Resumen: Este artículo propone un análisis concreto y puntual de dos de las más importantes teorías de las justicia contemporáneas: la propuesta por John Rawls en El liberalismo político y la asentada en Entre facticidad y validez de Jürgen Habermas. A la vez que desmenuza y explica cada una de ellas, la autora contrasta y enfatiza las diferencias, bondades y puntos débiles existentes, centrándose en las habermasianas. En particular, retoma el tema de la protección de los derechos humanos por parte de la comunidad internacional, así como las medidas redistributivas del ingreso necesarias para su aseguramiento eficaz. Finalmente, la autora concluye que, además de los principios de justicia transnacional reconocidos por la comunidad internacional asentados en diversos instrumentos internacionales (como podrían ser los que consagran derechos humanos), es necesario incluir ciertos principios de justicia económica y medidas de tipo redistributivo.
Palabras clave:HabermasHabermas,RawlsRawls,justicia globaljusticia global,redistribuciónredistribución,derecho internacionalderecho internacional.
Abstract: This article proposes a concrete and punctual analysis of two of the most important contemporary theories of justice: the one exposed by John Rawls in Political Liberalism and the one stated in Between Facts and Norms: Contributions to a Discourse Theory of Law and Democracy, by Jürgen Habermas. While analyzing and explaining thoroughly each one of them, the author contrasts and stresses their differences, their strong and weak points, specifically focusing on the Habermasian ones. Particularly, she elaborates on the issue of human rights protection by the international community, as well as on the redistributive measures of income, necessary for the effective securement of human rights. Finally, the author concludes that, besides the transnational principles of justice recognized by the international community in diverse legal instruments (such as those containing human rights), certain principles of economic justice and redistributive measures of the income should be included.
Keywords: Habermas, global justice, redistributive measures, internacional law.
Artículos
JUSTICIA GLOBAL EN UNA SOCIEDAD MUNDIAL PLURALISTA
Recepción: 15 Julio 2008
Aprobación: 05 Junio 2009
Hacia el final de la Guerra fría y prácticamente el mismo año, se publicaron dos obras seminales de filosofía política, El liberalismo político de John Rawls y Entre facticidad y validez de Jürgen Habermas. En ellas, ambos autores articulaban interesantes soluciones al problema de cómo compatibilizar las demandas de justicia y el respeto al pluralismo en las sociedades democráticas modernas: la idea de un consenso por solapamiento, en el caso de Rawls, y el ideal de una democracia deliberativa en el caso de Habermas. Pero, como ya vaticinó Hegel, también en este caso la lechuza de Minerva había alzado el vuelo al atardecer. Justo cuando se vislumbraban soluciones a la difícil tarea de compatibilizar justicia y pluralismo en el plano doméstico del Estado nacional, el final de la Guerra fría dio paso a un proceso de globalizacion difícilmente reversible que ha dado al traste con la viabilidad de cualquier solución meramente doméstica. Desde esa perspectiva, no es sorprendente que ambos autores pasaran de inmediato a intentar ampliar sus respectivas soluciones al contexto global de un emergente orden internacional, Rawls en su Derecho de gentes y Habermas en diversos escritos, el más reciente titulado "¿Una constitución política para la sociedad mundial pluralista?".1 Lo que sí ha resultado sorprendente para muchos, sin embargo, es la naturaleza de sus propuestas. Tratándose de dos de los defensores más acérrimos de la prioridad de la justicia sobre el pluralismo de las concepciones del bien, resulta llamativo lo vacilante que se torna esta defensa al pasar del contexto doméstico al internacional en sus respectivas utopías realistas. De hecho, la preocupación por respetar el pluralismo global parece haber minado seriamente la confianza de ambos autores en la aplicabilidad de sus soluciones domésticas al contexto internacional.
En el caso de Rawls, esto puede apreciarse con toda claridad en la transformación que sufre su concepción del consenso por solapamiento al pasar del contexto doméstico al internacional -la cual trae consigo una reducción drástica de las aspiraciones de justicia ancladas en dicha concepción. En el contexto doméstico, Rawls daba cuenta del hecho del pluralismo al interpretar el consenso constitucional en los Estados democráticos modernos como un consenso por solapamiento, es decir, un consenso en torno a un único conjunto de derechos y libertades constitucionales,2 justificable, sin embargo, por razones diversas (procedentes de las diversas doctrinas comprehensivas y concepciones del bien de los ciudadanos). Sin embargo, en el contexto internacional, Rawls propone un consenso que no sólo puede justificarse por razones diferentes, sino que tiene un contenido diferente y mucho menos exigente que en el caso doméstico. Según Rawls, lo que justifica esta diferencia es que los derechos constitucionales que las democracias liberales occidentales garantizan a sus ciudadanos expresan "aspiraciones liberales" que, en cuanto tales, sería ilegítimo imponer en otras sociedades una vez reconocido el hecho del pluralismo global. Por esta razón, los estándares de derechos humanos internacionales deben ser distintos y mucho menos exigentes que los estándares de derechos constitucionales reconocidos a los ciudadanos de democracias liberales. Curiosamente, el acuerdo internacional expresado en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 es considerado por muchos como un ejemplo histórico de consenso por solapamiento ralwsiano, es decir, como un consenso en torno a un conjunto de derechos internacionales que deja abierta, sin embargo, la justificación última de los mismos.3 Sin embargo, este punto de vista en realidad es incompatible con el que defiende Rawls en su Derecho de gentes. El consenso que propone Rawls para el orden internacional no implica sólo un minimalismo de la justificación, sino sobre todo un minimalismo sustantivo,4 es decir, una reducción severa en contenido y alcance de los derechos reconocidos en la Carta de las Naciones Unidas.5 Mientras que en el contexto doméstico la idea de un consenso por solapamiento prometía compatibilizar las exigencias de justicia con el respeto al pluralismo, en el contexto internacional esto ya no parece posible. Aceptar la propuesta de Rawls es aceptar que el pluralismo global impone drásticas cortapisas a las demandas de justicia global.
