Laicidad
ESTADO LAICO E INTEGRACIÓN EN LA PERSPECTIVA CONSTITUCIONAL*
Recepción: 20 Noviembre 2005
Aprobación: 24 Noviembre 2005
Hoy, mucho más que en pasado, la Laicidad es un término con muchos sentidos, rico de significados complejos y de intención semántica. Antiguamente, definido en su distinción del clericus, el laico es el que sabe comenzar toda búsqueda de sentido, desde las preguntas, sin llegar a conocer (mucho menos a priori) respuestas que no sean provisorias. Esto significa que el laico sabe que, en la mejor de las hipótesis, a través de la investigación personal y sobre todo con el diálogo, es posible alcanzar verdades efímeras, resultados provisionales, en los que la únicas certezas son la duda y la necesidad de continuar con la investigación. Y, en esto, tal vez, queda un eco de la distinción originaria, pero parcialmente invertida: se podría decir que el clérigo (si prescindimos de su pertenencia formal a una organización eclesiástica) es el que parte de respuestas, reveladas o heterónomas, para cuya justificación se plantea preguntas.1
Surge de inmediato un rasgo de la laicidad que con frecuencia queda oculto en el uso corriente del concepto: incluso antes de ser un concepto jurídico-institucional o un dato político-cultural, la laicidad puede estar referida a una condición existencial, ideológicamente y psicológicamente definida en el plano individual, que encuentra su proyección ética en el relativismo axiológico, y su expresión política más coherente primero en el liberalismo y, después, en las diferentes hipótesis teóricas de la democracia pluralista.2 En otros términos, su significado no se agota en la mera contraposición laico/católico, que históricamente ha adoptado (y sigue adoptando) relevancia primaria en el contexto social y político occidental, particularmente en Italia: el concepto de la laicidad, si se configura correctamente en sus términos más comprensivos, en cambio, es un concepto que tiende a incluir no sólo los filones inherentes al fenómeno religioso, sino todo lo que se refiere a las actividades humanas del conocimiento, imponiendo una orientación pluralista en la política del poder democrático que abarca los campos más diversos del saber, desde la investigación científica hasta la expresión artística, desde la enseñanza pública hasta el uso de las nuevas y viejas tecnologías de la comunicación.3 De aquí, además, se desprende la continuidad dimensional entre el nivel de la conciencia y de la libertad individual, el nivel asociativo-comunitario, y el institucional-estatal que siempre configura el momento más completo de realización de la idea de laicidad.4
Obviamente una acepción tan extensiva tiende per sé a la más amplia dispersión y convierte al pensamiento laico en objeto de continuas y contradictorias críticas que lo acusan, en ocasiones, de jugar el papel de doncella de un relativismo moral con venalidades nihilistas y, en otras, de ser una insidiosa y velada forma de ideología autoritaria, absolutista, autocontradictoria, también sostenida por un conformismo politically correct.5 La inconsistencia de las dos impugnaciones es evidente, y se podría decir que la coexistencia de ambas tesis es la prueba: ante la primera, tenemos que la intrínseca pluralidad axiológica del modelo laico, que se conecta íntimamente a la dimensión política pluralista, es en sí opción positiva, que niega cualquier posible resultado nihilista y reafirma su propia eticidad y, sin embargo, no se autocontradice, sino que se refuerza al colocarse como lugar de todas las opciones de valor posibles (esto es, de todas las instancias sociales posibles), es decir, como momento esencial del modelo pluralista, correctamente entendido en su función integradora.6 La segunda crítica, se niega pensando en el carácter necesariamente “dubitativo” de la ética laica, que no puede imponer valores absolutos, por el simple hecho de que no puede reconocerlos: y esto justifica su resistencia ante los que, convencidos de tenerlos, quieran, a su vez, imponérselos. En esto no existe ninguna contradicción, salvo la que puede expresarse en la idea de “neutralidad activa”: locución que, con un osímoro sólo aparente, define íntegramente, tanto al nivel individual como, sobre todo, en el nivel institucional, el papel de garantía que deberían llevar a cabo los poderes públicos en el estado democrático pluralista.
