menor,60 bien, haciendo referencia a argumentos típicamente utilizados en el ámbito deontológico para justificar las conductas paternalistas frente a los adultos (como aquél del consenso hipotético, de la autonomía individual y de la irracionalidad),61 bien, basándose, bajo una óptica consecuencialista, en la conveniencia de evitar un daño, o satisfacer un interés, a favor del niño destinatario de la intervención paternalista62 (y destinado, en ocasiones, a prevalecer sobre el interés del adolescente a gozar de algunos espacios de libertad).63
Bajo otro perfil, tomar en seno los nuevos derechos del menor también implica desconfiar del entusiasmo manifestado frente al alcance innovador de dichos derechos, recibidos por algunos como el feliz advenimiento de un nueva forma de "tutelar" que, en una perspectiva de superación gradual del viejo modelo asistencial, ve al menor, ya no como "un mero destinatario de tratamientos dispuestos a su favor," sino como un sujeto que ya es un "ciudadano".64
La configuración jurídica que los nuevos derechos de los niños asumen en la Convención de la ONU de 1989 bastaría para redimensionar el entusiasmo. Me limito a señalar dos aspectos que me parecen, para este propósito, significativos. En primer lugar, el dato, algo paradójico, según el cual, en los términos del artículo 14 de la Convención citada, el papel de "guía" en el ejercicio de los derechos de libertad (religiosa, de conciencia, de opinión) adscritos a los menores se atribuye a los progenitores, o bien, precisamente a los sujetos que presumiblemente son, también, los principales destinatarios (second parties) de los derechos en cuestión. En segundo lugar, piénsese en el tan celebrado derecho del niño a ser escuchado, capaz, según la mayoría, de restituir voz a aquellos que, como sugiere la etimología del vocablo infantes, por mucho tiempo fueron considerados incapaces de expresarse. Dicho derecho, en la formulación que recibió en el art. 12 de la misma Convención, está compuesto por un derecho negativo (el derecho del niño a formarse una propia opinión) y por un derecho positivo (a lograr que las propias opiniones reciban, por parte de aquéllos a los cuales se dirigen, el justo peso en proporción con su edad y madurez). Sin embargo, según la interpretación más difundida,65 las normas expresadas por la disposición citada no hacen referencia a las genuinas opiniones del niño, sino sólo a las opiniones que son consideradas como sensatas según unj uicio de madurez por parte del adulto: sólo a éstas se les debería dar libertad de expresión, al tiempo que la "edad" y la "madurez" son los parámetros de identificación del niño al cual se le reconoce el derecho a ser escuchado.
Estas consideraciones no deben generar estupor: sólo muestran como, en el proceso de especificación de los derechos de libertad a favor los niños, dichos derechos, al hacer referencia a sujetos en edad evolutiva, se convirtieron en algo diferente respecto a los correspondientes derechos del hombre considerado de forma abstracta (o, mejor, del hombre asumido como "metro-patrón"). El carácter de especificidad de los derechos de libertad del niño, respecto al paradigma tradicional de los derechos humanos, se puede identificar precisamente en la aún más incisiva red de límites que caracteriza su ejercicio y, en consecuencia, su contenido.66 Se trata, en la mayoría de los casos, de límites previstos por normas de competencia que atribuyen poderes a terceros: por ejemplo al juez, a quien corresponde, con base en el derecho interno e internacional, la decisión de establecer cuál es el mejor interés para el menor, no obstante las eventuales elecciones y opiniones expresadas por este último. Pero también estas normas de competencia son dirigidas a los progenitores, a quienes, por ejemplo, y como ya vimos, la Convención de la ONU de 1989 reconoce el poder de guía (a funny kind oj right, como sugiere Harry Brighouse)67 en el ejercicio de los derechos de libertad de los hijos.
Es evidente que la especificidad de los derechos de libertad del niño se justifica en la necesidad de equilibrar la exigencia de tutelar algunas manifestaciones de autodeterminación del menor, con la exigencia de evitar que dichas manifestaciones lesionen, o comprometan, su desarrollo psicofísico. En otras palabras, también los nuevos derechos del niño deben contar con la intervención de los adultos: sobre el plano conceptual, esto impide concebir el deber correlativo a tales derechos en un sentido meramente negativo. Por cierto, dicha especificación también se revela inevitable si, en lugar de la imagen del niño como agente sólo potencial (herencia de la tradición liberal), se prefiere la concepción del niño como actor social competente, actualmente de moda en la "nueva" sociología de la infancia.68
En efecto, usando la conocida metáfora kantiana, los derechos humanos liberales marcan la salida del individuo de la minoría de edad (o, al menos, en esta óptica fueron elaborados), es decir, son derechos adultos, como, por cierto, lo son los derechos discrecionales defendidos por la teoría hartiana. En relación con los sujetos que aún se encuentran en el estadio de la minoría de edad (que en el caso de los niños es literal), el lenguaje de los derechos, a pesar de su pretensión de neutralidad, no traiciona sus propias raíces históricas, es decir, aquéllas de un lenguaje "inventado" por la tradición liberal para un sujeto-patrón, definido por la acostumbrada secuencia hombre-adulto-racional (varón, occidental, heterosexual, etc.), pero que, si se aplica a la variable-niño, debe ser reformulado, actualizado, rediscutido.
Bajo este perfil, el caso de los nuevos derechos del niño confirmaría la tesis del origen histórico y particularista de los derechos: una tesis que, por cierto, no está, per se, en contraste con la pretensión de derechos humanos e, incluso, puede favorecer la superación de las disidencias teóricas y políticas que surgen, a menudo, a raíz de dicha pretensión.
Por último, como los "viejos" derechos de prestación, también los nuevos derechos del menor reflejan la relación problemática entre niños y derechos humanos; pero, de nuevo, en la problematicidad de dicha relación reside, precisamente, su mayor interés teórico.