En el caso de Habermas, la situación es más compleja en tanto que su propuesta para un nuevo orden internacional todavía no ha sido desarrollada en todos sus detalles. Por un lado, dado el marcado carácter procedimental del modelo discursivo de democracia deliberativa elaborado por Habermas no es de esperar que esta propuesta se pronuncie respecto al contenido exacto que los estándares de derechos humanos internacionales deberían abarcar. En perfecta continuidad con el caso doméstico, en el diseño institucional que Habermas propone para un nuevo orden internacional la determinación de los principios de justicia transnacional se hace depender de un proceso de deliberación por parte de la comunidad internacional en una organización mundial adecuadamente reformada. En la medida en que esta determinación depende en última instancia de qué argumentos resulten más convincentes a la hora de justificar qué es lo que la justicia global exige de la comunidad internacional, no hay razón alguna para suponer, como hace Rawls, que dichos estándares tengan que ser distintos y menos exigentes que los reconocidos en las democracias liberales o en la Carta de las Naciones Unidas. Este rasgo cosmopolita del modelo de Habermas sugiere que el respeto al pluralismo no tiene por qué conducir a una reducción drástica de las aspiraciones de justicia. De hecho, el modelo Habermasiano, en marcado contraste con el de Rawls, contempla como meta legítima la necesidad de reducir el extremo diferencial de riqueza en la sociedad mundial mediante la adopción de medidas redistributivas. Ahora bien, así como en el caso doméstico, dicha meta está internamente conectada a las exigencias de justicia ancladas en los derechos constitucionales reconocidos a los ciudadanos, esta conexión desaparece en el caso internacional. Según la propuesta de Habermas, las cuestiones económicas deben desconectarse de las obligaciones de justicia de la comunidad internacional e interpretarse como aspiraciones políticas que, en cuanto tales, reflejan diferentes orientaciones valorativas y, por tanto, su realización debe depender de los compromisos negociados entre los valores e intereses encontrados de los diferentes poderes transnacionales. De este modo, las ambiciones de justicia generadas al aplicar el modelo deliberativo a las funciones adscritas a la comunidad internacional en una organización mundial reformada quedan contrarestadas drásticamente al aplicar el modelo pluralista de negociación y compromiso a las funciones adscritas a los poderes transnacionales. Aunque por una vía muy diferente, parece que aquí se impone la misma conclusión: aceptar la argumentación que subyace a esta propuesta es aceptar que el respeto al pluralismo global impone cortapisas drásticas a las demandas de justicia global. Que los autores de dos de las concepciones de justicia doméstica contemporáneas más exigentes lleguen a una conclusión similar respecto al caso internacional no deja de ser inquietante para aquellos que albergamos ambiciones de justicia global.
Aún y así, a continuación quisiera resistir esa conclusión, mediante un análisis crítico de los argumentos que Habermas ofrece en defensa de su modelo y que, en mi opinión, conducen a una interpretación ultraminimalista de las obligaciones de justicia de la comunidad internacional. Mi intención última, sin embargo, no es meramente crítica. Mostrar la debilidad de dichos argumentos permitiría recuperar los otros elementos de su modelo para una defensa ambiciosa de las exigencias de justicia en una sociedad mundial pluralista, aunque eso es algo que sólo apuntaré brevemente al final pero no puedo defender en detalle aquí.6
El modelo habermasiano para un futuro orden internacional está diseñado en respuesta a la audaz y difícil cuestión de cómo concebir una "política interior global sin un gobierno mundial". Esta tarea ya revela dos puntos fijos para cualquier interpretación del modelo; a saber: sus objetivos claramente cosmopolitas y la estructura heterárquica de las instituciones que deben conseguirlos. Ambos rasgos del modelo me parecen muy atractivos. Es decir, estoy de acuerdo en que la constitucionalización del derecho internacional tiene interés normativo sobre todo en la medida en que permita una "política interior global" orientada al logro de mayor justicia global, a la resolución de problemas ecológicos globales, etc. También estoy de acuerdo en que, para el orden mundial, una estructura política heterárquica es preferible a un gobierno mundial, dado que minimiza los riesgos de una concentración excesiva de poder político (del mismo modo que, cuando de estados se trata, éstos se minimizan mediante los habituales mecanismos de división de poderes, sistema de contrapesos, estructuras federales, etc.). Por otra parte, también me parece muy atractivo el diseño específico de un sistema multi-nivel con diferentes unidades políticas en el plano supranacional, transnacional y nacional. Donde encuentro dificultades es con la asignación de tareas y de medios específicos a las diferentes unidades del sistema. Habermas los describe brevemente en los siguientes términos:
Una organización mundial convenientemente reformada podría realizar las funciones -vitales aunque claramente delimitadas- de asegurar la paz y promover los derechos humanos en el nivel supranacional ... En el nivel intermedio, el transnacional, las principales potencias se ocuparían de los difíciles problemas de una política interior global que ya no se limita a la mera coordinación sino que incluye la promoción activa de un orden mundial más equilibrado. Tendrían que habérselas con problemas económicos y ecológicos globales en el marco de conferencias permanentes y sistemas de negociación... El sistema multinivel delineado cumpliría los objetivos de paz y derechos humanos de la Carta de las Naciones Unidas en el nivel supranacional y gestionaría los problemas de política interior global en el nivel transnacional mediante compromisos entre unas grandes potencias domesticadas" (2004, p. 136).
Como trataré de mostrar a continuación, cuando se intentan armonizar los medios y los fines previstos en este sistema multinivel surgen posibilidades de interpretación del modelo extremadamente diferentes, algunas de las cuales son tan minimalistas desde un punto de vista normativo como para generar serias dudas sobre los reconocidos objetivos cosmopolitas del mismo.
En la discusión contemporánea sobre modelos normativos para un nuevo orden internacional está ampliamente aceptado que la justicia internacional requiere garantizar la paz, la seguridad y la defensa de los derechos humanos. Sin embargo, así como los objetivos de paz y seguridad son incontrovertibles, no puede decirse lo mismo del objetivo de protección de los derechos humanos. Los habituales candidatos al desacuerdo son los llamados derechos económicos y sociales, seguidos por los derechos políticos a la participación democrática. Pero, desgraciadamente, ni siquiera el derecho a la igualdad plena es incuestionado.7 Algunos autores optan por la estrategia minimalista de identificar derechos humanos básicos, con la esperanza de suscitar aprobación universal en el seno de la comunidad internacional,8 mientras que otros siguen una estrategia más generosa, con la intención de incrementar las consecuencias normativas de sus propuestas. Pero incluso los idealistas más utópicos de entre estos últimos están lejos de proponer algo tan ambicioso como el conjunto de disposiciones contenido en la Carta Internacional de Derechos Humanos9 que la Asamblea General de las Naciones Unidas ha ido adoptando en los últimos decenios y que ya ha sido aprobada por la mayoría de los países del mundo. Entre estas disposiciones, el candidato favorito a burla por parte de los críticos de las agendas maximalistas es el derecho a "vacaciones periódicas pagadas" contenido en el Artículo 24 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Ahora bien, si se analiza el modelo habermasiano con la intención de delinear el alcance exacto de las disposiciones sobre derechos humanos que un futuro orden internacional debería reconocer, resulta que la exposición de su propuesta es ambigua. Como es habitual, Habermas sostiene que una organización mundial reformada tendría las funciones de asegurar la paz y proteger los derechos humanos. Sin embargo, no detalla qué entiende exactamente por "proteger los derechos humanos". A veces sugiere una lectura ultraminimalista, según la cual proteger los derechos humanos debe entenderse como "la [función] claramente delimitada" de evitar "violaciones a gran escala de los derechos humanos" tales como el genocidio o la limpieza étnica, mediante la movilización, si es preciso, de las fuerzas armadas de los estados miembros contra países criminales. (2004, pp. 143, 170). Otras veces ofrece una lectura ambiciosísima, según la cual proteger los derechos humanos equivale a cumplir "los objetivos en materia de derechos humanos de la Carta de las Naciones Unidas" (2004, p. 136). Evidentemente, hay una diferencia abismal entre si el modelo pretende alcanzar un objetivo o el otro.
