Estudios Interdisciplinarios y Nuevos Desarrollos

NOTAS SOBRE EL PROBLEMA DEL DIAGNÓSTICO Y LA PATOLOGIZACIÓN DE LAS IDENTIDADES TRANS EN EL DSM

Notes on the problem of diagnosis and pathologization of trans identities in the DSM

Santiago Peidro
Universidad de Buenos Aires (UBA), Facultad de Psicología, Argentina

NOTAS SOBRE EL PROBLEMA DEL DIAGNÓSTICO Y LA PATOLOGIZACIÓN DE LAS IDENTIDADES TRANS EN EL DSM

Anuario de Investigaciones, vol. XXVI, pp. 341-346, 2019

Universidad de Buenos Aires

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Recepción: 09 Marzo 2019

Aprobación: 17 Octubre 2019

Resumen: El presente trabajo se centra en el campo del psicoanálisis, la psiquiatría y la filosofía, siendo el problema común el de las identidades trans. El objetivo fundamental es realizar un acercamiento al problema del diagnóstico y la patologización de dichas identidades en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), a partir de la perspectiva deconstructiva de Judith Butler y la ampliación del concepto de sexualidad que Sigmund Freud introdujo respecto de la psiquiatría decimonónica.

Palabras clave: DSM, Identidades Trans, Patologización, Psicoanálisis, Teoría Queer.

Abstract: The present work focuses on the field of psychoanalysis, psychiatry and philosophy. Trans identities are the common issue that englobes those fields. The aim is to address the problem of diagnosis and pathologization of these identities in the Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM), based on Judith Butler’s deconstructive perspective and the extension of the concept of sexuality that Sigmund Freud introduced regarding of nineteenth-century psychiatry.

Keywords: DSM, Trans Identities, Pathologization, Psychoanalysis, Queer Theory.

Introducción

Esta investigación de carácter interdisciplinar adopta como marco teórico principal el psicoanálisis y la psiquiatría y, en segundo lugar, la filosofía, focalizándose especialmente en los aportes de Judith Butler (Queer Theory) y Sigmund Freud para acercarnos al problema del diagnóstico y patologización del de las identidades trans en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM).

El objetivo de este trabajo es, por un lado, introducir el problema del diagnóstico y la patologización en los sistemas de clasificación de los trastornos mentales vigentes en la actualidad, y por otro, ofrecer dos cosmovisiones alternativas para acercarnos al mismo problema. No es la intención de este escrito ofrecer una conclusión acabada sobre el asunto que nos ocupa, pero sí visibilizar el problema y reflexionar sobre modos diversos para su abordaje

Terminología y patologización de las identidades trans en el DSM.

En primer lugar, es importante resaltar que etimológicamente, el concepto diagnóstico deriva del griego ‘gnosis’, que significa conocimiento. Diagnosticar es entonces un procedimiento sistemático, que a partir de la observación y los datos específicos, permite conocer una circunstancia particular de modo acabado. En la actualidad, el sistema de clasificación en salud mental se basa en dos corpus: El CEI- 10 y el DSM V. Asimismo, la teoría y sistemas nosológicos tienen una influencia fundamental en el proceso del diagnóstico. Resumidamente, la nosología es la rama de la medicina que describe y clasifica las enfermedades, mientras que los agentes de salud mental se guían por una o más teorías de la enfermedad que suelen asociarse a dichos sistemas. Así, la nosología, se encarga de sistematizar las patologías conforme a la información que existe sobre ellas. La relevancia que estos datos adquieran está basada en las teorías existentes acerca de la naturaleza de las diferentes patologías. El riesgo de auto validación a partir de la concepción teórica de la nosología conlleva una condición circular entre teoría, patología, signos y diagnóstico que merece un análisis detallado (Bareiro, 2017). En cuanto a la construcción de la teoría nosológica que se toma como soporte para el diagnóstico diferencial, ésta determina la forma de evaluar y de extraer conclusiones sobre el comportamiento de un ser humano, así como de valorar su discrepancia con la norma social, es decir, que su forma de contemplar a la persona está influenciada por los presupuestos del sistema y por el enfoque que sigue éste para reconocer y descubrir la “enfermedad mental” (biológico, social, psicológico), que lejos de ser neutrales, se edifican sobre diferentes visiones del mundo.