En ello la idea de la laicidad se libera definitivamente de sus orígenes históricos, que se refieren, primero, a las luchas religiosas en la Europa de la primera modernidad y, después, a la temperie ilustrada y, al final, se convirtió en momento de definición de sentido de la postmodernidad, y se orientó hacia una concepción no cognotivista en el plano ético y pluralista en el plano político, según un criterio de relativización epistémica que reniega de toda dimensión aletica en las elecciones morales.7 Así, esta idea se convirtió, más bien, en la antítesis del modelo totalitario, porque niega la posibilidad del conocimiento de una Verdad, pero reconoce –y de hecho facilita- el surgimiento de muchas verdades, antes las cuales la arena pública democrática debería desarrollar una función mayéutica.8 De ello deriva también la incompatibilidad sustancial (y regresa la separación tradicional entre todo teísmo y el laicismo) entre la perspectiva laica, relativista sin ficción y si “debilidad”, y las perspectivas que, por el contrario, tienden a promover –y cada vez con mayor frecuencia a imponer– una concepción propia de la “vida buena”, traduciendo el imperativo moral, ideológicamente fundado de manera religiosa o política y vinculante para los “creyentes”, en imperativo jurídico, válido para todos.
La situación actual observa el problema de la yuxtaposición entre modelo laico y modelo dogmático en primer plano: dejando firme la imposibilidad de toda simplificación, derivada de la enorme variedad de significados que los dos términos ofrecen al observador, sin embargo, es posible individuar algunos aspectos singulares del debate de este inicio de milenio. Por un lado, una disputa viva y escapadiza (y tal vez inconcluyente) en torno a la “paternidad” cultural de uno de los pilares del constitucionalismo moderno; la tutela de un catálogo más o menos amplio de derechos humanos, entendidos como fundamentales: el razonar, no sólo desde la parte católica, de una dimensión universalizadora y explícitamente u ocultamente jusnaturalista de la naturaleza y del proceso histórico de la génesis de los derechos.9 Ello con dos consecuencias posibles, cambiantes según el contexto: un intento de apropiación sincretista, por parte de la iglesia católica, de los paradigmas de la primera modernidad, que pasa por el reconocimiento de las culpas adquiridas en los siglos pasados (pero no de los errores recientes)10 y, no obstante, acompañada por la beatificación del gran antimoderno Pio IX, y por la condena de la posmodernidad actual, en particular del relativismo hermenéutico y de las renovadas manifestaciones de laicismo (ante las cuales, además, se insiste en atribuirle al pensamiento cristiano el principio de separación entre Iglesia y Estado, a partir de un conocido y discutiblemente interpretado pasaje del Evangelio).11
En el otro frente, sin embargo, también emerge una tendencia confusa que busca un punto de contacto y un diálogo entre el llamado “pensamiento débil” y la cultura religiosa, pero recuperada ésta desde un cristianismo “privado” y desconstruido, fundado en el mensaje evangélico del amor universal y de la caritas y no en la dimensión institucional de los aparatos eclesiásticos y del magisterio de los pontífices.12 Un cristianismo basado en una cauta reafirmación de anticlericalismo, entendido como “visión política y no epistemológica o metafísica”, o sea, como la “idea de que las instituciones eclesiásticas, a pesar de todo el bien que hacen, a pesar de todo el consuelo que ofrecen a las necesidades y a los desesperados, son peligrosas para la salud de las sociedades democráticas” y que, sin embargo, recupera la idea de que “no podemos no decirnos cristianos” porque “en el mundo en el que Dios ha muerto disueltas las metahistorias y, por fortuna, desmitificadas las autoridades y los conocimientos ‘objetivos’– nuestra única posibilidad de supervivencia humana depende del precepto cristiano de la caridad".13 Existe además una tercera tendencia, que se desarrolla en un plano mucho más prosaico, orientada a buscar convergencias políticas para objetivos estratégicos, pero que también se (auto)considera fundada en el pensamiento laico (constantemente contradicho) y en el auspicio de recuperar una “religión civil”, capaz de hacer compatible y cooperativa la relación entre un poder estatal mayoritario y no relativista y el poder eclesiástico (limitado, parece, a las jerarquías vaticanas); entendida, por lo tanto, como momento de integración de identidad histórico-cultural.14 Pero la religión civil, que seculariza los