La dificultad es más profunda de lo que puede parecer a primera vista, pues ninguna de esas dos lecturas ofrece una base estable para una interpretación general de los objetivos globales del modelo. En el caso de la interpretación ambiciosa, la función de proteger los derechos humanos requeriría garantizar, entre otras cosas, las condiciones socioeconómicas mínimas necesarias para lograr los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas en materia de derechos humanos. Sin embargo, esta interpretación está explícitamente excluida por la afirmación de Habermas de que la organización mundial debe alejarse de cualquier objetivo "político" relacionado con la economía, es decir, que "incida en cuestiones de distribución equitativa" (2005, p. 336). Habermas insiste en que las cuestiones distributivas son intrínsecamente "políticas" y afirma que, por esta razón, la organización mundial reformada debería ser "exonerada de las ingentes tareas de una política interior global" (2005, p. 346). Esta afirmación deja como única alternativa la interpretación ultraminimalista, según la cual la función de proteger los derechos humanos consiste única y exclusivamente en el deber negativo de prevenir "violaciones masivas de derechos humanos" debidas a conflictos armados, tales como la limpieza étnica o el genocidio. Ahora bien, una vez que la misión de proteger los derechos humanos y la tarea de implementar una política interior global son disociadas de este modo, esta última ya no puede entenderse como responsable de garantizar las condiciones socioeconómicas necesarias para cumplir los objetivos en materia de derechos humanos de la Carta de las Naciones Unidas, pues la función de proteger los derechos humanos (junto con asegurar la paz) compete exclusivamente, según Habermas, a la organización mundial reformada. Sin embargo, la organización mundial tampoco es la encargada de garantizar tales condiciones. Resulta, pues, que se mire como se mire, en el reparto de tareas previsto por el modelo habermasiano nadie es responsable de garantizar las condiciones socioeconómicas necesarias para proteger los derechos humanos reconocidos en la Carta de las Naciones Unidas. El problema aquí no es tanto que el alcance y contenido exacto de las disposiciones de derechos humanos está indeterminado, sino que su implementación está en un limbo normativo.10
Veo dos grandes problemas en el reparto de tareas que defiende el modelo habermasiano. En primer lugar, resulta inquietante la extremada reducción de funciones que este modelo adscribe a una organización mundial reformada. La crítica habitual a la actual organización mundial es que no hace lo suficiente. Sin embargo, esta propuesta de reforma arguye que debería hacer todavía menos. Es preciso, pues, examinar las razones en favor de "exonerar" a una futura organización mundial de la mayoría de las funciones que las instituciones de las Naciones Unidas intentan desempeñar actualmente mediante una multiplicidad de organismos especiales, y reducirlas a las que suelen adscribirse al Consejo de Segundad. Por supuesto, si las razones fueran meramente prudenciales o técnicas, la discusión no tendría demasiado interés desde un punto de vista normativo. Si se considera la cuestión desde un punto de vista puramente práctico relativo al diseño institucional, bien pudiera ser que otras instituciones futuras estuvieran mejor capacitadas para proteger los derechos humanos recogidos en la Carta de las Naciones Unidas que una organización mundial. A fin de cuentas, todo el mundo está de acuerdo en que la actual organización mundial necesita reformas urgentes. Sin embargo, las razones que Habermas aduce en apoyo de su propuesta no atañen sólo a cuestiones técnicas sobre medios sino a cuestiones normativas sobre cómo deben concebirse los fines de un futuro orden internacional. Estas razones normativas originan un segundo problema aún más preocupante. En mi opinión, lo más problemático de esta propuesta no es tanto que "exonere" a las instituciones encargadas de proteger los derechos humanos de las inmensas tareas de una política interior global, sino que, al mismo tiempo, con ello se "exonera" a la política interior global de la función de proteger los derechos humanos. En consecuencia, los fines de la política interior global ya no pueden concebirse como estrictas obligaciones de justicia, sino que pasan a ser meras metas a las que aspirar; es decir, metas "políticas" que reflejan diferencias en orientaciones valorativas e ideales y que, por tanto, deben ser acordadas mediante compromisos negociados entre las preferencias valorativas e intereses en conflicto de las diferentes potencias participantes. Siguiendo esta interpretación, el objetivo que Habermas menciona de "superar la extrema diferencia en niveles de bienestar en una sociedad mundial altamente estratificada" se convierte en una de tantas nobles aspiraciones políticas, como la protección de los arrecifes de coral o la promoción del arte. Efectivamente, dado que los objetivos de una política interior global no están dirigidos al cumplimiento de obligaciones estrictas de justicia, su contenido no se puede determinar de antemano. Cuáles resulten ser dichos objetivos dependerá, en cada caso, de la constelación de orientaciones ético-políticas de las grandes potencias mundiales implicadas en su determinación. La protección universal de los derechos humanos más básicos mediante la erradicación de la pobreza severa, por ejemplo, podría ser una de las metas de la política interior global. Pero también podría no serlo. Todo depende de si los valores altruistas lograran triunfar sobre otros valores e intereses legítimos de los grandes actores mundiales, como el interés en erradicar primero las diferencias de bienestar dentro de cada país, por ejemplo. Pero, ¿es verdaderamente plausible pensar que, desde un punto de vista normativo, todo lo que la justicia exige de la comunidad internacional en materia de protección de derechos humanos es prevenir las guerras de agresión y el genocidio y que cualquier otro fin más ambicioso es en última instancia una cuestión de elección entre ideales políticos en conflicto? Para responder a esta cuestión, necesitamos examinar con más detenimiento las razones normativas que Habermas aduce en favor de la interpretación ultraminimalista de los deberes de justicia de la comunidad internacional.