Para la problematización de la nosología y el diagnóstico de las identidades trans que nos compete, resulta necesario plantear como antecedente, que entre 1870 y 1905, la psiquiatría quedó atrapada entre dos marcos conceptuales: en uno se alineaba con la neurología, y en el otro, con la fisiología. De este modo, la mayor parte de las categorías de enfermedades psiquiátricas, incluidas las perversiones, se vieron afectadas por esa puja respecto del tipo de ciencia que la psiquiatría debía ser, y por ende, el tipo de trastornos mentales que debería abordar. Durante este período, la psiquiatría no sabía con exactitud qué significaba concebir enfermedades, como la perversión, en términos estrictamente funcionales. No obstante, el mejor modo de entender la preponderancia que la perversión tuvo en la psiquiatría del siglo XIX es desde la lógica del instinto sexual. Así, el espacio conceptual del siglo XIX que rodea la perversión fue el del instinto sexual, porque la concepción real de la perversión que subyacía al pensamiento psiquiátrico era la de una enfermedad de ese instinto (Davidson, 2001). De esta manera, sadismo, masoquismo, fetichismo, transexualismo y homosexualidad presentaban todas el mismo tipo de expresión perversa del instinto sexual, el mismo tipo básico de desviación funcional, que se manifestaba en el hecho de que la satisfacción psicológica se obtenía mediante actividades desconectadas de la supuesta función natural del instinto. En resumen, la concepción psiquiátrica del siglo XIX adoptó esa concepción del instinto sexual basado en una función natural, siendo las características psicológicas, expresiones del instinto sexual, decisivas para la categorización de los sexos. Es en este contexto que Freud (1905) introduce dos rupturas respecto a la psiquiatría decimonónica. En primer lugar, sustituye el concepto de instinto sexual por el de pulsión sexual (independiente de su objeto) y en segundo lugar, sostiene que la pulsión sexual está hecha de componentes parciales. De esto último nos ocuparemos más adelante.

En lo que a la clasificación respecta, dentro de la historia de la psiquiatría, el padre de la clasificación de los trastornos mentales fue Emil Kraepelin, quien en su Manual de Psiquiatría consigue, en 1899, elaborar un sistema para construir grupos de pacientes con sintomatología homogénea que constituían un síndrome. La Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud (O.M.S.) viene siendo utilizada desde 1900, pero sólo incluye trastornos mentales a partir de su quinta revisión, donde aparece por vez primera en la Clasificación Internacional de Enfermedades, Lesiones y Causas de muerte, una sección dedicada a las “Enfermedades del Sistema Nervioso y de los Órganos de los Sentidos” (Fernández Rodriguez y García-Vega, 2012). Pero fue recién la sexta revisión de 1948 la que incorporó un capítulo específico que incluye la clasificación de los trastornos mentales (CIE-6), titulada “Trastornos mentales, psiconeuróticos y de la personalidad”, y dentro de la categoría de trastornos de personalidad se incluyeron las desviaciones sexuales. Tal es así que el diagnóstico de Transexualismo aparece por primera vez en la Clasificación Internacional de las Enfermedades y Problemas Sanitarios Relacionados en 1978 (CIE-9) y en la nomenclatura oficial de la Asociación Psiquiátrica Americana en 1980 (DSM-III).

Por su lado, el DSM se elaboró a partir de datos empíricos y con una metodología descriptiva, con el objetivo de mejorar la comunicación entre clínicos de variadas orientaciones. En principio, no tiene la pretensión de explicar las diversas patologías, ni de proponer líneas de tratamiento ya sea farmacológico o psicoterapéutico, aunque el paradigma cientificista sustenta la descripción de las distintas categorías (Bareiro, 2017). Fue en 1952 que surgió la primera edición, DSM-I, como una variante del CIE-6. Debido a los desacuerdos que siguieron presentándose tanto respecto al DSM como en relación al CIE, se fueron generando nuevas versiones de cada uno. El DSM-II apareció quince años después, con la novedad de aplicar el modelo médico a los síndromes mentales haciendo clusters sintomáticos. Se generaron, de este modo, diversos debates en torno a la terminología de la esquizofrenia, y siendo que no había habido un acuerdo cabal entre los psiquiatras, un año después de su publicación, comenzó su revisión. El DSM-III apareció en 1980 con el objeto de determinar criterios diagnósticos con base empírica. Se produjo una evolución generalizada donde se reemplazó el modelo psicoanalítico con base teórica de la enfermedad por el modelo descriptivo basado en la evidencia. Con este cambio, la “neurosis” pasó a denominarse “trastorno de ansiedad”. Uno de los aspectos más significativos de esta versión, fue que se eliminó la homosexualidad como criterio diagnóstico, el cual había sido incluido por la APA [1] como una categoría de enfermedad mental en 1952, basándose en teorías sin evidencia científica que proponían una conexión entre la homosexualidad y desajustes psicológicos, y la idea de que ésta era necesariamente el síntoma de una enfermedad mental. El DSM-IV hizo su aparición con la intención de proporcionar una base empírica más sólida abreviando los criterios diagnósticos y con una mayor claridad del lenguaje. En el año 2013 aparece la última versión, el DSM-V.