paradigmas de las religiones trascendentes, sacralizando sus propias manifestaciones, deriva fácilmente en el nacionalismo y en el totalitarismo, y constituye, per sé, una patente antítesis del relativismo del pensamiento laico.15 Es un nihilismo posmoderno entendido como “verdad actual del cristianismo”16 que, aún en su intento por separar el mensaje evangélico de lo obsoleto de su inserción en la institución eclesiástica, sigue siendo el fruto de una lectura muy alejada, sino es que antitética, de la que reali- zan obstinadamente las jerarquías católicas del mismo modelo religioso y que enfrentan, casi como si se tratara de nuevas herejías, tanto a las convergencias antidogmáticas que provienen del área laica, como a las concesiones de cierta teología que parten de la hipótesis de un vivir etsi Deus non daretur, formulada por Bonhoeffer.17 Esto es comprensible, al tratarse de un valor veraz y exclusivo, ontológicamente comprendido, en toda religión revelada: lo que no excluye formas de búsqueda que incluyan una dimensión histórico-diacrónica (que no son diferentes de la que caracteriza al espíritu laico), pero vincula al cristiano y, sobre todo al católico, al magisterio de una Iglesia orientada a una “diaconía a la verdad”.18 Esto entra en conflicto con el paradigma discursivo de la democracia procedimental, que tiende más bien a la relativizar y a poner en contexto las diferentes opciones, encontrando su único límite en la necesaria reversibilidad de las mismas:19 mientras las desviaciones fundamentalistas, propias de toda pretensión de verdad absoluta, hacen casi imposible el objetivo de una integración armónica de las diferentes instancias. Es lo que sucede desde hace algún tiempo, y particularmente después de los atentados del 2001, en los Estados Unidos, en donde un amplio proceso de despertar hacia la religión, se acompaña por un neofundamentalismo que está transformando el tejido social y comprometiendo la positiva y peculiar experiencia del melting pot, y ha llegado a invadir las decisiones superiores, condicionando en sentido agresivo y beligerante toda la política planetaria. Este caso debe hacernos reflexionar sobre la importancia que tiene la religión, todavía, en el contexto de sociedades aparentemente secularizadas 20 y sobre todo debe tenerlo en cuenta el jurista que enfrente el problema de la dimensión institucional de la laicidad estatal en el contexto cada vez más multiétnico y pluralista de la sociedad global.
El principio de la laicidad no está expresamente garantizado por la Constitución italiana de 1948, aunque ya no se menciona a la religión católica como religión de Estado, como lo hacía el Art. 1 del Estatuto Albertino de 1948, que colocaba a los otros cultos como “tolerados de conformidad con las leyes”.21 La Carta republicana garantiza en el plano individual el ejercicio de la libertad religiosa, con el único límite de la prohibición de ritos contrarios a las buenas costumbres (Art. 19), y con la obvia aplicación del principio de igualdad al fenómeno religioso (Art. 3 y Art. 20). Y, sin embargo, la influencia de las fuerzas católicas en la Asamblea constituyente fue muy relevante y permitió, con el beneplácito de las izquierdas, la aprobación de las normas contenidas en los artículos 7 y 8 que establecen una clara disparidad de trato entre la Iglesia católica (que se encuentra definida en el propio ordenamiento, al igual que el estado, como “independiente y soberana”) y las demás confesiones (que deben regular sus relaciones con el Estado mediante acuerdos acompañados por leyes ordinarias).22 El artículo 7, como es sabido, se refiere a los Pactos lateranensi del 11 de febrero de 1929, promovidos por Mussolini para concluir la cuestión romana y contar con el apoyo de los católicos.23 Los Pactos son la fuente que disciplina las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica,24 pero constitucionaliza un amplio “principio concordotario” y un peculiar procedimiento de modificación de los Pactos que se aplica mediante el Acuerdo de revisión del 18 de febrero de 1984, y la sucesiva ley n. 121 de 1985, que lo ratifica: ahí se afirma (Art. 9, 2) que la República reconoce “el valor de la cultura religiosa” y que toma en cuenta “que los principios del catolicismo forman parte del patrimonio histórico del pueblo italiano”. Más adelante, en un Protocolo adicional, se afirma, finalmente de manera explícita, que “ya no se considera en vigor el principio, originalmente invocado por los Pactos lateranensi, de la religión católica como la única religión del Estado” (punto I).