Según la interpretación ultraminimalista de la función de proteger los derechos humanos, la comunidad internacional representada en una organización mundial reformada tendría el deber de evitar violaciones a gran escala de los derechos humanos (como limpieza étnica o genocidio) y, llegado el caso, de hacerlo mediante intervención militar. Pero evitar otro tipo de violaciones de los derechos humanos no forma parte de los deberes negativos de justicia, sino que es una tarea política positiva o, en palabras de Habermas, "constructiva".11 Es decir, es un tipo de tarea ligada a preferencias ético-políticas que son intrínsecamente plurales y que, en última instancia, dependen de diferentes concepciones del bien. Por este motivo, así prosigue el argumento, estas tareas deben relegarse al ámbito de una política interior global que, de modo similar a lo que ocurre con la política interior de los estados nacionales,12 debe determinarse mediante compromisos negociados entre las diferentes concepciones políticas, ideales e intereses de los principales actores implicados. Habermas explícita este punto de vista del modo siguiente:
Si la comunidad internacional se limita a garantizar la paz y proteger los derechos humanos, la solidaridad entre los ciudadanos del mundo que se requiere no necesita alcanzar el nivel de consenso implícito en las orientaciones axiológicas políticas profundas necesario para el tipo de solidaridad ciudadana entre connacionales a que estamos acostumbrados. Basta que haya una unísona reacción de indignación moral frente a las violaciones flagrantes de los derechos humanos y actos de agresión manifiestos. Este acuerdo de respuestas afectivas negativas frente a actos percibidos como crímenes masivos es suficiente para integrar una comunidad abstracta de ciudadanos del mundo. En última instancia, los claros deberes negativos de una moral universalista de justicia -el deber de no cometer guerras de agresión ni crímenes contra la humanidad- constituyen los criterios para los veredictos de las cortes internacionales y para las decisiones políticas de la organización mundial. Esta base parajuzgar que nos brindan las disposiciones culturales comunes es fina pero robusta. Basta para aglutinar las reacciones normativas que se dan en todas partes del mundo en torno a una agenda para la comunidad internacional)/ para dotar de fuerza legitimadora a las voces de un público global cuya atención es dirigida continuamente por los medios de comunicación hacia temas específicos". (2004, p. 143; las cursivas son mías).
Según este pasaje, todo lo que se le exige a la comunidad internacional para que cumpla la función de proteger los derechos humanos es que se limite a evitar guerras de agresión y crímenes contra la humanidad. Un elemento clave de esta interpretación ultraminimalista de la función de proteger los derechos humanos es el recurso a la problemática distinción entre deberes positivos y deberes negativos. Esta distinción justifica, a su vez, una distinción entre tipos de violación de los derechos humanos; a saber: los que desencadenan en la comunidad internacional una responsabilidad de actuar universal e ineludible y los que no. Aunque Habermas no ofrece una justificación detallada de la distinción, el pasaje sugiere dos posibles líneas argumentativas ínterconectadas. Por una parte, tal y como suelen argumentar los defensores de la distinción entre deberes negativos y positivos, se sugiere que los deberes negativos sólo exigen auto-contención. Es decir, el agente está obligado a abstenerse de hacer algo, pero no a actuar positivamente en un sentido u otro. Por tal motivo, así prosigue el argumento, los deberes negativos son suficientemente específicos y de alcance genuinamente universal, mientras que los deberes positivos son intrínsecamente imprecisos respecto a la cuestión de quién debe hacer qué cosa. Por otra parte, esta imprecisión remite a un problema más profundo; a saber: todo intento de especificar tales deberes requiere interpretación y, por tanto, reflejará inevitablemente diferencias de orientación valorativas. Por ello, es mucho más difícil que grupos con diferentes concepciones ético-políticas alcancen un consenso sobre tales deberes. En esa medida, adscribir deberes "positivos" a la comunidad internacional pondría en entredicho la legitimidad de las decisiones de la organización mundial. Examinemos detalladamente ambas líneas argumentativas.
Según la primera línea argumentativa, los deberes negativos que sólo requieren autocontención por parte del agente, serían los únicos "claros deberes negativos de una moral universalista de justicia". Pero incluso si se concede este punto por mor del argumento, no parece ser muy útil en nuestro contexto, porque lo que está en cuestión aquí no son tanto los deberes "negativos" de no cometer guerras de agresión ni crímenes contra la humanidad, sino, sobre todo, los deberes "positivos" de intervenir contra tales crímenes mediante el uso de fuerza militar, de suministrar los recursos necesarios para garantizar la seguridad de la población civil, de arriesgar las vidas de soldados y otros ciudadanos enteramente ajenos al conflicto en cuestión, etc. En una palabra, lo que necesita justificación en este contexto es, precisamente, la obligación "positiva" de la comunidad internacional de actuar en vez de abstenerse de intervenir cuando cualquier país cometa crímenes contra la humanidad o inicie una guerra de agresión. La auto-contención de los miembros de la comunidad internacional es parte del problema, no la solución. Es más, dado que en casos de violación de los derechos humanos de este tipo lo que se exige "positivamente" de la comunidad internacional en términos de recursos militares, económicos y humanos es tan extremadamente alto, el argumento de la abstención o auto-contención parece especialmente inapropiado para identificar estos tipos de violaciones de derechos humanos como los únicos capaces de desencadenar obligaciones universales de intervención por parte de la comunidad internacional.13 Pero examinemos la segunda línea argumentativa.
Según ésta, lo que distinguiría este tipo de violaciones de los derechos humanos de todas las otras no es tanto la naturaleza de las acciones que se exigen, sino la envergadura de las atrocidades en cuestión. Se trata simple y llanamente de las peores acciones posibles desde el punto de vista moral. Por tanto, si existe la más mínima posibilidad de que los miembros de la comunidad internacional se pongan de acuerdo en la obligación de evitar alguna violación de los derechos humanos, este tipo de violaciones estarán incluidas o ninguna lo estará en absoluto. Habermas apunta a este argumento del consenso cuando afirma que "los deberes negativos de una moral universalista de la justicia -el deber de no iniciar guerras de agresión y de no cometer crímenes contra la humanidad- están enraizados en todas las culturas y afortunadamente coinciden con los criterios legalmente especificados que usan las instituciones de la organización mundial para justificar sus decisiones" (2005, p. 358; las cursivas son mías). Sería difícil negar que las guerras de agresión y los crímenes contra la humanidad son violaciones de los derechos humanos de la peor especie. Efectivamente, si este tipo de violaciones no pudieran generar un consenso respecto a la obligación de prevención activa por parte de la comunidad internacional, nada podría generar tal consenso. Ahora bien, lo que está en cuestión aquí es una aserción diferente; a saber: que no es plausible suponer que otro tipo de violaciones de los derechos humanos pudiera también generar el consenso moral universal de la comunidad internacional. Para justificar esta afirmación lo que habría que mostrar es que este tipo de violación de los derechos humanos posee algún rasgo peculiar que lo distingue radicalmente, en términos de significado moral, de cualquier otro. Veamos si esto es así.