Las criticas realizadas sobre el Manual son constantes y variadas. Algunas de las principales fueron planteadas por G. Vaillant (2012) y F. Allen (2013). No obstante, lo que aquí nos interesa es pensar el problema del diagnóstico y la patologizaión de las identidades trans. En este sentido, es importante señalar que la transexualidad entra en el DSM en la tercera edición de 1980, debido en gran parte a la presión ejercida por la World Professional Association for Transgender Health (WPATH). Esta asociación, creada en 1979 por un grupo de profesionales que trabajaba con personas trans, quería abrir nuevas posibilidades legales y sociales para esa población en Estados Unidos (Matte, Devor y Vladicka 2009). De este modo, la tipificación de la transexualidad como un trastorno mental ha servido de fundamento para que el costo de los tratamientos hormonales y las cirugías de reasignación sexual sea asumido por los seguros de salud.

A pesar de esto, desde el comienzo surgieron voces críticas respecto de la presencia de la transexualidad en el DSM, aduciendo que un diagnóstico psiquiátrico proporciona el terreno fecundo para la discriminación y el estigma social (Langer y Martin 2004; Useche 2005; Winters 2008; Lev 2013). Desde esta perspectiva, el DSM operaría como una herramienta de control social y legitimación del sistema de sexo/género, presentando la insatisfacción de género como una anomalía patológica que tan solo concierne a la persona afectada y a los profesionales encargados de tratarla (Butler 2004; Nieto 2008 y 2011). Frente a esto, a principios del siglo XXI se intensificó la presión internacional para que la transexualidad sea retirada del DSM, así como del capítulo “Trastornos mentales y del comportamiento” de la Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE).

Con la publicación del DSM-III, y a partir de las criticas recibidas en torno a la patologización de las identidades trans, la APA decidió cambiar de denominación en la siguiente edición del manual, dando un giro conceptual que recuerda inevitablemente al que experimentara la homosexualidad en 1974. Ya no se nombra la homosexualidad ni la transexualidad, pero se patologiza el deseo homoerótico y la identificación de género cruzada, con el empleo de términos que denotan enfermedad: “perturbación de la orientación sexual” y “trastorno de la identidad de género”. Finalmente, en la versión definitiva del DSM-V, la APA ha realizado otro cambio terminológico y se han decidido por “disforia de género”, inclinándose finalmente por esta denominación, por tener una larga historia en la sexología clínica y resultar familiar a clínicos y especialistas en el tema. El concepto “disforia de género” fue acuñado por el médico inglés Norman Fisk (1974) para referirse no solo a la transexualidad sino también a otros trastornos relacionados con la identidad de género.

Tras la modificación de denominación, la clave del diagnóstico ya no sería entonces la identificación de género cruzada (la APA admite que la no conformidad de género no es per se un trastorno mental), sino “el malestar que puede acompañar a la incongruencia entre el género experimentado o expresado y el género que se asigna” (Asociación Psiquiátrica Norteamericana, 2014: 451).