De hecho, el Acuerdo de 1984 puso en marcha una serie de transformaciones para el arreglo concreto del Estado laico: numerosos acuerdos fueron progresivamente establecidos con diversas confesiones religiosas sobre la base del Art. 8 Const.,25 y, sobre todo, de la destacada sentencia n. 203 de 1989 de la Corte Constitucional, que ha influido en muchas otras decisiones,26 e individualizó el principio de laicidad como principio supremo y, por tanto, en sí, inmodificable. Dicho principio, en su primera reformulación, reclama como su propio fundamento constitucional a los artículos 2, 3, 7, 8, 19 y 20 de la Carta e implica la “no indiferencia del Estado ante las religiones, pero la garantía del Estado para la salvaguarda de la libertad de religión, en un régimen de pluralismo confesional y cultural”; en pronunciamientos más recientes, sin embargo, el mismo principio se declina como “neutralidad del Estado en materia religiosa”27 y “equidistancia e imparcialidad de la legislación respecto de todas las confesiones religiosas”.28 Aunque ha sido fuertemente evolutiva, la jurisprudencia de la Corte ha dejado abiertas incertidumbres significativas cada vez que la decisión puede incidir sobre intereses concretos de la Iglesia católica: así, por ejemplo, en materia de enseñanza de la religión católica,29 o, de reciente, sobre la exposición del crucifijo en las aulas escolares de las instituciones públicas.30 Por otro lado, el mismo principio ha influido, con resultados diferentes, en decisiones importantes del Consejo de Estado y de la Corte de casación.31
La situación italiana actual, caracterizada desde hace algunos años, al menos en el plano legislativo, por un neto favor institucional hacia la religión mayoritaria, parece poco propicia para una progresiva realización del principio afirmado (en línea abstracta) por el juez constitucional. Y esto sucede justo en el momento en el que la creciente heterogeneidad producida por el fenómeno de la inmigración y por la propia globalización (en sus más diversos aspectos) impondría la adopción de una directriz extremamente inclusiva en el plano de las políticas sociales y una, igualmente amplia, acepción de la laicidad. Más bien, el con-texto parece desarrollarse hacia una combinación peligrosa de diversas contraposiciones: a las divergencias tradicionales, como la que existe entre laicos y católicos, que desde hace algún tiempo parece más significativa que la que existe entre derecha e izquierda, al menos sobre ciertos temas ético-políticos,32 o la que existe entre católicos y miembros de otras confesiones; se agregan una divergencia entre laicos no creyentes (ateos, agnósticos) y creyentes (en ocasiones inclines a una “privatización” de su propia dimensión religiosa); entre sedicentes “laicos” que por convicción o por conveniencia se colocan como dialogantes (y que sostienen tesis más apreciadas por las jerarquías vaticanas que las sostenidas por muchos católicos)33 y “laicistas” anticlericales 34irreductibles y; sobre todo, la más devastadora, que encuentra en la dimensión opositora, exclusiva y conflictiva del fundamentalismo religioso, el componente identitario de sí mismo y de su propia pertenencia comunitaria, de matriz católica, judía o islámica.35
Todo ello, en una fase de enormes transformaciones sociales como la actual, amenaza con hacer que las instituciones democráticas sean cada vez menos capaces de realizar su función primaria, que es la de la integración: si el polémico multiculturalismo se resuelve en una inopinada parcelización del tejido social, en una ghettización multiplicadora de separaciones y de contraposiciones conflictivas, en una obtusa exaltación de la identidad de adscripción a comunidades armadas unas en contra de la otras, el resultado será la disgregación y la devastación de las estructuras mínimas de la convivencia.36 Además, una lectura equilibrada de las tesis comunitaristas no conduce a esas consecuencias: el sentimiento de pertenencia, fundado en una valoración adecuada de la dimensión histórico-identitaria del grupo, no puede por sí mismo excluir la aproximación dialogante, la orientación hacia el entendimiento de las diferentes comunidades, y una disponibilidad hacia la integración armónica en un contexto unitario.37 Y, sin embargo, hic sunt leones: en este punto, vuelve a plantearse, en toda su dimensión irresoluble, la verdadera antítesis entre espíritu laico, que parte de la tolerancia para llegar a la integración, reconociendo la legitimidad de todas las instancias porque relativiza, en el plano axiológico, todos los contenidos; y el espíritu dogmático, que se coloca como depositario e interprete de un sentido y de un contenido alético del existir, difícil de mediar y, como quiera que sea, proclive a dimensiones exclusivas, en tanto absolutas.