Como ya mencioné antes, uno de los rasgos más distintivos de este tipo de violaciones es la envergadura de las atrocidades potencialmente incluidas en ellos. Se trata de violaciones "masivas" de los derechos humanos. Pero sufrimiento y muerte a gran escala se dan también en muchas catástrofes naturales. La relevancia moral de ese tipo de violaciones no puede reducirse, pues, al mero número de seres humanos potencialmente perjudicados. Pero tampoco se debe simplemente a que estas violaciones son producto de la acción humana, pues muchas otras también lo son. Además de ser producto de la acción humana y de su enorme envergadura, lo que hace tan horripilantes estas violaciones desde un punto de vista moral es que son totalmente inmerecidas y no responden a provocación alguna por parte de las víctimas; y, por si esto fuera poco, en la mayoría de los casos las víctimas carecen de medios de auto-defensa mínimamente eficaces. Este último rasgo es crucial en nuestro contexto pues es el que desencadena la obligación positiva de actuar por parte de miembros de la comunidad internacional no directamente implicados en el conflicto. Precisamente porque estas atrocidades pueden evitarse, a diferencia de lo que ocurre con muchas catástrofes naturales, pero no por las víctimas mismas, no sólo los perpetradores sino también aquellas partes no implicadas que disponen de medios eficaces están moralmente obligadas a prevenirlas como una cuestión de justicia básica.
Ahora bien, si utilizamos como hilo conductor esta breve dilucidación de rasgos moralmente significativos, mi impresión es que hay otros tipos de violación de los derechos humanos que satisfacen la descripción. Tomemos, por ejemplo, las muertes y sufrimiento a gran escala que causan en el mundo enfermedades de fácil curación. Según la OMS, aproximadamente 18 millones de seres humanos mueren cada año de forma prematura por deficiencias médico-sanitarias fácilmente subsanables.14 Estas víctimas carecen de acceso a medicinas esenciales que, en general, son fáciles de adquirir, porque el precio de las mismas no está a su alcance (y, a veces, tampoco al de sus gobiernos). Este dato está directamente relacionado con el hecho de que más de 2.800 millones de individuos15 viven en condiciones de carencia extrema, desnutrición, sin acceso a agua potable, etc., pues la pobreza severa es la principal causa de la alta mortalidad por enfermedades curables. Dado que, afortunadamente, el derecho a la vida no está todavía en entredicho, parece sensato afirmar que los derechos humanos más básicos de los 18 millones de individuos que mueren anualmente a causa de enfermedades curables no están protegidos. Y, sin embargo, por mucho que nos pueda asombrar a algunos, el acuerdo respecto a este hecho indiscutible no basta para motivar acuerdo sobre que en estos casos se esté produciendo alguna violación específica de los derechos humanos. Aunque la envergadura de la atrocidad no está en disputa y, al menos con respecto a 2/3 de las víctimas que son niños menores de 5 años, ninguna concepción moral mínimamente razonable puede negar que se trata de un mal inmerecido, la ausencia de un perpetrador específico a quien imputar causalmente la "violación" de esos derechos humanos suele alegarse como razón de por qué estos casos no pertenecen al tipo de violaciones de derechos humanos característicos de atrocidades como la limpieza ética o el genocidio. Debo confesar que no veo cómo esta supuesta falta de analogía puede bastar para inhibir toda obligación de intervenir por parte de aquellos que disponen de medios eficaces para evitar que ocurra; pero, de todos modos, vayamos a un caso más concreto. Como es bien sabido, en el caso concreto de las víctimas del VIH/SIDA,16 los gobiernos de los países pobres no pueden garantizar el acceso al tratamiento a sus ciudadanos, no porque carezcan de medios para producirlo, sino porque están obligados a acatar el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual (ADPIC, 1995) al que llegó la comunidad internacional bajo los auspicios de la OMC. Este acuerdo garantiza a las compañías farmacéuticas el monopolio de la producción de medicamentos por un período de 20 años, período durante el cual pueden cobrar por ellos tanto como deseen para recuperar su inversión inicial en investigación.17 Dado que en este caso la violación masiva del derecho básico a la vida puede conectarse directamente a una normativa internacional concreta, parece claro que si alguna atrocidad es producto de la acción humana, ésta lo es. Además, en este caso se da la feliz coincidencia (que, según algunos, no se da en el caso de muertes por pobreza severa) entre perpetradores y aquellos que poseen los medios para evitar que ocurra la violación en cuestión. Pero, entonces, ¿qué rasgo moral concreto justificaría la falta de consenso moral universal sobre la obligación de la comunidad internacional de evitar activamente este tipo de violación masiva de los derechos humanos? ¿En virtud de qué argumento o razón podría una concepción moral justificar la inacción en estos casos de muerte a gran escala producida por la acción humana y no en los otros? Por supuesto que encontrar una nueva normativa que solucione todos los problemas sociales, económicos y técnicos aquí involucrados puede resultar muy difícil,18 pero, ni que decir tiene, esta dificultad es todavía más clara en los casos de violaciones de derechos humanos causadas por conflictos étnicos.