De este modo, siguiendo a J. Grau (2017), podemos afirmar que el hecho de transformar el malestar (“disforia”) en sinécdoque de la categoría diagnóstica, no es otra cosa que una nuevo modo de colocar en una misma serie a la diversidad que caracteriza al mundo trans en particular y a las identidades sexo-generizadas en general. A la vez que el diagnóstico (y la consiguiente patologización) de esta (y/o de cualquier) identidad sexo-generizada invisibiliza el hecho de que el padecimiento es generado por la transfobia que la estigmatiza, operando dicho mecanismo aún con más fuerza en la infancia, tal como desarrollamos en Peidro y La Tessa (2015). En este sentido, vale sostener que si bien el diagnóstico puede aliviar el sufrimiento (y brindar el consecuente acceso, en determinados países, a tratamientos de hormonización y cirugías de reasignación), al mismo tiempo, y de modo paradójico, intensifica el sufrimiento que requiere ser aliviado.

Las normas que rigen la forma en que comprendemos la relación entre la identidad de género y la salud mental tienen que modificarse radicalmente a nivel global, de modo que las instituciones legales y económicas reconozcan lo esencial de reconocerse en un género para el sentido propio de persona y para habitar un mundo que se edifica, en gran medida, a partir de la diferencia sexual. “No sólo se necesita que el mundo social sea de cierta manera para reclamar que lo que nos es propio depende siempre y desde el principio de lo que no no es propio.” (Butler, 2001: 148). En este punto, cabe mencionar que en algunos países, como Argentina, Dinamarca o Malta, ya existen leyes que no exigen ningún requisito diagnóstico ni terapéutico para solicitar el cambio de sexo, tratamiento de hormonización y/o modificación legal de nombre en los documentos y registros oficiales. En estos casos, el diagnóstico no es necesario, ya que la decisión se fundamenta en el principio de autodeterminación del propio género y en el derecho a la integridad corporal. No obstante, vale resaltar que si bien en el plano legal esto opera de esta manera, no ocurre lo mismo en la práctica, puesto que la población trans se encuentra con diversos obstáculos por parte de los sistemas de salud (mental), siempre retrasados respecto de los avances de la ley positiva. La perspectiva deconstructivista butleriana y la ampliación del concepto de sexualidad freudiano ofrecen un nuevo horizonte para abordar esta temática que permite alejarse de la (psico)patologización.