Debería, entonces, ser todavía más claro el significado de las primeras observaciones aquí realizadas: la laicidad tiende a la totalidad (no al totalitarismo), porque se coloca, antes que nada, como método de conocimiento en el plano individual y, mediante los procedimientos discursivos, como método de decisión democrática en la arena pública: el Estado laico opera en todo contexto en el que se realicen elecciones de valor, o sea en todo campo de lo “político”. De ahí la conexión indisoluble entre laicidad, pluralidad y pluralismo integrador; de aquí, también, la extensión del método de la laicidad a un contexto mucho más amplio, en el que el hecho religioso representa un aspecto relevante en el plano social y emblemático en el nivel conceptual, pero no es el único. A la par del aspecto religioso, el modelo laico puede (y debe) influir en las elecciones de todo sector en el que la dimensión valorativa sea preeminente: en los campos cultural, artístico, científico y en todo lo que deriva de ellos. Con una diferencia fundamental respecto de todo modelo religioso: no puede existir una “religión laica”, porque no podría adoptar contenidos absolutos, ya que encuentra consistencia en la inclusión (no en la exclusión) de toda verdad posible y en toda acción orientada a garantizar la permanencia del carácter inclusivo del sistema. El Estado laico no puede, entonces, optar por contenidos determinados, y tiene que mantenerse como una forma capaz de abarcar al máximo número de instancias posibles provenientes de la sociedad: actúa, en todo caso, como límite a la expansión transgresiva de una instancia sobre las otras, no como soporte de dicha trasgresión y, por ende, como reequilibrador, neutral pero activo, de las desigualdades sustanciales presentes en las dinámicas concretas de la evolución social y política.
Naturalmente, y para calarse en un contexto un poco más concreto, al poder político le sigue correspondiendo una tarea elemental, íntimamente vinculada con las funciones primarias de la institución estatal y del propio fenómeno jurídico: más allá de las opciones singulares, una de las precondiciones esenciales para la expresión de las propias opciones, es la tutela de la convivencia pacífica, garantizada ante las agresiones internas o externas. Los dramáticos acontecimientos con los que ha iniciado el milenio, desde los atentados de Nueva York, de Madrid y de Londres, hasta aquellos, diferentes en contexto pero no menos graves, de Belsan, otorgan una enorme relevancia al problema del diálogo y de la convivencia, tanto en la dimensión global como en la local: la respuesta no puede ser sólo aquella, por desgracia cada vez más frecuente, de la limitación de las libertades individuales, del uso de instrumentos de investigación ilícitos y ocultos o, en el extremo, de intervenciones militares en contra de una serie de Estados arbitrariamente identificados como rogue states por las potencias hegemónicas, siguiendo la lógica de una ideología hiperoccidentalizante, también fundamentalista, como la de muchos teocons (ala religiosa del área neoconservadora) presente en el actual establishment estadounidense.38 De esta forma, las democracias constitucionales son agredidas en su esencia más profunda por quienes deberían tutelarlas.39 Esto en un contexto en el que el factor religioso, en su versión más radical, si bien utilizado instrumentalmente para la construcción demagógica del consenso, asume un vigor renovado. Así las cosas, el modelo del Estado laico occidental puede ser, de nueva cuenta, un elemento precioso para frenar una tendencia peligrosísima que conduce hacia formas típicas de un irracionalismo de fe, que desemboca en la construcción de ejércitos enfrentados; es decir, hacia la antítesis de la sociedad del diálogo. Descantear el factor identitario y excluyente, ligado a la pertenencia religiosa, parece ser la única ruta posible en las sociedades multiétnicas, para permitir el reconocimiento recíproco de afinidades y no de diferencias, de opciones axiológicas y éticas comunes, aunque sean mínimas y, finalmente, para crear la unidad en la diversidad que debería ser el objetivo último de la integración democrática.