De hecho, algunos datos indican que la posibilidad de un consenso universal en torno a este caso por parte de la comunidad internacional es bastante probable. En los últimos años, países relativamente débiles como Tailandia y Sudáfrica han emitido licencias obligatorias o han aprobado leyes que permiten la producción de antirretrovirales genéricos para tratar el SIDA en directa confrontación con las compañías farmacéuticas que lo consideran una violación de las reglas de la normativa ADPIC. Por el momento han sido capaces de proseguir con esta supuesta violación sin sufrir un boicot comercial por parte de la comunidad internacional precisamente porque hay un consenso cada vez mayor en que la reglamentación actual es moralmente inaceptable. En este caso observamos ya el tipo de reacciones de indignación moral frente a violaciones masivas de los derechos humanos por parte de la opinión pública mundial que Habermas predice para el otro tipo de violaciones.19 Estas reacciones han impulsado a algunas compañías farmacéuticas, que en un principio intentaron procesar judicialmente a los gobiernos de esos países, a extenderles voluntariamente licencias de fabricación.20 El hecho de que la violación de la actual normativa sea vista por la opinión pública como un acto de desobediencia civil, puede ser un factor decisivo para impulsar a los actores mundiales implicados a establecer una normativa de patentes moralmente aceptable.21
Ahora bien, del mismo modo que la normativa ADPIC puede dar lugar a violaciones masivas de los derechos humanos, muchas otras reglamentaciones económicas adoptadas por la OMC son acusadas de producir efectos semejantes por participantes activos en la emergente esfera pública global. Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), los países pobres podrían aumentar el valor de sus exportaciones en más de 700 mil millones de dólares si los países ricos abrieran sus mercados en la misma medida en que los pobres están obligados a hacerlo en virtud de la reglamentación del comercio internacional adoptada por los miembros de la OMC.22 Según el Banco Mundial, la abolición de todas las barreras comerciales actuales podría hacer que 320 millones de personas salieran de la pobreza en 2015.23 Este cambio de política ayudaría ciertamente a proteger los derechos humanos básicos de los ciudadanos de los países pobres, reduciendo considerablemente el enorme número de muertes anuales causadas por enfermedades curables. Por supuesto, todos estos asuntos regulativos son complejísimos y por lo tanto altamente polémicos, pero, por suerte, no necesito defender aquí ninguna normativa concreta. Me limito a señalar ejemplos de reglamentos internacionales actuales que pueden tener implicaciones drásticas en la posibilidad de proteger los derechos humanos básicos de amplísimos sectores de la población mundial. Y, lo que es más importante, estoy eligiendo intencionadamente ejemplos que no implican la adopción de medidas redistributivas dirigidas a "superar las enormes diferencias en niveles de bienestar en una sociedad mundial altamente estratificada". Aunque no estoy de acuerdo en que todas las cuestiones distributivas sean esencialmente "políticas" (en sentido habermasiano), no quiero que mi argumentación dependa de tener que negar esta afirmación, ya que es un asunto controvertido. Lo único que intento mostrar es que no hay ninguna razón convincente para aceptar la interpretación ultraminimalista de lo que constituyen "violaciones masivas de derechos humanos". Resulta difícil creer que por muy horripilantes que puedan ser los efectos de las reglamentaciones del orden económico mundial respecto a la posibilidad de proteger los derechos humanos más elementales de la población mundial, sólo acciones militares o armadas tales como guerras de agresión o limpieza étnica caen dentro de los criterios de justicia que "las instituciones de la organización mundial usan para justificar sus decisiones" (2005, p. 358). En particular, y en vista de los ejemplos que acabo de poner, resulta inverosímil sugerir que cualquier interpretación más generosa de la función de proteger los derechos humanos ha de incluir tareas políticas "constructivas" que no pueden justificarse como deberes negativos de justicia y que, por tanto, deben determinarse mediante compromisos negociados. Dado que estos ejemplos "no tocan cuestiones distributivas" en absoluto, ¿qué justificación hay para excluirlos de antemano del ámbito de los criterios de justicia que justifican las "decisiones políticas de la organización mundial" y dejar su prevención al albur de los acuerdos negociados entre unos actores mundiales que buscan su propia ventaja?
Una razón que Habermas menciona para excluir del ámbito estrictamente demarcado y legalmente especificado de violaciones de los derechos humanos todo "problema" de raíz económica es que "estos problemas no pueden resolverse de una manera directa, aplicando el derecho y el poder contra Estados nacionales poco dispuestos o incompetentes" (2005, p. 346). Pero no veo cómo esto es diferente en el caso de violaciones de los derechos humanos producidas por conflictos armados. Es cierto que la comunidad internacional puede intervenir militarmente contra un estado poco dispuesto para evitar violaciones de ese tipo de derechos humanos, especialmente si se trata de un estado militarmente débil. Pero, evidentemente, esto sólo es posible siempre y cuando los demás estados implicados no estén poco dispuestos a intervenir. En este momento somos testigos de un genocidio de enormes proporciones en Darfur, y tenemos que reconocer que, tristemente, este problema "no puede resolverse... aplicando el derecho y el poder contra Estados nacionales poco dispuestos o incompetentes". Nada puede conseguirse en el ámbito internacional sin la colaboración o el consenso de los estados implicados, pero esto difícilmente distingue las violaciones de los derechos humanos de origen económico de las originadas por conflictos armados. De hecho, me parece más razonable esperar que los estados miembros de la comunidad internacional estén dispuestos a implicarse voluntariamente en cambiar algunas regulaciones del orden económico internacional (como la normativa ADPIC, por ejemplo) que en participar en caras y arriesgadas operaciones militares.
Evidentemente, estoy de acuerdo que siempre será difícil alcanzar un consenso en la comunidad internacional respecto a cambios legales que afecten a los intereses económicos de sus miembros, sobre todo si afectan a los intereses de los miembros más poderosos. Sin embargo, considero que una concesión al realismo en este punto no aporta ninguna ventaja a un modelo normativo de un futuro orden internacional, puesto que debilita las metas normativas sin facilitar tampoco su realización. En una palabra, el resultado no es ni realista ni utópico. Dejando de lado, de momento, el objetivo de solucionar las amenazas ecológicas globales, voy a centrarme en la otra meta utópica del modelo habermasiano, a saber, la de "superar las enormes diferencias en niveles de bienestar en una sociedad mundial altamente estratificada".
Si es verdad que no cabe esperar un consenso global sobre la necesidad de evitar violaciones masivas de los derechos humanos de origen económico, entonces tampoco cabe esperar una política interior global que se dirija a alcanzar esas metas y, mucho menos aún, una que se dirija a la meta igualitaria muchísimo más ambiciosa y polémica de "superar las enormes diferencias en niveles de bienestar en una sociedad mundial altamente estratificada". En este sentido, poco importa si los principales actores que han de ejecutar tal "política interior global" son gobiernos estatales en calidad de miembros de una organización mundial transformada a nivel supranacional o los mismos gobiernos en calidad de miembros de regímenes continentales a nivel transnacional. Si no cabe esperar un consenso sobre esas metas, no se realizarán en ningún nivel. Y dado que a los países ricos y poderosos no les van nada mal las cosas con las normativas que actualmente regulan el orden económico mundial (el llamado consenso de Washington24), no hay motivo para esperar que estén dispuestos a "re-regular la economía mundial" voluntariamente, sustituyendo las regulaciones actuales por otras que les sean menos ventajosas. Teniendo esto en cuenta, habría que buscar qué razones realistas puede haber para "exonerar" a la comunidad internacional (representada en una futura organización mundial) de toda implicación directa en una "política interior global" y dejar que ésta se determine mediante acuerdos negociados entre unas grandes potencias domesticadas que buscan su propia ventaja.