Identidades sexo-generizadas

En primer lugar, en lo que respecta a las identidades sexo-generizadas desde el punto de vista de J. Butler, lo primero que debemos mencionar es que “sería erróneo pensar que primero debe analizarse la `identidad´ y después la identidad de género por la sencilla razón de que las `personas´ sólo se vuelven inteligibles cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad de género” (Butler, 1990: 70-71). Tal como hemos desarrollado en otras producciones de nuestra autoría, como por ejemplo en S. Peidro (2011 & 2012) y S. Peidro & M. La Tessa (2015), entre otras, para Butler el género no es un sustantivo ni un conjunto de atributos. Se trata de una performatividad que supone una repetición que logra su efecto a través de su naturalización en el contexto de un cuerpo entendido como “una duración temporal sostenida culturalmente” (Butler, 1990: 17). Asimismo, la norteamericana (1991) sostiene que la identidad aparece como una producción en respuesta a una demanda por hacerse visible. Cuestiona, en consecuencia, la categorización de identidades (sexo-generizadas), ya que éstas representan instrumentos de regímenes regulativos, sea que respondan a categorías de normalización o a puntos de reunión para liberarse de esa misma opresión. En este sentido, ubica cierta opacidad en lo que a las identidades (sexo-generizadas) respecta, subrayando que ninguna identidad es capaz de responder a la pregunta sobre nuestra existencia, ya que “hay en mí, y me pertenece, algo acerca de lo cual no puedo dar cuenta” (Butler, 2005: 60). Tal como analizamos en S. Peidro (2017b), dentro de lo que conocemos como sexualidades disidentes, se agrupan aquellas que no responden directamente a la matriz heteronormativa. Es decir aquellas que quedan fuera de los límites de las identidades dadas o impuestas por el imperativo heterocisnormativo que permite ciertas identificaciones sexuadas a la vez que excluye y repudia otras. Esta matriz genera, de este modo, un rechazo incluyente o una exclusión-inclusiva de las sexualidades disidentes, puesto que si éstas no responden a su heteronorma, se definen en relación a ella. Si disienten, en ese sentido, es porque están vinculadas con esa matriz mediante la cual se forman los sujetos, determinando posiciones fijas y constrictivas respecto de la sexualidad y el género. Esta matriz, de acuerdo con J. Butler, “requiere la producción simultánea de una esfera de seres abyectos, de aquellos que no son sujetos, pero que forman el exterior constitutivo del campo de los sujetos” (Butler, 1993: 19). Entendemos lo abyecto como lo desterrado de las zonas socialmente habitables o vivibles; pero también como paradójicamente necesario, mediante el repudio que produce la misma abyección para la constitución del conjunto de los seres identificados con el fantasma normativo del sexo. Esos seres están habitados por el desprecio sistemático de determinadas posibilidades sexuales, por el carácter insoportable de la aceptación de deseos y placeres distintos a los propios. Butler insiste en la idea de que la suposición de un “sexo natural” organizado conforme a dos posiciones complementarias es un dispositivo a través del cual el género se ha estabilizado dentro de esta matriz heterocisnormativas que caracteriza a las sociedades occidentales. La apuesta butleriana rompe con cualquier idea cristalizada que pudiera relacionar causalmente sexo, género y deseo. De acuerdo con la norteamericana, estos tres significantes ligados a la idea de un “sexo real”, un “género verdadero” y un “deseo normal”, están constituidos por normas culturales de inteligibilidad. Las mismas asumen la heterosexualidad del deseo, produciendo a su vez un régimen de verdad heterosexual, una matriz de inteligibilidad cultural que liga de manera causal y expresiva esos tres términos, estableciendo patrones ideales del ser-mujer y del ser-varón. Esta matriz, sostenida por ideas establecidas como verdades absolutas, se mantiene vigente gracias al soporte que le brinda el sentido común compartido socialmente. Este principio de inteligibilidad opera clasificando a los “verdaderos” varones y mujeres de otros y otras menos “reales”, “legibles”, “posibles” o “normales”. De este modo, “el género es la estilización repetida del cuerpo, una sucesión de acciones repetidas -dentro de un marco regulador muy estricto- que se inmoviliza con el tiempo para crear la apariencia de sustancia, de una especie natural del ser” (Butler, 1990: 98). J. Butler toma como referencia a M. Foucault (1974-1975), quien da cuenta de cómo el discurso biomédico de Occidente ha producido saberes sobre los cuerpos respecto de la diferencia y la designación sexual. También desarrolla cómo el poder de normalización se apropia del saber de la medicina, que se ocupará ya no sólo de la enfermedad, sino de producir cuerpos, humanizando aquello que encuadra en parámetros previamente definidos, y deshumanizando y patologizando lo que queda por fuera de lo delimitado. Es decir, indicando quiénes cuentan como vidas y qué muertes tienen el derecho a ser “dueladas” (Butler, 2004).