Para hacer todo esto, el Estado laico no puede, en particular en ámbito religioso, permitir que las instancias que tienen a la exclusión mutua ocupen los espacios de la confrontación pública y de las instituciones, entendidos éstos en el sentido más concreto de su dimensión física. En esa perspectiva, la disputa sobre el uso de los símbolos es obviamente significativa: más allá de toda sincera profesión de buena voluntad ecuménica, la naturaleza íntimamente totalizadora de las religiones reveladas les confiere un rasgo inevitable de exclusividad, del que no puede dar cuenta ningún Estado que pretenda ser el espacio de confrontación de todas las instancias. Los lugares físicos en los que se desarrolla la vida de las instituciones públicas tienen, per sé, un valor simbólico y todo lo que se encuentra en ellos se reviste de autoridad por ese solo hecho. Es obvio que las únicas dos soluciones posibles, para un estado modelado sobre la democracia pluralista, y, por lo tanto, sobre el respeto del principio de igualdad formal o sustancial, son: una equiparación “hacia lo alto”, o sea, hacia el reconocimiento en sentido “aditivo” de todas las exigencias provenientes de la sociedad; o bien, una equiparación en sentido opuesto, es decir, una neta separación entre la esfera pública y la esfera privada (individual o asociativa), en la que, a la tutela de la libertad, le corresponde una asimilación del fenómeno singular con el conjunto de las instancias que surgen de la sociedad. Esto no significa una homogeneización sumaria de las diversidades y de los rasgos peculiares de cada fenómeno social (cultural, religioso, artístico, político y así sucesivamente); significa que, sólo mediante una neutralidad efectiva de la institución pública, el Estado, podrá garantizar la explicación concreta de cada instancia, sosteniendo y promoviendo las expresiones más débiles ante las prevaricaciones de las instancias más fuertes (al menos mientras las primeras sigan siendo tales). De esta forma, en el uso de los símbolos, la solución prácticamente defendible sólo puede ser una: impedir la exposición de cualquier objeto de culto, en condiciones de absoluta paridad entre las diferentes confesiones, dentro de los espacios destinados al uso público, sin simulaciones instrumentales que intentan disimular el significado religioso de dichos símbolos (favoreciendo su significado histórico, por considerarlo más sostenible en la sociedad secularizada). Es claro que, más allá de la oportunidad política considerada en las decisiones jurisprudenciales recientes, la solución legislativa francesa es, en perspectiva, la más correcta: mientras la religión católica fue prácticamente la única confesión en el territorio italiano, la mera apelación al principio de laicidad, por más legítima que fuera, no constituía un factor de hecho suficiente para remover los numerosos privilegios que le eran reconocidos. El flujo de grupos organizados de diversas religiones (en primer lugar la islámica) plantea problemas que conocemos en sus formas y dimensiones y que no pueden enfrentarse con elecciones misoneístas, ni con preclusiones ideológicas que rayan en la xenofobia o en el racismo y que han ganado terreno con el argumento genérico pero constante de la lucha contra el terrorismo.40
De hecho, también en Italia, el problema se coloca más bien desde otra perspectiva: un exceso de garantía de tutela de un multiculturalismo entendido como garantía de diversidad, puede transformarse en una inopinada petrificación de las oposiciones ideológicas y de los integralismos, políticos y religiosos; en un enfrentamiento definitivo entre verdades absolutas que es lo opuesto de la elección dialógica y de la búsqueda discursiva, no de la verdad (que para el laico relativista no existe o no es alcanzable en cuanto tal), sino de la decisión intersubjetivamente reconocible, hic et nunc, como ‘justa’. En ese sentido, por ejemplo, el peligro de una cierta interpretación de la libertad de educar y de formar, que invoca un derecho absoluto de las familias para escoger la escuela ideológicamente más afín a sus convicciones de vida, incluso solicitando apoyo económico, directo o indirecto, del Estado (en clara evasión de lo establecido por el Art. 33. 