Una razón realista obvia equivaldría simplemente a una concesión escéptica; a saber: que o sucede de este modo o no sucederá en absoluto. Esta valoración puede que sea realista, pero difícilmente podría considerarse un ingrediente positivo de un modelo normativo. Es decir, tras hacer semejante concesión, el modelo ya no podría presentarse a sí mismo como ofreciendo una respuesta a la cuestión utópica de cómo es posible una política interior global dirigida a conseguir justicia global en concreto y no cualquier otra meta. Sin embargo, el uso habermasiano del término "domesticado" para calificar a los principales actores mundiales apunta a una razón realista de otra índole. Por una parte, el uso del término deja clara la orientación estratégica en busca de la propia ventaja que se atribuye a tales actores mundiales. Pero, por otra, el término sugiere también que existe alguna constricción que puede forzarles a modificar la actual regulación del orden económico mundial en favor de otra más igualitaria. Habermas señala que "una política interior global sin un gobierno mundial tendría que encastrarse dentro del marco de la organización mundial" (2004, p. 136). Esto sugiere que las grandes potencias se verían "domesticadas" por las constricciones que impondría el sistema supranacional. Sin embargo, la única constricción que Habermas menciona en este contexto es "el hecho de que, bajo un régimen efectivo de paz y seguridad de las Naciones Unidas, incluso los actores mundiales tendrían prohibido recurrir a la guerra como medio legítimo de solucionar conflictos" (idem). Esta limitación concuerda, ciertamente, con la interpretación ultraminimalista de las funciones de una futura organización mundial, dado que si esta última impusiera restricciones directamente relacionadas con la política económica, se enredaría en decisiones genuinamente "políticas" y arriesgaría su legitimidad. Pero lo que no queda claro es cómo una restricción en el uso de medios militares puede contribuir a que las grandes potencias estén dispuestas a cambiar, en contra de sus propio beneficio, las leyes y normativas que rigen el actual orden económico mundial por otras más justas e igualitarias. Lo que está en cuestión en la re-regulación de la economía mundial no es evitar el uso de la fuerza militar por parte de algunos actores mundiales sino, fundamentalmente, evitar la inacción de aquellos actores que se benefician directamente del status quo. Por suerte o por desgracia, el uso de la fuerza militar no es una opción viable (ni desde un punto de vista realista ni normativo) para cambiar las leyes y normativas de la economía global. Ahora bien, dado que ésta es la única constricción contemplada por la interpretación ultraminimalista del mandato y funciones que deberían tener las instituciones de una futura organización mundial en el nivel supranacional, quizá habría que buscar una constricción más adecuada en un nivel inferior, es decir, en la relación entre el nivel transnacional y el nacional.
En ese contexto, la razón que aduce Habermas para dejar todo lo relativo a la regulación de la economía mundial al albur de acuerdos negociados entre los grandes actores mundiales tiene que ver con la legitimidad de este tipo de decisión política. Bajo el supuesto de que toda regulación económica es o técnica o política y, lo que aún es más cuestionable, que toda normativa política es, en última instancia, una cuestión de elección o compromiso entre las preferencias valorativas e intereses encontrados de los participantes implicados, Habermas sugiere que toda reglamentación económica que no sea meramente técnica necesita un tipo de legitimidad democrática genuinamente diferente de los criterios de justicia que puede proporcionar la comunidad internacional. Como es el caso en el ámbito de los Estados nacionales, las diferentes metas políticas tienen que decidirse por mayoría democrática, dado que éstas reflejan, en última instancia, los valores y concepciones del bien de los participantes que son diversos y mutuamente incompatibles. Aunque esta línea argumentativa no está perfilada en todos sus detalles, parece que incluye tanto consideraciones realistas como normativas.
Desde un punto de vista realista, la afirmación optimista es que, en la medida en que alguno de los actores mundiales o "regímenes continentales" más poderosos están constituidos democráticamente, cabe esperar presión desde abajo, es decir, desde los propios ciudadanos, hacia una determinación más democrática de las metas de una "política interior global" en el nivel transnacional. Esto puede que sea cierto. Pero me parece más probable que los ciudadanos de los regímenes democráticos continentales se sientan inclinados a exigir a sus representantes que establezcan regulaciones de la economía global más justas y equitativas si consideran su impacto como una cuestión de protección frente a violaciones masivas de los derechos humanos que si lo consideran una cuestión de regateo político entre socios que buscan su propia ventaja. De hecho, si nos situamos en un contexto entendido como de cooperación voluntaria entre miembros orientados a maximizar el propio interés, tal y como lo describe el modelo habermasiano, cuesta ver por qué sería ilegítimo que los ciudadanos de cada uno de los regímenes continentales esperaran que sus representantes defendieran sus intereses nacionales o continentales con la mayor firmeza posible, presionando para lograr la reglamentación más beneficiosa para ellos. Sin duda nos gustaría que los actores más débiles hicieran esto. Pero entonces ¿por qué sería injusto que los más fuertes hicieran lo mismo?
Precisamente desde esta perspectiva "realista" resulta de crucial importancia que los criterios de justicia y deberes negativos que se atribuyen a la comunidad internacional en un modelo normativo sean interpretados de la manera más amplia posible, de modo que no haya riesgo de que ninguna violación masiva de los derechos humanos, especialmente las de origen económico, quede excluida. De hecho, el progresivo reconocimiento por parte de la comunidad internacional de que algunas normativas económicas conducen a violaciones masivas de los derechos humanos me parece la única esperanza realista que tienen los países o regímenes continentales débiles de doblegar la voluntad de los regímenes continentales más poderosos. Esa "constricción" desde arriba podría "domesticar" a las grandes potencias que se aprovechan del status quo y llevarlas a aceptar reglamentaciones económicas menos ventajosas para ellas. Una interpretación ultraminimalista de las violaciones de los derechos humanos que restrinja éstas exclusivamente a las de origen militar o armado, no brinda constricción alguna a las regulaciones económicas de una política interior global. Desde este punto de vista, importa muchísimo determinar si los cambios en las regulaciones económicas actuales son necesarios por motivos de justicia para evitar violaciones masivas de los derechos humanos o si se han de entender simplemente como metas políticas deseables a alcanzar mediante compromisos entre preferencias legítimas pero incompatibles. Puede que alcanzar un consenso sobre lo que es correcto en materia de justicia sea harto difícil; pero ese tipo de consenso tiene un rasgo insustituible; a saber: que liga a sus miembros al deber de garantizar su cumplimiento, mientras que el consenso sobre fines políticos deseables no tiene la fuerza vinculante de una obligación y, por ello, quedará siempre a merced de los caprichos de la voluntad política y del conflicto potencial con otras metas también valiosas (como el crecimiento económico, el interés nacional, etc.). Y lo que es peor, precisamente por esa razón, ofrece respaldo normativo a la inacción de aquellos que se benefician del status quo. Parece pues que, desde un punto de vista realista, una interpretación ultraminimalista de la función de proteger los derechos humanos por parte de la comunidad internacional que deja fuera de su ámbito y a merced de acuerdos negociados entre actores mundiales las regulaciones económicas de una política interior global, torna utópica, en el peor sentido de la palabra, la aspiración de justicia global. Pero quizá haya razones normativas para sostener esta interpretación.