La ampliación del concepto de sexualidad en Freud

Desde el punto de vista de Freud, tal como hemos desarrollado en S. Peidro (2017), el austríaco escribía sus “Tres ensayos de teoría sexual” en 1905, introduciendo allí una noción de sexualidad distinta de la biológica. A lo largo de estos ensayos desarrolla las premisas básicas sobre la sexualidad en conexión con el concepto de pulsión, el cual trabajará más específicamente diez años después en su texto “Pulsión y destinos de pulsión” (1915). A lo largo de sus tres ensayos, el inventor del psicoanálisis va a quitarle protagonismo a la genitalidad en lo que a la erogenización del cuerpo respecta, proponiendo una novedad inimaginable hasta el momento. El movimiento radical que realiza con su descubrimiento del inconsciente y la ampliación del concepto de sexualidad lleva a la proposición de un cuerpo que ya no responde totalmente, libidinalmente hablando, a su configuración biológica. Resulta apropiado señalar en este punto que si el concepto de perversión en la psiquiatría decimonónica conformaba un espacio conceptual en el cual el instinto sexual se vinculaba con reglas definidas junto a los de fin sexual, objeto sexual, desviación contranatura, etc., fue este espacio conceptual -él mismo creación del siglo XIX- el que posibilitó que los psiquiatras realizaran los enunciados sobre la perversión tan hegemónicos durante el período (Davidson, 2001). Así las cosas, los “Tres ensayos de teoría sexual” proporcionaron “los recursos para derribar ese espacio conceptual alterando de modo fundamental las reglas de combinación de los conceptos (como instinto sexual, objeto sexual, fin sexual) con la consiguiente destrucción de esos conceptos compartidos” (Davidson, 2001). Si en las teorías psiquiátricas decimonónicas tanto objeto como fin formaban parte del medular “instinto sexual”, siendo la esencia de este la atracción hacia miembros del otro sexo y deseo de relación genital con ellos; al sostener Freud que “la pulsión sexual es al comienzo independiente de su objeto” (Freud, 1905: 134), derriba todo el paradigma conceptual de la psiquiatría en lo que a la perversión y al instinto sexual respecta. Si el objeto ya no es parte del instinto, sino que es independiente de aquel, soldándose en algún momento, no es posible admitir ya un significado clínico-patológico intrínseco en el hecho de que el instinto pueda llegar a vincularse a un objeto invertido. Así las cosas, la “desviación” pasa a ser, conceptualmente, una diferencia, una posibilidad entre otras. De esta manera, respecto de las perversiones, Freud dirá que las mismas son un ingrediente de la vida sexual que muy raramente está ausente en cualquier persona (Freud, 1905). Esta ampliación del concepto de sexualidad incluye dos referencias medulares para pensar el abordaje que ulteriormente retomará J. Butler y podremos tomar como herramienta para el análisis da la patologización de determinadas identidades sexo-generizadas. En primer lugar, en una nota al pie agregada en una edición de 1915 de “Tres ensayos…” Freud afirma que “en el sentido del psicoanálisis, ni siquiera el interés sexual exclusivo del hombre por la mujer es algo obvio, sino un problema que requiere esclarecimiento” (Freud, 1905: 131/132). Es decir, rompe con la idea de complementariedad de los sexos a la vez que desarma la ligazón entre pulsión y objeto sexual, interrogándose ya no por la desviación sexual, como ocurría hasta entonces por parte de la psiquiatría, sino por la misma heterosexualidad. En este punto, el norteamericano J. Katz, en su texto The invention of heterosexuality, aparecido noventa años después que “Tres ensayos…”, subraya que la heterosexualidad descrita por Freud no “es de ningún modo natural” y que “sus reiterados comentarios respecto de la necesidad de analizar el carácter circunscrito de la exclusividad heterosexual es una de sus más subversivas y menos estudiadas sugerencias” (Katz, 2007: 73. La traducción es nuestra). La otra referencia importante mencionada por Freud que merece ser tenida en cuenta es la que indica que “la investigación psicoanalítica se opone a la tentativa de separar a los homosexuales como una especie particular de seres humanos” (Freud, 1905: 132). De este modo, y a diferencia de sus interlocutores psiquiatras de finales del siglo XIX, Freud se corre de la idea de tomar a los “invertidos” como un grupo aparte, enfatizando que hay quienes aceptan su “inversión” ya que “algunos toman la inversión como algo natural, tal como el `normal´ considera la orientación de su libido y defiende con energía la igualdad de derechos respecto de los normales…” (Freud, 1905: 125). En estos casos, dirá luego, si alguien no se revuelve contra su propia inversión, no tendría porqué ser sometido a un tratamiento. En esta misma línea, en lo que a las identidades trans respecta, “existen personas que no sienten angustia alguna por su condición. Y si en realidad experimentan algún malestar, éste es generado por una sociedad tránsfoba que las estigmatiza” (Grau, 2017: s/p). Freud concluirá afirmando que debemos aflojar en nuestra concepción los lazos entre pulsión y objeto, ya que no hay nada preestablecido entre ellos. El objeto parcial de la pulsión, tal como él lo ha formulado, en su multiplicidad y su separación, en parte, de la genitalidad, no permite de ningún modo instaurar algún tipo de normalidad (en sentido normativo) sexual. Si bien Freud no se refirió, a lo largo de su obra, al fenómeno del transexualismo en particular, su ampliación del concepto de sexualidad y su ruptura con la psiquiatría que lo precedió, resulta crucial para abordar de un modo no patologizante cualquier práctica sexual o identidad sexo-generizada no hegemónica.

De este modo, tanto los aportes de J. Butler, como de S. Freud, permiten realizar un abordaje crítico respecto del vigente y acuciante problema de la patologización de las identidades trans en el ámbito de la salud mental, permitiéndonos abrir nuevas perspectivas de análisis y soluciones posibles para una población que padece sistemáticamente del estigma y la discriminación.

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