3 constitucional), es evidente. Las escuelas no estatales de tipo confesional tienden inevitablemente a la separación, a convertirse en universos autoreferenciales respecto de la sociedad civil. La creación y la multiplicación de nuevos ghettos, a veces dorados, pero cada vez más des-integrados del contexto, son uno de los peores riesgos para la democracia pluralista y, desafortunadamente, son uno de los resultados más frecuentes de los grandes
procesos migratorios, en particular en los centros metropolitanos.41 En este sentido, el principio de laicidad de las instituciones y de las funciones públicas, entendido en el sentido más amplio, se convierte en el instrumento primario de una integración armónica de la sociedad multiétnica, la línea mediana del pluralismo integrador: la garantía efectiva de la libertad religiosa que comprende la fe (cada fe) del creyente, pero también la duda del agnóstico y la fe negativa del ateo, se amplía para tutelar la libertad de conciencia, en el papel que el Estado pluralista, de manera residual, pero indefectible e insustituible, debe desempeñar para formar ciudadanos dispuestos al desencuentro y al encuentro, conscientes de sí y de su propia identidad histórico-cultural, pero inclinados hacia el acuerdo, en el sentido habermasiano.
A este respecto faltan por resolverse muchas cuestiones que se han planteado en sede jurisprudencial y, aún antes, en sede legislativa: el criterio fundamental para las medidas legislativas deber ser, desde una perspectiva liberal, otorgar prioridad a las modalidades deónticas débiles (facultad o permiso) sobre las modalidades fuertes (obligación o prohibición). Esto, por lo menos, mientras no se trate de tutelar bienes primarios amenazados por comportamientos individuales. Se trata, sobre todo, de materializar el principio sostenido por la Corte Constitucional para operar una igualdad entre las diferentes instancias en sentido reductivo; aplicando el único principio sostenible para el uso de símbolos de pertenencia, sobre todo, cuando su ostentación termina por convertirse en afirmación de pertenencias exclusivas y de irredimible diferenciación respecto del otro. En otras palabras, en las áreas públicas, la neutralidad activa non sólo es un derecho de cada ciudadano con relación a los otros, sino que es un deber del Estado pluralista: la neta distinción entre éste y las Iglesias, fundadas sobre ideologías religiosas o políticas, es un presupuesto indispensable del pluralismo integrador que busca identificar y construir valores comunes e intersubjetivamente reconocidos, en vez de exaltar y reforzar identidades separatistas. Esto debería dar la respuesta para los hard cases de la laicidad aplicada, negando legitimidad a la exposición de símbolos religiosos (que son tales independientemente de su significado histórico) en los lugares institucionales, rechazando el uso de indumentos simbólicos por parte de los funcionarios públicos y de los ciudadanos cuando ello implique peligro para el orden público material o para los bienes primarios del individuo, como sucede con las prácticas de escisión promovidas por algunas fe o con la circuncisión impuesta por el credo judío.42 Esto también debería auspiciar una sustancial abstención del Estado laico hacia el fenómeno religioso que, en perspectiva, no debe entenderse como una devaluación social y cultural del mismo, sino como su asimilación a las otras manifestaciones de lo humano que, con igual dignidad, emergen de las instancias heterogéneas de tejidos sociales cada vez más complejos, sin justificar tutelas particulares:43 el factor religioso, históricamente, ha sido elemento de una fuerte cohesión comunitaria, pero también devastador momento de conflicto, intento de prevaricación de cada comunidad sobre las otras, así como instrumento de adquisición y consolidación de identidades, individuales y colectivas.