La insistencia de Habermas en la naturaleza "genuinamente política" de los fines de una "política interior global" (2005, p. 336), sugiere que sería desacertado extender en exceso los criterios de justicia internacional que justifican las decisiones de las instituciones de la organización mundial para hacerles abarcar las reglamentaciones económicas de una política interior global. Por decirlo claro: el problema de una lectura generosa de la función de proteger los derechos humanos, desde un punto de vista normativo, parece estribar en que colaría de rondón entre las funciones y mandatos adscritos a una futura organización mundial el compromiso con una agenda política socialdemócrata de redistribución generalizada de riqueza a nivel global bajo la coartada de "proteger los derechos humanos". Tratar de "camuflar" como un asunto de justicia internacional lo que en el fondo no es sino un controvertido ideal político igualitario, socavaría la legitimidad de los criterios y acciones de la organización mundial, mientras que no habría déficit de legitimidad si tales "medidas redistributivas" fueran fruto de los acuerdos voluntariamente negociados entre los actores globales. Ésta parece ser la razón que subyace a la recomendación de Habermas de que "la reforma pendiente de las Naciones Unidas no debe poner el acento únicamente en fortalecer las instituciones nucleares sino, a la vez, en separar este núcleo del complejo de organizaciones especiales de la ONU" (2005, pp. 334-335), puesto que, como señala en otro lugar, "muchas de las más de 60 organizaciones y suborganizaciones de la familia de la ONU [...] están implicadas en esas tareas políticas [...] Los mandatos de organizaciones tales como el Banco Mundial, el FMI y, sobre todo, la OMC se extienden a decisiones políticas cuyo impacto en la economía global es inmediato" (2004, pp. 174-175). Según este punto de vista, sería mejor que las funciones de instituciones de las Naciones Unidas como el FMI o el Banco Mundial (que impactan directamente la reglamentación de la economía global) quedaran desligadas de la función de la organización mundial de proteger los derechos humanos y fueran relegadas a las decisiones políticas de grandes actores mundiales a nivel transnacional. La función de protección de los derechos humanos debería "despolitizarse" para que mantenga su legitimidad.
No cabe duda que las reglamentaciones económicas son políticas. Pero, por eso mismo, tampoco cabe duda que pueden suscitar cuestiones de justicia y conducir a violaciones masivas de los derechos humanos. En este sentido, el problema de muchas de las normativas del FMI o de la OMC no es que sean políticas (difícilmente podría ser de otro modo) sino que son inadecuadas desde el punto de vista de la justicia. En la medida en que lo son deberían revisarse para que se ajustaran a los estándares de derechos humanos aceptados por la comunidad internacional.25 Pero esto se vuelve imposible si tales estándares son interpretados en el sentido ultraminimalista que sólo incluye aquellas violaciones que justifican la intervención militar. La función crucial de un acuerdo internacional sobre derechos humanos es fijar los límites de la tolerancia internacional y la necesidad de intervención. Pero no hay razón alguna para reducir el tipo de intervenciones posibles exclusivamente al uso de fuerza militar. Si el origen de una violación de los derechos humanos es político, los medios para evitarla tendrán que ser políticos también. Intervenciones políticas encaminadas a exigir la revocación de cualquier reglamentación del orden económico global que de forma patente produzca violaciones masivas de derechos humanos, son el único modo en que se puede cumplir la función de proteger tales derechos. Y, como se puede ver en los ejemplos que mencioné antes, estas intervenciones no tienen por qué consistir en la adopción de medidas redistributivas o estar motivadas por ideales políticos igualitarios de socialdemócratas recalcitrantes. Una cosa es perseguir el fin de "superar las diferencias en niveles de bienestar en una sociedad mundial altamente estratificada" por sí mismo, es decir, en aras de una sociedad mundial más igualitaria y otra muy diferente es cumplir el deber negativo de no dañar a otros mediante la revisión de cualquier regulación económica que, de forma patente, conduzca a violaciones masivas de los derechos humanos,26 independientemente de si ello requiere adoptar medidas redistributivas o no. Mientras que lo primero puede que sea un ideal político discutible, lo segundo parece ser tanto una obligación de justicia como el evitar la limpieza étnica o el genocidio. Si cumplir estas obligaciones exige o no, en última instancia, la adopción de medidas distributivas, dependerá en cada caso de la naturaleza específica de la regulación y de sus consecuencias, de cuál sea la mejor forma de evitarlas o fomentarlas, etc. Pero lo que parece claro es que el debate y el acuerdo de la comunidad internacional sobre los criterios de justicia adecuados para la protección de los derechos humanos no puede hacerse depender de si su implementación tendrá o no efectos distributivos (es decir, por ponerlo en palabras de Habermas, de si "incidirá en cuestiones de distribución equitativa que afectan intereses arraigados e inamovibles de las sociedades nacionales" [2005, p. 336]). La discusión y determinación de qué constituyen violaciones de los derechos humanos debe seguir la lógica interna de los discursos morales en la comunidad internacional. Y sólo a la luz de un consenso internacional sobre qué es lo que la justicia exige será posible determinar qué decisiones son genuinamente "políticas" (y deben, por tanto, relegarse al resultado incierto de los compromisos negociados entre los ideales ético-políticos y los intereses enfrentados de los diversos actores mundiales) y qué decisiones deben ser "despolitizadas" y consideradas estrictamente como un asunto de justicia internacional. Asumir que todas las decisiones económicas, por su propia naturaleza, han de pertenecer a la primera de esas categorías me parece totalmente erróneo. Pero no veo qué otra razón puede haber para asumir que decisiones que no requieren intervención militar sino intervención política en la regulación de la economía global caen automáticamente fuera del mandato legítimo de protección de los derechos humanos de la comunidad internacional y no pueden considerarse, por tanto, como una cuestión de evitar violaciones de derechos humanos en sentido estricto. Como Habermas señala en un artículo reciente: "la Asamblea General es el lugar institucional, entre otros, para una formación inclusiva de la opinión y la voluntad respecto a los principios de justicia transnacional que deben servir de guía a una política interior global" (2007, p. 450). Esta afirmación apunta hacia la lectura ambiciosa de la propuesta Habermasiana a la que me referí al principio. De acuerdo con ella, los criterios de justicia transnacional tienen que establecerse en el nivel supranacional por una organización mundial reformada. Estos criterios tendrán que especificar el "valor justo" (fair value) de los derechos humanos que se reconocen a los ciudadanos del mundo, es decir, precisarán "las condiciones que es necesario garantizar a los ciudadanos del mundo para que, atendiendo a sus respectivos contextos locales, puedan hacer uso efectivo de sus derechos formalmente iguales" (2007, p. 451). Pero, obviamente, un proceso de formación de la opinión y la voluntad dirigido a establecer principios de justicia transnacional sólo podrá guiar la política interior global si tiene algún impacto en ella. Como mínimo, tendría que ser capaz de excluir algunas políticas y admitir otras. Y reconocer esto no es sino admitir que este proceso no puede permanecer tan asépticamente delimitado como para evitar implicaciones "políticas" en el sentido habermasiano del término. Sólo si los principios de justicia transnacional reconocidos por la comunidad internacional son lo suficientemente ambiciosos como para incluir la justicia económica podrán servir de guía a una política interior global. Por difícil que esto sea, no deja de ser una exigencia básica de justicia en una sociedad mundial pluralista.