El reconocimiento del Estado laico y pluralista debe ser, sobre todo, reconocimiento (y generación) de afinidades, y no de diversidades. Es integrador precisamente porque sabe arrinconar lo que divide para poner en evidencia y cultivar lo que une: por eso no puede hacer propias opciones éticas exclusivas ni favorecer a sujetos que conviertan su propia identidad en factor de distinción y separación, en perjuicio de otros.44 Desde esta perspectiva, obviamente, el propio modelo concordotario, previsto por los artículos 7 y 8 de la constitución, debe considerarse incongruente con una plena realización del principio de laicidad, además de discriminatorio, por ser producto, al menos en parte, de decisiones adoptadas por el régimen fascista. Cierto, promover una modificación de dichas disposiciones constitucionales en el contexto político italiano actual sería, por lo menos, ingenuo; pero el problema de la neutralidad ética del Estado resurge con fuerza en el debate cotidiano sobre temas como la escuela, la bioética, la investigación en general; también se coloca con renovado vigor en el proceso de construcción de la identidad supranacional europea, en el que las jerarquías vaticanas han presionado obstinadamente para incluir una referencia a las raíces cristianas en el preámbulo del Tratado que instituye una Constitución para Europa (suscrito en Roma el 29 de octubre de 2004 y en proceso de ratificación por los países miembros de la Unión), sin lograr resultados concretos.45 En ese sentido, es obvio que la institución europea, sobre todo en la fase actual de ampliación de su estructura y de expansión incontrolable de flujos migratorios (del exterior y al interior), no podrá permitirse ninguna identificación con una dimensión religiosa específica. Incluso dejando de lado los problemas que traería el eventual ingreso de la Turquía musulmana en la Unión, el innegable peso histórico de la religión cristiana (o, mejor, de las religiones cristianas) en la historia del continente y de las sanguinarias luchas que la han acompañado, favorece la afirmación de un claro principio de laicidad que surgió, precisamente, de dichas laceraciones y la neutralidad absoluta de la Unión y rechaza la perdurable referencia a una tradición que, per sé, no impone ninguna continuidad.
La laicidad se funda en la conciencia histórica del conflicto potencial que genera la perspectiva absolutista de toda fe, así como toda pertenencia exclusiva, y sobre la confianza en que el único camino para la integración es el diálogo de la democracia discursiva: en el contexto de la construcción europea, en el que la desnacionalización y la construcción de una nueva ciudadanía supranacional se contaminan, cada vez más, con sobresaltos localistas potencialmente disgregadores, el principio de la laicidad y de la neutralidad activa de las instituciones comunes será, todavía, más fundamental. En el momento en el que etnias, lenguas, culturas, nacionalidades y religiones diversas, profundamente enraizadas en Europa, más que en los Estados norteamericanos que nacieron a finales del siglo XVIII, están realmente obligadas a integrarse; lograr exaltar las afinidades y reducir las diferencias, para construir una identidad minimalista, pero fuerte y homogénea, es el presupuesto indispensable para la existencia misma del nuevo sujeto.46 Los obstáculos al proceso de integración supranacional que siempre resurgen, ahora evidenciados por los resultados de los referéndum francés y holandés, y por el regocijo de los miopes creadores de las “patrias pequeñas” esparcidas por Europa (o de los interesados “euroescépticos” que se encuentran de ésta parte y de la otra del Atlántico), son prueba de la dificultad del proyecto. Pero, a pesar de todo, la integración europea debe proceder: y la identidad a construir tendrá que ser una identidad plural, sumatoria y fusión armónica de las múltiples identidades presentes en la historia del continente, desde la clásica greco-latina a las religiosas judeo-cristianas (e islámicas, vivas en la historia de una parte de Europa), desde aquellas racionalistas e ilustradas hasta las propias tendencias deconstructivistas y relativizantes de la posmodernidad. En esta perspectiva, parafraseando a Malraux, la Europa del nuevo siglo será constitucionalmente laica, o no será.